Hoy en Filosofía Apuntes abrimos las páginas de una obra monumental de la Edad Media: las Etimologías de San Isidoro de Sevilla. Escrita en el siglo VII, esta enciclopedia buscaba reunir y transmitir todo el saber de la Antigüedad, desde la gramática y la retórica hasta la medicina, la historia, las ciencias naturales e incluso el arte de las palabras. San Isidoro entendía que conocer el origen y sentido de los vocablos era abrir la puerta al conocimiento mismo del mundo. Su obra no solo marcó a la cultura medieval, sino que se convirtió en el manual de referencia para monasterios, escuelas y bibliotecas durante siglos, llegando a ser llamada “la enciclopedia de Occidente”. En este episodio exploraremos cómo las Etimologías reflejan la visión del saber en la época visigoda, qué buscaba Isidoro al ordenar la realidad a través del lenguaje, y por qué este libro sigue siendo un testimonio fascinante del vínculo entre palabra, conocimiento y fe.
LIBRO I : ACERCA DE LA GRAMÁTICA
Sobre la ciencia y el arte
San Isidoro explica que el término disciplina viene de discere (aprender), y por eso también se llama ciencia (scire = saber). La disciplina es un aprendizaje completo (discitur plena). A su vez, se llama arte cuando se basa en normas y reglas. Los griegos usaban el vocablo areté (virtud) para referirse a la excelencia del saber. Platón y Aristóteles distinguieron entre arte y disciplina: el arte es lo que puede presentarse de modos distintos, mientras que la disciplina se refiere a lo que es necesario y no puede ser de otra manera. En resumen, lo que se razona con argumentos indiscutibles pertenece al campo de la disciplina, y lo opinable o verosímil al campo del arte.
Sobre las siete disciplinas liberales
Isidoro enumera las artes liberales, consideradas el fundamento de la educación:
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Gramática, la habilidad de hablar correctamente.
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Retórica, el arte de la elocuencia.
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Dialéctica o lógica, que distingue lo verdadero de lo falso.
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Aritmética, basada en los números.
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Música, que estudia los ritmos y cantos.
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Geometría, que mide la tierra y el espacio.
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Astronomía, que estudia los astros.
Estas siete artes constituían el ideal de formación del hombre culto medieval, uniendo lenguaje, razonamiento, matemáticas y ciencias de la naturaleza.
Sobre las letras comunes (gramática)
Los fundamentos del arte gramatical son las letras, llamadas elementa. Se enseñan en la primera etapa de la gramática y son consideradas los principios del saber. Isidoro describe cómo las letras son “los pregoneros de las cosas” y cómo al ser vistas o escuchadas permiten recordar y conservar el conocimiento. Explica también la etimología de “letra” (litera), vinculada tanto a la lectura (legere) como a la huella que deja el trazo.
Relata el origen histórico de los alfabetos:
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Los hebreos atribuyen las letras a Moisés,
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Los griegos a Palamedes y Cadmo,
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Los fenicios a sus antiguos sabios,
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Los latinos a adaptaciones posteriores.
Además, diferencia entre letras solemnes o principales (maiusculae), usadas en inscripciones, y letras vulgares o comunes.
Sobre los nombres
San Isidoro nos explica que los nombres también se comparan y se gradúan. Aquí encontramos los tres grados que aún hoy usamos:
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Positivo: el punto de partida, como docto (“sabio”).
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Comparativo: establece una diferencia, como más docto.
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Superlativo: sobrepasa a todos, como doctísimo.
Luego pasa al género, que llama así porque “engendra”. Señala dos principales, masculino y femenino, pero también recoge otras categorías que los gramáticos habían impuesto:
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El neutro, para lo que no es ni masculino ni femenino.
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El común, que puede usarse para ambos géneros, como canis (“perro”), que vale para macho y hembra.
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El epiceno, que tiene un solo género pero abarca a ambos sexos, como pez.
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Y hasta un género universal, que serviría para todos.
El número distingue entre singular y plural, y los nombres podían ser simples o compuestos.
En cuanto a los casos, Isidoro los vincula con el verbo cadere (“caer”), porque al flexionar, las palabras “caen” en diferentes formas.
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El nominativo sirve para nombrar (este maestro).
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El genitivo indica procedencia o pertenencia (el libro de este maestro).
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El dativo señala destinatario (doy algo al maestro).
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El acusativo marca al señalado o afectado (acuso al maestro).
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El vocativo es la invocación (¡Oh maestro!).
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El ablativo expresa separación o pérdida (arráncaselo al maestro).
Finalmente, San Isidoro distingue los nombres según el número de casos que poseen:
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Hexaptotas, los que se declinan en seis casos.
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Pentaptotas, en cinco.
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Tetraptotas, en cuatro.
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Triptotas, en tres.
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Diptotas, en dos.
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Monoptotas, en uno solo (como frugi, que solo aparece en dativo/ablativo).
Los nombres no son solo etiquetas, sino auténticos organismos vivos del lenguaje, que se gradúan en comparación, se engendran en géneros, se multiplican en número y se despliegan en casos.
El pronombre
San Isidoro explica que el pronombre (pronomem) recibe su nombre porque se coloca en lugar del nombre (pro vice nominis), para evitar repeticiones y darle variedad al discurso. Ejemplo: en lugar de decir “Virgilio escribió las Geórgicas, Virgilio escribió…”, añadimos el pronombre ipse (“él mismo”), y así el lenguaje gana elegancia y claridad.
Los pronombres pueden ser finitos o infinitos.
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Los finitos son los que señalan una persona concreta, como ego (“yo”), que se entiende inmediatamente.
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Los infinitos se usan para referirse a algo indefinido o incierto, como quis, quae, quod (“quién”, “qué”).
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También distingue los menos que finitos, que expresan recordatorio o énfasis, como ipse (“él mismo”), iste (“ese”).
Otra categoría son los posesivos, que muestran pertenencia: meus, tuus (“mío, tuyo”). Aquí el pronombre no solo sustituye al nombre, sino que lo carga de una relación personal.
San Isidoro añade los relativos, que aparecen en las preguntas y en las respuestas, como quis est? (“¿quién es?” → is est “él es”). Estos pronombres enlazan y conectan ideas.
También los demostrativos, que señalan y hacen presente lo que se muestra: hic, haec, hoc (“este, esta, esto”).
