martes, 30 de abril de 2024

Martín de Azpilcueta - Manual de Confesores y Penitentes (1557)

 


"Manual de Confesores y penitentes" de Martín de Azpilcueta, también conocido como el "Doctor Navarro", es una obra fundamental en el campo de la teología moral y la práctica sacramental en la tradición católica. Escrito en el siglo XVI, este tratado ofrece una guía detallada para confesores y penitentes sobre cómo abordar adecuadamente el sacramento de la confesión y la penitencia.


MANUAL DE CONFESORES Y PENITENTES


Capítulo 1: De la contrición. Primera parte del Sacramento de la penitencia y su definición declarada

La contrición, según los antiguos y los modernos, se define como un arrepentimiento voluntario, doloroso y profundo, por haber pecado, considerando que esto es una ofensa a Dios sobre todo, con la intención, al menos implícita, de no pecar más mortalmente, confesar y satisfacer. 

Este arrepentimiento se distingue de otros conceptos como dolor o vergüenza, siendo el arrepentimiento la negación de haber pecado, según el cardenal de San Javier. 

Martín de Azpilcueta reconoce cuatro componentes distintos en la contrición: 

  1. La virtud de la penitencia
  2. El deseo de castigar los pecados
  3. El arrepentimiento y 
  4. La aceptación del sufrimiento. 

La contrición debe ser voluntaria y dolorosa, pero no necesariamente intensa, ya que lo crucial es preferir sufrir todas las penas del mundo antes que haber pecado mortalmente. Se puede considerar tanto el arrepentimiento de los pecados pasados como de los presentes, pero no de los ajenos o futuros. Es importante que el pesar del pecado provenga de haber ofendido a Dios, más que de cualquier otro motivo.

La contrición implica un arrepentimiento voluntario y profundo, con la intención de no volver a pecar mortalmente, de confesar y satisfacer por los pecados cometidos. Esta intención debe abarcar todos los pecados pasados, presentes y futuros. No es necesario que el penitente crea que nunca pecará mortalmente, pero sí debe querer y proponer no pecar más con la ayuda divina. 

Aunque la contrición perdona los pecados en cuanto a la culpa, no exime de la obligación de confesarlos. El perdón obtenido por la contrición no libera de la obligación de realizar la confesión formal en el tiempo y lugar adecuados. La contrición es más una causa del dolor que el dolor en sí mismo, aunque se le llame así en términos comunes.

Muchos se equivocan al creer que cualquier muestra de dolor o arrepentimiento superficial es suficiente para obtener el perdón de los pecados mortales. Para que la contrición sea válida, se requiere un arrepentimiento genuino y cualificado. Aunque algunas señales externas de arrepentimiento pueden presumirse al morir en pecado mortal sin confesión, como pedir la confesión o mostrar señales de contrición, estas no garantizan un verdadero arrepentimiento ante Dios si no se experimentó internamente de acuerdo con los estándares mencionados.

Es necesario que quien se arrepiente y busca la contrición aborrezca el pecado más que cualquier otra cosa y se proponga evitarlo más que cualquier otra cosa evitable, al menos virtualmente. Además, quien verdaderamente se arrepiente está dispuesto a sufrir cualquier pena antes que pecar mortalmente, porque el verdadero arrepentimiento implica un amor y deseo más profundo hacia Dios que hacia uno mismo. Sin embargo, nadie está obligado a preferir una pena específica sobre otra en particular. Sería inapropiado que un confesor sugiera preferencias extremas de sufrimiento físico antes que pecar.

El arrepentimiento auténtico implica aborrecer el pecado más que cualquier otra cosa y estar dispuesto a sufrir cualquier pena antes que cometerlo. Sin embargo, no es necesario preferir una pena específica sobre otra. Se insta al confesor a evaluar si el penitente muestra suficiente arrepentimiento y, si no es así, a animarlo a alcanzar un arrepentimiento más profundo. Se discute la diferencia entre el pesar por no tener contrición y el deseo genuino de alcanzarla, lo cual es esencial para recibir la absolución. Se critica el comportamiento de aquellos que confiesan o comulgan mientras aún mantienen la voluntad de cometer pecados graves, lo cual se considera una falta de arrepentimiento genuino.

El arrepentimiento genuino siempre ha sido necesario para el perdón de los pecados, incluso antes de la ley de gracia y el sacramento de la penitencia. Se debate si el arrepentimiento puede alcanzarse solo con fuerzas naturales o si requiere la gracia divina. Se enfatiza la importancia de arrepentirse de los pecados, aunque no se obliga a repetir el arrepentimiento por un pecado ya confesado. También se menciona que es saludable recordar los pecados para arrepentirse de ellos, pero se aconseja no enfocarse demasiado en aquellos que puedan incitar a nuevos pecados.

El arrepentimiento imperfecto, llamado atrición, es aquel no cumple con todas las cualidades de la contrición. Se divide en dos tipos: uno donde se arrepienten pero no se determinan a evitar el pecado completamente, y otro donde se arrepienten y deciden no pecar más, aborreciendo el pecado y queriendo evitarlo. Se menciona que este tipo de arrepentimiento, aunque imperfecto, puede ser considerado atrición. Sin embargo, se argumenta que este tipo de arrepentimiento, aunque no sea suficiente para obtener el perdón por sí solo, puede llevar a la gracia divina. Se destaca que no es necesario concebir el pecado como lo más aborrecible del mundo para obtener el perdón. Además, se argumenta que la Confesión es valiosa y segura para aquellos arrepentidos.

Capítulo 2. De la confesión, segunda parte de la penitencia, de su definición, calidades y origen.

La segunda parte del sacramento de la penitencia es la confesión vocal y sacramental, definida como la acusación secreta de los pecados al sacerdote propio para recibir la absolución sacramental. Es importante que sea secreta, dirigida al sacerdote, y específica de los pecados del confesante. Esto excluye otras formas de confesión que no tienen el propósito de acusarse ante el sacerdote para obtener el sacramento de la penitencia. Las confesiones públicas, a terceros o para otros fines no son sacramentales. Por lo tanto, las alabanzas al Señor u otras expresiones no constituyen una confesión sacramental.

La confesión sacramental no fue introducida por el derecho natural, sino por Jesucristo, siendo parte esencial del sacramento de la penitencia. No se encontraba en el paraíso terrenal ni fue instituida por figuras bíblicas como Josué o Santiago, sino por Cristo mismo. Se deben cumplir 16 cualidades para que la confesión sea legítima, incluyendo la sinceridad, la humildad y la disposición para obedecer al confesor. No hay un tiempo determinado por la ley divina para confesarse, pero el derecho canónico humano establece la obligación de confesarse al menos una vez al año. Es necesario confesarse antes de comulgar, en casos de muerte inminente, y cuando la conciencia lo exige. El Concilio de Trento declaró que la confesión sacramental es necesaria para la salvación después del pecado mortal y que no confesar todos los pecados mortales es una falta grave.

Capítulo tres: De la satisfacción, tercera parte de la penitencia.

La satisfacción se entiende de dos maneras: amplia y estrechamente. En general, incluye la restitución. Es la compensación por la ofensa a Dios por el pecado, con el propósito de no volver a ofenderlo. Se realiza mediante ayunos, oraciones y limosnas. Esta satisfacción puede hacerse también con obras debidas o con sufrimientos aceptados pacientemente. La satisfacción mandada por el confesor y aceptada por el penitente es preferible, ya que es más satisfactoria y se considera válida incluso si se realiza en pecado mortal. El Concilio de Trento desautoriza la idea de que el perdón de la culpa implica automáticamente el perdón de toda la pena temporal, estableciendo que las satisfacciones tienen eficacia gracias a los méritos de Jesucristo.

Capítulo 4: Del poder, saber, y bondad del confesor.

El confesor debe tener poder y autoridad para confesar correctamente. Esto implica ser presbítero con jurisdicción, ya sea ordinaria o delegada, que cubra los pecados que le confiesan. No todos los sacerdotes son aptos para esto, ya que se requiere esta jurisdicción para absolver válidamente. Solo en casos de extremaunción cualquier sacerdote puede absolver. Además, el confesor debe tener conocimiento suficiente de teología, cánones y leyes para determinar adecuadamente los pecados y las penas necesarias. El confesor debe vivir una vida virtuosa, ya que confesar o absolver en pecado mortal es en sí mismo un pecado mortal. Por último, el Concilio de Trento declara hereje a quien niegue la naturaleza sacramental de la absolución del confesor o quien considere válida una absolución dada sin verdadero arrepentimiento o burlando el sacramento.

Capítulo 5: De lo que el confesor debe preguntar al penitente, y de que prudencia ha de usar acerca de ello.

A continuación, Azpilcueta nos deja varios puntos sobre el confesor en esta materia:

El texto destaca varias pautas importantes para el confesor durante la confesión:

  1. El confesor debe realizar sus preguntas sin excesiva curiosidad, cumpliendo con su deber sin indagar más allá de lo necesario.
  2. Es crucial que el confesor interrogue al penitente de manera prudente, buscando obtener una confesión completa y fructífera, sin dejar de lado lo que el penitente puede ignorar o pasar por alto por vergüenza u olvido.
  3. El confesor debe respetar ciertas pautas: no preguntar sobre pecados que no son comunes a la condición del penitente, limitarse a los pecados habituales conocidos por todos y evitar indagar demasiado en los detalles de los pecados carnales para no incitar a la lujuria.
  4. Al abordar pecados de naturaleza sexual, el confesor debe ser discreto y utilizar un lenguaje apropiado, evitando mencionar explícitamente lo que es obsceno de escuchar.

Esto es lo que nos dice el doctor Navarro respecto a estas cosas. 

Capítulo 6: De las circunstancias del pecado

Para fundamentar esto, decimos, en primer lugar, que la circunstancia del pecado, según la mente del derecho canónico, es un accidente de aquello que es pecado. La circunstancia no constituye la esencia del pecado en sí mismo, sino que modifica la naturaleza del acto. Es un accidente de aquello que es pecado porque, en muchas ocasiones, la acción en sí misma no es pecaminosa, sino que adquiere ese carácter debido a la circunstancia en la que se realiza.

Además, las circunstancias se pueden clasificar en siete tipos distintos: ¿Quién?, ¿Qué?, ¿Dónde?, ¿Con qué medios?, ¿Por qué?, ¿Cómo? y ¿Cuándo? Estas categorías fueron mencionadas por Santo Tomás de Aquino y son útiles para comprender las diversas formas en que una acción puede estar contextualizada.

Es importante destacar que no todas las circunstancias deben ser necesariamente confesadas, sino solo aquellas que convierten una acción en pecado mortal o cambian su gravedad de una especie a otra. La confesión de estas circunstancias es esencial para que el confesor pueda juzgar adecuadamente el caso del penitente.

No obstante, hay circunstancias que no es necesario confesar, como el día de la semana en que se cometió el pecado o el lugar donde ocurrió, a menos que estas circunstancias cambien la naturaleza del pecado. Por ejemplo, el hurto de un objeto sagrado o en un lugar sagrado convierte el pecado en una falta más grave debido al contexto especial.

Asimismo, la confesión de circunstancias que agravan el pecado, como pecar con confianza en el perdón posterior, es opcional, aunque se considera loable hacerlo. Por otro lado, las circunstancias que atenúan el pecado no necesitan ser confesadas.

Capítulo 7: Que el penitente debe conservar la fama del prójimo, en no descubrir a sus compañeros

A propósito de la confesión sacramental y las circunstancias que rodean este sacramento, Azpilcueta señala los siguientes puntos.

