En Erótico, Plutarco se mete de lleno en el gran tema humano por excelencia: qué es amar y qué tipo de amor merece realmente ese nombre. Con la elegancia de un diálogo a lo Platón, pero con sello propio y maduro, arma un verdadero “drama filosófico” donde chocan la pederastia y el amor heterosexual, hasta desembocar en una defensa apasionada del amor entre hombre y mujer dentro del matrimonio: una unión completa —de amistad, deseo, virtud y vida compartida— guiada por Eros no como capricho, sino como fuerza divina que eleva, ordena y vuelve más noble la existencia.
ERÓTICO
Personajes que hablan aquí:
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Flaviano: interlocutor que le pide a Autobulo que relate los coloquios.
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Autobulo: narrador (hijo de Plutarco) que va a “reproducir” el debate sobre el Amor ocurrido tiempo atrás.
Flaviano abre con una pregunta muy calculada: confirma el lugar (el Helicón) y la fuente del relato (si Autobulo lo escribió o lo memorizó tras oírlo muchas veces de su padre). Esto instala de inmediato un tema clásico del diálogo filosófico: la tensión entre memoria y escritura, que el propio texto anota como un eco explícito del Fedro y del Teeteto de Platón (además de un paralelo con los Amores atribuidos a Luciano).
Autobulo responde ubicando el evento en un marco solemne y culturalmente cargado: el Helicón “junto a las Musas”, durante una fiesta tespiea dedicada a Eros y a las Musas. No es un detalle decorativo: el Helicón es “territorio” de inspiración poética y religiosa (Hesíodo y las Musas heliconíadas).
Luego Flaviano “marca la cancha” con una ironía elegante: le pide a Autobulo que no haga la típica introducción paisajística (prados, umbrías, enredaderas), propia de la épica y, sobre todo, típica de quienes imitan con exceso el locus amoenus del Fedro (las orillas del Iliso, el agnocasto/sauzgatillo, la hierba en pendiente).
Autobulo contesta con algo clave para entender el Erótico: dice que no necesita esos preámbulos porque el asunto “exige un coro” y “necesita una escena”, y que no le faltan los demás elementos de un drama. Es decir, define el relato como si fuera teatro: habrá acción, entradas y salidas, mensajeros, tensión emocional, y un debate que funciona como agón (disputa dramática) más que como charla decorativa. El amor no se examina como teoría fría, sino como conflicto vivo con intensidad afectiva (páthos).
Autobulo hace una invocación religiosa: pide ayuda a “la madre de las Musas”. Con esto remata la apertura en registro solemne: la narración se presenta como algo que requiere asistencia divina para recordar y para “poner en escena” el relato correctamente. En conjunto, este inicio cumple tres funciones: (1) legitima la transmisión del discurso (memoria/escritura), (2) fija un marco sagrado-poético (Helicón, Musas, Erotidias), y (3) declara la forma: un diálogo que se comporta como drama más que como simple exposición.
Plutarco y su matrimonio
Plutarco, recién casado con Timóxena, acude a Tespias para ofrecer un sacrificio a Eros como consecuencia de una desavenencia familiar surgida entre ambas casas. El amor conyugal de Plutarco se presenta desde el inicio como experiencia vivida, no como teoría abstracta, y el sacrificio al dios Amor subraya que el matrimonio queda inscrito bajo una tutela divina. El gesto de llevar consigo a su esposa indica además que el rito compete a ella, reforzando la dignidad religiosa y moral de la mujer dentro del marco amoroso y familiar.
Plutarco aparece rodeado de un grupo variado de amigos y conocidos procedentes de distintas regiones del mundo griego: Beocia, Fócide, Tarso en Asia Menor y Lacedemonia. Esta diversidad geográfica refuerza el carácter panhelénico del coloquio y anticipa la pluralidad de posturas filosóficas que se enfrentarán. Durante algunos días, el grupo se dedica tranquilamente a “filosofar” en espacios públicos como palestras y teatros, lo que sitúa el diálogo en el ámbito clásico de la conversación cívica. El traslado posterior al Helicón, para evitar un certamen musical lleno de rivalidades, se describe casi en términos militares (“como de territorio enemigo”), con una ironía que alude al carácter litigioso de los tespieos, proverbial en la Antigüedad (Dicearco; Eliano).
El núcleo dramático se introduce con la llegada de Antemión y Pisias, ambos interesados amorosamente en Bacón, joven efebo célebre por su belleza. La rivalidad entre ellos no es simplemente personal, sino que encarna dos concepciones opuestas del amor. A este triángulo se suma la figura decisiva de Ismenodora, viuda rica, noble y de conducta intachable. Plutarco subraya con insistencia su decencia moral: su viudez prolongada sin murmuraciones, su juventud y su belleza, y su intención explícita de no actuar de manera deshonesta. Cuando Ismenodora se enamora de Bacón, no lo hace desde el capricho ni la lujuria, sino con la voluntad clara de casarse públicamente y vivir con él conforme a la ley.
El conflicto surge porque este proyecto amoroso rompe los esquemas sociales tradicionales. La diferencia de edad —una mujer madura y un joven efebo— invierte el modelo habitual del matrimonio griego, donde un hombre adulto se casaba con una muchacha adolescente. De ahí las burlas de los compañeros de Bacón y la vergüenza del propio joven ante la idea de casarse con una viuda. Sin embargo, el texto deja ver que estas resistencias no son argumentos morales profundos, sino presiones sociales y miedo al ridículo.
La oposición más seria proviene de Pisias, presentado como el más austero de los amantes de Bacón. Él se opone al matrimonio y acusa a Antemión de “entregar” al joven a Ismenodora, mientras Antemión replica que Pisias actúa como los malos amantes descritos por Platón, aquellos que desean que el amado permanezca sin casa, sin matrimonio y sin responsabilidades para disfrutarlo más tiempo en las palestras. La pederastia, aun cuando se presente como educativa o noble, puede convertirse en una forma de egoísmo que priva al joven de una vida plena y socialmente integrada.