Interesante es su reflexión sobre los artículos: para Isidoro, los artículos son cercanos a los pronombres porque acompañan a los nombres. Por ejemplo, en hic orator (“este orador”). La diferencia está en que el artículo siempre va unido al sustantivo, mientras que el pronombre puede funcionar de manera independiente (hic est).
El verbo
San Isidoro explica que el verbo recibe su nombre por dos motivos: primero, porque suena como un golpe de aire (verberato aere), y segundo, porque es la parte de la oración que más “revierte” o transforma el sentido. Si el nombre designa a la persona, el verbo indica lo que esa persona hace o padece.
En relación con la persona, el verbo puede ser activo o pasivo. Si digo “yo escribo”, soy agente de la acción; si digo “yo soy inscrito”, soy paciente de la acción.
El verbo tiene dos usos:
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Para los gramáticos, como parte fundamental de la oración.
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Para los retóricos, que lo emplean para dar vida al discurso, refiriéndose a un decir completo (usus verbi bonus).
Desde el punto de vista gramatical, distingue los tres tiempos: pasado, presente y futuro (scribo, scripsi, scribam).
Habla de las formas verbales, que “informan” de lo que ocurre: infinitivo (scribere), participios, gerundios, etc. Los modos (indicativo, subjuntivo, imperativo, optativo, conjuntivo) señalan el “cómo” de la acción:
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El indicativo afirma la acción de modo directo (yo leo).
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El imperativo manda o ruega (lee).
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El optativo expresa deseo (ojalá leyera).
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El conjuntivo se une en proposiciones condicionales (cuando haya leído, hablaré).
El infinitivo es la forma pura del verbo, sin persona definida: “gritar”, “leer”. Pero puede tomar persona si se le añade un pronombre: “por mí gritar”, “por ti leer”.
Isidoro reconoce también el modo impersonal, cuando falta la persona verbal (pluit, “llueve”).
Sobre la conjugación, recuerda que el verbo se une a los nombres en una “síntesis” que expresa género y número (lego librum, “leo el libro”). Explica las cuatro conjugaciones latinas por sus terminaciones (-are, -ere, -ire, -re).
Un punto interesante: describe la categoría de verbos deponentes, que son activos en forma pero pasivos en significado (loquor, “hablo”, aunque tenga terminaciones pasivas). Y menciona los tiempos compuestos: perfecto, pluscuamperfecto, futuro, etc.
Finalmente, se detiene en el participio futuro pasivo, que termina en -dus, como gerendus (“que ha de ser llevado a cabo”). Con ello señala que el verbo no solo dice lo que hacemos, sino también lo que está por hacerse o incluso lo que debe hacerse.
Sobre el adverbio
San Isidoro nos explica que el adverbio recibe su nombre porque siempre va unido al verbo. Si observamos la frase “lee bien”, el verbo es lee y el adverbio es bien. El adverbio nunca camina solo: acompaña, precisa, matiza el sentido del verbo.
Él lo deja muy claro con un contraste: el verbo, por sí mismo, ya tiene un sentido completo. Si digo “escribo”, la idea está terminada. Pero si digo solo “hoy”, que es un adverbio, me quedo a medias. Necesito añadirle un verbo —“hoy escribo”— para darle plenitud al significado.
Sobre el participio
San Isidoro nos dice que el participio se llama así porque “participa” tanto del verbo como del nombre. Es como un puente, una palabra que vive en dos mundos a la vez.
San Isidoro nos explica que la conjunción recibe su nombre porque “conjunta”, es decir, une conceptos y oraciones. Por sí sola no tiene valor, pero al enlazar palabras se convierte en el pegamento del discurso. Puede unir nombres (Agustín y Jerónimo) o verbos (escribe y lee).
A partir de ahí, distingue varios tipos:
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Copulativas: unen ideas o personas. Ejemplo: tú y yo vamos al foro. Aquí la conjunción suma.
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Disyuntivas: separan o distinguen, como nuestro o: hagámoslo tú o yo.
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Subordinadas: se añaden al final, como el latín -que (equivalente a y pospuesta). Ejemplo: Deoque = y de Dios.
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Expletivas o comunes: completan el sentido de la frase, aunque no sean imprescindibles. Ejemplo: si no quieres hacer esto, al menos haz eso otro. En español moderno se parecen a pues, entonces.
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Causales: expresan el motivo de la acción. Ejemplo: voy a matarlo porque tiene dinero.
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Racionales: señalan la justificación o razón de fondo que uno mismo aduce: ¿cómo lo mataré para no ser descubierto: con veneno o con un puñal?
Idea central: Para Isidoro, la conjunción no tiene sentido sola, pero al unirse a otras palabras crea las relaciones lógicas del lenguaje: suma, oposición, subordinación, causa, razón. Es, en cierto modo, la arquitecta invisible de la sintaxis.
Sobre la preposición
San Isidoro nos explica que la preposición recibe su nombre porque siempre va puesta delante (prae-positio) de los nombres o de los verbos. Por sí sola no significa nada; su fuerza está en ir unida a otra palabra para darle un matiz o dirección.
Según la gramática latina, las preposiciones podían regir acusativo o ablativo. Por ejemplo: ad urbem (“hacia la ciudad”, con acusativo) o in urbe (“en la ciudad”, con ablativo).
Lo interesante es que Isidoro observa que las preposiciones, unidas a los verbos, transforman su significado. Pone ejemplos como di-ducere (“separar”) o dis-trahere (“arrastrar en distintas direcciones”). Es decir, la preposición funciona como un prefijo que da nueva forma al verbo.
Sobre la interjección
Isidoro explica que la interjección es una palabra que se “interpone” entre las frases y que expresa un movimiento afectivo del espíritu. Son esas exclamaciones que brotan sin elaboración: ¡eh bien!, ¡ay!, ¡eh!, ¡oh!. Señalan sorpresa, dolor, temor, alegría. Cada lengua tiene sus propias interjecciones, y por eso son difíciles de traducir de manera literal.
Sobre las letras según los gramáticos
Aquí Isidoro nos recuerda la importancia de la letra (littera). Explica que viene de legittera, es decir, aquello que “abre el camino” al que lee (legenti iter), o también porque se repite a lo largo de la lectura (in legendo iterari).
Sobre las sílabas
Este es un pasaje más técnico pero fascinante. Isidoro explica que el griego sílaba proviene de syllambanein ta grammata, que significa “concebir las letras juntas”. Por eso la sílaba es la unidad mínima del sonido articulado.
Detalla distintos tipos:
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Breves, que nunca se alargan.
