miércoles, 17 de diciembre de 2025

Plutarco - Moralia: A un gobernante falto de instrucción

En A un gobernante falto de instrucción, Plutarco advierte con claridad que el poder sin formación es una fuerza peligrosa tanto para quien lo ejerce como para quienes lo padecen. La obra se presenta como una exhortación ética y política: gobernar no es mandar por mera autoridad, sino conducir con razón, virtud y dominio de sí. Para Plutarco, la educación filosófica no es un adorno del gobernante, sino su fundamento más sólido, pues solo quien ha aprendido a gobernarse a sí mismo puede aspirar a gobernar a otros con justicia, mesura y humanidad.

A UN GOBERNANTE FALTO DE INSTRUCCIÓN

La educación filosófica como fundamento del verdadero gobierno

Los cireneos solicitan a Platón que les entregue leyes escritas y organice su régimen político, petición que el filósofo rechaza. La razón de esta negativa no es el desprecio por la legislación, sino la convicción de que una ciudad en plena prosperidad material es, paradójicamente, un terreno especialmente hostil para la razón y la disciplina política. Plutarco subraya aquí una idea profunda: la abundancia genera soberbia y autosuficiencia, disposiciones del carácter que hacen al ser humano “arrogante, arisco e ingobernable” cuando cree tener la prosperidad al alcance de la mano, eco claro del juicio trágico de Eurípides sobre la naturaleza humana frente al éxito y la fortuna.

A partir de esta constatación, el autor explica por qué resulta tan difícil aconsejar a los gobernantes. Estos no rechazan la razón por ignorancia teórica, sino por temor práctico: someterse a la razón implica aceptar límites, deberes y responsabilidades que restringen los privilegios asociados al poder. Gobernar con justicia exige obedecer a un principio superior, y esto es precisamente lo que los gobernantes mal formados detestan. Plutarco ilustra esta idea con el ejemplo histórico del rey espartano Teopompo, quien aceptó compartir el poder real con los éforos. Frente al reproche de su esposa —que veía en ello una disminución del poder heredado—, Teopompo responde con una afirmación decisiva: el poder será mayor precisamente porque será más seguro. La seguridad del poder proviene de su moderación, no de su exceso.

Plutarco profundiza esta idea mediante una analogía orgánica tomada del ámbito médico y filosófico. La razón nacida del saber filosófico actúa como una euexía, una buena disposición del cuerpo político: no elimina la autoridad del gobernante, sino que la depura, librándola de aquello que la vuelve inestable y peligrosa. Así como un cuerpo aparentemente vigoroso puede ocultar una salud frágil, un poder absoluto sin razón puede parecer fuerte, pero está internamente corrompido.

En el segundo movimiento del texto, Plutarco critica la falsa concepción de la grandeza política. Los gobernantes sin instrucción, dice, imitan a malos escultores que creen aumentar la majestuosidad de un coloso exagerando sus gestos: zancadas desmesuradas, brazos extendidos, bocas abiertas. Del mismo modo, estos gobernantes confunden la autoridad con el gesto teatral: voz grave, mirada feroz, aspereza de trato y aislamiento. Sin embargo, como las estatuas colosales, su interior está relleno de materiales pesados y burdos, sin verdadera forma ni vida. La apariencia de grandeza oculta una pobreza interior.

La metáfora se vuelve aún más incisiva cuando Plutarco compara estas estatuas con los gobernantes mal instruidos. En las esculturas, el peso interno les da estabilidad; en los gobernantes, en cambio, la ignorancia interna los desequilibra y los precipita. Al levantar su autoridad sobre una base que no coincide con su propia estructura moral, terminan tambaleando y cayendo. Frente a esta deformación del poder, Plutarco introduce la imagen de la regla: así como una regla recta endereza aquello que se ajusta a ella, el gobernante debe, ante todo, gobernarse a sí mismo, enderezar su alma y formar su carácter, para poder dar forma justa a sus súbditos.

