sábado, 13 de diciembre de 2025

Plutarco - Cómo percibir los propios progresos en la virtud

En Sobre cómo percibir los propios progresos en la virtud, Plutarco se enfrenta directamente a la rigidez estoica y defiende una idea profundamente humana: la virtud no aparece de golpe, sino que se construye paso a paso. Frente a la tesis de que solo el sabio perfecto es virtuoso, introduce la prokopé, el progreso moral gradual, perceptible y consciente. A través de ejemplos concretos y señales prácticas —el dominio de las pasiones, la firmeza ante la crítica, el deseo de imitar a los mejores y la atención incluso a los pequeños detalles—, Plutarco muestra que avanzar en la virtud no exige perfección, sino vigilancia interior y constancia. La excelencia moral, así entendida, no es un ideal inalcanzable, sino un camino que puede reconocerse mientras se recorre.

SOBRE CÓMO PERCIBIR LOS PROPIOS PROGRESOS EN LA VIRTUD

El progreso moral como experiencia gradual y perceptible

Plutarco comienza planteando una dificultad central: nadie puede percibir un progreso real en la virtud si ese avance no conlleva una disminución efectiva del vicio y de la ignorancia. Mientras el mal siga oprimiendo al alma con el mismo peso, no hay sensación de mejora. El progreso moral, para ser auténtico, debe sentirse como un alivio interior y como un cambio real en la disposición del alma.

Para aclarar esta idea, recurre a analogías tomadas del aprendizaje y de la medicina. En disciplinas como la música o la gramática, nadie diría que progresa si sigue siendo igual de ignorante que antes. Del mismo modo, un enfermo no puede reconocer mejoría si la enfermedad no cede poco a poco. Así, el progreso siempre se reconoce por la pérdida gradual de lo negativo y la aparición de su contrario.

A partir de aquí, Plutarco critica la doctrina estoica que sostiene que el paso del vicio a la virtud es instantáneo y total. Según esta postura, el sabio abandona todo vicio de una sola vez, sin etapas intermedias. Plutarco muestra que esta tesis genera paradojas, pues elimina la posibilidad de un progreso consciente y deja al individuo sin criterios claros para reconocer su propia transformación moral.

Frente a esta visión extrema, propone entender el progreso moral como un camino o un viaje. El alma se va desprendiendo poco a poco de ciertas disposiciones y adquiere otras nuevas, muchas veces sin advertir de inmediato la cercanía de la meta. Esta concepción permite explicar por qué alguien puede avanzar en la virtud sin sentirse aún plenamente sabio, y al mismo tiempo ser consciente de que ya no es el mismo de antes.

Plutarco refuerza su argumento señalando que, si el cambio moral fuera súbito y absoluto, sería imposible no notarlo. Una transformación radical del vicio a la virtud sería tan evidente como un cambio físico o de condición extrema. El hecho de que el progreso moral no se experimente así demuestra que la virtud se adquiere gradualmente.

No todos los vicios son iguales ni todas las faltas tienen el mismo peso. La experiencia cotidiana confirma esta diferencia, pues distinguimos claramente entre errores leves y conductas gravemente injustas.

La continuidad del esfuerzo como signo del progreso en la virtud

Tanto medida que el vicio disminuye, la razón actúa como una luz que va disipando la oscuridad interior, “como con la disminución de la sombra”. Por eso, no es irracional que quien avanza desde una condición profundamente viciosa llegue a tomar conciencia de su cambio, pues este progreso tiene causas observables y racionales.

La primera señal del progreso es la continuidad y regularidad del avance. Plutarco compara la vida filosófica con una navegación en mar abierto: así como el navegante calcula la distancia recorrida considerando el tiempo y la fuerza del viento, el filósofo puede medir su progreso observando si su marcha es constante, sin interrupciones bruscas ni avances espasmódicos. El progreso auténtico no se da por impulsos aislados, sino por un movimiento estable, “suave y en línea recta”, guiado por el razonamiento.