Para evitar que la disputa derive en cólera, Antemión y Pisias acuden a Plutarco y a sus compañeros como jueces y árbitros. Este gesto transforma el problema privado en un caso filosófico: el amor se somete a examen racional y moral. Dafneo y Protógenes parecían “preparados” de antemano para defender cada uno una postura, anticipando el agón retórico que estructurará el diálogo.
La primera intervención de Dafneo introduce un tono irónico y literario al acusar a Protógenes de combatir al Amor, precisamente él cuya vida gira enteramente en torno a él. Para ridiculizarlo, Dafneo recurre a una doble alusión poética: primero al mito de Layo y Crisipo, considerado en la tradición el primer ejemplo de pederastia en Grecia, y luego a un verso de Arquíloco que describe el vuelo rápido del deseo amoroso a través del mar. Con estas citas, Dafneo sugiere que el amor de Protógenes no es elevado ni filosófico, sino errante, inquieto y dominado por el impulso.
El Verdadero amor
Protógenes parte reaccionando a la burla: dice que no combate al Amor, sino que combate la incontinencia y la lujuria que “bautizan” con nombres nobles actos vergonzosos. Dafneo lo enfrenta de inmediato con una pregunta moral y religiosa: si Protógenes considera vergonzoso el matrimonio y la unión hombre-mujer, cuando —según él— no existe vínculo más sagrado. Aquí ya se dibuja el eje del diálogo: Protógenes intenta “purificar” el Amor separándolo del sexo heterosexual (y rebajándolo a simple necesidad), mientras Dafneo intenta dignificar el amor conyugal y mostrar que puede ser amor verdadero.
Protógenes concede algo tácticamente: el matrimonio es necesario para la procreación, y por eso los legisladores lo elogian “ante la multitud”. Pero enseguida lo vacía de eros: afirma que en el gineceo no hay nada del verdadero Amor, y que lo que los hombres sienten por mujeres se parece más al apetito interesado de moscas, abejas o criadores que engordan animales: hay utilidad y placer, no amor. Su analogía central refuerza la idea: así como comer es natural pero el exceso es glotonería, el sexo heterosexual sería una necesidad natural moderada, y lo que ustedes llaman “amor” sería solo impulso violento. En cambio, el Amor auténtico sería el que prende en un alma joven y bien dotada y culmina en virtud mediante amistad: esta tesis es marcadamente platónica/estoica (amor como camino a virtud/philía).
Para sostener su reducción del deseo heterosexual al placer, Protógenes introduce un ejemplo “hedonista” atribuido a Aristipo: si le reprochan que Lais no lo ama, él responde que el vino y el pescado tampoco lo aman, y aun así los disfruta. La cita funciona como golpe retórico: el deseo busca placer, y por tanto no necesita reciprocidad ni amistad; en cambio, el “Amor” verdadero no se quedaría donde no hay esperanza de amistad. En esa línea, Protógenes añade una cita trágica (de obra desconocida) sobre “cambiar en ganancia el desprecio” del cónyuge; y remata con una burla de Filípides sobre Estratocles (“besas apenas su coronilla”), para insinuar matrimonios fríos donde el hombre aguanta por sexo, no por amor.
Con esas piezas, Protógenes construye una descalificación simbólica muy agresiva: si a ese deseo por mujeres se le llama amor, sería un amor “femenil y bastardo” que termina en el gineceo “como en un Cinosarges” (lugar asociado a los ilegítimos). La comparación con las águilas refuerza el mismo punto: existe un águila “genuina” (la homérica, negra y cazadora), y hay águilas bastardas que pescan en estanques; así también habría un solo Amor genuino: el amor por muchachos. Luego contrasta el “amor por doncellas” (perfumes, brillo, deseo resplandeciente) con el amor “sobrio” que se ve en escuelas filosóficas y gimnasios, presentado como “caza” de jóvenes que exhorta a la virtud: aquí Protógenes usa una estética moralizante para ligar pederastia con ascetismo y educación. Y culmina atacando el amor heterosexual como “lánguido y casero”, entregado a placeres “no viriles”. Para rematar, invoca una norma atribuida a Solón: prohibición a esclavos de “amar a muchachos” y ungirse en gimnasios, pero no de acostarse con mujeres; Protógenes interpreta eso como prueba de que la amistad es noble y el placer es innoble, y que el amor a muchachos pertenece a lo elevado.
Dafneo contraataca con una inversión ingeniosa: toma a Solón como “pauta del hombre amoroso”, pero cita versos del propio Solón que celebran explícitamente el deseo por un muchacho “mientras en las ansiadas flores de la juventud…”. Y suma a Esquilo (de los Mirmidones) con el reproche de Aquiles a Patroclo (“la venerable pureza…”), autoridad que, en la tradición, se leyó en clave pederástica. Con esto Dafneo hace dos cosas a la vez: (1) muestra que Protógenes no puede monopolizar la “autoridad” cultural; y (2) empieza a preparar su argumento principal: si la pederastia, aun siendo “antinatural”, no destruye el afecto, entonces es más razonable que el amor heterosexual —conforme a naturaleza— conduzca todavía mejor a amistad.
El concepto clave que Dafneo instala es cháris (“gracia”, “complacencia amorosa”). Dice que los antiguos llamaron “gracia” a la complacencia de la hembra al varón, y encadena ejemplos: Píndaro (Hefesto nacido “sin las Gracias”), Safo (“sin gracia”), una tragedia adespota sobre lograr “sus gracias” por persuasión o violencia. Con esa cadena, Dafneo sugiere que el amor heterosexual tiene un componente de reciprocidad voluntaria (persuasión, favor, consentimiento) que puede volverse noble. En cambio, la “gracia” obtenida de varones por violencia o por “afeminamiento” contra naturaleza sería una “gracia desgraciada”: indecorosa e infeliz.