Nadie puede enderezar si está caído, ni enseñar si es ignorante, ni imponer orden si vive en el desorden, ni gobernar si no se somete primero a un gobierno. La paradoja final revela la raíz del error político: muchos creen que gobernar consiste en no ser gobernado por nadie, cuando en realidad el verdadero dominio comienza por el dominio de sí mismo. Plutarco remata esta crítica con la figura del rey de Persia, que se creía dueño de todos salvo de su esposa, precisamente de quien más debía ejercer dominio racional, mostrando así la ceguera moral del poder sin instrucción.

La ley interior y el gobierno como imagen de lo divino

«¿Quién gobernará al que gobierna?». Plutarco responde recurriendo a una noción central de la tradición griega: la ley suprema, aquella que, según Píndaro, «reina sobre todos, mortales e inmortales». Esta ley no es la ley escrita —ni códigos ni tablas—, sino una ley viva, interior, que habita en el alma del gobernante. Es una norma que vigila, acompaña y nunca abandona al alma sin gobierno. Plutarco identifica esta ley con la razón divina, accesible mediante la formación filosófica, y la presenta como el único límite auténtico del poder absoluto, especialmente en contextos donde el soberano se sitúa por encima de la ley positiva.

Para reforzar esta idea, Plutarco introduce una imagen persa: el rey tenía un servidor encargado de despertarlo cada mañana y recordarle su misión divina —«levanta, rey, y ocúpate de los asuntos de los que el gran Oromasda ha querido que tú te ocupes»—. Sin embargo, este recordatorio externo es solo un sucedáneo: el gobernante verdaderamente instruido posee esa voz dentro de sí, como conciencia racional permanente. El buen gobierno no depende de amonestaciones externas, sino de una vigilancia interior constante, que convierte al gobernante en su propio guardián.

A continuación, Plutarco eleva la dignidad del poder político mediante una analogía religiosa. Polemón había definido el amor como un “servicio de los dioses para el cuidado de los jóvenes”; con mayor razón —afirma Plutarco— los gobernantes sirven a la divinidad para el cuidado y conservación de los hombres. Su función no es apropiarse de los bienes, sino distribuirlos y preservarlos conforme al orden divino. El gobernante aparece así como un mediador: administra los dones de los dioses para el bien común.

Esta mediación se explica mediante una extensa imagen cósmica tomada de Eurípides: el cielo rodea la tierra, derrama semillas, la lluvia, los vientos y los astros cooperan en la generación de la vida, y el sol comunica a todo belleza y armonía amorosa. Sin embargo, Plutarco introduce un giro decisivo: todos estos bienes naturales serían inútiles sin ley, justicia y gobierno. La justicia es el fin de la ley, la ley es la tarea del gobernante, y el gobernante, a su vez, es imagen del dios ordenador del cosmos. Sin gobierno justo, incluso la abundancia se vuelve estéril o destructiva.

Esta idea conduce a una de las metáforas más potentes del texto: el gobernante como estatua viva de la divinidad. No necesita escultores como Fidias o Policleto; él mismo se modela al asemejarse a lo divino mediante la justicia, la equidad y la razón. Así como los dioses colocaron el sol y la luna en el cielo como imágenes visibles de su orden, el gobernante es en la ciudad un reflejo de ese resplandor divino, manteniendo la justicia no con símbolos de poder —cetro, rayo o tridente—, sino con la razón divina en su mente.

Aquellos que se representan con atributos terribles hacen odiosa su insensatez, pues la divinidad castiga a quienes imitan su poder, pero engrandece a quienes imitan su virtud. La verdadera semejanza con lo divino no está en la fuerza, sino en la dulzura, la justicia, la verdad y el amor a los hombres. La divinidad no es feliz por la duración infinita de su existencia, sino por el dominio de su virtud; por eso, nada es más bello —y más propiamente divino— que vivir bajo su gobierno y reproducirlo en la vida política mediante un poder justo y razonable.