En este contexto, Plutarco introduce una cita de Hesíodo, subrayando su valor moral: «si colocares aunque sea un poco sobre otro poco e hicieras esto con frecuencia» (Hesíodo, Trabajos y días, 361-362). Esta máxima, comúnmente aplicada al aumento de la riqueza, es elevada aquí al ámbito ético: la virtud crece por acumulación constante de pequeños avances, hasta que la razón adquiere un hábito sólido y eficaz.

Plutarco advierte, sin embargo, que la irregularidad en el ejercicio filosófico no solo detiene el progreso, sino que provoca retrocesos. Cuando el alma cede por pereza, el vicio “se pone encima” y la arrastra hacia atrás. Para explicar esta dinámica, utiliza una imagen tomada de la astronomía: los matemáticos dicen que los planetas “se detienen” cuando dejan de avanzar, pero en la vida moral no existe un verdadero estado de reposo. Si el progreso cesa, el movimiento del alma se inclina inevitablemente hacia lo peor, pues la naturaleza nunca permanece inmóvil.

Este carácter incesante de la lucha moral es reforzado mediante una referencia oracular, citada por Plutarco: «luchar contra los cirreos todos los días y todas las noches» (Esquines, Contra Ctesifonte, 107-108). La enseñanza es clara: la vigilancia contra el vicio debe ser permanente. Relajarse, admitir placeres o distracciones como si fueran “heraldos de tregua”, implica abrir la puerta al retroceso. La constancia en la lucha es condición para avanzar con ánimo firme.

En el pasaje siguiente, Plutarco matiza su postura y reconoce que pueden existir intervalos en el estudio filosófico. Estos no son necesariamente negativos, siempre que los períodos posteriores sean más largos y estables que los iniciales. Esto indica que la negligencia va siendo vencida por el ejercicio. En cambio, es un mal signo cuando, tras un entusiasmo inicial, aparecen frecuentes interrupciones y desalientos, como si el fervor se enfriara.

Para ilustrar este fenómeno, Plutarco recurre a una imagen natural: el crecimiento de la caña, que al comienzo avanza rápidamente, pero luego se ve frenado por nudos y resistencias internas. Así ocurre con quienes hacen incursiones intensas pero desordenadas en la filosofía: al no percibir un cambio real hacia lo mejor, se cansan y abandonan. Frente a ellos, cita una imagen homérica: «Pero al otro además le salieron alas» (Homero, Ilíada, XIX, 386), símbolo de aquel que, impulsado por la utilidad de la filosofía, elimina excusas y avanza con decisión.

No es signo de auténtico amor alegrarse solo con la presencia del amado, sino sufrir su ausencia. Del mismo modo, muchos parecen entusiasmados con la filosofía mientras participan en discusiones, pero la olvidan fácilmente cuando se alejan. En cambio, quien ha sido verdaderamente tocado por ella experimenta inquietud y desasosiego cuando se ve separado, como se indica en una cita trágica atribuida a Sófocles (fr. 757): el deseo filosófico actúa como un aguijón persistente que empuja de vuelta al estudio y a la virtud. Así, cuanto mayor es el beneficio recibido de la filosofía, mayor es la inquietud que produce su ausencia, y más auténtico resulta el progreso moral.

La firmeza interior como señal decisiva del progreso en la virtud

Plutarco retoma la idea del progreso moral apoyándose en una autoridad antigua: Hesíodo, cuya enseñanza afirma que el camino de la virtud no es escarpado ni imposible, sino que se vuelve “fácil, suave y cómodo” gracias al ejercicio constante (cf. Trabajos y días, 289). Al comienzo, sin embargo, el estudio de la filosofía está marcado por dificultades, errores y vacilaciones, semejantes a las de quienes han dejado la tierra conocida y aún no divisan el puerto al que se dirigen. En ese estado intermedio, muchos retroceden, pues han abandonado lo familiar sin haber alcanzado todavía lo mejor.

Para ilustrar este peligro inicial, Plutarco recurre a ejemplos concretos. Menciona a Sestio, el romano que dejó honores y cargos públicos por la filosofía, pero que, impaciente ante la dureza del aprendizaje, estuvo a punto de arrojarse desde lo alto. El ejemplo muestra que el progreso no fracasa por la filosofía misma, sino por la incapacidad de soportar el período de transición, cuando el alma aún no ha adquirido estabilidad.

