Esta es otra de las relecciones dada por Domingo de Soto en la Universidad de Salamanca. La obra comienza con un propósito moral y jurídico sobre la corrección fraternal, que consecuentemente aborda otros temas jurídicos de alta relevancia. Sin embargo, también tiene un componente eminentemente teológico, ya que las leyes canónicas son fuente de Derecho Público en aquellos momentos. Este no es un apunte como la mayoría de las relecciones, sino que fue un texto por el cual se pretendía que fuera impresa para conocimiento de todos. Veamos de que trata esta obra.
LA OCULTACIÓN Y REVELACIÓN DE SECRETOS
El propósito de esta obra es entender el silencio que se debe tener a la hora de llevar asuntos ajenos. Se sabe que divulgar los secretos de un amigo no solo es una infidelidad, sino una ligereza y una falta de respeto. Por lo demás, también es reprochable ocultar un crimen cuando un juez está interrogando.
Para comenzar a abordar este tema De Soto nos propone la siguiente frase:
''El engañador descubre los secretos; el de espíritu leal encubre los secretos de un amigo''
(Proverbios 11:13)
Teniendo en cuenta este versículo, De Soto resolverá el tema que nos atañe en esta relección.
SECCIÓN PRIMERA
Cuestión 1:
¿Es una obligación de la fe ocultar un secreto?
Para responder a esta pregunta, comencemos diciendo que la fe es una virtud intelectual y guardar un secreto una virtud moral, por lo que se entiende que guardar un secreto no es una obligación de la fe.
Ahora bien, la fe es parte y especie de la justicia, y como diría Cicerón, fundamento de toda justifica. Pero guardar un secreto no sería un acto de justicia, de hecho, para Aristóteles tampoco lo es, porque la justicia es siempre realizada para con otro. En verdad, el guardar un secreto es acto de caridad y amistad, antes que todo. Pertenece, en este caso, mucho más a la prudencia que se discierne entre un tiempo de callar y otro de hablar.
Así se habla en Proverbios 11:12, ''Quien desprecia al amigo es insensato; e hombre discreto calla'', es decir, callar en público y reprender en lo oculto.
Es destemplanza y vanidad parlotear los secretos temerariamente y sin causa. El que temerariamente divulga secretos es llamado charlatán. Se prueba entonces que guardar un secreto es un asunto más de templanza que de fe.
Sin embargo, tenemos el versículo de proverbios 11:13 que habíamos establecido al principio, donde pareciera ser que el secreto sí es una cuestión de fe. De Soto nos pide analizar.
El Secreto en general
La palabra "secreto" se interpreta de manera parcial, es decir, como algo que está oculto o es un arcano. Esta interpretación sugiere que "secreto" podría no tener raíces en el latín, aunque De Soto argumentará que esto no es del todo preciso.
En el ámbito jurídico, el término "secreto" puede referirse a algo que se dice en privado, sin testigos, es decir, de forma ''aislada''. Esta interpretación implica que el secreto se refiere a algo que se guarda o se discute de manera reservada.
En el derecho romano, "secreto" también podía significar algo que se mantiene en secreto por su propia naturaleza. Por ejemplo, se cita la ley "Omne delictum", donde se señala que aquellos que revelan secretos al enemigo son considerados traidores. Además, se menciona a Quintiliano, un retórico romano, quien usó el término "secreto" en el sentido de un consejo profundo o reservado.
En lo que respecta a nuestra cuestión, hablamos del secreto en toda la obra de modo formal, es decir, refiriéndonos a algo que por su propia condición es merecedor de guardarse en secreto, como acaece en lo malo o pecaminoso o pernicioso si se revelara. Esto porque nadie tiene necesidad de revelar la obra de alguien, pues no ocasiona perjuicio.
Ahora bien, De Soto nos ofrece un ejemplo bíblico para ilustrar que no siempre se oculta lo que es positivo o glorioso. Se menciona el caso de los ciegos curados por Cristo en el evangelio de Mateo. Aunque Jesús les pidió que no contaran el milagro para evitar la alabanza humana, los ciegos lo revelaron por gratitud. Este ejemplo sirve para mostrar que la revelación de ciertos secretos no siempre es considerada inapropiada o incorrecta, especialmente si está motivada por la gratitud o la verdad.
Formas del secreto
Lo que es notorio, es decir, conocido públicamente, no se considera secreto si ha sido difundido con infamia. En otras palabras, si algo se ha hecho público de manera deshonrosa, ya no se trata de un secreto. De Soto menciona que se llama "secreto" a todo lo que la Iglesia tolera, refiriéndose específicamente a situaciones que no se han hecho públicas o que están protegidas por algún tipo de confidencialidad eclesiástica.
También se le llama secreto a aquello que no puede probarse ante un juez, como cuando solo existe un testigo sin otros indicios. Así mismo, llamamos secreto a aquello que no ha sido denunciado judicialmente ni tiene sentencia condenatoria, aunque haya pruebas.
Doble género de fe
La primera acepción de la "fe" se refiere a una virtud intelectual. Según esta definición, la fe es un hábito por el cual adherimos firmemente a las palabras de alguien debido a nuestra confianza en su verdad y constancia. Aristóteles, en su obra "Tópicos," define la fe como una "opinión vehemente" o un "asentimiento sin vacilación." Esta forma de fe es una convicción firme en algo que se percibe como verdadero, aunque no se profundiza más en este tipo en el pasaje.
La segunda acepción de "fe" se relaciona con la voluntad y la moral. Aquí, la fe se describe como un hábito por el cual una persona cumple lo que ha dicho o prometido, generando confianza en los demás sobre su cumplimiento. A esta forma de fe también se le llama fidelidad. El autor destaca que esta fe tiene que ver con la certeza de que alguien cumplirá su palabra. Se cita a Cicerón, quien dice que "fe es la sustancia y la verdad de lo dicho y lo convenido," destacando así la importancia de la honestidad y la confiabilidad.
La palabra "fe" en latín (fides) sugiere su significado a través de sus componentes: "fi" (de la raíz que implica hacer) y "des" (de decir). De ahí que fe tenga un fuerte componente de actuar conforme a lo que se dice. Los romanos valoraban tanto esta virtud que erigieron una estatua a la Fe en el Capitolio, lo cual subraya su importancia cultural.
Un ejemplo histórico de la fidelidad romana: Marco Régulo, un general romano, quien prefirió morir antes que faltar a su palabra. Este ejemplo subraya la importancia de la fe en el contexto moral, que se refiere a la lealtad y la integridad de cumplir con los compromisos.
Débito legal y débito moral
El primer tipo de fe mencionado es la que está ligada al "débito legal," un deber que tiene bases jurídicas. Aquí, la "fe" se refiere al cumplimiento de obligaciones que son legalmente exigibles, como las derivadas de contratos mercantiles o civiles. Ejemplos específicos incluyen el pago a tiempo de una deuda, el cumplimiento de los deberes mutuos entre esposos, la obediencia de los ciudadanos a las autoridades, y la responsabilidad del príncipe (o gobernante) de proteger y guiar a los ciudadanos a través de leyes y la defensa militar.
Este tipo de fe no se distingue de la justicia; de hecho, se confunde con ella porque ambas implican el cumplimiento de lo que es debido. Cicerón es citado para apoyar esta idea, afirmando que la fe es el fundamento de la justicia, ya que la justicia depende del hecho de que todos cumplan con lo que prometen o deben hacer. Así, cuando alguien sufre una injuria, recurre a la fe de los dioses y los hombres, es decir, a la expectativa de que se haga justicia.
