El Tratado de la Unidad (Risālat al-Aḥadiyya) de Ibn ʿArabī no es simplemente una obra mística, sino una profunda reflexión teológico-filosófica sobre la naturaleza absoluta del Ser. En esta obra, el gran maestro andalusí expone la unicidad divina no como una afirmación conceptual, sino como una vivencia ontológica radical, que disuelve toda dualidad entre el yo y Dios. A través del célebre hadiz "Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor", Ibn ʿArabī conduce al lector por un viaje donde la existencia personal, los atributos individuales e incluso la extinción misma se revelan ilusorios. Este tratado, traducido por Roberto Pla, despliega una metafísica del Ser en la que sólo Allāh verdaderamente existe, y toda percepción de otredad no es sino el velo que Él mismo ha puesto como manifestación de Su unidad. En estas páginas, intuición y revelación reemplazan a la razón como vía hacia el conocimiento, y el corazón se convierte en el órgano de una gnosis sin igual.
TRATADO DE LA UNIDAD
Ibn ʿArabī se articula como una profunda meditación metafísica y teológica sobre la unicidad absoluta de Allāh (tawḥīd), núcleo de la visión sufí del ser. Inicia con una invocación en la que no sólo se alaba la misericordia divina, sino que se afirma de forma radical que nada precede ni sigue a Allāh, porque no existe nada más allá de Él. No hay antes ni después, ni espacio ni tiempo, ni cualidad ni cantidad que pueda aplicársele sin caer en error. Allāh es sin necesidad de ser Uno ni de ser singular, pues esas categorías mismas ya implican relación, comparación o conceptualización, y todo eso queda excluido cuando hablamos de lo Absoluto.
Arabi niega que Allāh sea una entidad compuesta de nombre y esencia, afirmando que Él es simultáneamente el nombre y lo nombrado, anulando toda distinción sujeto-predicado. Esta no-dualidad se refuerza al señalar que Allāh es el Primero sin anterioridad, el Último sin posterioridad, el Evidente sin estar fuera, y el Oculto sin estar dentro. Se niega, por tanto, la legitimidad de todo pensamiento que, incluso desde la teología, intente establecer una relación de contigüidad, interioridad, transcendencia o inmanencia, porque todo ello presupone una alteridad que no existe.
Desde esta perspectiva, el conocimiento de Allāh no puede darse por medio de las facultades humanas habituales: ni la razón, ni los sentidos, ni siquiera la imaginación o el pensamiento especulativo. La única vía de conocimiento posible es la que Él tiene de Sí mismo. Allāh se conoce a Sí mismo, y su velo es su propia existencia, es decir, no hay nada que le oculte salvo Él mismo: su unicidad no puede ser penetrada por lo creado porque no hay otra cosa que lo creado sea sino su propia manifestación velada.
Cuando Arabi afirma que ni los profetas ni los ángeles pueden conocerle, está estableciendo un punto de vista radicalmente místico: la realidad profética no es sino la manifestación de Allāh a Sí mismo, sin intermediación real. Por eso afirma que el Profeta, el mensaje, la palabra y el receptor no son sino Allāh mismo, negando toda mediación real o exterior. Este es un punto central en la metafísica de Ibn ʿArabī: la revelación es un acto de auto-reconocimiento divino.
A partir de aquí, Arabi introduce una crítica a la doctrina mística del fanā’ (extinción del yo), declarando que hablar de extinción implica que algo existe que puede extinguirse, lo cual es inadmisible en la lógica de la unidad absoluta. Si algo puede dejar de existir, es porque se le ha atribuido existencia, lo cual es idolatría (shirk) en su forma más sutil. Para Ibn ʿArabī, todo lo que no es Allāh no existe; por tanto, no puede ni aparecer ni desaparecer, ni dejar de ser. Así, la gnosis no es el resultado de una extinción progresiva del yo, sino el reconocimiento de que el yo jamás ha sido. La anulación es ilusoria si antes se ha afirmado el ser del sujeto. El conocimiento de Allāh sólo puede darse cuando se reconoce esta radical nada del sí-mismo.
Esta comprensión se vincula con la idea coránica de que Allāh es eterno sin principio ni fin (al-Awwal wa-l-Ākhir), y de que no puede tener compañero ni equivalente. Atribuirle una "pareja" ontológica —una cosa creada que existe junto a Él, aunque sea por Él— es caer en el dualismo teológico y, en último término, en la idolatría. Incluso pensar que algo puede tener existencia por Él o en Él, fuera de su pura realidad, es también un error: no hay "con" Allāh, sólo Allāh.
El filósofo avanza hacia una redefinición de la noción de "proprium" o sí-mismo. Ibn ʿArabī distingue entre el "yo esencial", que es en verdad idéntico a Allāh, y las capas psíquicas cambiantes —como el alma instintiva, el alma moralizante o el alma en paz— que son accidentales y no reales. Estas son designadas en la tradición islámica como estados del nafs, pero no constituyen el verdadero "yo". Por eso el conocimiento del "proprium" es lo mismo que el conocimiento de Allāh: no hay una realidad sustancial en el alma que no sea Él.
Tu piensas que eres,
mas no eres y jamás has existido.
