martes, 30 de diciembre de 2025

Plutarco - Moralia: Cómo se debe escuchar

En Cómo se debe escuchar, Plutarco nos recuerda que la educación no comienza hablando, sino aprendiendo a oír bien. Heredero de una paideía profundamente oral, este breve tratado convierte la escucha en una auténtica virtud moral: saber callar, atender sin envidia, discernir el valor del contenido más allá del brillo del estilo y examinarse a uno mismo tras cada discurso. No se trata solo de recibir palabras, sino de dejar que ellas formen el carácter, despierten el juicio crítico y estimulen la propia inventiva. En un mundo saturado de voces, Plutarco nos invita —con una sorprendente actualidad— a reaprender el arte de escuchar para crecer en virtud y sabiduría.

CÓMO SE DEBE ESCUCHAR

Plutarco sitúa el problema pedagógico en un momento crucial de la vida del joven: el tránsito desde la tutela infantil hacia la llamada “libertad” adulta, simbolizada por la “vestidura varonil”. Plutarco advierte que este paso suele confundirse con una emancipación absoluta de toda autoridad, lo que él califica de anarquía, no como ideal político, sino como desorden interior. En un pasaje clave afirma que esta falsa libertad “impone a las pasiones, como recién liberadas de sus cadenas, unos amos más terribles que aquellos maestros y pedagogos de la niñez”, estableciendo así la tesis central: quien se libera de la disciplina racional no se vuelve libre, sino esclavo de sus impulsos. La comparación con las mujeres de Heródoto (“se despojan del pudor al mismo tiempo que del vestido”) refuerza el carácter simbólico del gesto exterior que revela una pérdida interior de moderación y respeto.

Desde esta crítica, Plutarco redefine la auténtica libertad como obediencia a la razón, identificándola con el seguimiento de la divinidad: “seguir a la divinidad y obedecer a la razón son una misma cosa”. El paso a la adultez no implica ausencia de autoridad, sino cambio de autoridad: del pedagogo externo a la razón interior. Solo quien ha aprendido a desear lo que debe puede decir que vive como quiere; en cambio, las acciones irracionales y desenfrenadas contienen algo innoble y conducen al arrepentimiento. Aquí Plutarco articula una concepción profundamente ética de la libertad, coherente con su moral: la autodeterminación auténtica no es espontaneidad, sino formación del carácter.

Así como los extranjeros se rebelan contra leyes que no conocen, mientras que quienes han sido educados en ellas las aceptan con naturalidad, del mismo modo el joven debe llegar a la filosofía familiarizado con ella. La filosofía no es un adorno tardío, sino el verdadero “adorno varonil” que procede de la razón. Este punto es decisivo: escuchar bien no es una técnica aislada, sino una disposición del alma formada desde la infancia mediante discursos guiados por el razonamiento filosófico.

A diferencia de la vista o el tacto, el oído es la puerta directa al alma: los ruidos, discursos y palabras producen conmociones, perturbaciones y emociones profundas. De ahí la afirmación central del tratado: “para la virtud la única entrada posible son los oídos de los jóvenes”, siempre que estos se mantengan puros, no corrompidos por la adulación ni por discursos vacíos. Escuchar es, por tanto, un acto moralmente riesgoso y decisivo.

Explica la célebre recomendación de Jenócrates de “poner fundas a las orejas de los niños”, no para privarlos de oír, sino para protegerlos de los malos discursos hasta que la filosofía ocupe ese espacio sensible. El paralelismo con los atletas —que deforman sus orejas por los golpes— subraya que los discursos deforman el carácter con mayor profundidad que cualquier daño físico. La educación del oído es así una profilaxis moral, una defensa anticipada del alma frente a la persuasión nociva.