El segundo tipo de fe trata sobre el "débito moral," que no es un deber absoluto como el legal, sino que está relacionado con una "honestidad natural." Aquí, la fe se refiere al cumplimiento de promesas hechas voluntariamente y por pura bondad, sin que exista una obligación legal de cumplirlas. El ejemplo bíblico de Eclesiastés 5,3 se usa para ilustrar este concepto: si alguien hace un voto a Dios, debe cumplirlo, ya que las promesas infieles y necias no le agradan.
Aunque este tipo de fe no constituye una verdadera justicia en sí misma, ya que no surge de una obligación estricta, Santo Tomás señala que es una "parte potencial" de la justicia. Esto significa que, aunque no cumple todas las condiciones para ser considerada una virtud cardinal como la justicia, guarda cierta semejanza con ella, de manera similar a cómo la liberalidad se asemeja a la justicia.
Primera conclusión
La primera conclusión establece que es un deber de fe guardar el secreto ajeno. Esto significa que, desde una perspectiva moral, la fidelidad y la confianza implican la obligación de no divulgar lo que se ha confiado en secreto.
Los actos exteriores están vinculados a las virtudes correspondientes; así, el hábito y sus actos tienen el mismo objeto, es decir, que la acción adecuada a una virtud está determinada por el objeto o fin de esa virtud.
De Soto nos da dos ejemplos:
- La Visión y el Color: La visión es el acto propio de la potencia de ver, determinado por el color, que es su objeto.
- La Misericordia y la Limosna: Dar limosna es un acto de misericordia, porque la miseria (el objeto de la misericordia) mueve a socorrer con la limosna.
Así como el objeto de la fe mueve a cumplir promesas, también mueve a guardar secretos. Esto se ve como un deber que está estrechamente ligado a la fe. De Soto menciona que este deber no solo es moral, sino que también tiene una dimensión legal o formal en contextos específicos, por ejemplo, los diputados, canónigos y otros funcionarios públicos tienen la obligación de guardar secretos debido a juramentos que hacen. Este deber es parte de su rol y responsabilidad.
Segunda conclusión
Guardar un secreto, ya sea por obligación pública o por honestidad natural, es un deber que se relaciona con la virtud de la justicia. Cuando una persona está obligada a guardar un secreto por ley o por su oficio (como un diputado, un canónigo o un sacerdote en confesión), hacerlo es una exigencia de justicia y, en algunos casos, también de religión, cuya violación es grave. Por otro lado, cuando el secreto se guarda por honestidad natural (sin obligación legal), sigue siendo un deber moral, aunque no se considera estrictamente, sino que potencialmente parte de la justicia.
Tercera conclusión
Guardar secretos personales no es un deber de fe, sino un acto de continencia (autocontrol) y caridad hacia uno mismo. La razón es que la fe está relacionada con la justicia, y no se puede hablar de justicia o injusticia hacia uno mismo. La importancia de la continencia y la caridad radica en que, al guardar un secreto propio, se protege la propia fama y se evita la imprudencia y frivolidad que implicaría revelar información personal innecesariamente.
Ahora bien, frente a esto existen tres objeciones:
Primera Objeción: Se cuestiona si guardar el secreto ajeno es un acto de caridad o amistad, argumentando que la caridad debería ser la virtud que mueve a guardar secretos. La respuesta del texto es que, aunque la caridad impulsa todas las virtudes, guardar secretos ajenos es específicamente un acto de fe, no de caridad.
Segunda Objeción: Se plantea la cuestión de si la prudencia es la virtud que debe guiar cuándo se debe guardar o revelar un secreto, ya que la prudencia determina los medios adecuados para alcanzar un fin virtuoso. La respuesta del texto cita a Aristóteles, afirmando que aunque la prudencia decide sobre los medios, es la fe la que inclina a no revelar lo secreto, y la prudencia ayuda a determinar cuándo es adecuado hacerlo.
Tercera Objeción: Se sugiere que un mismo acto, como revelar un secreto, podría estar vinculado a más de una virtud o vicio, lo que complicaría la categorización del acto. La respuesta del texto es que, aunque revelar un secreto es principalmente un acto de infidelidad, también puede ser causado por incontinencia o debilidad, ya que las virtudes están interrelacionadas y la pérdida de una puede afectar a las demás.
Cuestión 2:
¿Existe precepto de guardar el secreto del próximo?
Opiniones negativas
En el Evangelio de Juan, Jesús reveló que uno de sus discípulos lo traicionaría, aunque no mencionó el nombre de Judas explícitamente. Esto se utiliza para argumentar que no siempre es necesario guardar secretos sobre los pecados, especialmente cuando se trata de advertir o corregir a otros.
Encontramos en Levítico 5, 1 el pasaje de la ley mosaica dice que si alguien oye un juramento falso y no lo denuncia, es culpable. Se interpreta que, similarmente, si se conoce un pecado, debería ser denunciado, incluso si es secreto.
San Agustín argumenta que no es justo condenar a quien denuncia un malvado, ya que es necesario conocer los delitos para la justicia. Esto implica que no hay una obligación general de guardar secretos sobre crímenes.
Según el evangelio de Mateo, los preceptos del Decálogo cubren las normas esenciales para la salvación, pero no incluyen un mandamiento específico sobre guardar secretos. Esto sugiere que no hay un precepto explícito para mantener secretos en general.
Al igual que es aceptable profetizar sobre pecados futuros sin usar magia, también se debería poder revelar pecados pasados. Los astrólogos, por ejemplo, pueden predecir pecados futuros basándose en la observación de los astros sin ser castigados, lo que se usa para argumentar que revelar pecados pasados también podría estar justificado. Por otro lado, los historiadores a menudo revelan pecados ocultos en sus relatos. La práctica de divulgar estos pecados históricos muestra que no hay una obligación universal de mantener secretos sobre ellos.
Contrario a estas opiniones
Según el evangelio de Mateo, se nos enseña a hacer a los demás lo que queremos que nos hagan a nosotros. Guardar secretos es considerado una forma de fidelidad, que es una parte de la justicia. Se argumenta que no hay un precepto específico de guardar secretos, pero es una virtud relacionada con la justicia y la fidelidad.
Aunque guardar secretos es visto como una virtud, aún queda por determinar si es un precepto moral, porque hay muchas cosas que se toman meramente como consejos. Se compara con la pobreza y la virginidad, que Cristo y San Pablo proponen como consejos para la perfección, no como mandamientos obligatorios.
Primera conclusión
Obligación de guardar el secreto ajeno que se refiere al próximo por derecho natural, divino y humano.
Que guardar el secreto sea de derecho natural, se entiende porque las acciones virtuosas siempre se demuestran y enseñan, mientras que las vicios se ocultan. Las virtudes son dignas de publicidad y en cambio, los pecados son ocultados; de ahí que se llame luz a las virtudes y tinieblas a los pecados.
En segundo lugar, el daño que provocaría no solo a quien lo guarda sino al que está involucrado.
En tercer lugar, el fin que tiene el secreto es generar y robustecer la amistad entre los hombres. En efecto, cuando se guarda un secreto y así se hace efectivamente, se genera un lazo de confianza que es propia de la amistad. Si esto no fuere posible, nadie podría contarse absolutamente nada y viviríamos preocupados.
Entre las personas que más deben obedecer el guardar secretos son las autoridades públicas, sobre todo en períodos de guerra.
Es necesario que exista el secreto y es una cuestión de la naturaleza, pues los hombres son naturalmente sociales. Si se descubren los secretos, entonces se producirían desordenes indeseados y la ruina de la sociedad.