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Largas, que siempre lo hacen.
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Comunes, que pueden alargarse o acortarse según la necesidad métrica.
Entre los latinos, las sílabas más antiguas solían estar formadas solo por vocales: ae, au, eu. Incluso cita a los antiguos que consideraban la sílaba no como una simple unidad sonora, sino como algo que recibía “honor de nombre”.
La interjección
Son palabras que expresan emoción espontánea (ay, oh, eh, eia). No tienen traducción exacta porque dependen del sentimiento.
🇪🇸 En español moderno: exactamente igual. Usamos interjecciones como ¡ay!, ¡eh!, ¡uf!, ¡uy!, ¡ah!. Son expresiones puras de emoción, fuera de la gramática. Su función sigue intacta.
Las letras
La littera es la unidad mínima de la escritura, que abre camino a la lectura (legenti iter).
🇪🇸 Hoy: también lo vemos igual. La letra sigue siendo el “camino” que permite leer. Aunque ahora tenemos alfabetos modernos (latino, cirílico, etc.), la concepción es la misma: la letra es el ladrillo mínimo del texto.
Las sílabas
La sílaba es la combinación de letras; se clasifican en breves, largas y comunes, dependiendo de la cantidad de tiempo que dura su pronunciación. Esto era clave en latín porque su métrica poética dependía de la duración de la vocal.
San Isidoro comienza explicando qué son los pies métricos: las unidades de medida del verso, formadas por la combinación de sílabas largas y breves. Dice que se llaman “pies” porque son los que hacen “caminar” a los versos, del mismo modo que nuestros pasos nos hacen avanzar. Así, los versos se apoyan en esos pies para marcar el ritmo.
Explica que existen muchísimos tipos, más de cien en total, pero que los más usados se cuentan por pares y ternas de sílabas. De ahí los nombres conocidos: bisílabos, trisílabos, tetrámetros, hexámetros. El número de sílabas y la combinación de largas y breves determinan la musicalidad.
Luego detalla algunos de los más famosos:
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El pirríquio, de dos breves, usado en cantos ligeros o infantiles.
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El espondeo, de dos largas, solemne y grave, propio de himnos o sacrificios.
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El troqueo, de una larga y una breve, que imita el rodar de una rueda.
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El yambo, de una breve y una larga, muy usado en sátiras.
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El tribraco, de tres breves, rápido y ligero.
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El moloso, de tres largas, lento y pesado.
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El anapesto, de dos breves y una larga, típico en cantos guerreros o festivos.
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El dáctilo, de una larga y dos breves, que recuerda el movimiento de los dedos.
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El anfíbraco, con una larga entre dos breves.
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El baqueo, usado en fiestas báquicas, de dos largas y una breve.
Además, habla de combinaciones más complejas, como el dispondeo (dos espondeos), el ditroqueo (dos troqueos), el diyambo (dos yambos) o el antíspasto (combinación de larga y breve). También menciona pies usados en coros, como el coriámbico y el jónico, caracterizados por su equilibrio desigual entre largas y breves.
La prosodia
San Isidoro comienza recordando que lo que los griegos llamaban prosodia, los latinos lo tradujeron como accentus, es decir, aquello que “acompaña al canto” de la palabra. El acento marca dónde la voz crece o disminuye dentro de una sílaba.
Distingue tres tipos:
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Agudo: eleva y agudiza la voz.
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Grave: la baja y la suaviza, lo contrario del agudo.
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Circunflejo: combina ambos, comenzando en agudo y descendiendo después a grave.
Lo importante es que estos acentos no se entendían solo como marcas gráficas, sino como movimientos musicales de la voz, verdaderos gestos melódicos en el habla.
San Isidoro explica además cómo se aplican según la cantidad de sílabas:
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En un monosílabo, si la sílaba es breve (vir, “hombre”), tiende a llevar acento agudo; si es larga (res, “cosa”), puede ser circunflejo.
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En un bisílabo, si la primera sílaba es larga, lleva el acento allí (Mūsa); si es breve, se desplaza a la segunda.
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En un trisílabo, la posición depende de si las dos primeras son breves o largas: tibia, Metellus.
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En las palabras más largas, el acento se distribuye siguiendo reglas parecidas, pero nunca puede recaer más allá de las tres últimas sílabas (regla de la penúltima).
También destaca que el acento sirve no solo para marcar musicalidad, sino también para diferenciar significados. Cita a Virgilio, donde ursus puede significar “oso” o “usura”, dependiendo de cómo se acentúe.
Los signos de acentos
San Isidoro nos cuenta que los gramáticos usaban diez signos de acentuación para marcar distinciones en las palabras. No se trataba solo de poner una tilde como hacemos hoy, sino de un sistema complejo de trazos y símbolos que indicaban cómo debía sonar o pronunciarse una sílaba.
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Oxía: el signo del acento agudo. Se representaba como un trazo que subía hacia la derecha (´).
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Bareía: el grave, con un trazo que descendía hacia la derecha (`).
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Perispómenon: el circunflejo, que unía ambos movimientos (ˆ o ~).
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Macrón: un guion largo (¯) que marcaba una sílaba larga.
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Bráchys: una virgulita o semicírculo (˘) que señalaba la sílaba breve.
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Hyphe: un guion usado como conjunción o para unir palabras.
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Diástole: un signo para la separación de sílabas, parecido al apóstrofo.
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Apóstrofo: igual que hoy, indicaba que una vocal había sido elidida al final de palabra.
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Dasia: el signo de la aspiración fuerte, para marcar dónde debía pronunciarse una /h/.
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Psilē: la contraria, indicaba la ausencia de aspiración (como decir que no debía sonar la /h/).
San Isidoro explica que estos signos provenían de los griegos, y que fueron adaptados en latín para enseñar a los estudiantes cómo leer y pronunciar correctamente. Incluso añade un detalle curioso: si se cortaba la H en dos, una mitad daba lugar a la dasia y la otra a la psilē.
Sobre los signos en los textos escritos
San Isidoro dice que los antiguos autores empleaban signos gráficos especiales en poemas y narraciones para llamar la atención del lector. No eran simples adornos, sino marcas con un propósito muy definido: indicar omisiones, errores, variaciones de lectura, repeticiones innecesarias o interpretaciones dudosas.
En total menciona hasta veintiséis signos, cada uno con nombre griego o latino.
Asterisco (✱): marcaba que había una omisión en el texto, para que se añadiera lo faltante.
