viernes, 12 de diciembre de 2025

Plutarco - Sobre la fortuna

En Sobre la fortuna, Plutarco entra de lleno en una vieja disputa filosófica: ¿gobierna nuestra vida una fuerza ciega e imprevisible, o son la inteligencia, la prudencia y la sensatez las verdaderas arquitectas del destino humano? Tomando como punto de partida un verso atribuido a Queremón —celebrado por los peripatéticos y criticado por otras escuelas—, Plutarco construye un alegato vibrante en favor de las capacidades racionales del ser humano frente al aparente poder de la fortuna. Con ejemplos históricos, estilo polémico y un trasfondo que dialoga con el pensamiento estoico, el tratado sostiene que la suerte puede otorgar fuerza, belleza o nacimiento favorable, pero solo la inteligencia convierte esos dones en verdadera excelencia. Así, Plutarco propone una visión activa y responsable de la vida: no somos juguetes del azar, sino seres capaces de transformar nuestras circunstancias mediante la previsión, el juicio y el carácter.

SOBRE LA FORTUNA

Plutarco comienza este tratado cuestionando de manera frontal el verso de Queremón que afirma que la fortuna y no la discreción rige los designios humanos. Su estrategia es poner inmediatamente ejemplos históricos que muestran lo contrario: si la fortuna fuese la única fuerza que gobierna nuestras acciones, entonces la pobreza voluntaria de Arístides, la continencia de Escipión tras la victoria en Cartago o la integridad de Alejandro respecto de las cautivas serían simples accidentes del azar. Plutarco demuestra que esa interpretación es absurda: estos actos no se explican por suerte, sino por virtudes deliberadas —justicia, moderación, templanza— que solo pueden brotar de un carácter guiado por la razón. Del mismo modo, si los comportamientos viciosos de Filócrates, Lástenes o Eutícrates fueran “culpa de la fortuna”, no habría diferencia moral entre un traidor humano y un animal impulsado por instintos. Con esta ironía, Plutarco evidencia que atribuirlo todo al azar vacía de sentido la responsabilidad moral.

Después profundiza en la dimensión filosófica del problema. Si existen virtudes como la justicia, la sensatez y el valor, debe existir necesariamente la inteligencia (phrónesis), raíz de todas ellas. Estas virtudes adoptan distintos nombres según la situación: sensatez en los placeres, valentía en los peligros, justicia en la vida social. Pero todas son expresiones de una misma potencia racional que permite al ser humano gobernarse a sí mismo. Si llamamos “obra de la fortuna” a estos actos racionales, entonces —dice Plutarco con sarcasmo— también deberíamos atribuir a la fortuna robar bolsas, vivir licenciosamente o actuar sin freno. Eso implicaría renunciar al pensamiento, a la deliberación y al juicio, dejando nuestra vida en manos de una fuerza ciega; es decir, convertirnos en polvo arrastrado por el viento. Frente a esta reducción, Plutarco cita versos de Sófocles que exaltan la búsqueda, el aprendizaje y la súplica a los dioses como acciones humanas gobernadas por la voluntad y la razón, no por el capricho de la fortuna.

Plutarco expone las consecuencias destructivas de creer que la fortuna lo gobierna todo. Si no existe discreción, tampoco existe reflexión, investigación, aprendizaje, tribunales, consejos ni instituciones políticas. Ninguna organización humana puede sostenerse si las acciones no se basan en juicios deliberados, sino en golpes de azar. La metáfora del “conductor ciego” resume la advertencia: quien renuncia a la razón y se abandona a la fortuna renuncia a su humanidad, a su responsabilidad y a su capacidad de orientar su propia vida. 

Plutarco continúa su refutación mostrando que resulta absurdo atribuir a la fortuna aquello que tiene causas claras en la naturaleza y en la inteligencia humana. Comienza con una comparación decisiva: nadie diría que ver es obra del azar; ver es fruto de los ojos, de la luz y de la facultad que permite interpretar lo que se percibe. Tampoco diríamos que oír depende de la suerte, sino de un mecanismo fisiológico y racional que capta vibraciones y las traduce en significado. Con esto, Plutarco apunta a un principio general: los sentidos, y las facultades que los acompañan, son instrumentos de la razón, creados por la naturaleza para servir a la inteligencia, no para actuar como juguetes de una fuerza ciega llamada fortuna. Así como sin el sol viviríamos en una noche eterna, sin la razón el hombre viviría en la misma oscuridad que los animales, incapaz de elevarse por encima de sus impulsos.

A partir de esta idea, Plutarco introduce la figura de Prometeo como símbolo de la racionalidad humana. En contraste con los animales, dotados por la naturaleza de defensas, fuerza, velocidad, cuernos, garras o pieles protectoras, el ser humano nace indefenso: desnudo, sin armas ni abrigo. Pero esta aparente desventaja queda compensada por el don de la inteligencia, que multiplica el poder humano más allá de cualquier ventaja física. La razón permite domesticar caballos y asnos, dominar especies marinas y terrestres, convertir al feroz elefante en un ser capaz de bailar y arrodillarse ante el hombre. Así muestra Plutarco que la superioridad humana no proviene de la fortuna ni de ventajas naturales, sino de la previsión, la técnica y la capacidad de transformar el entorno mediante el pensamiento.

