miércoles, 24 de diciembre de 2025

Plutarco - Moralia: La inconveniencia de contraer deudas

En La inconveniencia de contraer deudas, Plutarco abandona momentáneamente los grandes temas heroicos y políticos para descender a un problema tan cotidiano como corrosivo: el endeudamiento. Con un tono incisivo y profundamente moral, el autor muestra cómo la afición al lujo y a la ostentación convierte a ciudadanos libres en esclavos de sus acreedores, socavando no solo la economía personal, sino también la dignidad, la libertad y los derechos cívicos. Este tratado, tan enraizado en la crisis social de las ciudades griegas bajo dominio romano, sigue interpelando hoy con una advertencia clara y vigente: ninguna riqueza justifica perder la libertad.

LA INCONVENIENCIA DE CONTRAER DEUDAS

La deuda como esclavitud: lujo, autosuficiencia y libertad en Plutarco

Hay que partir de una ley concreta de Platón para extraer de ella una enseñanza moral y social aplicable a la vida económica. La referencia inicial a las Leyes de Platón, donde se regula el uso del agua entre vecinos, no es accidental. Platón permite acudir al agua ajena solo después de haber agotado los propios recursos mediante el trabajo y la exploración del terreno (Platón, Leyes 844b). Plutarco interpreta esta norma no solo como una medida práctica, sino como una ley pedagógica: la ley debe remediar la necesidad, pero no fomentar la indolencia ni el abuso. Desde ahí plantea la analogía central del texto: así como no se debe recurrir al agua del vecino sin antes haber buscado la propia, tampoco debería recurrirse al dinero ajeno sin haber examinado y utilizado primero los bienes propios.

Sobre esta base, Plutarco dirige su crítica no contra la pobreza, sino contra el lujo. El endeudamiento no surge —según él— de la necesidad real, sino de la molicie, la ostentación y el deseo de mantener un nivel de vida superior a los propios medios. Por eso subraya un dato revelador: a los pobres no se les presta, sino a quienes ya poseen bienes. El crédito no es un auxilio social, sino un instrumento que captura a quienes, teniendo patrimonio, se niegan a desprenderse de él. La paradoja moral es contundente: quien tiene bienes no debería pedir prestado, y sin embargo es precisamente quien los tiene el que se endeuda, hipotecando su libertad futura para conservar un lujo presente.

En el segundo movimiento del texto, Plutarco refuerza su exhortación mediante imágenes domésticas y un juego semántico deliberado. El término griego trápeza significa a la vez “mesa” y “banco”, lo que le permite afirmar que el mejor préstamo es el que se toma de la propia mesa. Copas, platos y vajillas de plata deben ser vendidos para cubrir las necesidades, pues es preferible desprenderse de objetos suntuarios que someterse al dominio del usurero. La crítica no es estética, sino moral: la riqueza conservada mediante intereses se vuelve impura, maloliente, y convierte incluso los días sagrados —como la luna nueva o las calendas— en fechas odiadas, porque son el momento del pago. La deuda, así, contamina el tiempo, el culto y la vida cotidiana.

Plutarco introduce además una crítica directa a quienes prefieren empeñar sus bienes antes que venderlos. Empeñar es, para él, una forma de autoengaño: se conserva la apariencia de propiedad, pero se acepta pagar intereses sobre lo que ya es, en los hechos, del acreedor. Ni siquiera Zeus Ktesios, protector del hogar y de la propiedad, puede salvar a quien ha sometido voluntariamente sus bienes a la usura. La vergüenza moral se invierte: el deudor se avergüenza de vender, pero no de pagar intereses, aunque estos lo despojen lentamente de todo.

El ejemplo histórico de Pericles cumple una función decisiva. Al recordar que el estadista ateniense ordenó que el oro del ornamento de Atenea fuera desmontable para usarlo en caso de necesidad pública y luego restituirlo, Plutarco establece un modelo de conducta racional frente a la crisis. Incluso lo sagrado puede ponerse al servicio de la supervivencia colectiva si ello preserva la libertad. De igual modo, en la vida privada, vender bienes y reducir el modo de vida es comparable a resistir un asedio: aceptar un préstamo es introducir al enemigo dentro de la ciudad, permitir que un usurero se convierta en guarnición permanente del propio hogar.

