En A un gobernante falto de instrucción, Plutarco advierte con claridad que el poder sin formación es una fuerza peligrosa tanto para quien lo ejerce como para quienes lo padecen. La obra se presenta como una exhortación ética y política: gobernar no es mandar por mera autoridad, sino conducir con razón, virtud y dominio de sí. Para Plutarco, la educación filosófica no es un adorno del gobernante, sino su fundamento más sólido, pues solo quien ha aprendido a gobernarse a sí mismo puede aspirar a gobernar a otros con justicia, mesura y humanidad.
A UN GOBERNANTE FALTO DE INSTRUCCIÓN
La educación filosófica como fundamento del verdadero gobierno
Los cireneos solicitan a Platón que les entregue leyes escritas y organice su régimen político, petición que el filósofo rechaza. La razón de esta negativa no es el desprecio por la legislación, sino la convicción de que una ciudad en plena prosperidad material es, paradójicamente, un terreno especialmente hostil para la razón y la disciplina política. Plutarco subraya aquí una idea profunda: la abundancia genera soberbia y autosuficiencia, disposiciones del carácter que hacen al ser humano “arrogante, arisco e ingobernable” cuando cree tener la prosperidad al alcance de la mano, eco claro del juicio trágico de Eurípides sobre la naturaleza humana frente al éxito y la fortuna.
A partir de esta constatación, el autor explica por qué resulta tan difícil aconsejar a los gobernantes. Estos no rechazan la razón por ignorancia teórica, sino por temor práctico: someterse a la razón implica aceptar límites, deberes y responsabilidades que restringen los privilegios asociados al poder. Gobernar con justicia exige obedecer a un principio superior, y esto es precisamente lo que los gobernantes mal formados detestan. Plutarco ilustra esta idea con el ejemplo histórico del rey espartano Teopompo, quien aceptó compartir el poder real con los éforos. Frente al reproche de su esposa —que veía en ello una disminución del poder heredado—, Teopompo responde con una afirmación decisiva: el poder será mayor precisamente porque será más seguro. La seguridad del poder proviene de su moderación, no de su exceso.
Plutarco profundiza esta idea mediante una analogía orgánica tomada del ámbito médico y filosófico. La razón nacida del saber filosófico actúa como una euexía, una buena disposición del cuerpo político: no elimina la autoridad del gobernante, sino que la depura, librándola de aquello que la vuelve inestable y peligrosa. Así como un cuerpo aparentemente vigoroso puede ocultar una salud frágil, un poder absoluto sin razón puede parecer fuerte, pero está internamente corrompido.
En el segundo movimiento del texto, Plutarco critica la falsa concepción de la grandeza política. Los gobernantes sin instrucción, dice, imitan a malos escultores que creen aumentar la majestuosidad de un coloso exagerando sus gestos: zancadas desmesuradas, brazos extendidos, bocas abiertas. Del mismo modo, estos gobernantes confunden la autoridad con el gesto teatral: voz grave, mirada feroz, aspereza de trato y aislamiento. Sin embargo, como las estatuas colosales, su interior está relleno de materiales pesados y burdos, sin verdadera forma ni vida. La apariencia de grandeza oculta una pobreza interior.
La metáfora se vuelve aún más incisiva cuando Plutarco compara estas estatuas con los gobernantes mal instruidos. En las esculturas, el peso interno les da estabilidad; en los gobernantes, en cambio, la ignorancia interna los desequilibra y los precipita. Al levantar su autoridad sobre una base que no coincide con su propia estructura moral, terminan tambaleando y cayendo. Frente a esta deformación del poder, Plutarco introduce la imagen de la regla: así como una regla recta endereza aquello que se ajusta a ella, el gobernante debe, ante todo, gobernarse a sí mismo, enderezar su alma y formar su carácter, para poder dar forma justa a sus súbditos.
