sábado, 13 de diciembre de 2025

Plutarco - Si el vicio puede causar infelicidad

Este breve pero intenso tratado de Plutarco, Sobre si el vicio puede causar infelicidad, nos introduce de lleno en una de las preguntas más inquietantes de la ética antigua: si la desdicha humana proviene de la fortuna o, más radicalmente, de la propia corrupción moral. Aunque el texto nos ha llegado mutilado y envuelto en dudas filológicas, su tono, su vocabulario —marcado por la noción de autárkeia— y su enfoque moralizante lo sitúan con fuerza en la tradición estoica temprana del autor. Aquí Plutarco no teoriza desde la abstracción, sino que apunta directamente al núcleo de la vida buena: la idea de que ninguna circunstancia externa puede hacer verdaderamente infeliz a quien vive conforme a la virtud, mientras que el vicio, aun rodeado de prosperidad, encierra en sí mismo la semilla de la desdicha.

SI EL VICIO PUEDE CAUSAR INFELICIDAD

El vicio como fuente interior de la desdicha humana 

En este pasaje Plutarco despliega, mediante una densa red de ejemplos míticos y épicos, una tesis central: la infelicidad no procede primariamente de los peligros externos ni de la adversidad material, sino del desorden interior que introduce el vicio en el alma. El comienzo abrupto y fragmentario del texto no impide reconocer la estrategia moral del autor, que contrapone la prudencia y el retiro voluntario a la ambición desmedida y al deseo de aparentes bienes. La alusión a Eurípides remite al mito de Faetón, quien rehúsa un matrimonio ventajoso y acaba pereciendo tras conducir temerariamente el carro de Helios, incendiando incluso el palacio de Mérope (Eurípides, Faetón, frs. 771–786). Plutarco sugiere que habría sido preferible atravesar un “incendio real” antes que exponerse al vértigo de una vida dominada por el deseo y la envidia, aunque esta se presente envuelta en promesas de riqueza, comparables a las de Tántalo, símbolo clásico del goce imposible y del castigo eterno.

A continuación, el autor refuerza su argumento con ejemplos homéricos que exaltan la prudencia frente a la gloria peligrosa. Evoca a Equépolo, el “prudente sicionio”, que ofrece una yegua a Agamenón para evitar seguirlo a la guerra de Troya y así permanecer en su hogar, gozando de bienestar y ocio sin penas (Homero, Ilíada XXIII, 297–298). Frente a esta figura de sensatez, Plutarco critica a los hombres de su tiempo —cortesanos y hombres de negocios— que, sin ser llamados, se precipitan a antesalas humillantes y fatigosas en busca de honores insignificantes: un caballo, un broche, una vana señal de felicidad. La mención de Protesilao y su esposa abandonada en Fílace, con la casa inconclusa y el rostro ensangrentado por el dolor (Homero, Ilíada II, 700–701), refuerza la idea de que la ambición arrastra no solo al individuo, sino también a quienes dependen de él, dejándolos sumidos en la pérdida y la inestabilidad.

Plutarco profundiza luego en el carácter ilusorio de la fortuna externa: el ambicioso, aun cuando logra aquello que desea, vive como un equilibrista sobre la cuerda floja de su suerte, temiendo siempre la caída. En ese estado, llega incluso a considerar dichosos a quienes viven sin fama pero con seguridad, mientras estos, a su vez, lo miran con admiración cuando lo ven “por encima de sus cabezas”, imagen que probablemente vuelve a aludir a Faetón atravesando el cielo en el carro solar. La escena revela una paradoja moral: la envidia es mutua y la felicidad auténtica no reside ni en el brillo de la fama ni en la precariedad admirada desde abajo, sino en la estabilidad interior que el vicio hace imposible.

En el segundo apartado, Plutarco formula explícitamente su tesis: el vicio es el creador absoluto de la infelicidad. A diferencia de los tiranos, que necesitan instrumentos, verdugos y artificios para causar sufrimiento, el vicio actúa sin mediaciones externas, desgastando directamente el alma. Produce tristeza, lamentos, irritación y arrepentimiento, afectos que no pueden ser contenidos por la razón una vez que han tomado el control. Para probarlo, Plutarco recurre a una comparación contundente: muchos hombres soportan en silencio los tormentos físicos —mutilaciones, azotes, torturas— porque el alma, guiada por la razón, puede reprimir el dolor corporal. Sin embargo, nadie puede imponer silencio a la ira, calma al miedo o quietud al arrepentimiento, porque estos padecimientos nacen del interior y desbordan toda disciplina racional.

