El Libro III del Coloquio de los siete de Jean Bodin es una travesía fascinante por los abismos del alma, los cielos de la teología y los laberintos de la filosofía. En este episodio del diálogo, los personajes se enfrentan a uno de los temas más inquietantes de la tradición religiosa y metafísica: ¿de dónde proviene el mal? ¿Qué son realmente los demonios y los ángeles? ¿Y qué nos espera después de la muerte? Entre visiones hebreas, cristianas, musulmanas y paganas, Bodin despliega una sinfonía de voces que discuten con pasión y erudición sobre la resurrección, la inmortalidad y la justicia divina. Este libro no solo problematiza las creencias más arraigadas, sino que también nos obliga a mirar con ojos nuevos lo que solemos aceptar sin cuestionar: el destino último del ser humano.
Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas
LIBRO III
Las alegorías
La conversación se adentra en terrenos más profundos: el grupo retoma una lectura del Fedón de Platón, en el punto donde se describe el juicio de las almas por parte de demonios tras la muerte.
Coronaeus, sorprendido por la complejidad del texto, se pregunta por qué los antiguos griegos y hebreos velaron su sabiduría en un lenguaje tan críptico. Recuerda que desde Esopo hasta los filósofos más antiguos —Pitagóricos, órficos y herméticos— usaban símbolos, alegorías y "palabras de oro" para transmitir su pensamiento, una práctica que también encuentra eco en las escrituras sagradas.
Octavius interviene citando a san Agustín, quien advertía sobre el peligro de tomar los símbolos como si fueran la realidad misma, y resaltaba el valor de la escritura sagrada para albergar múltiples niveles de interpretación. Fridericus, en cambio, se muestra más crítico y sostiene que la oscuridad en el lenguaje puede ser un defecto, incluso en libros sagrados como el Apocalipsis. Se pregunta si el mismo autor del texto sería capaz de explicar su contenido, aludiendo también a la crítica que filósofos paganos como Porfirio y Juliano el Apóstata hicieron contra las escrituras hebreas y cristianas.
Coronaeus intenta matizar este juicio, señalando que incluso Juliano, a pesar de ser un "transgresor" del cristianismo, no condenó un texto de Basilio sin antes leerlo detenidamente. Curtius agrega una razón más práctica: los antiguos ocultaban sus enseñanzas por respeto a su contenido y para evitar que la sabiduría fuera profanada por los indignos. Evoca a Lysis el pitagórico y a Porfirio, quien acusaba a Plotino de haber violado juramentos al revelar los secretos de Ammonio. Incluso Platón, afirma, mandó a quemar algunas de sus cartas más místicas.
Senamus toma una posición más escéptica: para él, la oscuridad muchas veces sirve para impresionar y ocultar la falta de contenido real. Compara esto con los comerciantes que usan jerga incomprensible para encubrir fórmulas inútiles. Menciona a Heráclito como ejemplo de oscuridad deliberada, y señala que incluso Platón escribió pasajes tan confusos que ni él mismo los habría podido explicar. Acusa a los egipcios de ocultar absurdos bajo jeroglíficos, y cita a Lucilio, quien decía no querer ser leído ni por los sabios ni por los ignorantes.
Salomon interviene para diferenciar a los sabios verdaderos de los sofistas: la ocultación de la sabiduría tenía un propósito religioso y ético. Cita al rabino Maimónides, quien suplicaba que no se divulgaran los secretos sagrados ante los profanos. Pero Senamus insiste: ¿qué pasa cuando la oscuridad no ilumina, sino que lleva al error? Menciona que incluso los textos bíblicos alegóricos, como los Proverbios, pueden generar confusión o interpretaciones ofensivas —por ejemplo, el verso que dice que “el mal del hombre es preferible a la bondad de la mujer”—, que ha alejado a muchas mujeres de la lectura de las escrituras.
Salomon, desde su rol como sabio hebreo, explica que el uso de alegorías es esencial para comprender los libros sagrados. Señala que términos como "ra" (mal) y "tov" (bien) no solo designan lo ético, sino también lo estético: lo deforme frente a lo bello. Con ello introduce la idea de que ciertas afirmaciones misóginas de las Escrituras no pueden tomarse literalmente, como aquella que dice que "la maldad del hombre es preferible a la bondad de la mujer". Esta debe entenderse en clave simbólica: la mujer representa alegóricamente al cuerpo, la materia, lo pasivo; el varón, en cambio, representa la forma, el alma, lo activo. Así, la lucha entre espíritu y cuerpo, entre intelecto y deseo, se expresa mediante estas imágenes aparentemente misóginas.
Para Salomon, el lenguaje críptico de las Escrituras responde a una jerarquía del conocimiento. Así como solo el sumo sacerdote accedía al Santo de los Santos, así también ciertos saberes —como la Cabalá o los misterios naturales descritos en el carro de Ezequiel— están reservados para los más sabios. Se apoya en el texto de IV Esdras para mostrar que Dios quiso que algunas cosas fueran de conocimiento común y otras solo para los sabios. Esta distinción no es arbitraria: busca proteger la santidad de lo revelado, evitar la vulgarización de lo divino y preservar la reverencia.
Senamus, sin embargo, adopta una postura crítica y escéptica. Cree que el exceso de simbolismo puede resultar más dañino que útil, porque oscurece la verdad, aleja a los bien intencionados y da argumentos a los impíos para rechazar la fe. Acusa a los sabios de ocultar conocimientos útiles bajo la excusa de protegerlos. Menciona como ejemplo la historia del árbol del conocimiento del bien y del mal: si Dios no quería que el hombre alcanzara sabiduría, ¿no es eso una muestra de envidia divina? Señala también que Porfirio —filósofo neoplatónico hostil al cristianismo— rechazó el valor del fruto prohibido precisamente porque no entendía su sentido.
