En El viaje al Señor del Poder, Ibn ʿArabī nos introduce en un relato donde lo divino se manifiesta a través de hechos extraordinarios, enseñanzas místicas y un profundo amor por la Unidad (tawḥīd). En este tratado, sus milagros —como la pintura que habló en el templo y la sanación del adversario— no solo cautivan, sino que revelan su compasión y grandeza espiritual. A pesar de la incomprensión, el rechazo o incluso el odio, Ibn ʿArabī permanece firme en su misión: iluminar el camino interior hacia Dios y mostrar un modelo de sabiduría, humildad y poder transformador.
El Viaje al Señor del Poder
Ibn ʿArabī responde a un compañero sobre el viaje espiritual hacia Dios, la llegada a Su presencia y el posterior retorno al mundo desde Él. Afirma que no hay nada fuera de Dios: todo es Él, de Él, por Él y para Él. La existencia entera depende absolutamente de Su voluntad y cuidado; si Dios dejara de prestarle atención, el mundo desaparecería de inmediato. Además, su luz divina es tan inmensamente presente e intensa que, paradójicamente, escapa a nuestra percepción, por lo que Su manifestación se nos presenta como un misterio.
Inicio del viaje
Arabi comienza con lo que debemos considerar primero en el viaje.
Aunque existen muchos caminos, la Vía de la Verdad (ṭarīq al-ḥaqq) es una sola. Sin embargo, pocos la buscan sinceramente, y aunque esa Vía es única, se manifiesta de diversas formas según el estado interior de cada buscador. Esta diversidad depende de factores como el equilibrio o desequilibrio interior, la fuerza o debilidad del espíritu, la constancia o el desvío en la aspiración, y la calidad de la relación del buscador con su meta. Algunos poseen todas las condiciones favorables; otros solo algunas. Incluso alguien de noble sacrificio espiritual puede encontrar obstáculos en su constitución física o anímica. Este principio se aplica en todos los casos del camino espiritual.
La importancia radica en conocer los Reinos (mawāṭin), es decir, las distintas etapas o estaciones de la existencia donde se manifiesta la experiencia espiritual y donde Dios exige algo específico del ser humano.
Comprender lo que Dios espera en cada uno de estos Reinos permite al buscador prepararse adecuadamente, sin confusión ni resistencia.
Aunque los Reinos son muchos, Ibn ʿArabī los reduce a seis fundamentales: (1) la preexistencia, en la que se nos formuló la pregunta divina “¿No soy yo tu Señor?”; (2) el mundo presente, donde vivimos ahora; (3) el Barzaj o Intervalo, que se transita tras la muerte del cuerpo y del alma; (4) la Resurrección, cuando se despierta la tierra y todo vuelve a su origen; (5) el Jardín y el Fuego, como destinos finales; y (6) la Duna de Arena, un ámbito fuera del Jardín que permanece como un misterio. Dentro de cada Reino existen otros sub-reinos que escapan al conocimiento humano.
Los seres humanos son esencialmente viajeros espirituales, sin reposo definitivo salvo en su destino final: el Jardín o el Fuego, que corresponden a la naturaleza de quienes los habitan. El viaje humano —la vida misma— está marcado por el esfuerzo, las dificultades, las dudas, los peligros y los miedos. No puede haber verdadera comodidad, estabilidad ni gozo duradero en este trayecto, pues todo cambia constantemente: las circunstancias, los lugares, las personas. El viajero debe aprender de cada etapa sin aferrarse a ninguna, ya que todas son transitorias.
El mensaje de Arabi no está destinado a los que se ocupan de lo trivial y mundano, a los que viven por y para la acumulación de placeres y posesiones, sino a quienes aspiran a una transformación espiritual profunda.
Su consejo se dirige al que desea prepararse para la contemplación —es decir, la visión interior de lo divino— en un Reino más elevado que el que le ha sido dado por condición natural. Este proceso implica alcanzar el estado de fanā’, la aniquilación del yo, que es una disolución del ego individual en lo Real (al-Ḥaqq).
