domingo, 20 de abril de 2025

Jean Bodin - Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas (Libro V)

El Libro V del Colloquium heptaplomeres de Jean Bodin inicia con una puesta en escena dramática que no solo conmociona por su contenido —el asesinato de Mustafá a manos de su padre, el sultán Solimán—, sino que introduce de inmediato una meditación filosófica y teológica sobre la verdad, el poder, la percepción y la fe. A partir de este punto, los interlocutores despliegan una de las discusiones más densas y fascinantes del diálogo: una confrontación sin concesiones entre judíos, cristianos, musulmanes, escépticos y racionalistas sobre la autenticidad de los textos sagrados, la divinidad de Cristo, la legitimidad de las religiones reveladas y la posibilidad de una religión natural fundada en la razón y la sinceridad del corazón. Con agudeza, ironía y erudición, Bodin nos presenta un verdadero juicio sobre las religiones del mundo.

Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas

LIBRO V

Este primer momento del libro V comienza con la continuación de una escena anterior: la lectura de la tragedia de Octavius. En ella se narra un hecho histórico trágico, el asesinato del príncipe Mustafá, hijo mayor del sultán otomano Solimán el Magnífico. El relato es crudo: el asesinato ocurre en su cama por orden del padre, y su cuerpo es expuesto ante el ejército reunido en Brusa. El heraldo, proclamando que debe haber "un único comandante supremo en el cielo y en la tierra", justifica el crimen en nombre de la unidad del poder. Esta proclamación remite tanto a la idea teocrática del poder político como al peligro de las disputas sucesorias.

En este segundo momento, Coronaeus interrumpe la lectura para presentar un ejercicio filosófico práctico en forma de juego: mezcla manzanas reales con otras artificiales hechas de tal manera que incluso los más atentos no pueden distinguirlas. Fridericus, al morder una falsa, admite su engaño. Coronaeus aprovecha para plantear una reflexión epistemológica: si los sentidos, particularmente la vista, pueden ser tan fácilmente engañados por objetos triviales, ¿cómo puede aspirar la mente a alcanzar la verdad en los asuntos profundos si se basa en ellos?

Esto da pie a una conversación filosófica entre los personajes. Senamus recuerda a Aristóteles, quien decía que no son los sentidos los que se equivocan, sino la mente que interpreta. Pero Toralba interviene para decir que ni Aristóteles ni los escépticos (los Académicos) tienen toda la razón: unos creen que los sentidos nunca se equivocan, y los otros que siempre se equivocan. Él piensa que la verdad está en un punto medio.

Curtius, viendo aún las manzanas falsas, comenta que el arte parece igualar a la naturaleza, pero Salomon responde que no, que el arte es como una chispa humana, mientras que la naturaleza es una chispa divina. Incluso si el arte puede engañar al ojo humano, no puede engañar a los animales, como en la famosa historia del rey Salomón y la reina de Saba, donde solo las abejas pudieron distinguir la flor verdadera.

Fridericus, algo molesto por haber sido engañado, desea que aquellos que fingen lo falso y ocultan lo verdadero queden al descubierto. Pero Coronaeus lo detiene: solo Dios tiene el poder de ver los pensamientos ocultos. Si todos pudieran ver lo que otros piensan, los malvados aprovecharían para dañar a los justos, y la justicia perdería su sentido. Pone el ejemplo de Momus, el personaje mitológico que criticó a los dioses por no poner ventanas en el pecho humano, como símbolo de la excesiva exigencia.

La conversación se dirige entonces a un tema más teológico: ¿puede un hombre justo profesar públicamente una religión y creer otra en privado? Senamus clasifica a las personas en diez tipos según cómo se relacionan con la religión. Algunos adoran a Dios sinceramente sin temor; otros lo adoran en privado, aunque se inclinan ante ídolos por miedo; otros lo hacen por costumbre, ignorancia, o simple hipocresía. Incluso hay quienes, como los ateos y blasfemos, ridiculizan toda religión.

Octavius defiende la idea de que alguien puede adorar verdaderamente a Dios en su corazón aunque por miedo se postre ante falsos dioses, recordando la carta de Jeremías a los exiliados en Babilonia. Pero Curtius no está de acuerdo. Para él, no se puede separar cuerpo y alma en el culto; si se cree con el corazón, también hay que confesar con la boca. Cita a un apóstol y a Tertuliano para reforzar la idea de que ocultar la fe equivale a negarla.

Octavius, figura central del argumento, sostiene una postura pragmática: según él, hay circunstancias —como la persecución, la tortura o el exilio— en las que una persona puede simular externamente una religión falsa, siempre que conserve su fidelidad interior al Dios verdadero. Apoya su postura con ejemplos bíblicos como el de Naaman, quien acompañaba a su rey a templos paganos, pero mantenía su devoción a Dios en privado, y aun así fue aprobado por el profeta Eliseo.

Curtius, en cambio, defiende una ética más rígida y coherente: considera que quien se postra ante ídolos, aunque diga adorar a Dios en secreto, está dando un mal ejemplo público y deshonrando la fe. Para él, no hay excusa válida para traicionar visiblemente la verdad, ni siquiera el miedo. La cita de la Escritura que usa —“quien me niegue delante de los hombres, yo le negaré delante de mi Padre”— subraya su perspectiva de que el testimonio externo de fe es inseparable del compromiso interno.

Fridericus refuerza este argumento al señalar que incluso si alguien mantiene su fe interior intacta, su comportamiento externo puede llevar a otros a error y alejar a los ignorantes del camino de Dios.

