La interiorización de la virtud y el abandono de la ostentación como culminación del progreso moral
Plutarco afirma que un signo decisivo del progreso en la virtud aparece cuando el uso del discurso deja de estar motivado por la ambición, el placer o el afán de victoria, y se orienta sinceramente a aprender y enseñar. Quien progresa abandona la afición a las disputas agresivas, deja de concebir los razonamientos como armas —“como guantes de boxeo y bolas de hierro”— y ya no se complace en vencer al adversario, sino en alcanzar la verdad. El cambio no es solo intelectual, sino ético: el discurso se vuelve medio de formación, no de combate.
Señala como pruebas claras de avance la moderación, la mansedumbre y la serenidad en la conversación. No iniciar los diálogos con espíritu de disputa ni terminarlos con ira, no humillar al vencido ni amargarse por la derrota, es propio de quien ha avanzado realmente. Ilustra esta actitud con una anécdota de Aristipo, quien, tras ser derrotado por sofismas, dice al vencedor:
«Yo, el vencido, me iré a casa a dormir más dulcemente que tú, que eres el vencedor.»
La superioridad moral se manifiesta aquí en la tranquilidad del alma, no en el triunfo dialéctico.
Plutarco añade otro criterio: la confianza sobria en la propia capacidad, sin cobardía ante un público numeroso ni desánimo ante uno escaso. El filósofo que progresa no rehúye hablar cuando la ocasión lo exige, incluso sin preparación retórica, porque su lucha no es por el aplauso, sino por el bien. Por eso recuerda que Homero no se preocupaba por la irregularidad métrica inicial de un verso, confiado en su arte, y sugiere que quien busca la virtud debe aprovechar las circunstancias sin someterse al miedo escénico ni al deseo de aprobación.
A continuación, Plutarco desplaza la atención desde las palabras hacia los actos, afirmando que el progreso auténtico se reconoce cuando la verdad prevalece sobre la ostentación y la necesidad sobre lo festivo. Así como el amor verdadero no necesita testigos, con mayor razón el amor al bien y a la sabiduría no requiere espectadores. El que proclama en voz alta su propia modestia o difunde cuidadosamente sus buenas acciones demuestra, en realidad, que sigue mirando hacia fuera y que aún no es espectador interior de la virtud.
Por ello, Plutarco sostiene que es propio de quien progresa guardar silencio sobre sus acciones nobles: un voto justo entre muchos injustos, el rechazo de un favor vergonzoso, el desprecio de regalos, la resistencia a placeres ilícitos o incluso a deseos intensos. Tales actos deben permanecer dentro del alma. Así lo muestra Agesilao, y Plutarco lo refuerza con una sentencia de Demócrito:
«se ha acostumbrado a conseguir dentro de él mismo las satisfacciones».
La autosuficiencia moral es aquí señal de una razón que ya ha echado raíces.
Las espigas llenas se inclinan hacia la tierra, mientras las vacías se levantan rígidas y erguidas. Del mismo modo, los jóvenes que apenas comienzan en la filosofía suelen mostrarse altivos, ostentosos y despectivos; pero cuando empiezan a llenarse de bienes verdaderos, su orgullo se vacía, su actitud se suaviza y su práctica se traslada del exterior al interior del alma. La crítica se vuelve más severa consigo mismos y más benévola con los demás.
Este cambio se manifiesta incluso en el rechazo del título de filósofo. Quien progresa de verdad no se apropia del nombre ni de la fama, y si otro se lo atribuye, responde con rubor y modestia, recordando las palabras homéricas:
«Ciertamente yo no soy un dios. ¿Por qué me comparas a los inmortales?».
La auténtica transformación interior se reconoce no por la arrogancia, sino por la reserva y el pudor.
Mientras el placer deja huellas visibles y agitadas —como dice Esquilo sobre el “ojo ardiente”—, el progreso filosófico verdadero produce una calma profunda. A este estado aplica las palabras de Safo:
«mi lengua se ha roto, y al punto un juego suave recorre mi cuerpo».
El alma se aquieta, la mirada se vuelve serena y el discurso digno de ser escuchado.
Al comienzo hay ruido, empujones y ansias de fama; pero quien ha entrado y ha visto la gran luz adopta silencio, respeto y obediencia a la razón “como a un dios”. Por eso recuerda la broma de Menedemo: muchos llegan creyéndose sabios, luego se llaman filósofos y, con el tiempo, se vuelven personas ordinarias; pero cuanto más avanzan en el razonamiento, más abandonan su orgullo y su propia opinión. Así, el progreso culmina no en la exaltación del yo, sino en su serena disolución ante la verdad.