Si fueras, serías el Señor,
el segundo entre dos.
Abandona tal idea,
porque en nada diferís vosotros dos
en cuanto a la existencia.
Él no difiere de ti y tú no difieres de Él;
si por ignorancia piensas que eres
distinto de Él,
quiere decir que tienes una mente
no educada.
Cuando tu ignorancia cesa alcanzas la paz,
porque tu unión es tu separación
y tu separación es tu unión;
tu alejamiento, una aproximación,
y tu aproximación una partida.
Siendo así que te vuelves mejor,
cesa de razonar y comprende
por la Luz de la intuición,
sin la cual te olvidas de Sus rayos.
Guárdate de dar un compañero a Allâh,
porque en tal caso te envileces
con el oprobio de los idólatras.
Cuando el Profeta pide a Allāh ver las cosas tal como son, está pidiendo precisamente esa revelación de la "quididad" (māhiyya) de todas las cosas como nada más que Allāh mismo. Ver las cosas como son es ver que no hay cosas; es ver que el ser, el no-ser, el conocer, el visto y el que ve, el profeta, el mensaje y el receptor, todo es una única realidad, velada por su propia manifestación. Así, conocer al sí-mismo es desvelar el Absoluto que lo sostiene sin dualidad.
La Unidad Absoluta y el Conocimiento del "Proprium"
Una vez desvelado este "misterio", el ser humano deja de concebirse como una entidad separada. No hay aniquilación de su ego porque ese ego jamás tuvo existencia. En esta visión, los atributos divinos no se agregan ni transfieren al ser humano, sino que siempre fueron suyos porque nunca hubo otro que Él. Así, no hay "transformación" ni encarnación, sino el reconocimiento de que la realidad es una: la existencia misma es Su faz, y todo lo que muere (en lo literal o en lo simbólico) simplemente se despega de los atributos aparentes para dejar únicamente Su presencia. Lo que parece distinto de Él se desvanece como ilusión.
Para ejemplificar esta idea, Ibn ʿArabī recurre a una analogía gnoseológica: cuando una persona aprende, no cambia su existencia, solo elimina su ignorancia. No hay una nueva realidad, sólo un velo que se levanta. Por tanto, no hay que buscar la eliminación de la existencia personal —eso reforzaría la ilusión de un “yo” real— sino reconocer que esa existencia nunca ha sido real por sí misma. Intentar eliminarla sería envolverse en un acto de dualidad y convertirse, como dice el texto, en un velo frente a Allāh, es decir, en una apariencia que obscurece lo real.
El Wāṣil (el que ha llegado), es aquel que, habiendo trascendido los velos de la dualidad, puede afirmar con legitimidad mística “Gloria a mí”, no por arrogancia, sino por comprensión ontológica: sus atributos no son otros que los de Allāh. Esta no es una afirmación de unión con Dios en sentido cristológico, sino una disolución de toda diferencia ontológica entre el sí-mismo verdadero y el Ser Absoluto. El Wāṣil no se funde con Allāh, no se convierte en Él, ni lo absorbe: simplemente reconoce que jamás fue otro.
En esta misma línea, el texto interpreta ciertas tradiciones proféticas —como la que identifica a Allāh con el tiempo (al-dahr), o con el enfermo y el mendigo— como confirmación de esta unidad: todo lo que se manifiesta es Él, incluso en lo más ínfimo y lo más humilde. Esta perspectiva no hace de Allāh una suma de cosas creadas, sino que desecha la categoría de "cosa creada" al considerar que nada tiene existencia propia: lo visible e invisible son manifestaciones del Ser que es siempre uno, sin límites.
La creación, entonces, no es una producción desde la nada, sino una auto-manifestación constante de Allāh, a través del desvelamiento y el ocultamiento de sus atributos. Esta afirmación, en su formulación más densa, postula que no es que Él “haya” creado, sino que Él es tanto el acto creador como lo creado, tanto el Nombre como lo Nombrado. Lo dice explícitamente: “Él es el Creador Sublime y de todos los días”, indicando que la creación es un proceso continuo, eterno, sin antes ni después.
A nivel lógico y teológico, esta afirmación conduce a una posición que niega absolutamente la existencia de cualquier “otro” fuera de Allāh. La idea de que haya un “distinto de Él” se rechaza porque presupone la posibilidad de una segunda existencia, lo que destruiría la unicidad (aḥadiyya) absoluta del Ser. Así, toda idea de otro (bi-existencia) es ilusoria: si existe algo que parece otro, ese otro también es Él, porque nada puede existir fuera del Único.
Al declarar que “morir antes de morir” es conocer el “proprium”, Ibn ʿArabī reintegra la ética ascética y el desapego místico dentro de una visión ontológica más radical: el conocimiento del sí-mismo no es una práctica psicológica, sino una experiencia ontológica de la no-existencia propia. Quien se aproxima a Allāh no lo hace por transformación, sino por realización. Por eso, cuando Allāh ama a su adorador y se convierte en su oído, vista, lengua, etc., no se trata de una metáfora afectiva, sino de una constatación metafísica de unidad: no hay “yo” que escuche, sino Él escuchándose a Sí mismo.
Conclusión
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