Por otro lado, Coronaeus introduce una idea intermedia: aunque reconoce los peligros del fingimiento religioso, considera que la superstición —es decir, el error religioso sinceramente vivido— es preferible al ateísmo absoluto. El supersticioso, al menos, tiene temor reverente; el ateo, en cambio, no reconoce límite moral alguno.

Salomon introduce una distinción fundamental: según él, es peor degradar la adoración del Dios verdadero al mezclarla con cultos a criaturas (ídolos, santos, estatuas), que simplemente negarlo por completo, como haría un ateo. Su razonamiento se basa en una lógica relacional: un siervo fugitivo o un soldado desertor pecan menos que quien, conociendo a su señor o comandante, lo insulta sirviendo a otro. En este sentido, la idolatría consciente sería una forma más grave de ofensa que la ignorancia total, pues implica conocimiento y desprecio.

Octavius está de acuerdo, pero añade un matiz: aquellos que, aunque adoran estatuas o elementos creados, lo hacen sinceramente, creyendo que están rindiendo culto al Dios verdadero —tal como fueron enseñados por sacerdotes o líderes religiosos— pueden ser excusados. El error sincero no debería castigarse como la hipocresía deliberada. Trae como ejemplo a los antiguos samaritanos que combinaban el culto al Dios de Israel con sus divinidades tradicionales, actuando por formación y costumbre, no por desprecio.

Fridericus responde recordando que Cristo mismo habló con severidad sobre quienes, conociendo la verdad, no la siguen. Según él, incluso si se actúa por ignorancia, se peca, aunque el castigo puede ser menor. Pero quien ha tenido la oportunidad de conocer la verdad y no la sigue —por ejemplo, adorando “estatuas y huesos podridos” junto con Dios—, comete una falta grave.

Senamus introduce una visión moderada, declarando que quienes son sinceramente engañados por sus sacerdotes, y rinden culto a objetos o reliquias creyendo que así veneran a Dios, son disculpables. Toralba, sin embargo, establece una diferencia: quienes no tienen educación ni acceso al conocimiento pueden errar legítimamente, pero los sabios, o los que han estudiado la naturaleza y la razón, no tienen excusa para no reconocer al Dios único y verdadero. Aquí se retoma la idea paulina de que la creación misma revela a Dios (cf. Romanos 1:19-20).

Salomon concluye que aunque la razón natural puede guiar al hombre hacia la verdad, es necesaria la inspiración divina para alcanzar el verdadero conocimiento de Dios. Incluso los más sabios pueden errar si no reciben esta luz sobrenatural. Así, se cierra el círculo del debate: el error se puede excusar si es involuntario y sincero, pero la obstinación o el desprecio consciente del Dios verdadero constituyen la ofensa más grave.

Gracia de Dios y Aristóteles

Toralba inicia destacando los límites de la razón natural sin la asistencia de la "luz divina", poniendo como ejemplo a Aristóteles, cuya sabiduría filosófica fue incapaz de alcanzar una comprensión profunda de Dios. En contraste, defiende que Platón, por su búsqueda sincera y reverente, alcanzó una comprensión más elevada de lo divino, gracias a la iluminación divina. Esto lo lleva a sostener que la auténtica contemplación, en cuanto reconocimiento y amor a Dios, culmina en el gozo supremo del alma: el disfrute del Creador.

Salomon complementa esta visión afirmando que los profetas y justos del Antiguo Testamento (como Moisés, Isaías o Ezequiel) accedieron a ese gozo supremo a través de visiones o inspiración directa, aunque pocos pudieron experimentarlo plenamente en vida. También señala que el conocimiento de Dios debe conducir al culto, el culto al amor, y el amor al gozo; este gozo es la cumbre de la experiencia espiritual.

Senamus, en cambio, plantea una objeción desde Aristóteles: si la felicidad del ser humano está en la acción virtuosa, entonces ¿quién puede alcanzar la felicidad mientras duerme o sufre? Pero Toralba responde que Aristóteles confundió el fin del hombre (servir a la gloria de Dios) con su bien supremo, que no se encuentra ni en la acción ni en la contemplación puramente filosófica, sino en el goce de Dios mismo. Así, distingue entre el fin (servir a Dios) y el sumo bien (disfrutar de Dios), y afirma que solo en la unión con el Creador se encuentra la verdadera felicidad.

Octavius aporta que Mahoma, al igual que Moisés, intentó restaurar la ley natural y la adoración del único Dios verdadero frente a la decadencia religiosa. Mientras tanto, Fridericus y Curtius vuelven a poner a Cristo como el intérprete supremo de la ley divina, reafirmando su fe cristiana —aunque divergen en cuestiones confesionales específicas (como la confesión o la Eucaristía).

Finalmente, Coronaeus defiende la solidez y antigüedad de la Iglesia católica romana, invocando su continuidad histórica y el testimonio de mártires y padres de la Iglesia. Pero Senamus, con una postura universalista, afirma que todas las religiones sinceras —incluyendo las gentiles, la mosaica, la cristiana y la musulmana— no son desagradables a Dios si se practican con pureza de corazón. Incluso dice haber visitado todos los templos para no parecer ateo y fomentar el respeto por lo divino. Concluye que los pueblos más religiosos, sin importar la superstición que practiquen, son los más bendecidos por Dios, mientras que aquellos que abandonan la religión —incluso la falsa— son castigados con guerras, enfermedades o ruina.

Religión natural

Toralba reaviva el debate central sobre la universalidad de la religión natural. Sostiene que si esta es verdaderamente la religión verdadera —como incluso Salomon y Octavius han reconocido— entonces no hay necesidad de intermediarios humanos o revelaciones posteriores como Cristo, Mahoma o los dioses paganos. Para demostrarlo, cita el ejemplo paradigmático de Job, quien, sin haber conocido la ley mosaica ni ninguna revelación cristiana o islámica, adoró a Dios con una pureza y justicia inigualables. Según Toralba, Job representa el modelo supremo de la piedad natural, fundada no en libros sagrados sino en la ley escrita en el corazón humano.