El vicio es más violento que el fuego o el hierro. Con ello, Plutarco no exagera retóricamente, sino que fija una jerarquía moral del sufrimiento: los males del cuerpo, por extremos que sean, pueden ser resistidos; los del alma viciosa, en cambio, desgarran al ser humano desde dentro y lo condenan a una infelicidad permanente. Así, el tratado apunta a una conclusión profundamente clásica: la verdadera libertad y la verdadera felicidad no dependen de la fortuna ni del poder, sino del gobierno interior del alma.

La impotencia de la Fortuna frente a la fuerza destructiva del Vicio

Desarrolla una de las imágenes más elaboradas y persuasivas del tratado: la comparación entre un concurso público de artesanos y la competencia entre Fortuna y Vicio para producir una vida infeliz. Así como los artesanos presentan cuentas, modelos y promesas de eficacia para obtener una contrata, Plutarco imagina que la infelicidad se licita públicamente. La Fortuna se presenta cargada de instrumentos: guerras, piratería, tiranos, tempestades, enfermedades, cárceles y muertes violentas. Sin embargo, el argumento se afila cuando el autor concede hipotéticamente todo ese poder a la Fortuna solo para demostrar, acto seguido, que incluso así resulta superflua: el Vicio, desnudo y sin ayuda externa, es plenamente capaz de arruinar la vida humana desde dentro. La imagen recuerda deliberadamente las grandes estatuas colosales del poder imperial —como la ecuestre de Domiciano vista por Plutarco en Roma— para subrayar que la grandeza externa impresiona, pero no es decisiva en la miseria moral (Estacio, Silvae I, 1, 107; Suetonio, Domiciano 15, 2).

A partir de aquí, Plutarco construye una refutación sistemática de los supuestos “males” con los que la Fortuna cree poder abatir al ser humano. Frente a la pobreza, evoca a Metrocles de Maronea, filósofo cínico que vivía sin posesiones, durmiendo entre ovejas o en pórticos de templos, y que se atrevió a discutir sobre la felicidad incluso ante el rey de los persas, dueño de riquezas inmensas (Plutarco, De tranquillitate animi 468A; Jenofonte, Ciropedia VIII, 6, 22). El mensaje es claro: la carencia material no produce infelicidad en quien ha educado su alma en la autosuficiencia, mientras que la abundancia no garantiza serenidad alguna.

Plutarco continúa desmontando los instrumentos clásicos del miedo recurriendo a figuras paradigmáticas de la filosofía. Ante la esclavitud y la venta del cuerpo, aparece Diógenes de Sínope, quien, capturado por piratas y puesto en venta, proclamó con ironía: “¿Quién quiere comprar un amo?” (Diógenes Laercio, VI, 29). La anécdota no es meramente pintoresca: muestra que la verdadera servidumbre no es corporal, sino moral. Quien domina sus deseos sigue siendo libre incluso encadenado, mientras que el vicioso es esclavo aun en el trono.

El veneno, símbolo supremo de la violencia injusta, es neutralizado mediante el ejemplo de Sócrates. Plutarco recuerda cómo bebió la cicuta serenamente, sin perder la compostura, y cómo fue considerado dichoso incluso por quienes sobrevivieron, pues se pensaba que no descendería al Hades sin un destino divino (Platón, Fedón 117b–c; 58e; Jenofonte, Apología 32; Plutarco, De exilio 607F). La muerte, cuando es afrontada con justicia y razón, deja de ser un mal y se convierte en culminación de una vida filosófica.

El fuego, la forma más extrema del castigo corporal, tampoco vence al alma virtuosa. Plutarco menciona a Decio Mus, general romano que se sacrificó voluntariamente en la pira como cumplimiento de un voto por la soberanía de Roma (Plutarco, Parallela minora 310A–B; Tito Livio, VII, 9; X, 28). A esto añade ejemplos aún más radicales tomados de costumbres extranjeras: las viudas indias que disputaban el honor de arder junto al esposo muerto, celebradas como dichosas por su comunidad (probablemente según relatos de Megástenes). Estas referencias no buscan aprobar tales prácticas, sino subrayar que incluso el fuego pierde su carácter aterrador cuando el alma interpreta el sufrimiento como noble o significativo.

Aquello que para la mayoría representa degradación —el manto raído, la alforja, la mendicidad— es presentado como principio de felicidad y libertad para Diógenes y Crates (Crates de Tebas). Incluso la crucifixión o el empalamiento carecen de poder sobre filósofos como Teodoro, para quien era indiferente pudrirse sobre o bajo la tierra. Plutarco amplía aún más el horizonte citando a pueblos bárbaros —escitas, hircanos, bactrianos— que consideran dichoso ser devorado por animales tras la muerte, mostrando que el terror al destino del cuerpo es una construcción cultural, no una necesidad natural.