Un relato similar se presenta con Diógenes de Sínope, quien, al comenzar su vida filosófica, se vio sacudido por violentas dudas al comparar su existencia austera con las fiestas, banquetes y placeres de los atenienses. Plutarco destaca el momento decisivo en que Diógenes se reprocha a sí mismo su debilidad, al observar a un ratón alimentarse sin quejarse de las migajas:
«¿Qué estás diciendo, Diógenes? (…) te quejas y lamentas tu situación?».
Este episodio muestra cómo el progreso se afirma cuando la inteligencia logra imponerse sobre la aflicción y el desaliento.

Cuando las depresiones y dudas son poco frecuentes y la razón logra superarlas rápidamente, como quien deja atrás un recodo del camino, el progreso moral se apoya ya sobre una base firme. No es la ausencia total de crisis lo que prueba el avance, sino la capacidad de superarlas sin abandonar el rumbo.

Plutarco amplía la reflexión considerando las presiones externas. El estudiante de filosofía no solo lucha contra su propia debilidad, sino también contra los consejos “sensatos” de los amigos y las burlas de los enemigos, que a menudo elogian los éxitos mundanos de otros: cargos públicos, matrimonios ventajosos, prestigio social. No turbarse ante estas comparaciones es, para Plutarco, un signo claro de progreso, pues revela que el alma ha aprendido a valorar algo distinto de lo que admira la mayoría.

Aquí se introduce una distinción crucial: despreciar los honores y éxitos externos no es virtud si proviene de la soberbia o de la insensatez. Solo quien ha aprendido verdaderamente a admirar la virtud puede dejar de envidiar lo que otros celebran. Por eso Plutarco recuerda el verso de Solón, que resume esta jerarquía de valores:

«No cambiaremos con ellos la riqueza por la virtud, pues ésta es siempre inmutable, pero la riqueza unas veces la posee un hombre, otras otro».

La estabilidad de la virtud contrasta con la fragilidad de los bienes externos.

Diógenes compara su vida errante con las residencias estacionales del rey persa; Agesilao afirma que el Gran Rey no es superior a él si no es más justo; Aristóteles recuerda a Alejandro que no basta dominar a muchos hombres, sino que importa tener una concepción correcta de los dioses. Cada uno de estos casos subraya que la verdadera medida del valor humano no está en el poder ni en la fama, sino en la justicia, la sabiduría y la rectitud interior.

La transformación del juicio y del uso de la palabra como signo del verdadero progreso moral

Plutarco señala que un signo claro de progreso en la virtud aparece cuando el filósofo en formación deja de compararse con los bienes externos —honores, éxito, prestigio— y, al hacerlo, logra desprenderse de la envidia, los celos y la humillación que suelen afectar a muchos principiantes. Esta liberación interior no es menor: quien ya no se inquieta ante los logros ajenos muestra que ha comenzado a medir su vida con un criterio distinto, propiamente filosófico, y esto constituye una prueba sólida de avance moral.

Un segundo indicio decisivo del progreso se manifiesta en el cambio del modo de hablar y de interesarse por los discursos. Plutarco observa que los principiantes suelen sentirse atraídos por aquello que promete fama: algunos se lanzan, por ambición, a las ciencias naturales; otros, “como perritos —dice Platón— alegrándose con arrastrar y rasguñar” (Platón, República 539b), corren tras disputas, dificultades y juegos dialécticos; muchos se refugian en la dialéctica para deslizarse rápidamente hacia la sofística; otros, finalmente, coleccionan máximas y anécdotas sin provecho real, recordando la ironía de Anacarsis sobre quienes solo usan el dinero para contarlo.

Para ilustrar este uso estéril del lenguaje filosófico, Plutarco recuerda una broma de Antífanes, quien decía que en cierta ciudad las palabras se congelaban al ser pronunciadas y solo se escuchaban mucho tiempo después, cuando se deshelaban. Así —añade— muchos entienden las palabras de Platón solo en la vejez, cuando ya no pueden aprovecharlas. Esta observación subraya que el progreso filosófico no consiste en repetir discursos, sino en asimilarlos hasta que formen carácter.