Fridericus, aunque reconoce la autoridad del libro de Job, objeta que, si Toralba valora tanto ese texto, está empleando indirectamente la misma autoridad que critica, y por tanto no puede separarse por completo del marco de los teólogos.

Toralba responde que, aunque aprecia los textos santos por su valor moral y alegórico, su confianza no está basada en su autoridad sino en la razón. Argumenta que la fe debe ser racionalmente defendida —incluso contra los escépticos epicúreos— no con la autoridad de la Escritura sino con hechos, causas y razones.

Curtius apela a una visión más devota y propone que, en temas divinos, la demostración no basta: se requiere la fe. Cita a San Lucas: “Señor, aumenta mi fe”.

Salomon adopta una posición intermedia: reconoce que la fe auténtica nace por medio de la voz profética, más segura que cualquier conocimiento humano. En ausencia de profecía directa, cree que debemos remitirnos a los antiguos profetas y a la autoridad de la iglesia verdadera que preserva esas enseñanzas.

A continuación, Octavius señala que los musulmanes rechazan el Evangelio por considerarlo corrompido, mientras que los cristianos afirman su autenticidad. Fridericus utiliza entonces el propio Corán para argumentar en contra de los musulmanes: en ciertas azoras, Mahoma reconoce la autoridad previa del Antiguo y Nuevo Testamento, lo cual debilita el rechazo islámico de las Escrituras cristianas.

Salomon insiste en que, frente a las dudas, deben mantenerse los escritos antiguos y la tradición de la iglesia verdadera como testimonio permanente de la revelación divina, incluso si los textos llegaran a desaparecer. La permanencia de la Ley de Moisés a través de siglos de exilio, persecución y ruina nacional, según él, da testimonio del poder providencial que la preserva.

Fridericus, retomando una perspectiva cristiana tradicional, afirma que la Iglesia, antes entre los judíos, fue transferida a los cristianos después de que los judíos rechazaran al Mesías. A su juicio, esta transferencia es legítima y necesaria, mientras que los ruegos de los judíos son vistos como dañinos por la dureza de corazón que mostraron.

Salomon, sin confrontar directamente, insiste en que los judíos desean sinceramente la salvación de las naciones y oran por ella.

Fridericus, cortante, responde que la oración judía no es bienvenida, y cita al profeta Isaías como prueba de que el plan divino se extiende más allá de Israel, incorporando a otras naciones como Egipto y Asiria, y eligiendo de entre ellas a nuevos levitas y sacerdotes para proclamar su nombre.

Salomon sostiene con firmeza que, a pesar de las persecuciones y calamidades sufridas, Dios nunca ha olvidado a Israel, su herencia, su pueblo escogido y su “primogénito”. Recurre a múltiples pasajes bíblicos —como Jeremías, Éxodo, y Deuteronomio— para demostrar que la alianza con el pueblo de Israel es eterna, incluso si este ha sido castigado por sus pecados. También recuerda los testimonios de autores no judíos como Tácito, quien elogia la fe monoteísta de los hebreos y su rechazo a la idolatría.

Fridericus, sin embargo, sostiene que el rechazo del pueblo judío a Cristo, a quien considera el Mesías y Dios hecho hombre, es la causa de su dispersión y de las desgracias históricas que han sufrido. Cita como evidencia la destrucción del templo en el año 70 d.C. y el exilio posterior, interpretándolo como castigo divino por haber dado muerte a Cristo. Salomon, por su parte, contraargumenta que tales calamidades ya habían ocurrido antes —como las invasiones de los caldeos y las masacres bajo reyes como Antíoco Epífanes y Ptolomeo— y que, por lo tanto, el sufrimiento no puede considerarse prueba suficiente para invalidar una religión.

Curtius interviene planteando que si la religión judía fuera la verdadera, no se entendería por qué tantos de sus propios miembros, incluidos los apóstoles y primeros obispos, abrazaron el cristianismo. Salomon responde que, dado el nivel de marginación y pobreza que han soportado los judíos, sorprende más bien que no hayan sido más los que desertaran de su fe. Y admite que los castigos que han recibido fueron consecuencia de haberse apartado de Dios, aunque niega que hayan sido por rechazar a Cristo como Mesías.

El tema del sufrimiento es entonces reinterpretado por Salomon como señal del vínculo especial que Dios mantiene con su pueblo. Aludiendo al profeta Amos y a Balaam, señala que Dios castiga más severamente a Israel precisamente porque lo eligió y lo ama con un celo exclusivo. Esta elección divina, afirma, se traduce en que los israelitas están exentos de la influencia de los astros y de la astrología —a diferencia de las otras naciones— pues tienen a Dios mismo como guía directo de sus destinos. Termina su intervención recitando un poema donde narra, en un estilo elevado y heroico, los momentos en que ha sido salvado por la intervención divina frente a peligros y enemigos, resaltando el carácter providencial de la protección otorgada por Dios a su pueblo.

Coronaeus, impresionado por la elocuencia del poema, reflexiona que, si los favores divinos han sido tan grandes, es lógico que los castigos también lo sean cuando se incumple la alianza. Así, cierra el pasaje con la noción de reciprocidad entre la elección especial de Israel y la severidad de sus pruebas.