  1. No revelar la identidad de quienes participaron en el pecado: Según la ley divina natural, está prohibido infamar a otros revelando sus pecados. Por lo tanto, el penitente no debe mencionar a las personas con las que pecó.
  2. El confesor debe evitar la infamación: Si el penitente intenta revelar las personas involucradas en el pecado, el confesor debe detenerlo para evitar el pecado de infamación.
  3. Priorizar la mayor ley: Cuando hay conflictos entre leyes, se debe priorizar la ley de mayor importancia. En este caso, la ley que prohíbe la infamación debe prevalecer sobre la de confesar todos los detalles.
  4. No escandalizar al confesor: Si el penitente cree que revelar ciertos pecados o circunstancias escandalizaría o haría pecar al confesor, no está obligado a confesarlos.
  5. Procurar confesarse con desconocidos: En casos donde revelar la identidad podría causar problemas, el penitente debe buscar confesarse con alguien que no lo conozca o intentar permanecer desconocido para el confesor.
  6. Confesar todos los pecados excepto aquellos que podrían causar daño al confesor: Si revelar un pecado o circunstancia podría dañar al confesor, el penitente debe callarlo y confesarlo más adelante cuando encuentre un confesor adecuado.
  7. Confesar al propio confesor si se cree que beneficiaría: Si se cree que confesar un pecado o circunstancia al propio confesor podría beneficiarlo, se puede hacer siempre que se acompañe de una corrección fraternal y no haya esperanza de enmienda.
  8. No es justificación evitar confesar al propio párroco: El temor de que el párroco sea más vigilante o pierda la buena opinión no es una razón válida para evitar confesarse con él, a menos que esta vergüenza ponga en peligro la confesión de un pecado necesario.

Por lo tanto, se establece la importancia de la confesión completa, el respeto a la privacidad de los demás y la priorización de la ley divina en situaciones conflictivas.  

Por otro lado, hay algo difícil de restablecer que es justamente la fama ¿cómo se restituye la fama? 

Azpilcueta comienza afirmando que la fama, por sí sola, puede ser más valiosa que la riqueza material. Luego establece una comparación directa entre la riqueza y la fama, concluyendo que una gran cantidad de riqueza es más valiosa que una pequeña cantidad de fama. Esta idea se apoya en una analogía con los metales preciosos: mientras que el oro es inherentemente más valioso que el plomo, una gran cantidad de plomo supera en valor a una pequeña cantidad de oro. Esto sugiere que, aunque la fama pueda ser importante, en términos prácticos y tangibles, una gran riqueza material es más beneficiosa y valiosa que una pequeña cantidad de fama.

Aquel que deshonra a una familia ilustre o a una persona acusándola falsamente de acciones vergonzosas, como ser traidor o hereje, está moralmente obligado a reparar el daño causado devolviéndole su buena reputación, incluso si esto significa enfrentar consecuencias graves como la pérdida de la vida. Esto resalta la importancia de la reputación y la honra en la sociedad, así como la severidad de las consecuencias de difamar a alguien, especialmente a personas de alta posición o estatus.

Capítulo 8: Del sello de la confesión

En primer lugar, establece que el sello de la confesión es una obligación de mantener en secreto lo confesado, comparándolo metafóricamente con un sello que oculta lo que está sellado. Se menciona que esta obligación es tanto de la ley natural como de la ley divina positiva.

Se discuten las implicaciones de romper este sello, destacando que el confesor no solo está obligado a guardar secreto, sino también aquellos que escuchan o conocen la confesión de manera legítima o ilegítima. Se establece que esta obligación persiste incluso después de la muerte del penitente.

Se detallan varias situaciones en las que se podría quebrantar el sello, como revelar indirectamente detalles de la confesión o hablar sobre ella sin mencionar nombres específicos. Además, se advierte sobre la imprudencia de algunos confesores al discutir las confesiones o alentar prácticas que podrían sugerir el contenido de las confesiones.

Capítulo 9: En que casos se ha de iterar la confesión

Para raíces de lo que en esto se dirá, decimos lo primero que conclusión es recibida de todos los católicos: que lo bien confesado una vez no es necesario confesarlo otra vez, atenta la ley divina y canónica. Ni aun se puede hacer ley humana alguna que a ello a nadie sin su consentimiento obligue, según la más verdadera opinión de Santo Tomás y otros muchos. Lo segundo, que así como las otras sentencias de los jueces regularmente valen aunque sean injustas, y dejan de valer solamente cuando la falta es substancial. Así, por la misma razón, la absolución del sacerdote regularmente vale, aun cuando sea injusta, cuando no hay en ella falta substancial.

Lo tercero, que aunque es pecado dar al descomulgado sacramentos pero verdaderos y válidos son, si se los dan, como lo afirmamos. Pues la profesión hecha por el descomulgado, el matrimonio contraído, la eucaristía consagrada, la confirmación y la orden tomadas, todas valen, por lo que allí alegamos.

Lo cuarto, que lo que comúnmente se dice, que por una de cinco faltas pueden dejar tanto de ser bien confesados los pecados, que cumple otra vez confesarlos, conviene saber, por falta del penitente, del confesor, de la contrición, de la confesión y de la satisfacción, se ha de entender cuando la falta es substancial, y no cuando es accidental.

De estas raíces salen muchos ramos. El primero, respecto a las faltas de parte del penitente, que la absolución de los pecados dada al descomulgado de mayor o menor descomunión, comunmente vale, por lo dicho, porque no es falta substancial. Aunque quien se la da y el que la toma (sabiéndolo) comete pecado de sacrilegio, como lo probamos.

Y por más fuerte razón vale la dicha absolución cuando el descomulgado no sabía o no advertía que estaba descomulgado, hora la ignorancia o inadversión fuese justa, hora no, con tal que cuando se absolviese no creyese, ni advirtiese que en tomar la absolución pecaba. Como cuando alguien está descomulgado y, sin saberlo o advertirlo, confiesa sus pecados de buena fe y recibe la absolución.

Y por más fuerte razón valdría la absolución si la descomunión era injusta. Pues como el que está descomulgado nulamente (según todos) se puede justamente absolver, así el descomulgado válida, pero injustamente, se puede absolver de sus pecados en el foro de la conciencia y para con Dios.

El segundo, que no vale nada la absolución del descomulgado que aún sabe que es pecado mortal recibir o procurar la absolución de los pecados antes de absolverse de la descomunión, porque esta falta de la absolución es substancial. No por dársela a descomulgado que se sabía ser tal, sino porque hace que su confesión no sea entera.

Y aunque fuese entera, ¿cuál sería si también confesase aquel que comete en querer aquella absolución? Tampoco valdría nada, porque no es acompañada de la debida contrición o atrición, como lo afirmamos.

El tercero, que con algunos otros siguientes toca las faltas de parte del confesor, es que la absolución del confesor que para ello no tiene jurisdicción ordinaria ni delegada no vale nada y la confesión se ha de reiterar. Porque esta falta del poder es substancial para esta y para otra cualquiera obra, según todos. Ni basta la ratificación hecha por el propio y ordinario confesor, aunque se confesase confiando que él lo aprobaría y lo ratificaría. Porque ninguna ratificación hace que sea sacramento lo que al comienzo no lo fue.

El cuarto, que como la absolución del confesor que no tiene poder alguno para absolver al penitente no vale nada, así la del que tiene para absolverlo de algunos pecados y otros no, por ser los unos reservados y los otros no, o por otra razón, vale cuanto a los unos por no haber falta substancial cuanto a ellos, y no cuanto a los otros por haberla tal cuanto a ellos. Y por esto el confesor no puede absolver de la descomunión cuando no tiene poder para ello, aunque tenga para absolver de todos los otros pecados.

El quinto, que la absolución del confesor no puede valer aunque tenga poder para ello, ni aun cuando el penitente, sin advertirlo, se absolviese de pecados, o lo hiciese con la ignorancia de quien no entiende ni sabe que para ello se requiere más poder del que el confesor tiene.

Y aunque fuese entera, no valdría, como no vale la confesión de quien quiere pecar mortalmente en confesarse, ni la de quien quiere hacer todo lo que pueda por ello. Ni valdría aunque el confesor tuviese el poder que quiere el penitente, aunque el penitente no le requiriese para la absolución más poder de aquel que el confesor tiene, porque al confesor se le requiere siempre más poder que el que él tiene, que es de común acuerdo.

Concluimos que no puede valer la absolución del confesor aunque el penitente tenga el poder que quiere el penitente, o tenga el confesor más poder que el penitente, o que no tenga el confesor poder para absolver de algunas cosas y otras sí, y el penitente quiera ser absuelto de ellas todas, o no quiera serlo de ellas todas, o que le requiera al confesor para la absolución más poder que el confesor tiene o no se lo requiera.

Capítulo 10: Cómo debe comportarse el confesor en relación con sí mismo y con el penitente, y qué debe preguntar al principio.

El confesor, al ser solicitado para escuchar al penitente, debe realizar ciertas acciones con prudencia. En primer lugar, elevar su corazón a Dios en humildad y con versos piadosos. Luego, recibir al pecador con amabilidad y grave seriedad, animándolo a revelar sus pecados. A continuación, instruirlo sobre los actos exteriores adecuados para la confesión. Posteriormente, indagar si hay impedimentos para la absolución, como relaciones ilícitas o beneficios eclesiásticos incompatibles. 

También debe evaluar si el penitente necesita reiterar confesiones pasadas y, en caso afirmativo, aconsejarle sobre cómo hacerlo. Además, verificar si muestra un arrepentimiento adecuado y, si no es así, exhortarlo a que lo aumente. Finalmente, guiarlo en la declaración de sus pecados de manera completa y sin omitir detalles, animándolo a acusarse a sí mismo sin temor.

Capítulo 11: Del primer mandamiento del Decálogo, que consiste en honrar a Dios correctamente. Y del mandamiento de amarlo correctamente. Y el de creer en Él correctamente: que son otros dos mandamientos que todos los del Decálogo dan por sentado, como sus principios fundamentales.

En primer lugar, los diez mandamientos son fundamentales para la fe y la práctica cristiana, junto con el Credo y la Oración del Señor. La vida de los cristianos y cómo el incumplimiento de cualquiera de ellos constituye un pecado grave, a menos que ciertas condiciones lo excusen. El amor a Dios sobre todas las cosas es el mandamiento principal y que su cumplimiento es fundamental para aquellos en estado de gracia. El consentimiento en el pecado, ya sea de forma explícita o implícita, constituye un pecado mortal, incluso si no se lleva a cabo la acción pecaminosa en sí misma.

El odio deliberado hacia Dios, siendo contrario al amor divino, es considerado el mayor pecado por Santo Tomás de Aquino. Este odio va en contra del mayor mandamiento y aparta directamente de Dios, como explicó Santo Tomás. Si uno deja de amar a Dios sobre todas las cosas, o ama más firmemente a sí mismo o a otras criaturas que a Dios, no necesariamente comete un pecado contra este mandamiento, a menos que lo haga directamente y naturalmente. Amar a Dios solo por los beneficios que proporciona, como lo material o lo espiritual, también es cuestionable. El Concilio de Trento considera hereje a aquel que obra bien solo por recompensa, si desprecia o minimiza el valor de esa recompensa. 

Creer en una enseñanza contraria a la fe católica, consciente de su error, conlleva la consideración de herejía y la excomunión de la Iglesia. Diferencia entre creer obstinadamente, sin intención de corregir el error, y creer sin obstinación, lo que permite la corrección una vez que se conoce la verdad. Además, la ignorancia sobre aspectos de la fe puede ser excusable en ciertos casos, como la falta de educación. Algunas creencias erróneas pueden ser perdonadas si se deben a la ignorancia, aunque no eximen del pecado. 