La aceptación de la censura y el dominio interior incluso en los sueños como prueba suprema del progreso moral
Plutarco compara el progreso moral con la conciencia de la enfermedad en el ámbito médico. Así como quienes padecen males leves buscan por sí mismos al médico, mientras que los gravemente enfermos rechazan toda ayuda porque no reconocen su estado, del mismo modo son casi incurables quienes, tras cometer faltas, reaccionan con hostilidad ante la censura. En cambio, la disposición a escuchar reproches, a soportar la corrección y a someterse a la amonestación es señal clara de que el alma aún es sanable y está avanzando en la virtud.
Por ello, no es mala señal —afirma Plutarco— que quien ha errado se ofrezca a sí mismo a la censura, confiese su falta y busque a alguien que lo guíe y lo tome de la mano. Aquí recuerda una sentencia atribuida a Diógenes, según la cual al que necesita salvación le conviene buscar “un amigo honrado o un enemigo fogoso”, porque tanto la corrección amistosa como la reprensión severa pueden arrancarlo del vicio. El progreso se manifiesta en preferir la verdad dolorosa a la tranquilidad engañosa.
Plutarco contrapone esta actitud a la de quienes ocultan cuidadosamente los vicios del alma mientras exhiben con falsa modestia defectos externos sin importancia. Quien tolera bromas sobre su aspecto, pero es incapaz de soportar una crítica moral, no ha avanzado nada en la virtud. El que verdaderamente progresa es el que se enfrenta a sus pasiones —envidia, mezquindad, amor desordenado al placer— y acepta ser corregido, pues le duele más ser malo en realidad que parecerlo ante los demás.
Para ilustrar esta huida ilusoria, Plutarco recuerda una aguda ironía de Diógenes dirigida a un joven sorprendido en una taberna:
«Cuanto más adentro huyas, más te hallarás en la taberna.»
Así también, cuanto más se niegan y esconden las faltas morales, más profundamente se hunde el alma en el vicio. Reconocer la pobreza interior es ya un paso hacia la riqueza moral.
El filósofo que progresa, dice Plutarco, debe tomar como modelo a Hipócrates, quien publicó abiertamente sus errores médicos para que otros no los repitieran. Resulta absurdo —sugiere— que un hombre que desea salvar su alma tema confesar su ignorancia o someterse a examen, cuando incluso el gran médico consideró un deber hacer público su yerro. La confesión del error no es humillación, sino ejercicio de lucidez moral.
Plutarco menciona luego a Bión y Pirrón como ejemplos extremos de dominio interior. De Bión se dice que consideraba gran progreso el poder escuchar insultos sin alterarse, como si las injurias fueran bendiciones irónicas. De Pirrón, relata la célebre escena en que, durante una tormenta en el mar, señaló a un cerdito que comía tranquilamente y dijo que el sabio debía alcanzar, mediante la razón, una indiferencia semejante frente a los acontecimientos. Estas actitudes no son simples signos de progreso, sino de una firmeza casi perfecta del alma.
Plutarco introduce luego un criterio más sutil, atribuido a Zenón: el examen de los sueños. Según este, el progreso puede reconocerse cuando, incluso durante el sueño, el alma no se ve arrastrada por impulsos vergonzosos, violentos o injustos, sino que permanece serena, iluminada por la razón. En esta línea recuerda a Platón, quien mostró cómo, cuando la parte irracional del alma no ha sido educada, se desborda en los sueños con deseos desordenados que la ley reprime durante la vigilia.
Para explicar este dominio interior, Plutarco usa la imagen de las bestias de carga bien entrenadas: aun cuando se sueltan las riendas, no abandonan el camino. Del mismo modo, cuando la razón ha habituado al elemento pasional del alma a la obediencia, ni en sueños ni en la enfermedad se precipita hacia excesos. El hábito virtuoso se impone incluso cuando la vigilancia consciente se relaja.
Plutarco afianza esta idea con el ejemplo de Estilpón, quien soñó que Posidón lo reprochaba por no haberle ofrecido un sacrificio costoso. Sin temor, el filósofo respondió con moderación, y el dios, sonriente, lo recompensó. Este tipo de sueños claros, tranquilos y sin perturbación son, dice Plutarco, resplandores del progreso moral; en cambio, los sueños llenos de terror, culpa y desorden revelan un alma aún dominada por las pasiones.