El argumento se refuerza con la observación de Anaxágoras: aunque el hombre sea físicamente débil, su experiencia, memoria, habilidad y sabiduría compensan cualquier carencia. La humanidad obtiene miel de las abejas, cría ganado, pesca, caza y utiliza a los animales para transporte y alimentación. Nada de esto se debe a golpes de suerte, sino a una acción planificada que expresa la inteligencia. Con esta lógica, Plutarco pasa a mostrar que las obras humanas —las de carpinteros, herreros, arquitectos y escultores— no son productos fortuitos; requieren conocimientos, métodos, medidas y reglas precisas que excluyen la intervención del azar. La anécdota del pintor que logra un efecto perfecto lanzando una esponja al lienzo es presentada como la única excepción notable: un accidente que produjo un buen resultado, pero cuya rareza confirma la regla general de que las artes dependen del dominio racional, no de la fortuna.

Plutarco interpreta las artes como fragmentos o “virutas” de la inteligencia repartidas por la vida humana. Tal como el fuego prometéico se distribuyó por el mundo, la inteligencia se divide en múltiples técnicas que revelan la capacidad creadora del hombre. Si dependiéramos de la fortuna, no existirían cánones, pesos, medidas ni proporciones; toda obra sería improvisación o accidente. Pero la vida humana está llena de orden, cálculo y diseño. La fortuna puede intervenir ocasionalmente, pero no rige la existencia humana: el motor verdadero del progreso, la cultura y la vida civilizada es la inteligencia, que permite al hombre elevarse sobre la naturaleza y construir deliberadamente su propio destino.

Resulta inconcebible que las artes menores —la música, la cocina, el tejido, incluso el simple acto de enseñar a un niño a vestirse o tomar el pan correctamente— requieran disciplina, técnica y atención, mientras que el arte supremo de todos, el de vivir bien y alcanzar la verdadera felicidad, se dejase por completo al dominio caprichoso de la fortuna. Nadie, observa Plutarco, confía en el azar para que el agua y la tierra produzcan por sí solas ladrillos, ni para que la lana se transforme espontáneamente en ropa. Pero el mismo hombre que reconoce que todo proceso necesita trabajo, método y conocimiento, piensa sin embargo que basta acumular oro, casas, esclavos o muebles lujosos para que, mágicamente, produzcan felicidad. La ironía es evidente: en todas las tareas prácticas confiamos en la inteligencia; solo en la más importante —la vida buena— muchos pretenden excluirla.

Este razonamiento se vuelve aún más claro con el ejemplo de Ifícrates. Preguntado por su identidad —si era hoplita, arquero o peltasta— respondió que era el que manda y usa a todos ellos. Plutarco lo cita para mostrar que la inteligencia tiene una función análoga: no es un bien material ni un atributo físico, pero es aquello que permite emplear correctamente todos los demás bienes. Sin inteligencia, la riqueza puede volverse destructiva; la gloria, peligrosa; la fuerza, tiránica; la belleza, motivo de corrupción. La inteligencia es así el principio que convierte los recursos externos en instrumentos de virtud o en fuentes de desgracia. Por eso, Plutarco compara los dones de la fortuna con la flauta que no debe tocar quien no es músico, o con el caballo que no debe montar quien no sabe cabalgar: los bienes externos sin la guía de la razón pueden llevar al desastre.

La cita de Hesíodo refuerza esta advertencia: Prometeo aconseja a Epimeteo no aceptar regalos de Zeus, es decir, no confiar ciegamente en los obsequios del destino. Lo mismo ocurre con la idea de Demóstenes: el éxito inmerecido produce malas ideas, y la buena fortuna inmerecida, malas acciones. Para Plutarco, los bienes que llegan sin preparación moral no elevan al hombre, sino que lo deforman, porque la fortuna sola no puede dar sabiduría ni templanza. Así, el tratado concluye subrayando que la felicidad no depende de lo que poseemos, sino del uso que hacemos de ello; y que ese uso siempre es obra de la inteligencia, no del azar. La verdadera fortuna, entonces, es ser capaz de gobernar la propia vida mediante la razón.

Conclusión

En definitiva, Plutarco demuestra que es absurdo dejar en manos de la fortuna lo que más importa en la vida: así como ninguna obra humana se realiza sola —ni un tejido, ni un caballo domado, ni una casa construida— tampoco la felicidad surge por accidente. La inteligencia es el arte supremo, la fuerza que convierte los bienes en bendición o en ruina, y sin ella la riqueza, el poder o la belleza no son más que trampas. Por eso, concluye Plutarco, la verdadera buena suerte no es recibir dones del azar, sino poseer la razón que permite usarlos bien.

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