A continuación, Azpilcueta nos habla de aquellas conductas que se consideran supersticiosas:

  1. Creer firmemente en la eficacia de nombres para evitar ciertos eventos, como la guerra, la peste, la muerte súbita, etc.
  2. Portar amuletos, breves, conjuraciones u otros objetos con ciertas características específicas.
  3. Realizar acciones consideradas vanas o supersticiosas en días específicos, como recoger hierbas en ciertas fechas.
  4. Creer que los sueños pueden revelar el futuro o recibir mensajes del demonio a través de ellos.
  5. Realizar rituales, como conjurar al demonio para obtener ayuda o consejo.
  6. Creer en la virtud sobrenatural de objetos o prácticas, como las hierbas, la música o la astrología.
  7. Practicar la adivinación a través de medios como el lanzamiento de dados, las cartas, los libros de adivinación o el estudio de la astrología.
  8. Seguir prácticas supersticiosas relacionadas con la salud, como orinar en ciertas hierbas o realizar acciones inútiles para curar enfermedades.
  9. Creer que las acciones o palabras tienen un poder sobrenatural, como pronunciar ciertas palabras para obtener un resultado deseado.
  10. Consultar adivinos, como gitanos, para conocer el futuro o recibir consejo.
  11. Realizar acciones consideradas supersticiosas para evitar males, como saltar por encima de obstáculos, calzar un pie antes que el otro, etc.
  12. Buscar el consejo o la orientación de los astros o las constelaciones para tomar decisiones importantes.
  13. Recurrir a la adivinación para obtener información sobre eventos futuros o secretos mediante el uso de objetos o rituales específicos.
  14. Participar en prácticas supersticiosas relacionadas con la religión, como la adoración de imágenes sin respeto por los santos que representan.
  15. Creer en la virtud mágica de ciertos objetos o prácticas, como las reliquias o los encantamientos.

Capítulo 12: Del segundo mandamiento "No tomarás el nombre de Dios en vano".

No solo se toma en vano el nombre de Dios al jurar o al cumplir mal un juramento, sino también al votar mal o al pronunciar blasfemias e injurias contra Dios o los santos. Se considera jurar cuando se afirma o niega algo invocando a Dios como testigo de ello, ya sea de manera explícita o implícita. Además, se menciona que jurar equivale a un acto de adoración y religión, ya que se atribuye a la divinidad la condición de testigo infalible y verdad primaria. También se discute que todo juramento debe cumplir con tres requisitos: verdad, justicia y discreción, y que la falta de alguno de ellos constituye un pecado, siendo mortal cuando falta la verdad o la justicia de manera significativa. Además, se distinguen dos formas de juramento: uno para afirmar lo presente o pasado, y otro para prometer lo futuro.

Los votos religiosos se caracterizan por ser compromisos deliberados y solemnes hechos a Dios de seguir ciertos principios y reglas específicas, como la pobreza, la castidad y la obediencia. Estos votos son considerados obligatorios y vinculantes para quienes los hacen, y romperlos se considera un grave pecado. Los votos religiosos son vistos como una expresión de dedicación total a Dios y al servicio de los demás dentro de la tradición religiosa correspondiente.

Se mencionan dos tipos de juramentos:

Juramento solemne: Es aquel que se formaliza mediante una profesión expresa o implícita en una religión reconocida o a través de la recepción de una ordenación sacra. Este tipo de juramento implica un compromiso más fuerte y su quebrantamiento puede acarrear mayores consecuencias, como el pecado mortal y el escándalo.

Juramento simple: Se refiere a cualquier otro tipo de juramento que no cumple con los criterios del juramento solemne. Puede ser tanto público como privado. Aunque romper un juramento simple también es considerado pecado, generalmente se entiende que el quebrantamiento de un juramento solemne tiene consecuencias más graves.

Luego se habla sobre la dispensación, la conmutación y la anulación de votos en el contexto eclesiástico. Se presupone que estos actos son diferentes: la dispensación se refiere a la eliminación parcial o total de un voto con una causa justa, la conmutación implica cambiar el objeto del voto por algo igual o mejor, y la anulación es la revocación total del voto. Se menciona que solo los prelados eclesiásticos tienen poder para dispensar o conmutar votos, mientras que otros, como padres, tutores o esposos, pueden anular votos bajo ciertas circunstancias. También se discute quién puede anular los votos de religiosos y menores de edad. Además, se menciona que los votos hechos por religiosos son válidos hasta que sean anulados por sus superiores. Finalmente, se aborda el tema de la ratificación de votos y la importancia de la voluntad consciente del votante.

Capítulo 13: Del tercer mandamiento de observar las festividades.

Las festividades son establecidas por el derecho humano y no por mandato divino. Se argumenta que, aunque el derecho natural y divino nos obliga a honrar a Dios, no especifica los días en que debemos hacerlo, dejando esa determinación al derecho humano.

Se señala que las festividades cristianas no se guardan con la misma rigidez que el sábado judío, permitiendo ciertas actividades en los domingos que estarían vedadas en el sábado antiguo. Además, se distingue entre el culto exterior y el interior, indicando que el mandamiento de guardar las fiestas se refiere principalmente al culto exterior.

Se establece que en las fiestas no todas las obras están vedadas, sino solo aquellas serviles, relacionadas con el trabajo para otros. Se enumeran siete tipos de obras permitidas en las fiestas, incluyendo el culto divino, obras espirituales, y aquellas necesarias para la salud y el bienestar.

Se discute también qué obras pueden realizarse por razones de necesidad o piedad, concluyendo que todas las obras necesarias por razones de urgencia son permitidas, pero no todas las que podrían considerarse piadosas. Se hace una distinción entre el concepto de piedad entendido como honrar a Dios y como misericordia hacia los demás.

El texto también aborda la cuestión de la influencia de la costumbre en la observancia de las fiestas, señalando que las prácticas locales prevalecen sobre las normas generales. Se discuten casos específicos, como el de los trabajadores que se desplazan a otras tierras donde las festividades son diferentes.

Capítulo 14: Del cuarto mandamiento de honrar al padre y madre, y de amar al prójimo.

Ahora el tema se centra en el cuarto mandamiento, que se refiere al deber de honrar a los padres y amar al prójimo. En él, se discute la relación entre estas virtudes y la justicia, especificando tres virtudes en particular: la religión, la piedad y la observancia.

Primero, se destaca la diferencia entre piedad y misericordia. La piedad se define como el deber de honrar a los padres y parientes, así como a la patria y amigos, considerándolos principios secundarios de nuestro ser y conservación. Por otro lado, la misericordia está vinculada a la caridad y se refiere a ayudar graciosamente en las necesidades.

Luego, se menciona la observancia, que se refiere al respeto hacia aquellos que están constituidos en dignidad, como principio de la gobernación. Se establece una jerarquía en estas virtudes, donde la religión está por encima de la piedad, y esta a su vez está por encima de la observancia.

Se distingue entre los mandamientos relacionados con la religión y los relacionados con la piedad, ubicándolos en la primera y segunda tabla de los mandamientos, respectivamente. Se argumenta que el mandamiento de honrar a los padres y amar al prójimo se incluye en la segunda tabla, y que su cumplimiento deriva tanto de la virtud de la piedad como de la observancia.

Además, se aclara quiénes son considerados "padres" en este contexto, no solo aquellos que nos engendraron, sino también parientes, patria, amigos y gobernadores. Se enfatiza que honrar a los padres implica amar, obedecer y respetar, sin ponerlos por encima de Dios.

También, se explora el concepto de amor hacia el prójimo, distinguiendo entre el amor humano natural y el amor caritativo divino. El amor caritativo implica amar al prójimo como capaz de participar en la bienaventuranza divina, mientras que el amor humano se divide en amor de concupiscencia (motivado por el propio beneficio) y amor de amistad (motivado por el bien del prójimo). Se destaca la importancia de expresar deseos benévolos hacia el prójimo y cómo esto puede reformar y refrenar el amor humano honesto entre hombre y mujer.

Ahora bien, también hay que bordar las responsabilidades parentales y las posibles transgresiones en su cumplimiento. Los padres deben proporcionar a sus hijos lo necesario para su bienestar, tanto físico como espiritual, orientarlos en decisiones religiosas y matrimoniales, corregir su comportamiento y disciplinarlos cuando sea necesario, así como velar por la honestidad en sus relaciones. La falta en estas responsabilidades, como la negligencia en la crianza o la promoción de conductas impropias, puede considerarse un pecado. Además, se discute la permisibilidad de ciertos gestos físicos en relaciones matrimoniales comprometidas, señalando la importancia de actuar con prudencia y discernimiento en estas situaciones.

Capitulo 15: Del quinto mandamiento, No mataras.

Azpilcueta reflexiona profundamente sobre el mandamiento de no matar, abordando diversas situaciones y matices éticos relacionados con este precepto. Por ejemplo, destaca que el simple deseo de causar daño a alguien, incluso si no se lleva a cabo, también constituye una transgresión moral. Además, se discute la idea de que matar puede ser justificable en ciertos contextos, como la legítima defensa propia o de otros, la guerra justa o la protección de la vida. Sin embargo, se enfatiza que estas acciones deben ser proporcionales y moderadas, evitando un uso excesivo de la fuerza. También se profundiza en el concepto de injuria y la relación entre la defensa personal y la dignidad humana, argumentando que la honra y la integridad personal son valores superiores a la propiedad material. 

Asimismo, se plantea la cuestión de la responsabilidad moral en casos específicos, como el del esposo que mata a su esposa adúltera, considerándolo un pecado grave independientemente de las consecuencias legales. En resumen, se aborda no solo la prohibición de matar, sino también las circunstancias en las que esta acción puede ser justificada o condenada, ofreciendo una reflexión ética profunda sobre el valor y la dignidad de la vida humana.

Capitulo 16: Del sexto mandamiento, No adulteraras, o no fornicaras. 

Azpilcueta verifica los aspectos éticos y morales relacionados con el sexto mandamiento, que prohíbe el acto sexual fuera del matrimonio. Comienza estableciendo claramente que cualquier tipo de relación sexual fuera del vínculo matrimonial es considerada un pecado mortal, lo que implica una transgresión grave de los principios morales religiosos. Esta prohibición se aplica tanto a personas solteras como a aquellas que están casadas, subrayando la gravedad de la falta independientemente del estado civil.

También aborda la cuestión del consentimiento y la responsabilidad moral en casos de violación o coerción, argumentando que la mera ausencia de consentimiento no es suficiente para eximir de culpa moral. Se destaca la importancia de resistir a la coerción y no ceder a los deseos ilícitos, incluso en situaciones de amenaza o miedo. Aunque alguien pueda ser forzado o amenazado para participar en una relación sexual extramatrimonial, se advierte que incluso en esas circunstancias, es importante resistir y mantener la integridad moral. La idea es que el individuo debe priorizar su responsabilidad moral y evitar comprometer sus principios éticos, incluso en situaciones de miedo, amenaza o presión externa.

Además, se discute el papel del deseo y del pensamiento en relación con la lujuria, enfatizando que el deseo y la complacencia en pensamientos impuros también constituyen pecados graves. Se enumeran y se exploran en detalle seis categorías de pecados relacionados con la lujuria, desde la simple fornicación hasta los actos sexuales contra natura, destacando la diversidad y gravedad de estas transgresiones. 

A continuación las enumeramos:

  • Fornicación simple: relaciones sexuales entre solteros que no están unidos por el matrimonio.
  • Adulterio: relaciones sexuales extramatrimoniales, ya sea de uno o ambos cónyuges.
  • Incesto: relaciones sexuales entre parientes o afines, incluyendo casos donde uno de los participantes es religioso, profeso o de orden sagrado, o situaciones como compadrazgo o padrinos con ahijadas.
  • Estupro: relaciones sexuales forzadas con una persona virgen.
  • Rapto o robo: sacar a alguien de su hogar contra su voluntad, ya sea para casarse o para tener relaciones sexuales.
  • Pecado contra natura: relaciones sexuales que van en contra del orden natural establecido para la copulación carnal, como la homosexualidad, la bestialidad y otras prácticas sexuales consideradas abominables.