El hablar y el escuchar pueden producir los mayores bienes o los mayores males. Plutarco la utiliza para reforzar su idea de que el oído es el lugar donde se juega el destino moral del joven. Incluso los gestos cotidianos —como el juego infantil de tomarse de las orejas— son leídos simbólicamente: amar lo que nos beneficia “por las orejas” significa amar la palabra que educa y corrige.

El joven que rehúye toda audición y desprecia los discursos permanece estéril para la virtud y fértil para el vicio. El alma, como una tierra inculta, produce maleza si no es trabajada. Los impulsos hacia el placer y la aversión al esfuerzo no provienen de fuera, sino que brotan de la naturaleza misma; solo los buenos discursos, escuchados con disposición correcta, pueden arrancarlos o transformarlos. Sin esta labor racional, el hombre —afirma con crudeza— resulta menos manso que cualquier animal. Así, escuchar no es una actividad pasiva, sino el acto fundacional de toda vida moral y racional.

El doble carácter de escuchar

El doble carácter del escuchar es una fuente de gran provecho para los jóvenes, pero también un espacio de riesgo si se practica mal. Por ello, sostiene que es necesario reflexionar continuamente —“dialogar con uno mismo y con otro”— sobre el acto de oír. Plutarco identifica un error pedagógico recurrente: muchos se ejercitan prematuramente en hablar, convencidos de que la palabra requiere aprendizaje y práctica, mientras que el escuchar se considera una actividad pasiva, útil incluso cuando se ejerce sin disciplina. Contra esta idea, el autor afirma con claridad que aprender a recibir la palabra es anterior a aprender a emitirla, estableciendo una jerarquía formativa que invierte las prioridades habituales de los jóvenes.

Para explicar esta prioridad, Plutarco recurre a comparaciones naturales y técnicas de gran fuerza didáctica. Así como en el juego de la pelota es necesario aprender tanto a lanzar como a recibir, en el uso de la palabra el recibir correctamente es anterior al lanzar. La analogía biológica es aún más elocuente: recibir y conservar el germen de la vida es previo al nacimiento. Cuando esta recepción falla, el resultado es un discurso vacío, comparable a los “huevos vacíos” de los que habla Aristóteles en la Historia de los animales. El joven que no sabe escuchar engendra palabras sin vida, discursos huecos que “se esparcen bajo las nubes sin gloria y sin ser vistos”, verso que Plutarco atribuye probablemente a Empédocles. La palabra sin escucha previa carece de peso ético y de eficacia moral.

Los jóvenes son como vasijas defectuosas; en lugar de inclinarse para recoger cuidadosamente el líquido que se vierte en ellas, dejan escapar todo lo útil. El resultado es una inversión grotesca de valores: escuchan con atención relatos triviales —banquetes, fiestas, sueños, agravios— pero rechazan con impaciencia los discursos que intentan enseñar, corregir, aconsejar o apaciguar. Frente a la palabra útil, reaccionan con discusión arrogante o con huida hacia conversaciones vacías, llenando sus oídos “como vasijas rotas” de todo tipo de banalidades. Aquí Plutarco ofrece una crítica penetrante del carácter juvenil dominado por la vanidad y la resistencia a la corrección moral.

Así como los buenos criadores hacen obedientes a los caballos al freno, del mismo modo los niños deben ser hechos sumisos a las palabras, no enseñándoles primero a hablar, sino a escuchar. En este contexto, se cita el elogio que Espíntaro hacía de Epaminondas: un hombre que “conocía muchas cosas y hablaba poco”. La sabiduría auténtica se manifiesta aquí en la sobriedad verbal, no en la abundancia de palabras. Esta idea se corona con una observación de carácter casi naturalista: la naturaleza nos dio dos orejas y una sola lengua, señal inequívoca de que debemos escuchar más de lo que hablamos.