Arabī advierte contra una desviación común entre quienes buscan lo espiritual: confundir el Reino del mundo —que él llama “la prisión del Rey”— con la verdadera morada divina. Critica a quienes intentan alcanzar al Rey (Dios) sin haberse liberado completamente de esa prisión, pues esto revela una falta de adab (buena conducta espiritual) y los priva de un conocimiento más elevado. Según él, el mundo no es la casa del Rey, sino su prisión, y buscar a Dios sin trascender este ámbito es una contradicción fundamental.
Explica que el estado de fanā’ (aniquilación del yo) marca el momento de verdadera trascendencia hacia un nivel superior del ser. En este proceso, la revelación divina se ajusta a la medida y forma del conocimiento adquirido por el aspirante. La contemplación, entonces, no trae un conocimiento nuevo en sí, sino que transforma el conocimiento adquirido en visión directa (de ʿilm a ʿayn), permitiendo ver lo que ya se sabía, pero con una certeza existencial.
No obstante, Ibn ʿArabī señala que esta contemplación solo alcanza su plenitud si se acompaña de un equilibrio entre el trabajo exterior y la receptividad interior al conocimiento que proviene directamente de Dios.
El camino hacia Dios es continuo y exigente hasta el último aliento. Solo al morir —cuando el alma se separa del mundo de las obligaciones y del crecimiento espiritual progresivo— se cosechan plenamente los frutos sembrados durante la vida.
Señala que si el buscador desea alcanzar la presencia de la Verdad (al-Ḥaqq) y recibir directamente de Dios sin intermediarios, debe purificar completamente su corazón de toda sumisión a algo que no sea Dios. Uno pertenece a aquello que ejerce autoridad sobre él, y si hay en el corazón un reconocimiento hacia otro “señor”, la intimidad con Dios queda impedida.
Por eso, recomienda el retiro espiritual (khalwa), ya que cuanto más se aleja uno de la creación —en lo externo y lo interno— más se acerca a Dios. La separación del mundo no es solo física, sino también simbólica: una renuncia a toda dependencia interior hacia lo creado.
El primer paso en esta senda es aprender lo necesario para cumplir con las obligaciones religiosas básicas: abluciones, oración, ayuno, devoción. Esta sabiduría práctica constituye la primera puerta del viaje. Allí se inicia un camino de trabajo interior, moralidad, ascetismo y fe. Una vez atravesada esta puerta, aparecen cuatro milagros como signos evidentes del primer grado auténtico de fe: estos milagros tienen un carácter cósmico, pues se manifiestan en los elementos —tierra, agua, aire y el conjunto del universo— revelando una armonía entre el alma y la creación.
Arabi dice que por el amor de Dios que no se entre en el retiro espiritual diciendo que no debe emprenderse a la ligera ni con un corazón no preparado. Suplica, por el amor de Dios, que nadie entre en retiro sin antes haber examinado su estado interior, especialmente su relación con la imaginación. Si esta domina al aspirante, el retiro puede convertirse en una trampa peligrosa. Solo bajo la guía de un shaykh sabio, que sepa distinguir entre visiones verdaderas y engañosas, puede emprenderse el camino en ese caso.
El retiro requiere antes una disciplina espiritual (riyāḍa), entendida como la purificación del carácter, la liberación del alma de la desconfianza y la indignidad. Sin esta preparación, advierte, no se alcanza verdadera humanidad espiritual, salvo en casos excepcionales por gracia divina.
La separación de la sociedad debe ser tanto externa como interna: no se trata solo de alejarse físicamente de la gente, sino de proteger el corazón y el oído de las palabras superfluas y de los ruidos del mundo. Permitir visitantes o buscar reconocimiento durante el retiro es, en verdad, un autoengaño disfrazado de espiritualidad. Quien actúa así, afirma Ibn ʿArabī con firmeza, no busca a Dios sino prestigio, y la ruina espiritual está más cerca de él que su propia ropa.
Por eso insiste, de nuevo, por el amor de Dios, en protegerse del engaño del ego, que es el mayor peligro en esta etapa del camino y causa de la caída de muchos. Para esto, es necesario recordar el dhikr, ''Alá, Alá, y nada más que Alá''.
Hay que protegerse de las imaginaciones corrompidas y de los engaños mentales que pueden desviar al buscador del recuerdo constante de Dios (dhikr). Para ello, aconseja vigilar cuidadosamente la dieta: debe ser equilibrada, nutritiva y moderada, evitando tanto el exceso como el ayuno extremo, ya que un cuerpo debilitado puede volverse vulnerable a alucinaciones o percepciones distorsionadas.