La deuda no es solo una carga económica, sino una forma de esclavitud que somete bienes, tiempo y libertad. Frente a ella, Plutarco propone una ética de la autosuficiencia: eliminar lo superfluo, adaptar el modo de vida a lo necesario y confiar en que la fortuna permitirá, más adelante, recuperar lo perdido. La libertad —personal y cívica— vale más que la riqueza, y cualquier economía que la sacrifique, por cómoda o elegante que parezca, es ya una derrota moral.

La autosuficiencia como santuario de libertad: deuda, servidumbre y ruina cívica

En este extenso pasaje de La inconveniencia de contraer deudas, Plutarco radicaliza su tesis central: la deuda no es solo un problema económico, sino una forma de esclavitud moral, social y política que degrada tanto al individuo como a la ciudad. Para demostrarlo, recurre a una serie de ejemplos históricos, religiosos y míticos que funcionan como contrastes morales entre el sacrificio voluntario en favor de la libertad y la humillación autoimpuesta por el endeudamiento.

Plutarco comienza oponiendo la conducta ejemplar de las mujeres romanas y cartaginesas a la actitud de sus contemporáneos. Las primeras entregan joyas o incluso su propio cabello para la defensa de la patria, mostrando que, en situaciones extremas, lo valioso puede y debe sacrificarse sin vergüenza cuando está en juego la libertad colectiva. Frente a esto, Plutarco denuncia la vergüenza mal orientada de quienes rehúsan vender bienes superfluos y, en cambio, aceptan encadenarse mediante hipotecas y pagarés. La crítica es ética: no hay deshonra en la austeridad, pero sí en conservar el lujo a costa de la servidumbre. La autárkeia —la autosuficiencia— aparece aquí como virtud cardinal, capaz de fundar un “santuario de libertad” para la familia y la posteridad.

La metáfora religiosa refuerza esta idea. Plutarco contrapone el asilo jurídico ofrecido por el templo de Ártemis en Éfeso —limitado, circunstancial y externo— con el asilo permanente de la vida sencilla, accesible en cualquier lugar para el hombre sensato. Este santuario interior no protege solo de los acreedores, sino que garantiza ocio verdadero, dignidad y derechos cívicos. Así, la frugalidad deja de ser una renuncia y se convierte en una forma superior de seguridad.

El ejemplo del “muro de madera” otorgado por el oráculo en las guerras médicas (Heródoto, VII, 141-143) profundiza la analogía. Así como los atenienses abandonaron tierras y casas para refugiarse en las naves y salvar su libertad, del mismo modo —afirma Plutarco— la divinidad ofrece hoy una “mesa de madera” y una vajilla humilde a quien esté dispuesto a vivir libre. El mensaje es inequívoco: la libertad exige movilidad, desprendimiento y capacidad de abandonar lo accesorio. El lujo, en cambio, es lento y pesado; los intereses siempre lo alcanzan antes que el deudor pueda huir.

A partir de aquí, la figura del usurero se transforma en enemigo político. No pide “tierra y agua” como los persas —símbolo del sometimiento imperial—, pero su ataque es más profundo: apunta directamente contra la libertad y los derechos cívicos. Plutarco describe con crudeza el cerco total que el acreedor impone sobre el deudor, controlando su vida económica, judicial y social. La deuda se revela así como una forma de dominación cotidiana, más eficaz que la conquista militar.

Esta dominación explica el fracaso parcial de las reformas de Solón. Aunque el legislador prohibió la esclavitud por deudas personales, Plutarco observa que los ciudadanos han terminado siendo esclavos de los agentes de sus acreedores, muchas veces esclavos ellos mismos. La ironía es devastadora: hombres libres sometidos a esclavos insolentes, comparables a los verdugos del Hades descritos por Platón (República 615e). El ágora, centro de la vida cívica, se convierte en un lugar de impiedad y tormento para los deudores, devorados lentamente como por buitres o condenados, como Tántalo, a no disfrutar jamás de sus propios bienes.

