sábado, 13 de diciembre de 2025

Plutarco - Sobre la superstición

En Sobre la superstición (Peri deisidaimonías), Plutarco lanza una de sus críticas más provocadoras: el miedo irracional a los dioses es más dañino que el ateísmo mismo. Lejos de atacar la religión en sí, el autor desmonta una religiosidad deformada por el terror, que paraliza la razón, envilece el alma y convierte a los dioses en tiranos caprichosos. A través de ejemplos históricos y míticos, Plutarco muestra cómo la superstición nace de una falsa piedad y conduce a la angustia permanente, defendiendo una relación con lo divino fundada en la razón, la moderación y el verdadero respeto. Este breve tratado, intenso y apasionado, revela a un Plutarco joven, audaz y profundamente preocupado por los excesos morales que nacen cuando el temor sustituye al pensamiento.

SOBRE LA SUPERSTICIÓN

El miedo que corrompe la piedad

Plutarco abre el tratado estableciendo una distinción decisiva: la ignorancia respecto de los dioses se bifurca en dos errores opuestos pero igualmente falsos, el ateísmo y la superstición. El primero surge en naturalezas “duras”, el segundo en almas “blandas”, usando una metáfora médica y agrícola que atraviesa todo el texto. Ambos errores son productos de una opinión falsa, pero la superstición resulta más dañina porque une el error intelectual con la pasión. Plutarco sigue aquí una línea claramente socrática, según la cual la ignorancia es fuente de los vicios, como se advierte en Platón (Protágoras 360a), y entiende la pasión como una herida inflamada del alma, idea cercana a la ética estoica de la apatheia, que buscaba la liberación de las emociones perturbadoras.

Para explicar esta diferencia, Plutarco compara errores puramente intelectuales con errores cargados de afectividad. Sostener que “los átomos y el espacio vacío son los principios de todas las cosas” —alusión directa a Epicuro— es una falsedad, pero no produce angustia ni desgarro interior. En cambio, creer que la riqueza es el mayor bien “roe el alma, no deja dormir y llena de tormentos”, mostrando que no toda falsedad es igualmente dañina. El criterio no es solo la verdad o falsedad del juicio, sino su capacidad de generar pasiones destructivas. En este punto, Plutarco insiste en que los errores morales que exaltan el placer o la ganancia producen “enfermedades y pasiones, como larvas y gusanos”, una imagen médica que refuerza la idea de corrupción interna del alma.

Desde aquí, el autor formula su tesis central: la superstición es peor que el ateísmo. El ateo, aunque yerra al negar la divinidad, no vive aterrorizado; su error conduce a una suerte de insensibilidad. La superstición, en cambio, reconoce a los dioses, pero los concibe como seres hostiles y dañinos, lo que engendra un miedo constante y humillante. Plutarco define con precisión esta diferencia: “el ateísmo es un razonamiento falso, y la superstición emoción nacida de un razonamiento falso”. El término griego deisidaimonía, que significa literalmente “temor a los dioses”, ya tenía en su época un sentido peyorativo heredado de Menandro, y designa una religiosidad deformada por el pánico y no por el respeto racional.

El análisis del temor ocupa un lugar central en el texto. Todas las pasiones son censurables, dice Plutarco, pero la mayoría conserva cierto impulso activo o creativo; solo el miedo es completamente paralizante. Por eso afirma que el terror “ata y perturba el alma”, recurriendo a una etimología simbólica para mostrar su efecto: inmoviliza la razón y la vuelve impotente. El supersticioso teme absolutamente todo —la noche, el silencio, el sueño, los fenómenos naturales— porque ve en cada cosa una amenaza divina. A diferencia de otros miedos concretos, este no admite refugio ni escape, ya que el objeto temido es omnipresente.

Esta impotencia se manifiesta de modo extremo en el sueño. Plutarco subraya que incluso los esclavos y los prisioneros hallan alivio al dormir, citando a Eurípides: “¡Oh amado hechizo del sueño, protector contra la enfermedad!” (Orestes 211–212). El supersticioso, en cambio, no descansa ni dormido: sus sueños se pueblan de visiones infernales, castigos y apariciones, comparables al tormento de los impíos en el más allá. Lejos de liberarse al despertar, el supersticioso se entrega a charlatanes e impostores, criticados también por Platón (República 364b), que mercantilizan el miedo mediante rituales absurdos y humillantes.