Ibn ʿArabī distingue entre influencias espirituales: las angélicas, que dejan al alma en paz, aumentan el conocimiento y no producen malestar; y las demoníacas, que generan desorden, nerviosismo, dolor y deformaciones del carácter, llegando incluso al delirio. Frente a estas últimas, el dhikr constante es la protección más eficaz, hasta que la presencia demoníaca sea disipada.
Además, indica que antes de entrar en retiro, el aspirante debe tener certeza absoluta de que no hay nada como Dios (lā ilāha illā Allāh) y estar preparado para rechazar cualquier forma que se le aparezca diciendo “Yo soy Dios”. A todas ellas debe responder con humildad y discernimiento: “¡Sea Dios exaltado por encima de todo! Tú eres, gracias a Dios”. No debe prestar atención a estas manifestaciones ni a sus significados ocultos, sino persistir en el recuerdo divino.
Otro principio esencial es que el retiro debe tener como único objetivo a Dios mismo, no a Sus dones ni manifestaciones. Incluso si se le conceden visiones o poderes extraordinarios, el buscador debe agradecerlos, pero no aferrarse a ellos, ya que son pruebas divinas para verificar su sinceridad. Si se queda con los dones y se detiene ahí, perderá a Dios; pero si busca solo a Dios, todo lo demás le será concedido sin que se le escape nada.
Un ejemplo concreto de estas pruebas es la revelación sensorial de lo oculto: la capacidad de ver lo que sucede tras las paredes o en la intimidad de otros. Si recibe este don, el buscador debe guardar absoluto silencio y actuar bajo el Nombre Divino al-Sattār (El que vela), cubriendo las faltas ajenas y, si acaso, amonestando en privado, con compasión y sin divulgar nada.
Desvelamiento
Describe un proceso de desvelamiento gradual de los mundos, que comienza con la vigilancia y purificación del cuerpo y la mente, y culmina en la contemplación directa del Rememorado (Dios).
Primero, Ibn ʿArabī advierte que en el retiro pueden aparecer formas sensoriales que expresan significados abstractos, pero cuyo sentido sólo comprenden los profetas y ciertos justos. Ante esas visiones, el buscador no debe inquietarse ni tratar de interpretarlas por sí solo. Usa símbolos de bebidas para orientar al discípulo: si se te ofrece agua, bébela; si leche, también; si ambas, mézclalas; y si es miel, bébela también. Sin embargo, si se ofrece vino, solo debe tomarse si está mezclado con agua de lluvia (símbolo de pureza celestial), y nunca con agua común, pues este discernimiento indica la necesidad de separar las inspiraciones divinas de las ilusorias o peligrosas.
El objetivo es alcanzar un estado en que el mundo de la imaginación desaparezca y se revele el mundo de los significados puros, libres de materia. Esta meta se logra mediante el dhikr constante, hasta que se manifieste el Rememorado mismo y el acto de recordar desaparezca, porque ha sido reemplazado por la presencia directa. Ibn ʿArabī diferencia esta experiencia de la del sueño: la verdadera contemplación deja huella espiritual y alegría; el sueño, en cambio, deja vacío, remordimiento y deseo de perdón.
A medida que el retiro avanza, Dios pone a prueba al aspirante revelándole distintos mundos:
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El mundo mineral, donde el buscador debe descubrir los secretos de las piedras. Si se apega a este conocimiento, queda atrapado y alejado de Dios. Si persevera en el dhikr, pasará al siguiente nivel.
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El mundo vegetal, donde cada planta revela sus propiedades. Aquí también debe mantenerse desapegado, nutriéndose solo de lo que equilibre su estado corporal.
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El mundo animal, en el que los animales enseñan sus cualidades morales y su dhikr, que el buscador puede percibir como sonidos espirituales. Ibn ʿArabī aclara que en este punto todo lo que el viajero ve es una manifestación de su propio estado interior, pero al escuchar el dhikr de los seres, su percepción se vuelve más real, más profunda y más reveladora.
Después de esto, el buscador penetra en el mundo de la fuerza vital, donde comprende cómo esta energía se implanta en cada criatura según su disposición, y cómo actúa a través de ellas.