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Obelo (—): una rayita horizontal que señalaba palabras repetidas o falsas; literalmente “flecha que mata lo superfluo”.
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Lemmisco (⁒): dos rayitas para pasajes transmitidos con variantes en las Escrituras.
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Antígrafo: signo que indicaba varias posibles interpretaciones.
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Parágrafo (¶): para separar secciones de un texto, como capítulos o unidades de sentido.
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Crífias (◡ dentro de un círculo): usado cuando había un pasaje oscuro o dudoso.
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Diple (> o ⸏): muy usado en los textos bíblicos para señalar comentarios o citas.
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Coronis ( Ϟ ): un signo que se colocaba al final de un libro, equivalente a nuestro “FIN”.
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Alogos (X): marcaba algo que debía corregirse.
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Phi-Ro (𐋀, combinación de Φ y Ρ): se usaba para indicar que un pasaje requería atención especial.
Estos signos eran como una guía para el lector o el copista: Advertían de errores de transmisión. Señalaban variantes del texto, organizaban la lectura (parágrafos, coronis), aclaraban dudas teológicas o literarias.
En ese sentido, anticipan lo que hoy son nuestros asteriscos, notas al pie, corchetes, signos de interrogación, paréntesis o incluso los emojis de corrección digital.
Sobre las notas vulgares
San Isidoro nos cuenta que Ennio fue el primero en crear más de mil cien signos taquigráficos. Su función era práctica: en juicios y asambleas, varios escribientes se repartían las frases del orador y las anotaban con estos signos abreviados, de modo que el discurso completo quedara registrado.
En Roma, Tiro, el liberto de Cicerón, perfeccionó este sistema, aunque limitado solo a preposiciones. Más tarde otros como Vipsanio, Philargio y Aquila añadieron nuevas notas, y finalmente Séneca recopiló y sistematizó todas, creando un corpus de cinco mil signos.
Estas notas se llamaban así porque consistían en abreviar palabras y sílabas con pequeños caracteres que después los lectores entrenados podían descifrar. Quien dominaba este arte era llamado notarius, es decir, el antecesor del actual “taquígrafo” o incluso del “notario” moderno.
Sobre las siglas jurídicas
Aquí San Isidoro nos muestra otra faceta de la escritura abreviada: las siglas en el ámbito legal. Explica que en los libros de jurisprudencia se usaban letras iniciales para ahorrar tiempo:
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B.F. = bonum factum (“bien hecho”).
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S.C. = Senatus Consultum (“decreto del Senado”).
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R.P. = respublica (“la república”).
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P.R. = populus Romanus (“el pueblo romano”).
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D.T. = dumtaxat (“solamente”).
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W o M invertida = mulier (“mujer”).
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P = pupillus (“pupilo”).
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K. = caput (“cabeza” o “capítulo”).
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K.K. = calumniae causa (“acusación de calumnia”).
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I.E. = iudex esto (“sé juez”).
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D.M. = dolum malum (“fraude”).
Sin embargo, San Isidoro añade que los emperadores posteriores prohibieron estas abreviaciones en las leyes, ya que podían dar lugar a errores y malas interpretaciones. Ordenaron, en cambio, que las leyes se escribieran con todas sus letras, para que quedara claro qué debía cumplirse y qué debía evitarse.
Sobre las siglas militares
En el ejército romano, los registros de soldados se marcaban con letras abreviadas para identificar rápidamente su estado:
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Una T delante del nombre significaba que era un superviviente (tulit, “llevó [la vida]”).
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Una θ (theta) o una zeta (Z) junto al nombre señalaban que estaba muerto. La theta, de hecho, se asociaba a la palabra griega thanatos (“muerte”), y a veces se dibujaba con una raya en medio, como una cuchillada.
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Para los lisiados o inválidos se usaba la letra lambda (Λ).
Incluso en el pago de las soldadas se empleaban estas marcas para distinguir a quién correspondía recibir.
Sobre las siglas epistolares
Los antiguos también usaban notas secretas en cartas para ocultar información. San Isidoro menciona que:
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Bruto escribía en clave para que solo él entendiera lo que planeaba.
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César Augusto, según Suetonio, recomendaba que se usara un sistema acordado: cambiar unas letras por otras (ej. escribir “a” en lugar de “b”), o escribir las letras al revés.
Era, en otras palabras, una forma primitiva de criptografía.
De las señales con los dedos
No todo era escritura: San Isidoro recuerda que la comunicación podía hacerse con gestos manuales:
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Algunos signos servían para saludar sin hablar, como mover la mano o las espadas.
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También se usaban para enviar mensajes eróticos o clandestinos, como describe el poeta Ennio.
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Otros gestos transmitían promesas o advertencias cuando la voz no era posible.
Incluso la Biblia menciona esto: en Proverbios y en Salmos, se habla de los “guiños de ojos” y de señales con los dedos.
Sobre la ortografía
En este capítulo, San Isidoro nos recuerda que la ortografía no es un simple aspecto técnico, sino el arte de escribir correctamente, de dar a las palabras su forma recta y justa. De hecho, el término proviene del griego orthographia, que significa literalmente “recta escritura”. Para él, dominar la ortografía era no solo una cuestión de letras, sino también de pensamiento: quien escribía bien, pensaba bien, y quien alteraba la escritura, ponía en riesgo la claridad de las ideas.
Uno de los aspectos que más le preocupan es la confusión entre ciertas letras. Por ejemplo, en latín era común equivocarse en el uso de la B y la V, lo que llevaba a errores como escribir beruus en lugar de Pyrrhus. También pasaba con la C y la Q, sobre todo en números: se discutía si debía escribirse quattuor (cuatro) con doble T y Q, o quadringenti (cuatrocientos) con C. Este tipo de dudas muestra que ya en la Antigüedad existían “faltas de ortografía” que los maestros intentaban corregir.
San Isidoro también dedica atención al uso de las vocales y de los diptongos. Había palabras que debían escribirse con ae, como aequus, pero con el tiempo muchos las simplificaban en e. Él insiste en que esa “economía” empobrece el idioma. Algo parecido ocurre con la aspiración de la H: en palabras como honor o hostis debía mantenerse, aunque mucha gente ya no la pronunciaba y tendía a suprimirla.
Otro punto importante es la duplicación de letras, lo que hoy llamamos geminación. Para San Isidoro, duplicar una letra no era un detalle menor, sino una cuestión de significado. Así, malle (querer más) debía escribirse con doble L para no confundirse con male (mal). De igual modo, serra (sierra) se distinguía de sera (tarde) gracias a la duplicación de la R. La ortografía, en este sentido, se convertía en un guardián del sentido de las palabras.