Salomon responde con una defensa apasionada de la sabiduría como don divino. Retoma la fábula de Esopo del tesoro oculto en la viña: aunque los hijos no encontraron oro, al trabajar la tierra encontraron abundancia. Así también sucede con las Escrituras: su lectura asidua y contemplativa produce frutos de sabiduría, salud y virtud. Dios no impide al hombre alcanzar la vida eterna, sino que lo desafía a buscarla. Cita pasajes del Eclesiastés, Proverbios y los Salmos para mostrar que el verdadero tesoro es la sabiduría. También menciona que el árbol de la vida se interpreta como símbolo de la sabiduría, y que incluso en las advertencias más duras (“no busques”) se esconde una invitación implícita: el alma humana desea con más vehemencia aquello que se le prohíbe.
El pasaje termina con Senamus expresando su persistente perplejidad ante la alegoría del árbol y la serpiente, imagen emblemática del Génesis que articula muchas de las preguntas planteadas en el diálogo: ¿es deseable el conocimiento? ¿Dios lo ofrece o lo restringe? ¿El lenguaje alegórico esclarece o confunde? El contraste entre Salomon y Senamus encarna las dos almas del Colloquium: la fe en el poder revelador del símbolo, y la sospecha ilustrada ante todo lo que se oculta tras velos de misterio.
Salomon responde inicialmente al escepticismo de Senamus reconociendo que la alegoría del árbol no era comprendida por los intérpretes griegos y latinos, aunque algunos hebreos sí conocían su significado oculto. Sin embargo, afirma que tal conocimiento solo es útil si Dios mismo abre la mente a su comprensión. Aquí se establece una distinción entre saber erudito y sabiduría espiritual.
Fridericus plantea una advertencia importante: el riesgo de que al interpretar todo alegóricamente se conviertan los hechos históricos en meras fábulas. Octavius responde irónicamente, poniendo en duda que hubiera existido una conversación literal entre una mujer y una serpiente, dado el odio instintivo entre ambos. A partir de esto, cita a san Pablo (“la letra mata, el espíritu vivifica”) para defender la interpretación espiritual por sobre la literal.
Salomon, desde su tradición hebrea, explica que los textos sagrados contienen distintos niveles: algunos históricos, otros alegóricos. Ejemplifica con la expulsión de Agar y su hijo, interpretada como una lucha entre la razón (Sara) y el deseo (Agar), en donde el pecado debe ser expulsado. La obediencia del alma (Agar) a la razón, bajo el influjo del intelecto agente (el ángel), es símbolo del alma gobernada por la razón.
A partir de aquí, Salomon explica que incluso el hablar de Dios a los hombres debe entenderse muchas veces como sueños o visiones, y que sólo Moisés recibió revelación de forma directa y despierto. La revelación, dice, tiene distintos niveles: lo básico es accesible a todos (como los mandamientos); los misterios naturales (la Cabalá), sólo a los más sabios; y lo más elevado, como la visión del carro de Ezequiel, sólo a los elegidos.
Senamus plantea la objeción de que ese conocimiento oculto puede ser peligroso, pues impide que muchos se acerquen, y provoca el desprecio de los impíos. Salomon responde con la fábula de Esopo: un padre dice a sus hijos que hay un tesoro en la viña; al buscarlo, sin hallarlo, limpian la tierra y obtienen una cosecha abundante. Así también ocurre con los textos sagrados: aunque no comprendamos todo de inmediato, el esfuerzo da frutos. Cita a David para apoyar la lectura constante de las Escrituras como medio para acercarse a Dios.
Senamus, todavía escéptico, objeta que la historia del árbol del conocimiento y del castigo divino parece más una parábola sobre la represión del saber que una enseñanza divina. Salomon replica que el relato busca provocar el deseo de conocimiento a través de la prohibición, no reprimirlo. Lo que Dios realmente quiere es que el hombre se eleve a la sabiduría, pero a través del temor y la obediencia. La sabiduría, la prudencia y el conocimiento —dice— vienen sólo de Dios.
El diálogo cambia entonces hacia la interpretación de textos que mencionan a los “hijos de los cuervos”. Salomon aclara que en hebreo esto no se refiere a cuervos reales, sino a seres injustos o malignos (como “hijos de sangre” o “hijos de profetas” significan, respectivamente, asesinos o profetas). Esta precisión filológica ayuda a reinterpretar pasajes que antes parecían misteriosos o mal traducidos.
Coronaeus y Curtius intervienen con argumentos filosóficos: Dios puede conocer todas las cosas sin ayuda, pero el uso de ángeles y demonios como intermediarios vuelve más admirable su gobierno del mundo. Salomon añade que los ángeles actúan como guías y correctores del pensamiento humano, mientras que los demonios ejecutan los castigos divinos. Por eso hay advertencias sutiles (un susurro, un tirón en la oreja, un sueño), y si no se escuchan, se permite que el demonio castigue. Cita varios pasajes bíblicos para ilustrar esta acción de los demonios como ministros del juicio divino.
Finalmente, Toralba y Salomon aclaran el malentendido sobre los cuervos y su supuesto abandono de las crías, mostrando que se trataba de una lectura equivocada del hebreo. El ejemplo sirve para ilustrar cómo una interpretación errada puede desviar el sentido teológico y moral del texto.
Interpretación bíblica
Salomon inicia explicando por qué se menciona en los Salmos que Dios da alimento al león, una bestia feroz, en lugar de a animales útiles como las ovejas. La intención alegórica, sostiene, no está en la utilidad del animal sino en el simbolismo espiritual. Cita Job y los Salmos, mostrando cómo la tradición hebrea y sus intérpretes usan metáforas animales para referirse a seres espirituales como los demonios. Así, los "cuervos" y los "cachorros de león" representan entidades demoníacas o castigos que sólo actúan con el consentimiento divino.
Luego interpreta un pasaje de Proverbios donde se afirma que los cuervos arrancarán los ojos del que se burla de su padre. Salomon sostiene que este "ojo" no se refiere literalmente a la visión física, sino a la mente o razón —la capacidad de conocer— y que el "padre" representa a Dios, mientras que la "madre" representa a la naturaleza. Por tanto, quien desprecia a Dios y a las leyes de la naturaleza es castigado con la ceguera del alma. Se refiere a Bileam (Balaam), profeta pagano que, según los intérpretes caldeos, veía con un solo ojo como símbolo de clarividencia.