El verdadero avance comienza cuando el juicio adquiere firmeza y el estudiante deja de buscar lo brillante y artificioso para orientarse hacia discursos que transforman el alma. Plutarco apoya esta idea con una referencia a Esopo, señalando que los mejores discursos son aquellos cuyas huellas conducen “más hacia dentro que hacia fuera de nosotros” (Esopo, Fábulas, 142). De modo análogo, recuerda a Sófocles, quien tras imitar primero la grandilocuencia de Esquilo, comprendió que lo mejor del lenguaje es aquello que expresa el carácter. Del mismo modo, el filósofo progresa cuando pasa del lucimiento verbal a un discurso que educa la pasión y forma el ethos.

Plutarco amplía este criterio más allá de la filosofía estricta y exhorta a observar la propia actitud al leer poesía e historia. El progreso se reconoce cuando uno deja de buscar solo placer, dificultad o rareza, y comienza a recoger aquello que contribuye a la mejora del carácter y al dominio de las pasiones. Aquí introduce una imagen de Simónides: así como la abeja se posa en las flores buscando “la rubia miel” (Simónides, fr. 47), mientras otros solo se complacen en el color y el aroma, así el verdadero filósofo extrae lo útil incluso de lo que otros consideran mero entretenimiento.

Desde esta perspectiva, Plutarco critica a quienes leen a Platón o Jenofonte solo por la pureza de su estilo, comparándolos con quienes se contentan con el olor agradable de las medicinas sin conocer ni desear su poder curativo. En cambio, quien progresa de verdad es capaz de aprender de todo: discursos, espectáculos, acciones y situaciones cotidianas, recogiendo siempre lo apropiado para la virtud.

Para reforzar esta enseñanza, Plutarco ofrece una serie de ejemplos paradigmáticos. Esquilo, al ver una lucha de púgiles, observa: «El golpeado calla y los espectadores gritan», mostrando qué es el verdadero ejercicio. Brásidas, mordido por un ratón, concluye: «No hay nada tan pequeño y débil que no se salve, si tiene el valor de defenderse». Diógenes, al ver a un hombre beber con las manos, arroja su copa. Todos estos gestos revelan una disposición del alma ya entrenada para extraer lecciones morales de cualquier experiencia.

Este progreso se afianza plenamente cuando las palabras se mezclan con los hechos. No basta con hablar bien de la virtud; es necesario ponerla a prueba en placeres, disputas, peligros, juicios y cargos públicos, como si el individuo demostrara sus doctrinas viviéndolas y, al mismo tiempo, las fuera creando al usarlas. Por ello, critica duramente a quienes aprenden filosofía solo para exhibirla en el ágora o en banquetes, comparándolos con vendedores de medicinas o con el pájaro homérico que alimenta a otros pero “mal le va a él mismo” (Homero), porque no asimila nada para su propio bien. El verdadero progreso, concluye Plutarco, es interior, práctico y transformador.

La interiorización de la virtud y el abandono de la ostentación como culminación del progreso moral

Plutarco afirma que un signo decisivo del progreso en la virtud aparece cuando el uso del discurso deja de estar motivado por la ambición, el placer o el afán de victoria, y se orienta sinceramente a aprender y enseñar. Quien progresa abandona la afición a las disputas agresivas, deja de concebir los razonamientos como armas —“como guantes de boxeo y bolas de hierro”— y ya no se complace en vencer al adversario, sino en alcanzar la verdad. El cambio no es solo intelectual, sino ético: el discurso se vuelve medio de formación, no de combate.

Señala como pruebas claras de avance la moderación, la mansedumbre y la serenidad en la conversación. No iniciar los diálogos con espíritu de disputa ni terminarlos con ira, no humillar al vencido ni amargarse por la derrota, es propio de quien ha avanzado realmente. Ilustra esta actitud con una anécdota de Aristipo, quien, tras ser derrotado por sofismas, dice al vencedor:

«Yo, el vencido, me iré a casa a dormir más dulcemente que tú, que eres el vencedor.»

La superioridad moral se manifiesta aquí en la tranquilidad del alma, no en el triunfo dialéctico.