Sin embargo, guardar el secreto no es solo una cuestión de derecho natural sino que de derecho natural positivo.
''Si te llega el pecado del hermano, repréndele a solas con él''
(Mateo 18:15)
Por lo demás, tampoco se debe reprender al próximo por meras conjeturas. Por eso se dice:
''No juzguéis o seréis juzgados''
(Mateo 7:1)
Esto se sigue porque la vida da el tiempo suficiente para que aquella fama pueda sanearse durante dicho lapso. Así, el pecador puede aprovechar que su secreto está guardado para mejorar su fama. También se entiende que Dios haya dejado los pecados ocultos, pues el día del juicio final no será necesario que estos estén de esa forma.
Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios.
(1 Corintios 4:5)
Esto también se prueba por el derecho humano positivo, por ejemplo, en el caso de que nadie puede acusar a alguien de algún delito, a menos que sea ante el juez.
Segunda conclusión
El precepto de guardar secreto es negativo, a pesar de que tenga forma positiva.
Esto es porque el secreto siempre se debe guardar a menos que sea delante del juez, por lo cual obliga siempre. Quien revela el secreto sin ventilarlo ante el juez, hace un daño a la otra persona y peca por ello. El pecado de no guardar el secreto es similar al pecado de difamar al prójimo.
Tercera conclusión
Revelar el secreto ajeno temerariamente y sin razón es pecado mortal por su materia, menos grave ciertamente que el homicidio o adulterio, pero más grave que el robo.
Es pecado mortal porque contraviene la caridad. El acto de revelar un secreto de otra persona, especialmente si es un crimen, daña la reputación y la fama de esa persona, lo que se considera una forma de daño grave, similar a un robo de la honra. Este daño no solo afecta la reputación en el presente, sino que puede tener repercusiones a largo plazo en la vida de la persona afectada.
La infamia, o el daño a la fama de una persona, es más grave que el daño a los bienes materiales o incluso que el homicidio, en ciertos contextos, porque afecta la percepción pública y la dignidad de la persona. Se menciona que el adulterio es similar en gravedad porque también afecta la fama y el honor.
La pérdida de la fama es peor que la perdida de bienes temporales, pues es un bien espiritual y no material. Por lo demás, la infamia de uno redunda en la infamia de todos; Agustín da un ejemplo de que un monje que sea infamado, infamaría a todo el convento.
Hay grandes personajes que han considerado el secreto como algo que debe respetarse:
- Autor cómico: No se menciona explícitamente quién es, pero se cita una frase suya que dice: "A quien veas que compra su fidelidad por dinero, no le encomiendes tus secretos, pues los sabios no actúan así." Aquí, el autor cómico critica a aquellos que valoran más el dinero que la fidelidad en los secretos, subrayando que las personas sabias no confían en aquellos que pueden ser comprados.
- Sócrates: Es mencionado como un admirador de la virtud de la fe en los secretos por razones naturales, es decir, por principios morales y racionales, más que por riquezas. Este pasaje sugiere que Sócrates valoraba la discreción y la fidelidad en los secretos como una virtud fundamental, conectada con la razón.
- Catón: Referido probablemente a Catón el Viejo, quien es alabado por cuidar con gran respeto los secretos de sus amigos. Esto demuestra que para Catón, la lealtad y la confidencialidad eran virtudes esenciales en la amistad, lo cual le ganó reconocimiento y admiración.
- Simónides: Este poeta griego despreciaba a quienes no sabían guardar secretos, comparándolos con el esclavo de una comedia que revela todo a través de "todos sus agujeros." Simónides destaca la importancia de la discreción y desprecia a aquellos que son incapaces de mantener la confidencialidad.
- Filósofos antiguos: Se menciona que los grandes filósofos valoraban tanto la fidelidad en los secretos que incluso establecieron ceremonias simbólicas en los templos donde ciertos misterios no podían revelarse fuera. Esto muestra cómo la discreción y la confidencialidad eran valores sagrados y profundamente respetados en las tradiciones filosóficas antiguas.
- Plutarco: Es mencionado en relación con su obra "De liberis educandis," donde argumenta que los hombres se acostumbran a respetar y callar los secretos, lo que sugiere la importancia de la educación en la formación de la virtud de la discreción.
Cuartra conclusión
El pecado más grande en igualdad de circunstancias, revelar el secreto al que estamos obligados por justicia, que aquel al que solo estamos obligados por honestidad natural.
Lo más importante con respecto al secreto es el que deben mantener aquellos que tienen un deber público, es decir, es más grave que un diputado o un canónigo revele un secreto, que una persona particular. Además, este último antentaría no solo contra el derecho natural sino que también al divino por el sacrilegio.
Su fundamento no está escrito, pero existe un sigilo sacramental que los canónigos deben siempre guardar, incluso aunque sea por el bien de la humanidad revelarlo.
Grados del secreto
El primer es el sigilo sacramental, luego el secreto público fuera de confesión, el arrancado injustamente a una persona privada; por ejemplo,el caso del juez que obliga a revelar un secreto en juicio y que está obligado a no revelarlo; luego, el de quien sin obligación y prometiendo callar, recibe la confidencia de un amigo. Finalmente, quien ve u oye un secreto y debe guardarlo solo por honestidad natural.
Quinta conclusión
Quien revela un secreto inconsideradamente y sin motivo, está obligado a restituir la fama.
El problema es el modo en que se da esta restitución, pues si se retracta estaría mintiendo, y si se dice que exageró, quiere decir que lo que dijo es y equivale a confirmar que es verdad lo que se dice.
Como dice santo Tomás de Aquino, la fama se debería restituir con otros bienes porque no es posible devolver algo inteligible como lo es la fama.
Sin embargo, De Soto nos da algunos argumentos adicionales para resolver esta cuestión.
En primer lugar, nos dice que se debe seguir el ejemplo de Cristo cuando señaló, antes de los acontecimientos de sus acusaciones, que existía un traidor entre ellos. Como recordarán, lo hizo sin decir quien fue, sino que como profeta se limitó a decir lo que ocurriría después.
En segundo lugar, la fidelidad de guardar el secreto tiene como base el octavo mandamiento; el falso testimonio, pues lo que no se tiene por probado se considera falso.
En tercer lugar, a los astrólogos les es permitido hacer predicciones del futuro y que anuncien sucesos humanos, siempre y cuando guarden os rasgos personales. Si el astrólogo dice que tal hombre tendrá tal comportamiento, no es revelar un secreto pues es algo que puede estar dentro de la naturaleza, lo que no es lo mismo si se dice que este hombre matará a tal otro.
Cuestión 3:
¿Es pecado mortal difamarse a uno mismo, revelando inconsideradamente un delito propio?
Empezaremos con los argumentos afirmativos:
- Eclesiástico 41,15: Enfatiza la importancia de mantener un buen nombre, lo cual puede ser interpretado como una advertencia contra la revelación de delitos que podría dañar la reputación.
- Isaías 3,9: Critica a aquellos que manifiestan abiertamente sus pecados, comparándolos con Sodoma, sugiriendo que es incorrecto no ocultar las faltas.
- Salmos 51,3: Pregunta retóricamente por qué alguien se gloría en el mal y en la iniquidad, insinuando que divulgar el pecado es indigno y pecaminoso.
- Naturaleza del Pecado: Se argumenta que el pecado, por su propia naturaleza, es algo oculto y que revelar el pecado va en contra de esta naturaleza. Por lo tanto, este acto podría considerarse un pecado mortal, ya que va en contra de la esencia del pecado.