Luego Dafneo hace un movimiento decisivo: afirma que, en verdad, la pasión es una y la misma hacia muchachos y hacia mujeres; pero si Protógenes insiste en distinguir, entonces el amor por muchachos aparece como bastardo y reciente que intenta expulsar al amor genuino y más antiguo. Para probar la “recencia”, Dafneo introduce historia cultural: habría entrado “anteayer” en gimnasios con la desnudez pública. Y eleva el amor conyugal con un argumento antropológico platónico: el matrimonio contribuye a una “inmortalidad” del género humano mediante la procreación, “reavivando” la naturaleza mortal.
Tras eso, Dafneo lanza una crítica moral muy dura: ese amor pederástico “niega el placer” porque lo cubre de vergüenza y temor, y entonces necesita el pretexto de “amistad y virtud”. Aquí aparece la sátira de la hipocresía: se cubre de polvo, baños fríos, ceño fruncido, pose filosófica, como si obedeciera a la ley; pero en realidad, de noche, “dulce es la cosecha en ausencia del guardián” (cita trágica adespota). El golpe no es solo sexual: Dafneo acusa a Protógenes de “sublimar” el deseo con un discurso noble para obtener acceso a cuerpos jóvenes.
Si la relación, dice Dafneo, con muchachos no participa de los placeres sexuales (como Protógenes pretende), ¿cómo puede existir Amor sin Afrodita? Un Amor sin Afrodita sería como borrachera sin vino: una turbación imperfecta, que hastía. Con esto Dafneo vuelve a unir lo que Protógenes separaba: eros no es solo virtud abstracta; también incluye deseo y corporalidad, y el problema no es el cuerpo en sí, sino su orden moral y natural.
La amistad y los dioses
Pisias irrumpe “visiblemente furioso” contra Dafneo. Su estrategia no es argumentar con calma, sino desacreditar moralmente el amor heterosexual mediante imágenes humillantes. Los acusa de admitir que están “ligados por sus miembros viriles a la hembra, como los perros”, y de expulsar al dios (Eros) de los gimnasios, paseos filosóficos y conversación “a la luz del sol” para encerrarlo en burdeles, entre navajas, pócimas y hechizos. Con esto, Pisias intenta fijar una oposición tajante: lo pederástico (según él) sería público, filosófico y puro, mientras lo heterosexual sería oscuro, degradado y supersticioso (hechizos, pócimas), asociado a mujeres licenciosas. No discute solo “qué amor es mejor”, sino que reubica uno en el terreno de la virtud y el otro en el del vicio.
Pisias remata con un punto social-moral muy importante: dice que para las mujeres honestas “ni enamorarse ni dejarse amar” es decoroso. Es decir, se apoya en un supuesto de la moral tradicional: la mujer respetable debe ser pasiva en el deseo, y por tanto el amor heterosexual (que implicaría reciprocidad afectiva) sería sospechoso desde el inicio. Este es exactamente el tipo de premisa que el Erótico terminará erosionando: la obra quiere mostrar que puede existir amor, virtud y fidelidad dentro del matrimonio, y que la mujer puede participar de la excelencia moral.
En ese momento interviene Plutarco (como “mi padre”), y el narrador recalca su entrada con una exclamación cargada de gravedad: “Estas palabras hacen armarse al pueblo argivo…”, una cita trágica. La función de esta cita es clara: Plutarco compara la salida de Pisias con un discurso capaz de levantar una asamblea o provocar un motín: mucho pathos, mucha violencia verbal. Con esto, Plutarco desautoriza el tono incendiario de Pisias y lo presenta como peligroso e injusto.
Luego Plutarco realiza un giro psicológico brillante: dice que la desmesura de Pisias los “convierte” en partidarios de Dafneo, porque Pisias caricaturiza el matrimonio como una unión sin amor y sin amistad divina. Plutarco afirma lo contrario: si falta la gracia y la complacencia amorosa (cháris), esa unión apenas se sostiene por pudor y miedo, “con yugos y frenos”. Aquí Plutarco está defendiendo una tesis estructural del diálogo: el matrimonio digno no se basa en control coercitivo, sino en una combinación de amor + amistad + gracia, bajo inspiración divina. Es una respuesta directa a la idea de Pisias de que la mujer honesta no debe amar: Plutarco sugiere que sin esa dimensión amorosa, el matrimonio se vuelve una prisión.
Pisias, en vez de retractarse, cambia de táctica: intenta explicar por qué Dafneo defiende tanto el matrimonio. Lo hace con un símil metalúrgico: a Dafneo le pasa “lo mismo que al cobre”, que se funde no tanto por el fuego propio sino porque se le vierte encima cobre encendido; o sea, Dafneo no se “enciende” por Lisandra (su amada), sino por convivir con alguien “inflamado” y lleno de fuego. El texto mismo aclara que ese “inflamado” probablemente alude al propio Plutarco, recién casado y ferviente defensor del amor conyugal. Pisias sugiere entonces que Dafneo está siendo “contagiado” por entusiasmo ajeno y que, si no “huye” al lado de Pisias, terminará fundiéndose con los pro-matrimonio. Es una acusación de parcialidad: el juicio estaría ya inclinado.
Sin embargo, Pisias reconoce que está chocando con los jueces y se detiene, y Antemión aprovecha para encauzar: “desde el principio se debía hablar de nuestro tema”. Se pasa así desde la disputa abstracta pederastia/heterosexualidad a lo concreto: si Bacón debe o no casarse con Ismenodora.
En el capítulo 7, Pisias formula su argumento principal contra el matrimonio, y ya no se centra en “moral sexual”, sino en economía y poder. Dice: “todas las mujeres pueden tener amante” (una generalización misógina que reduce el riesgo moral al “ser mujer”), y sostiene que el joven debe evitar la riqueza de Ismenodora, porque al mezclarlo con tanto boato lo haría desaparecer “como el estaño en el cobre”. Es decir, la riqueza de ella lo absorbería, lo anularía, lo diluiría en un mundo social y material demasiado grande para él.