Plutarco añade otro criterio: la confianza sobria en la propia capacidad, sin cobardía ante un público numeroso ni desánimo ante uno escaso. El filósofo que progresa no rehúye hablar cuando la ocasión lo exige, incluso sin preparación retórica, porque su lucha no es por el aplauso, sino por el bien. Por eso recuerda que Homero no se preocupaba por la irregularidad métrica inicial de un verso, confiado en su arte, y sugiere que quien busca la virtud debe aprovechar las circunstancias sin someterse al miedo escénico ni al deseo de aprobación.

A continuación, Plutarco desplaza la atención desde las palabras hacia los actos, afirmando que el progreso auténtico se reconoce cuando la verdad prevalece sobre la ostentación y la necesidad sobre lo festivo. Así como el amor verdadero no necesita testigos, con mayor razón el amor al bien y a la sabiduría no requiere espectadores. El que proclama en voz alta su propia modestia o difunde cuidadosamente sus buenas acciones demuestra, en realidad, que sigue mirando hacia fuera y que aún no es espectador interior de la virtud.

Por ello, Plutarco sostiene que es propio de quien progresa guardar silencio sobre sus acciones nobles: un voto justo entre muchos injustos, el rechazo de un favor vergonzoso, el desprecio de regalos, la resistencia a placeres ilícitos o incluso a deseos intensos. Tales actos deben permanecer dentro del alma. Así lo muestra Agesilao, y Plutarco lo refuerza con una sentencia de Demócrito:

«se ha acostumbrado a conseguir dentro de él mismo las satisfacciones».

La autosuficiencia moral es aquí señal de una razón que ya ha echado raíces.

Las espigas llenas se inclinan hacia la tierra, mientras las vacías se levantan rígidas y erguidas. Del mismo modo, los jóvenes que apenas comienzan en la filosofía suelen mostrarse altivos, ostentosos y despectivos; pero cuando empiezan a llenarse de bienes verdaderos, su orgullo se vacía, su actitud se suaviza y su práctica se traslada del exterior al interior del alma. La crítica se vuelve más severa consigo mismos y más benévola con los demás.

Este cambio se manifiesta incluso en el rechazo del título de filósofo. Quien progresa de verdad no se apropia del nombre ni de la fama, y si otro se lo atribuye, responde con rubor y modestia, recordando las palabras homéricas:
«Ciertamente yo no soy un dios. ¿Por qué me comparas a los inmortales?».
La auténtica transformación interior se reconoce no por la arrogancia, sino por la reserva y el pudor.

Mientras el placer deja huellas visibles y agitadas —como dice Esquilo sobre el “ojo ardiente”—, el progreso filosófico verdadero produce una calma profunda. A este estado aplica las palabras de Safo:
«mi lengua se ha roto, y al punto un juego suave recorre mi cuerpo».
El alma se aquieta, la mirada se vuelve serena y el discurso digno de ser escuchado.

Al comienzo hay ruido, empujones y ansias de fama; pero quien ha entrado y ha visto la gran luz adopta silencio, respeto y obediencia a la razón “como a un dios”. Por eso recuerda la broma de Menedemo: muchos llegan creyéndose sabios, luego se llaman filósofos y, con el tiempo, se vuelven personas ordinarias; pero cuanto más avanzan en el razonamiento, más abandonan su orgullo y su propia opinión. Así, el progreso culmina no en la exaltación del yo, sino en su serena disolución ante la verdad.

La aceptación de la censura y el dominio interior incluso en los sueños como prueba suprema del progreso moral

Plutarco compara el progreso moral con la conciencia de la enfermedad en el ámbito médico. Así como quienes padecen males leves buscan por sí mismos al médico, mientras que los gravemente enfermos rechazan toda ayuda porque no reconocen su estado, del mismo modo son casi incurables quienes, tras cometer faltas, reaccionan con hostilidad ante la censura. En cambio, la disposición a escuchar reproches, a soportar la corrección y a someterse a la amonestación es señal clara de que el alma aún es sanable y está avanzando en la virtud.