Salomon sostiene una visión profundamente teológica y nacional sobre el sufrimiento de Israel. Afirma que cada vez que los judíos pecan, son castigados inmediatamente por Dios, y ese castigo —que incluso afecta a los sacerdotes, ropas y casas, como ocurre con la lepra— es una muestra del amor de Dios hacia ellos. Citando las Escrituras, defiende que los sufrimientos, las dispersiones, los exilios y la falta de una patria no son señales de rechazo, sino signos de su especial elección como “pueblo sacerdotal” y “herencia de Dios”. Israel, sostiene, fue diseminado entre las naciones para servir como instrumento de purificación espiritual del mundo, instruyendo a los pueblos sobre la unicidad divina y ayudando así a acabar con la idolatría. Incluso cuando el Templo fue destruido, explica Salomon, los sacrificios allí realizados —como los setenta animales por las setenta naciones— eran expiatorios para toda la humanidad. Israel, sin tierra, como los levitas, es llamado “santo” no por castigo, sino por designio divino.

Curtius, sin embargo, pone en duda que el pueblo judío pueda ser considerado la verdadera Iglesia de Dios, pues acusa a los judíos de haber matado a los profetas, a los apóstoles y a Cristo mismo, y de haber rechazado su enseñanza. Desde su visión cristiana, la verdadera Iglesia es la de los “elegidos”, fundada sobre la fe en Cristo, y como tal es invisible —una comunidad espiritual conocida sólo por Dios—. Los que niegan esa fe se excluyen a sí mismos de esa Iglesia, incluyendo a los judíos, paganos y musulmanes.

Salomon, en respuesta, defiende que el término “Iglesia” (qahal o ekklesía) se aplica también visiblemente al pueblo de Israel, y que no puede aceptarse una iglesia “invisible” si no hay una comunidad real que guarde la alianza. Si otros pueblos desean unirse a esa alianza —como los moabitas o idumeos en tiempos antiguos— pueden ser incluidos, pero aquellos que rechazan al Creador y adoran criaturas quedan excluidos.

Octavius introduce aquí un argumento provocador, afirmando que la verdadera Iglesia podría ser la de los ismaelitas (musulmanes), por varias razones: su inmensa expansión territorial y demográfica, su culto exclusivo a Dios, su rechazo absoluto de ídolos, su claridad doctrinal y su origen en Abraham. Con esto plantea un modelo de pureza monoteísta que incluso supera, en su opinión, a las religiones judaica y cristiana, confundidas por imágenes, disputas y supersticiones.

Coronaeus objeta esa afirmación y recuerda que si se usara el criterio de cantidad o expansión, entonces la “Iglesia de Satanás” también sería legítima. Apela a la tradición cristiana como fundada por Cristo, continuada por los apóstoles y sostenida por siglos de mártires y teólogos, con una línea ininterrumpida hasta la Iglesia de Roma. Incluso, asegura que Lutero admitía esto.

Fridericus interviene y plantea que entre las cuatro grandes religiones —judaísmo, cristianismo, islam y paganismo— solo una puede ser verdadera, y que la más absurda de todas es el paganismo. El islam, por su parte, es desechado como “demasiado tonto para refutarse”. Por tanto, el verdadero debate, afirma, es con el judaísmo, por su antigüedad y por el valor que le otorga a sus textos.

El Mesías

Fridericus desafía entonces a Salomon: si se pudiera probar que Cristo es Dios y Mesías, ¿aceptaría el judaísmo la verdad del cristianismo? Salomon responde que sí, pero que eso aún está por probarse. Fridericus insiste en que es algo sencillo de demostrar, y para ello comienza preguntando si el Mesías aún debe venir, a lo que Salomon responde que sí. Aquí, Fridericus acusa a los rabinos de haber introducido de forma estratégica una cláusula en su credo sobre la venida futura del Mesías, para evitar que se reconozca a Jesús como tal. También recuerda varios falsos mesías —como Barcochab y otros— que han decepcionado a los judíos.

Menciona a varios judíos convertidos al cristianismo, como Emmanuel Tremellius, Isaac de Colonia y Paul de Burgos, para mostrar que incluso entre los sabios hebreos ha habido quienes han llegado a reconocer a Cristo como el verdadero Mesías y Dios encarnado.

Salomon realiza defensa del judaísmo frente a la acusación de haber abandonado la verdadera religión. Compara la apostasía de los que abandonan la ley divina con la traición de los antiguos israelitas al adorar el becerro de oro, momento en el que Dios le dice a Moisés: “Tu pueblo se ha apartado de mí”, en vez de “Mi pueblo”, como solía hacerlo. Esto, argumenta, prueba que quien se aparta de la adoración del Dios eterno queda excluido de Su Iglesia. Por tanto, para Salomon, los judíos que permanecen fieles a la ley y al monoteísmo estricto no pueden ser considerados apóstatas.

Curtius contraataca: si se acepta esa lógica, entonces los judíos también se han excluido a sí mismos de la verdadera Iglesia por haber rechazado a Cristo, a quien él presenta como Dios y salvador. Para él, la verdadera Iglesia nace con los apóstoles y discípulos de Cristo.

Salomon rechaza esta afirmación y acusa a los primeros teólogos cristianos de malinterpretar el hebreo, lo que, en su opinión, ha llevado a numerosos errores. Menciona el caso de San Justino Mártir, quien supuestamente no supo interpretar correctamente palabras hebreas como hosanna o hallelujah. Esto es parte de un argumento más amplio: los cristianos no entendieron adecuadamente el concepto de “Mesías” (Mashíaj), que en hebreo simplemente significa “ungido” y se aplica a reyes, sacerdotes y profetas. Cita pasajes de las Escrituras hebreas donde se utiliza esta palabra para referirse no solo al rey David, sino incluso a personas como Samuel, Jerubaal o Jephté. Así, sostiene que ha habido múltiples Mesías a lo largo de la historia, y que no existe fundamento textual para decir que debe haber uno solo.