- Valor de la Fama: Se afirma que la fama es un bien y que desestimarla es un pecado grave, ya que contraría el deseo natural de todos de mantener una buena reputación.
Aunque la fama y el honor son bienes más valiosos que las riquezas, en ocasiones se valora más una gran riqueza que la fama. Por ejemplo, alguien podría preferir una gran cantidad de plata a una pequeña cantidad de oro, aunque el oro sea más valioso que la plata. Si podemos disponer libremente de grandes riquezas, también podemos hacerlo con nuestra fama y honor. Además, como señalan los moralistas, la fama puede ser compensada con dinero; una persona pobre podría preferir esta compensación económica, lo que sugiere que la persona tiene dominio sobre su propia fama, al igual que sobre otros bienes exteriores.
Cristo nos enseña en Mateo 5,3 a despreciar las riquezas, la fama y la gloria mundana, destacando que la verdadera felicidad no reside en estos bienes. En I Juan 2,16, se nos advierte sobre la concupiscencia de la carne, la codicia de riquezas y la soberbia de la vida, los cuales son considerados deseos mundanos. Por tanto, se nos aconseja considerar el honor y la fama como bienes secundarios, sin declararse pecado mortal el menospreciarlos.
Finalmente, si difamarse a uno mismo fuera pecado mortal, también lo sería no responder a nuestros detractores cuando se nos acusa injustamente. Sin embargo, como señala Santo Tomás (2-2, c.73, a. 4), no estamos obligados a responder a tales acusaciones, a menos que se trate de una persona pública o un delito contra la fe. Cristo mismo, cuando fue insultado, no respondió (1 Pe 2,23), enseñándonos con su ejemplo que no es necesario defender nuestra fama a toda costa. Por ello, es evidente que descuidar la fama no constituye un pecado mortal.
Si fuéramos menos dueños de nuestra fama que de nuestra vida, estaríamos obligados a defender nuestra reputación para evitar el pecado mortal, como ocurre con la defensa de la vida propia. Sin embargo, esta obligación no existe en el caso de la fama; una persona privada no peca mortalmente al no defender su honor, ya que puede renunciar a ese derecho, tal como podemos renunciar a recuperar un objeto robado.
A diferencia de la vida, la fama puede sacrificarse por un bien espiritual, como ocurre cuando alguien acepta la infamia para aumentar su humildad. Además, incluso los criminales no están obligados a entregarse a las autoridades, y el aceptar la pena de fama y de vida es una opción, no una obligación. Por lo tanto, la fama, a diferencia de la vida, puede ser disminuida por razones espirituales, como lo demostraba San Juan Bautista con sus penitencias públicas, lo que indica que somos más dueños de nuestra fama que de nuestra vida.
Tanto el honor como la fama no son esenciales para evitar el pecado mortal, ya que descuidarlos no implica necesariamente una falta grave, alineándose con el consejo evangélico de humildad. Ejemplos de santos como San Agustín, San Ambrosio y San Anselmo, quienes confesaron abiertamente sus errores, demuestran que reconocer las propias faltas es un acto de honestidad y no necesariamente de falta de virtud.
Cuarta conclusión
Revelar el delito propio con frecuencia es pecado mortal.
Primero, si se hace por vanagloria o complacencia en el pecado, lo que es igualmente grave que el acto mismo del delito. Segundo, puede ser mortal si causa escándalo y lleva a otros a imitar los pecados o a menospreciar a quienes los confiesan, especialmente si se trata de una persona de autoridad o de una orden religiosa. Tercero, es pecado mortal por la importancia de la persona, como en el caso de un líder insustituible cuya reputación es vital para la comunidad. Por último, revelar un delito que ponga en riesgo la propia vida, como el caso de Sansón, también puede considerarse pecado mortal.
Quinta conclusión
Revelar el delito propio a veces es virtud.
Primero, si se hace para recibir consejo o consuelo cuando no hay otra manera de conseguirlo, incluso si eso daña nuestra reputación. Segundo, por justicia, como cuando alguien que ha difamado falsamente a otro debe retractarse públicamente, a pesar de que eso afecte su propia fama. Tercero, puede ser virtuoso permitir la propia difamación para proteger la reputación de un amigo, ya sea confesando un delito que se imputa a un amigo o aceptando una falsa acusación para salvar su buen nombre. Por último, también es lícito revelar un crimen propio para aliviar un sufrimiento injusto, si no hay otra forma de librarse de él.
Sexta conclusión
Si alguien se atribuye un falso delito, su mentira es solo oficiosa, pero no perniciosa.
Esto significa que, aunque una persona se acuse de un delito que no ha cometido, no causa daño a nadie más que a sí misma, ya que acepta conscientemente la difamación de su propia reputación. Por lo tanto, esta mentira es venial, a menos que se añadan circunstancias que la hagan grave, como un juramento, escándalo, o peligro para la vida. Aunque San Agustín sostiene que todo falso testimonio es pecado, incluso contra uno mismo, la conclusión defiende que no es igualmente grave mentir sobre uno mismo que sobre el prójimo, ya que la falta de justicia hacia uno mismo no implica necesariamente pecado mortal.
Séptima conclusión
Así es porque, en primer lugar, no se ha hecho injuria a nadie y, en segundo lugar, porque se está en deuda nada más que consigo mismo y uno se puede perdonar a sí mismo.
Esto se debe a que no se ha cometido una injusticia contra nadie más y, por tanto, uno solo se debe a sí mismo y puede perdonarse. No se impone la obligación de mantener la propia fama bajo pena de pecado mortal, ya que esto se considera similar al cuidado de las riquezas, que no obliga gravemente. Además, la buena fama y el honor son vistos como una sombra de la virtud: quien persigue estas cosas directamente rara vez las alcanza, mientras que quienes se enfocan en la virtud suelen obtener buena reputación como consecuencia natural. Aunque San Agustín sugiere que la fama puede ser necesaria para el bien de la sociedad, esto no implica una obligación estricta de mantenerla, similar a cómo no hay obligación de atesorar riquezas para ayudar a los demás, sino solo de ayudar cuando se tienen los recursos.
SECCIÓN SEGUNDA
En esta segunda sección se abordarán las razones por las que alguien debe revelar lo que está en secreto, especialmente en relación con los crímenes. Para obtener conocimiento jurídico de crímenes ocultos, existen tres vías: la denuncia, la acusación y la inquisición, cada una adecuada según cómo el crimen se mantenga oculto. En términos legales, un crimen puede estar oculto de tres maneras: como opuesto a lo probable, a lo público o a lo notorio. Un crimen es notorio de dos formas: por notoriedad de derecho, que se establece a través de una sentencia judicial, una confesión judicial o pruebas concluyentes; y por notoriedad de hecho, que se da cuando el delito es cometido públicamente y no puede considerarse oculto.
De Soto discute la diferencia entre lo público y lo notorio, y cómo se relacionan con lo probable y lo oculto en el contexto de los crímenes y su conocimiento. Se define lo público como aquello conocido por fama, aunque pueda tener aspectos ocultos, mientras que lo notorio y manifiesto se refiere a lo claramente conocido.
Lo probable está relacionado con la presencia de testigos legítimos en un juicio, y se contrapone a lo oculto, que carece de tales testigos. Además, lo oculto puede ser opuesto a lo público y notorio, y también puede ser tergiversado.
Se menciona que los pecados notorios no requieren de nuevas vías para su conocimiento, ya que deben ser castigados directamente. El texto propone tres vías para conocer lo oculto: corrección fraterna o denunciación evangélica, acusación y inquisición, según el grado de ocultamiento y fama del crimen. Finalmente, se enfocará en la corrección fraterna, discutiendo su obligatoriedad, alcance y aplicación.
