jueves, 4 de diciembre de 2025

Plutarco - Antiguas costumbres de los espartanos

Plutarco, fascinado por el ideal espartano, reunió en Antiguas costumbres de los espartanos un conjunto de breves relatos que ilustran la vida cotidiana y la disciplina de aquel pueblo, desde la austeridad en la comida y la educación hasta la firmeza moral que, según él, sostuvo a la pólis durante siglos bajo las leyes de Licurgo. Aunque la autoría exacta del tratado sigue siendo discutida —algunos lo consideran un extracto elaborado por el propio Plutarco o por un continuador, otros una recopilación previa a las Vidas—, el texto ofrece una visión coherente de la admiración del queronense por Esparta y bebe de fuentes clásicas como Heródoto, Tucídides y los escritos atribuidos a Jenofonte. En sus cuarenta y dos anécdotas, Plutarco no solo describe costumbres pintorescas, sino que muestra cómo estas prácticas moldeaban un orden político estable y una reputación de excelencia militar y moral que, en su lectura, se perdió cuando se abandonó la legislación licúrguea.

ANTIGUAS COSTUMBRES DE LOS ESPARTANOS

Disciplina, austeridad y control social en las costumbres espartanas

Plutarco presenta un mundo en el que la vida cotidiana de los espartanos está completamente regulada por normas de silencio, contención y obediencia. El ambiente de las comidas comunes, donde un anciano recuerda que por esas puertas “no sale palabra alguna”, funciona como símbolo de una disciplina interior que se exige a todos: la palabra y el gesto están vigilados, porque la comunidad debe mantenerse unida por autocontrol y sobriedad.

La austeridad aparece no solo en el alimento, ejemplificada por el célebre caldo negro que solo puede apreciar quien ha sido endurecido por la vida espartana, sino también en los hábitos de desplazamiento: los ciudadanos vuelven a sus hogares sin antorcha para entrenar la valentía y la seguridad en la oscuridad. Todo acto cotidiano se convierte en un ejercicio formativo. La educación formal es mínima; aprenden lo estrictamente necesario, porque lo esencial es saber obedecer, resistir y combatir. La vida entera está orientada a forjar carácter más que a alimentar la mente con saberes librescos.

La dureza corporal es igualmente parte del programa educativo. Los espartanos visten poco, usan un único manto durante todo el año y evitan baños y aceites. Los jóvenes duermen en camastros hechos con sus propias manos, sin herramientas, y recurren en invierno a hierbas que consideran generadoras de calor. Cada aspecto del día está pensado para entrenar el cuerpo y, con él, la voluntad. Incluso las relaciones afectivas están reguladas: se permite amar el alma de los jóvenes serios, pero cualquier deshonor corporal se castiga con la pérdida de ciudadanía, porque la virtud individual es un asunto público.

La vigilancia social es constante. Los ancianos cuestionan a los jóvenes sobre sus movimientos y motivos; quien no sabe responder es reprendido, y quien no corrige a tiempo una falta ajena recibe el mismo castigo que el infractor. Así, la comunidad entera se convierte en red de control mutuo. La corrección no es solo externa: el culpable debe cantar su propia censura mientras recorre la ciudad, interiorizando la vergüenza como mecanismo educativo. El respeto por los mayores cierra este cuadro: no solo se obedece a los propios padres, sino a cualquier anciano de la ciudad, de modo que cada ciudadano ejerce autoridad sobre los hijos y bienes del vecino como si fueran propios.

Austeridad extrema, control comunitario y formación moral en Esparta

Plutarco continúa mostrando cómo la educación espartana funcionaba como un sistema coherente de disciplina donde la comunidad tenía autoridad incluso sobre los hijos de otros. Si un niño era castigado y luego su padre no reforzaba ese castigo, ello resultaba vergonzoso: se presumía una confianza absoluta en que ningún ciudadano impondría órdenes indecorosas. Esta norma consolidaba la idea de que la crianza era responsabilidad de toda la pólis y que los hijos no pertenecen solo a sus padres, sino a la comunidad que los forma.

La práctica del robo como parte del entrenamiento revela el carácter paradójico de la pedagogía espartana: se enseñaba a los jóvenes a sustraer alimentos con destreza, no por corrupción, sino para entrenar audacia, agudeza y resistencia. El castigo recaía no en robar, sino en dejarse atrapar, lo que subraya el valor del ingenio y el autocontrol. Esta costumbre se vincula directamente con la alimentación deliberadamente escasa: pasar hambre no era una desgracia, sino un ejercicio educativo para templar el cuerpo, volverlo ligero, flexible y capaz de soportar largas campañas militares sin depender de recursos abundantes. La frugalidad, así entendida, producía cuerpos ágiles y espíritus resistentes.