También aparecen en el capítulo menciones a usos cristianos y griegos. Por ejemplo, en los textos religiosos se abreviaba el nombre de Cristo como Xps (con la letra griega ji, Χ, y el sufijo latino), lo que nos recuerda que la ortografía no solo era una herramienta de corrección, sino también un espacio de identidad cultural y religiosa.
Sobre la analogía
San Isidoro se concentra en la analogía como principio de corrección lingüística. La palabra viene del griego analogia y significa “comparación” o “relación entre cosas semejantes”. Para él, la ortografía y la gramática no se sostienen solo en la memoria, sino en la capacidad de ver paralelismos: si una palabra sigue cierta regla, otra semejante debe regirse por la misma. Así, la analogía es una forma de asegurar la regularidad de la lengua.
Isidoro ofrece ejemplos claros. Si lepus (liebre) y lupus (lobo) coinciden en la forma, salvo en el genitivo, entonces se puede deducir que ambos comparten el mismo género. Lo mismo pasa con limen (frontera) y trames (sendero): como limen es masculino, también lo será trames, por analogía. Esta manera de razonar permitía clasificar palabras nuevas o dudosas sin necesidad de consultar una autoridad externa, solo por semejanza con lo ya conocido.
El sistema también funcionaba con diminutivos: si funis (cuerda) es masculino, el diminutivo funiculus mantendrá el mismo género. Y si pistrinum (molino) es neutro, su diminutivo pistrilla será igualmente neutro, salvo que intervenga otra regla como el uso del sufijo femenino. Así, la analogía daba seguridad en la aplicación de declinaciones, géneros y terminaciones, evitando caer en irregularidades arbitrarias.
Etimología
San Isidoro, en este capítulo Sobre la etimología, ofrece una reflexión fascinante que todavía tiene eco en la lingüística moderna. Para él, la etimología es el arte de descubrir el origen de las palabras, y a través de esa búsqueda es posible desentrañar su sentido. Conocer de dónde viene un término no solo permite interpretarlo mejor, sino también comprender la naturaleza de lo que designa.
Por ejemplo, explica que flumen (río) procede de fluere (fluir), porque el río crece y avanza fluyendo. O que reges (reyes) se asocia a regere (regir), es decir, a la acción de conducir rectamente. De este modo, las palabras no son arbitrarias, sino que llevan dentro una huella de su causa o de su origen. Incluso da casos de oposiciones: lutum (lodo) proviene de lavare (lavar), como si el lodo fuera lo contrario de la limpieza.
Isidoro también reconoce, sin embargo, que no todas las palabras siguen una lógica etimológica estricta. A veces los antiguos pusieron nombres caprichosamente, del mismo modo que nosotros bautizamos a una mascota sin seguir reglas de naturaleza. Por eso no siempre se puede rastrear la causa: algunas voces provienen de sonidos (como garrulus, que imita el canto de los pájaros), otras de nombres propios de lugares (Silva, Domus), y muchas más se pierden en lenguas extranjeras cuyo rastro apenas se conserva.
Lo interesante es que, para Isidoro, la etimología no es un simple ejercicio erudito: es una herramienta de interpretación del mundo. Saber de dónde viene una palabra es acercarse a la esencia de la cosa que nombra. Esta visión, profundamente influida por Aristóteles y Cicerón, conecta el lenguaje con la realidad y busca orden en la aparente confusión de los vocablos.
Si lo llevamos al español moderno, la idea sigue vigente. Cuando sabemos que hospital viene del latín hospes (huésped), entendemos que originalmente era un lugar para acoger. Cuando descubrimos que escuela procede de scholé (ocio, tiempo libre en griego), se abre un sentido nuevo: la escuela era, en su origen, el espacio donde se cultivaba el espíritu en el tiempo libre, no solo un lugar de enseñanza obligatoria.
Sobre las glosas
San Isidoro nos recuerda que el término griego glossa significa literalmente “lengua”, pero en su uso técnico se refería a una explicación o aclaración de una palabra oscura mediante otra más clara. En otras palabras, una glosa es lo que hoy llamaríamos una nota aclaratoria o una sinonimia precisa. Los filósofos la relacionaban con el adverbium, porque con una sola palabra se podía iluminar otra que resultaba confusa.
Por ejemplo, al decir “enmudecer es callar”, la segunda palabra aclara el sentido de la primera. Del mismo modo, cuando Virgilio escribe latus haurit apertum (“atraviesa el costado”), podemos glosar haurit con percutit, explicando que se trata de atravesar o traspasar de un golpe. En español actual hacemos algo parecido cuando explicamos “devastar” con la palabra “destruir”. La glosa funciona como un puente de sentido, mostrando con un solo vocablo el alcance de otro.
En el fondo, Isidoro está hablando de la función pedagógica de la lengua: siempre hay palabras que necesitan de otras para hacerse entender, y la glosa cumple ese papel. Si lo pensamos, hoy lo seguimos haciendo con sinónimos, definiciones breves o incluso con notas al pie.
Sobre las diferencias
Aquí San Isidoro pasa al concepto de differentia. Para él, la diferencia es un modo de definición que surge al contrastar dos términos semejantes que, sin embargo, no son lo mismo. Distinguir es fundamental para pensar con claridad, porque evita confusiones entre conceptos cercanos.
Explica que cuando dos palabras tienen parentesco, hay que precisar su campo de aplicación a través de su diferencia. Así, podemos distinguir entre un rey y un tirano: el primero se caracteriza por la moderación y la justicia, mientras que el segundo se define por la crueldad. La diferencia, entonces, no solo aclara el sentido de cada término, sino que también ayuda a ordenar la realidad.
Sobre el barbarismo
Para él, el barbarismo es un error en la formulación de una palabra, ya sea por una letra equivocada o por un sonido corrompido. Por ejemplo, poner floriet en lugar de florebit (“florecerá”), o alargar indebidamente una sílaba. Los llama así porque los pueblos “bárbaros”, al entrar en contacto con el latín, introducían deformaciones al no dominar su corrección. De allí que barbarismo signifique tanto una corrupción interna del latín como la influencia de voces extranjeras.