Plutarco denuncia con dureza estos ritos supersticiosos: purificaciones degradantes, imitaciones acríticas de cultos extranjeros, postraciones “bárbaras” y palabras mágicas incomprensibles. Todo ello, lejos de honrar a los dioses, los ofende, porque sustituye la piedad racional por gestos vacíos. De forma irónica, recuerda que los dioses dieron gratuitamente el sueño como alivio, y el supersticioso lo convierte en castigo permanente. Citando a Heráclito, señala que mientras los hombres despiertos comparten un mundo común y los dormidos se refugian en uno propio, el supersticioso no posee ninguno: ni la vigilia le trae razón, ni el sueño le concede descanso (Heráclito, fr. 89 Diels-Kranz).

El tratado culmina así en una crítica ética y religiosa profunda: la superstición no es exceso de religión, sino su corrupción. Al convertir a los dioses en fuentes de terror constante, destruye la razón, pervierte la piedad y condena al alma a una vigilia perpetua del miedo. Plutarco no defiende el ateísmo, pero lo considera un mal menor frente a una religiosidad sin inteligencia, donde el temor reina sin descanso y la razón “sueña”, mientras el miedo permanece siempre despierto.

La superstición como tiranía interior

Plutarco refuerza su idea central con una comparación política muy concreta: así como un tirano humano puede ser temido mientras domina su ciudad, pero deja de serlo cuando uno cruza a una polis libre, el “tirano” supersticioso —un poder divino imaginado como “sombrío e inexorable”— no admite exilio ni frontera. Por eso menciona a Polícrates de Samos y a Periandro de Corinto como ejemplos de tiranías históricas (Polícrates, s. VI a. C.; Periandro, s. VII–VI a. C.), para subrayar el contraste: frente a un tirano humano siempre existe la posibilidad de escapar; frente al “gobierno” temido de los dioses, el supersticioso se siente perseguido en cualquier lugar. La imagen se vuelve todavía más dura cuando Plutarco recurre al derecho y la costumbre: incluso al esclavo desesperado le queda una salida institucional —pedir ser vendido y cambiar de amo—, mientras que la superstición “no permite un cambio de los dioses”. La idea es psicológica y moral: el supersticioso convierte la religión en un régimen sin salida, porque teme precisamente a los dioses a quienes su propia tradición llama “salvadores” y “bienhechores” (epítetos frecuentes en la religión griega; cf. Sófocles, Edipo Rey 150; Tucídides 1.126.6). Es decir, teme a quienes, en teoría, deberían ser el refugio de la esperanza.

Luego Plutarco introduce una cita trágica para medir la gravedad del fenómeno: “Para un hombre y para una mujer es una desgracia terrible convertirse en esclavo y tener unos amos crueles” (trágico adespoto; cf. Nauck, Trag. Graec. Frag., Adespota 376). La función de la cita es retórica: aceptar la esclavitud humana como “terrible” es razonable, pero Plutarco pide subir un escalón: más terrible sería “pensar” que se está bajo amos imposibles de evitar, de los que no se puede huir ni contra los que se puede sublevar. Con esto desplaza el problema desde la opresión externa a la opresión interna: la superstición no solo produce miedo, sino que imagina una relación con lo divino como servidumbre absoluta.

En el siguiente movimiento, el texto da un giro particularmente irónico: los templos, que para cualquiera funcionan como asilo simbólico, para el supersticioso son lugar de tortura. Plutarco recuerda que el esclavo tiene un altar de refugio, que incluso hay santuarios “respetados” o “refugios” para delincuentes (la nota discute ambas lecturas), y que quien huye del enemigo recupera ánimo al aferrarse a una estatua o templo. Pero el supersticioso se espanta sobre todo ante aquello mismo que debería consolar. La tesis es punzante: no hace falta alejarlo del templo, porque “en ellos sufre ya castigo y tormento”. La religión, deformada por el temor, se vuelve auto-castigo, una penitenciaría mental.

