lunes, 28 de abril de 2025

Giordano Bruno - Sobre el infinito universo y los mundos (Tercer Diálogo)

 

En su obra Sobre el infinito universo y los mundos, Giordano Bruno despliega una de las visiones más audaces del Renacimiento: un cosmos sin límites, lleno de mundos innumerables, donde la Tierra no ocupa un lugar privilegiado, y donde el movimiento y la vida son realidades universales. En el Tercer Diálogo, Bruno, a través de la voz de Filoteo, derriba las concepciones tradicionales del universo cerrado y jerárquico, abriendo paso a una cosmología verdaderamente infinita, plural y viva, que conecta astros, tierras y soles como parte de un mismo orden natural.

Tercer diálogo

En el Tercer Diálogo, Filoteo abre su exposición afirmando que el universo es un único e inmenso espacio, un vasto seno o continente universal, una región etérea sin límites, en la que innumerables astros, estrellas, soles y tierras discurren libremente. Algunos de ellos son visibles a nuestros sentidos, otros son inferidos por la razón, dada su enorme distancia o pequeñez. Este universo infinito no es una sucesión de esferas encerradas unas en otras, como enseñaba la astronomía antigua, sino un todo continuo y abierto, en el cual los cuerpos celestes flotan y se mueven sin estar fijados en órbitas sólidas. El universo no tiene ni centro fijo ni borde; cada cuerpo ocupa su lugar en una inmensidad sin confines.

Elpino, siguiendo el razonamiento, reconoce que las esferas que antaño se creían sólidas y concéntricas no existen: no hay superficies cóncavas ni convexas que contengan a los astros. Lo que hizo suponer la existencia de distintos cielos fue la observación de que las estrellas parecían moverse ordenadamente, manteniendo siempre las mismas posiciones relativas, como si estuvieran clavadas en una esfera en rotación. Esta imagen llevó a pensar que las luminarias no tenían movimiento propio, sino que eran transportadas por la rotación de esos cielos sólidos.

Filoteo responde que esta creencia es una ilusión, nacida del desconocimiento del movimiento de la propia Tierra. Si se reconoce que la Tierra rota sobre sí misma y se traslada alrededor del Sol, sin necesidad de estar fijada a ningún orbe, entonces la fantasía de los cielos giratorios desaparece. Entender el movimiento de nuestro propio mundo abre la puerta a la verdadera ciencia de la naturaleza, una verdad que había permanecido oculta bajo siglos de errores, desde los antiguos sabios hasta la oscura noche intelectual impuesta por los sofistas y la filosofía escolástica.

Filoteo ilustra este dinamismo universal a través de unos versos en los que declara que nada está verdaderamente inmóvil: todo da vueltas, asciende y desciende en un flujo perpetuo, siguiendo sus propios ritmos y movimientos internos. Así, los movimientos de los cuerpos no son efectos de una maquinaria externa, sino manifestaciones de su propia vida interna, de su propio principio vital.

Elpino reconoce que las antiguas concepciones de deferentes, epiciclos y orbes surgieron al imaginar a la Tierra como el centro inmóvil del cosmos, alrededor del cual todo giraba. Filoteo aclara que la misma ilusión ocurriría si uno estuviera en otro astro: desde cualquier punto fijo de referencia, parecería que todo lo demás gira. Así como nosotros desde la Tierra creemos que las estrellas giran, desde la Luna o desde otro planeta se vería algo similar. Todo es cuestión de perspectiva.

Partiendo de que la Tierra con su movimiento propio causa la apariencia del giro diurno de las estrellas, Filoteo afirma que la Luna —otra tierra— también se mueve por sí misma en el espacio en torno al Sol, no solamente en torno a la Tierra. Venus, Mercurio y los demás planetas hacen lo mismo. Cada uno de estos cuerpos, a su vez, tiene su movimiento propio, que se suma al movimiento general. Sin embargo, debido a la gran distancia de muchos astros, no podemos percibir las diferencias en sus movimientos individuales, aunque giren alrededor de sus propios soles y sobre sus propios ejes.

Filoteo sostiene entonces que hay innumerables soles en el universo, alrededor de los cuales giran innumerables tierras, de manera semejante a como nuestro sistema solar está constituido. Elpino pregunta por qué no vemos esas tierras girar alrededor de los soles distantes. Filoteo explica que las tierras son demasiado pequeñas para ser vistas desde nuestra distancia. Solo vemos los soles, que son enormes y luminosos. Además, algunas tierras podrían no tener grandes superficies de agua que reflejen la luz o podrían estar orientadas de modo que su parte más reflectante no nos quede expuesta.