Más aún, Salomon critica el cristianismo por sostener que el Mesías es Dios. Desde su punto de vista, eso es un error más grave que confundir al Mesías con un simple rey terreno. Para él, el Mesías será un líder humano, un redentor político, al estilo de Moisés o los Macabeos, destinado a reunir a los judíos en su tierra y restaurar su independencia. No espera una figura divina ni redentora universal, sino un conductor militar y espiritual del pueblo de Israel.

Curtius y Fridericus responden con firmeza. Curtius argumenta que es absurdo reducir el misterio mesiánico a un caudillo político; según él, esa comprensión nunca permitirá alcanzar la verdad divina, que solo es accesible por revelación. Fridericus refuerza este punto preguntando por qué entonces, si el Mesías es solo un hombre, algunos rabinos —como Moisés Hardusa— habrían equiparado el nombre del Mesías con el de Dios mismo, el inefable YHWH.

Salomon admite que hay interpretaciones dentro del judaísmo que entienden al Mesías como un “rey inmortal”, pero sigue rechazando su divinidad. Curtius pasa entonces a uno de los textos más debatidos en la tradición exegética judeocristiana: Génesis 49:10, donde Jacob profetiza que “el cetro no se apartará de Judá hasta que venga Shiloh”. Según él, Shiloh es un nombre oculto para el Mesías, lo que es confirmado —dice— por traducciones caldeas y rabínicas. Critica las múltiples interpretaciones que buscan evitar identificar a Shiloh con el Mesías, incluyendo la explicación de David Kimhi que vincula el término con la placenta o “el hijo de aquella”. Considera estas alternativas como esfuerzos desesperados por desviar el sentido mesiánico del pasaje.

Curtius acusa a los rabinos de manipular la Escritura para evitar admitir que Jesús fue ese Mesías prometido. Resalta que incluso el Talmud y los Targumes reconocen que Shiloh es un nombre mesiánico, y que otras interpretaciones son posteriores e inconsistentes con la historia. También señala que algunas figuras judías, como el rabino Salomón (Rashi), intentaron ubicar el reino mesiánico en Babilonia, una idea que considera absurda dadas las circunstancias geopolíticas de la época.

Este intercambio profundiza en las diferencias fundamentales entre judaísmo y cristianismo:

  • En el judaísmo rabínico, el Mesías es humano, no divino.

  • En el cristianismo, el Mesías es Jesús, Dios encarnado, redentor universal.

  • En ambos, el Mesías es esperado como agente escatológico, pero difieren radicalmente en su naturaleza, misión y momento de venida.

El núcleo del desacuerdo, como señala Salomon, está en asumir como probado que Jesús es Dios. Para él, sin esa prueba, toda la estructura teológica cristiana se tambalea. Por eso, la controversia no es solo filológica o histórica, sino teológica y ontológica: ¿quién es Jesús? ¿Un hombre sabio y mártir? ¿El hijo de Dios? ¿El Mesías?

Salomon responde que, si bien Jesús fue un personaje importante para muchos, las profecías citadas por los cristianos no pueden aplicarse a él. Argumenta que el último rey legítimo de la tribu de Judá fue Sedequías, y que después de él el poder estuvo en manos de los sacerdotes de la tribu de Leví, especialmente los macabeos. Menciona a Antígono, el último asmoneo, como el último ungido (Cristo) legítimo antes de la llegada de Herodes, que no era judío y fue impuesto por Roma. Dice que desde entonces, durante siglos, nadie de Judá tuvo el gobierno, lo cual contradiría la profecía del cetro de Judá, si esta se aplicara a Jesús. Añade que es absurdo pensar que Jesús sea el Mesías anunciado si ni siquiera vino durante el tiempo en que aún existía algún tipo de soberanía judía.

Curtius le reprocha que los judíos se aferran a interpretaciones oscuras y que incluso cuando los textos hebreos son claros, los tergiversan para oscurecer la verdad. Cita la profecía de Isaías sobre la virgen que dará a luz a un hijo llamado Emanuel, y cómo el evangelista Lucas la aplica a Jesús. Salomon responde que en hebreo se utiliza el término ha‘almah, que no significa virgen, sino joven mujer. Asegura que si Isaías hubiera querido referirse a una virgen, habría usado la palabra betulah, como se hace en otros pasajes bíblicos. Además, interpreta que Isaías está hablando de la esposa del rey Acaz, madre de Ezequías, y que el hijo predicho no era Jesús sino ese rey justo que vendría a liberar a Jerusalén de sus enemigos. Según Salomon, esa señal tuvo un cumplimiento inmediato en la historia, y no hay necesidad de buscar un cumplimiento futuro.

Coronaeus objeta que los títulos que Isaías aplica al niño (Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz) no pueden referirse a Ezequías. Salomon responde que el término “El” puede entenderse como “fuerte”, y que los epítetos indican cualidades reales, no divinas, propias de un rey justo. Fridericus insiste en que hay otras profecías más claras, como la de Jeremías donde se dice que el Mesías será llamado “YHWH nuestra justicia”, un nombre que no puede aplicarse a un mero humano. Salomon le contesta que esa frase también se utiliza para nombrar a Jerusalén y a altares, sin que eso implique que una ciudad o altar sean divinos. Según él, es una forma de hablar que exalta simbólicamente la acción de Dios.