Pisias concede una excepción: si la mujer fuera “modesta y sencilla”, el joven podría predominar “como el vino” en la mezcla. Pero aquí —dice— ocurre lo contrario: ella mandará y dominará, porque no habría rechazado pretendientes célebres y ricos para querer a un joven con clámide que aún necesita pedagogo. La clámide y el pedagogo subrayan la condición de efebo, aún no plenamente adulto, reforzando el argumento: Bacón sería demasiado joven para entrar como igual en una casa poderosa.
Pisias afirma que los hombres sensatos “recortan” las riquezas excesivas de sus mujeres, como si fueran alas, porque generan arrogancia, vanidad e inconstancia; y si no vuelan, igual es preferible estar “atado con cadenas de oro” (comparación con Etiopía) antes que sometido por la riqueza de una mujer. Aquí Pisias asocia riqueza femenina con dominación y humillación masculina: el miedo de fondo no es solo moral, sino pérdida de control y estatus.
Matrmonio con virtud
Protógenes retoma el ataque desde un flanco “tradicional”: acusa que el plan de unir a un efebo con una mujer mayor contraviene a Hesíodo, quien fija edades apropiadas para el matrimonio: alrededor de los treinta para el varón y una mujer “que pase cuatro años de la pubertad y al quinto se case”. Esta cita cumple una función de “norma cultural”: Protógenes no discute la calidad moral de Ismenodora, sino que apela a un patrón social antiguamente sancionado por autoridad poética.
Luego, Protógenes desarrolla una ironía destinada a humillar a Ismenodora: si “arde en deseo”, debería comportarse como un amante típico —rondar la puerta, cantar ante el portal cerrado, coronar retratos, pelear con rivales—, es decir, adoptar los gestos del amante masculino excluido, propios del tópico del paraklausíthyron (canto ante la puerta cerrada) y del “rondar la puerta” (kōmázein epi thyras). El punto de Protógenes no es descriptivo sino normativo: pretende mostrar que el amor activo en una mujer “se ve ridículo” y por tanto es indecoroso.
La crítica más dura de Protógenes aparece al final: si una mujer tiene pudor, debe quedarse en casa “aguardando pretendientes”; si declara estar enamorada, hay que evitarla y aborrecerla, porque hacer de esa “incontinencia” el comienzo del matrimonio sería inaceptable. Este argumento es clave porque revela el núcleo del prejuicio: no se condena el deseo masculino, sino la agencia femenina. Ismenodora queda condenada no por inmoralidad comprobada, sino por “salirse del rol”.
Plutarco observa que han vuelto a generalizar el debate (“plantean el tema en general”) y declara que no rehúye ser “coreuta del amor conyugal”: retoma la metáfora dramática del diálogo (el coro) y asume que ahora hablará como defensor explícito del matrimonio. Antemión, además, le pide dos cosas: que defienda el amor con más argumentos y que “salga en ayuda de la riqueza”, porque el gran miedo que Pisias está usando es precisamente el poder económico de Ismenodora.
Plutarco responde con una técnica muy suya: convierte en absurdo el “criterio de rechazo”. Pregunta qué reproche no podría hacerse a una mujer si, por amor y riqueza, se va a rechazar a Ismenodora: es rica, sí; ¿y si además es hermosa y joven? ¿y si es de linaje ilustre? Con estas preguntas muestra que el filtro de sus oponentes es infinito: siempre podrán encontrar un motivo para sospechar de una mujer, y así el matrimonio quedaría reducido a escoger “lo peor” por miedo.
Luego ataca un estereotipo complementario: si se idealiza a la mujer honesta como severa, adusta e “insoportable”, hasta el punto de llamarlas “castigos” cuando se enojan con sus maridos, ¿de verdad es ese el mejor ideal matrimonial? Aquí Plutarco conecta con una idea paralela suya en Preceptos matrimoniales: una esposa sin “gracias” puede ser moralmente intachable pero pésima para la concordia amorosa, porque la vida común requiere cháris, trato amable y afecto.
Acto seguido, Plutarco hace un giro polémico: plantea la alternativa grotesca de “tomar de la plaza” una cortesana (Abrotoño, Baquis) y llevarla al hogar como esposa “mediante compra y un chorro de nueces”, aludiendo a rituales de bienvenida y a dos figuras asociadas a la prostitución. Con esto, Plutarco insinúa: si el miedo es la riqueza y la iniciativa de Ismenodora, ¿prefieren entonces la “seguridad” de una mujer comprada? El contraste busca avergonzar la postura rival.
Para destruir el argumento de Pisias (“la riqueza femenina domina al joven”), Plutarco acumula ejemplos históricos y legendarios de mujeres de origen humilde o condición de cortesanas que dominaron a reyes y poderosos: menciona a Agatoclea y Enante en el entorno de Ptolomeo IV, la historia de Semíramis que asciende hasta eliminar a Niño y reinar, y Belestique, cortesana amada por Ptolomeo II a quien se dedican santuarios con la inscripción “Afrodita Belestique”. Remata con el caso de Frine, cortesana de Tespias inmortalizada en templos por Praxíteles. La idea es simple: no es la riqueza lo que esclaviza, porque incluso mujeres pobres pueden dominar de modo “vergonzoso” cuando el hombre es débil.
Con esa base, Plutarco introduce su principio: otros hombres, aun siendo desconocidos o pobres, al unirse con mujeres ricas e ilustres, no se corrompieron ni cedieron en dignidad, sino que compartieron la vida con respeto y “dominio benevolente”. O sea: el problema no es la riqueza de ella, sino el carácter de él. De ahí el símil del anillo: quien encierra a la mujer por miedo, estrechándola “como a un anillo” para que no se le caiga, se parece a los que esquilan yeguas para que al ver su fealdad en el agua acepten ser montadas por asnos. Es una comparación cruel a propósito: muestra que “domar” por humillación degrada a ambos.