El clímax llega cuando Plutarco afirma que la muerte, límite universal de la vida (“El límite de la vida para todos los hombres es la muerte”: Demóstenes, Sobre la corona 18.97), no pone límite a la superstición: al contrario, la prolonga más allá de la vida. Aquí el supersticioso se fabrica un más allá poblado de horrores: puertas del Hades (idea ya homérica: cf. Odisea 11.571; Ilíada 5.646; 9.312; 23.74), ríos de fuego (motivo presente también en descripciones posteriores; cf. Luciano, Historia verdadera 2.30), efluvios de la Estigia (Homero, Odisea 10.514), oscuridad infernal (Aristófanes, Ranas 273), fantasmas y apariciones (Aristófanes, Ranas 285 ss.; Virgilio, Eneida 6.289), además de jueces y verdugos (creencias órficas y pitagóricas sobre juicio de las almas; cf. L. Ruhl, “De mortuorum iudicio”, 1903). La idea que sostiene todo ese “paisaje” no es descriptiva sino crítica: la superstición se procura a sí misma, por anticipación, todos los males que teme, y lo hace “sin poder evitarlo”. Es una maquinaria de sufrimiento preventivo.

Con ese contraste preparado, Plutarco concede algo importante al ateísmo: es penoso por su ignorancia, porque equivale a apagar “el conocimiento de la divinidad”, lo más brillante del alma. Sin embargo, insiste en que en el ateísmo no está “directamente” lo ulceroso y envilecedor de la pasión. Para explicar esto recurre a Platón mediante una paráfrasis: la música, creadora de armonía y orden, no se da para la molicie, sino para corregir los extravíos del alma (cf. Platón, República 2.376e y 3.410c; y la nota indica adaptación libre de Timeo 47d). Aquí la música funciona como analogía: así como la insensibilidad musical (por sordera) es un mal menor frente a una música que desquicia, la “ceguera” religiosa del ateo es menos dañina que una religión vivida como pánico.

El texto remata esa analogía con Píndaro: “Cuantas cosas no ama Zeus… se asustan cuando la voz escuchan de las Piérides” (Píndaro, Pítica 1.13; “Piérides” = Musas). La imagen de seres que se irritan con el orden musical prepara la comparación final: Tiresias es desgraciado por no ver; pero Atamante y Ágave son más desgraciados porque ven mal, ven “leones y ciervos” donde hay seres queridos (cf. Ovidio, Metamorfosis 3.320 ss. y 4.481–542; Eurípides, Bacantes 1105, 1174, 1212 ss.; Apolodoro, Biblioteca 1.84; 3.28; 3.36). Y a Heracles, en su locura, le habría convenido no ver a sus hijos antes que reconocerlos como enemigos y matarlos (Eurípides, Heracles 922–1025). La estructura lógica es clara: no ver (ateísmo) es un mal; ver de modo delirante (superstición) es un mal mayor. Por eso Plutarco afirma que el ateo “no ve a los dioses”, mientras el supersticioso “nota su presencia” pero la interpreta como amenaza: teme la bondad como si fuera temible, la protección como funesta, el afecto paternal como tiránico.

Desde allí, Plutarco critica una consecuencia práctica: el supersticioso termina idolatrando formas materiales y antropomórficas —modela a los dioses como cuerpos humanos— y desprecia a filósofos y políticos que enseñan que la majestad divina se une a la bondad y benevolencia. En esa denuncia se percibe un eco cínico (la nota menciona a Antístenes), pero Plutarco lo utiliza con un objetivo moral: mostrar que el supersticioso degrada a los dioses al nivel de sus propios miedos. La síntesis que ofrece es muy afilada: el ateísmo es indiferencia que “no conoce el bien”; la superstición es un exceso sensitivo que supone que “el bien es malo”. Por eso el supersticioso vive una contradicción grotesca: teme a los dioses y, al mismo tiempo, se refugia en ellos; los adula y los vitupera; les suplica y los censura (y la nota recuerda incluso prácticas mágicas de maldecir a dioses y daimones: cf. L. Radermacher, “Reden und Fluchen”, 1908).