Cuando Curtius cita el Salmo 110 (“Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha”), Salomon niega que sea un salmo de David, apoyándose en la tradición rabínica que identifica sólo 18 salmos como suyos. Además, argumenta que la expresión hebrea utilizada no refiere a Dios, sino a un señor humano. Por tanto, niega que el pasaje se refiera al Mesías. Fridericus y Curtius se irritan con lo que consideran una obstinación de los judíos por rechazar incluso los pasajes más claros. Finalmente, Curtius cita la expresión “el Señor dijo a mi Señor” como una confirmación de que el Mesías debía ser superior a David, pero Salomon responde que los cristianos aplican pasajes poéticos a Jesús sin justificación, como cuando citan “su voz ha salido por toda la tierra” refiriéndose a los apóstoles, cuando en realidad el salmo habla de los astros. También recuerda que el salmo que dice “lo hiciste un poco menor que los ángeles” no puede aplicarse a un ser divino.

Salomon argumenta que ciertas interpretaciones cristianas de los Salmos y los profetas se basan en traducciones erróneas o lecturas manipuladas del hebreo original. En el caso del Salmo que dice “lo hiciste un poco menor que los dioses/elohim”, sostiene que elohim debe entenderse como “ángeles”, tal como lo interpretaron los traductores caldeos y los Setenta. Del mismo modo, objeta la famosa cita del Salmo 22 “horadaron mis manos y mis pies”, diciendo que el texto hebreo habla de leones atacando (ka'ari), no de perforaciones, y que la versión cristiana cambió el sentido para ajustarla a la crucifixión.

Fridericus defiende la autoridad de los Setenta, argumentando que sus manuscritos eran más antiguos y menos corrompidos que los de los masoretas judíos. Pero Salomon responde que la tradición hebrea conservó meticulosamente el texto sagrado mediante un sistema riguroso de numeración de versos, capítulos, palabras, e incluso letras, desarrollado por los masoretas como Ben Asser y Ben Neftalí. Reivindica que los judíos conservaron el texto bíblico sin corrupción, y que sus traducciones caldeas —como las de Onkelos, Jonathan y la llamada Jerusalén— ayudan a interpretar pasajes ambiguos. Alega que los traductores griegos, aunque útiles, cometieron errores por la diferencia entre idiomas y por las lecturas que a veces se ajustaban a interpretaciones alegóricas.

Fridericus señala que Salomon no menciona el Nuevo Testamento, y que este debe prevalecer como una alianza nueva sobre la antigua, tal como en cualquier contrato. Salomon objeta que eso sólo sería válido si ambas alianzas procedieran del mismo autor, pero que el Nuevo Testamento contiene numerosas variantes y contradicciones. Cita a Epifanio y Tertuliano para mostrar que los primeros dos capítulos del Evangelio de Lucas no existían en la versión de Marción, discípulo de Juan, quien rechazó el texto como corrupto. Añade que los otros evangelistas tampoco mencionan el nacimiento virginal, la estrella, ni la visita de los magos, lo que parece extraño si realmente hubieran ocurrido. También sostiene que el capítulo 3 de Lucas inicia con una fórmula típica de introducción histórica, lo cual refuerza que los dos capítulos anteriores no pertenecen al autor original.

Octavius introduce la versión del Corán sobre la anunciación a María. Dice que Gabriel le anuncia a María el nacimiento de Jesús como enviado de Dios, hombre sabio y justo, no como Dios ni hijo de Dios. Repite que el Corán niega que Dios tenga hijo alguno. Según los musulmanes, Jesús es espíritu de Dios, pero no divino. Añade que nacimientos sin padre humano se creen también en otras culturas: entre los británicos (Merlín), los alemanes (Wechselkinder), y los pueblos indígenas del Caribe (Concoto).

Toralba, en tono conciliador, sostiene que el nacimiento virginal no debería ser tan problemático si se acepta la idea de seres que nacen sin padre —como peces o aves— o incluso casos históricos y mitológicos de fecundaciones sobrenaturales. Cita a filósofos como Anaximandro, Empédocles y Platón, que creían que los hombres surgieron del barro animado por fuego celestial, y a pensadores árabes como Avicena que sostenían ideas similares. Incluso menciona que autores antiguos creían en yeguas fecundadas por el viento. Por lo tanto, según él, no es tan inverosímil que María concibiera sin contacto con varón, si la causa es divina.

Senamus, sin embargo, objeta que la dificultad no es la concepción sin hombre, sino el parto sin romper el himen, algo que va contra el curso natural. Recuerda que Tertuliano dijo que María dio a luz según las leyes normales del cuerpo humano, cosa que los teólogos posteriores refutaron, porque si Cristo era Dios y hombre a la vez, debía nacer de modo sobrenatural.

Octavius reafirma la postura del islam: Jesús es un hombre extraordinario y profeta, pero no Dios ni hijo de Dios. El Corán lo honra como Ruh Allah (espíritu de Dios), pero niega su divinidad. Añade que los musulmanes creen que existen muchos nacimientos extraordinarios similares, y que incluso José, en su historia, hablaba de ángeles que se unían a mujeres y engendraban hijos violentos, como dice también el Libro de Enoc y otros textos judíos antiguos.

Salomon sostiene que si los ismaelitas (musulmanes) realmente reconocen que Jesús es el espíritu y la palabra de Dios, entonces no deberían negarle su divinidad. Sin embargo, Octavius aclara que los musulmanes consideran a Jesús superior a todos los profetas, incluso a Mahoma, pero no lo reconocen como Dios. Cita pasajes del Corán que presentan a Jesús como "luz", "verdad clara", y "camino recto", pero niegan que sea hijo de Dios, señalando que tales afirmaciones fueron añadidas por interpoladores al Evangelio.