Senamus, con tono crítico e irónico, responde que si los demonios negros pueden representarse con cuervos, entonces podrían hablarse de “demonios blancos” aludiendo a los cisnes. Se burla de la lógica de las correspondencias simbólicas de color y especie.
Octavius responde que si bien muchos autores, antiguos y modernos, han representado a los demonios como figuras negras, lo que realmente importa es que se asemejan a los cuervos por su vinculación con cadáveres y su aparición en contextos de muerte, como cementerios, tumbas o cadáveres robados. Retoma el tema tratado previamente sobre los demonios que rodean los cuerpos de los muertos y cómo estos pueden usarse para copulación diabólica o brujería.
Fridericus, apoyándose en San Agustín, en el Malleus Maleficarum y en autores contemporáneos como Franciscus Picus, refuerza la realidad de la copulación entre demonios y humanos, afirmando que existen muchos testimonios de brujas que lo han confesado. Relata historias escabrosas de sacerdotes quemados por mantener relaciones con demonios y sacrificar infantes. Vincula esto con relatos antiguos de canibalismo y embriones devorados.
Curtius aporta un dato de Pausanias sobre una ley cretense que castigaba con ejecución a los cadáveres de hombres que habían mantenido relaciones con mujeres poseídas. Esto apoya su afirmación de que los demonios que abusan de cuerpos y se aparecen como cuervos están ligados a lo fúnebre y negruzco.
Octavius concluye que tiene sentido que los demonios sean llamados “cuervos” no solo por su color, sino por su hábito de frecuentar cuerpos sin vida.
Salomon eleva la discusión a un plano hermenéutico bíblico: afirma que en las Escrituras, los etíopes (pueblo de piel negra) son identificados con demonios en pasajes donde los setenta intérpretes (la Septuaginta) tradujeron palabras hebreas con ambigüedad (como 'ayyim o 'ayam). Señala que nombres como Leviatán y Behemot se usan para designar a los líderes de los demonios: el primero vinculado a la destrucción espiritual, y el segundo a la destrucción física. Menciona cómo los profetas Ezequiel, Isaías y Esdras representan a estos seres en forma de monstruos marinos y serpientes, cuya función es castigar a los impíos.
Curtius sugiere que Orfeo y Ferecides ya habían identificado a Leviatán como una serpiente arquetípica, vinculada con Asclepio (dios de la medicina representado por una serpiente). Así, el símbolo adquiere connotaciones tanto de castigo como de sabiduría y sanación.
Finalmente, Senamus, escéptico como siempre, concluye diciendo que todo esto está bien… “si se puede demostrar”.
El Leviatán
Octavius, representante del catolicismo más filosófico y abierto, afirma que las verdades ocultas de la filosofía sagrada y de los oráculos divinos le resultan más confiables que las demostraciones matemáticas de Euclides. Esta afirmación pone en valor la teología revelada por encima de la razón formal.
Toralba, representante del humanismo naturalista y racional, matiza diciendo que en cuestiones tan difíciles y alejadas de la comprensión común, no se debe buscar la sutilidad lógica, sino confiar en las enseñanzas de los sabios que han buscado los secretos de Dios.
Coronaeus, defensor del cristianismo tradicional, señala que no están hablando sobre las jerarquías angélicas ni sobre los “almacenes” de demonios que autores como Dionisio Areopagita o Johann Wier describen —no siempre con sensatez.
Salomon, que representa la tradición judía, interviene para declarar que no pretende afirmar nada con certeza en estas materias tan oscuras, y recuerda que Dios es el único que creó tanto a los ángeles como a los demonios. Aclara que así como hay dos serafines cercanos a Dios para distribuir luz, vida y premios, hay también dos ángeles opuestos: Leviatán y Behemot, que son como magistrados supremos encargados de los castigos: guerras, pestes, destrucción, ruinas y toda clase de calamidades naturales. Pero —subraya— todo eso ocurre por decreto divino, y no por malicia autónoma de los demonios. Cita a Proverbios para ilustrar que no se debe acusar al sirviente en presencia del amo: los demonios solo ejecutan órdenes. Así, cada hombre debe mirar su propia culpa.
Fridericus, siempre interesado por lo anecdótico, cuenta que en una región de Maguncia un demonio disfrazado de cantero provocó incendios durante tres años hasta que reveló que el causante del castigo era un solo hombre. Ese hombre fue expulsado del distrito, pero dondequiera que se alojaba, su nuevo hogar ardía también. Así se destruyó toda la zona.
Salomon responde con una crítica más teológica: es peor temer a los demonios que adorarlos, y ambas cosas son pecados. Explica que la creencia en Beelzebub como príncipe del mundo llevó a la herejía de los maniqueos, quienes afirmaban la existencia de dos principios opuestos, uno bueno y otro malo. Para refutar esto, recuerda que Dios dijo a Faraón que su poder se mostraría en la tierra. También, que Leviatán fue creado para burla. Todo lo que los demonios destruyen, Dios lo regenera con más fuerza: los israelitas se multiplicaban más cuanto más eran oprimidos, como símbolo de la fertilidad divina que supera al poder demoníaco.
Cita a Isaías: “¿Cómo has caído del cielo, Lucifer, hijo de la aurora?”, interpretándolo como una descripción alegórica de Leviatán, el primer hijo de la muerte, o príncipe de la corrupción. Según Salomon, Lucifer es el primer corruptor porque la privación (oscuridad, sombra) precede a la plenitud (luz, sol), así como el alba precede al día. No es digno de Dios destruir ciudades o reinos; eso corresponde a sus lictorios, es decir, a demonios subordinados. También aclara que Lucifer (o Leviatán) no puede afectar a los ángeles o las estrellas del cielo, ya que ha sido arrojado al abismo (el mar, los ríos, o la región inferior del mundo). Cita a Job, Ezequiel e Isaías para sostener que Satanás solo circula por la tierra, no por el cielo.
Curtius, con su formación clásica, añade que los antiguos griegos simbolizaban esto diciendo que Juno, diosa del aire, impedía que las Furias ascendieran al cielo. Así explicaban que los demonios caen con rayos y truenos, corrompiendo el mundo sublunar.
Coronaeus pregunta entonces: ¿cuándo llegará la “soledad del mundo elemental”? Es decir, ¿cuándo llegará su fin?