Más adelante, si no se detiene, le serán revelados los “signos superficiales”, y comenzarán a aparecer terrores y transformaciones intensas. Verá cómo lo denso se vuelve sutil y viceversa, en un proceso alquímico espiritual. Luego podrá experimentar la aparición de una luz de centellas múltiples, que le forzará a protegerse, no por temor, sino por el poder de esa intensidad.
Pero a pesar de la magnitud de estas experiencias, Ibn ʿArabī exhorta a no temer: persevera en el dhikr, no ocurrirá ninguna desgracia. Lo esencial no está en detenerse a contemplar los fenómenos, sino en mantenerse orientado a Dios, el Rememorado, más allá de toda imagen, símbolo o prueba.
Posteriormente, se le revela la luz de las estrellas ascendentes y la forma del orden universal, en cuyo marco aparece la ciencia del adab, la conducta espiritual adecuada para entrar, permanecer y salir de la Presencia Divina. Este conocimiento no es puramente moral, sino una sabiduría cósmica: cómo comportarse ante la Manifestación y la Ocultación de Dios, es decir, ante la dualidad aparente de Su presencia en el mundo. Ibn ʿArabī señala que todo lo que no se percibe como Manifestado, se revela como Oculto, reafirmando que la esencia es una, aunque sus formas se diversifiquen.
Luego, el viajero accede al conocimiento de los medios de recepción del saber divino, aprendiendo cómo preparar el corazón para recibirlo, cómo alternar entre los estados de contracción y expansión, y cómo proteger el corazón del "fuego" de la pasión o el ego. Todos estos procesos son circulares, no lineales, lo que indica que el camino espiritual es recurrente, en espirales de ascenso, no en trayectorias rectas.
Más adelante, se le abren los grados de las ciencias especulativas, donde se le revela la diferencia entre suposición e intuición verdadera, y el vínculo entre el mundo espiritual y el mundo material. Aparece aquí la infusión del Misterio Divino en el universo, y el motivo por el cual algunos abandonan el mundo exterior para dedicarse a este trabajo interior.
Si aún no se detiene, Dios le muestra el mundo de la belleza y la armonía, donde se manifiestan las formas santas, la delicadeza del aliento vital, y la ternura y piedad que irradian del orden divino. Este es el lugar de inspiración de los poetas, cuya visión procede del esplendor de la forma, mientras que los predicadores se alimentan del nivel anterior, más racional.
Luego viene la revelación del mundo del qutb —el polo espiritual—. Aquí todo lo visto antes pertenece al lado izquierdo del universo espiritual (el de la recepción pasiva o la sabiduría potencial), mientras que este nuevo desvelamiento corresponde al lado derecho, el del corazón y la emanación activa. El alma contempla los reflejos infinitos de la creación, la eternidad de las eternidades y el origen del ser. Se le otorgan la sabiduría divina, la autoridad sobre lo oculto y lo revelado, y la visión simbólica totalizante.
Pero incluso esto puede ser trascendido: si el buscador no se detiene, se le revela el mundo de la fiebre, la ira y el conflicto, donde se comprenden las raíces espirituales de la diferencia, la discordia y la diversidad formal del mundo. Y si sigue adelante, accede al mundo de la envidia y la verdad, donde se contempla el Rostro más perfecto de Dios, se accede a las tradiciones reveladas y a las verdaderas escuelas espirituales, ahora no como doctrinas separadas, sino como ornamentos divinos de una sola sabiduría, todos amándose entre sí en su esencia.
Mundo de la serenidad
El mundo de la serenidad, la dignidad y la firmeza, donde se manifiestan los ardides divinos, los enigmas y los secretos escondidos. A esto le sigue el mundo de la barbarie, el desamparo y la tribulación, que paradójicamente Ibn ʿArabī llama el cielo más elevado, porque en él desaparece toda pretensión, toda autosuficiencia, y el alma queda totalmente a merced de Dios.
Luego vienen las visiones del Jardín y del Infierno, no como lugares fijos sino como estructuras dinámicas: grados ascendentes de placer que se entrelazan y grados descendentes de castigo que se funden entre sí. El alma contempla la justicia divina manifestada en los actos que conducen a cada morada.