Salomon refuerza esta objeción diciendo que el mismo Jesús, según el Evangelio, habría negado ser diferente de los demás hombres, al citar el Salmo "vosotros sois dioses", que Jesús usa para justificar su afirmación como Hijo de Dios. El argumento de Salomon es que esto muestra que el título "Hijo de Dios" no implicaba divinidad, sino una forma elevada de designar a los hombres justos o magistrados. Fridericus y Curtius, por su parte, sostienen que Jesús hablaba en parábolas y con doble sentido, y que a sus discípulos revelaba su verdadera condición divina, mientras que a los fariseos solo les daba respuestas que no les permitieran acusarlo directamente.

Salomon continúa con una crítica filológica: si Jesús no era hijo natural de José, las genealogías de Mateo y Lucas serían inútiles. Pero si lo era, entonces no habría nacido de una virgen. También señala contradicciones entre los evangelios: uno lo hace descendiente de Salomón, otro de Natán. Menciona incluso que Justino Mártir sugiere que José fue adoptado por Elí, y que Suidas afirma que Jesús fue elegido como sacerdote por su sabiduría y piedad. Fridericus responde que era común que descendientes de linajes reales empobrecidos trabajaran en oficios humildes, como lo hicieron Dionisio el Tirano o el hijo de Juba. Salomon insiste en que, aun así, no hay pruebas de que José fuera parte del linaje real ni que fuera costumbre elegir sacerdotes de la casa de David, cosa prohibida por la ley mosaica.

Curtius rebate que los nombres y genealogías bíblicas muchas veces cambian de forma, como ocurre con Azarías/Uzzías o Esdras/Nehemías. El argumento de fondo es que, independientemente del detalle exacto, ambos evangelistas tratan de mostrar que Jesús procede de David. Salomon responde que, aun concediendo eso, sigue sin estar claro si nació en Belén, como exigía la profecía. Cita la burla “¿Puede salir algo bueno de Nazaret?”, y afirma que Jesús se identificó como “Jesús de Nazaret”.

Coronaeus interviene para decir que los teólogos ya han resuelto esa objeción: Jesús nació en Belén durante el censo, porque José y María fueron a inscribirse allí, aunque luego se crió en Nazaret. Añade que Orígenes y Justino Mártir dicen que aún en sus tiempos se visitaba la gruta donde nació. Pero Salomon objeta que eso no cuadra con los registros históricos. Según Dion Casio, Augusto hizo un censo en el penúltimo año de su reinado, cuando Jesús ya tenía 14 años. Curtius replica que hubo dos censos, uno durante el gobierno de Quirino (Cyrenius), que es el que menciona Lucas. Salomon responde con datos de Josefo: Quirino no fue gobernador en ese momento, sino años después, y que José, al no ser ciudadano romano, no habría tenido que inscribirse. Además, cuestiona que ningún censo romano haya requerido que las personas viajen a su lugar de origen, y menos aún que una mujer embarazada lo hiciera. Añade que ni Moisés ni David incluyeron a mujeres o menores de veinte años en sus censos, y que los registros romanos y de Livio también excluían a mujeres. Concluye que ningún decreto romano exigía tanto esfuerzo y gasto como lo que se relata en los evangelios, y por eso algunos teólogos han preferido “cortar el nudo” antes que intentar desatarlo.

Nacimiento de Jesús

Salomon cuestiona la posibilidad astronómica de que una estrella apunte a un lugar específico como un establo, critica la incoherencia cronológica entre los Evangelios y la historia romana (por ejemplo, la gobernación de Cirenio o el tipo de censo), y pone en duda la lógica de hacer viajar a mujeres embarazadas por motivos administrativos.

Octavius, quien representa la visión islámica, introduce la idea de que el Corán tiene un relato distinto sobre el nacimiento virginal, que reconoce a Jesús como profeta e incluso como el "espíritu de Dios", aunque no como Dios. También critica las contradicciones entre los Evangelios, mencionando que originalmente había muchos más, y que los cristianos conservaron solo cuatro, desechando otros que eran considerados santos por algunos (como los evangelios de Tomás, Nicodemo, los hebreos, entre otros). Octavius compara este desorden con el método del islam: un califa organizó el Corán seleccionando cuidadosamente sus partes y destruyendo copias dudosas, lo que dio estabilidad a su tradición religiosa.

Fridericus y Curtius, representantes de la visión cristiana, intentan defender la armonía de los Evangelios y el carácter divino de Jesús, incluso apelando a autoridades como Agustín o Ambrosio. Pero Salomon responde que si ya hay dificultades para armonizar solo cuatro evangelios, tener quince solo aumentaría la confusión. En resumen, hay una crítica a la credibilidad textual del Nuevo Testamento frente a la rigurosidad (real o supuesta) con que el islam organizó el Corán, y a la luz de las exigencias de razón, evidencia histórica y teológica.

Naturaleza de Cristo

Salomon y Octavius cuestionan la consistencia interna y la fidelidad textual de los Evangelios, así como sus afirmaciones teológicas. Salomon acusa a los evangelistas de contradecirse, usando como ejemplo el relato de la conversión de Pablo en Hechos de los Apóstoles, donde en un pasaje se dice que sus acompañantes oyeron la voz pero no vieron a nadie, y en otro que vieron la luz pero no oyeron la voz. Curtius intenta responder explicando que pudo tratarse de una confusión en la copia griega por la similitud entre las palabras para "luz" y "voz".

Se discute además la manipulación de los textos sagrados en los primeros siglos del cristianismo. Epifanio, Orígenes, Jerónimo y Tertuliano son citados como autores que denunciaron modificaciones o corrupciones hechas por herejes (como los arrianos o Marción). Octavius, desde la perspectiva islámica, considera que esto justifica el rechazo del Nuevo Testamento por parte del islam, dado su nivel de alteración. Se expone el ejemplo de un error histórico en Mateo 23:35, donde Jesús atribuye la muerte de Zacarías al hijo de Baraquías, cuando en realidad el muerto fue Zacarías hijo de Joyadá. Asimismo, se mencionan discordancias en los cálculos de la duración del ministerio público de Jesús, su edad al morir, y el momento exacto de la Última Cena respecto al calendario pascual judío, lo cual lleva a discrepancias litúrgicas posteriores.