Salomon, prudente, dice que esa respuesta está en manos del misterio divino. Sin embargo, conjetura que, así como la tierra tiene cada siete años un año sabático, tras seis mil años vendrá un tiempo de descanso del mundo elemental. Señala que incluso Alejandro Magno y Julio César respetaron esta tradición entre los judíos, eximiéndolos de impuestos en esos años sagrados.
Explica también que en el mes segundo (llamado “Bui” en caldeo) se producían todas las lluvias y crecidas de aguas. Del mismo modo, tras siete veces siete años venía un gran jubileo. Entonces, concluye, tras siete veces siete mil años, se renovarán todas las cosas y los astros volverán a su lugar original, cerrando así un gran ciclo cósmico. Cita a Isaías (“Habrá un nuevo cielo y una nueva tierra”) y a David (“Tú eres el mismo y tus años no tienen fin”), además del Eclesiastés (“No hay nada nuevo bajo el sol”).
Octavius conecta estas ideas con las creencias de Orígenes y Cesáreo de Nazianzo, quienes sostenían que el mundo sería destruido y renovado. Señala que incluso algunos autores islámicos (a los que llama “ismaelitas”) creían que la corrupción universal del mundo será derrotada al final, y la misma muerte morirá.
Fridericus, en tono más científico, señala que los hebreos manejaban un ciclo cósmico de siete mil años, y uno aún mayor de cuarenta y nueve mil años (siete veces siete mil), vinculado con las órbitas de las estrellas fijas y la gran vuelta astronómica. Esa idea —dice— fue descubierta solo recientemente, aunque ya estaba en los textos sagrados.
Salomon concluye que aunque los sabios griegos y caldeos creyeron que había solo ocho o nueve esferas celestes, los textos sagrados revelan que hay diez, como lo indica el versículo: “Los cielos son obra de tus dedos” (los diez dedos = diez cielos), así como las diez cortinas del tabernáculo.
Finalmente, Senamus, siempre escéptico, advierte que si se dice que Dios creó a Leviatán como principio de corrupción antes que la luz misma, entonces habría que admitir que Dios es autor del mal, lo cual sería contradictorio. Cita una regla lógica aristotélica: “la causa de la causa es causa del efecto”.
Origen del mal
Salomon, retomando su posición como representante del saber hebreo, señala que el conocimiento verdadero sobre los cielos —es decir, sobre las estructuras celestes o esferas astronómicas— estaba oculto para caldeos, egipcios y astrólogos. A diferencia de los filósofos antiguos como Pitágoras, Platón, Aristóteles, Ptolomeo o Hiparco (quienes sostenían que había ocho o nueve esferas), los textos sagrados hablan, mediante alegorías como “los cielos son obra de tus dedos”, de diez cielos. Este simbolismo con los dedos (diez) y las cortinas del tabernáculo reafirma que los más altos misterios están cifrados en las Escrituras.
Senamus, siempre escéptico y racional, advierte un problema teológico: si Leviatán fue creado por Dios como príncipe de la corrupción y la muerte desde el principio (incluso antes que la luz), entonces Dios sería causa del mal, y eso lo convertiría en autor del mal, lo que resulta inadmisible desde el punto de vista de la teodicea. Cita una regla lógica: la causa de la causa es causa del efecto.
Fridericus, que suele citar la tradición teológica cristiana, recuerda que según los antiguos teólogos cristianos y los textos de Isaías y el Apocalipsis, Lucifer (Satanás) fue expulsado del cielo con una tercera parte de los ángeles. Jesús mismo dice que vio a Satanás caer como rayo (Lc 10:18), lo cual fue interpretado como el origen del mal entre los hombres.
Octavius reconoce que incluso San Agustín dudaba mucho sobre este tema. Aunque finalmente definió el mal como privación del bien, en algún momento recurrió a fuentes como Orfeo, Ferécides y Empédocles, quienes hablaban de una caída de los demonios celestes (como el serpiente Ophyoneus).
Salomon rechaza que el mal venga de la materia —como lo pensaba Platón— y apoya su visión con textos como Job 5:6 y Génesis 1:31, que afirman que de la tierra no sale la maldad y que todo lo creado era bueno. También recuerda que Dios dijo: “Yo hago la paz y creo la adversidad” (Isaías 45:7), lo que Salomon interpreta como que el mal no es una cosa, sino la privación de un bien, así como la oscuridad es la ausencia de luz.
Toralba respalda esto con argumentos metafísicos: la materia no tiene sustancia propia ni fuerza de acción, por lo tanto no puede ser causa de pecado. El mal no es una sustancia, sino una falta, una carencia del bien. El ejemplo es claro: si se quitan las columnas de un edificio, este se derrumba; del mismo modo, cuando el bien se retira, aparece el mal.
Octavius aclara que Agustín adoptó esta definición del mal para distanciarse de la herejía maniquea, que postula dos principios opuestos (bien y mal).
Senamus plantea un argumento lógico: si el mal es nada, quien hace el mal no hace nada y, por tanto, no merece castigo. Pero Curtius lo rebate con ironía: si quien no hace nada debe ser castigado por su inacción, entonces hacer el mal tampoco lo exime. Ambos están ironizando sobre los límites del castigo y la acción.
Toralba, refutando a Aristóteles, critica la idea de que el bien es finito y el mal infinito, pues si así fuera, el mal habría destruido ya al bien. Como solo Dios es infinito, el bien absoluto es infinito, y el mal es finito e incluso inexistente como entidad.
Salomon cita el Libro de la Sabiduría: “La maldad no vencerá a la sabiduría”, reafirmando que el bien prevalece. Senamus, sin embargo, señala la antigua paradoja: si toda virtud es un medio entre dos extremos viciosos, entonces está rodeada de más mal que bien.
Toralba refuta esto argumentando que las virtudes no pueden tener más contrarios que uno, porque ningún principio natural permite que dos cosas se opongan a una sola. Critica también que se pretenda que el mal es infinito, cuando toda cosa infinita es sin medio ni término.