Rey y tirano

Anaxarco, quien intenta consolar a Alejandro por el asesinato de Clito afirmando que todo lo que hace un rey es justo por el solo hecho de hacerlo. Esta idea —que sitúa a la Justicia y al Derecho como simples acompañantes del poder— es, para Plutarco, no solo falsa, sino moralmente peligrosa, pues no sana el arrepentimiento, sino que lo anestesia y lo predispone a repetirse. Frente a ello, Plutarco corrige la concepción tradicional: no es que la Justicia esté junto a Zeus, sino que Zeus mismo es la Justicia, el Derecho y la ley más antigua y perfecta, conforme a la enseñanza de Hesíodo (Teogonía 901 ss.). Incluso la divinidad suprema no gobierna sin justicia, lo que refuerza la idea de que ningún poder humano puede situarse por encima de ella.

Esta justicia divina es descrita por Hesíodo como una “virgen incorruptible” que convive con el respeto, la templanza y la sencillez (Trabajos y días 256). De ahí que los reyes sean llamados “venerables” o “dignos de respeto”, no por el miedo que inspiran, sino precisamente porque, siendo justos, tienen menos que temer. Plutarco introduce aquí un principio fundamental: el buen soberano teme más cometer injusticia que padecerla, pues el mal infligido es la causa última del mal sufrido. Este temor no es servil, sino noble, porque se orienta a proteger a los súbditos del daño, incluso de aquel que podría producirse sin que ellos lo adviertan.

Para ilustrar esta actitud, Plutarco recurre a imágenes y ejemplos históricos. Compara al gobernante justo con los perros que vigilan el rebaño: no velan por sí mismos, sino por aquellos que les han sido confiados. Del mismo modo actúa Epaminondas, quien permanece sobrio y vigilante mientras los tebanos celebran, para que otros puedan descansar seguros. Aún más radical es el ejemplo de Catón el Joven en Útica, quien asegura la salvación de los vencidos y, cumplido su deber político y moral, se da muerte, mostrando que el gobernante debe temer la injusticia, no la muerte.

El contraste aparece con fuerza cuando Plutarco describe a los tiranos. Clearco del Ponto y Aristipo de Argos convierten su propia alcoba en una prisión por miedo constante a ser asesinados. Estas imágenes grotescas revelan una verdad política esencial: los reyes temen por sus súbditos, mientras que los tiranos temen a sus súbditos. Cuanto más extienden su poder, más se multiplica su miedo, porque gobiernan sin justicia y, por tanto, contra todos.

Rechaza la doctrina estoica que identifica a la divinidad con una razón inmanente mezclada con la materia y sometida al cambio. Para Plutarco, siguiendo a Platón, lo divino está asentado “en lo alto”, unido a una naturaleza eterna e inmutable, y avanza rectamente hacia su fin conforme a su esencia (Platón, Leyes 716a; Fedón 78c). Esta trascendencia permite que la divinidad sea medida y modelo, no parte del desorden del mundo.

Desde esta perspectiva, la justicia en las ciudades es presentada como un reflejo o resplandor de la razón divina, del mismo modo que el sol es imagen visible del bien en el cielo. El gobernante justo —formado por la filosofía— se convierte en esa imagen viviente, copiando en sí mismo el modelo más bello. Esta imitación no nace del poder ni de la fortuna, sino exclusivamente de la razón filosófica, que ordena el alma del gobernante y, a través de ella, la ciudad.

Plutarco señala la célebre anécdota de Alejandro y Diógenes en Corinto. Alejandro admira la libertad y autosuficiencia del filósofo y confiesa que, de no ser Alejandro, querría ser Diógenes. Plutarco interpreta este gesto como una intuición profunda: Alejandro se sentía oprimido por su propia fortuna, gloria y poder, que le impedían alcanzar la verdadera virtud. Paradójicamente, mediante la filosofía podría haber conservado su grandeza exterior y adquirido la invencibilidad interior de Diógenes. En efecto, frente a las tempestades del destino afortunado, el poder necesita lastre y piloto; ese lastre y ese piloto no son otros que la filosofía, única capaz de gobernar al que gobierna.

