Este breve pero intenso tratado de Plutarco, Sobre si el vicio puede causar infelicidad, nos introduce de lleno en una de las preguntas más inquietantes de la ética antigua: si la desdicha humana proviene de la fortuna o, más radicalmente, de la propia corrupción moral. Aunque el texto nos ha llegado mutilado y envuelto en dudas filológicas, su tono, su vocabulario —marcado por la noción de autárkeia— y su enfoque moralizante lo sitúan con fuerza en la tradición estoica temprana del autor. Aquí Plutarco no teoriza desde la abstracción, sino que apunta directamente al núcleo de la vida buena: la idea de que ninguna circunstancia externa puede hacer verdaderamente infeliz a quien vive conforme a la virtud, mientras que el vicio, aun rodeado de prosperidad, encierra en sí mismo la semilla de la desdicha.
SI EL VICIO PUEDE CAUSAR INFELICIDAD
El vicio como fuente interior de la desdicha humana
En este pasaje Plutarco despliega, mediante una densa red de ejemplos míticos y épicos, una tesis central: la infelicidad no procede primariamente de los peligros externos ni de la adversidad material, sino del desorden interior que introduce el vicio en el alma. El comienzo abrupto y fragmentario del texto no impide reconocer la estrategia moral del autor, que contrapone la prudencia y el retiro voluntario a la ambición desmedida y al deseo de aparentes bienes. La alusión a Eurípides remite al mito de Faetón, quien rehúsa un matrimonio ventajoso y acaba pereciendo tras conducir temerariamente el carro de Helios, incendiando incluso el palacio de Mérope (Eurípides, Faetón, frs. 771–786). Plutarco sugiere que habría sido preferible atravesar un “incendio real” antes que exponerse al vértigo de una vida dominada por el deseo y la envidia, aunque esta se presente envuelta en promesas de riqueza, comparables a las de Tántalo, símbolo clásico del goce imposible y del castigo eterno.
A continuación, el autor refuerza su argumento con ejemplos homéricos que exaltan la prudencia frente a la gloria peligrosa. Evoca a Equépolo, el “prudente sicionio”, que ofrece una yegua a Agamenón para evitar seguirlo a la guerra de Troya y así permanecer en su hogar, gozando de bienestar y ocio sin penas (Homero, Ilíada XXIII, 297–298). Frente a esta figura de sensatez, Plutarco critica a los hombres de su tiempo —cortesanos y hombres de negocios— que, sin ser llamados, se precipitan a antesalas humillantes y fatigosas en busca de honores insignificantes: un caballo, un broche, una vana señal de felicidad. La mención de Protesilao y su esposa abandonada en Fílace, con la casa inconclusa y el rostro ensangrentado por el dolor (Homero, Ilíada II, 700–701), refuerza la idea de que la ambición arrastra no solo al individuo, sino también a quienes dependen de él, dejándolos sumidos en la pérdida y la inestabilidad.
Plutarco profundiza luego en el carácter ilusorio de la fortuna externa: el ambicioso, aun cuando logra aquello que desea, vive como un equilibrista sobre la cuerda floja de su suerte, temiendo siempre la caída. En ese estado, llega incluso a considerar dichosos a quienes viven sin fama pero con seguridad, mientras estos, a su vez, lo miran con admiración cuando lo ven “por encima de sus cabezas”, imagen que probablemente vuelve a aludir a Faetón atravesando el cielo en el carro solar. La escena revela una paradoja moral: la envidia es mutua y la felicidad auténtica no reside ni en el brillo de la fama ni en la precariedad admirada desde abajo, sino en la estabilidad interior que el vicio hace imposible.
En el segundo apartado, Plutarco formula explícitamente su tesis: el vicio es el creador absoluto de la infelicidad. A diferencia de los tiranos, que necesitan instrumentos, verdugos y artificios para causar sufrimiento, el vicio actúa sin mediaciones externas, desgastando directamente el alma. Produce tristeza, lamentos, irritación y arrepentimiento, afectos que no pueden ser contenidos por la razón una vez que han tomado el control. Para probarlo, Plutarco recurre a una comparación contundente: muchos hombres soportan en silencio los tormentos físicos —mutilaciones, azotes, torturas— porque el alma, guiada por la razón, puede reprimir el dolor corporal. Sin embargo, nadie puede imponer silencio a la ira, calma al miedo o quietud al arrepentimiento, porque estos padecimientos nacen del interior y desbordan toda disciplina racional.
El vicio es más violento que el fuego o el hierro. Con ello, Plutarco no exagera retóricamente, sino que fija una jerarquía moral del sufrimiento: los males del cuerpo, por extremos que sean, pueden ser resistidos; los del alma viciosa, en cambio, desgarran al ser humano desde dentro y lo condenan a una infelicidad permanente. Así, el tratado apunta a una conclusión profundamente clásica: la verdadera libertad y la verdadera felicidad no dependen de la fortuna ni del poder, sino del gobierno interior del alma.