Sobre la cuestión del calor, Filoteo explica que, aunque un astro esté muy lejos del Sol, puede recibir suficiente calor porque su órbita es más grande y su movimiento más lento, lo cual hace que esté expuesto durante más tiempo a los rayos solares. Además, el movimiento rápido de rotación sobre su eje permite que diferentes partes de su superficie se calienten regularmente. De esta forma, los planetas alejados también participan en el calor vital del Sol.

Elpino plantea si los astros que parecen fijos y lejanos podrían ser también soles alrededor de los cuales giran tierras invisibles. Filoteo responde afirmativamente: puede ser que muchos de los cuerpos que vemos como estrellas sean soles, centros de otros sistemas. No obstante, no puede asegurarse si todos ellos son inmóviles o si algunos también giran en torno a otros. Por la enorme distancia, es difícil captar estos movimientos. Pero dado que el universo es infinito, se necesita que existan muchos soles para iluminar y calentar su vasta extensión.

Cuando Elpino pregunta cómo distinguir los fuegos de las tierras, Filoteo responde que los fuegos (los soles) son fijos y brillantes por sí mismos, mientras que las tierras son móviles y opacas, solo brillando de manera secundaria si reflejan la luz de un sol. Así, no todo cuerpo que brilla lo hace porque esté cerca o lejos: su naturaleza como fuente de luz depende de su composición intrínseca.

Elpino indaga si los mundos ígneos (los soles) están tan habitados como los mundos acuosos (las tierras). Filoteo responde que sí: la vida existe en los dos tipos de mundos, aunque sus condiciones materiales sean diferentes. No hay que imaginar que los soles sean bolas de fuego sutil e inconsistente; por el contrario, son cuerpos sólidos y densos, como piedras o metales inflados de fuego, no como llamas o gases dispersos. La materia del Sol, dice Filoteo, es de la misma naturaleza primera que la materia de la Tierra, solo que en estados diferentes.

El diálogo pasa entonces a explicar que los astros luminosos no brillan en sí mismos, sino que irradian su luz hacia el espacio circundante. Así como un marinero de noche no ve la superficie iluminada del mar, aunque el reflejo de la luna la ilumine plenamente, también los habitantes de un sol no verían su propia luminosidad, sino la luz de otros astros vecinos.

Finalmente, Fracastorio se enfrenta a Burquio, que defiende la antigua creencia aristotélica en la diferencia esencial entre los cuerpos celestes y los terrestres. Fracastorio refuta esa distinción explicando que la diferencia no es tan radical: lo que vemos como estabilidad o movimiento depende de la perspectiva y de la distancia. Del mismo modo que desde una nave en movimiento, en medio del agua, no percibimos el fluir del río si no tenemos referencias fijas, así también desde la Tierra no percibimos su movimiento ni el de los astros cercanos.

Concluye así que los astros no son esencialmente diferentes de la Tierra: todos tienen vida interna, movimiento, transformación lenta de mares en continentes y continentes en mares. La luz que vemos de ellos es persistente, como lo sería la luz de la Tierra vista desde lejos. No hay motivo para imaginar que los astros son de una sustancia distinta o divina, como pensaban los aristotélicos; la razón y la experiencia nos llevan a reconocer que los cuerpos celestes y nuestro mundo forman parte de una misma naturaleza infinita y viva.

El universo es un único e inmenso espacio, un "seno universal" donde innumerables estrellas, soles y tierras se encuentran distribuidas, algunas perceptibles por los sentidos y muchas otras inferidas por la razón. No existen esferas sólidas ni orbes concéntricos; todo el cosmos constituye un solo campo abierto e infinito. Lo que anteriormente se consideraba como "diversos cielos" no era sino una ilusión creada por la perspectiva terrestre, por la apariencia de que las estrellas giran en torno a nosotros manteniendo su distancia relativa.

Bruno, por medio de Filoteo, sostiene que esta fantasía se desvanece cuando comprendemos que la Tierra misma se mueve, rotando sobre su eje y orbitando alrededor del Sol. Al descubrir el movimiento de nuestro propio mundo, se abre el camino hacia la verdad natural y se desenmascaran los errores acumulados durante siglos. Toda cosa se mueve: los astros giran, los cuerpos discurren arriba y abajo, el dinamismo es el fundamento de la realidad.

La Tierra no es el centro inmóvil del universo, como había enseñado Aristóteles; tampoco lo son otros astros que aparentan fijeza. Desde cualquier lugar del cosmos, el observador tendería a creer que está en reposo y que todo lo demás se mueve, tal como nosotros lo creemos desde la Tierra. El movimiento diurno aparente de las estrellas se debe a nuestra propia rotación, y cada planeta y cada sol se mueve según sus propios principios.