A esto le sigue la revelación de un santuario de espíritus absortos en la Visión de Dios, sumidos en el éxtasis y la embriaguez espiritual. El buscador siente la atracción de ese estado, pero si no se detiene, es llevado aún más lejos: una luz le muestra su propio ser, y nace un profundo arrebato amoroso, una felicidad con Dios jamás antes conocida, ante la cual todo lo anterior palidece.
Después, el alma contempla la forma original de los hijos de Adán, libres de todo velo. Reconoce su propia forma entre ellos, y escucha una plegaria especial que le revela el tiempo espiritual exacto en el que se encuentra.
Aún más allá, se le muestra el Trono de la Piedad (sarīr al-raḥmāniyya), que abarca todo lo conocido y lo aún no conocido. En él, el alma ve su lugar, su rango, el Nombre Divino que la rige, y su parte en el conocimiento y la santidad. Todo lo que ha vivido se encuentra contenido allí.
Posteriormente, se le revela la Escritura Primordial, el Primer Intelecto, y la figura del ángel al-Nuni, el que porta los trazos del conocimiento divino. Luego, contempla al que mueve la Pluma, identificado con la mano derecha de la Verdad, que registra y da forma al decreto eterno.
Si el alma no se detiene ni siquiera ante esto, experimenta la aniquilación total: es erradicada, retirada, destruida, aplastada, extinguida. Este es el fanāʾ último: la disolución completa de la individualidad en la Realidad divina.
Retorno desde la aniquilación
Tras haber recorrido todos los mundos y alcanzado el punto más alto de disolución en Dios, el viajero regresa. Este retorno no es un retroceso, sino una forma superior de sabiduría activa: el retorno hacia la creación con conocimiento, compasión y guía. Es el tránsito del fanāʾ al baqāʾ (subsistencia en Dios).
Ibn ʿArabī señala que este regreso depende del camino recorrido, y que cada buscador hereda una Palabra —es decir, una forma de manifestación divina— y con ella una conexión espiritual con un profeta: Moisés, Abraham, Jesús, Noé, Ismael, Isaac, Aarón, Sem, y especialmente Muhammad. Quien hereda una Palabra, hereda también la función espiritual de ese profeta, y se convierte en un heredero del conocimiento.
Aquellos que han completado el viaje y regresan son llamados waqif (el que se detiene o se mantiene en estación). Estos pueden dividirse entre los que permanecen absorbidos (mustahlikūn) en la contemplación sin retorno, y los mardūdūn, los que vuelven a la creación con una misión. Estos últimos son considerados superiores —cuando se hallan en el mismo nivel— porque además de haber alcanzado la unión, retornan al mundo con conocimiento operativo y sabiduría activa.
Entre los que regresan hay dos tipos:
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El ‘ārif (gnóstico), que regresa por sí mismo, no por mandato, y continúa perfeccionándose por otra vía distinta a la que ya recorrió.
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El ‘ālim (sabio), que es reenviado a la creación con un mensaje para los demás. Él es un heredero profético, un guía que no habla por sí mismo, sino por la Palabra que se le ha confiado.
Ibn ʿArabī señala que no todos los que buscan a Dios ni todos los herederos se hallan en el mismo grado. Aunque todos se reúnen bajo la llamada divina, hay jerarquías espirituales, como se indica en el Corán (2:253): "Hemos hecho que algunos de nuestros mensajeros superen a otros."
Entre los herederos, Ibn ʿArabī distingue a los sufíes, que son adeptos de diferentes grados según la Palabra que han heredado, y a los Malamiyya, considerados la élite espiritual, herederos directos del legado del Profeta Muhammad. Los Malamiyya se caracterizan por su permanencia (baqāʾ) en Dios y por vivir las realidades espirituales sin manifestarlas externamente, en humildad absoluta. No todos los herederos ni todos los buscadores están en el mismo nivel; Dios eleva a unos por encima de otros, tal como lo expresa el Corán (2:253).