En el apartado siguiente, Plutarco define el silencio como un adorno seguro del joven, especialmente cuando escucha discursos que no le resultan agradables. El silencio no es pasividad, sino dominio de sí: consiste en soportar el discurso ajeno sin alterarse, esperar a que el interlocutor termine y no precipitarse en la réplica. Citando a Esquines, Plutarco aconseja dejar pasar un tiempo antes de responder, por si el orador desea añadir, corregir o matizar algo. Quien interrumpe o se opone de inmediato —afirma— no escucha ni es escuchado, pues su intervención rompe el orden racional del diálogo.

Envidia

A diferencia de otras pasiones torcidas, la envidia aplicada al escuchar no solo no produce ningún bien, sino que convierte lo útil en molesto y lo verdadero en difícil de aceptar. Plutarco distingue con fineza entre la envidia común —que se duele de la riqueza, fama o belleza ajena— y una forma más grave y paradójica: la envidia ante un discurso bien dicho. En este caso, el oyente no se duele del bien ajeno, sino del propio, porque la palabra, como la luz para quien ve, es un bien para quien escucha si sabe recibirla. Rechazarla por envidia es, por tanto, dañarse a sí mismo.

Plutarco describe con notable agudeza psicológica el estado interior del oyente dominado por la ambición de honra. Este no logra atender al contenido del discurso porque su mente está dispersa: se compara con el orador, vigila la reacción del público, se inquieta ante los elogios ajenos y se enfurece si los presentes muestran admiración. El discurso ya pronunciado le causa pena; el que aún falta le provoca temor; desea que el orador termine cuanto antes cuando habla bien. Una vez concluida la intervención, no examina la verdad de lo dicho, sino que se dedica a contar apoyos y rechazos, huyendo de quienes elogian y refugiándose entre los censores. Si no encuentra defectos reales, recurre a comparaciones forzadas con otros oradores para degradar artificialmente el mérito del discurso, hasta vaciarlo de sentido. Con ello, Plutarco muestra cómo la envidia destruye no solo el discurso ajeno, sino también la capacidad de aprender del oyente.

Escuchar debe hacerse con actitud favorable, como quien asiste a un banquete sagrado o a las primicias de un sacrificio. Esta metáfora no es ornamental: indica que el discurso digno merece respeto, gratitud y recogimiento. El buen oyente elogia lo que encuentra sólido, comparte el esfuerzo del orador y reconoce que lo bien dicho no surge por azar, sino por dedicación, ejercicio y aprendizaje. De ahí que la escucha correcta conduzca naturalmente a la emulación, no a la rivalidad: admirar lo bueno impulsa a imitarlo y a intentar hacerlo propio.

Plutarco no idealiza al orador ni al discurso: también los errores ajenos son una fuente legítima de provecho. Citando a Jenofonte, recuerda que, así como el buen administrador obtiene utilidad tanto de amigos como de enemigos, el oyente atento aprende tanto de los aciertos como de los fallos del que habla. La pobreza expresiva, la simplicidad de pensamiento, la vulgaridad del estilo o el mal gusto se perciben con mayor claridad en otros que en uno mismo. Por eso, el verdadero ejercicio moral consiste en trasladar el examen del orador hacia uno mismo, vigilando si incurrimos sin advertirlo en los mismos defectos que censuramos. La crítica ajena solo es legítima cuando conduce a la autocorrección.

En este punto, Plutarco introduce una máxima atribuida a Platón: “¿Seré yo acaso igual que ellos?”. Esta pregunta transforma la escucha en un espejo moral. Así como en los ojos del prójimo vemos reflejarse los nuestros, también en los discursos ajenos deben reflejarse los propios. De este modo se rompe la presunción y se modera el desprecio temerario, despertando una atención más cuidadosa hacia la propia palabra. La escucha deja de ser juicio externo para convertirse en autoconocimiento.