Senamus insiste en que, si se elimina la noción del justo medio, se destruyen las virtudes morales. Pero Toralba le pregunta si no prefiere un hombre muy sabio a uno medianamente sabio, subrayando que en lo intelectual, los extremos son mejores, lo que rompe con la doctrina aristotélica del justo medio.
Fridericus concluye que es más peligroso ser medianamente justo que medianamente sabio, proponiendo así que el medio puede ser menos virtuoso en lo moral.
Coronaeus, recapitulando, advierte que no se puede caer en el error de admitir dos principios contrarios (uno del bien, otro del mal), ni hacer a Dios responsable del mal. Pero si los demonios hacen cosas malas —guerras, plagas, naufragios—, ¿cómo no decir que son malos?
Salomon responde con fuerza: no puede llamarse malo quien cumple fielmente los mandatos de Dios. Así como no se acusa al ejecutor de la justicia, tampoco se debe acusar a los ángeles o demonios por ejecutar castigos divinos.
Fridericus matiza: hay ciertos males que son permitidos por Dios como castigo; otros, como el adulterio o el robo, son males de privación, no de mandato divino.
Salomon introduce una distinción filológica crucial del hebreo: el verbo en hiphil indica más una permisión que una acción directa. Así, cuando II Reyes 24:1 dice que Dios incitó a David, I Crónicas 21:1 dice que fue Satanás. Lo que muestra que Dios permite que el mal ocurra cuando de él puede derivar un bien mayor, como enseña el ejemplo de José: “Ustedes pensaron mal contra mí, pero Dios lo encaminó a bien” (Génesis 50:20).
Toralba cita a Teofrasto, quien afirmaba que “lo primero y más divino quiere que todas las cosas sean buenas”. La maldad no es más que alejamiento del bien, no una sustancia ni una fuerza autónoma. Dios no se aleja de los malos; los malos se alejan de Dios. Como dice Platón, Dios es el bien supremo, causa de toda verdad y bondad, pero no de maldad. Porfirio concuerda: “Dios quiere que todo sea bueno, pero no quiere que nada sea malo”.
Coronaeus recuerda que Plutarco reprendió a Crisipo por afirmar que Dios encargaba a demonios las tareas malas. Pero Toralba explica que Crisipo no decía que fueran ministros malvados, sino verdugos justos, ejecutores de penas. Y cierra con la cita de Malaquías 3:11: “Yo reprenderé al devorador, para que no destruya el fruto de la tierra”.
Senamus, persistente en su crítica y escepticismo, lanza una objeción potente: si los demonios no son malos por esencia, ¿por qué las Escrituras y la tradición los llaman enemigos, acechadores, mentirosos y engañadores? Si están en la obediencia divina, ¿por qué esta caracterización tan negativa?
Fridericus intenta una respuesta conciliadora: si bien los demonios buscan la destrucción y corrupción, eso corresponde a su naturaleza y oficio; sin embargo, nada hacen sin la orden de Dios, o sin la autorización de los ángeles superiores. Se mantiene así la tesis recurrente en la obra: que los demonios ejecutan justicia más que sembrar el mal por sí mismos.
Senamus, con agudeza, cita a San Agustín, diciendo que incluso Dios habría inclinado la voluntad humana hacia el mal. Pero Fridericus responde que eso debe entenderse en el sentido de permiso divino, y no como acción directa de Dios, pues en muchas otras partes Agustín se esfuerza por alejar a Dios de ser causa de mal.
Salomon, volviendo a su tono profético y sapiencial, cita a Philo y a Isaías, afirmando que es una verdadera blasfemia acusar a Dios de ser autor del mal. Todo mal entendido como sustancia o cosa positiva sería incompatible con la pureza divina. Usa el ejemplo del piadoso rey Josías, quien murió joven para ser preservado de males peores. Su muerte no fue castigo sino protección.
Curtius respalda esto citando a Plutarco, quien decía que los buenos mueren antes por previsión divina, evitando futuros dolores.
Coronaeus, serio y reflexivo, critica a quienes dicen que Dios es autor del mal por el simple hecho de que lo permite o lo ordena. Rechaza la lectura literal de expresiones como “endurecer el corazón” o “cegar los ojos”, y sostiene que se refieren a la voluntad permisiva, no a un mandato directo de Dios. Cita las palabras divinas en los Salmos: “Tú no quieres la iniquidad”.
Octavius arremete contra pensadores como Plinio o Rabí Maurus, que veían al mundo y a la humanidad como esencialmente miserables, negando todo bien. Los acusa de no ver que el hombre ha sido hecho un poco menor que los ángeles, con dominio sobre todo ser vivo, y con dignidad inmensa.
Coronaeus propone cerrar la discusión sobre el bien y el mal, pero reconoce que aún queda una pregunta de fondo: ¿de dónde vienen tantos ángeles y demonios, si son mortales por naturaleza?, y si mueren, ¿quiénes ocupan su lugar?
Salomon responde desde el orden cósmico: así como en el ejército hay jerarquías, también las hay en los ángeles y demonios. Cita a Daniel, donde se habla del príncipe del reino de Persia y del arcángel Miguel como parte de una lucha celeste. Añade que el origen y destino de estos seres está fuera del alcance del intelecto humano.
Curtius señala que las Escrituras no mencionan explícitamente la creación de los ángeles, aunque algunos exegetas suponen que fueron creados junto con los cielos.
Fridericus sugiere que, si eso fuera cierto, los cuerpos celestes tendrían que tener naturaleza angélica o animal. A esto Toralba responde que sí la tienen, citando a Teofrasto y Alejandro de Afrodisias, quienes sostenían que los astros tienen facultades sensibles e intelectivas. Recuerda que Platón llama al sol un “animal eterno viviente” en el Timeo.
Senamus, escéptico como siempre, pregunta entonces por qué se distingue entre hombres y bestias, si los astros también serían animales.
Toralba distingue dos tipos de animales: los visibles e invisibles, los celestes e inferiores, unos racionales (estrellas, ángeles) y otros irracionales. Así, los astros serían animales racionales visibles, los ángeles racionales invisibles.