La impotencia de la Fortuna frente a la fuerza destructiva del Vicio
Desarrolla una de las imágenes más elaboradas y persuasivas del tratado: la comparación entre un concurso público de artesanos y la competencia entre Fortuna y Vicio para producir una vida infeliz. Así como los artesanos presentan cuentas, modelos y promesas de eficacia para obtener una contrata, Plutarco imagina que la infelicidad se licita públicamente. La Fortuna se presenta cargada de instrumentos: guerras, piratería, tiranos, tempestades, enfermedades, cárceles y muertes violentas. Sin embargo, el argumento se afila cuando el autor concede hipotéticamente todo ese poder a la Fortuna solo para demostrar, acto seguido, que incluso así resulta superflua: el Vicio, desnudo y sin ayuda externa, es plenamente capaz de arruinar la vida humana desde dentro. La imagen recuerda deliberadamente las grandes estatuas colosales del poder imperial —como la ecuestre de Domiciano vista por Plutarco en Roma— para subrayar que la grandeza externa impresiona, pero no es decisiva en la miseria moral (Estacio, Silvae I, 1, 107; Suetonio, Domiciano 15, 2).
A partir de aquí, Plutarco construye una refutación sistemática de los supuestos “males” con los que la Fortuna cree poder abatir al ser humano. Frente a la pobreza, evoca a Metrocles de Maronea, filósofo cínico que vivía sin posesiones, durmiendo entre ovejas o en pórticos de templos, y que se atrevió a discutir sobre la felicidad incluso ante el rey de los persas, dueño de riquezas inmensas (Plutarco, De tranquillitate animi 468A; Jenofonte, Ciropedia VIII, 6, 22). El mensaje es claro: la carencia material no produce infelicidad en quien ha educado su alma en la autosuficiencia, mientras que la abundancia no garantiza serenidad alguna.
Plutarco continúa desmontando los instrumentos clásicos del miedo recurriendo a figuras paradigmáticas de la filosofía. Ante la esclavitud y la venta del cuerpo, aparece Diógenes de Sínope, quien, capturado por piratas y puesto en venta, proclamó con ironía: “¿Quién quiere comprar un amo?” (Diógenes Laercio, VI, 29). La anécdota no es meramente pintoresca: muestra que la verdadera servidumbre no es corporal, sino moral. Quien domina sus deseos sigue siendo libre incluso encadenado, mientras que el vicioso es esclavo aun en el trono.
El veneno, símbolo supremo de la violencia injusta, es neutralizado mediante el ejemplo de Sócrates. Plutarco recuerda cómo bebió la cicuta serenamente, sin perder la compostura, y cómo fue considerado dichoso incluso por quienes sobrevivieron, pues se pensaba que no descendería al Hades sin un destino divino (Platón, Fedón 117b–c; 58e; Jenofonte, Apología 32; Plutarco, De exilio 607F). La muerte, cuando es afrontada con justicia y razón, deja de ser un mal y se convierte en culminación de una vida filosófica.
El fuego, la forma más extrema del castigo corporal, tampoco vence al alma virtuosa. Plutarco menciona a Decio Mus, general romano que se sacrificó voluntariamente en la pira como cumplimiento de un voto por la soberanía de Roma (Plutarco, Parallela minora 310A–B; Tito Livio, VII, 9; X, 28). A esto añade ejemplos aún más radicales tomados de costumbres extranjeras: las viudas indias que disputaban el honor de arder junto al esposo muerto, celebradas como dichosas por su comunidad (probablemente según relatos de Megástenes). Estas referencias no buscan aprobar tales prácticas, sino subrayar que incluso el fuego pierde su carácter aterrador cuando el alma interpreta el sufrimiento como noble o significativo.
Aquello que para la mayoría representa degradación —el manto raído, la alforja, la mendicidad— es presentado como principio de felicidad y libertad para Diógenes y Crates (Crates de Tebas). Incluso la crucifixión o el empalamiento carecen de poder sobre filósofos como Teodoro, para quien era indiferente pudrirse sobre o bajo la tierra. Plutarco amplía aún más el horizonte citando a pueblos bárbaros —escitas, hircanos, bactrianos— que consideran dichoso ser devorado por animales tras la muerte, mostrando que el terror al destino del cuerpo es una construcción cultural, no una necesidad natural.
Ninguno de los males que la Fortuna puede infligir —pobreza, esclavitud, dolor, muerte o deshonra— basta por sí mismo para producir infelicidad. Solo el Vicio, al corromper el juicio, el deseo y la relación del alma consigo misma, tiene un poder absoluto para hacer miserable la vida humana. Así, la infelicidad no se impone desde fuera: se fabrica desde dentro.
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