Finalmente, Plutarco baja el argumento a la experiencia cotidiana del sufrimiento. Cita a Píndaro sobre la condición divina, libre de enfermedad, vejez y trabajos, “escaparon al ruidoso estrecho de Aqueronte” (Píndaro, fr. 143 Christ; también citado por Plutarco en Moralia 763C y 1075A), para contrastar con la mezcla inestable de la vida humana. Luego propone observar al ateo y al supersticioso ante la desgracia: el ateo, aun si se queja, suele atribuir sus males a fortuna, casualidad o causas humanas; el supersticioso, en cambio, ante un mal pequeño, se sienta y fabrica males mayores, irremediables, y termina acusando a la divinidad, como si una ruina “demónica” se hubiera arrojado sobre él. La diferencia práctica es decisiva: el ateo, cuando enferma, recuerda excesos y errores de vida; cuando fracasa en política, busca causas en sí y en su entorno. Y ese examen de conciencia lo ejemplifica en una pregunta que funciona como espejo moral: “¿Dónde falté?, ¿qué hice?, ¿qué obligación mía no cumplí?” 

Providencia, culpa y parálisis 

Para la tradición estoica, el mundo está regido por la providencia y no por la fortuna, mientras que los cínicos tendían a pensar lo contrario, atribuyendo el curso de lo humano al azar. Esto se consigna explícitamente en la nota: la providencia aparece vinculada a Zenón de Citio, y la tesis “fortuna” se asocia a Dion Crisóstomo. Con esa referencia, se entiende que Plutarco discute con —y aprovecha— materiales de diatriba cínico-estoica, pero los reordena para su objetivo: mostrar cómo la superstición, a diferencia del ateísmo, destruye la agencia humana y transforma cualquier golpe de la vida en señal de condena.

Plutarco define el mecanismo supersticioso con una frase clave: para el supersticioso toda enfermedad, pérdidas, muertes y fracasos “quieren decir golpes de la divinidad y ataques de un espíritu”. Las notas recuerdan que los griegos solían pensar que las enfermedades provenían de los dioses (Homero, Odisea V 394 ss.), y que existía una tradición que asocia esos males a influencias demoníacas o “espirituales”. Sin embargo, en Plutarco esto no es una simple creencia “religiosa”: es una lectura que paraliza. El supersticioso, por miedo a “luchar contra la divinidad”, renuncia a curarse, a pedir ayuda, a resistir. De allí las escenas concretas: estando enfermo, echa al médico; estando triste, cierra la puerta al filósofo que pretende consolarlo. Y se autodenomina con un lenguaje de condena: “Déjame… pagar mi pena… yo, el impío, el maldito, el odiado por los dioses y espíritus divinos”, frase que la nota vincula a Sófocles (Edipo Rey 1340) como probable fuente del tono y el vocabulario. El punto es devastador: la superstición convierte el sufrimiento en “merecido” y vuelve sospechosa cualquier forma de alivio.

Plutarco contrapone a ese cuadro el luto y la reacción del ateo. Aun quien no cree en dioses, cuando está abatido puede llorar, cortarse el cabello o quitarse el manto, signos de duelo ampliamente atestiguados en la cultura griega (sobre esos signos, la nota remite a Rohde, Psique, págs. 222 ss.). Pero eso, para Plutarco, sigue siendo un dolor humano, no una auto-humillación religiosa. El supersticioso, en cambio, desplaza el duelo hacia una teatralización penitencial: se sienta fuera de su casa “con un saco” y harapos sucios, se revuelca en el barro, “da vueltas desnudo” y confiesa faltas mínimas. Las notas ayudan a entender el trasfondo ritual: los harapos imitan penas del inframundo y buscan ablandar a los dioses; la desnudez era frecuente en ritos mágicos porque el vestido se consideraba portador de males. En vez de curar o pensar, el supersticioso se hunde en la lógica del “castigo” y de la “impureza”.

Hay un absurdo en el contenido de esas confesiones: cree haber ofendido por comer o beber algo prohibido, o por caminar por un camino “que no le permitía su espíritu divino”. Aquí Plutarco se apoya en el imaginario que también describe Teofrasto, donde el supersticioso interpreta señales nimias como presagios; por ejemplo, el episodio del gato que cruza el camino (Teofrasto, Caracteres XVI 3). Y aun cuando el supersticioso “está feliz”, su felicidad queda tomada por una higiene del miedo: se deja fumigar con azufre —purificación antigua ya en Homero (Odisea XXII 481; 492–495)—, y se cuelga amuletos; la nota cita a Bión con una imagen sarcástica de viejas que “atan y cuelgan” cualquier cosa como si fuera remedio (y recuerda paralelos en Plutarco, Vida de Pericles 38 [173A], y en la voz “Amuleto” de Riess en la RE). Es un mundo donde la serenidad no existe: o hay culpa, o hay amuletos, o hay ritos de apaciguamiento.