Cuestión I
¿Existe un precepto de corrección fraterna?
La opinión negativa sostiene que la corrección fraterna no es un precepto debido a varios argumentos. Primero, San Jerónimo afirma que Dios no manda lo imposible, y dado que la corrección del pecador depende de la voluntad divina y no de los esfuerzos humanos, no puede considerarse un precepto obligatorio. En segundo lugar, los preceptos deben abordar necesidades reales, pero se argumenta que el pecador no requiere la corrección de otros para superar su condición espiritual, ya que cada individuo tiene el libre albedrío y la ayuda divina. Finalmente, la corrección fraterna no se encuentra entre los preceptos esenciales del decálogo, que son considerados fundamentales para la salvación. Además, la falta de conciencia general sobre la omisión de la corrección en las confesiones sugiere que no se considera una obligación.
Represión y corrección
La reprensión y la corrección, aunque a menudo se usan como sinónimos, tienen significados distintos. La reprensión es un medio para lograr la corrección, mientras que la corrección es el objetivo final de la reprensión. San Agustín señala que algunas personas evitan corregir, aunque podrían lograrlo con su reprensión. El acto de corregir no está bajo el control del que reprende, quien solo puede ofrecer los medios para que ocurra la corrección. Según Santo Tomás, la reprensión es típica entre hermanos, mientras que la corrección es una función de los prelados con autoridad para imponer sanciones. Para entender correctamente las prácticas relacionadas con la corrección fraterna, la acusación y la inquisición, es crucial distinguirlas y considerar que el fin de la corrección es lo que guía la práctica moral, tal como el objetivo guía la teoría.
Fin de la corrección
El fin de la corrección fraterna, la acusación y la inquisición marca una diferencia fundamental entre ellos. La corrección fraterna busca el bien privado del individuo, enfocándose en su recuperación y mejora personal, como se refleja en el Evangelio: "Si te oyera, has ganado a tu hermano". En contraste, la acusación y la inquisición persiguen el bien público, con el objetivo de imponer un castigo que sirva de advertencia para los demás, como lo indica San Pablo: "Reprende públicamente a los culpables, para que los demás cobren temor" (I Tim 5, 20). Las penas terrenales tienen una función medicinal, buscando corregir y prevenir, mientras que las penas eternas del infierno solo causan daño. Además, la corrección fraterna surge de la caridad, enfocándose en el bienestar del prójimo, mientras que la acusación y la inquisición se basan en la justicia, orientadas a mantener el orden público y sancionar el mal.
Corrección como acto de caridad
La corrección fraterna se considera un acto de caridad, específicamente un acto de misericordia, que es una manifestación particular de la caridad. Según Santo Tomás, mientras que la caridad en general implica hacer el bien al prójimo, la misericordia se centra en remediar las miserias específicas, siendo el pecado la mayor de ellas. Por lo tanto, corregir al pecador es una obra de misericordia, siguiendo el ejemplo de Dios que corrige a los que ama (Heb 12, 6). Aunque se puede argumentar que la corrección también tiene un aspecto de justicia, ya que busca mantener el orden y servir de ejemplo para los demás, la esencia de la corrección fraterna radica en la caridad y el deseo de restaurar al hermano en error. A diferencia de la corrección judicial, que puede incluir sanciones y es ejecutada por prelados y jueces, la corrección fraterna es una obligación general para todos los miembros de la comunidad.
Definición
La corrección fraterna, según la definición de San Alberto y Santo Tomás, es la reprensión dirigida al hermano con el objetivo de enmendar sus faltas, motivada por la caridad fraterna. Esta definición abarca tanto el propósito como la virtud implicada en la corrección. A partir de esta base, se procederá a abordar la cuestión en cuatro conclusiones.
Primera conclusión
La primera conclusión es que la corrección fraterna es un precepto natural, divino y humano. Este principio es respaldado por numerosos doctores, teólogos y jurisconsultos, incluidos Santo Tomás, Ricardo, y el Panormitano. Aunque algunos, como el Panormitano, han malinterpretado las afirmaciones de Inocencio, el consenso es que todos están obligados a la corrección fraterna, al igual que otras obras de caridad, con excepción de aquellos con deberes especiales debido a su oficio o profesión. La corrección fraterna se fundamenta en el derecho natural, ya que el ser humano, siendo un animal social por naturaleza, está intrínsecamente inclinado a vivir en comunidad, educarse y exhortarse mutuamente sobre lo útil y justo. Así, cada individuo tiene la obligación de corregir a los que erran, promoviendo el bien común en una sociedad interdependiente.
La corrección fraterna es un precepto natural, divino y humano. Esta conclusión está respaldada por diversos doctores y juristas, como Santo Tomás, Altisiodorense y el Panormitano. La obligación de corregir a los demás no solo proviene de la ley natural, que requiere que los seres humanos, como animales sociales, se ayuden mutuamente, sino también del derecho divino. Dios, como creador y padre común, nos ha dado la responsabilidad de atender las necesidades de nuestros semejantes, incluida la corrección del errante, tal como se refleja en el precepto de devolver lo perdido a los animales y con mayor razón a los seres humanos. Además, el precepto evangélico, expresado en las palabras de Cristo en Mateo 18:15, subraya la importancia de la corrección fraterna al vincularla con la voluntad del Padre celestial de salvar a los perdidos. Este mandato se confirma también en varios cánones eclesiásticos que prescriben la corrección fraterna, evidenciando su estatus en el derecho positivo.
Segunda conclusión
El precepto de corrección fraterna obliga por su materia a pecado mortal.
Basándose en las enseñanzas de San Agustín y otras fuentes teológicas, se sostiene que omitir la corrección de los errores de los demás es un pecado grave, ya que implica una falta de caridad. Se citan diversos pasajes bíblicos y comentarios para apoyar esta idea, destacando que tanto quienes cometen el mal como quienes permiten que otros lo hagan sin corregirlos son culpables de pecado.
San Agustín al comentar el texto de San Juan, "Como Dios nos amó, así debemos amarnos unos a otros" (I Jn 4, 11), menciona que no se debe omitir la corrección al prójimo.
San Agustín dice "No pienses que amas a tu esclavo si no le dañas, o que amas a tu hijo cuando no lo castigas, o que amas a tu vecino cuando no lo corriges." En el "Sermón sobre el texto de Mateo" añade: "Si olvidas corregir al detractor, es más grave tu silencio que su pecado."
Además, la Glosa sobre el texto de Romanos menciona que son dignos de condena tanto quienes practican el mal como quienes lo permiten sin corregir, argumentando que consentir es callar cuando se podría corregir. Asimismo, otra Glosa sobre el Levítico expone que todos los que consienten en el mal son condenados, destacando que quienes podrían corregir y no lo hacen tampoco escapan a la condena.
Finalmente, una cita del papa Juan VIII en el documento "Facientis cuncta" establece que peca gravemente quien omite corregir lo que podía enmendar. Todo esto subraya que omitir la corrección es un pecado grave por su naturaleza, ya que implica una falta de caridad.
Se plantea una cuestión sobre la importancia relativa de la corrección fraterna en comparación con la limosna corporal (La limosna corporal es una acción caritativa que se centra en satisfacer las necesidades físicas o materiales de las personas.). Se pregunta cuál de estas dos acciones es una obligación mayor. La duda surge porque, aunque se reconoce que la vida espiritual tiene primacía sobre la vida corporal, las personas tienden a dar más importancia a proporcionar alimentos a los pobres en momentos de necesidad que a corregir fraternalmente a otros. La corrección fraterna es vista como menos necesaria en comparación con la ayuda física, a pesar de la afirmación de que las necesidades espirituales son superiores a las corporales.