Plutarco formula entonces una distinción moral muy precisa: preferir la riqueza de una mujer a su virtud o alcurnia es vil; pero evitar la riqueza cuando va unida a virtud y alcurnia es necio. La riqueza no es el bien supremo; pero, si acompaña a la virtud, no es un motivo racional de rechazo.
A continuación, usa una anécdota política para explicar el punto: Antígono Gonatas recomendaba “hacer fuerte la correa” pero “flaco el perro” para reducir los recursos de Atenas . Plutarco aplica la imagen al matrimonio: al marido de una mujer rica o hermosa no le conviene hacerla fea o pobre (“flaco el perro”), sino hacerse él mismo igual por moderación, prudencia e impavidez. En vez de dominar con recorte económico o control, debe poner en la “balanza” la autoridad del carácter: ese es el tipo de “dominio” justo y útil.
Después, Plutarco desmonta también el argumento de la edad. Dice que el momento adecuado del matrimonio es cuando se puede procrear, y que ella está en plenitud; además —sonriendo a Pisias— no es mayor que algunos amantes rivales de Bacón que ya tienen canas. Con esto los deja en evidencia: toleran la diferencia de edad cuando favorece a hombres, pero la condenan cuando favorece a una mujer. Y añade un argumento psicológico: los jóvenes con jóvenes son difíciles de conciliar; al principio rivalizan y se desordenan, y si encima está Eros como “vendaval sin timonel”, el matrimonio se arruina porque ninguno sabe mandar ni quiere obedecer. Plutarco sugiere que una esposa más prudente y algo mayor puede traer gobierno afectuoso: “beneficiosa por prudencia” y “dulce por afecto”.
Siendo beocios, deben venerar a Heracles y no enojarse por la diferencia de edad, recordando el ejemplo mítico de Heracles que entregó a su esposa Mégara (de 33 años) a Yolao (de 16). Este cierre es estratégico: usa un modelo prestigioso del imaginario beocio para legitimar justamente lo “escandaloso” del caso Bacón-Ismenodora. No pretende que el mito sea una regla jurídica, sino un “precedente simbólico” que rompe el tabú: si la tradición heroica soporta esa inversión, ¿por qué la ciudad habría de escandalizarse?
Rapto nupcial de Bacon
Ismenodora pasa de la persuasión al acto. El mensajero llega “al galope” como en escena bélica para anunciar lo increíble: Ismenodora organiza un rapto de Bacón cuidadosamente planeado, no como violencia sexual sino como “captura” social para consumar el matrimonio. La lógica que la guía es psicológica y social: ella cree que Bacón no detesta el matrimonio, pero se avergüenza frente a los amigos que lo disuaden; por eso decide impedir que “se le escape” por presión del entorno. El pasaje muestra su estrategia: convoca a amigos vigorosos favorables a su causa y a mujeres íntimas; espera el momento ritualizado en que Bacón pasa “decentemente” por su casa tras la palestra, ungido de aceite (marca inequívoca del efebo gimnástico). El gesto de Ismenodora es mínimo —“le tocó sólo la túnica”— y la acción la ejecuta el grupo: lo envuelven “gentilmente” en túnica y manto, lo entran en la casa y cierran las puertas. Todo está narrado como un rapto sin golpes, más cercano a una “escena” dramática que a un crimen.
De inmediato el rapto es “traducido” a clave nupcial: dentro, las mujeres le quitan la túnica y le ponen vestido nupcial; afuera, los criados coronan puertas con olivo y laurel, y una flautista recorre el callejón tocando el aulós, signos típicos de boda.
La ciudad, en vez de interesarse por el certamen musical, se vuelca al acontecimiento: abandonan el teatro y se agolpan ante la casa de Ismenodora discutiendo. Importa también el detalle institucional: algunos “incitan a los gimnasiarcos”, porque ellos tienen autoridad estricta sobre los efebos y su conducta. Es decir, la acción toca un nervio político-moral: no es solo “amor”, es el control público del cuerpo juvenil y del honor cívico.
La reacción se divide por temperamentos y por “géneros” literarios. Zeuxipo se ríe y cita a Eurípides: “aun orgulloso, de tu riqueza, mujer, conservas pensamientos de mortal”. Con esto, Zeuxipo encuadra el acto como hybris humana: riqueza + audacia, pero todavía “mentalidad mortal” ante fuerzas superiores (el amor, el destino).
Pisias, en cambio, estalla como un moralista “constitucional”: interpreta el rapto como síntoma de una ciudad donde la libertad se desborda hacia la anarquía, y lo vuelve aún más grave diciendo que no solo se transgreden leyes y justicia, sino la naturaleza por “el dominio de una mujer”. Para dramatizarlo invoca el ejemplo extremo de Lemnos, donde las mujeres mataron a los hombres y gobernaron solas bajo Hipsípila; “lemnio” queda como sinónimo proverbial de violencia/terribilidad. Pisias usa ese mito como amenaza retórica: si esto se tolera, terminaremos entregando a las mujeres el gimnasio y el consejo. Es una caricatura política del temor: el amor de una mujer se vuelve “golpe de Estado” simbólico.
Pisias y Protógenes se van hacia la ciudad: el uno para actuar indignado, el otro para acompañar y calmar (y porque comparte el rechazo). Al quedarse los otros, la conversación cambia de tono. Antemión reconoce la audacia como “impetuosa y lemnia”, pero la explica como propia de una mujer muy enamorada: deja de ser “delito” y se vuelve “síntoma” del poder de Eros. Soclaro introduce la ironía más punzante: quizá no hubo rapto, sino una estratagema de Bacón, que escapó de los abrazos de sus amantes para caer —con inteligencia— en los de una viuda hermosa y rica. Este comentario es importante porque revela el subtexto: Bacón es objeto de disputa masculina, y el matrimonio con Ismenodora puede verse (según quién lo mire) como liberación o captura.