Tras la audición, en soledad, tomar una parte del discurso que pareció mal expresada e intentar rehacerla, corregirla o decirla de otro modo. Este trabajo interior —que atribuye también a Platón en su reelaboración del discurso de Lisias— muestra que objetar es fácil, pero superar lo dicho con algo mejor es arduo. La anécdota del lacedemonio que, al oír que Filipo II había destruido Olinto, respondió que no habría sido capaz de construir una ciudad semejante, ilustra esta verdad: destruir es más sencillo que crear. Aplicada al discurso, esta lección disuelve la arrogancia y enseña respeto por el esfuerzo intelectual ajeno.

Admirar

Admirar, en efecto, es más noble que despreciar y propio de un carácter pacífico; sin embargo, Plutarco advierte que requiere incluso mayor precaución que la actitud crítica, porque los oyentes excesivamente entusiastas y crédulos sufren más daño que los audaces o displicentes. En este contexto cita a Heráclito: “un hombre necio suele asustarse por cualquier palabra”, señalando que la falta de juicio convierte la admiración en una forma de vulnerabilidad intelectual. El oyente debe, por tanto, aprender a elogiar sin entregarse acríticamente, manteniendo una distancia racional frente a lo escuchado.

Es legítimo conceder elogio al orador y mostrarse sencillo y favorable ante su expresión y presentación, pero al mismo tiempo se exige un examen agudo de la utilidad y verdad de lo dicho. Esta doble actitud protege tanto al oyente —que no se deja arrastrar por opiniones falsas o dañinas— como al orador, cuyas palabras no generan rechazo ni perjuicio. La advertencia es clara: por confianza excesiva en quien habla, se admiten sin advertirlo doctrinas perniciosas. Para ilustrarlo, Plutarco recuerda una práctica política de los lacedemonios: cuando una propuesta justa provenía de un hombre de vida deshonesta, hacían que otro ciudadano de buena reputación la expusiera, educando así al pueblo a guiarse más por el carácter que por la mera elocuencia. El ejemplo muestra que la autoridad moral del hablante no puede sustituir al examen racional del contenido.

De ahí se sigue otra exigencia decisiva: separar el discurso de la fama del orador. Plutarco compara la audición con la guerra: en ambos ámbitos hay mucho de apariencia vacía. Las canas, el gesto severo, la fanfarronería, los gritos, el aplauso colectivo y la agitación del público pueden arrastrar al oyente joven como una corriente impetuosa, idea que recuerda las observaciones de Platón sobre el comportamiento de las multitudes en asambleas y teatros. A ello se suma el poder engañoso del estilo brillante, que, cuando se aplica con dignidad y abundancia verbal, deslumbra y oculta el verdadero valor de lo expuesto.

Plutarco recurre entonces a una serie de analogías artísticas y musicales para mostrar cómo la forma puede encubrir el fondo. Así como los errores de los cantores pasan inadvertidos cuando la flauta los acompaña con dulzura, del mismo modo una expresión impetuosa y elegante puede ocultar deficiencias graves del pensamiento. La anécdota atribuida a Melantio, quien no pudo juzgar una tragedia “oscurecida por los nombres”, refuerza esta idea: las palabras, cuando se vuelven exceso ornamental, impiden ver la sustancia. En la misma línea, Plutarco critica a los sofistas que endulzan la voz, modulan el tono y excitan a los oyentes para proporcionar un placer vacío, recibiendo a cambio una fama igualmente vana. La historia de Dionisio I y el citarista resume la esterilidad de este intercambio: el placer momentáneo se paga con expectativas frustradas, y el tiempo de ambos se consume sin fruto.

Frente a esta audición estéril, Plutarco propone un ideal positivo mediante la célebre metáfora de las abejas. El buen oyente no debe comportarse como quien trenza coronas con flores vistosas —agradables pero efímeras—, sino como las abejas que, tras revolotear por prados floridos, se posan en el tomillo áspero para extraer la miel. Citando a Simónides, Plutarco subraya que el provecho exige esfuerzo y selección. Así, el oyente sincero y amante del trabajo debe considerar lo teatral, lo florido y lo puramente elogioso como pasto de zánganos —imagen que recuerda la crítica platónica a la sofística—, y concentrarse en arrancar del discurso aquello que es útil para la vida.