La comparación con Teribazo vuelve visible el núcleo del argumento. Teribazo lucha mientras cree que lo atacan; pero cuando le dicen que es una orden del rey, baja la espada y ofrece las manos para ser atado. Plutarco usa el episodio para describir la rendición supersticiosa ante la desgracia: las personas “normales” combaten sus males, inventan escapes, buscan soluciones; el supersticioso, en cambio, se dice: “padeces estas cosas por la providencia y porque lo manda la divinidad”, y por eso abandona toda esperanza y rechaza a quienes quieren ayudarlo. La ironía aquí es que “providencia”, que en el estoicismo podía significar un orden racional del cosmos (Von Arnim, SVF I, Zenón fr. 176), se transforma, en la mente supersticiosa, en decreto de castigo: un fatalismo religioso que no consuela, sino que inmoviliza.

Después Plutarco prueba su tesis con ejemplos históricos y trágicos de cómo la superstición vuelve “funestos” males que podrían ser soportables. Midas el Viejo se suicida bebiendo sangre de toro por estar perturbado por sueños, y la nota recuerda la creencia antigua de que la sangre de toro era venenosa (Plinio, Historia Natural XXVIII 147; Plutarco, Vida de Flaminio 20 [380E]). Aristodemo de Mesenia se quita la vida interpretando señales —perros que aúllan, hierba creciendo en el hogar paterno— que los adivinos cargan de sentido ominoso (Pausanias IV 13, 1 y 4). Y el caso de Nicias funciona como ejemplo político-militar: por miedo al eclipse de luna se queda inactivo en Sicilia, es cercado, cae prisionero con miles de hombres y muere ignominiosamente (Tucídides VII 35–87; Diodoro XIII 21; Plutarco, Vida de Nicias 23 [538D]; Plinio, Historia Natural II 54). La tesis se formula de modo casi científico: el eclipse, como fenómeno natural, “no es algo terrible”; lo terrible es “la sombra de la superstición” que ciega la razón justo cuando más se necesita.

Por eso Plutarco propone un modelo alternativo de relación con lo divino: la plegaria no puede ser excusa para no actuar. Lo ilustra con una cadena de autoridades poéticas y épicas. El timonel, al ver señales de tormenta, ruega a los “dioses Salvadores” (los Dioscuros, Cástor y Pólux), pero mientras ruega gobierna el timón y toma medidas técnicas para salvarse, según versos de Arquíloco (fr. 54 Bergk) y una adaptación citada también en Plutarco (Mor. 475F) y en Nauck (Adespota 377). Hesíodo aconseja orar antes de arar y sembrar, “teniendo la mano sobre el arado” (Trabajos y Días 465–468): la oración va unida al trabajo. Homero muestra a Áyax pidiendo que recen por él antes del combate singular con Héctor, mientras él se pone las armas (Ilíada VII 193 ss.). Y Agamenón ordena afilar la lanza y ajustar el escudo (Ilíada II 382), al mismo tiempo que suplica a Zeus “concédeme arrasar el palacio de Príamo” (adaptación de Ilíada II 413–414). Con esto Plutarco fija una norma: “dios es la esperanza para el valor, no pretexto para la cobardía”. Esa frase condensa toda su ética: la religión auténtica fortalece la acción racional; la superstición la sustituye por miedo.

La escena de los judíos inmóviles en sábado durante un asedio funciona como ejemplo polémico de “inacción por rito”: por observar el sábado, permanecen sentados mientras los enemigos toman los muros, “enredados en su superstición como en una red”. La nota discute a qué episodio histórico alude Plutarco (1 Macabeos 2, 37; Josefo, Antigüedades judías XII 6, 2; otras hipótesis incluyen Pompeyo 63 a. C. o Tito 70 d. C., o Antonio 38 a. C.), y recuerda la prohibición de trabajar en sábado (Éxodo 20, 8–11). Más allá de la identificación exacta, el uso retórico es claro: Plutarco apunta al mismo defecto que viene denunciando: convertir la práctica religiosa en una trampa que impide actuar cuando la razón y la prudencia lo exigen.