El pasaje también aborda el versículo 1 Juan 5:7 (“Tres son los que dan testimonio en el cielo...”), considerado una interpolación tardía, ya que no aparece en los manuscritos más antiguos. Octavius argumenta que si esta frase hubiese sido original, los Padres de la Iglesia como Agustín o Jerónimo la habrían citado en su lucha contra los arrianos, cosa que no ocurre. Además, Salomon cita supuestas contradicciones teológicas en el Evangelio de Juan, como cuando Jesús dice que su propio testimonio no es válido, y luego afirma lo contrario.

Salomon y Toralba presentan argumentos críticos señalando las contradicciones aparentes entre la afirmación cristiana de que Cristo es Dios y las emociones humanas que se le atribuyen en los evangelios: miedo, tristeza, angustia, deseo de evitar el sufrimiento y la muerte. Señalan que si Cristo era verdaderamente Dios, entonces no podía ignorar nada ni experimentar temor, sufrimiento o debilidad, ya que eso implicaría una imperfección incompatible con la divinidad. Incluso citan episodios como la oración en Getsemaní (“Padre, si es posible, pase de mí esta copa”), el sudor de sangre, y el grito final en la cruz (“¿Por qué me has abandonado?”), para argumentar que en esos momentos Jesús se muestra como un hombre común, quebrado por el dolor.

Además, se comparan sus reacciones con la valentía de mártires y sabios paganos como Zenón, Anaxarco o los hermanos macabeos, quienes, según se dice, soportaron el martirio sin quejarse. Por contraste, afirman, Cristo muestra un comportamiento más débil, lo cual, en su opinión, es difícil de conciliar con su supuesta naturaleza divina.

Curtius y Coronaeus, defensores del cristianismo, responden que Cristo sí experimentó miedo y sufrimiento verdaderos, pero voluntarios: Él eligió padecer como hombre sin dejar de ser Dios. Sufrió en su humanidad, sin que ello afectara su divinidad. Usan una distinción tradicional: mientras que como hombre pudo no saber o temer, como Dios no ignoraba ni temía nada. La frase de Pablo en Hebreos 5:7 (“fue oído a causa de su temor reverente”) es interpretada como prueba de que su oración fue atendida no en evitar la muerte, sino en obtener la resurrección.

Octavius, desde la perspectiva islámica, expone la doctrina coránica que sostiene que Jesús no murió realmente en la cruz, sino que fue salvado por Dios y alguien más (como Simón de Cirene o un doble) murió en su lugar. Esta postura es apoyada por figuras como Marción, Hilario y otros herejes antiguos que afirmaban que Cristo tenía un cuerpo incorruptible o que no sufrió.

Octavius, también por autores críticos como Celso, pone en duda la resurrección de Cristo, su divinidad y la autenticidad de muchos pasajes de los Evangelios. Recurre al testimonio de Celso, quien comparaba la resurrección de Cristo con la de figuras mitológicas como Cleomedes, y se escandalizaba de que el anuncio de la resurrección dependiera del testimonio de una mujer (María Magdalena), lo cual se consideraba poco creíble en la cultura antigua.

Octavius y Salomon insisten en que numerosos pasajes usados por los cristianos como base doctrinal son dudosos o faltan en manuscritos antiguos. Citan la crítica textual de Epifanio, quien señala que Marción eliminó o alteró muchos de esos versículos. También aluden a contradicciones aparentes en las Escrituras que podrían debilitar la fe cristiana. Octavius incluso recurre al Corán, mencionando un versículo donde Jesús niega que haya pedido ser adorado como Dios, lo cual refuerza la tesis islámica de que Jesús es un gran profeta, pero no divino.

Fridericus y Curtius, en defensa del cristianismo, argumentan que estas omisiones o manipulaciones heréticas no afectan la esencia de la fe ni la divinidad de Cristo. Afirman que si bien puede haber copias alteradas, el consenso de la Iglesia, el testimonio de los santos, las palabras de Cristo mismo y de sus apóstoles (como Tomás: “Señor mío y Dios mío”) confirman con claridad que Jesús es verdaderamente Dios y hombre. Destacan además que solo Dios puede perdonar los pecados, y que Cristo lo hace repetidamente en los Evangelios. También subrayan que juzgará al mundo, función reservada únicamente a Dios.

El pasaje finaliza con una exhortación a mantener una fe firme y constante en la divinidad de Cristo, más allá de las objeciones filológicas, históricas o heréticas, y deja abierta una futura discusión sobre cómo se relacionan en Cristo la naturaleza divina y la humana (lo que se abordará en el próximo libro del Colloquium).

Conclusión

Este tramo del Colloquium no es solo un ejercicio retórico ni una defensa doctrinal; es un campo de batalla intelectual donde cada argumento es una flecha dirigida al corazón mismo de la verdad religiosa. ¿Es Jesús Dios o un profeta? ¿Puede alguien adorar a Dios en secreto mientras rinde culto externo por miedo? ¿Cuál es la religión verdadera —si acaso hay una— en un mundo fragmentado por credos? A través de una polifonía de voces lúcidas y enfrentadas, Bodin no impone una respuesta, pero nos obliga a pensar, a cuestionar y a mirar la fe con ojos menos dogmáticos y más humanos. Leer este libro es exponerse a una tormenta teológica que, lejos de destruir, purifica la inteligencia y el espíritu.

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