Plutarco insiste en que el oyente no ha ido a un teatro ni a un concierto, sino a una escuela; por tanto, debe juzgar el discurso por sus efectos morales en sí mismo. Tras escuchar, es preciso preguntarse si alguna pasión se ha suavizado, si algún pesar se ha aligerado, si el criterio se ha fortalecido y si ha nacido un mayor entusiasmo por la virtud y el bien. La comparación con el espejo de la barbería es elocuente: así como uno revisa su aspecto tras el corte, con mayor razón debe examinar su alma tras una lección. La audición verdadera se reconoce porque deja el ánimo más ligero y ordenado.

Placer y provecho

El joven puede —y aun debe— experimentar satisfacción cuando obtiene beneficio de los discursos, pero ese placer no puede convertirse en el fin de la escucha. Plutarco rechaza la actitud de quien sale de la escuela del filósofo “dando brincos y radiante”, imagen tomada de Platón, porque confunde la educación del alma con el entretenimiento. La metáfora médica es central: no se deben buscar perfumes cuando lo que se necesita es ungüento o cataplasma. El discurso filosófico auténtico puede ser punzante, incómodo, incluso doloroso, como el humo que se introduce en la colmena para limpiarla; pero precisamente por eso resulta saludable, pues disipa la oscuridad y la necedad del pensamiento.

Plutarco concede que al orador le conviene no descuidar del todo el placer y la persuasión en su expresión, pero insiste en que el joven debe preocuparse lo menos posible por ese aspecto, al menos en la primera etapa de su formación. Solo cuando el alma está ya “llena de doctrinas” y ha apagado su sed intelectual, se le permite examinar con calma la expresión, del mismo modo que quien, tras beber, observa los grabados de la copa. Invertir este orden —atender primero a la forma y no a los hechos— es, para Plutarco, un grave error pedagógico y moral.

Este error se ilustra con ironía mediante ejemplos de refinamiento absurdo: quien no quiere beber un remedio si el vaso no es de arcilla ática, o no quiere cubrirse en invierno si la lana no es del Ática, representa al joven que exige una dicción ática pura y elegante antes de aceptar la verdad. La alusión a la “lengua de Lisias” apunta a un ideal estilístico convertido en obstáculo ético: la fascinación por la forma conduce a la inacción y a la esterilidad moral. De este vicio —señala Plutarco— nace una paradoja peligrosa: gran sutileza verbal y palabrería en las escuelas, unida a una profunda carencia de inteligencia práctica y buen juicio, porque los jóvenes elogian palabras sin examinar si lo dicho es útil, necesario o vacío.

A partir de aquí, Plutarco desarrolla una doctrina sobre el preguntar, complementaria del arte de escuchar. Así como en una comida es impropio pedir platos distintos de los que están servidos o criticarlos, del mismo modo, en un “banquete de discursos”, el oyente debe atender al tema propuesto y no desviar la exposición con interrupciones caprichosas. Las preguntas fuera de lugar no solo privan de provecho al oyente, sino que perturban al orador y destruyen la unidad del discurso. Cuando se invita a preguntar, las cuestiones deben ser claras, útiles y esenciales, no ejercicios de ostentación dialéctica.

La referencia a Odiseo, ridiculizado por pedir mendrugos y no espadas ni calderos, sirve para subrayar que la grandeza de ánimo se muestra tanto en dar como en pedir cosas grandes. Por analogía, resulta aún más ridículo el oyente que desvía al orador hacia cuestiones pequeñas e insignificantes, como ciertos problemas técnicos y abstrusos que algunos jóvenes plantean para exhibir su agudeza matemática o dialéctica, sin relación con la formación moral que necesitan.