Por ello, no es mala señal —afirma Plutarco— que quien ha errado se ofrezca a sí mismo a la censura, confiese su falta y busque a alguien que lo guíe y lo tome de la mano. Aquí recuerda una sentencia atribuida a Diógenes, según la cual al que necesita salvación le conviene buscar “un amigo honrado o un enemigo fogoso”, porque tanto la corrección amistosa como la reprensión severa pueden arrancarlo del vicio. El progreso se manifiesta en preferir la verdad dolorosa a la tranquilidad engañosa.

Plutarco contrapone esta actitud a la de quienes ocultan cuidadosamente los vicios del alma mientras exhiben con falsa modestia defectos externos sin importancia. Quien tolera bromas sobre su aspecto, pero es incapaz de soportar una crítica moral, no ha avanzado nada en la virtud. El que verdaderamente progresa es el que se enfrenta a sus pasiones —envidia, mezquindad, amor desordenado al placer— y acepta ser corregido, pues le duele más ser malo en realidad que parecerlo ante los demás.

Para ilustrar esta huida ilusoria, Plutarco recuerda una aguda ironía de Diógenes dirigida a un joven sorprendido en una taberna:
«Cuanto más adentro huyas, más te hallarás en la taberna.»
Así también, cuanto más se niegan y esconden las faltas morales, más profundamente se hunde el alma en el vicio. Reconocer la pobreza interior es ya un paso hacia la riqueza moral.

El filósofo que progresa, dice Plutarco, debe tomar como modelo a Hipócrates, quien publicó abiertamente sus errores médicos para que otros no los repitieran. Resulta absurdo —sugiere— que un hombre que desea salvar su alma tema confesar su ignorancia o someterse a examen, cuando incluso el gran médico consideró un deber hacer público su yerro. La confesión del error no es humillación, sino ejercicio de lucidez moral.

Plutarco menciona luego a Bión y Pirrón como ejemplos extremos de dominio interior. De Bión se dice que consideraba gran progreso el poder escuchar insultos sin alterarse, como si las injurias fueran bendiciones irónicas. De Pirrón, relata la célebre escena en que, durante una tormenta en el mar, señaló a un cerdito que comía tranquilamente y dijo que el sabio debía alcanzar, mediante la razón, una indiferencia semejante frente a los acontecimientos. Estas actitudes no son simples signos de progreso, sino de una firmeza casi perfecta del alma.

Plutarco introduce luego un criterio más sutil, atribuido a Zenón: el examen de los sueños. Según este, el progreso puede reconocerse cuando, incluso durante el sueño, el alma no se ve arrastrada por impulsos vergonzosos, violentos o injustos, sino que permanece serena, iluminada por la razón. En esta línea recuerda a Platón, quien mostró cómo, cuando la parte irracional del alma no ha sido educada, se desborda en los sueños con deseos desordenados que la ley reprime durante la vigilia.

Para explicar este dominio interior, Plutarco usa la imagen de las bestias de carga bien entrenadas: aun cuando se sueltan las riendas, no abandonan el camino. Del mismo modo, cuando la razón ha habituado al elemento pasional del alma a la obediencia, ni en sueños ni en la enfermedad se precipita hacia excesos. El hábito virtuoso se impone incluso cuando la vigilancia consciente se relaja.

Plutarco afianza esta idea con el ejemplo de Estilpón, quien soñó que Posidón lo reprochaba por no haberle ofrecido un sacrificio costoso. Sin temor, el filósofo respondió con moderación, y el dios, sonriente, lo recompensó. Este tipo de sueños claros, tranquilos y sin perturbación son, dice Plutarco, resplandores del progreso moral; en cambio, los sueños llenos de terror, culpa y desorden revelan un alma aún dominada por las pasiones.

La medición del progreso moral por la moderación de las pasiones y la imitación activa de la virtud

Distingue con claridad entre la indiferencia perfecta, que es algo elevado y casi divino, y el progreso moral, que no consiste en eliminar de inmediato las pasiones, sino en reducirlas, contenerlas y ordenarlas. Por ello, propone un criterio de examen doble: comparar nuestras pasiones con las que teníamos antes y compararlas también entre sí. Hay progreso cuando los deseos, los miedos y los enojos se vuelven más moderados que en el pasado, porque la razón ha aprendido a apagar lo que los exacerba.