Junto a esta dureza material, Plutarco destaca el papel esencial de la música, concebida no como ocio, sino como un medio para despertar el ánimo, elevar la inteligencia y reforzar la memoria de la virtud. Las canciones exaltaban a los héroes que habían muerto noblemente y censuraban a los cobardes, funcionando como un programa moral colectivo. La estructura de los tres coros —ancianos, hombres maduros y niños— expresaba la continuidad generacional del ideal espartano: pasado, presente y futuro se reconocen mutuamente en un diálogo musical que promete superación constante. Incluso en la marcha militar, la música acompaña el avance para armonizar valor y disciplina; por ello se ofrecían sacrificios a las Musas antes de entrar en batalla.

La defensa de la música tradicional era tan rígida que incluso Terpandro, célebre citarista, fue sancionado por añadir una cuerda adicional a su instrumento, y Timoteo de Mileto enfrentó la posibilidad de ver cortadas sus cuerdas “extra”. Esto muestra un rechazo radical a la innovación artística, pues para Esparta la simplicidad musical estaba unida al carácter moral: lo complejo y lo ornamental se veía como amenaza a la disciplina.

El tratamiento de la muerte también revela la racionalidad austera del sistema licúrgueo. Al permitir que los difuntos fueran enterrados dentro de la ciudad y cerca de los templos, se eliminaba la idea de impureza y se normalizaba la presencia de la muerte como parte de la vida cívica. Se prohibieron los ajuares funerarios, los lamentos excesivos y las inscripciones, salvo para quienes cayeron en guerra. Así, incluso la muerte debía igualar, sobriedad y memoria honorable, reforzando que la verdadera distinción no se basa en riqueza, sino en virtud.

No se permitía viajar sin motivo para evitar que los ciudadanos adoptaran costumbres ajenas más relajadas o corruptas, y se expulsaba a los extranjeros para impedir que introdujeran hábitos contrarios a la disciplina local. Esparta buscaba mantener un ecosistema moral cerrado, donde nada externo pudiera debilitar la cohesión comunitaria ni la dureza del carácter cultivado por generaciones.

Consagración al ideal comunitario y rechazo absoluto de la desviación

La educación descansaba en la confianza mutua entre adultos: si un niño denunciaba un castigo recibido y su padre no reforzaba ese castigo, el reproche caía sobre el padre. Se asumía que ningún espartano mandaría algo vergonzoso a un niño, lo que muestra un altísimo grado de cohesión normativa. Incluso la posibilidad de que un extranjero adoptara plenamente la disciplina licúrguea abría, según algunos, la puerta a su integración, siempre que se sometiera desde el inicio a la misma dureza.

El ideal comunitario se expresa también en la propiedad y en el uso de los bienes. No se permitía vender, pero todos podían usar los sirvientes, perros o caballos del vecino cuando era necesario, siempre con respeto a la necesidad del dueño. En el campo, quien requería algo podía abrir el compartimento ajeno, tomar lo justo y volver a cerrarlo. Esta práctica revela una ética de confianza y reciprocidad que sustituye la noción de propiedad absoluta por una disponibilidad orientada al bien común.

La guerra, por su parte, se ritualizaba con signos que reforzaban tanto la identidad como la estrategia. Los guerreros vestían de rojo, color viril que camuflaba la sangre y sembraba temor en los inexpertos. La valoración estratégica aparece también en sus sacrificios: un buey si vencían por astucia, un gallo si vencían en batalla abierta, inculcando la idea de que el ingenio vale tanto como el valor. Incluso en la plegaria se observa austeridad: pedían soportar la injusticia y recibir solamente el premio que merecían por su valentía, nunca favores excesivos.

La religiosidad espartana estaba impregnada de espíritu guerrero: veneraban a Afrodita armada y representaban a todos los dioses con lanzas, porque la virtud marcial era atributo universal. Un proverbio característico aconseja “ofrecer la mano cuando la fortuna llama”, lo que resume la doctrina espartana de actuar mientras se invoca a los dioses, nunca esperar pasivamente su ayuda.

El recurso pedagógico de mostrar a los niños a hilotas ebrios servía para aleccionarlos contra la embriaguez, reforzando el ejemplo negativo como forma de educación moral. En la vida privada persistía la austeridad: no golpeaban puertas, sino que llamaban desde afuera, y en lugar de usar raspadores de hierro empleaban instrumentos hechos de caña, evitando cualquier exceso o lujo. Su rechazo a la comedia y la tragedia respondía al temor de escuchar burlas o críticas hacia las leyes de Esparta, lo que podría introducir disenso en una comunidad que dependía del consenso absoluto.