La anécdota del médico Filótimo refuerza esta idea con crudeza clínica. Ante un enfermo grave que pide un remedio para un simple panadizo, el médico responde: “tu mal no está en el panadizo”. Del mismo modo —dice Plutarco—, no es momento para que el joven se pierda en sutilezas especulativas, sino para que se libere de su engreimiento, vanidad, charlatanería y desorden vital. La escucha filosófica debe orientarse a sanar lo esencial del alma, no a alimentar la ostentación intelectual.

El oyente prudente debe plantear cuestiones acordes con la experiencia, naturaleza y capacidad de quien habla: no exigir física y matemáticas al moralista, ni arrastrar al físico a disputas lógicas artificiales. La comparación con quien intenta cortar leña con una llave o abrir una puerta con un hacha es elocuente: no se daña tanto el instrumento como a uno mismo, que se priva de su utilidad. Así, quien pide al orador lo que no puede ni ha aprendido a dar, no solo no obtiene provecho, sino que se gana fama de mal carácter y enemistad.

Comienza advirtiendo contra una forma sutil de vanidad: la ostentación mediante preguntas frecuentes y abundantes. Preguntar sin medida no nace del deseo de aprender, sino del afán de exhibición. Frente a ello, el hombre verdaderamente filólogo y sociable sabe escuchar con buen temple, permitiendo que el discurso se desarrolle sin interrupciones, salvo cuando una necesidad vital lo exige: una emoción que requiere moderación, una desgracia que pide consuelo o un conflicto interior que reclama orientación. Aquí Plutarco introduce una corrección decisiva a una sentencia de Heráclito: no es mejor ocultar la ignorancia, sino hacerla visible para curarla. La escucha filosófica no debe ser evasión del reproche, sino confrontación directa con aquello que perturba el alma.

Plutarco enumera con claridad esos desórdenes interiores —ira, superstición, conflictos familiares, pasiones amorosas descontroladas— que “mueven las cuerdas inmóviles del entendimiento”, y sostiene que no deben ser evitados mediante discursos ajenos o abstractos, sino enfrentados escuchando precisamente enseñanzas que los traten. Más aún, después de la audición pública, el oyente debe acercarse en privado al filósofo y preguntar sobre esos asuntos personales. Se critica así una actitud muy extendida: admirar al filósofo cuando habla de temas generales, pero molestarse y considerarlo indiscreto cuando aplica su enseñanza directamente a la vida concreta del oyente. Plutarco denuncia que muchos quieren oír a los filósofos solo en las escuelas, como se oyen tragedias en los teatros, creyendo que fuera de ese espacio el filósofo no tiene nada que decirles. Esta actitud puede ser comprensible frente a los sofistas —inútiles en la vida real—, pero resulta profundamente injusta frente a los filósofos auténticos, cuya conversación privada, gestos, humor y trato cotidiano producen un fruto moral duradero.

A continuación, Plutarco aborda con gran finura el elogio del orador, mostrando que también aquí se requiere medida. Tanto la ausencia total de elogio como el exceso ruidoso son vicios contrarios a la libertad interior. El oyente hierático, silencioso y presuntuoso, que cree que elogiar empobrece su propia dignidad, interpreta mal un dicho de Pitágoras: cuando el filósofo afirmaba no admirarse de nada, se refería a la superación del estupor ignorante, no a la negación del reconocimiento justo. La filosofía elimina la admiración ciega, pero no destruye la benevolencia, la grandeza de ánimo ni el interés por lo humano. Por el contrario, Plutarco afirma con claridad que la mayor honra de los hombres buenos es honrar a quien lo merece, y que quienes son mezquinos en el elogio suelen estar hambrientos de elogios para sí mismos.