Tercera conclusión
La tercera conclusión establece que la obligación de la corrección fraterna es mayor en términos del objeto porque la vida espiritual es superior a la corporal, como enseñan San Gregorio y San Crisóstomo. Sin embargo, la obligación de la corrección es menor en términos de necesidad en comparación con la limosna corporal, ya que las necesidades físicas suelen ser más urgentes. Si el pecado proviene de ignorancia, la corrección es crucial, pero si surge de pasión o malicia, el pecador puede arrepentirse con la ayuda divina sin intervención externa. En situaciones donde la corrección es absolutamente necesaria, su omisión es más grave que no proporcionar limosna corporal en casos de extrema necesidad, debido a que el daño espiritual es mayor. Por lo tanto, aunque la corrección fraterna es fundamental, la limosna corporal es más comúnmente obligatoria debido a la frecuencia de necesidades materiales inmediatas.
Cuarta conclusión
La cuarta conclusión establece que no se puede acusar de hereje a quien niegue que en Mateo 18 haya un precepto específico de corrección obligatorio para todos los individuos, ya que el texto puede interpretarse de diversas maneras: como una explicación del precepto natural, un consejo, una orden general o un mandato específico para los prelados. Sin embargo, sería herético negar que la corrección fraterna está implícita en el precepto general de caridad y limosna, ya que este último incluye la obligación de remediar las necesidades del prójimo, tanto espirituales como corporales.
Aunque la conversión de una persona depende de la misericordia de Dios, los seres humanos deben colaborar en el proceso a través de la corrección mutua. Esta corrección es esencial tanto para los pecados cometidos por ignorancia como por pasión o malicia. El precepto de corrección fraterna, relacionado con el cuarto mandamiento de honrar a los padres, implica la responsabilidad de guiar y ayudar a los demás. Debemos evitar la negligencia en cumplir con este deber, siguiendo el ejemplo de aquellos que son diligentes en su corrección y superando el pudor o respeto humano que impide aplicar este precepto evangélico.
Cuestión II
¿Obliga siempre y en todo tiempo el precepto de la corrección fraterna?
La frase del Apóstol Pablo a Timoteo, “Arguye, reprocha e increpa oportuna e inoportunamente” (2 Timoteo 4, 2), resalta la importancia de la corrección constante y decidida en la vida cristiana. En este versículo, Pablo instruye a Timoteo para que se dedique a la tarea de corregir y reprender a los miembros de la comunidad cristiana en cualquier momento que sea necesario, ya sea en situaciones favorables ("oportuna") o desfavorables ("inoportunamente").
Aunque puede haber temor de escándalo o inconvenientes graves, como el miedo a la muerte, esto no justifica omitir la corrección. Según San Agustín, quienes evitan corregir por vergüenza o temor también son responsables de castigos. Por lo tanto, la corrección fraterna es una obligación constante.
Sin embargo, De Soto nos dice que esto no es tan exacto como se menciona. Lo demostrará en nueve conclusiones.
Conclusión Primera:
El precepto de corrección fraterna no obliga en todo momento, sino cuando es necesaria y oportuna. Los preceptos afirmativos, a diferencia de los negativos, requieren circunstancias adecuadas para su cumplimiento, ya que lo que es bueno solo se realiza bien si se cumplen todas las condiciones necesarias. La corrección debe ser llevada a cabo cuando sea posible obtener enmienda y bajo circunstancias favorables, según las condiciones establecidas por teólogos y juristas.
Conclusión Segunda:
Todo pecado mortal es materia necesaria de corrección. El propósito de la corrección es recuperar al hermano que ha pecado, y dado que el pecado mortal aleja al hombre de Dios, es esencial corregirlo. La corrección debe dirigirse a pecados futuros y no a los pasados, a menos que persista el peligro de reincidencia. Una vez que el pecador se ha enmendado, la corrección del pecado pasado no es necesaria ni aconsejable, ya que puede resultar perjudicial recordar pecados perdonados.
En ocasiones, el pecado venial puede ser materia necesaria de corrección, especialmente cuando pone al individuo en peligro de caer en pecado mortal, como cuando alguien frecuenta lugares o personas sospechosas. Aunque algunos textos sugieren que el precepto de corrección se refiere únicamente a las injurias personales, no se limita a ello. En realidad, el precepto de corrección abarca todos los pecados del prójimo, no solo las injurias que nos afectan directamente. La corrección no se aplica a los pecados contra Dios en términos de ofensas personales, sino que debe ser entendida como una acción general para corregir los pecados y mantener el bien común. Por tanto, la corrección debe considerar todos los pecados, no solo los personales, para garantizar que se mantenga el orden y la justicia.
Conclusión tercera:
La tercera conclusión afirma que no se está obligado a corregir los pecados veniales bajo pena de pecado mortal, pero sí se debe corregir cuando se trata de pecados mortales. Si alguien tiene la capacidad de corregir a un hermano de una costumbre leve, como mentir o jurar falsamente, debe hacerlo; de lo contrario, podría incurrir en pecado venial. Sin embargo, la corrección de los pecados veniales se vuelve más relevante cuando son frecuentes y afectan a la comunidad.
Conclusión cuarta:
La cuarta conclusión establece que para que exista la obligación de corregir, se deben cumplir tres condiciones: conocer el pecado, tener esperanza de enmienda y encontrar el momento oportuno. Primero, es esencial tener certeza del pecado antes de corregir, ya que actuar basándose solo en sospechas puede causar daño. La corrección debe hacerse con prudencia, evitando el reproche de pecados conocidos solo a través de la confesión, debido a la sacralidad del sigilo confesional. En segundo lugar, la esperanza de enmienda es crucial; si no hay posibilidad de mejora, la corrección sería inútil y no obligatoria. La obligación de corregir no se basa solo en la presencia de esperanza, sino en la prudencia y moderación al evaluar la situación del pecador.
En resumen, la corrección debe ser realizada con prudencia. Si se tiene certeza de que la corrección no será útil, no se está obligado a corregir, siguiendo el consejo de no arrojar perlas a los cerdos. Sin embargo, si existe una duda razonable sobre la efectividad de la corrección y no se espera que cause daño, se debe proceder con la corrección, ya que el mérito de corregir puede ser alcanzado a pesar de la incertidumbre.
Si se teme que la corrección cause más daño que beneficio, especialmente si el daño afecta al bien común o a la religión, es mejor omitir la corrección. En estos casos, el bien común debe prevalecer sobre el bien particular. No obstante, si el daño es solo temporal y afecta al corregido, se debe actuar con cautela para minimizar el daño, pero no se debe renunciar a la corrección, ya que los bienes espirituales son prioritarios sobre los temporales.
Finalmente, si el temor es que la corrección causará únicamente daños espirituales al corregido, se debe considerar si el pecado afecta al bien público. En casos donde el pecado es grave y afecta al bien común, como herejías o traiciones, la corrección o denuncia puede ser necesaria para el bien general, incluso si el corregido podría endurecerse más. En contraste, si el pecado es privado y se prevé que la corrección cause un mayor endurecimiento en el pecador, podría ser más benéfico abstenerse de corregir.