También aborda el tema específico de la violación de monjas, calificándolo como una ofensa particularmente grave y abominable a los ojos de Dios y de la moral religiosa. Se hace un llamado a la reflexión sobre la seriedad de esta falta y se expresa la esperanza de que la divina bondad proteja contra la proliferación de tales actos y sus consecuencias.

Se advierte sobre el peligro de profundizar demasiado en las preguntas relacionadas con esta área de la moralidad sexual, tanto para el confesor como para el penitente, y se sugiere que se aborden solo los aspectos necesarios sin adentrarse en detalles excesivos, debido al riesgo de generar complicaciones o confusiones. En conjunto, Azpilcueta ofrece una visión integral y detallada de las implicaciones éticas y morales del sexto mandamiento desde una perspectiva religiosa.

Con respecto a la mujer que ha sido violada y debe restituirse su daño de algún modo. Establece que si un hombre tuvo relaciones con una mujer en fama de virgen y ella lo hizo voluntariamente o fue persuadida levemente, sin engaño, no está obligado a nada en su conciencia, incluso si ella era realmente virgen. Sin embargo, en el ámbito exterior, si se demuestra que la mujer estaba en fama de virgen y fue engañada, el hombre puede ser condenado a casarse con ella o a pagar una dote, incluso si niega su virginidad y ella no puede probarlo. Además, si el hombre engañó a la mujer con importunaciones o falsas persuasiones sin prometer matrimonio, puede ser obligado tanto a casarse con ella como a compensarla. Si hubo una promesa de matrimonio, el hombre está obligado a cumplirla, a menos que haya grandes desigualdades en posición social o económica. Además, debe satisfacer al padre de la mujer por la injuria causada. Se plantea que quien corrompió a una virgen por engaño debe compensar el daño, incluso si la mujer habría logrado un buen matrimonio estando virgen. Por último, si un hombre infamó a una mujer que estaba en fama de virgen, aunque no está obligado a nada en su conciencia por quitarle la virginidad, sí puede ser responsable por el hecho. 

Capitulo 17: Del séptimo mandamiento, No hurtaras.

Las circunstancias que pueden eximir de culpa en el contexto del hurto incluyen:

  1. Ignorancia probable de que la cosa era ajena.
  2. Gran necesidad, según el juicio de una persona prudente.
  3. La creencia razonable de que el propietario aprobaría la toma del objeto.
  4. La condición justificativa, como tomar algo si Dios no lo hubiera prohibido.
  5. El propósito de devolver lo tomado al dueño legítimo, especialmente si no se puede hacer sin escándalo.
  6. El intento de evitar que el objeto sea utilizado para cometer pecados o dañar a otros.

Luego tenemos el hurto justificado que se refiere a tomar algo que no es propio bajo circunstancias específicas que pueden eximir de culpa. Estas circunstancias incluyen la necesidad extrema, donde la persona no tiene otra opción para sobrevivir o evitar daños graves; el consentimiento implícito o presunto del propietario; la intención de restituir el objeto o usarlo para el beneficio del propietario; y la prevención del pecado o daño al evitar que el objeto sea utilizado de manera perjudicial. Sin embargo, se establece que estas justificaciones pueden estar sujetas a condiciones adicionales, como la gravedad de la necesidad, la razonabilidad de la creencia sobre el consentimiento del propietario, y la proporcionalidad de la acción tomada para prevenir el daño.

Restitución

La restitución, como obra de justicia conmutativa, se define como el acto de devolver lo ajeno al dueño o compensar al acreedor por bienes materiales, espirituales o de honor.

La buena fe del poseedor es determinante para establecer sus obligaciones de restitución:

  • Si el poseedor actuó de buena fe, creyendo que la cosa le pertenecía, no está obligado a restituir si la perdió o dañó sin engaño, a menos que se haya enriquecido con ella.
  • Si el poseedor actuó de mala fe, sabiendo que la cosa era ajena, está obligado a restituir la misma cosa o su valor, incluso si se perdió sin culpa suya.

La presunción de buena fe de las víctimas es importante en procesos de restitución de tierras:

  • El Estado debe presumir la buena fe de las víctimas y flexibilizar la carga de la prueba que se les exige.
  • Esto evita desconocer o transgredir derechos fundamentales en la aplicación rígida del principio de buena fe.

El momento en que se pierde la buena fe del poseedor es debatido:

Algunos autores sostienen que se pierde con la notificación de la demanda, no con el inicio del proceso.

Esto implica que el poseedor ya no puede tener la convicción absoluta de su derecho que supone la buena fe.

¿Quién está obligado a restituir?

Quienes tienen algo ajeno o su valor, deben por contrato o cuasicontrato, por ordenanza o ley justa que obligue la conciencia, por sentencia justa o última voluntad, o por delito o cuasidelito. Esto incluye al malhechor, quien siempre está obligado a restituir, y a quienes consintieron de alguna de las nueve maneras descritas (mandar, aconsejar, consentir, alabar, recoger, participar, callar, no estorbar, no manifestar), pero solo cuando su consentimiento fue causa del daño. También están obligados los jueces y autoridades que tienen el deber de hacer cumplir la justicia, aunque con ciertos límites cuando implica peligro para su propia vida o estado. Finalmente, el confesor que absuelve sin mandar la restitución, estando el penitente dispuesto a ello, queda obligado a restituir por haber causado que el dañificado no recibiera lo suyo.

¿Qué se debe restituir?

Lo que se debe restituir es la misma cosa ajena, su valor, o lo que se debe por contrato, cuasi contrato, ordenanza, ley justa, sentencia justa, última voluntad, delito, o cuasi delito. Se debe restituir aquello que se ha tomado injustamente, ya sea por daño a la propiedad ajena, a la persona, a la honra, fama, o hacienda. La obligación de restituir abarca diversas situaciones, desde deudas contractuales hasta daños causados por delitos como homicidios, hurtos, o daños a la honra.

¿Cuánto se debe restituir?

La cantidad que se debe restituir se determina en función de lo que es necesario para igualar la deuda o el daño causado. Si la cantidad es cierta, se debe restituir una cantidad equivalente. En casos de incertidumbre sobre la cantidad exacta, como en daños por injurias, heridas, frutos pendientes, sementeras, intereses, pérdidas o ganancias omitidas, se debe restituir la cantidad que un buen varón arbitre considerando todas las circunstancias del caso. Esta regla establece que la restitución debe ser suficiente para equiparar lo que se debe o el daño causado, ya sea una cantidad específica o una cantidad arbitrada por un buen varón en situaciones de incertidumbre sobre la cantidad exacta a restituir.

¿A quién se debe restituir?

La restitución debe hacerse a aquel que es el legítimo propietario de lo ajeno, su valor, o lo que se debe por contrato, cuasi contrato, ordenanza, ley justa, sentencia justa, última voluntad, delito, o cuasi delito. La regla establece que la restitución debe dirigirse a quien tiene derecho sobre lo tomado injustamente, ya sea por daño a la propiedad ajena, a la persona, a la honra, fama o hacienda. Esta norma abarca una amplia gama de situaciones, desde deudas contractuales hasta daños causados por delitos como homicidios, hurtos, o daños a la honra. En resumen, la restitución debe ser devuelta a aquel que es el legítimo dueño de lo tomado injustamente, ya sea una cosa específica, su valor, o una deuda contraída.

¿Dónde se debe restituir?

La restitución debe realizarse en el lugar donde la cosa ajena está poseída de buena fe, y lo debido por contrato o cuasi contrato debe restituirse en el lugar designado o donde se solicita, siempre y cuando no cause daño ni al acreedor ni al deudor al pagar fuera del lugar señalado. En el caso de la restitución debida por delito o cuasi delito, debe hacerse en el lugar donde el señor no sufra ningún daño, ya sea donde se tomó, donde se encuentra el señor, o en otro lugar donde el señor la hubiera transferido, asegurando que no incurra en costos adicionales a los que tendría si no se hubiera tomado la cosa. La restitución busca devolver la cosa a su estado original, sin generar más gastos para el señor, y siempre es suficiente si el acreedor está satisfecho. Por lo tanto, la restitución debe realizarse en el lugar donde la cosa se posee de buena fe o donde se acordó pagar, garantizando que no haya perjuicio para ninguna de las partes involucradas.

¿Cómo se debe restituir?

La restitución debe realizarse de acuerdo con la naturaleza del contrato, delito o última voluntad, ya sea directamente por el obligado o a través de un tercero. En casos de delitos ocultos, la restitución también debe ser discreta. Es importante que cuando se realice de forma indirecta, el intermediario no se beneficie de ello. Para el fuero de la conciencia, es suficiente que el destinatario reciba la oferta de restitución de manera libre y voluntaria, pudiendo aceptarla o perdonarla. Se destaca la importancia de que el perdón sea sincero y provenga de alguien con la capacidad de perdonar, como un señor de su hacienda. Se menciona que el pobre obligado a restituir al rico debe ser tratado con compasión y se le debe pedir perdón en lugar de exigir la restitución, para evitar dificultades.

Orden de restitución

En primer lugar, se deben saldar todas las deudas si es posible, y si no, se debe priorizar el pago de las deudas ciertas sobre las inciertas. Se destaca la importancia de devolver primero lo que pertenece al dueño legítimo, como depósitos, objetos hurtados o robados que aún conservan su forma y especie. Posteriormente, se debe satisfacer a los vendedores por lo vendido que esté en posesión del deudor. En caso de bienes adquiridos por título oneroso, se debe considerar el valor excedente para otras deudas. Se menciona la relevancia de respetar las ordenanzas locales en caso de bancarrotas, y en ausencia de estas, se sigue el derecho común que prioriza a ciertos acreedores sobre otros.

El que impide el bien ajeno

Sólo está obligado a restituir quien impide a otro el acceso a algo que ya era suyo por derecho perfecto (ius in re) o que le era debido por justicia al tener un derecho imperfecto (ius ad rem). La mera intención de dañar no genera obligación de restituir, a diferencia de impedir el acceso mediante fuerza, mentira o engaño.

Los oficios y beneficios no son bienes comunes que deban repartirse de forma estricta según la justicia distributiva. Por ello, quien los reparte mal o impide su acceso no está necesariamente obligado a restituir, a menos que se haya impedido el acceso a algo que ya era propio del impedido.

Cuando los beneficios, oficios o cátedras se otorgan por oposición al más merecedor, quien impide que se den a los legítimos opositores sí está obligado a restituir, pues éstos tenían un derecho imperfecto a que se les adjudicara. Quienes votan por el menos digno, aunque pequen más, no están obligados a restituir.

Tampoco está obligado a restituir quien, sin fuerza, mentira ni engaño, impide que alguien acceda a un beneficio que aún no era suyo ni se le debía. En cambio, si se utilizaron medios ilícitos como mentira, engaño o fuerza, sí habría obligación de restituir.

Restitución de los bienes inciertos

Los bienes inciertos, que deben ser restituidos pero cuya cantidad o destinatario no se conocen, se consideran difíciles de retener justamente. La restitución de estos bienes se debe hacer a los pobres, aunque algunos sugieren que esta responsabilidad debería reservarse a los obispos. Sin embargo, la opinión común es que el deudor puede hacer la restitución sin necesidad de intervención episcopal, excepto en ciertos casos específicos.

Además, se argumenta que un confesor puede absolver a aquellos que deben bienes inciertos sin necesidad de restitución inmediata, y si el deudor es pobre, puede decidir retener parte o todo el bien incierto. No se le exige al deudor realizar más oraciones o buenas obras por las almas a las que se les debe, aunque sí queda obligado a lo mismo que otros pobres.