Salomon respalda esto desde el pensamiento hebraico y cita a Aben Ezra y Moisés Maimónides, que entendían “Shamayim” (los cielos) como naturaleza racional. Trae a colación pasajes bíblicos: “Los cielos narran la gloria de Dios”, “los astros lucharon contra Sísara”, “los que enseñan la justicia brillarán como estrellas” (Daniel), todo ello como prueba de la inteligencia de los astros.
Octavius agrega que el teólogo ismaelita Ibn Farid, junto con Origen, Diodoro y Giovanni Pico della Mirandola, enseñaban que los astros viven y están distribuidos en su hábitat como los animales en la tierra. Hiparco decía que las almas humanas son partículas del cielo por su capacidad de comprensión.
Senamus, aún escéptico, cuestiona si los cuerpos celestes comen, beben o tienen vida, y cómo pueden ser seres vivientes si no tienen alma o materia.
Curtius y Salomon responden que la verdadera vida celeste es intelectual y contemplativa. Dios no necesita comida, ni tampoco los seres que participan de su naturaleza. El alimento del alma es la contemplación del bien. Salomon menciona la existencia de un océano celeste, oculto a astrónomos y físicos, del que provino el diluvio, y que alimenta el orden universal.
Senamus insiste en la objeción de los peripatéticos árabes: si las inteligencias son sustancias separadas, ¿cómo pueden ser alma de los astros?
Toralba refuta con la idea tomista: las inteligencias no están separadas, sino unidas substancialmente a los cuerpos celestes. Si no lo estuvieran, el movimiento de los cielos sería violento, externo, lo cual es absurdo, pues su movimiento es constante y armónico. Esta constancia prueba que el alma del cielo es intrínseca y coesencial.
Salomon, cerrando el argumento, cita a Ezequiel, que vio las ruedas del cielo moverse por sí mismas “porque el espíritu de vida estaba en ellas”. Rebate así la idea aristotélica del cielo como movido externamente. Cita además el “firmamento de cristal”, identificado con el cielo acuoso superior, como morada de Dios. Añade que las almas provienen de esa región celestial, y las puras retornan allá; las manchadas por el pecado quedan adheridas a la tierra.
Concluye recordando que según Daniel, los que enseñan la sabiduría serán como estrellas. Y que para Filón, cuando se dice a Abraham que su descendencia será como las estrellas, no solo se refiere a la cantidad, sino a la naturaleza celestial de las almas.
Ángeles y demonios
Coronaeus, reflexivo y moderado, señala que el objetivo de toda esta discusión no ha sido condenar ni venerar sin juicio a los ángeles ni a los demonios, sino reconocer que si bien estos seres ejecutan castigos o auxilian a los hombres, no deben ser objeto de culto ni de temor absoluto, pues todo su poder depende de la voluntad y designio del Dios único, eterno y todopoderoso.
Salomon, con su erudición hebrea, reafirma que incluso las traducciones griegas de las Escrituras, como las realizadas por los setenta bajo Ptolomeo Filadelfo, usaron “daimonion” no como sinónimo de dios, sino para designar entidades espirituales subordinadas a Dios. Recuerda que el ángel Rafael ató al demonio en Egipto por orden divina, y que “los dioses de los gentiles son demonios” según los Salmos. Todo ello indica que los demonios no son libres ni autónomos, sino siervos —a veces castigadores— de un plan superior.
Senamus, escéptico hasta el final, pregunta cómo pueden ser castigados los demonios, si son incorpóreos. Y Toralba, con su estilo lógico y preciso, responde que si tienen alguna unión corporal, entonces pueden ser constreñidos, forzados y padecer. Y aunque sus formas no sangran ni mueren como los cuerpos humanos, pueden ser reducidos, limitados y humillados.
Curtius aporta un recuerdo personal: un demonio apareció en Toulouse, y aunque no hizo daño directo, sembró pánico con piedras y ruidos. Solo fue ahuyentado cuando se blandieron armas en el aire. Esto lleva a una reflexión sobre el poder ilusorio o indirecto de los demonios, que perturban sin destruir, y requieren algo más que fuerza física para ser vencidos.
Salomon aclara con cita directa del libro de Job: los demonios no temen al hierro ni al bronce, y no es la espada ni el humo lo que los expulsa, sino el poder divino. Así, cuando el demonio abandona a Saúl en presencia de Samuel, no es por un gesto humano, sino porque la presencia de lo sagrado lo pone en fuga. Y en cuanto Saúl se aleja del profeta, el demonio regresa.
Fridericus, con su tono racional pero abierto al misterio, observa que tanto los buenos como los malos parecen tener poder para expulsar demonios. Comenta que incluso algunos hechiceros y falsos devotos ―como los mahazini africanos― pueden realizar exorcismos y obtener el aplauso de las masas, pero señala (citando a Polycrates) que todo eso no es más que una estrategia demoníaca para simular una obediencia aparente y enredar a los hombres en la idolatría, la superstición y, finalmente, el castigo divino. Fridericus cierra con una composición poética en verso sáfico que retoma la visión antigua de un mundo poblado por jerarquías espirituales invisibles, donde los hombres, atrapados entre el ángel guardián y el demonio tentador, deben finalmente ser guiados por uno u otro hacia su destino eterno.
Esta poesía no es meramente decorativa, sino que encierra una teología completa del alma en medio del combate espiritual.
Senamus, sin perder su escepticismo, reconoce la idea de que los hombres justos ejercen un poder natural sobre los demonios, pero plantea una objeción numérica y lógica: si las almas de los justos se convierten en ángeles y las de los malvados en demonios, entonces, considerando lo escasos que son los buenos y la infinita multitud de los malvados, el número de demonios sería abrumadoramente mayor. Señala también la insuficiencia de esta tesis para explicar la magnitud del orden espiritual que, según se ha afirmado, necesita de millares de ángeles y demonios para custodiar provincias, pueblos y elementos. Es un argumento fuerte, que recuerda el estilo de los escépticos académicos: pedir una coherencia lógica y cuantitativa en el sistema propuesto.
Octavius, en un tono de sabio intermedio entre lo filosófico y lo teológico, responde con la autoridad de Platón, señalando que ya en el Crátilo se sostenía que los hombres buenos se convierten en demonios al morir, es decir, espíritus mediadores entre dioses y humanos. Fridericus respalda la idea con el testimonio de Tertuliano, quien —aunque cristiano— adoptó el esquema platónico, diferenciando simplemente entre daemones mali y boni, o ángeles y demonios, según su orientación moral.