Este examen interior se afina aún más cuando observamos qué pasiones predominan sobre otras. Plutarco considera mejor sentir vergüenza que miedo, emulación antes que envidia, amor a la fama antes que al dinero. No se trata de la ausencia total de pasión, sino de su reorientación hacia formas más nobles y menos destructivas. Así como en la música se prefieren ciertos modos frente a otros, también en la vida moral el progreso se reconoce cuando los excesos se suavizan y la desmesura comienza a desaparecer.

Para explicar esta corrección de los extremos, Plutarco recurre a una imagen musical: cuando a Frinis se le añadieron dos cuerdas a la lira, los éforos preguntaron si había que cortar las superiores o las inferiores; en el caso moral —dice Plutarco— deben corregirse ambos extremos para alcanzar el justo medio. El progreso no elimina la energía del alma, pero sí templa su violencia, pues “suaviza, antes que nada, los excesos y la intensidad de las pasiones”, como recuerda citando a Sófocles.

En el capítulo siguiente, Plutarco vuelve a insistir en una idea central del tratado: el verdadero progreso se manifiesta cuando los razonamientos se convierten en acciones, y las palabras dejan de engendrar más palabras para producir hechos. Una señal clara de ello es el celo activo hacia aquello que admiramos: no basta con alabar la virtud, es necesario desear practicarla y rechazar sinceramente lo que censuramos.

Para ilustrar esta diferencia entre admiración pasiva y emulación auténtica, Plutarco recuerda el célebre ejemplo de Temístocles, quien confesaba que el trofeo de Milcíades no le dejaba dormir. Con ello mostraba que no solo alababa la hazaña, sino que la había convertido en estímulo para su propia acción. En cambio, mientras la admiración permanezca inactiva y no conduzca a la imitación, el progreso moral es escaso o inexistente.

Plutarco profundiza esta idea afirmando que la alabanza verdadera de la virtud debe herir y espolear, no generar envidia ni quedarse en emoción estéril. No basta, como decía Alcibíades, con conmoverse y llorar al escuchar al filósofo; el progreso real se da cuando uno se compara con las acciones del hombre bueno, se reconoce inferior, pero lejos de abatirse, se llena de esperanza, deseo y ardor por alcanzar ese modelo.

Este impulso es descrito con una imagen poética tomada de Simónides, según la cual el que progresa corre “como un potro recién destetado junto a la yegua”, esforzándose por seguirla y unirse a ella. Tal imagen expresa la esencia del progreso auténtico: un amor activo por la virtud, que honra a los mejores no con palabras, sino intentando hacerse semejante a ellos.

Quien siente envidia o rivalidad hacia los hombres mejores que él no admira la virtud, sino que codicia su poder o su reputación. En cambio, el que ama su conducta y busca imitarla con respeto y entusiasmo muestra que su progreso es verdadero. 

El amor pleno a la virtud y la vigilancia minuciosa de la vida como señales finales del progreso moral

Plutarco sostiene que el progreso en la virtud alcanza un grado elevado cuando el amor por los hombres buenos se vuelve total e integrador. No basta con considerar bienaventurado al sabio ni con admirar sus palabras, como señala Platón (Leyes 711e); hay verdadero progreso cuando también se ama su figura, su manera de caminar, su mirada y su sonrisa, hasta el punto de querer unirse y fundirse con él. Este deseo de identificación profunda indica que la virtud ya no es solo un ideal abstracto, sino una forma de vida encarnada que atrae y transforma.

Este amor a la virtud no se debilita ante la adversidad. Plutarco insiste en que no debemos admirar a los hombres buenos solo cuando gozan de prosperidad, sino también cuando sufren exilio, prisión, pobreza o condena injusta. Así como los amantes acogen incluso las imperfecciones y los gestos frágiles de quienes aman, del mismo modo debemos amar la virtud en Arístides desterrado, Anaxágoras encarcelado, Sócrates pobre o Foción condenado. En este punto, Plutarco corona su argumento con un verso de Eurípides:
«¡Ah!, ¡cuán bueno es todo para los generosos!»,
mostrando que para quien ama verdaderamente la virtud nada de lo que la acompaña puede resultar indigno.