La comparación histórica con la expedición persa enviada por Darío culmina el argumento. Así como Datis y Artafemes marchaban con cadenas para someter ciudades, los usureros recorren Grecia portando contratos y pagarés como grilletes modernos. No siembran trigo como Triptólemo, sino “raíces de deudas” que se expanden, se multiplican y asfixian a las ciudades. La imagen final de los préstamos que “paren antes de concebir” resume la lógica de la usura: el interés nace al mismo tiempo que el préstamo, y el dinero se va mientras aparentemente se entrega.

La usura como fraude y degradación moral: interés, mentira y falsa necesidad

Plutarco profundiza su ataque contra la usura desplazando el foco desde la metáfora política y cívica hacia la crítica moral y lógica del interés. Así como se decía que había “una Pilos antes de Pilos y otra además”, también en la usura hay “un interés antes del interés, y otro después”. Con ello Plutarco alude a prácticas concretas de los prestamistas —el cobro anticipado de intereses y el interés compuesto— que hacen que la deuda crezca incluso antes de que el dinero haya sido realmente disfrutado. La ironía alcanza un nivel casi filosófico: los usureros parecen burlarse de los físicos que afirman que de lo que no tiene ser no nace nada, pues ellos obtienen “hijos” (tókoι, intereses) de lo que aún no existe. El juego de palabras entre tókos como “hijo” y como “interés” subraya la monstruosidad de un engendramiento antinatural: la deuda se reproduce sin vida real que la sustente.

A partir de ahí, Plutarco introduce el eje de la mentira y el fraude. Resulta especialmente grave —y moralmente incoherente— que quienes consideran deshonroso recaudar impuestos legales no tengan reparos en cobrar intereses ilegales y engañosos. El núcleo de la estafa está en el contrato mismo: se consigna una cantidad que no se entrega íntegramente, de modo que el deudor comienza su relación con el acreedor ya engañado. Frente a la idea, atribuida a los persas, de que mentir es menos grave que contraer deudas (Heródoto, I, 138), Plutarco invierte la acusación: los deudores pueden mentir por necesidad, pero los usureros mienten por pura avaricia, una avaricia que no produce goce ni utilidad auténtica, sino solo ruina ajena.

Esta avaricia es descrita como radicalmente estéril. Los usureros no cultivan los campos que arrebatan, no habitan las casas que confiscan, no usan las mesas ni las ropas que acumulan. Su riqueza no tiene función vital ni social; sirve únicamente como cebo para atraer a nuevas víctimas. El dinero obtenido de la ruina de uno se convierte en el anzuelo con el que se captura a otro, y así la barbarie de la usura se propaga “como el fuego”, alimentándose de destrucción. La imagen es significativa: el usurero no crea, no administra, no disfruta; solo enumera, al final, los nombres de quienes ha desposeído y las casas que ha vaciado. La contabilidad sustituye a la vida.

En el capítulo siguiente, Plutarco introduce una aclaración retórica fundamental: no habla movido por resentimiento personal ni por daños sufridos —“no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos” (Ilíada I, 154)—, sino por una preocupación pedagógica. Su objetivo es mostrar a quienes se inclinan a pedir préstamos el grado de oprobio, insensatez y pérdida de libertad que ello implica. La argumentación adopta entonces una forma casi silogística y extrema en su simplicidad: si tienes bienes, no pidas prestado, porque no estás en la indigencia; si no los tienes, no pidas prestado, porque no podrás devolverlo. En ambos casos, el préstamo carece de justificación racional.

Para reforzar esta enseñanza, Plutarco recurre a un dicho atribuido a Catón el Viejo, quien reprochaba a un anciano malvado que añadiera a los males de la vejez el oprobio de la maldad (Plutarco, Catón el Viejo 9, 10). La analogía es clara: quien ya sufre la pobreza no debe añadirle el peso de la deuda, privándola incluso de su única ventaja frente a la riqueza, esto es, la despreocupación. El proverbio “No puedo llevar la cabra, echadme el buey a cuestas” ilustra la desproporción absurda de cargar con una deuda que resulta insoportable incluso para los ricos.