Coronaeus, como es habitual en su rol de moderador, le pide a Salomon que zanje la disputa, confiando en su sabiduría hebrea. Y Salomon, con humildad, declara que ha compartido lo que sabe “con buena fe” y que teme haber dicho incluso más de lo conveniente. Reconoce que lo que exige Senamus ―demostrar lo que está más allá de los sentidos y que nada aporta a la salvación― no es del todo razonable. Cierra con una afirmación profundamente rabínica: “que cada uno piense como le parezca”, una concesión a la libertad de conciencia y a la diversidad de creencias dentro de una comunidad que discute con honestidad.
El término Demonio
Octavius afirma que Platón, en el Crátilo, siguiendo a Hesíodo y otros antiguos, enseñó que los hombres buenos, liberados del cuerpo, se convierten en demonios (en el sentido antiguo de daimon, es decir, espíritus intermedios o genios).
Fridericus señala que Tertuliano también pensaba eso, pero usaba la palabra "demonio" con el significado cristiano de malo, lo que distorsionaba el sentido original de Platón.
Coronaeus invita a Salomon a que aclare el origen de tantos demonios y ángeles, ya que la tesis parece implicar una cantidad enorme de demonios (almas malas) y muy pocos ángeles (almas buenas).
Salomon responde que ha explicado lo que ha podido y que teme haber dicho demasiado. Aun así, señala que muchos exigen pruebas de cosas que están más allá de los sentidos humanos y que no afectan directamente a la salvación.
Coronaeus replica que, aunque esos temas no sean indispensables para salvarse, aportan conocimiento, entendimiento de lo divino y gozo del alma.
Salomon expone que, según un sabio, las almas completamente entregadas a la lujuria y sin interés por la virtud, perecen junto con el cuerpo. Cita varios textos bíblicos para sostenerlo (Salmos, Isaías, Daniel), distinguiendo entre:
-
los muertos verdaderos, que desaparecen como el polvo (los impíos irredentos),
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y los que duermen, es decir, cuyas almas podrán resucitar.
Según Daniel 12:2, “muchos” resucitarán, no todos, y los impíos solo para ser castigados.
Salomon cita también a un sabio hebreo que dice que el alma humana puede convertirse en ángel o demonio según sus obras, y a Paulus Riccius, quien afirmaba que el intelecto pasivo del hombre puede transformarse en activo, es decir, en ángel.
Toralba observa que la razón no puede saber cuánto duran los ángeles o demonios.
Salomon responde que Dios ha establecido límites para la vida humana, que puede extenderse por virtud o acortarse por maldad. Incluso en la vida eterna, los justos pueden ser llamados temprano a la gloria, como Abel o Josías, para no sufrir los males del mundo.
Esdras, en un texto apocalíptico, también afirma que la mayoría se pierde, y que no hay que especular cómo se castiga a los malvados, sino cómo se salvan los justos.
Coronaeus objeta que las almas de los malvados no pueden simplemente desaparecer, como sugiere Salomon, y que las escrituras enseñan que todas son inmortales.
Curtius agrega que la resurrección es también una esperanza del judaísmo.
Senamus, escéptico, dice que no le sorprende que los atenienses se rieran de Pablo cuando predicó la resurrección del cuerpo.
Fridericus responde que Atenágoras, filósofo cristiano, escribió un discurso sobre la resurrección dirigido a Marco Aurelio, y que también lo hizo Justino Mártir, refutando los argumentos sofistas. Incluso Demócrito, gran filósofo materialista, creía en la resurrección del cuerpo.
Toralba, sin embargo, recuerda que Plinio ridiculizó a Demócrito diciendo: “¿cómo puede creer en la resurrección si él mismo no ha resucitado?” y considera absurdo que la vida y la muerte se repitan.
Senamus concluye diciendo que le gustaría escuchar los argumentos de Justino Mártir sobre la resurrección.
Resurrección
Fridericus recuerda un argumento de Justino Mártir según el cual, si el cuerpo humano fue formado una vez por Dios desde los elementos o desde el polvo, entonces no hay razón lógica para negar que Dios pueda rehacerlo una segunda vez, dado que su poder no se ve limitado. Esta posibilidad, sin embargo, no es puesta en duda por Octavius, quien señala que la verdadera cuestión es si Dios quiere realmente hacerlo. Curtius responde que si sería impío dudar del poder de Dios, más aún lo sería dudar de su voluntad cuando las Escrituras la afirman explícitamente en muchas partes.
Octavius menciona que los musulmanes también creen en la resurrección, y que el Corán afirma que, tras el sonido de una trompeta, los muertos resucitarán con la estatura de Adán, la sabiduría de Mahoma y la belleza de Cristo. Sin embargo, señala que algunos pensadores islámicos, más allegóricos, creen que solo las almas resucitarán. Agrega que los dogmas cristianos de la resurrección y la deificación del hombre han sido causa de rechazo por parte de pensadores como Orígenes, Sinesio de Cirene y varias sectas gnósticas.
Coronaeus expresa satisfacción de que haya coincidencia entre judíos, cristianos e islámicos en cuanto a la resurrección. Salomon menciona una tradición rabínica sobre un hueso llamado netz, que no se destruye ni con fuego ni con agua ni con golpes, y que sería la base corporal desde la cual Dios realizará la resurrección. Refiere que algunos rabinos entienden estas afirmaciones alegóricamente, como símbolo de la resurrección de las almas. También señala que para los hebreos, el alma del justo sobrevive, mientras que la del impío puede perecer o asumir la naturaleza de los demonios.
Curtius invoca el pasaje de Isaías que dice "Tus muertos vivirán y se levantarán como mi cuerpo", pero Salomon aclara que muchos tradujeron erróneamente ese texto, y que debe interpretarse como una resurrección con un cuerpo sutil, aéreo, semejante al de los ángeles, no con carne pesada. Aclara que si el alma es invisible, eso no la hace incorpórea, y que así como el aire no se ve y sin embargo es cuerpo, también lo es el alma.