Ninguno de los males que la Fortuna puede infligir —pobreza, esclavitud, dolor, muerte o deshonra— basta por sí mismo para producir infelicidad. Solo el Vicio, al corromper el juicio, el deseo y la relación del alma consigo misma, tiene un poder absoluto para hacer miserable la vida humana. Así, la infelicidad no se impone desde fuera: se fabrica desde dentro.

Fortuna y vicio: por qué solo el alma corrompida se vuelve verdaderamente desdichada

Las desgracias no afectan por igual a todos, sino únicamente a ciertos tipos de personas. Las cosas externas —pérdidas, fracasos, golpes del destino— hacen desgraciados solo a los cobardes, irracionales y no ejercitados, es decir, a quienes no han formado su alma mediante la razón y el hábito filosófico, y conservan desde la infancia opiniones rígidas e irreflexivas. La infelicidad no es, por tanto, un efecto automático de la Fortuna, sino el resultado de una disposición interior defectuosa. En esta línea, Plutarco afirma de manera explícita que la Fortuna no es cumplidora de infelicidad si no colabora con ella el Vicio, desplazando el foco causal desde lo externo hacia el interior moral del sujeto.

Para explicar esta colaboración, Plutarco recurre a dos símiles artesanales de gran fuerza didáctica. Así como el hilo solo puede atravesar el hueso cuando este ha sido previamente ablandado con ceniza y vinagre, o como el marfil solo puede ser doblado por el artesano cuando la cerveza lo ha vuelto flexible, la Fortuna solo puede dañar al alma cuando esta ya ha sido reblandecida y debilitada por el Vicio. La adversidad no crea por sí misma la miseria: simplemente hiere aquello que ya estaba dañado. Estos ejemplos, además de revelar el conocimiento técnico de Plutarco sobre prácticas artesanales antiguas, refuerzan su idea central de que la infelicidad es siempre un fenómeno mediado por la condición moral del alma.

El símil siguiente profundiza aún más esta idea mediante la imagen del llamado “veneno del Parto”. Plutarco aclara que este no daña a quienes lo transportan o lo tocan, sino únicamente a quienes ya están heridos, pues en ellos sus emanaciones resultan mortales. Del mismo modo, la Fortuna solo oprime verdaderamente a quien posee heridas previas en el alma, es decir, pasiones desordenadas, temores, deseos excesivos o falsas creencias. Lo que ocurre externamente se vuelve “triste y lamentable” no por su naturaleza objetiva, sino porque encuentra un terreno interior previamente sensibilizado por el Vicio. La desgracia, así entendida, no es un impacto directo, sino una resonancia interna.

Plutarco formula una pregunta clave para cerrar el razonamiento: ¿necesita realmente el Vicio de la Fortuna para producir infelicidad? La respuesta es negativa. El Vicio no provoca catástrofes naturales ni guerras, no levanta caminos desiertos ni arruina cosechas, no suscita acusadores como Méleto y Ánito contra Sócrates (Platón, Apología 30c–d), ni como Calíxeno contra los generales de las Arginusas (Jenofonte, Helénicas I, 7, 8 ss.). Tampoco priva del mando ni de la riqueza. Y, sin embargo, golpea con mayor fuerza precisamente a los ricos, a los prósperos y a los herederos, demostrando que la infelicidad no depende de la carencia de bienes, sino del mal uso de ellos.

El vicio penetra en todas partes, por tierra y por mar; crece en el interior del hombre; lo funde en deseos, lo inflama de cólera, lo desgasta con supersticiones y lo desgarra incluso con la mirada. Esta enumeración final muestra que el Vicio no actúa como un agente externo y visible, sino como una fuerza interior invasiva, que acompaña al hombre en cualquier circunstancia y transforma incluso la prosperidad en fuente de tormento. 

Conclusión

Plutarco concluye, con una lucidez implacable, que la infelicidad no viene de fuera, sino que se gesta en el interior del alma: la Fortuna solo hiere a quien ya ha sido debilitado por el vicio, mientras que la virtud vuelve inofensivos incluso el dolor, la pobreza, el deshonor y la muerte. Ninguna desgracia externa tiene poder sobre quien se ha ejercitado en la razón y en la autarquía, pero el vicioso, aun rodeado de bienes, vive en permanente caída, desgarrado por deseos, temores y arrepentimientos. Así, este tratado nos deja una advertencia tan antigua como vigente: no temamos a la Fortuna, sino al Vicio, porque solo él posee el arte de volver la vida verdaderamente desdichada.

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