San Isidoro distingue entre barbarismo (corrupción de palabras latinas) y barbarolexis (introducción de palabras extranjeras). Es decir, uno se da cuando un romano habla mal el propio latín, y el otro cuando incorpora voces foráneas. Cuando esto ocurría en poesía, se lo llamaba metaplasmo.
Luego detalla cómo se producen estos errores. En la escritura, pueden aparecer de varias formas: añadiendo o suprimiendo letras o sílabas, cambiándolas de lugar o simplificándolas. En la pronunciación, los barbarismos se notan en la duración (usar sílabas largas en lugar de breves), en el tono (cambiar la acentuación), o en la aspiración (añadir o suprimir la H). También menciona el hiato, cuando se corta mal la vocal final de un verso.
Además, habla de errores específicos muy interesantes:
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El motacismo, que consiste en perder la m final seguida de vocal (bonum aurum → bonu aurum).
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El iotacismo, cuando se duplica indebidamente el sonido de la iota, como en Troia pronunciado Troiia.
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El labdacismo, que convierte una l en dos (colloquium en vez de conloquium).
Para Isidoro, todos estos fenómenos son “corrupciones” que alteran la pureza del latín, y que el buen gramático debía identificar y corregir.
Si lo miramos con ojos modernos, vemos que lo que él llama barbarismos no es otra cosa que variaciones fonéticas y ortográficas naturales. Lo mismo ocurre en el español de hoy: cuando alguien dice haiga en vez de haya, naiden en vez de nadie o dijistes en lugar de dijiste, está cometiendo lo que Isidoro llamaría un barbarismo. Lo curioso es que estas formas, aunque “incorrectas” según la norma, reflejan tendencias vivas del idioma, y algunas incluso acaban imponiéndose con el tiempo.
Sobre los solecismo
San Isidoro trata el tema de los solecismos, que son distintos de los barbarismos. Mientras que el barbarismo se refiere a la corrupción de una sola palabra (una letra, una sílaba, un sonido), el solecismo se da cuando la combinación de varias palabras se construye de manera incorrecta, es decir, en contra de las reglas de la gramática.
Un ejemplo que cita es decir inter nobis en lugar de inter nos, o date veniam sceleratorum en vez de sceleratis. Estos errores no están en las palabras mismas, sino en cómo se organizan dentro de la oración. De hecho, el término “solecismo” proviene de la ciudad de Soleo, en Cilicia, cuyos habitantes, al mezclar su lengua con la de otros pueblos, terminaron hablando un latín incorrecto y lleno de errores.
Isidoro también explica que en la poesía el solecismo puede aparecer como un schema o figura literaria aceptada, sobre todo por razones métricas. Pero si no se justifica en ese contexto, sigue siendo un error.
El solecismo puede cometerse de dos formas principales:
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En las partes de la oración, usando una en lugar de otra. Por ejemplo, poner un adverbio donde corresponde una preposición.
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En los accidentes gramaticales, alterando modo, tiempo, número, género o caso.
De hecho, Donato ya advertía que cualquier alteración de estos elementos podía ser un solecismo. Lucilio llegó a enumerar hasta cien tipos distintos, lo que muestra lo amplio del fenómeno.
En la práctica, lo que Isidoro resalta es que el solecismo es un desvío en la sintaxis, un error de construcción que desordena la lógica de la lengua.
Si lo aplicamos al español moderno, sería como decir “entre yo y tú” en vez de “entre tú y yo”, o “la problema” en vez de “el problema”. También ocurre cuando se mezclan tiempos verbales mal combinados, como “si tendría dinero, lo compraría” en vez de “si tuviera dinero, lo compraría”.
Sobre los vicios gramaticales
Isidoro nos dice que los gramáticos llaman “vicios” a las incorrecciones en el hablar, y las clasifica en varias formas: barbarismo, solecismo, acirología, cacefrasis, tautología, elipsis, anfibología, homonimia, entre otros.
El barbarismo es cuando se corrompe una palabra, como al alargar indebidamente una sílaba. El solecismo, en cambio, es la combinación incorrecta de varias palabras, por ejemplo, una mala construcción sintáctica. La acirología es usar un término inadecuado, como decir esperanzarse en lugar de concebir esperanzas. La cacefrasis se refiere a expresiones pobres o sucias, que desentonan con el estilo. La tautología consiste en la repetición innecesaria de una misma idea con distintas palabras. La elipsis es omitir palabras necesarias en la expresión, y la tapinosis es empequeñecer con el lenguaje algo que debería tener grandeza, como decir vorágine en lugar de mar.
También menciona la cacozintonía, que es la construcción incorrecta de una frase, y la anfibología, que es cuando una expresión queda ambigua. Otra forma de error es la homonimia, que aparece cuando una misma palabra tiene varios significados y no se precisa con un contexto.
En conjunto, Isidoro está mostrando cómo la claridad, la corrección y la precisión eran virtudes fundamentales de la gramática, y que el descuido en cualquiera de estas áreas llevaba a lo que él llama vicios, errores que oscurecen el sentido.
En el español moderno todavía usamos algunas de estas categorías: hablamos de barbarismos cuando se introducen formas incorrectas (como haiga en vez de haya), de solecismos cuando hay errores sintácticos (como le dije de que viniera), de pleonasmos cuando se repite innecesariamente una idea (subir arriba), o de anfibologías cuando una frase es ambigua (“vi a Juan montado en el caballo con anteojos”).
Sobre los metaplasmos
Los define como transformaciones de las palabras producidas por necesidad métrica o razones poéticas. Es decir, son alteraciones formales que no cambian el sentido de la palabra, pero sí su aspecto o sonido, buscando que encaje en el verso o que adquiera un matiz estilístico.
Isidoro enumera varios tipos. Está la prótesis, que añade un sonido al principio de la palabra, como ignotus convertido en proignotus. La epéntesis introduce un sonido en medio, como religio al que se le inserta otra sílaba, quedando religiago. La paragoge, en cambio, agrega un sonido al final, como si a imaginem se le añadiera una vocal sobrante. Por el contrario, la aféresis elimina un sonido al inicio (stare en lugar de astare), mientras que la síncope lo suprime en medio (formosus en vez de formonosus). La apócope, por su parte, lo elimina al final (auditu en vez de auditus).
Otros fenómenos incluyen la diéresis, que divide un diptongo en dos sílabas (Orion en vez de Ōriōn), la sinalefa o unión de dos sílabas en una (pridie de pri die), la eclipsis, que borra una vocal delante de otra (terris iactatus → terri iactatus), y la metátesis, que cambia de lugar los sonidos (thymber en lugar de thymbra).