El peligro del poder sin razón: pasiones desatadas y visibilidad del vicio

La maldad, cuando se une al poder, deja de ser inofensiva y se vuelve devastadora. Plutarco distingue entre la estupidez privada —que, unida a la incapacidad, apenas causa daño— y la maldad empoderada, que intensifica las pasiones y las convierte en actos irreparables. La observación atribuida a Dionisio es reveladora: el mayor placer del mando consiste en obtener de inmediato lo que se desea; por eso, el peligro máximo aparece cuando quien puede hacer lo que quiere, quiere lo que no debe. El poder actúa como acelerador moral: no crea las pasiones, pero les da vigor y eficacia.

Plutarco ilustra esta aceleración con una imagen épica y una analogía física. Cita a Homero —«Apenas la palabra fue dicha, fue cumplido el acto»— para subrayar la inmediatez fatal entre decisión y ejecución cuando manda la pasión (Ilíada XIX, 242). Como el relámpago respecto del trueno —que se percibe antes aunque ocurra después—, así en los regímenes dominados por el capricho los castigos preceden a las acusaciones y las condenas a las pruebas. La analogía se apoya en una teoría física antigua sobre la percepción del sonido y la luz, reforzando la idea de que el desorden moral invierte el orden natural del juicio.

Frente a esta deriva, Plutarco introduce el papel moderador de la razón. El corazón cede cuando la autoridad no encuentra resistencia; por eso la razón debe “hacer peso” para presionar y reprimir el mando, como el garfio del ancla que resiste la sacudida (Trágicos adespotos, fr. 379 Kannicht–Snell). El modelo es cósmico: el gobernante debe imitar al sol que, al alcanzar su punto más alto, avanza con mínima inclinación y mayor lentitud para asegurar su recorrido. La grandeza auténtica no acelera; se vuelve más cuidadosa.

El poder vuelve visibles los vicios. Plutarco compara a los epilépticos, cuya enfermedad se manifiesta al moverse en altura, con los ignorantes y mal educados, a quienes la fortuna delata cuando los eleva mediante riquezas, fama o cargos. La elevación no oculta: expone. Esta idea es recurrente en Plutarco y tiene paralelos en Dión de Prusa y Séneca.

La metáfora de las vasijas culmina el argumento: vacías, no se distingue cuál está dañada; llenas, la que pierde el líquido revela su defecto. Así, las almas corrompidas no contienen la autoridad y “derraman” pasiones, iras, jactancias y vulgaridades. Incluso los grandes hombres quedan expuestos por faltas mínimas: a Cimón se le reprochó el vino; a Escipión, el dormir; a Lúculo, el lujo de sus mesas. La enseñanza final es severa: cuanto más alto el rango, menor el margen para el error, porque el poder convierte lo pequeño en público y lo privado en ejemplar.

Conclusión

A un gobernante falto de instrucción es, en su conjunto, una exhortación severa y profundamente actual sobre la naturaleza del poder. Plutarco demuestra que el gobierno no se sostiene en la fuerza, la fortuna ni la apariencia de autoridad, sino en la formación moral e intelectual del alma del gobernante. Sin filosofía, el poder degenera en tiranía; sin justicia interior, la ley se vuelve instrumento de violencia; y sin dominio de sí, gobernar a otros es imposible. El verdadero soberano es aquel que se somete a la razón, imita a la divinidad no en su poder temible sino en su virtud benévola, y entiende su autoridad como un servicio orientado al cuidado y conservación de los hombres. Así, la educación filosófica no es un adorno del mando, sino su fundamento más seguro: solo ella convierte el poder en justicia, la obediencia en orden y el gobierno en una imagen viva del bien.

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