El extremo opuesto —el oyente exaltado, ruidoso y desmedido en el aplauso— resulta igualmente perjudicial. Este tipo de oyente no solo molesta a los demás, sino que no obtiene ningún provecho, pues la confusión y la agitación le impiden asimilar lo escuchado. Sale de la audición dejando tras de sí una impresión negativa: adulador, pícaro o ignorante. Frente a ambos extremos, Plutarco propone una analogía judicial: así como el juez no debe inclinarse por enemistad ni por favor, el oyente debe recibir al orador con disposición favorable, pero sin perder el juicio. No existe ley ni juramento que prohíba escuchar con benevolencia; por el contrario, el discurso mismo necesita de lo agradable y lo amistoso, razón por la cual los antiguos colocaron a Hermes junto a las Gracias.

Plutarco desarrolla entonces una idea de gran amplitud humanista: no existe discurso tan pobre que no contenga algo digno de elogio. Incluso entre plantas ásperas nacen violetas suaves; incluso discursos defectuosos ofrecen algún enfoque, expresión o estructura rescatable. Cita ejemplos literarios para mostrar que toda obra puede ser criticada desde algún ángulo —Arquíloco, Parménides, Focílides, Eurípides, Sófocles—, pero que cada autor posee una virtud propia que merece reconocimiento. El oyente benévolo siempre encontrará una ocasión justa para elogiar, incluso sin palabras, mediante la expresión del rostro, la serenidad de la mirada y una actitud atenta y limpia de soberbia.

De este modo, Plutarco extiende la ética de la escucha al lenguaje del cuerpo. La postura, la mirada, la inmovilidad respetuosa y la ausencia de gestos de desprecio o distracción forman parte esencial de la audición correcta. Bostezos, sonrisas irónicas, movimientos nerviosos, chismes al oído y actitudes forzadas no son detalles triviales, sino signos visibles de un desorden interior. Así como la belleza surge de la armonía proporcionada de muchos elementos, lo feo puede nacer de un solo exceso o defecto; lo mismo ocurre en la escucha, donde una sola actitud inapropiada basta para arruinar el acto entero.

Muchos creen que solo el orador debe esforzarse, mientras el oyente se limita a disfrutar, como un convidado ocioso en un banquete. Esta concepción es falsa. El oyente participa activamente del discurso y colabora con el que habla; no puede juzgar con severidad los errores ajenos mientras él mismo escucha de manera torpe e irresponsable. Retomando la imagen del juego de la pelota, así como quien recibe debe adaptar su movimiento al que lanza, también en el discurso existe una armonía entre el que habla y el que escucha, siempre que cada uno cumpla con el deber que le corresponde. Con ello, el tratado se cierra afirmando que la verdadera educación no se consuma en el decir, sino en el saber escuchar con inteligencia, carácter y virtud.

Alabanza

No toda alabanza es adecuada: los términos excesivos, grandilocuentes o importados sin medida degradan tanto al que elogia como al elogiado. Plutarco critica la inflación retórica de su tiempo —expresiones como “divino”, “inspirado por los dioses”, “inalcanzable”— frente a la sobriedad clásica de elogios como “bellamente”, “sabiamente” o “verdaderamente”, propios de la tradición de Platón, Isócrates y Hipérides. El exceso no honra: sugiere que el orador necesita adornos ajenos para sostenerse. Aún más impropio es elogiar con juramentos, como en los tribunales, o emplear calificativos frívolos y desubicados —“¡qué gallardo!”, “¡qué florido!”— para discursos que exigen gravedad intelectual. Tales elogios son como coronar a un atleta con flores delicadas en vez de laurel u olivo: decoran, pero no consagran.

Plutarco refuerza esta corrección con una escena paradigmática de Eurípides: reírse de una ejecución musical por ignorancia del modo empleado revela incultura, no agudeza. De igual modo, el filósofo o el político debería reprender al oyente insolente que murmura, danza con las palabras o confunde la enseñanza sobre los dioses, el Estado o el gobierno con un espectáculo musical. El ruido y el clamor indiscriminados borran la frontera entre filosofía y entretenimiento, de modo que desde fuera no se distingue si se aplaude a un flautista, a un citarista o a un pensador.