Se debe corregir incluso cuando no se espera una enmienda, especialmente en casos de pecados públicos o que afectan a la comunidad. No obstante, el precepto de Cristo implica que la corrección es válida principalmente cuando hay alguna esperanza de enmienda. Se deben considerar tres condiciones clave: conocer el pecado con certeza, tener esperanza de que la corrección será efectiva, y actuar en el momento oportuno. Es esencial que la corrección no se base en dudas o rumores, y se debe evitar intervenir en base a confesiones sagradas. La corrección debe ser prudente, evitando daños mayores al pecador o al bien común, y debe realizarse de forma que no cause más perjuicio que beneficio.
Conclusión quinta:
La quinta conclusión establece que la omisión de la corrección puede ser de tres tipos: un deber de caridad, un pecado venial, o un pecado mortal. Esta diferenciación se basa en la justificación de la omisión de corrección según el contexto. Si la omisión está justificada por causas válidas, como se expuso anteriormente, entonces puede ser un acto virtuoso. Sin embargo, si se omite la corrección por miedo o codicia, se considera pecado mortal si se tiene una probabilidad razonable de poder corregir al pecador, pero se elige no hacerlo. Si el temor o la codicia hacen que uno se muestre remiso pero sin certeza de poder corregir al pecador, el pecado es venial. La controversia radica en si siempre se peca mortalmente por omitir la corrección por miedo a la muerte. Algunas opiniones sostienen que esto siempre es pecado mortal, mientras que otras opinan que no se peca mortalmente siempre que no se coopere al pecado. La verdad parece estar en un punto intermedio: la omisión es pecado mortal si se antepone el temor a la caridad, pero no siempre es así, dependiendo de las circunstancias y la disposición del ánimo.
Conclusión sexta:
La persona privada no peca si omite la corrección por temor a la muerte, pérdida notable de la fama o bienes exteriores, mientras no sea absolutamente necesaria, aunque pueda ser provechosa.
Este principio se fundamenta en que la obligación de corregir se basa en la caridad y no en la justicia. Los actos de caridad no exigen exponerse a un daño grave en la vida, bienes o fama. Por tanto, no es pecado omitir la corrección si hacerlo implica un riesgo significativo, especialmente cuando el pecado del prójimo no proviene de la ignorancia y su arrepentimiento puede ocurrir sin la corrección. Además, el sentir común y la sabiduría moral respaldan esta postura, pues no se considera pecado evitar la corrección bajo amenazas graves.
Sostiene que no se está obligado a realizar actos que ponen en riesgo la propia vida para corregir a otros, del mismo modo que los doctores no obligan a bautizar a un niño si hacerlo pone en peligro la vida del bautizador, especialmente cuando el peligro proviene de fuentes externas, como la prohibición de un tirano. Si un niño no debe ser bautizado bajo amenaza de muerte, con mayor razón, no es obligatorio corregir a un hermano en circunstancias similares.
Además, se refuerza esta idea al recordar que el yugo del Señor es suave y no exige actos extremadamente difíciles, como sería el caso si todas las personas estuvieran obligadas a arriesgar sus vidas para cumplir el precepto de corrección. Santo Tomás también apoya esta visión, argumentando que no estamos obligados a sacrificar nuestro cuerpo por el bien espiritual del prójimo, salvo en casos excepcionales, como cuando alguien tiene un deber específico en ese sentido o cuando su vida es esencial para la salvación del otro. En los demás casos, exponer la vida por la corrección es un acto de caridad perfecta, no una obligación.
Conclusión séptima
El prelado está obligado en algunos casos a exponer su vida por la corrección de sus súbditos, incluso si los pecados no son por ignorancia.
Para los prelados, la corrección es un deber inherente a su oficio, y lo que para una persona privada puede ser un consejo, para un prelado puede convertirse en un precepto. Esto se basa en las palabras de Cristo que enfatizan el sacrificio del buen pastor por sus ovejas.
Aunque Santo Tomás afirma que quien puede evitar un pecado y no lo hace por miedo peca mortalmente, este principio aplica en casos de absoluta necesidad. Sin embargo, la existencia de tales casos es incierta, ya que el arrepentimiento del pecador depende en última instancia de su conciencia y no siempre requiere de corrección externa. En situaciones donde la corrección es esencial para evitar la propagación de la herejía o el daño común, incluso una persona privada estaría obligada a intervenir, aunque con riesgo de muerte.
Conclusión octava
La persona privada está obligada bajo pecado mortal a corregir a los hermanos si lo puede hacer sin daño notable de su vida o bienes temporales, no solo cuando la corrección es absolutamente necesaria, sino también en cualquier pecado que no procede de ignorancia.
La corrección es vista como una limosna espiritual, que obliga de manera similar a las limosnas materiales. Aunque el pecador pueda corregirse por sí mismo, la corrección sigue siendo crucial para su enmienda, y su omisión puede constituir un pecado mortal cuando no representa un peligro significativo para quien corrige.
Conclusión novena
Al omitir la corrección, se puede incurrir en pecado venial de muchos modos, como cuando se omite pensando que no aprovechará, perdiendo la esperanza por leves indicios, o por miedo leve y otros motivos.
La corrección debe hacerse con prudencia, evitando el escándalo o el endurecimiento del pecador. Sin embargo, la omisión injustificada puede considerarse un pecado venial. Es importante distinguir entre situaciones que requieren corrección y aquellas en las que, por el bien común o la propia seguridad, es lícito omitirla.
Solución de los argumentos:
- El Apóstol no manda corregir inoportunamente, sino según las circunstancias adecuadas. La corrección debe realizarse en el momento adecuado y no siempre es necesaria si causa más daño que beneficio.
- Si la corrección puede causar escándalo público o endurecimiento, debe omitirse. San Pablo enseña que la caridad con el prójimo debe guiar nuestras acciones, incluso si significa abstenerse de corrección en ciertos contextos.
- El temor a la muerte puede justificar la omisión de la corrección, pero solo bajo ciertas condiciones y generalmente para prelados o en casos de absoluta necesidad, según Santo Tomás y otros teólogos.
Cuestión III
¿Están todos en general obligados a corregir a cualquier pecador?
Existen argumentos que apoyan una posición negativa
El precepto de corrección se dio exclusivamente a los prelados. Según el Evangelio de Mateo, los mandatos de corrección se dirigieron específicamente a Pedro como prelado de la Iglesia y a los apóstoles, cuyos sucesores son los obispos y prelados inferiores. La obligación de corregir está vinculada al oficio de pastor, según la razón natural y la tradición bíblica, que metafóricamente designa a los prelados como "cielos" que influyen y dirigen lo que está bajo su autoridad. En la ley antigua, las advertencias sobre la corrección se dirigieron a los centinelas (prelados), y San Jerónimo subraya que los sacerdotes deben cumplir con este deber.
La corrección no se aplica a todos los pecadores. La corrección implica la denuncia al prelado, pero no todos los pecadores tienen un prelado, como es el caso del Papa en ciertas materias, los infieles, los usureros tolerados por la Iglesia, y las meretrices, cuya corrección podría ser contraproducente, según San Agustín. San Pablo también establece límites en la corrección, indicando que se debe evitar a los herejes tras dos amonestaciones y no convivir con los excomulgados, lo que sugiere que no todos están obligados a corregir todos los pecados.
Los súbditos no deben corregir a los prelados. La corrección implica una forma de reproche o increpación, pero San Pablo advierte que no se debe increpar a un anciano, sino exhortarlo como a un padre, lo que sugiere una relación de respeto y autoridad que impide la corrección directa de un prelado por un súbdito. Además, las Escrituras muestran ejemplos donde la falta de respeto a las autoridades sagradas resulta en castigo, como cuando Oza fue herido por Dios al tocar el arca. Estos argumentos refuerzan la idea de que no todos están obligados a corregir todo pecado, especialmente en las relaciones de autoridad.