La medición del progreso moral por la moderación de las pasiones y la imitación activa de la virtud
Distingue con claridad entre la indiferencia perfecta, que es algo elevado y casi divino, y el progreso moral, que no consiste en eliminar de inmediato las pasiones, sino en reducirlas, contenerlas y ordenarlas. Por ello, propone un criterio de examen doble: comparar nuestras pasiones con las que teníamos antes y compararlas también entre sí. Hay progreso cuando los deseos, los miedos y los enojos se vuelven más moderados que en el pasado, porque la razón ha aprendido a apagar lo que los exacerba.
Este examen interior se afina aún más cuando observamos qué pasiones predominan sobre otras. Plutarco considera mejor sentir vergüenza que miedo, emulación antes que envidia, amor a la fama antes que al dinero. No se trata de la ausencia total de pasión, sino de su reorientación hacia formas más nobles y menos destructivas. Así como en la música se prefieren ciertos modos frente a otros, también en la vida moral el progreso se reconoce cuando los excesos se suavizan y la desmesura comienza a desaparecer.
Para explicar esta corrección de los extremos, Plutarco recurre a una imagen musical: cuando a Frinis se le añadieron dos cuerdas a la lira, los éforos preguntaron si había que cortar las superiores o las inferiores; en el caso moral —dice Plutarco— deben corregirse ambos extremos para alcanzar el justo medio. El progreso no elimina la energía del alma, pero sí templa su violencia, pues “suaviza, antes que nada, los excesos y la intensidad de las pasiones”, como recuerda citando a Sófocles.
En el capítulo siguiente, Plutarco vuelve a insistir en una idea central del tratado: el verdadero progreso se manifiesta cuando los razonamientos se convierten en acciones, y las palabras dejan de engendrar más palabras para producir hechos. Una señal clara de ello es el celo activo hacia aquello que admiramos: no basta con alabar la virtud, es necesario desear practicarla y rechazar sinceramente lo que censuramos.
Para ilustrar esta diferencia entre admiración pasiva y emulación auténtica, Plutarco recuerda el célebre ejemplo de Temístocles, quien confesaba que el trofeo de Milcíades no le dejaba dormir. Con ello mostraba que no solo alababa la hazaña, sino que la había convertido en estímulo para su propia acción. En cambio, mientras la admiración permanezca inactiva y no conduzca a la imitación, el progreso moral es escaso o inexistente.
Plutarco profundiza esta idea afirmando que la alabanza verdadera de la virtud debe herir y espolear, no generar envidia ni quedarse en emoción estéril. No basta, como decía Alcibíades, con conmoverse y llorar al escuchar al filósofo; el progreso real se da cuando uno se compara con las acciones del hombre bueno, se reconoce inferior, pero lejos de abatirse, se llena de esperanza, deseo y ardor por alcanzar ese modelo.
Este impulso es descrito con una imagen poética tomada de Simónides, según la cual el que progresa corre “como un potro recién destetado junto a la yegua”, esforzándose por seguirla y unirse a ella. Tal imagen expresa la esencia del progreso auténtico: un amor activo por la virtud, que honra a los mejores no con palabras, sino intentando hacerse semejante a ellos.
Quien siente envidia o rivalidad hacia los hombres mejores que él no admira la virtud, sino que codicia su poder o su reputación. En cambio, el que ama su conducta y busca imitarla con respeto y entusiasmo muestra que su progreso es verdadero.
El amor pleno a la virtud y la vigilancia minuciosa de la vida como señales finales del progreso moral
Plutarco sostiene que el progreso en la virtud alcanza un grado elevado cuando el amor por los hombres buenos se vuelve total e integrador. No basta con considerar bienaventurado al sabio ni con admirar sus palabras, como señala Platón (Leyes 711e); hay verdadero progreso cuando también se ama su figura, su manera de caminar, su mirada y su sonrisa, hasta el punto de querer unirse y fundirse con él. Este deseo de identificación profunda indica que la virtud ya no es solo un ideal abstracto, sino una forma de vida encarnada que atrae y transforma.