A continuación, Plutarco aborda la recepción del reproche. No se debe escuchar ni con insolencia ni con cobardía. Reír y elogiar al que reprende, como hacen los parásitos, es desvergüenza; pero huir de la filosofía ante la primera censura, buscando el consuelo de aduladores y sofistas, es igualmente ruin. La corrección filosófica duele, como una cirugía: aceptar el dolor sin perseverar en la curación es inútil. Con una imagen poderosa tomada de Eurípides —la herida de Télefo curada por la misma lanza que la causó— Plutarco afirma que la palabra que hiere es también la que sana. El joven de talento debe soportar la herida sin desaliento, como en los misterios: tras las purificaciones iniciales y la confusión, llega lo dulce y luminoso. Incluso si el reproche parece injusto, conviene aguantarlo con firmeza y responder después con mesura, pidiendo que esa franqueza se reserve para errores reales.

Como ocurre con el aprendizaje de la lectura, la música o la gimnasia, los comienzos de la filosofía son arduos y desconcertantes; abandonarla por temor inicial es cobardía. Con el progreso llega la familiaridad, y con ella el placer por lo bello y el deseo de virtud. Sin ese deseo, apartarse de la filosofía es propio de quien cede por arrogancia o por miedo. Plutarco diagnostica aquí dos errores opuestos en los principiantes: la vergüenza muda, que asiente sin comprender y luego persigue al maestro con preguntas tardías; y la ambición precipitada, que presume entender antes de hacerlo y termina por no entender nada. Ambos extravíos nacen del mismo vicio: anteponer la imagen al aprendizaje.

De ahí el elogio de modelos de constancia como Cleantes y Jenócrates, quienes, pese a parecer más lentos, perseveraron sin desfallecer, incluso bromeando sobre sí mismos como vasos de boca estrecha que reciben con dificultad, pero conservan con firmeza. La lección es clara: conviene aceptar la burla ocasional y combatir la ignorancia hasta el final. No obstante, Plutarco advierte también contra el extremo contrario: la pesadez dependiente, que formula una y otra vez las mismas preguntas sin trabajar por sí misma, y la curiosidad impertinente, que agota al orador con dificultades no esenciales. Con una imagen incisiva —los perrillos curiosos que muerden pieles pero no enfrentan a los animales— denuncia a quienes rozan los problemas sin adentrarse en lo fundamental, alargando innecesariamente el camino, como recuerda Sófocles.

El oyente debe tomar el discurso ajeno como raíz y principio, desarrollarlo por sí mismo con memoria e inventiva. Quien se limita a calentarse en el fuego del otro, sin encender su propia luz, obtiene solo el brillo superficial de la opinión, no el calor que disipa la oscuridad interior del alma. Por eso, el consejo final resume todo el tratado: practicar la inventiva junto con el aprendizaje, para alcanzar una formación no sofística ni meramente histórica, sino profundamente adquirida y filosófica. Escuchar bien culmina cuando el oyente transforma lo recibido en vida intelectual propia, orientada a la verdad y a la virtud.

Conclusión

En Sobre cómo se debe escuchar, Plutarco enseña que escuchar no es un gesto pasivo, sino una virtud activa del alma: exige silencio fecundo, dominio de la envidia, rechazo del halago vacío, paciencia ante el reproche y trabajo interior constante. El buen oyente no busca el placer del aplauso ni el brillo del estilo, sino el provecho moral; no huye de la palabra que hiere, porque sabe que también cura; no se limita a recibir, sino que transforma lo oído en juicio propio y vida recta. Escuchar bien es, para Plutarco, aprender a obedecer a la razón, encender la propia inteligencia y avanzar hacia la libertad verdadera, que nace cuando la palabra ajena se convierte en virtud propia.

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