Antemión corta esa sospecha y defiende el honor de Bacón: dice que, si hubiese sido plan de él, se lo habría contado, porque Antemión era su principal partidario. Entonces llega el giro filosófico que prepara el gran discurso posterior: Antemión cita a Heráclito para corregirlo: “difícil es combatir al Amor, no al corazón”, porque Eros compra lo que desea “incluso con la vida, con las riquezas y con la reputación”. El sentido es claro: no estamos ante un cálculo humano (thymós), sino ante una fuerza que sobrepasa la razón común. Y por eso remata con la defensa moral de Ismenodora: ¿qué hay más honesto en la ciudad?, ¿cuándo hubo rumor deshonroso sobre su casa? La conclusión es decisiva: parece haberse apoderado de ella “alguna inspiración divina y más fuerte que la razón humana”.
Amor sagrado
Pémptides abre con una ironía que, en realidad, es una pregunta seria sobre religión. Dice riendo que existe una enfermedad corporal llamada “sagrada” (la epilepsia: Sobre la enfermedad sagrada de la tradición hipocrática) y por eso no sería raro que también se llame “sagrada y divina” la pasión más violenta del alma: el amor. Con esa analogía (amor = “enfermedad sagrada”), no está celebrando el descontrol, sino señalando que a veces lo “divino” se usa para nombrar lo que nos sobrepasa. Luego cuenta la escena egipcia: dos vecinos discuten por una serpiente del camino, ambos la llaman “buen genio” (daimón) y ambos quieren apropiársela. Con eso compara lo que ve ahora: ustedes quieren “arrastrar” a Eros como un bien divino, unos hacia el espacio masculino y otros hacia el femenino. El chiste es que todos lo veneran (aunque muchos dicen que habría que expulsarlo y reprimirlo), y por lo mismo él callaba porque la disputa estaba demasiado pegada a intereses privados; ahora, sin Pisias, pide el asunto “grande”: ¿con qué objetivo los primeros dijeron que el Amor es un dios?
Entra la interrupción “política” del caso Bacón. Antes de que Plutarco exponga, llega otro desde la ciudad: buscan a Antemión de parte de Ismenodora porque crece la conmoción y hasta los gimnasiarcos se dividen (si deben reclamar al efebo o no). Antemión se levanta y se va. Este detalle es clave: el diálogo filosófico sobre Eros nunca está flotando en el aire, sino que está tensado por un hecho concreto que desordena la ciudad: el rapto nupcial y el problema de autoridad sobre los efebos.
Plutarco responde a Pémptides con una advertencia: lo que pides es “importante y arriesgado”, porque exigir demostraciones racionales para cada dios remueve el fundamento mismo de la piedad. Su tesis es epistemológica y política a la vez: la religión funciona con una “base común” de confianza; si la haces tambalear “en uno solo”, vuelves sospechoso todo el edificio. Por eso afirma que basta la fe antigua y ancestral (y cita el espíritu del pasaje de Bacantes donde se dice que ninguna argumentación derribará las tradiciones heredadas “aunque el saber sea descubrimiento de un ingenio eminente”). Aquí Plutarco no está atacando la inteligencia: está diciendo que hay un tipo de conocimiento religioso que no se sostiene como una demostración geométrica sin romper lo que pretende conservar.
Para reforzarlo, usa un ejemplo dramático sobre el peligro público de “racionalizar” a destiempo a los dioses: menciona el escándalo por el prólogo de la Melanipa de Eurípides, donde inicialmente puso algo como “Zeus, ¿quién es Zeus?; sólo lo conozco de oídas”, y luego lo cambió por una versión afirmativa (“Zeus, según lo proclama la verdad”). La idea es clara: una sola frase que suene a cuestionamiento de Zeus basta para incendiar a la audiencia; y si eso pasa con Zeus, ¿por qué sería distinto con Atenea o con Eros? Plutarco iguala aquí a Eros con los dioses “mayores” no por capricho, sino por coherencia: si aceptas que la duda metodológica corroe a uno, corroe a todos.
Después viene la defensa “histórica” y “genealógica” de Eros: no es un culto sospechoso, extranjero o clandestino. Plutarco dice que Eros no está pidiendo ahora por primera vez altar y sacrificio, ni es como ciertos cultos orientales (Atis, Adonis) asociados a ritos extraños, sacerdotes andróginos, y honores “a escondidas” que podrían tacharse de ilegítimos. Con esto no solo defiende a Eros: también lo limpia de la acusación que subyacía en el diálogo (que el “amor” se usa como coartada para prácticas vergonzosas). Plutarco separa: Eros es ancestral y público, no una superstición importada.
Luego ancla a Eros en la gran tradición filosófica presocrática: cita a Empédocles y su “Amistad” (Philótēs) que une los elementos del cosmos, insistiendo en que debe contemplarse con la mente, no con los ojos: como diciendo “no lo ves, pero opera”. Ese es el punto: Eros no es visible, pero es creído por los antiguos; del mismo modo que fuerzas cósmicas no se miden con la mirada, sino por sus efectos. Aquí Plutarco vuelve el argumento de Pémptides (lo “divino” como lo que excede) en una ontología: el Amor/Amistad estructura el mundo.
Plutarco hace un giro estratégico: pasa por Afrodita para mostrar que incluso los dioses del deseo tienen legitimidad universal. Cita versos trágicos sobre Afrodita como potencia que “siembra” el amor del que procedemos; recuerda que Empédocles la llamó “vivificadora” y Sófocles “rica en frutos”. Pero enseguida introduce una jerarquía: eso que hace Afrodita (sexo, generación, placer) es “obra secundaria” cuando Eros la asiste; sin Eros, el resultado es insignificante. Es decir, Plutarco distingue entre copulación y unión bella: una unión sin amor se parece al hambre y la sed, busca saciedad; no produce nada noble. En cambio, cuando Eros entra, el placer no se vuelve hastío, sino afecto y concordia. La tesis encaja con todo el diálogo anterior: el problema no es la sexualidad, sino el vaciamiento humano de un vínculo sin Eros (sin philia, sin armonía).