Sería adecuado que los más necesitados sean elegidos como receptores de estos bienes inciertos, aunque no es estrictamente necesario. Por "pobres" se entienden no solo individuos, sino también instituciones eclesiásticas que necesitan recursos para varios propósitos. Los bienes eclesiásticos pueden utilizarse para otros fines piadosos además de la asistencia a los pobres, como ornamentos, luminarias o edificaciones, según la opinión generalizada.

De los participantes

En el amplio espectro de transgresiones contra el Séptimo Mandamiento, se explora con minuciosidad cómo diferentes acciones, intenciones y omisiones pueden llevar a la obligación de realizar restituciones. Desde el robo en grupo hasta el silencio cómplice ante un delito, se desentrañan las complejidades morales que rodean la propiedad y la responsabilidad individual.

De los padres que toman lo de los hijos

Se distinguen cuatro categorías principales: los bienes castrenses, los casi castrenses, los advenedizos y los proféticos. Los bienes castrenses son aquellos adquiridos por el hijo en el contexto de la guerra o actividades militares, y pertenecen exclusivamente al hijo. Los bienes casi castrenses son los obtenidos por el hijo en el ejercicio de un cargo público o eclesiástico, y también se consideran de su propiedad. Los bienes advenedizos son aquellos adquiridos por el hijo por herencia, donación de terceros o su propio trabajo, y su propiedad es del hijo, pero su usufructo pertenece al padre mientras este viva. Por último, los bienes proféticos son aquellos obtenidos por el hijo a través de la herencia o donación directa del padre, y en estos casos tanto el dominio como el usufructo pertenecen al padre.

Se discute la validez y las condiciones de las donaciones entre padres e hijos, destacando que estas donaciones no son válidas si no se hacen en circunstancias específicas, como en casos de remuneración por servicios prestados o por causas de matrimonio. Se enfatiza que la donación del padre al hijo es equiparable a la donación entre cónyuges en muchos aspectos, y se analizan diversas situaciones en las que estas donaciones pueden ser válidas o revocadas. Además, se establece que si un hijo sirve más al padre que sus hermanos, no tiene derecho automático a una compensación adicional, a menos que haya acordado previamente con el padre una recompensa por sus servicios.

Un aspecto crucial es el papel del consejero, cuyas palabras pueden tener un impacto significativo en las decisiones de otros. Se destaca cómo incluso un consejo bienintencionado pero equivocado puede constituir una falta grave que exige reparación. Además, se profundiza en la responsabilidad del testigo, señalando que su silencio ante un delito puede implicar una complicidad moral y, por lo tanto, la obligación de rectificar el mal causado.

Se analiza detenidamente la conducta de aquellos que tienen la responsabilidad de proteger los bienes ajenos, como los tutores o los jueces, y cómo su negligencia o participación en el delito los hace moralmente responsables y sujetos a restitución.

Además, se examinan las circunstancias que pueden modificar la gravedad del pecado y la obligación de restituir. Por ejemplo, se diferencia entre el hurto realizado sin intención de causar un daño significativo y aquel que se comete con la intención de acumular un perjuicio considerable. Estas sutilezas reflejan una comprensión profunda de la ética moral y religiosa en relación con la propiedad y la responsabilidad individual.

Los bienes que la esposa toma del marido y el marido de la esposa

Los casos en los que el esposo toma bienes paraphernales de la esposa sin permiso incluyen situaciones en las que utiliza significativamente esos recursos para sí mismo o para otros, usurpando lo que no le pertenece. Por otro lado, la esposa puede tomar bienes del esposo sin su consentimiento en circunstancias como extrema necesidad, costumbres locales que permiten la limosna, para evitar daño temporal o espiritual al esposo, en ausencia o falta de razón del esposo, asignación específica de sustento que puede ahorrar para limosnas, bienes paraphernales propios o dote suficiente y habilidades para ganarse la vida. Estas excepciones se justifican en el cuidado del bienestar familiar y la protección de la esposa en situaciones específicas, mientras se respeta el derecho de cada cónyuge sobre sus propios recursos.

Los hijos toman contra los padres

los hijos cometen pecado si toman para sí bienes pertenecientes a sus padres, incluso si estos son adquiridos por el padre después del nacimiento del hijo. Si el hijo se apropia de bienes del padre sin su consentimiento, debe restituirlos, especialmente si esa acción causa daño a otros herederos legítimos. 

Además, hay que considerar diversas circunstancias y excepciones, como cuando los bienes son adquiridos por el hijo con el consentimiento del padre o cuando son adquiridos por respeto al padre. También está el caso en el que el padre proporciona recursos al hijo para su estudio o necesidades personales, y el hijo no cumple con compartir o rendir cuentas por esos recursos después de la muerte del padre. En resumen, analiza las obligaciones morales y legales de los hijos en relación con los bienes paternos, enfatizando la importancia del respeto y la integridad en las relaciones familiares.

Falsearios

Falsificar es un pecado grave contra el séptimo mandamiento, ya sea falsificando moneda en su sustancia o forma, pesos, medidas o sellos. Quien comete este acto debe restituir el daño causado. Si la falsificación afecta la sustancia de la moneda, como alterar su metal o peso, la obligación de restituir es clara. Si la falsificación solo afecta la forma, como alterar la impresión sin afectar la sustancia, la obligación de restituir depende de si el acto causó daño al prójimo. Además, si alguien falsifica escrituras, documentos o sellos, debe restituir el daño causado, y si se trata de sellos papales, puede incurrir en excomunión. Lo mismo se aplica a la falsificación de pesos, balanzas o medidas. En resumen, cualquier acto de falsificación conlleva la obligación de restituir el daño causado, ya sea en moneda, documentos o instrumentos de medición.

Diferencia entre el préstamo y la usura

Ahora se aborda la definición y la condena de la usura, así como las distintas formas en las que puede manifestarse. Se menciona que la usura es la ganancia estimable obtenida por prestar dinero, ya sea de manera clara o encubierta, y que el pecado de usura consiste en tomar o desear esta ganancia. Se afirma que la usura es considerada un pecado mortal, condenado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, y se destaca que la intención de obtener beneficio económico a través del préstamo constituye usura. También se aborda la distinción entre usura mental y real, y se menciona que la usura está ampliamente condenada en la Cristiandad, aunque históricamente no haya sido tan censurada entre los Gentiles Romanos. Además, se discuten casos específicos relacionados con la usura, como el préstamo con interés simoniaco, el préstamo con fines de amistad o el cobro de intereses en diversas transacciones comerciales.

A continuación, Azpilcueta nos señala algunos casos en que existe la usura:

Préstamo a interés:

Se considera usura si se presta dinero con la expectativa de recibir más de lo prestado como ganancia, ya sea de manera explícita o implícita.

Cambios en las condiciones del préstamo:

Si el prestamista cambia las condiciones del préstamo después de haber sido otorgado (por ejemplo, aumentando el interés), se considera usura.

Prestar con garantía o prenda:

Se discute si prestar dinero con la condición de que el deudor deje una prenda y, si no puede pagar, el prestamista pueda tomarla como compensación, constituye usura.

Préstamo con beneficios adicionales:

Si el prestamista recibe beneficios adicionales más allá del préstamo inicial (por ejemplo, si el deudor trabaja para el prestamista), se considera usura, a menos que estos beneficios sean proporcionales al préstamo inicial.

Préstamos condicionales:

Si el préstamo está sujeto a ciertas condiciones, como la muerte del prestatario, y se espera un retorno duplicado en tales circunstancias, se considera usura.

Préstamos con expectativas de servicios:

Si se otorga un préstamo con la expectativa de que el prestatario realice ciertos servicios adicionales, como orar por el prestamista, enseñar, etc., y estos servicios se valoran monetariamente, se considera usura.

Ahora veamos lo que no constituye usura:

Prestar bienes sin expectativa de ganancia: Si alguien presta dinero u otros bienes que se dan por cuenta, peso o medida y no exige que le devuelvan otros de igual valor y calidad en el momento adecuado, no se considera usura, siempre que el acreedor no consienta expresamente o tácitamente en ello.

Prestar inicialmente por caridad: Si al principio se presta por caridad y luego se espera una ganancia, no se considera usura.

No exigir más de lo debido al deudor al finalizar el plazo de pago: Si llegado el momento de la devolución, el prestamista no exige más que lo acordado inicialmente, no se considera usura.

Establecer penas por incumplimiento del plazo de pago: Si se establecen penas por incumplimiento del plazo de pago, pero estas no exceden lo razonable y se aplican justamente, no se considera usura.

Préstamo con prenda: Si se presta sobre una prenda y se permite al deudor hacer uso de ella, y si el prestamista recibe beneficios proporcionales a los gastos hechos en coger y conservar la prenda, no se considera usura.

Contrato de seguro relacionado con el préstamo: Si se presta dinero con la condición de que el deudor asegure el préstamo, no se considera usura, siempre y cuando el costo del seguro sea razonable.

Préstamo condicional: Si se presta con una condición justa y no usuraria, como liberar al deudor si muere dentro de un cierto tiempo, no se considera usura.

Préstamo con pacto de realizar servicios: Si se presta con la condición de que el deudor realice ciertos servicios, no se considera usura siempre que el valor del servicio no sea desproporcionado al préstamo.

Lo que NO constituye usura

Lo que SÍ se considera usura

Prestar sin esperar ganancia

Prestar con pacto de recibir ganancia estimable a dinero

Prestar inicialmente por caridad

Prestar con intención de ganancia después de haber prestado por caridad

No exigir más de lo debido al finalizar el plazo de pago

Establecer penas excesivas por incumplimiento del plazo de pago

Prestar con prenda y permitir al deudor hacer uso de ella

Prestar sobre prenda con pacto de beneficio unilateral para el prestamista

Préstamo con condición justa, como liberar al deudor si muere dentro de cierto tiempo

Préstamo con condiciones que resultan en ventaja injusta para el prestamista

Contrato de seguro relacionado con el préstamo, siempre que el costo sea razonable

Préstamo con pacto de seguro desproporcionado o injusto

Prestar con condición de realizar servicios proporcionales al valor del préstamo

Prestar con pacto de realizar servicios desproporcionados al valor del préstamo


Azpilcueta aborda el concepto de precio justo en el contexto de transacciones comerciales y financieras. En este sentido, se establece que es considerado usura comprar algo por menos del precio justo o venderlo por más de su valor real. Se hace hincapié en la importancia de respetar el justo precio, ya sea riguroso, bajo o medio, para evitar caer en prácticas injustas. Se menciona que, aunque pueda parecer justo vender algo por el precio al que se adquirió, esto puede no ser así si los gastos fueron desproporcionados o si el valor del bien se vio afectado por factores externos, como la competencia en el mercado. Asimismo, se destaca que el vendedor tiene derecho a obtener una ganancia justa por su trabajo y esfuerzo, pero no debe aprovecharse de la necesidad del comprador para obtener un beneficio excesivo. Por lo tanto, el precio justo se define no solo en función del valor intrínseco del bien, sino también en relación con la equidad y la honestidad en la transacción comercial.

Usura y pacto de retroventa

El préstamo con pacto de retrovendo se refiere a un acuerdo en el que el comprador se compromete a devolver la compra al vendedor en cierto plazo o bajo ciertas condiciones. Este tipo de contrato se considera lícito siempre y cuando se cumplan ciertas condiciones, como que no haya simulación ni engaño, y que no se establezca un pacto en el que al devolver la compra, se reciba algo más de lo que se dio inicialmente. No es necesario que el comprador acepte el pacto solo para complacer al vendedor, ni que desee que la compra no se devuelva, ni que se imponga un plazo después del cual ya no se pueda devolver. Lo importante es que tanto el comprador como el vendedor actúen con transparencia y sin imponer condiciones injustas. Siempre que se respeten estos principios, el préstamo con pacto de retrovendo se considera una práctica lícita.