En el fondo, el metaplasmo muestra hasta qué punto la lengua antigua era plástica y moldeable: el poeta podía manipular las palabras para ajustarlas al ritmo, sin que eso significara necesariamente un error. Isidoro además establece un puente con otros vicios gramaticales: mientras que el barbarismo corrompe una palabra y el solecismo combina mal varias, el metaplasmo es una alteración aceptada y hasta elegante en el ámbito literario.
En español moderno podemos ver ecos de estos recursos en la poesía y la música. Por ejemplo, cuando se eliden letras para cuadrar la métrica (pa’ que en lugar de para que), cuando se añaden sonidos por rima (andé en vez de anduve en lo popular), o cuando se reacomodan sílabas para la musicalidad (naide en vez de nadie en registros populares). No son exactamente los mismos procesos, pero la lógica subyacente —moldear la palabra sin perder su sentido para adaptarla a la forma artística— sigue viva.
Sobre las figuras literarias
Isidoro nos muestra cómo la lengua no solo sirve para comunicar, sino también para embellecer, persuadir y dar fuerza al discurso.
En el texto se listan varias figuras que todavía hoy seguimos usando, aunque a veces no nos demos cuenta. Por ejemplo, la anáfora, que consiste en repetir la misma palabra al inicio de varios versos o frases: “Nosotros, incitados Dardania, a tus armas y a ti te hemos seguido; nosotros, con tu guía, hemos tomado las armas”. Esa repetición crea ritmo y refuerza la idea, y es un recurso que escuchamos en la oratoria moderna, en discursos políticos o incluso en canciones.
Otra figura que menciona es el epanalepsis, la repetición de una misma palabra al principio y al final de una frase. O la paronomasia, que juega con palabras de sonido parecido pero de significado diferente, como “destierro” y “morir”. Estas son típicas en juegos de palabras, chistes e incluso slogans publicitarios actuales.
El políptoton, que Isidoro también explica, es el uso de la misma palabra en diferentes formas gramaticales. Por ejemplo: amo, amé, amaré dentro de un mismo discurso. Esto todavía lo empleamos en poesía y canciones, porque da musicalidad y variedad al mensaje.
Además, aparece el polisíndeton, que consiste en usar muchas conjunciones (“y la casa, y los dioses lares, y las armas, y el perro Amicleo”). El efecto es solemne y acumulativo, como un listado que da peso y amplitud. Su contrario es el asíndeton, donde se eliminan las conjunciones para dar rapidez: “Veni, vidi, vici” (Vine, vi, vencí).
Isidoro también menciona la antítesis, que contrapone ideas contrarias: “Compete lo frío con lo cálido, lo húmedo con lo seco”. Este recurso es central en el discurso filosófico, poético y político, porque ilumina las tensiones de la realidad.
Sobre los tropos
Isidoro nos dice que el término griego tropos significa “giro estilístico”, algo que se logra trasladando el significado de una palabra a otra que en principio no le corresponde. En otras palabras, los tropos son desplazamientos del sentido usual de los vocablos, un recurso fundamental de la retórica y la literatura.
El ejemplo más clásico que menciona es la metáfora: usar una palabra en un contexto distinto al suyo para enriquecer el lenguaje. Por ejemplo, cuando dice que los ojos son “perlas” o que el mar es un “camino líquido”, no se está describiendo de manera literal, sino trasladando cualidades para dar belleza, fuerza o intensidad a lo dicho. Esto es lo que Isidoro llama “trasferencia” o translatio.
Luego enumera distintas clases de tropos, como la animación (atribuir vida a lo que no la tiene: “los campos sonríen”), la metonimia (designar una cosa por otra vinculada: “beber un vaso” en vez de “beber el contenido”), la sinécdoque (usar la parte por el todo: “las velas” por los barcos), la onomatopeya (crear palabras por imitación de sonidos: “mugido”, “rugir”), la hipérbole (la exageración: “te lo he dicho mil veces”), la ironía (decir lo contrario de lo que se quiere dar a entender), la parábola y la alegoría, entre muchas más.
En este punto, Isidoro deja claro que los tropos no son defectos ni “vicios” como el barbarismo o el solecismo, sino recursos legítimos para embellecer el lenguaje, darle fuerza expresiva y mover los afectos del oyente o del lector. Son, por así decirlo, el arsenal creativo de la retórica.
Si lo trasladamos al español moderno, estos tropos siguen vigentes: usamos metáforas en la poesía, hipérboles en la vida cotidiana (“me muero de hambre”), ironías en la conversación, y alegorías en discursos más elaborados. La teoría de Isidoro nos recuerda que el lenguaje no es solo comunicación literal, sino también un arte de dar forma y color a las ideas.
Sobre la prosa
Primero, Isidoro explica que la prosa es un discurso continuo, recto y libre de toda ley métrica, a diferencia de la poesía que se rige por ritmo y medida. Los antiguos llamaban prosum a lo continuado y rectilíneo, de donde viene prosa, lo que subraya la idea de un discurso que avanza seguido, sin interrupciones. Algunos autores, además, vinculaban el término a profusio, destacando su carácter de extensión y abundancia: la prosa fluye sin un límite marcado de antemano.
Luego, se nos recuerda que en la antigüedad la poesía tuvo más prestigio que la prosa. Durante siglos, todo se escribía en verso: era la forma natural de transmitir la memoria, la historia y la religión. La prosa como forma literaria cultivada surgió más tarde. Isidoro menciona que el primero entre los griegos en escribir en prosa fue Ferécides de Siros, filósofo y narrador presocrático, mientras que entre los romanos fue Apio Claudio el Ciego, con su discurso contra Pirro. A partir de ellos, la prosa comenzó a valorarse como vehículo de elocuencia y razón, consolidándose con el tiempo como género literario.
Sobre los metros
Isidoro explica que se llaman metros porque están delimitados por medidas fijas, ya sean de cantidad (longitud de sílabas) o de tiempo. Así como hoy pensamos en ritmo musical, los antiguos lo veían en el verso. Por eso se dice numerus en latín, pues el verso es número y medida. De hecho, la práctica estableció que al llegar al final del verso debía volver a comenzar el ritmo, de ahí que se lo llamara versus, es decir, “retorno”.