Este entusiasmo tiene además un efecto práctico: el recuerdo de los hombres virtuosos actúa como un modelo vivo que orienta la acción. Plutarco describe una práctica común entre quienes desean obrar bien: preguntarse ante cada decisión ¿qué habría hecho Platón?, ¿qué habría dicho Epaminondas?, ¿cómo se habría comportado Licurgo o Agesilao?. Estas figuras funcionan como un espejo moral ante el cual se corrigen hábitos, se refrena una pasión o se reprende un lenguaje indecoroso. Así, la memoria de los buenos se convierte en un auxilio constante frente a las dificultades.

Plutarco compara este recurso con un contraste elocuente: mientras algunos recitan de memoria los nombres de los Dáctilos Ideos como si fueran encantamientos contra el miedo, quienes progresan en la virtud encuentran un apoyo mucho más firme en la presencia interior de los hombres buenos, que los reanima y sostiene en todas las pruebas. Por ello, considera este hábito —recordar y evocar a los virtuosos como guías— una señal inequívoca de avance moral.

Un signo aún más revelador aparece cuando el individuo no se turba ni se avergüenza ante la presencia inesperada de un hombre excelente, sino que sale a su encuentro con confianza serena. Plutarco contrasta esta actitud con la anécdota de Alejandro Magno, quien, seguro de sus obras, preguntó irónicamente si la noticia que traían era que Homero había resucitado, convencido de que nada le faltaba salvo la gloria póstuma. De modo semejante, el joven que progresa en la virtud siente un deseo profundo de mostrarse tal como es ante los hombres buenos: abrirles su casa, su mesa, su familia, su trabajo y sus escritos, e incluso lamentar que un padre o maestro muerto no pueda verlo ahora en esta condición.

Por el contrario, Plutarco observa que quienes han descuidado su vida moral temen incluso en sueños encontrarse con sus familiares y maestros. El progreso auténtico, en cambio, se reconoce en el deseo de tener como espectadores a los mejores, pues la conciencia no se avergüenza de sí misma.

Finalmente, Plutarco añade un signo decisivo y aparentemente pequeño: no considerar insignificante ningún error. Así como quien ha perdido la esperanza de enriquecerse descuida los pequeños gastos, mientras que quien está cerca de la meta cuida cada moneda, del mismo modo el que progresa en la virtud se inquieta incluso por las faltas menores. No acepta excusas como «¿en qué se diferencia esto de aquello?» o «ahora así, después mejor», sino que se disgusta ante el menor desliz, porque no quiere manchar lo que ha empezado a purificar.

Para expresar esta actitud, Plutarco recurre a una imagen arquitectónica: los hombres negligentes construyen como sea, colocando piedras al azar; pero quienes progresan en la virtud, para quienes ya ha sido puesto «un cimiento de oro» (Píndaro), ordenan cada acción con cuidado, usando la razón como plomada. Por eso recuerda el dicho de Policleto, según el cual la tarea más difícil es aquella en que la arcilla llega a la uña, es decir, cuando el trabajo exige la máxima precisión. Así, el progreso moral culmina en una vida cuidadosamente medida, donde nada se deja al azar y cada acto busca estar a la altura de la virtud amada.


Conclusión

En Sobre cómo percibir los propios progresos en la virtud, Plutarco nos enseña que el avance moral no es un salto milagroso ni un gesto para la galería, sino una transformación lenta, interior y verificable. El progreso se reconoce cuando el vicio pierde fuerza, cuando las pasiones se suavizan y se ordenan, cuando dejamos de competir por palabras y aplausos y comenzamos a medirnos por actos, silencios y coherencia. Amar la virtud incluso en la adversidad, aceptar la corrección, vigilar hasta los errores pequeños, aprender de todo lo que acontece y buscar parecerse a los hombres buenos más que admirarlos desde lejos: estos son los signos de una razón que ha echado raíces en el alma. Allí donde ya no hay ostentación, sino celo por imitar lo noble, y donde la conciencia se vuelve el principal testigo, puede decirse con justicia que el progreso en la virtud ha comenzado de verdad.

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