Usura en el contrato de compañía

En el contrato de compañía se establece que los involucrados pueden compartir ganancias y pérdidas, siempre y cuando se cumplan tres condiciones: que el trato sea lícito, que el dinero esté en riesgo para quien lo aporta y que se mantenga la equidad en todo momento. Este tipo de contrato permite que aquellos que ponen dinero, trabajo o industria compartan la ganancia de manera proporcional a su contribución. Además, se argumenta que es legítimo asegurar el capital aportado en compañía y hasta la ganancia, siempre y cuando se respete la proporción y se evite la usura.

Se puede acordar que quien aporta el trabajo asuma la pérdida de su inversión, mientras que quien aporta dinero asuma la pérdida de este. Sin embargo, es importante que las pérdidas y ganancias sean compartidas de manera justa, según lo convenido. Además, se discute la posibilidad de asegurar el capital y la ganancia mediante contratos específicos, siempre y cuando se evite cualquier tipo de fraude o simulación.

En cuanto al tema de prestar dinero para que se realicen servicios religiosos, se argumenta que es lícito, siempre y cuando se haga con la intención de obtener una ganancia justa y se tomen medidas para evitar cualquier sospecha de usura. Además, se propone que el dinero prestado se invierta en garantías seguras y que se informe a las autoridades eclesiásticas para evitar malentendidos.

Capítulo 18: Del octavo mandamiento - No dirás falso testimonio.

El mandamiento que prohíbe dar falso testimonio judicial o mentir, se basa en la idea principal de evitar el daño al prójimo. Esto incluye diversos pecados relacionados con las palabras, como mentir, romper promesas, injuriar, entre otros. Además, según Santo Tomás, la gravedad de estos pecados depende de la intención detrás de las palabras y acciones. El falso testimonio se considera pecado por tres razones: quebranta el juramento, causa injusticia y es una mentira. Mentir va en contra de la virtud de la verdad, y hay diferentes tipos de mentira, algunas más graves que otras.

Además de las mentiras verbales, también existen las mentiras por acción, como la simulación y la hipocresía. La simulación es hacer que las acciones parezcan verdaderas cuando no lo son, mientras que la hipocresía es mostrar bondad siendo malo o mejor de lo que realmente se es. Otro origen de la mentira es el juicio temerario, que consiste en juzgar a otros sin suficiente base.

Capítulo 19: Del noveno mandamiento: No codiciarás las cosas de tu prójimo.

El deseo desordenado de posesiones ajenas es un pecado mortal cuando va en contra de la justicia. Se discute el pecado relacionado con el juego, señalando que aquellos que juegan principalmente por ganancia pecan. También se detallan las circunstancias que pueden hacer que el juego sea pecaminoso, como la falta de recreación, el deseo desmedido de ganar y la violación de leyes o normas sagradas. Sin embargo, se especifica que jugar por recreación no es pecado mortal, siempre que no viole otras circunstancias morales. Además, se aborda la cuestión de la restitución de las ganancias del juego, concluyendo que, en algunos casos, no es necesaria.

Capítulo 20: Del décimo mandamiento: No codiciarás la mujer ajena, y de los consejos evangélicos.

Este mandamiento no es igual al sexto, ya que en aquel se prohíbe expresamente la acción exterior de la lujuria, mientras que en este se refiere a la interior. Sin embargo, debido a que aquí se prohíbe tácitamente lo que en aquel se expresa, y viceversa, en aquel se abordaron las cuestiones del uno y del otro. Como ya mencionamos en el capítulo anterior, cuando el pensamiento, el deleite y el consentimiento verdadero o interpretativo son mortales y cuándo veniales, aquí no profundizaremos más en esta cuestión.

¿Se puede desear deliberadamente ser amado con amor carnal lujurioso mortal por algunas personas y tener enamorados o enamoradas de esta manera, o alegrarse al ver que son amados así, aunque el individuo en cuestión no ame de esa manera ni desee ser amado de esa manera por alguien? Porque al consentir en un pecado mortal, propio o ajeno.


Pecados mortales

Azpilcueta aborda los conceptos de virtud y vicio, así como los siete vicios considerados capitales o mortales. Se parte de la premisa de que la virtud y el vicio son opuestos, como el blanco y el negro. La virtud se define como un buen hábito del alma que inclina a hacer lo correcto, mientras que el vicio es un hábito malo que lleva a hacer lo incorrecto.

Se mencionan diferentes tipos de virtudes, como las intelectuales y las morales, así como los vicios que las contrarrestan. Se detallan las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y temperancia, junto con otras virtudes asociadas.

Los vicios se consideran contrarios a las virtudes, y se dividen en especies opuestas. Se explica que cada virtud tiene dos vicios contrarios, que representan los extremos de la falta y la exageración.

Se discute cómo se adquieren las virtudes y los vicios, y se menciona que los pecados mortales son siete, aunque algunos pueden ser veniales. Se argumenta que la soberbia no es uno de los siete vicios capitales, sino que es la reina de todos ellos.

Se propone una dicción alternativa para recordar los siete vicios capitales, utilizando la palabra "Sauligia", que incluye la soberbia como la primera letra, seguida de vanagloria y los otros seis vicios capitales.

Primer pecado mortal: la soberbia

La soberbia es un vicio bien platicado pero mal entendido. Diferencia de la ambición, presunción, y vanagloria en que su definición es el amor desordenado de la propia excelencia, incluyendo el menosprecio de la sujeción divina. Esto la hace el mayor pecado, ya que pretende apartarse de Dios, lo que no sucede con otros pecados mortales que solo lo hacen por una consecuencia indirecta.

La soberbia tiene cuatro especies. La primera es creer que los bienes naturales y de fortuna son propios, no recibidos de Dios. La segunda es creer que los bienes recibidos de Dios son debido a los propios merecimientos. La tercera es atribuir a sí mismo bienes que no posee, como virtudes o habilidades. La cuarta es despreciar a los demás y querer que sean sujetos, aunque sean más excelentes.

Estas especies no son directamente soberbia, sino efectos de ella. La soberbia se caracteriza por amar desordenadamente su propia grandeza y excelencia, lo que la corrompe y hace que juzgue falsamente. Esto puede ocurrir cuando se juzga deliberadamente o por pasión, siempre que contenga un menosprecio de la sujeción divina o injuria del prójimo.

Segundo pecado mortal: la avaricia

La avaricia, uno de los vicios capitales, se presenta en dos formas contrarias: una que va en contra de la justicia, consistente en desear y retener lo ajeno de manera indebida, lo cual se considera un pecado mortal por ir en contra de la caridad hacia el prójimo; y otra que va en contra de la liberalidad, caracterizada por un afán excesivo de retener la propia riqueza, lo cual se considera un pecado venial según Santo Tomás de Aquino.

Por otro lado, la prodigalidad se opone a la avaricia y la liberalidad, siendo un exceso en el gasto que va en contra de la virtud de la liberalidad. Aquí, encontramos dos formas de prodigalidad: una que va en contra únicamente de la liberalidad, donde se gasta sin razonar pero sin perjudicar a terceros, y otra que va en contra tanto de la liberalidad como de la justicia, implicando un gasto irresponsable que perjudica a otros.

Hijas de la avaricia

La avaricia es un vicio fundamental y grave, según las enseñanzas de Santo Gregorio y Santo Tomás de Aquino. Este vicio da lugar a otros siete pecados relacionados, como la falta de misericordia hacia los pobres, la búsqueda obsesiva de adquirir riqueza, el uso de la violencia, el perjurio, la falacia, el fraude y la traición. La dureza de corazón y la inquietud del alma son dos de estos pecados derivados de la avaricia, y pueden llegar a ser mortales en ciertas circunstancias. Por ejemplo, si una persona teniendo recursos no ayuda a los pobres cuando debería hacerlo bajo pena de pecado mortal, o si su deseo descontrolado de obtener riqueza lo lleva a descuidar deberes religiosos u obligaciones morales esenciales.

Del fraude, hijo de la avaricia

La prudencia, como virtud cardinal, se opone a la astucia y al engaño, que buscan alcanzar lo que parece bueno de manera incorrecta. La astucia se manifiesta a través del engaño en palabras y acciones, mientras que el fraude se centra únicamente en las acciones engañosas. En cuanto al precio justo de las mercancías, este no es fijo, sino que varía según factores como las regulaciones gubernamentales, el tiempo, el lugar y la oferta y demanda. Se destaca que el precio justo no es solo el que se establece comúnmente en un lugar, sino también el que se puede obtener en una transacción específica. En ausencia de regulaciones, cada individuo puede fijar un precio adecuado para sus productos considerando su esfuerzo, gastos y riesgos asociados. Es importante evitar prácticas fraudulentas como la manipulación de precios para obtener beneficios injustos en el mercado.

En el comercio, aquel que no guarda el justo precio peca mortalmente, ya sea por ignorancia, deliberadamente o por deseo de lucro. La transacción no se deshace fácilmente por esta falta. Quien quebranta una tasa justa peca de manera grave. Esto también aplica a los clérigos que venden sus productos por encima del precio establecido por el Rey o el Príncipe secular.

Si uno compra algo valioso a un precio menor de lo que valía para el vendedor, está obligado a restituir la diferencia. Lo mismo aplica si se vende deliberadamente un producto por otro, como estaño por plata, conociendo la diferencia de valor.

Es pecado grave vender alimentos perecederos sin advertir al comprador sobre su durabilidad. Del mismo modo, vender armas para un propósito injusto o veneno a sabiendas de su uso indebido es un grave pecado.

Siendo alguacil, tesorero o receptor de una comunidad, pecas si manipulas el dinero que manejas para tu beneficio personal, especialmente si perjudicas a terceros o pones en peligro los fondos. Sin embargo, no pecas al comerciar con ese dinero si no hay perjuicio para nadie más.

En el caso de vender personas esclavizadas, si el vendedor conocía o debía conocer que el individuo era libre o tenía necesidad extrema, está obligado a liberarlo. Si no hubiera necesidad extrema, como en el caso de los paganos que venden a otros paganos para salvar sus vidas, se justifica la esclavización.

Sobre la simonía

El concepto de simonía radica en la voluntad de comerciar con aspectos espirituales o vinculados a ellos. Esta práctica se desglosa en tres modalidades: simonía mental, convencional y real, según si la intención es meramente mental, si se pacta explícita o implícitamente, o si el acuerdo se lleva a cabo entre las partes.

Se distinguen tres clases de simonía:

  • Simonía mental: Se refiere a la intención de realizar un intercambio indebido de bienes espirituales, como sacramentos o beneficios eclesiásticos, sin que este intercambio llegue a concretarse. Es decir, la simonía mental ocurre cuando alguien desea comprar o vender algo espiritualmente valioso, pero no llega a hacerlo efectivo.
  • Simonía convencional: En este caso, además de la intención, hay un acuerdo explícito o implícito entre las partes para llevar a cabo el intercambio de bienes espirituales por beneficios temporales o materiales. Aunque el acuerdo se haya establecido, si no se lleva a cabo la transacción, se considera una forma menos grave de simonía que la real.
  • Simonía real: Es la forma más grave de simonía, ya que implica que el intercambio de bienes espirituales por beneficios temporales o materiales se ha consumado efectivamente. Aquí, ambas partes han completado el acuerdo y han intercambiado los bienes en cuestión. La simonía real puede acarrear consecuencias más severas, como la excomunión y la nulidad de los títulos o beneficios obtenidos mediante este medio.

Con esto se termina el segundo pecado mortal.