Para cerrar esta parte, Plutarco legitima la “antigüedad” de Eros con dos autoridades máximas: Parménides (Eros como lo primero concebido entre los dioses) y Hesíodo (Teogonía, donde Eros aparece entre los primordiales). Con eso responde directo la pregunta de Pémptides: los primeros llamaron dios a Eros porque lo entendían como principio originario, no como simple apetito. Y remata con una observación polémica: si se despoja a Eros de honores, tampoco los de Afrodita quedan intactos, porque en el teatro (la misma cultura que los educa) se blasfema y se exalta alternadamente: Eros “ocioso” por un lado, y por otro Cipris (Afrodita) identificada con fuerzas terribles como Hades o la furia indestructible. Plutarco usa esto para ampliar su punto: incluso Ares recibe culto y a la vez insultos (tragedia y Homero lo llaman criminal, veleidoso), y los estoicos como Crisipo hacen etimologías que parecen “acusaciones” (Ares = destruir). Si además empezamos a decir que cada dios no es un dios sino una pasión o facultad (Afrodita = deseo, Hermes = palabra, Atenea = inteligencia), caemos en un “ateísmo profundo”: no porque neguemos nombres, sino porque vaciamos a los dioses de realidad y los reducimos a psicología.
Ares, el que rige la regla
Pémptides fija una regla de prudencia teológica: no es lícito convertir a los dioses en pasiones, ni tampoco divinizar las pasiones. Plutarco lo conduce a un caso testigo: “¿Ares es un dios o una pasión nuestra?” Pémptides responde con un punto medio: Ares es dios, pero gobierna nuestro impulso irascible y viril. Plutarco aprovecha esa concesión para invertir el argumento con fuerza retórica: si la pasión del combate tiene un dios, ¿cómo la amistad, la comunión y la compenetración quedarían “sin dios”? En otras palabras, si los actos más violentos —matar/morir, armas, dardos, asaltos, saqueos— tienen un vigilante y árbitro (Ares con epítetos como Enialio y Estratio) , sería absurdo negar tutela divina al amor y al matrimonio cuando culminan en concordia y comunidad. La lógica de Plutarco es comparativa y moral: la religión cívica parece estar más dispuesta a “sacralizar” la guerra que a reconocer como sagrado el vínculo que funda la convivencia.
Plutarco remacha la comparación con un argumento por acumulación de ejemplos: incluso en actividades menores o “técnicas” hay divinidades asistentes. Los cazadores de corzos y ciervos tienen una divinidad cazadora (Ártemis) ; quienes atrapan lobos y osos invocan a Aristeo, héroe civilizador ligado a la caza, las trampas, y otros inventos (con un verso tradicional: “el primero que a las fieras echó lazos”) ; y hasta Heracles, al disparar contra el ave, pide a “Apolo Cazador” que guíe su flecha, según Esquilo . La pregunta que clava es punzante: si para capturar animales hay guía divina, ¿cómo la “caza” más bella —alcanzar la amistad— no tendría asistencia de ningún dios o daimón? Aquí recupera un tópico filosófico antiguo: la amistad/amor como “caza” noble, heredado de Platón y Jenofonte (y mencionado también en este mismo diálogo antes) .
En medio de esa “teología de la caza”, Plutarco introduce una imagen vegetal-humanista: no considera al hombre un retoño menos bello que la encina, el olivo o la “viña cultivada” celebrada por Homero. Con esto está justificando que el cuidado del crecimiento humano (físico y moral) no es inferior —y de hecho es superior— al cuidado de plantas, cosechas o bosques. Dafneo responde inmediatamente: nadie puede pensar lo contrario. Y ahí Plutarco dispara la crítica: sin embargo, “todos” los que creen que los dioses cuidan labranza, siembra y plantación, pero niegan tutela divina sobre la crianza y educación de mancebos en flor, caen en una ingratitud terrible.
Para sostenerlo, Plutarco amplía el mapa de la “filantropía divina” (la providencia benévola distribuida por todas partes). Si incluso el nacimiento —doloroso y sangriento, poco “bello”— tiene protectoras divinas (Ilitía y Loquía) , y el enfermo no queda sin el dios sanador (Asclepio) , y hasta el moribundo o el muerto tienen un conductor-compañero (Hermes psychopompós, guía de las almas) , entonces sería incongruente negar una divinidad al proceso más alto: el cuidado y cortejo educativo de los jóvenes bellos por parte del enamorado. Nótese el criterio de Plutarco: esas otras situaciones (nacer, enfermar, morir) están llenas de necesidad y penalidad; en cambio, el amor formativo bien entendido no es “necesario” ni vergonzoso, sino el espacio de la persuasión y la gracia: precisamente lo que conviene presidir a un dios.
Aquí Plutarco hace una distinción crucial: esa “caza” amorosa no se funda en compulsión ni necesidad biológica, sino en una mezcla de esfuerzo y belleza. Por eso cita a Eurípides: “dulce esfuerzo y fatiga, hermosa fatiga” . La fórmula resume su idea: el auténtico eros educativo no es un hambre que busca saciedad; es disciplina gozosa que conduce a virtud y amistad. Y ese camino, afirma, no llega a su fin “sin un dios”: su guía y señor es Eros, compañero de Musas, Gracias y Afrodita; es decir, una divinidad que integra cultura (Musas), encanto moral y social (Gracias) y energía erótica (Afrodita), pero orientándolas hacia lo mejor.
Se vuelve a unir “placer” y “belleza” sin separarlos (y sin reducirlos a mera fisiología): con Melanípides, Plutarco describe a Eros “sembrando dulce cosecha en el corazón” y mezclando lo más placentero con lo más bello . Esta imagen completa el argumento: Eros no es simplemente pasión (pathos) ni mera etiqueta de deseos; es una potencia divina que ordena el deseo para que produzca fruto humano —amistad, formación, virtud— y por eso merece altar y reconocimiento tanto o más que los dioses que presiden lo necesario (salud, parto, muerte) o lo destructivo (guerra).