El diálogo avanza proponiendo que existen innumerables soles, cada uno de los cuales podría estar acompañado de tierras invisibles a nuestra vista, por su pequeñez o lejanía. La estructura del universo es entonces análoga a nuestro propio sistema solar, multiplicada infinitamente. Los planetas giran alrededor de sus soles, no necesariamente visibles desde nuestra posición. Este dinamismo y pluralidad refuerzan la idea de un universo infinito y habitado en todas partes.

Cuando se discute la naturaleza de la luz y el calor, Bruno introduce una explicación física revolucionaria: aunque los planetas estén lejos del Sol, participan del calor debido a la lentitud de su movimiento orbital, lo cual los expone por más tiempo a su influjo. Además, describe que no todos los astros visibles son iguales: algunos, como los soles, son cuerpos luminosos por sí mismos; otros, como las tierras, son cuerpos opacos que brillan por reflexión. Incluso imagina que, así como nosotros recibimos luz del Sol, los habitantes de otros mundos recibirían luz de sus soles o de otros astros cercanos.

Fracastorio, en el diálogo, se enfrenta a la visión aristotélica que imponía una jerarquía rígida de elementos, ascendiendo de la tierra al agua, al aire, al fuego y al éter celeste. Bruno, a través de Fracastorio, desmonta esta concepción, mostrando que tal jerarquía es un sueño, una quimera sin fundamento real. Los astros no son divinos ni inmutables, sino mundos semejantes a la Tierra, sujetos también a cambios, movimientos, nacimientos y destrucciones.

A continuación, Fracastorio desmonta la antigua jerarquía aristotélica de los cuerpos celestes. Explica que si bien algunos mundos son por naturaleza más cálidos y luminosos (por predominar en ellos el fuego), y otros son fríos y opacos (por predominar en ellos el agua), de la oposición entre ellos surge el orden del universo. Esta diversidad no es un defecto, sino un principio de equilibrio, como dijeron los antiguos sabios Heráclito y otros: el universo se mantiene unido gracias a la lucha y la concordia entre los contrarios.

Burquio, representante del pensamiento tradicional y escolástico, protesta diciendo que con estas ideas se subvierten siglos de filosofía y teología. Fracastorio responde con ironía: no es malo subvertir un mundo que ya está equivocado. Critica la erudición vacía de aquellos doctores que, llenos de títulos y fama, se han encerrado en sistemas ficticios, desconectados de la realidad de la naturaleza.

En el intercambio final, Burquio acusa a Fracastorio y sus compañeros de ser herejes, sofistas, enemigos de la verdad y perturbadores de la buena literatura, aferrándose con fe ciega a la autoridad de Aristóteles y Platón. Fracastorio replica que no es argumento apelar a la autoridad sin razones, y que la verdad debe juzgarse por el sentido común despierto y la evidencia razonada, no por la costumbre ni el peso de la tradición.

La discusión se degrada cuando Burquio recurre al insulto personal, incapaz de sostener sus argumentos racionalmente. Filoteo y Fracastorio, con paciencia, concluyen que discutir con quienes no buscan la verdad sino defender ciegamente prejuicios es como lavar la cabeza de un asno: cuanto más se intenta, peor se pone.

Finalmente, Filoteo señala que, habiendo examinado hoy la existencia y las cualidades de los infinitos mundos, el próximo paso será, en un nuevo encuentro, revisar los posibles argumentos en contra y refutarlos. Así cierra el tercer diálogo: con una invitación a avanzar en la libre investigación racional del cosmos, dejando atrás la vieja ceguera escolástica.

Conclusión

En el tercer diálogo, Giordano Bruno expone con claridad y vigor su visión de un universo infinito, lleno de innumerables mundos semejantes al nuestro, algunos más luminosos y cálidos, otros más fríos y opacos, pero todos vivos y fecundos. Frente al viejo esquema aristotélico que dividía el cosmos en esferas jerárquicas y elementos rígidamente ordenados, Bruno defiende un universo dinámico, diverso y sin centro, regido por la unidad de los contrarios. La discusión muestra cómo el apego ciego a la autoridad y a las viejas doctrinas impide ver la verdad que la naturaleza misma revela. A través del contraste entre el diálogo abierto de Filoteo, Elpino y Fracastorio, y la obstinación de Burquio, Bruno enseña que el verdadero conocimiento sólo puede surgir de una mente libre, crítica y dispuesta a abandonar prejuicios, en busca de una comprensión más profunda y viva del universo.

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