Toralba interpreta las palabras de Pablo sobre el cuerpo espiritual y el cuerpo celestial como una clara indicación de que la resurrección no será con carne, sino con una forma sutil y espiritual. Plantea que si se creyera que los cuerpos humanos ascienden literalmente al cielo, el viaje sería imposible por la distancia enorme y por las limitaciones del cuerpo físico, lo que vuelve absurda la idea de una resurrección literal en términos materiales. Añade que si los cuerpos resucitados son penetrables como algunos creen, entonces no serían verdaderos cuerpos sino espectros o imágenes, lo que contradice la idea de resurrección material.
Curtius intenta salvar esta objeción afirmando que Cristo resucitado pasó a través de puertas cerradas, lo que demuestra que los cuerpos glorificados pueden tener esa propiedad. Pero Toralba contesta que esa idea es aún más absurda, porque implica que cuerpos corruptos se transforman en gloriosos, y que el cuerpo, por definición, no puede penetrar otro cuerpo sin dejar de serlo.
Fridericus defiende la fe afirmando que los evangelios confirman que Cristo resucitó con el mismo cuerpo, con piel, carne y huesos, y que incluso comió pescado antes de ascender al cielo. Por eso, no hay duda alguna respecto a que la resurrección corporal fue real. Además, recuerda que Agustín señaló que todas las sectas religiosas reconocen una resurrección final de las almas, y si Salomon desconfía de los textos cristianos por su religión, seguramente no repudiará a Isaías ni a Ezequiel, quienes hablaron con claridad sobre la resurrección corporal. En particular, Ezequiel tuvo la famosa visión de los huesos secos que se reaniman, se cubren de tendones y piel, y reciben el aliento de vida. Según Fridericus, eso prueba que la resurrección es real.
Salomon responde que esas visiones tienen un sentido alegórico más profundo, pues Ezequiel mismo explica que los huesos representan al pueblo de Israel en el exilio, desanimado y sin esperanza, no una resurrección física literal. Coronaeus agrega que si el alma no muere, no puede resucitar, ya que solo se resucita lo que ha caído o perecido. Por tanto, si hay resurrección, debe entenderse como la del cuerpo. Octavius, sin embargo, dice que para los impíos, la resurrección podría entenderse como un paso de la impiedad a la virtud, como cuando Jesús dice que quien cree en Él ha pasado de la muerte a la vida.
Fridericus entonces cita a Tertuliano y a san Pablo para rechazar esa interpretación espiritualizada, afirmando que negar la resurrección de la carne es una herejía ya combatida. Octavius insiste en que un cuerpo celestial no puede tener carne ni sangre ni órganos físicos, y si los cuerpos físicos resucitan, no se cumple la promesa de que los justos serán como ángeles. Cristo mismo respondió a los saduceos que los resucitados no se casarán, sino que serán como ángeles. Por tanto, si Abraham, Isaac y Jacob viven, como dice Jesús, no es en cuerpo, sino en espíritu.
Salomon y Curtius reconocen que algunos muertos fueron revividos por milagros, como el hijo de la viuda de Sarepta o el cadáver que tocó los huesos de Eliseo, pero Salomon aclara que nunca se dice que las cenizas o restos devorados por animales hayan sido revividos. Cita un salmo que afirma que los muertos no alaban a Dios, y menciona que algunos intérpretes hebreos entienden eso como negación de la resurrección física. Senamus trae a colación relatos de resurrecciones aparentes, como personas revividas tras ser dadas por muertas. Fridericus recuerda la resurrección de Lázaro y de los santos al morir Cristo, pero Octavius, recordando a un teólogo, sugiere que si esos cuerpos revivieron solo por unos días, no puede hablarse de resurrección eterna. Además, señala que si Lázaro regresó de un estado beatífico a un cuerpo corrupto, no fue una bendición sino un castigo.
Toralba argumenta que aceptar una resurrección de cuerpos implica aceptar doctrinas como la metempsícosis o transmigración de almas, que son propias del pitagorismo. Añade que esa idea de cuerpos perfectos y glorificados contradice la experiencia y el sentido común. Algunos incluso, como Escoto, dijeron que las mujeres resucitarán como hombres. Para él, eso es más inverosímil que la creencia de los académicos que afirmaban que las almas de los malvados retornarían en cuerpos de bestias. Curtius menciona a pensadores antiguos que aceptaban la resurrección, pero Toralba insiste en que si las almas de los justos pasan a naturaleza angélica, sería absurdo que regresaran a cuerpos como castigo.
Finalmente, Octavius y Fridericus discuten sobre si la felicidad o el castigo pueden depender de tener un cuerpo. Si el ladrón en la cruz recibió la promesa del paraíso sin necesidad de un cuerpo, ¿por qué se requeriría un cuerpo para el premio o el castigo eterno? Coronaeus ruega que no se desvíen del camino de la fe por argumentos seductores. Ya se han alejado demasiado de la física hacia la metafísica, y propone dejar para el día siguiente la discusión sobre si es adecuado que un hombre bueno hable de religión. Así termina el coloquio, con cada uno retirándose tras su despedida habitual.
Conclusión
El Libro III del Coloquio de los siete de Jean Bodin presenta una intensa y compleja discusión sobre el origen del mal, la naturaleza de los demonios y ángeles, y el sentido de la resurrección, abordando tanto argumentos filosóficos como interpretaciones alegóricas de las Escrituras. A través de un diálogo entre figuras como Salomon, Octavius, Fridericus, Senamus y Toralba, se confrontan visiones cristianas, hebraicas, islámicas y paganas, destacando la tensión entre la fe tradicional y la especulación racional. El libro oscila entre la afirmación de una resurrección literal de los cuerpos y su reinterpretación espiritual, vinculada a la elevación del alma, y culmina en una advertencia contra el abandono de la fe por argumentos demasiado racionales. Así, se evidencia la dificultad de conciliar la razón filosófica con las verdades reveladas, y se deja abierta la pregunta sobre el destino último del alma y el cuerpo, mostrando el anhelo humano por comprender los misterios últimos más allá de las divisiones doctrinales.
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