El amor como manía
Si los antiguos distinguían cuatro clases de philía (amistad-relación) —consanguinidad, hospitalidad, camaradería y amor—, sería absurdo que las tres primeras tuvieran dioses protectores (de parientes, huéspedes, compañeros), y que sólo el amor quedara sin patrono, como si fuese algo impío o profano, precisamente siendo lo que más necesita gobierno y atención. Zeuxipo concede: también eso sería una incongruencia seria. Aquí Plutarco está “cerrando la puerta” a la idea de que el amor deba quedar fuera de lo sagrado: si organiza vínculos y orienta la vida, requiere tutela divina.
A continuación Plutarco introduce una “digresión” platónica que en realidad es el corazón filosófico del pasaje: la doctrina de las locuras (maníai). Distingue una locura puramente patológica, corporal, nacida de desequilibrios y humores; y otra locura no innata, sino venida de fuera, por “posesión” o impulso de una potencia superior: eso es el enthousiasmós, literalmente estar “endiosado” .
Con esa base, Plutarco enumera formas de “manía divina”: la profética por Apolo; la báquica/mística por Dioniso; la poética y musical por las Musas; y añade una quinta que recalca por su evidencia social: la guerrera, desatada por Ares, ejemplificada con Esquilo. La estrategia es transparente: si la cultura admite sin problema “furias divinas” para profecía, rito, poesía y guerra, queda pendiente explicar la más intensa y ardiente: la del amor.
Entonces Plutarco lanza su pregunta clave a Pémptides: ¿qué dios agita ese “tirso de bellos frutos” —metáfora de entusiasmo—, es decir, la manía amorosa por muchachos honestos y mujeres honestas?. Y prueba su punto con una comparación empírica: el furor guerrero cesa al deponer armas; las danzas báquicas se apaciguan al cambiar ritmo y modo musical; la Pitia vuelve a la calma cuando se aparta del trípode y del soplo profético. Pero la manía amorosa, cuando prende de verdad, no la detienen ni música, ni magia, ni cambio de lugar; persigue de día, vela de noche ante la puerta, invoca sobrio, canta ebrio. La conclusión implícita es fuerte: si es una fuerza que domina así la vida, no parece un simple capricho fisiológico; pide una explicación “más alta”.
Para describir ese poder interior, Plutarco introduce el tema de las imágenes mentales (phantasíai): las imágenes poéticas son “ensueños de despiertos”, pero las de los enamorados son aún más vivas: la vista “pinta al fresco” las imágenes comunes que se desvanecen (tópico equivalente a “escribir en el agua”), mientras que las efigies del amado quedan “grabadas al fuego” como en encáustica, imborrables. No es un adorno literario: está mostrando cómo el amor reestructura memoria, atención, deseo y conducta, como si instalara un “habitante” en el alma.
A continuación aparece la sentencia de Catón: “el alma del amante habita en la del amado”. Plutarco la explota para unir pasión + formación moral: el enamorado recorre “un largo camino” guiado por la figura, carácter, vida y acciones del amado, y eso puede funcionar como vía rápida hacia la virtud. Así Plutarco vuelve a lo que venía defendiendo desde antes del conflicto: el amor, entendido correctamente, transporta hacia la amistad y la virtud, y su “auriga” (imagen compatible con Platón) no es otro que el dios Eros.
Con ese piso, Plutarco anuncia un cambio de fase argumental: si juzgamos a los dioses por poder y utilidad, hay que examinar si Eros cede ante otros dioses. Aquí introduce una tesis crucial: Afrodita sin Amor vale poco; su gracia es débil y cae en hastío. Lo expresa con imágenes duras: muchas veces, cuando una cortesana “enciende su lámpara”, pasan de largo; pero si llega “un vendaval” de amor auténtico, lo mismo se vuelve digno de “los tesoros de Tántalo”. Es decir: lo sexual por sí solo es barato, intercambiable, cansable; lo que vuelve “caro”, heroico y estable el vínculo es Eros como fuerza que enciende el alma, no sólo el cuerpo.
Para probarlo, Plutarco recurre a ejemplos sociales extremos: hay quienes compartieron placeres sexuales y prostituyeron concubinas e incluso esposas. Cuenta la anécdota del romano Gaba con Mecenas: deja hacer señales a su mujer y hasta bromea con un ladrón (“duermo sólo para Mecenas”). Y da otro ejemplo político: en Argos, Faílo disfraza a su mujer para evitar que el rey Filipo la use como palanca de poder. El punto de estas historias no es la moralina, sino la diferencia entre “sexo negociable” y “amor no negociable”.
Por eso Plutarco pregunta: entre tantos amantes, ¿conoces alguno que haya prostituido a su amado por “los honores de Zeus”?. Él responde: no. Y lo explica sociológicamente: incluso los tiranos, que no tienen rivales en lo político, sí los tienen en el amor: los celos y la competencia por el amado son feroces. Remata con el motivo del tirano-cazador: cuando los tiranos intentaron seducir a los amados, algunos —Aristogitón, Antileonte, Melanipo— arriesgaron la vida para defenderlos como “santuarios inviolables”. En su lógica, esto muestra que Eros puede generar una lealtad y una sacralidad práctica que Afrodita sola no produce.
Plutarco añade dos anécdotas sobre Alejandro: ofrece diez talentos por una cantora si el dueño no está enamorado; y ante Antipátrides, al saber que está enamorado de una tañedora de lira, se contiene y no la toca. Aquí el detalle psicológico importa: el poder político podría comprar o tomar; pero el reconocimiento de “estar enamorado” crea un límite, una especie de respeto sacral: otra señal de que Eros opera como fuerza superior a la mera conveniencia.
Divinidad del amor
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