- Los pecadores no están legitimados para corregir a otros. Dado que quienes viven en pecado carecen de legitimidad para corregir, no están obligados a hacerlo. Si se les impusiera la obligación de corregir, pecarían tanto al corregir como al no hacerlo, cayendo en una situación de perplejidad moral, lo cual no es aceptable según la ley divina. Este punto se apoya en las palabras de Cristo, quien reprendió a aquellos que ven la brizna en el ojo de su hermano sin notar la viga en el propio, y en las enseñanzas de San Pablo y el salmista, quienes condenan la hipocresía en la corrección. Además, las Decretales califican como un grave delito el que los sacerdotes impongan normas que ellos mismos no cumplen, y San Isidoro afirma que quien sufre de los mismos vicios que critica no debería corregir a otros. La razón detrás de esto es que la corrección debe ser un acto de caridad; sin embargo, si alguien corrige sin haberse corregido a sí mismo, parece que no actúa por caridad, sino por soberbia, ya que el que no se ama a sí mismo difícilmente amará a los demás.
Por el contrario, el decreto del papa Anacleto establece que todos, tanto sacerdotes como fieles, deben preocuparse por aquellos que caen en pecado, ya sea para corregirlos o, si no se corrigen, para que la Iglesia los separe.
Todos los mortales en uso de razón están obligados por el precepto de corrección. Este precepto se divide en dos tipos de corrección: la primera es la corrección como acto de justicia, que incluye la condenación y el castigo con fuerza coactiva, y es propia de príncipes y prelados con autoridad pública, quienes son enviados por Dios para castigar a los malhechores y alabar a los buenos. San Pedro y San Pablo se refieren a esta autoridad en sus escritos, afirmando que no en vano llevan la espada, pues son ministros de Dios y vengadores de quienes hacen el mal. La segunda es la corrección como acto de caridad, cuyo objetivo es la enmienda del hermano. Esta forma de corrección es la que se discute en la presente cuestión. El precepto de caridad, que manda amar a Dios y al prójimo como a uno mismo, se extiende a todos los hombres por ley natural. Como la corrección es un acto de caridad necesario, obliga a todos los mortales, sin distinción de ley o secta, no sólo a los cristianos.
Se presenta la primera prueba adicional: todos los mortales están obligados por la ley natural a las limosnas corporales; por lo tanto, con mayor razón, están obligados también a las limosnas espirituales, como es la corrección. La segunda prueba sugiere que en la sociedad humana y en la milicia espiritual, que es la vida del hombre en la tierra, existe una necesidad mutua de caridad y apoyo entre los ciudadanos. De la misma manera que en un cuerpo hay una relación mutua entre la cabeza y los miembros, y entre los miembros entre sí, y como en un ejército hay una doble relación entre el jefe y los soldados, quienes se deben proteger mutuamente, así también todos los hombres tienen el deber de corregir y ayudarse unos a otros.
Conclusión Segunda
Conclusión Tercera:
Conclusión cuarta
Todos están más obligados
a corregir a los domésticos que a los extraños.
Esta conclusión, tomada
de San Agustín, establece que varias personas tienen el deber de corrección,
incluyendo al obispo, al jefe de familia, al marido, al pretor y al rey. Sin
embargo, esta corrección es fraternal, no judicial, ya que no tienen poder para
imponer sanciones legales. Aunque no están obligados a imponer ciertas
prácticas, como los ayunos, deben corregir a sus domésticos con más diligencia
que a los extraños, aunque con menor obligación que un prelado hacia sus
súbditos.
Conclusión quinta
Los súbditos están más
obligados a corregir a los prelados que a los otros hermanos o personas
particulares.
Los súbditos tienen una
mayor obligación de corregir a los prelados que a otras personas, especialmente
debido a la caridad. Según San Gregorio, es necesario corregir a los superiores
para evitar que sus faltas afecten a toda la comunidad. Dado que los pecados de
los prelados impactan al bien público, su corrección es más importante. Además,
los súbditos deben amar más a los prelados en lo espiritual que a los demás, lo
que refuerza su obligación de corrección fraterna.
Los prelados necesitan más corrección que las personas privadas. Según la Regla de San Agustín, los prelados están en mayor peligro debido a sus cargos elevados. Además, son menos corregidos, ya sea por vergüenza, temor o el deseo de favores, lo que los priva del beneficio de la corrección. La corrección de los prelados debe realizarse con mayor cuidado que la de las personas privadas, protegiendo su fama y evitando que sus pecados se hagan públicos. Solo aquellos con virtud y prudencia deben corregir a los prelados, y hacerlo con respeto y amonestación, evitando la irreverencia. En casos de pecados graves que afecten a la sociedad, la corrección debe ser pública, incluso si el prelado es el Papa, como ocurrió cuando San Pablo corrigió a San Pedro.
Algunos podrían objetar que no está permitido reprender públicamente a un prelado, incluso en cuestiones de fe o escándalo, basándose en la glosa de San Jerónimo sobre San Pablo y San Pedro. No obstante, se sostiene que todo fiel tiene el derecho y deber de corregir y denunciar errores en materia de fe, sin importar la jerarquía, ya que el pecado es tan grave que la corrección es obligatoria, según los cánones. Además, si los pecados del prelado son escandalosos, deben ser corregidos públicamente, como indica el canon Paulus dicit. El ejemplo de San Pedro y las enseñanzas de San Agustín y Cristo subrayan que la corrección de los superiores es válida y necesaria.
En el caso de personas privadas, se tiene mayor obligación de corregir a quienes están más cercanos en la vida espiritual que a los más lejanos. La corrección debe ser más diligente hacia los mejores que hacia los peores, aunque estos últimos tengan mayor necesidad de corrección.
Conclusión Sexta
Los pecadores de cualquier tipo tienen la obligación de corregir y pueden cumplirla incluso estando en pecado. Esto se debe a que el precepto de caridad es universal y no excluye a los pecadores, ya que de lo contrario, su pecado les beneficiaría. La corrección se divide en judicial y fraterna, siendo la judicial restringida para los pecadores públicos y excomulgados debido a la falta de honorabilidad necesaria para el juicio.
La corrección fraterna no está excluida para los pecadores, ya que su función es manifestar la verdad, una capacidad inherente a todos los que están en uso de razón. Sin embargo, el pecado puede limitar la eficacia de esta corrección: un pecador con vicios mayores puede ser visto como indigno de corregir a otros, especialmente si lo hace de manera pública, lo que puede causar escándalo y dar la impresión de que oculta sus propias maldades. Además, corregir desde la soberbia puede usurpar un rol que no corresponde al pecador. No obstante, los pecadores pueden corregir sin pecado siempre que lo hagan con prudencia, humildad y en un espíritu de misericordia, enfocándose en la purificación propia y evitando el odio.
San Agustín enseña que, además de invitar al arrepentimiento, debemos participar en él, y que el pecador que corrige puede ganar mérito y estar más cerca del perdón de sus propios pecados, ya que las obras de misericordia, como el perdón y la corrección, son el mejor camino para redimir las faltas. Aunque la corrección no siempre provenga de un hábito sobrenatural de caridad, cumple con el precepto y puede considerarse una buena acción motivada por el amor natural. En casos donde la corrección sería inútil, no se está obligado a realizarla. Además, aquellos que tienen el deber de corregir, como los prelados, deben ser ejemplares en su conducta; de lo contrario, deben abandonar su oficio o corregirse. Los testimonios muestran que los prelados tienen una obligación más estricta, pero el precepto de corrección es universal y no exime a nadie de este deber.