Respecto a los modos de dirigirse a Dios, Ibn ʿArabī describe varias “puertas” desde las cuales los herederos y gnósticos pueden llamar a la Divinidad. La primera es la puerta del fanāʾ en la realidad de la servidumbre (ʿubūdiyya), donde el buscador se aniquila totalmente como esclavo ante su Señor. Luego está la puerta de la atención a la servidumbre, marcada por la humildad, la necesidad y la dependencia total. Una tercera vía es la puerta de la atención a la naturaleza Piadosa de Dios (al-Raḥmāniyya), desde donde se llama con ternura y compasión. La cuarta y más elevada es la puerta de la atención a la naturaleza Divina (al-Ilāhiyya), donde el llamado se hace desde la manifestación absoluta del Ser, más allá de atributos, representando la estación más sublime de la cercanía divina.
El santo y el profeta
Ibn ʿArabī insiste en que el objetivo del santo no es el mismo que el del profeta. Aunque ambos comparten la base de la realización divina, el profeta posee su luz propia por designio divino, mientras que el santo la recibe por don y asistencia. La superioridad, por tanto, no reside en el grado espiritual sino en el "aspecto", es decir, en la función y forma particular con que esa realización se expresa. Esta diferencia de "aspecto" se repite en todas las estaciones del camino espiritual: aniquilación (fanāʾ), subsistencia (baqāʾ), unión, separación, armonía o discordancia.
Además, todo santo, según Ibn ʿArabī, recibe su saber a través del espíritu del profeta cuyo camino sigue, ya sea que lo sepa conscientemente o no. Cuando un santo dice “Dios me dijo”, en realidad habla desde la naturaleza espiritual del profeta cuya Palabra ha heredado. Esta enseñanza señala la mediación profética permanente, incluso cuando el receptor no la reconozca como tal. Es un misterio sutil que no puede desarrollarse en su totalidad en un tratado breve como el presente, afirma el autor.
Dentro de la comunidad del Profeta Muhammad, existen santos que heredan doctrinas espirituales de otros profetas —como Moisés o Jesús—, pero lo hacen a través de la Luz de Muhammad, no de forma directa desde aquellos. Es decir, toda verdad profética está contenida en el sello de la profecía, y toda santidad posterior está subordinada a esa luz muhammadiana. Por ello, si un santo muere invocando a Moisés o a Jesús, no debe interpretarse como apostasía, sino como una manifestación de su conexión espiritual profunda con esos profetas, canalizada siempre a través de Muhammad.
El qutb pertenece directamente al corazón de Muhammad, y existen santos que se relacionan con el corazón de otros profetas, como Jesús, Moisés o Abraham. Esta información, advierte Ibn ʿArabī, debe permanecer reservada a los iniciados, ya que revela una cartografía secreta del mundo espiritual.
Muhammad, aun antes de su nacimiento físico, otorgó a todos los profetas sus posiciones en el Mundo de los Espíritus. Así, todos los enviados y santos beben de su luz espiritual, incluso los anteriores a él en el tiempo. Por eso, los santos de su comunidad comparten con los profetas un canal directo de transmisión divina, lo que se confirma en el hadiz que dice: “Los sabios de esta comunidad son como los profetas de los Hijos de Israel”. También se afirma en el Corán (22:78) que esta comunidad ha sido hecha testigo de la humanidad, y (16:89) que en cada comunidad hay un testigo interno. De allí que Ibn ʿArabī concluya exhortando al buscador a dirigir su himma —su intención y esfuerzo espiritual— exclusivamente hacia el legado total de Muhammad, como fuente suprema de conocimiento, realización y guía.
El verdadero sabio
La naturaleza del verdadero sabio y del momento espiritual, consiste en tratar cada situación conforme a lo que requiere, sin confundir los niveles del ser ni los tiempos del alma. Este es el estado del Profeta Muhammad, quien —a pesar de su cercanía máxima a Dios ("a dos arcos o menos")— pudo caminar entre su gente sin que su experiencia mística lo apartara de su humanidad ni lo hiciera ostentoso. A diferencia de Moisés, cuya experiencia profética iba acompañada de señales visibles, Muhammad no fue marcado externamente, y por eso muchos no creyeron en su ascensión.
Todo buscador espiritual, sostiene Ibn ʿArabī, atraviesa necesariamente por estados de fusión entre mundos y la experiencia de lo extraordinario. Sin embargo, el paso del impacto místico al discernimiento sabio y estable en la vida ordinaria es un secreto que debe ser alcanzado personalmente. Esta sabiduría se manifiesta cuando el buscador, aún en lo cotidiano, se relaciona con acontecimientos extraordinarios sin aferrarse a ellos. Así, su plegaria constante será: “Señor, dame más conocimiento”, y cada aliento se volverá receptáculo del influjo divino.