Tercer pecado mortal: la lujuria

La lujuria, un vicio grave, engendra otros siete pecados relacionados y ocho hijas infernales, según las enseñanzas de Santo Gregorio y Santo Tomás de Aquino. Estas hijas incluyen la ceguera del entendimiento, la precipitación, la inconsideración, la inconstancia, el amor propio, el desprecio a Dios, la atracción por el mundo y el temor al más allá. La lujuria lleva a errores graves y a una pérdida de perspectiva sobre el bien y el mal. Se recomienda especialmente a los contemplativos, letrados y líderes gubernamentales evitar este vicio, ya que afecta su capacidad para discernir correctamente y actuar con prudencia y constancia, ya que ellos tienen un mayor nivel de responsabilidad en la sociedad.

Cuarto pecado mortal: la ira

La ira es una pasión especial del alma, asentada en la potencia irascible, que no tiene una pasión contraria como otras potencias. Como vicio capital, la ira es un vicio que inclina a querer desordenadamente la venganza, siendo el pecado de ira ese querer desordenado, ya sea contra quien no la merece, mayor de lo que merece, sin el orden debido, o con demasiado fervor. Los tres primeros casos son pecado mortal, a menos que falte la deliberación o sea poca la venganza deseada, mientras que el exceso de fervor es pecado venial, salvo que haga quebrantar algún mandamiento. 

La ira es un vicio capital del que nacen otros siete vicios, como indignación, hinchazón, vocería, blasfemia, contumelia, riña, y otros. Será pecado mortal desear o querer tomar una venganza notable de quien no la merece, o una venganza notablemente mayor de la que es razonable, incluso si se hace por autoridad divina o de la justicia, así como tomarla por propia autoridad, contra el orden del derecho, o con mala intención hacia el castigado y no principalmente para conservar la justicia.

Quinto vicio mortal: la envidia

La envidia es un vicio que lleva a entristecerse por el bien ajeno, considerándolo una disminución de la propia excelencia. Se diferencia del odio, temor e indignación. Es un vicio capital que da origen a otros cinco vicios, como el odio, la murmuración, la detracción, la alegría por las desgracias ajenas y la tristeza por las prosperidades ajenas.

El pesar por el bien notable del prójimo deliberadamente es considerado pecado mortal, ya que va en contra de la caridad que nos hace alegrarnos por el bien del prójimo. Deliberadamente entristecerse por no tener tantos bienes temporales como otros, por motivos malos, también es pecado mortal. En cambio, entristecerse por no tener las virtudes que ven en otros es algo loable según la enseñanza de Santo Tomás.

Si alguien se entristece deliberadamente porque Dios da bienes a los malvados, cuestionando la providencia divina, es considerado pecado por la mayoría. Sin embargo, si se entristece por los bienes de los malvados sin cuestionar la providencia divina, no se considera pecado. Deliberadamente proponer imitar a los malvados en sus pecados mortales para obtener prosperidad temporal es considerado pecado.

Sexto pecado mortal: la gula

La gula es un vicio que inclina a comer o beber de manera desordenada, sabiendo o debiendo saber que es así. Es pecado mortal cuando se pone el fin último en ella, se transgreden mandamientos divinos o humanos por ella, o se causa un daño notable a la propia salud o la del prójimo.

La gula tiene cinco especies según San Gregorio: comer o beber antes de tiempo, con exceso, con demasiado ardor, con demasiada prisa, o con manjares demasiado elaborados o caros. La gula es un vicio capital que da origen a cinco hijas: embotamiento de la razón, alegría desordenada, parlería excesiva, truhanería y suciedad.

Será pecado mortal de gula si se pone el fin último en comer y beber, si por ello se quebranta algún mandamiento, si se llega a vomitar por comer en exceso, o si se come o da de comer algo que cause un daño notable a la salud. También será mortal comer manjares muy preciosos dejando de pagar deudas u obligaciones, o comer carne en días o lugares donde no se acostumbra, a sabiendas. Igualmente, si se bebe a sabiendas de que se va a emborrachar, o si se come carne humana sin gran necesidad.

En cambio, comer carne en lugares donde se acostumbra, aunque no se pueda en la propia tierra, no es pecado. Tampoco lo es beber con la intención de vomitar sin daño, o comer algo que se sabe que hará daño, pero sin creer que será grave.

Séptimo pecado mortal: la pereza

La acedia o pereza es un vicio diabólico que inclina a aborrecer y entristecerse del bien espiritual y divino en cuanto es propio. Se diferencia del odio general, que se entristece del bien de Dios y del prójimo en cuanto es de ellos, y de la envidia, que se entristece del bien ajeno en cuanto disminuye la propia excelencia.

Este vicio es de suyo un gran pecado mortal, muy cercano al odio que es el supremo de todos los pecados, pues se entristece del bien espiritual y divino que consiste en la amistad con Dios. Sólo deja de ser mortal por falta de deliberación o de advertencia. En cambio, entristecerse del bien espiritual de otras virtudes no es pecado de acedia, sino del vicio contrario a esa virtud.

La acedia es un vicio capital que da origen a seis hijas: desesperación de alcanzar el fin supremo, pusilanimidad que aparta de los medios arduos, pereza del alma para los medios preceptivos, indignación contra quienes invitan a los bienes espirituales, malicia que hace aborrecer los bienes espirituales, y evagación a cosas ilícitas por entristecerse en las divinas.

Será pecado mortal de acedia dejar de cumplir lo mandado o entristecerse de haberlo cumplido por la tristeza de los bienes divinos y espirituales. También lo será deliberar no aprender los artículos de la fe, el Credo, el Padrenuestro, o los mandamientos, si se tiene obligación de saberlos por el oficio o estado. En cambio, no saber de memoria estas oraciones y verdades, sabiendo su contenido, sólo sería pecado venial por derecho humano.


Cinco sentidos y obras de misericordia, espíritu y corpóreas

Los sentidos exteriores, como el ver, oír, tocar, gustar y oler, son como ventanas por donde lo externo entra en nuestras almas. El uso de estos sentidos puede ser virtuoso, pecado mortal o venial. Es virtud cuando se cumplen todas las circunstancias necesarias para una acción virtuosa, pecado mortal cuando el fin es malo o dañino, y venial cuando falta alguna circunstancia y no causa daño notable.

Se considera pecado mortal si se ve, oye, huele, toca o saborea algo prohibido bajo pena de pecado mortal, o si se pone en peligro de pecado mortal. También si se incumple una ley que obliga a pecado mortal, o se causa un daño notable a la salud, honor o propiedad ajena, o a la propia salud o alma.

Misericordia

Azpilcueta nos habla sobre las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales, destacando que son obras de caridad y nacen de la virtud de la misericordia, que a su vez es hija de la caridad. Se menciona que la limosna, ya sea espiritual o corporal, puede ser de precepto o de consejo, dependiendo de la necesidad extrema del receptor y de la disponibilidad del donante. Se enfatiza que las obras de misericordia son muy aceptas a Dios y que la limosna espiritual se considera mejor que la corporal en ciertas circunstancias.

Además, se discute la obligación de dar limosna en casos de extrema necesidad, la diferencia entre lo necesario y lo superfluo, y la importancia de no juzgar fácilmente a alguien por tener más de lo que aparentemente necesita. Se destaca que las obras de misericordia son esenciales y que quien las practica bien no muere mal, subrayando la importancia de no postergar las limosnas para después de la muerte y de no acumular bienes superfluos sin hacer obras de caridad en vida.


Preguntas particulares de algunos estados

Los Reyes

Los reyes pecan gravemente si buscan ganar o aumentar sus territorios de manera injusta o los gobiernan mal. Esto puede manifestarse en la mala gestión de sus vasallos en tiempos de paz y guerra, la falta de recursos naturales o artificiales, la acumulación de riquezas con agravios, el gasto excesivo de sus rentas, la falta de fortalecimiento de sus fuerzas, el descuido de los caminos y la provisión a los pobres, la imposición de guerras sin justificación razonable, la creación de leyes para beneficio personal, la dispensación injusta de las leyes divinas o humanas, la usurpación de bienes comunales, la adquisición de bienes de sus vasallos sin justa causa, la conducción de guerras injustas o justas con malas intenciones, la obstaculización de la visita a las monjas, y la imposición de tributos sin necesidad pública. Además, designar oficiales incompetentes, permitir la corrupción, mantener malas costumbres, consentir monedas falsas, y condenar sin pruebas justas son acciones igualmente graves. Los reyes deben buscar su recompensa en el cielo, juzgar según las leyes, y evitar estos pecados para cumplir con su deber sagrado y gobernar con justicia y virtud.

Jueces y otros señores superiores

Señores pecan al igual que los jueces, ya que un juez puede cometer un pecado mortal si asume un gobierno o judicatura sin ser competente para ello. Un juez peca cuando juzga injustamente, debiendo entonces restituir lo que es justo, y si está suspendido. También peca si toma algo por juzgar bien o mal, si juzga mal por falta de jurisdicción, o si tiene otros defectos judiciales. Peca cuando admite apelaciones indebidas o las rechaza cuando debería admitirlas, o cuando retrasa sin causa el despacho de los casos. Peca si modifica la pena establecida por la ley sin tener la autoridad para hacerlo, o si perdona sin el consentimiento de la parte perjudicada, en detrimento de la República. Peca si ejecuta una sentencia nula de su superior, si ordena arrestos injustos, si omite condenar en costas, si no estudia lo necesario, o si no toma los consejos adecuados. Peca si condena por venganza personal o si no defiende a las personas miserables. Peca si desobedece al juez eclesiástico, si manda celebrar actos en tiempo de interdicto, si ordena arrestar al juez eclesiástico por descomulgarlo, si obtiene absolución por miedo, o si impide la compra o venta a clérigos. Peca si toma bienes de la Iglesia, si ordena sacar a alguien de un lugar sagrado, si permite falsedades o engaños de sus oficiales, si juzga sin parte o acusador, si no permite confesar o recibir el sacramento a quien manda ejecutar, si no provee de abogados iguales a las partes, si no visita la cárcel, si admite al descomulgado en juicio, si no remite a los clérigos a su juez, si realiza actos judiciales en días feriados, si cobra más de lo debido por el sello, si finge motivos para hablar con una mujer, si omite la visita general, si interroga de manera indebida en investigaciones, o si obliga a un malhechor a delatar a sus compañeros en casos no debidos.

Abogados y procuradores

Un abogado o procurador peca mortalmente si no tiene el conocimiento necesario, o si sabe que el pleito es injusto y aún así lo defiende. Además, comete pecado si pierde el pleito por negligencia notable o ignorancia, si causa perjuicio al adversario en un caso justo, o si recurre a tácticas indebidas como demoras injustificadas, sobornos de testigos, o revelación de secretos al adversario. También pecan si no asisten a los pobres que necesitan ayuda, si cobran salarios excesivos o injustos, o si ayudan a la parte adversa. Estos profesionales deben tener especial cuidado en actuar con justicia y evitar cualquier conducta que pueda dañar a las partes implicadas.

Asimismo, un abogado prevaricador es aquel que ayuda a la parte adversa, y la importancia de un salario justo y moderado, acorde con el trabajo realizado, la complejidad del caso, y las costumbres de la región. Si el abogado descubre que la causa que defiende es injusta, debe dejar de apoyarla y aconsejar a su cliente en consecuencia. No debe engañar ni utilizar tácticas deshonestas para ganar el caso. Si comete errores graves por negligencia o ignorancia, está obligado a restituir todos los daños causados. Además, detallo las circunstancias en las cuales un abogado puede aceptar honorarios y cómo estos deben ser acordados para evitar el pecado y la corrupción.

Del autor, acusador, denunciador y guarda

Es un pecado mortal para el acusador continuar un pleito injusto, usar una sentencia injusta, o abandonar un caso sin justificación. También peca si acepta dinero para no acusar, jura en falso, miente en su pleito, o no acusa cuando debería. El denunciador peca mortalmente si hace denuncias infundadas o por malos fines, o si no denuncia lo que debe.