La expulsión de Arquíloco ilustra este rechazo a cualquier expresión que pudiera cuestionar el ideal heroico. Su célebre verso justificando la pérdida del escudo —salvar la vida antes que mantener el arma— resultó intolerable: la cobardía poética era incompatible con la educación cívica. Del mismo modo, quienes cometían actos aparentemente menores —ser engañado por muchos, bordar una túnica en vez de usarla simple, o conocer demasiado bien un camino sospechoso— podían recibir sanción. Esto demuestra que la vigilancia social era tan intensa que cualquier desviación, incluso simbólica, ponía en entredicho el modelo de virtud que la pólis necesitaba preservar.

Decadencia, contradicción y crisis del ideal espartano

En estos últimos pasajes, Plutarco muestra cómo el rígido sistema licúrgueo, tan admirado por su capacidad para producir disciplina y cohesión, también generó tensiones internas que anunciaban su decadencia. La expulsión de Cefisofonte, quien presumía poder hablar sin cesar sobre cualquier tema, revela el rechazo espartano a la retórica vacía y al discurso desconectado de la acción. Para ellos, la palabra debía corresponder a los hechos, y no existir como habilidad autónoma. Este principio sintetiza la diferencia entre Esparta y el resto de Grecia: mientras otras ciudades cultivaban el diálogo y la técnica oratoria, los espartanos sospechaban de la palabra que no naciera de la virtud.

La “flagelación” ritual en el altar de Ártemis Ortia, donde niños eran azotados hasta límites extremos —a veces mortales—, luce para Plutarco al mismo tiempo terrible y admirable. Su sentido residía en enseñar a soportar el dolor con orgullo, como parte de la formación cívica. El sufrimiento se convertía en competencia y honor, y quien resistía más adquiría una reputación insigne. La pedagogía espartana aparece aquí en su forma más radical: el cuerpo se transforma en instrumento para templar el espíritu, y la comunidad premia la resistencia como virtud suprema.

La abundancia de tiempo libre, que Plutarco considera uno de los mayores beneficios otorgados por Licurgo, muestra la función económica de los hilotas. Al estar prohibido para los ciudadanos el trabajo manual y la acumulación de riqueza, podían dedicarse por entero a la política, la educación y la guerra. Sin embargo, esta estructura se sostenía sobre la explotación de los hilotas, quienes trabajaban la tierra y entregaban tributos fijos. Para evitar abusos, se prohibía pagarles más de lo estipulado, pues cualquier exceso podría despertar aspiraciones o resentimientos. Esparta construyó así un modelo que transformaba la igualdad cívica en privilegio sostenido por una clase subordinada.

La prohibición de ser marinos ilustra el temor a la corrupción moral: el contacto con el mar introducía lujos, comercio y modos de vida considerados indisciplinados. Sin embargo, Esparta terminó necesitando la guerra naval y, al dominar el mar, descubrió también su propio riesgo: la riqueza. Cuando Lisandro trajo a la ciudad oro y plata tras la derrota de Atenas, se abrió la puerta a aquello que un antiguo oráculo había advertido: “El amor a la riqueza matará a Esparta.” Lo que antes era virtud compartida —la pobreza, la frugalidad, la igualdad— empezó a erosionarse cuando el metal circuló y los honores se compraron. La condena a muerte de quienes acumularon dinero muestra el intento desesperado de frenar esa transformación.

Plutarco concluye con una reflexión histórica: mientras Esparta siguió fiel a la legislación de Licurgo y a los juramentos que la sostenían, fue la primera de Grecia en buen gobierno y reputación durante quinientos años. Pero cuando la ambición y el deseo de lucro se infiltraron, su poder se debilitó, sus aliados se volvieron en su contra y, tras la hegemonía macedonia, solamente Esparta conservó parte de su independencia gracias al pequeño residuo de su antigua disciplina. Todo acabó cuando incluso ese rescoldo desapareció y los propios ciudadanos se tiranizaron entre sí, perdiendo la libertad y la identidad que los habían hecho singulares. La Esparta sometida por Roma no es, para Plutarco, más que una sombra de lo que fue.


Conclusión

Esta breve pero poderosa obra de Plutarco funciona como un espejo fascinante donde vemos a Esparta elevarse hasta la grandeza y caer por la grieta que ella misma abrió; al reunir estas costumbres —tan duras, tan extrañas, tan coherentes entre sí—, Plutarco no solo retrata a un pueblo moldeado por la disciplina y la austeridad, sino que advierte con dramatismo que toda constitución, por invencible que parezca, se destruye cuando traiciona sus propios principios. Esparta brilló quinientos años mientras mantuvo vivo el fuego de Licurgo, pero en cuanto dejó entrar la codicia, el edificio entero se vino abajo: su ejemplo permanece como una lección vibrante sobre cómo la grandeza política depende, en último término, de la fortaleza moral de quienes la sostienen.

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