El Momento —al-waqt— es una categoría central aquí. Es el tiempo espiritual real, cargado de presencia divina, que puede durar desde una hora hasta toda la vida, dependiendo del estado del alma. Hay quienes no tienen “Momento” porque están dominados por su naturaleza animal y, por tanto, no tienen acceso al conocimiento espiritual ni al mundo invisible. Solo quien está “pendiente del aliento” —vigilante, recogido y receptivo— tiene dominio sobre el tiempo y puede vivir en profundidad cada instante como revelación. En cambio, quien se orienta solo por el calendario (las horas, los días, los años) pierde la profundidad del aliento, que es donde se da la verdadera vida del espíritu.
Además, Ibn ʿArabī recuerda que la revelación de los secretos divinos no ocurre si el corazón está apegado a lo mundano, ya sea en lo visible o incluso en lo invisible. La puerta del conocimiento de Dios no se abre mientras el alma esté aferrada a sus propios deseos o perturbaciones.
Arabi también establece una clara distinción entre el devoto y el aspirante sin preparación: quien cumple la Ley Sagrada (Sharía) con la única intención de alcanzar el Paraíso es un servidor obediente. Pero quien, sin preparación ni disciplina, pretende ir más allá de la devoción buscando realidades espirituales superiores, fracasa. Su himma (intención y energía interior) es débil, como la de un enfermo sin fuerzas, y su aspiración resulta baldía. Para alcanzar la perfección, dice Ibn ʿArabī, se requiere himma verdadera, preparación rigurosa, y algo más: la gracia y el discernimiento, sin los cuales el viaje interior se vuelve ilusorio.
Esencia de la realidad
Ibn ʿArabī concluye su tratado diciendo que la experiencia más alta del camino espiritual: cuando el buscador alcanza la esencia de la Realidad (ḥaqīqa) y se disuelve toda intención personal (himma), ya no queda voluntad ni búsqueda, porque todo deseo ha sido absorbido por la presencia de la Verdad. En este estado, el alma ya no busca por necesidad, sino que se halla en un estado continuo de arrobo y contemplación, pues los velos han caído y la Verdad se manifiesta directamente, de forma inmediata y sin mediaciones.
Este grado último no tiene límite: quien lo alcanza comprende que “no puede ser de otra forma”, porque todo lo que existe está sostenido por Dios, y todo lo que aparece, en el fondo, es Él mismo, en sus múltiples rostros. Aunque Dios es Uno en esencia, se revela infinitamente en sus aspectos, y cada una de estas manifestaciones —que Ibn ʿArabī llama “vestigios en nosotros”— es una huella de lo Real inscrita en la multiplicidad del mundo.
Y sin embargo, incluso quien ha llegado a este estado permanece sediento, nunca satisfecho del todo, pues el conocimiento de Dios es eterno e inagotable. El conocedor siempre teme y desea a la vez, anhelando avanzar más profundamente en Él sin fin. Este movimiento perpetuo es lo que sostiene la verdadera vida espiritual: el deseo de conocer más allá de lo conocido, y la humildad de no poseer nunca la totalidad de lo divino.
Así cierra Ibn ʿArabī su obra, con una llamada a que, según esta visión, trabajen los que buscan, discutan los que debaten, y vivan los que han sido llamados. Termina con una súplica de bendiciones sobre el Profeta Muhammad —el maestro supremo y sello de la profecía— y sobre su familia y compañeros, y alaba a Dios, Señor de todos los mundos, reconociendo que todo conocimiento, todo sendero y toda realización, en último término, conduce a Él.
Conclusión
Ibn ʿArabī nos revela que el verdadero viaje no es hacia un lugar, sino hacia la disolución del yo en la inmensidad de lo Real. Cada estado, cada visión, cada conocimiento no es más que un reflejo de la Unidad infinita que se oculta tras la multiplicidad. Al final, no se trata de alcanzar algo, sino de ser alcanzado, de dejar de buscar para ser absorbido por aquello que siempre estuvo presente: una Verdad que no puede poseerse, pero que transforma al que se entrega con humildad, silencio y amor.