Este amor a la virtud no se debilita ante la adversidad. Plutarco insiste en que no debemos admirar a los hombres buenos solo cuando gozan de prosperidad, sino también cuando sufren exilio, prisión, pobreza o condena injusta. Así como los amantes acogen incluso las imperfecciones y los gestos frágiles de quienes aman, del mismo modo debemos amar la virtud en Arístides desterrado, Anaxágoras encarcelado, Sócrates pobre o Foción condenado. En este punto, Plutarco corona su argumento con un verso de Eurípides:
«¡Ah!, ¡cuán bueno es todo para los generosos!»,
mostrando que para quien ama verdaderamente la virtud nada de lo que la acompaña puede resultar indigno.
Este entusiasmo tiene además un efecto práctico: el recuerdo de los hombres virtuosos actúa como un modelo vivo que orienta la acción. Plutarco describe una práctica común entre quienes desean obrar bien: preguntarse ante cada decisión ¿qué habría hecho Platón?, ¿qué habría dicho Epaminondas?, ¿cómo se habría comportado Licurgo o Agesilao?. Estas figuras funcionan como un espejo moral ante el cual se corrigen hábitos, se refrena una pasión o se reprende un lenguaje indecoroso. Así, la memoria de los buenos se convierte en un auxilio constante frente a las dificultades.
Plutarco compara este recurso con un contraste elocuente: mientras algunos recitan de memoria los nombres de los Dáctilos Ideos como si fueran encantamientos contra el miedo, quienes progresan en la virtud encuentran un apoyo mucho más firme en la presencia interior de los hombres buenos, que los reanima y sostiene en todas las pruebas. Por ello, considera este hábito —recordar y evocar a los virtuosos como guías— una señal inequívoca de avance moral.
Un signo aún más revelador aparece cuando el individuo no se turba ni se avergüenza ante la presencia inesperada de un hombre excelente, sino que sale a su encuentro con confianza serena. Plutarco contrasta esta actitud con la anécdota de Alejandro Magno, quien, seguro de sus obras, preguntó irónicamente si la noticia que traían era que Homero había resucitado, convencido de que nada le faltaba salvo la gloria póstuma. De modo semejante, el joven que progresa en la virtud siente un deseo profundo de mostrarse tal como es ante los hombres buenos: abrirles su casa, su mesa, su familia, su trabajo y sus escritos, e incluso lamentar que un padre o maestro muerto no pueda verlo ahora en esta condición.
Por el contrario, Plutarco observa que quienes han descuidado su vida moral temen incluso en sueños encontrarse con sus familiares y maestros. El progreso auténtico, en cambio, se reconoce en el deseo de tener como espectadores a los mejores, pues la conciencia no se avergüenza de sí misma.
Finalmente, Plutarco añade un signo decisivo y aparentemente pequeño: no considerar insignificante ningún error. Así como quien ha perdido la esperanza de enriquecerse descuida los pequeños gastos, mientras que quien está cerca de la meta cuida cada moneda, del mismo modo el que progresa en la virtud se inquieta incluso por las faltas menores. No acepta excusas como «¿en qué se diferencia esto de aquello?» o «ahora así, después mejor», sino que se disgusta ante el menor desliz, porque no quiere manchar lo que ha empezado a purificar.
Para expresar esta actitud, Plutarco recurre a una imagen arquitectónica: los hombres negligentes construyen como sea, colocando piedras al azar; pero quienes progresan en la virtud, para quienes ya ha sido puesto «un cimiento de oro» (Píndaro), ordenan cada acción con cuidado, usando la razón como plomada. Por eso recuerda el dicho de Policleto, según el cual la tarea más difícil es aquella en que la arcilla llega a la uña, es decir, cuando el trabajo exige la máxima precisión. Así, el progreso moral culmina en una vida cuidadosamente medida, donde nada se deja al azar y cada acto busca estar a la altura de la virtud amada.
Conclusión
En Sobre cómo percibir los propios progresos en la virtud, Plutarco nos enseña que el avance moral no es un salto milagroso ni un gesto para la galería, sino una transformación lenta, interior y verificable. El progreso se reconoce cuando el vicio pierde fuerza, cuando las pasiones se suavizan y se ordenan, cuando dejamos de competir por palabras y aplausos y comenzamos a medirnos por actos, silencios y coherencia. Amar la virtud incluso en la adversidad, aceptar la corrección, vigilar hasta los errores pequeños, aprender de todo lo que acontece y buscar parecerse a los hombres buenos más que admirarlos desde lejos: estos son los signos de una razón que ha echado raíces en el alma. Allí donde ya no hay ostentación, sino celo por imitar lo noble, y donde la conciencia se vuelve el principal testigo, puede decirse con justicia que el progreso en la virtud ha comenzado de verdad.
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