En la parte final del fragmento, el autor compara la actitud del ateo y del supersticioso incluso en contextos “felices” —fiestas, convites, iniciaciones y ritos mistéricos. El ateo se ríe con sarcasmo y llama locos a los demás, pero “no está aquejado de ningún otro mal”: su defecto es intelectual y moral, no necesariamente angustioso. El supersticioso, en cambio, no logra alegrarse: aunque la ciudad esté llena de inciensos e himnos, su alma está llena de gemidos. Se corona —práctica común en ceremonias y que además se creía protectora contra espíritus malignos (Stenzel, “Opferblut und Opfergerste”, Hermes 1906, 231)—, pero palidece; sacrifica, pero tiembla. Así, Plutarco ironiza sobre el dicho pitagórico de que “nos hacemos mucho mejores cuando nos acercamos a los dioses” (Pitágoras, Carmen aurea 42; citado también en Plutarco, Moralia 515F; recogido por Cicerón, De legibus II 11, y Séneca, Epístolas 94, 42): en el supersticioso ocurre lo contrario, se vuelve más miserable y sucio, como si entrara al templo no como a un lugar de bien, sino como a una guarida de bestias y monstruos.

Anaxágoras fue perseguido por decir que el sol era una masa de metal incandescente (dato biográfico clásico), pero nadie llamó impíos a los cimerios por no creer en el sol en absoluto. El ejemplo está calibrado para el punto que viene sosteniendo: el ateo yerra por negación; el supersticioso yerra por atribución monstruosa. Por eso su pregunta implícita es demoledora: ¿cómo puede ser impiedad negar a los dioses, pero no serlo creer en dioses crueles, tiránicos y funestos? En esa tensión se condensa el proyecto del tratado: rescatar una idea de divinidad compatible con la bondad y con la razón, y denunciar una religiosidad que, por miedo, termina degradando a los mismos dioses que pretende honrar.

Superstición, blasfemia y ateísmo

Anaxágoras, instalado en Atenas y cercano a Pericles, fue acusado de impiedad por sostener una explicación natural del sol (masa incandescente mayor que el Peloponeso), y el propio Pericles lo habría salvado y hecho salir de la ciudad (Diels, Fragmente der Vorsokratiker, II A 72). En cambio, recuerda la tradición de los cimerios, pueblo proverbial por vivir en tinieblas perpetuas, “sin ver jamás el sol” (Homero, Odisea XI 13–19). Con esto se prepara una ironía: ¿por qué se persigue al que “rebaja” el sol a fenómeno físico, pero no se acusa de impiedad a quienes, en la práctica, viven como si no existiera? Esa asimetría es el trampolín para el argumento central de este fragmento: la superstición es más sacrílega que la negación, porque no solo “niega” o “omite” a los dioses, sino que les atribuye lo peor.

Plutarco formula entonces una comparación personal fulminante: preferiría que dijeran “Plutarco no existe” antes que lo describieran como un ser caprichoso, iracundo y vengativo por nimiedades, que devora a alguien por no visitarlo o golpea a un niño por un descuido. La lógica es transparente: negar una existencia puede ser falso, pero atribuir a alguien una naturaleza moral monstruosa es una calumnia más grave. Para ilustrarlo, Plutarco alude a la rabia de Hécuba contra Aquiles (“ojalá pudiera yo, abrazándolo, devorar por medio su hígado”), eco homérico de Ilíada XXIV 212–213, y a un motivo mítico donde Ártemis castiga con el jabalí calidonio la falta de sacrificios (Homero, Ilíada IX 533 ss.; Pausanias I 27, 9). El punto no es “histórico”, sino ético: incluso si esas imágenes existen en la tradición poética, la superstición las fija como retrato literal del carácter divino y convierte la piedad en terror.

A continuación aparece el episodio de Timoteo cantando a Ártemis en Atenas con adjetivos violentos (“loca, posesa, fatídica, rabiosa”), y el comentario mordaz de Cinesias: “ojalá tengas tú una hija parecida” (Bergk, Poet. Lyr. Frag., III; Plutarco, Mor. 22A). La broma funciona como argumento: si sería espantoso tener una hija así, ¿por qué sería piadoso atribuírselo a una diosa? Plutarco remacha: los supersticiosos aceptan —o producen— cosas “iguales o peores” sobre Ártemis, y el texto incluye un fragmento poético muy mutilado sobre purificaciones tras contacto con ahorcados, partos, duelo, cruces de caminos y relación con un asesino (Bergk, Poet. Lyr. Frag., III, p. 680; Lobeck, Aglaophamus; Abernetty, De Plutarchi… 53–58). El contenido subyacente es claro aunque el verso esté corrupto: la diosa se vuelve una especie de policía ritual, irritada por impurezas de la vida cotidiana, lo que convierte el culto en obsesión persecutoria.