Nadie puede enderezar si está caído, ni enseñar si es ignorante, ni imponer orden si vive en el desorden, ni gobernar si no se somete primero a un gobierno. La paradoja final revela la raíz del error político: muchos creen que gobernar consiste en no ser gobernado por nadie, cuando en realidad el verdadero dominio comienza por el dominio de sí mismo. Plutarco remata esta crítica con la figura del rey de Persia, que se creía dueño de todos salvo de su esposa, precisamente de quien más debía ejercer dominio racional, mostrando así la ceguera moral del poder sin instrucción.
La ley interior y el gobierno como imagen de lo divino
«¿Quién gobernará al que gobierna?». Plutarco responde recurriendo a una noción central de la tradición griega: la ley suprema, aquella que, según Píndaro, «reina sobre todos, mortales e inmortales». Esta ley no es la ley escrita —ni códigos ni tablas—, sino una ley viva, interior, que habita en el alma del gobernante. Es una norma que vigila, acompaña y nunca abandona al alma sin gobierno. Plutarco identifica esta ley con la razón divina, accesible mediante la formación filosófica, y la presenta como el único límite auténtico del poder absoluto, especialmente en contextos donde el soberano se sitúa por encima de la ley positiva.
Para reforzar esta idea, Plutarco introduce una imagen persa: el rey tenía un servidor encargado de despertarlo cada mañana y recordarle su misión divina —«levanta, rey, y ocúpate de los asuntos de los que el gran Oromasda ha querido que tú te ocupes»—. Sin embargo, este recordatorio externo es solo un sucedáneo: el gobernante verdaderamente instruido posee esa voz dentro de sí, como conciencia racional permanente. El buen gobierno no depende de amonestaciones externas, sino de una vigilancia interior constante, que convierte al gobernante en su propio guardián.
A continuación, Plutarco eleva la dignidad del poder político mediante una analogía religiosa. Polemón había definido el amor como un “servicio de los dioses para el cuidado de los jóvenes”; con mayor razón —afirma Plutarco— los gobernantes sirven a la divinidad para el cuidado y conservación de los hombres. Su función no es apropiarse de los bienes, sino distribuirlos y preservarlos conforme al orden divino. El gobernante aparece así como un mediador: administra los dones de los dioses para el bien común.
Esta mediación se explica mediante una extensa imagen cósmica tomada de Eurípides: el cielo rodea la tierra, derrama semillas, la lluvia, los vientos y los astros cooperan en la generación de la vida, y el sol comunica a todo belleza y armonía amorosa. Sin embargo, Plutarco introduce un giro decisivo: todos estos bienes naturales serían inútiles sin ley, justicia y gobierno. La justicia es el fin de la ley, la ley es la tarea del gobernante, y el gobernante, a su vez, es imagen del dios ordenador del cosmos. Sin gobierno justo, incluso la abundancia se vuelve estéril o destructiva.
Esta idea conduce a una de las metáforas más potentes del texto: el gobernante como estatua viva de la divinidad. No necesita escultores como Fidias o Policleto; él mismo se modela al asemejarse a lo divino mediante la justicia, la equidad y la razón. Así como los dioses colocaron el sol y la luna en el cielo como imágenes visibles de su orden, el gobernante es en la ciudad un reflejo de ese resplandor divino, manteniendo la justicia no con símbolos de poder —cetro, rayo o tridente—, sino con la razón divina en su mente.
Aquellos que se representan con atributos terribles hacen odiosa su insensatez, pues la divinidad castiga a quienes imitan su poder, pero engrandece a quienes imitan su virtud. La verdadera semejanza con lo divino no está en la fuerza, sino en la dulzura, la justicia, la verdad y el amor a los hombres. La divinidad no es feliz por la duración infinita de su existencia, sino por el dominio de su virtud; por eso, nada es más bello —y más propiamente divino— que vivir bajo su gobierno y reproducirlo en la vida política mediante un poder justo y razonable.
Rey y tirano
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