Ante la pregunta retórica “¿Entonces cómo voy a vivir?”, Plutarco responde enumerando oficios humildes pero dignos: maestro, preceptor, portero, marinero, navegante. Ninguno de ellos —afirma— es tan vergonzoso como oír la exigencia del acreedor: “págame”. La conclusión es coherente con todo el tratado: el trabajo, aun modesto, preserva la libertad; la deuda, aun contraída por comodidad, destruye la dignidad. Así, Plutarco no condena la pobreza ni idealiza el esfuerzo, sino que establece una jerarquía ética clara: es preferible cualquier vida sencilla y autosuficiente a una existencia encadenada por intereses, mentiras y contratos fraudulentos.

El lujo como tempestad y la deuda como naufragio: trabajo, frugalidad y libertad en Plutarco

Plutarco abre con una anécdota: Rutilio reprocha a Musonio Rufo que pida préstamos porque Zeus Salvador no los pide; Musonio responde con ironía: “tampoco es prestamista” (alusión a Rutilio). Aquí Plutarco critica la vanidad discursiva: ¿para qué invocar a Zeus si hay ejemplos obvios en la naturaleza? Golondrinas, hormigas… no piden préstamos, aun careciendo de manos o palabra. La punta moral es humillante: si hasta animales sin “recursos humanos” se arreglan, ¿por qué tú te presentas como más inútil que una corneja o menos noble que un perro? El argumento no es “romantizar” la naturaleza, sino exponer que el ser humano posee inteligencia, habilidades, redes de apoyo y oportunidades (tierra y mar) suficientes para buscar sustento sin caer en la servidumbre del crédito.

Plutarco apoya su tesis con dos modelos de estoicismo “real”, no de pose:

  • Crates cita a Mícilo cardando lana con su mujer, peleando contra el hambre (Crates, fr. 5 Diehl, según la nota).

  • Cleantes, discípulo de Zenón, trabaja en el molino para no abandonar a la filosofía; Antígono Gonatas le pregunta si aún muele trigo y él responde que sí (testimonio paralelo en Diógenes Laercio VII 169–170, según la nota).

Nosotros despreciamos esos trabajos como “de esclavos”, pero entonces pedimos préstamos para “ser libres”, y terminamos adulando a esclavos domésticos, pagándoles tributo y regalos. El contraste revela el eje moral del tratado: el trabajo humilde preserva la libertad; el lujo sostenido con deuda la destruye.

Plutarco insiste en un punto que atraviesa toda la obra: nadie presta a un pobre (remite a lo dicho antes, “supra 827F”, según la nota), así que el endeudamiento que está combatiendo no es el de la indigencia, sino el del derroche. Si bastara “lo necesario”, dice, no existiría la especie de los usureros, del mismo modo que no existen centauros o gorgonas: el lujo “engendra” usureros igual que engendra orfebres y perfumistas. La deuda aparece así como un fenómeno social producido por la ostentación, no por la supervivencia.

También carga contra las “liberalidades” públicas (gastos en espectáculos para la ciudad) hechas por rivalidad y vanidad, idea coherente con Consejos políticos 822D (citado en la nota): no endeudarse para servicios públicos si tus recursos solo cubren lo necesario.

Plutarco describe al deudor atrapado como un caballo embridadado que cambia de jinete, sin volver a los “pastos” originales (probable alusión a la fábula del caballo y el ciervo atribuida a Estesícoro en Retórica de Aristóteles II 20, 3, según la nota). La moraleja es clara: el primer “arreglo” con un acreedor abre la puerta a la servidumbre permanente.

Luego eleva el tono con una imagen cósmica: los deudores vagan como los daimones de Empédocles expulsados y arrojados de un elemento a otro: éter → mar → tierra → sol → éter (Empédocles, B 115 DK). La deuda es presentada como un torbellino que no deja reposar: hoy un prestamista de Corinto, mañana de Patras, luego de Atenas (centros económicos de la época, según la nota). El resultado es “desintegración”: no solo patrimonial, también psicológica y social.