Plutarco amplía el mismo reproche a otros dioses: Apolo (temido por la peste: Homero, Ilíada I 10), Hera (engañosa: Ilíada XIX 100 ss.), Afrodita (placer y tormento: Eurípides, Hipólito 5 ss.). No está diciendo que esos dioses “sean” así, sino que el supersticioso los teme como si fueran así, y por eso su relación con ellos es psicológicamente incompatible con la confianza y la gratitud. Ese desplazamiento permite una tesis decisiva: no solo es impío “decir vilezas” de los dioses; también es impío pensarlas. De hecho, Plutarco sostiene que la blasfemia es odiosa porque revela hostilidad interior: el habla injuriosa nace de una opinión injuriosa. Por tanto, creer que los dioses son “locos, infieles, inconstantes, vengativos, crueles y ofendidos por bagatelas” es una impiedad interna, aunque se cubra de sacrificios.

Por eso el texto explica el “odio religioso” como consecuencia inevitable: si el supersticioso cree que sus mayores males provienen de los dioses, necesariamente los odiará y temerá; y si los odia y teme, es su enemigo, aunque los adore externamente. Plutarco introduce aquí una analogía política brillante: igual que se honra a un tirano con estatuas de oro mientras se lo odia en silencio, el supersticioso realiza rituales por miedo. Cita Antígona 291 (“agitando la cabeza”) como gesto de resentimiento reprimido, y luego enumera cortesanos y guardaespaldas que halagaban a reyes o emperadores mientras albergaban deseos de venganza: Hermolao con Alejandro (Plutarco, Vida de Alejandro 55 [696C]), Pausanias con Filipo (Aristóteles, Política 1311b2; Eliano, Varia Historia III 45; Diodoro XV 94–95), Quereas con Calígula (conspiración del 41 d. C.). Y remata con un verso homérico: “En verdad yo me vengaría de ti, si tuviera fuerza para ello” (Homero, Ilíada XXII 20). La conclusión psicológica es finísima: el ateo no cree; el supersticioso no quiere creer, pero cree contra su voluntad, porque teme no creer.

El ejemplo de Tántalo intensifica esa psicología del miedo: si pudiera escapar de la piedra que pende sobre su cabeza, celebraría la “libertad” del ateo; pero su debilidad lo mantiene prisionero. La referencia al mito incluye las variantes del castigo (piedra, hambre y sed) y remite a Homero (Odisea XI 583 ss.), Platón (Protágoras 315C) y Eurípides (Orestes 4 ss.). Plutarco usa el mito como imagen de un estado mental: el supersticioso vive bajo una amenaza suspendida, constante, sin descanso.

Luego llega un giro causal muy importante: la superstición no solo es peor que el ateísmo; además, engendra ateísmo. Plutarco sostiene que el ateísmo no nace porque la gente vea defectos en el cosmos —que Platón describe como “muy grande, muy bueno, muy hermoso y perfecto” (Timeo 92c)— ni por desorden astral o estacional, ni por los movimientos de sol y luna (y cita el lenguaje platónico “artesanos del día y de la noche”, Timeo 40c; también en Plutarco, Mor. 937E, 938B, 1006E). Nace, más bien, por el espectáculo de la superstición: gestos indecorosos, encantamientos y magias, vueltas rituales (posible práctica de giros en purificaciones), golpes de tambor para “ahuyentar” espíritus en eclipses (Plinio, Historia Natural II 54), “purificaciones impuras” y reglas de abstinencia (katharmoí / hagneioi), y castigos bárbaros delante de templos. Esa conducta hace que algunos concluyan: “mejor que no existan dioses” si los dioses se complacen en eso. Aquí Plutarco introduce un juicio moral de gran calado: la superstición calumnia a los dioses y, al hacerlo, vuelve razonable —aunque no verdadero— el rechazo ateo.