Isidoro también recuerda el vínculo entre ritmo y poesía, señalando que esta no se mide por el contenido, sino por la forma métrica. El término carmen (poesía) podría venir de carptim (“cortar en partes”), porque se componía dividiendo en pies métricos, o bien de los que cantaban “carmina” como cánticos mágicos o religiosos. Los metros, según el contenido, se diversificaban: heroicos, elegíacos, bucólicos, y cada uno tenía una función.
Isidoro enumera diversos tipos de metros: el dactílico, el yámbico, el trocaico, el anapéstico, entre otros, y explica que se forman por la combinación de pies métricos. Cita además a autores como Ennio y Homero, mostrando que los griegos y romanos habían perfeccionado estos ritmos. También describe formas menores, como los epitalamios (cánticos nupciales), los epicedios (poemas fúnebres), el epitafio, el epigrama y el epodo, todos como expresiones poéticas dependientes de la métrica. Incluso señala que la prosa bíblica —como la de Moisés o David— era también en cierto sentido medida y rítmica, aunque no sometida a pies estrictos.
Sobre la fábula
Isidoro comienza señalando que la palabra fábula viene del verbo latino fari (hablar). Es decir, no se trata de hechos reales, sino de “ficciones habladas”, relatos en los que, a través del diálogo inventado, se transmiten enseñanzas morales. Estos relatos suelen poner en escena animales o seres que no hablan en la vida real, pero que en la fábula lo hacen para instruir o entretener. De hecho, recuerda que el creador de este género fue Esopo, cuyas historias se hicieron célebres entre los griegos, y que los romanos adaptaron.
Luego distingue entre distintos tipos de fábulas. Están las esópicas o libristíditas, aquellas donde dialogan animales o seres inanimados como árboles o montes, con intención de enseñar. También menciona las libiísticas, que presentan a hombres conversando entre sí. Los poetas aprovecharon este recurso para transmitir costumbres y valores, como lo hicieron Platón y Terencio en sus escritos.
Isidoro explica también que existen fábulas construidas “según la naturaleza de las cosas”, es decir, en las que el comportamiento animal representa una lección moral. Por ejemplo, decir “el fuego quema porque es su naturaleza” o “el león oprime por su fuerza” es convertir un hecho natural en una enseñanza. A veces estas fábulas sirven para simbolizar las edades del hombre: la adolescencia feroz como un león, la madurez serena como un toro, la vejez débil como un asno.
Asimismo, recuerda el uso alegórico de la fábula, como en el caso de Hipócrates, que representó la lucha de caballo y hombre como símbolo de la tensión entre lo racional y lo instintivo. Lo mismo hicieron Horacio y otros poetas, que convirtieron las fábulas en parábolas morales.
Finalmente, Isidoro señala que la fábula, aunque ficticia, puede transmitir verdades profundas. Ejemplo de esto es Fedro, quien recogió y adaptó muchas fábulas de Esopo para el público romano, utilizando animales como zorros, lobos o cuervos para advertir sobre la prudencia, la astucia o el peligro de la soberbia.
Sobre la historia
Isidoro define la historia como narración de hechos pasados, cuyo objetivo es conocer lo que sucedió. Señala que su etimología proviene del griego historeîn, que significa “saber” o “conocer”, es decir, “inquirir los hechos”. Distingue que solo debe contarse lo visto o comprobado por testigos, y que la historia busca la verdad, pues lo falso no es historia. Además, relaciona el nombre de “monumentos” con la historia porque conserva la memoria de los sucesos, y compara la narración histórica con guirnaldas de flores que enlazan los hechos unos con otros.
Sobre los primeros escritores de historia,
Isidoro dice que Moisés fue el primero entre los hebreos; mientras que entre los gentiles, menciona a Dares el frigio, que habría narrado la guerra de Troya. Luego, atribuye a Heródoto el título de primer historiador de Grecia. Con esto, Isidoro traza una línea de genealogía de la escritura histórica, desde lo sagrado hasta lo profano.
Sobre la utilidad de la historia,
Isidoro resalta su valor pedagógico: enseña a los pueblos y a los príncipes, y les da ejemplos de épocas pasadas para gobernar mejor en el presente. La historia muestra el curso de los tiempos, enseña prudencia y permite sacar provecho de las experiencias ajenas, tanto de aciertos como de errores.
Sobre los tipos de historia
Isidoro distingue tres modos principales en que puede presentarse la historia. El primero es la epiméritis, que se refiere a los sucesos ocurridos en un solo día. Los latinos le dieron ese nombre porque recoge acontecimientos diarios, como si fueran apuntes de cada jornada. El segundo es el de los anales, que registran año por año los hechos, estableciendo una secuencia cronológica ligada al paso del tiempo. El tercero es la historia en sentido estricto, que narra no solo lo de un día o de un año, sino los sucesos de tiempos más amplios, tejiéndolos en un relato organizado.
Para ilustrar estos géneros, Isidoro menciona ejemplos: los anales, como los de Caleno, registraban los hechos de manera cronológica y simple. La historia, en cambio, organizaba los sucesos de forma más coherente y discursiva, con una intención narrativa más acabada.
Añade también que los gramáticos establecían una diferencia entre historia, argumento y fábula. La historia consiste en narrar hechos verdaderos, sucesos que efectivamente ocurrieron. El argumento refiere a cosas que, si bien no han sucedido, podrían suceder de acuerdo con lo posible o verosímil. La fábula, en cambio, narra cosas que ni han ocurrido ni pueden ocurrir, porque contradicen la naturaleza misma de las cosas.
De este modo, Isidoro muestra que la narración puede moverse en distintos planos: desde la fidelidad a lo real, hasta la construcción literaria de lo ficticio. Así, coloca a la historia en el ámbito de lo verdadero y útil, al argumento en el de lo posible, y a la fábula en el terreno de lo imaginario.
Conclusión
El Libro I de las Etimologías de San Isidoro puede entenderse como un verdadero mapa del lenguaje y del pensamiento antiguo: en él se muestra cómo las palabras, su origen y sus usos no solo sirven para comunicar, sino también para ordenar el mundo y darle sentido. Al recorrer los capítulos —desde el nombre, el verbo, el adverbio y los signos de puntuación, hasta la historia, la fábula y la prosa—, descubrimos que para Isidoro la gramática no es solo una técnica, sino el fundamento de todo saber, pues en la raíz de las palabras está también la raíz de las cosas. Su reflexión nos recuerda que el lenguaje es memoria, historia y espejo de la realidad, y que comprenderlo en profundidad es, en cierto modo, comprendernos a nosotros mismos y a nuestra cultura.