Plutarco inserta dos comparaciones prácticas:

  • Barro: si caes, te levantas o te quedas; si te revuelcas, te hundes más.

  • Cólico / tratamiento: el que rechaza la cura y sigue acumulando lo que lo enferma empeora; aunque “vomite” (pague intereses), otro interés llega y se atraganta.

Aquí está el mensaje técnico (y sorprendentemente moderno): refinanciar y “capitalizar” intereses (sumar unos intereses a otros) agrava la carga. La “purga” real es poner fin a la deuda, no administrarla indefinidamente.

Plutarco declara explícitamente que ahora se dirige a los acomodados, los de “vida muelle” que protestan: “¿quedarme sin esclavos, sin casa?”. Responde con un símil médico: el hidrópico (hinchado por exceso de líquidos) teme “quedarse vacío”; pero precisamente eso es lo que devuelve la salud. La paradoja: “Quédate sin esclavos para no ser esclavo; sin propiedades para no ser propiedad de otro.”

La fábula de los buitres refuerza la idea: el deudor cree que “vomita sus entrañas”, pero en realidad vomita las del cadáver que comió: del mismo modo, cuando vende, ya no vende lo suyo, sino lo del acreedor, porque legalmente lo ha hecho dueño (a través de hipoteca, prenda, etc.). Y si invoca la herencia del padre, Plutarco corta: el padre también te dio libertad y derechos cívicos, más valiosos que un campo; y como aceptas amputar un miembro gangrenado, también debes aceptar cortar posesiones que te matan moralmente.

Plutarco usa la escena de Odiseo: Calipso lo viste con ropas perfumadas (Odisea V 264), pero en el naufragio esas vestiduras empapadas lo hunden; Odiseo se las quita y se salva, ceñido solo con el velo dado por Ino (Odisea V 333–375; y luego V 439). La lectura alegórica es transparente: el lujo es un “regalo” seductor, pero en la tempestad del acreedor (“págame”) se vuelve lastre mortal. Hay incluso un paralelismo explícito con el poema: Zeus amontona nubes y agita el mar (Odisea V 291, 295), y Plutarco lo reinterpreta como intereses acumulados que desatan la tormenta financiera.

Plutarco cita ejemplos de renuncia voluntaria:

  • Crates abandona una fortuna y se refugia en la filosofía (Diógenes Laercio VI 87, con variantes de cantidad, según nota).

  • Anaxágoras deja su tierra para pasto de ovejas.

  • Filóxeno deja un lote fértil en Sicilia porque allí reinaban lujo y molicie: “no me perderán a mí estos bienes; yo los perderé a ellos”.

Con esto Plutarco no predica que todos deban hacerse filósofos mendicantes, sino que muestra que la libertad interior vale más que la administración obsesiva de la riqueza, y que el lujo puede arruinar incluso un buen patrimonio.

Los endeudados se resignan a alimentar Harpías como Fineo, porque el prestamista se lleva su alimento (comparación similar en Lúculo 7, 7, según la nota). ¿Cómo? Comprando por adelantado: trigo antes de la cosecha, aceite antes de la aceituna, vino “vendido” cuando el racimo aún cuelga esperando a Arturo (constelación asociada a la vendimia). Esta práctica concreta de crédito sobre cosechas refuerza el realismo social del tratado y enlaza, según la nota, con el cierre “platónico”.

Conclusión

En La inconveniencia de contraer deudas, Plutarco desmonta la ilusión de que el crédito preserve el bienestar y revela su verdadero rostro: una forma silenciosa de esclavitud que nace del lujo y culmina en la pérdida de la libertad personal y cívica. A través de leyes, mitos, ejemplos históricos y comparaciones vivas, el autor muestra que la deuda no remedia la necesidad, sino que castiga la vanidad; no sostiene la vida, sino que la somete. Frente al naufragio de los intereses acumulados, Plutarco propone una ética del límite: vender lo superfluo, trabajar si es necesario y abrazar la autosuficiencia como santuario inviolable. La enseñanza final es tan antigua como urgente: ninguna riqueza compensa la renuncia a la libertad.

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