El texto empuja ese argumento al extremo con ejemplos etnográficos e históricos. Pregunta si no habría sido mejor que ciertos pueblos (gálatas y escitas) no tuvieran noticia de dioses, antes que creer en divinidades que se complacen en sacrificios humanos (César, Guerra de las Galias VI 16; Heródoto IV 70–72). Luego pasa a Cartago: habría sido más útil que adoptaran “ateos” célebres (Critias o Diágoras) como legisladores que continuar con sacrificios de niños a Crono (equivalente de El/Baal/Moloch/Saturno), práctica discutida por la erudición antigua y mencionada por Plutarco también en Mor. 175A y 522A; Diodoro X 14 sugiere persistencia. La descripción es deliberadamente insoportable: compra de hijos a pobres, sacrificio consciente, madres obligadas a no llorar (si lloraban perdían el dinero), flautas y tambores para tapar los gritos. Plutarco contrasta esto con Empédocles, que critica sacrificar animales desde la doctrina de la transmigración (Diels, Frag. Vorsokr., I: Empédocles B 137): allí el padre mata al “hijo” sin saberlo; en Cartago lo hacen sabiéndolo. La comparación es ética: la superstición puede hacer que lo impensable parezca piedad.

Plutarco añade una hipótesis para mostrar el absurdo: si en vez de dioses nos gobernaran Tifones o Gigantes —figuras míticas asociadas a crueldad y violencia (Hesíodo, Teogonía 820 ss.; Píndaro, Pítica I 15 ss.; sobre Tifón/Set; y sobre Gigantes: Hesíodo Teog. 132 s., 531 s.; Apolodoro Bibl. 1.1.2; Diodoro V 21, 5)—, ¿qué ritos exigirían? La respuesta implícita es: exactamente los que la superstición ya imagina. A propósito de crueldades rituales, menciona a Amestris, esposa de Jerjes, enterrando vivos a doce hombres para “hacerse propicio” al Hades (Heródoto VII 114; paralelo en III 35). Y contrasta esa imagen con Platón, que define a Hades como un dios humano, sabio y rico que guía las almas por persuasión y razón (probablemente Crátilo 403A–404B). La tensión es deliberada: la superstición inventa un Hades al que se soborna con atrocidades; la filosofía lo describe como orden racional.

El fragmento de Jenófanes funciona como cierre ejemplar: viendo a egipcios golpearse y llorar en fiestas religiosas, dice: “si éstos son dioses, no lloréis; y si son hombres, no les hagáis sacrificios” (Diels, Frag. Vorsokr., I A 13; citado también en Plutarco Mor. 379B y 763C; Aristóteles Retórica 1400b5). La frase ataca la incoherencia emocional que Plutarco viene persiguiendo: rituales que mezclan duelo y sacrificio, compasión y violencia, temor y adoración.

El cierre doctrinal del pasaje es una advertencia moral: la superstición es una “enfermedad” que mezcla más errores y emociones contradictorias que ninguna otra. Pero Plutarco añade una precaución clave: hay que huir de ella sin caer en el extremo contrario. Lo explica con la imagen de quien huye de ladrones o fuego y, por pánico, cae en precipicios: del mismo modo, algunos, al huir de la superstición, caen en un ateísmo “cruel y obstinado”, saltando por encima de la piedad que está en el medio. Aquí aparece explícitamente la doctrina del justo medio aristotélico (Aristóteles, Ética a Nicómaco II 1106b16; paralelo latino: Horacio, Epístolas I 18, 9: virtus est medium vitiorum et utrimque reductum). El resultado final es nítido: Plutarco no quiere reemplazar religión por negación, sino rescatar una piedad racional y benévola, situada entre dos vicios: el ateísmo por carencia y la superstición por exceso deformante.

Conclusión

En Sobre la superstición, Plutarco cierra con una advertencia tan simple como brutal: cuando la piedad se pudre en miedo, ya no honra a los dioses, los calumnia. El ateísmo es una ceguera triste, pero la superstición es peor porque inventa divinidades crueles, vuelve la vida una cárcel sin salida y alarga el terror más allá de la muerte; por eso, incluso alimenta al mismo ateísmo que pretende evitar. La salida no está en saltar de un extremo al otro, sino en recuperar el “medio” de la verdadera religiosidad: una relación con lo divino guiada por la razón, la confianza y la serenidad, donde la fe no sea excusa para la cobardía ni la devoción se confunda con castigo.

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