Guardias, alguaciles y merinos pecan si no acusan a los que encuentran cometiendo delitos, no informan de los daños o no restituyen lo debido. Si un acusador persiste en un pleito injusto o acepta dinero para desistir, debe restituir el daño causado. Si usa falsos testimonios o documentos en un pleito justo, no está obligado a restituir, aunque mentir sin motivo mortal es solo un pecado venial.

No acusar a alguien cuando su delito causa gran daño espiritual o temporal también es un pecado mortal, al igual que jurar no acusar futuros delitos. Denunciar con mala intención o no denunciar delitos graves es pecado mortal, incluso si se había jurado no hacerlo. Guardias y alguaciles que no cumplen con su deber de acusar a los infractores también pecan mortalmente y deben satisfacer a los perjudicados.

Del reo, el acusado y el preso

Un reo, acusado o preso, peca mortalmente si defiende una causa injusta, niega la verdad cuando se le pregunta con todos los requisitos legales, no delata a sus cómplices, no responde a cartas de excomunión, huye de la cárcel o ayuda a otros a hacerlo, se defiende con mentiras o perjurios, o apela una sentencia justa.

Los confesores de los reos deben tener cuidado de no absolverlos sin asegurarse de que cumplan con estas obligaciones, y los jueces pecan al preguntar a los reos con juramento sin seguir las debidas formas.

Huir de la cárcel es pecado mortal si se resiste o daña a los oficiales de justicia. Si el reo huye sin violencia, no es considerado pecado mortal. También peca mortalmente el reo que se defiende con perjurios o mentiras juradas, o que apela una sentencia justa solo para retrasar su ejecución, y está obligado a restituir los daños causados.

De los testigos

Los testigos deben corregir cualquier testimonio erróneo lo antes posible y pueden recibir compensación solo por los gastos relacionados con su testimonio, no por testimoniar falsamente. Además, hay ciertas personas, como familiares cercanos y aquellos con información confidencial, que generalmente están exentas de testificar, aunque pueden ser obligadas en ausencia de otros testigos. Si un testigo perjudica a alguien con su testimonio falso, está obligado a restituir el daño causado. La obra subraya la importancia de la honestidad y la obligación de los testigos de ofrecer su testimonio en casos de extrema necesidad, para prevenir daños mayores.

De los escribanos o tabeliones

Los escribanos deben jurar cumplir con seis obligaciones fundamentales y pecan gravemente si actúan en contra de alguna de ellas, o si cometen actos como hacer escrituras falsas, romper las verdaderas, omitir o añadir cláusulas, no entregar los documentos, no informar adecuadamente, trabajar en días festivos, exigir dinero a los pobres, realizar instrumentos usurarios o ilícitos, o cobrar salarios excesivos.

Primero, según Hostiense y otros, los escribanos juran: hacer instrumentos de lo que vean u oigan y se les requiera, sin ocultar la verdad ni mezclar falsedades; no revelar lo encomendado en secreto sin justa causa; no hacer instrumentos sobre contratos usurarios o ilícitos; mantener un registro de todos los instrumentos que otorguen; ser leales a aquellos que los nombraron notarios y avisarles si algo les perjudica; y no dejar de cumplir fielmente su deber por codicia, odio o temor.

Si el escribano incumple alguna de estas obligaciones, es perjuro y debe restituir el daño causado. Esto incluye hacer escrituras falsas, esconder o romper las verdaderas, notar maliciosamente testamentos o instrumentos, no poner las cláusulas necesarias, omitir formalidades esenciales, negarse a dar un instrumento solicitado, o no informar adecuadamente sobre la renuncia de un derecho.

Asimismo, si el escribano, por codicia, trabaja en días festivos sin necesidad, o si se niega a escribir o entregar documentos a los pobres en extrema necesidad, incurre en falta grave. También, si realiza instrumentos usurarios o ilícitos, compila estatutos en favor de la usura, no retiene los registros necesarios, hace testamentos para personas sin juicio, recibe salarios excesivos o cobra por escribir cartas de órdenes teniendo salario público, debe restituir el daño causado y corregir su conducta conforme a lo estipulado.

Maestros y doctores

Los doctores y graduados cometen faltas mortales si solicitan grados inmerecidos, buscan el grado principalmente por honor, enseñan teología en pecado mortal notorio, no expulsan a excomulgados ni corrigen malas conductas adecuadamente, admiten religiosos sin autorización a clases de leyes o medicina, enseñan o predican por gloria personal, aprueban o reprueban incorrectamente en exámenes, enseñan falsedades o dejan de enseñar lo útil, buscan puestos de rector o lector sin merecerlo o promueven a otros injustamente, enseñan en días festivos impidiendo oír misa, cobran salarios privados teniendo uno público, reciben beneficios con la condición de enseñar, castigan cruelmente, o menosprecian a los simples buenos.

Estudiantes

Los estudiantes pecan mortalmente si estudian con fines inmorales, no cumplen con los mandatos y juramentos de la universidad, aprenden ciencias prohibidas, quitan oyentes a otros profesores, son negligentes en sus estudios, malgastan el dinero destinado a su educación, no pagan el salario debido a sus maestros o fingen tener grados que no poseen.

Es una falta mortal estudiar con un fin incorrecto. También lo es no cumplir con los mandatos justos y obligatorios de la universidad, a menos que haya una causa justa comúnmente aceptada. Quebrantar los estatutos sin licencia, justa causa o voto, o hacer que otro lo haga, también es grave. Aprender ciencias prohibidas o supersticiosas, quitar oyentes a otros profesores, ser extremadamente negligente en los estudios, especialmente cuando se financian con recursos familiares o beneficios, gastar esos recursos en actividades indebidas, contender contra la verdad conocida, no pagar a los maestros pudiendo hacerlo o pretender tener grados no obtenidos, son todas faltas mortales.

Médicos y cirujanos

Los médicos y cirujanos pecan mortalmente si no poseen el conocimiento suficiente para curar, no siguen las reglas de su práctica, son negligentes en estudiar o visitar a los enfermos, administran medicamentos dudosos, abandonan al paciente prematuramente, realizan procedimientos sin la habilidad necesaria, no seleccionan adecuadamente los medicamentos, o prolongan la enfermedad para ganar más dinero.

Cometen falta si no inducen al paciente a confesarse en situaciones necesarias, aconsejan pecar para mejorar la salud, dan licencias indebidas para comer carne o no ayunar, no informan al enfermo sobre su gravedad, exigen salarios excesivos, hacen comprar medicinas innecesarias, no curan gratuitamente a los pobres en necesidad extrema, o hablan mal de otros médicos para atraer pacientes.

Debe evitarse el uso de la medicina sin el conocimiento adecuado, y cualquier error que cause daño debe ser resarcido. Los médicos deben advertir al enfermo sobre la gravedad de su estado y no deben aconsejar acciones contrarias a la salud del alma. Además, es imprescindible actuar con ética en todas las recomendaciones y tratamientos, evitando cualquier práctica que ponga en riesgo al paciente o desvirtúe la medicina.

Ejecutores de testamentos

Los ejecutores testamentarios cometen pecado mortal si no pagan las deudas y mandas del difunto, especialmente las piadosas, cuando la herencia es suficiente para cubrir todo. También pecan si priorizan el pago de mandas sobre las deudas, sabiendo o creyendo que no hay suficiente para ambos. Las deudas incluyen los votos reales del difunto.

Una viuda o viudo usufructuario de los bienes del cónyuge, condicionado a vivir castamente, peca si comete adulterio y sigue disfrutando de los bienes. En tales casos, deben restituir lo indebido.

Un ejecutor testamentario también peca mortalmente si demora significativamente en cumplir el testamento. En obispados donde las constituciones exigen el cumplimiento dentro de un tiempo específico bajo pena de excomunión, el ejecutor que no cumple a tiempo y no hace caso de la excomunión reincide en la falta si, tras ser absuelto, vuelve a incumplir. Esto es comparable al inquisidor que, por negligencia, no procede contra quienes debe investigar, cayendo en excomunión nuevamente si reincide en su negligencia tras ser absuelto.

Tutores y curadores

Los tutores y curadores, que juramentan proteger a sus pupilos, cometen pecado mortal si son negligentes en resguardar a sus pupilos de vicios o en administrar adecuadamente sus bienes. Un tutor es designado para menores de catorce años y un curador para aquellos entre catorce y veinticinco años, o para personas incapacitadas.

Pecan si no protegen los bienes del pupilo, los enajenan sin necesidad, o pierden el dinero por negligencia. Deben convertir los bienes muebles en bienes raíces productivos cuando sea posible, y si no lo hacen, tienen la obligación de restituir los daños.

Además, incurren en usura si invierten el dinero de los huérfanos de manera indebida, con la obligación de restituir si el menor no lo hace.

Las madres que se casan de nuevo o viven de manera lujuriosa y persisten en ser tutoras de sus hijos también pecan mortalmente.

Administradores y proveedores de hospitales

El hospitalero peca mortalmente si no administra fielmente las rentas del hospital para el propósito para el que fueron otorgadas, si las deja perder o las utiliza para otros fines. También peca si no toma medidas para adquirir las propiedades del hospital ocupadas o usurpadas por otros, o si, por negligencia, no realiza reparaciones en las casas y edificios del hospital, lo que resulta en su deterioro o colapso, con la obligación de restituir el daño causado.


Los clérigos


Azpilcueta comienza enumerando una serie de circunstancias en las cuales la ordenación de un clérigo podría ser considerada inválida o irregular, como la simonía, la ilegitimidad, la ordenación fuera de tiempo o la falta de dispensación para casos específicos. También se aborda el tema de los clérigos que pecan al administrar sacramentos en estado de pecado mortal o al realizar acciones impropias para su estado.

En el texto se detallan las penas y dispensaciones correspondientes a cada situación, como la suspensión, la excomunión o la necesidad de dispensación papal. Azpilcueta también explora casos específicos, como la ordenación de frailes menores en un solo día o la validez de ciertas acciones litúrgicas realizadas por clérigos en estado de pecado.

Además, se discuten cuestiones relacionadas con la conducta moral de los clérigos, como el pecado de fornicación, la conducta irregular en la celebración de la misa o el trato con mujeres. Se enfatiza la importancia de la penitencia y el arrepentimiento para aquellos que han incurrido en pecado mortal.

Se discuten temas como la licitud de celebrar en lugares no sagrados bajo ciertas circunstancias, las condiciones para la validez de la consagración de pan y vino, la aceptabilidad de la celebración en momentos específicos del día y en situaciones particulares, las irregularidades que pueden llevar a la invalidación de los sacramentos administrados por el sacerdote, la simonía relacionada con la recepción de compensación monetaria por celebrar misas, y la aplicación de las intenciones y los beneficios de las misas según la voluntad del oferente. En conjunto, proporciona directrices detalladas sobre la práctica litúrgica y la integridad ética que se espera de los sacerdotes en su ministerio.


Conclusión


En conclusión, el "Manual de Confesores y Penitentes" de Martín de Azpilcueta es una obra fundamental que ofrece una guía detallada para la labor pastoral de los confesores y el proceso de penitencia de los fieles. A lo largo de sus páginas, Azpilcueta aborda una amplia gama de temas relacionados con la moralidad y la ética cristiana, proporcionando directrices claras y consejos prácticos basados en la doctrina católica. Además, el "Manual de Confesores y Penitentes" refleja la preocupación de Azpilcueta por el bienestar espiritual de los fieles y su deseo de guiarlos en el camino de la salvación. A través de esta obra, ofrece orientación práctica para ayudar a los confesores a cumplir con su deber de administrar el sacramento de la penitencia de manera adecuada y misericordiosa, al tiempo que promueve la conciencia del pecado y el arrepentimiento sincero entre los creyentes.