jueves, 4 de diciembre de 2025

Plutarco - Cómo distinguir a un adulador de un amigo

Plutarco abre Cómo distinguir a un adulador de un amigo con una advertencia incisiva: nada es más peligroso que aquel que imita los gestos de la amistad sin poseer su esencia. Dedicado a Antioco Filópapo, el tratado combina psicología moral y técnica retórica en dos secciones complementarias: primero, un minucioso examen comparativo entre el amigo auténtico y el adulador —sus semejanzas aparentes, su habilidad para procurar placer, su uso distorsionado de la franqueza y sus servicios interesados—; luego, una reflexión sobre la parresía, la franqueza bien ejercida, su aplicación y su oportunidad. El texto se nutre de una rica tradición peripatética que remonta a Teofrasto y Aristóteles, y muestra cómo Plutarco, fiel a su talante ético, busca ofrecer un arte para reconocer lo verdadero en medio de lo que seduce, evitando que la máscara de la adulación corrompa el juicio y dañe la vida comunitaria.


CÓMO DISTINGUIR A UN ADULADOR DE UN AMIGO

Capítulo 1 — El amor propio como puerta de entrada a la adulación

En este primer bloque, Plutarco expone el fundamento psicológico que permite al adulador operar: el amor excesivo que cada uno profesa hacia sí mismo. Tomando a Platón como autoridad, explica que quien se ama demasiado pierde imparcialidad y se vuelve juez injusto de sí mismo, pues “el amor ciega”. Esta ceguera interior crea el espacio perfecto para que el adulador se infiltre, presentándose como testigo externo que confirma lo que uno ya desea creer. Así, el individuo, por su tendencia natural a autoadularse, recibe sin resistencia al adulador externo, reforzando ilusiones peligrosas sobre sus propias cualidades. Plutarco enfatiza que este autoengaño contradice incluso el mandato délfico “conócete a ti mismo”, convirtiendo al adulador en enemigo de la verdad y, por extensión, de los dioses. El núcleo del capítulo es, por tanto, que la adulación se apoya en la ignorancia de uno mismo, y que el amor propio desmedido es el primer paso hacia la corrupción del juicio.

Capítulo 2 — El peligro universal de la adulación y la necesidad de prevenirla

En este segundo fragmento, Plutarco profundiza mostrando que la adulación no es un mal que afecte solo a los ignorantes o vulgares; por el contrario, afecta más gravemente a los virtuosos, poderosos y ambiciosos, igual que la carcoma ataca la madera más noble. La adulación prospera especialmente en los entornos de poder —casas influyentes, magistraturas, principados—, donde puede causar estragos políticos y morales. De ahí la importancia de no esperar a la experiencia, pues esta llega demasiado tarde cuando ya se ha sufrido el daño. Así como las monedas se prueban antes de usarlas, también los amigos deben examinarse antes de la necesidad, para distinguir al verdadero del falso. Finalmente, Plutarco advierte que no se debe confundir lo agradable con lo adulador, pues el amigo también procura placer y dulzura, del mismo modo que acepta dar amonestaciones cuando es necesario. El núcleo del capítulo es, por tanto, una enseñanza doble: la adulación se adhiere a la grandeza y al poder, y la forma de evitarla es la vigilancia previa y el discernimiento, no la amarga experiencia.

Capítulo 3 — Los falsos estereotipos del adulador y la dificultad real de reconocerlo

Plutarco responde a una objeción anticipada: si el amigo también produce placer y alaba cuando corresponde, ¿cómo distinguirlo entonces del adulador? La respuesta del autor consiste en desmontar los estereotipos vulgares sobre la adulación. La mayoría cree que adulador es únicamente el parásito grosero, el bufón hambriento que se arrastra por comida o bebida; figuras caricaturescas cuya bajeza los delata sin esfuerzo. Pero Plutarco sostiene que este no es el verdadero problema: el auténtico adulador no es el parásito tosco, sino el experto, el que ejerce su oficio con sutileza, arte e inteligencia. Por eso resulta tan difícil de reconocer, pues no se reduce a gestos de servilismo evidente ni a escenas burlescas como las de Melantio o los parásitos cómicos. Plutarco aclara que tales personajes no requieren refutación, porque su torpeza habla por sí misma; el peligro está en quienes adoptan la apariencia del amigo y se introducen en la vida ajena con eficacia. El foco de este capítulo, por tanto, es que el adulador más peligroso no es el vulgar, sino el sofisticado, aquel que se inserta en las áreas más nobles de la vida y cuya presencia solo puede detectarse mediante discernimiento fino.

Capítulo 4 — El adulador que imita la amistad: su invisible peligrosidad

Aquí Plutarco señala que la verdadera amenaza proviene del adulador que no parece adulador, el que se mantiene sobrio, participa en conversaciones serias, interviene en asuntos importantes y se comporta como “actor trágico” de la amistad, no como simple bufón. Su peligro radica en la simulación: parece justo sin serlo, como señala Platón. Esta forma de adulación —profunda, sistemática, razonada— mina la confianza que sostiene la amistad auténtica, porque muchas veces coincide en apariencia con ella. La anécdota de Gobrias y Darío ilustra el riesgo: así como en la oscuridad no se distingue enemigo de aliado, también en la vida moral se corre el riesgo de herir al amigo por evitar al adulador, o de acoger al adulador por conservar al amigo. Plutarco compara esta dificultad con la tarea de separar semillas silvestres del trigo: igual tamaño, igual aspecto, igual peso, e igualmente capaces de mezclarse. 

Capítulo 5 — La estrategia del adulador: imitación, placer y falsa franqueza

En este capítulo Plutarco explica por qué el adulador logra infiltrarse tan eficazmente en el espacio de la amistad: porque imita los elementos que sostienen la relación amistosa —el placer, el servicio, la utilidad y la semejanza de caracteres—. Sabiendo que la amistad es la más dulce de las experiencias humanas, el adulador se sirve de los placeres para atraer, se muestra diligente y servicial, y adopta las ocupaciones y gustos del otro como si fuera un ideal camaleón moral. Esta capacidad para imitar comportamientos y afectos lo vuelve extraordinariamente convincente, hasta el punto de borrar la frontera entre copia y original. Plutarco subraya que su habilidad más peligrosa consiste en simular la franqueza, lenguaje natural de la amistad: no una franqueza auténtica, sino una versión edulcorada, superficial, comparable a los condimentos que suavizan un exceso de dulzor. Así, el adulador se oculta como los animales que adaptan su color al entorno; por eso debe ser descubierto no por las semejanzas que exhibe, sino por las diferencias internas que disimula. El núcleo de este capítulo es que la imitación es el arma esencial del adulador, especialmente cuando imita incluso aquello que debería distinguir al amigo: la capacidad de decir la verdad.

Capítulo 6 — Cómo la adulación invade la semejanza natural que origina la amistad

En este capítulo Plutarco retoma el principio fundamental del nacimiento de la amistad: la afinidad natural de caracteres, costumbres y alegrías compartidas. La semejanza atrae, une y genera confianza. Precisamente por ello el adulador aprovecha esta base psicológica para aproximarse lentamente, imitando gustos, ocupaciones y hábitos hasta volverse familiar y “doméstico” para su víctima. Como un animal que se acostumbra al pasto donde se alimenta, el adulador se adapta al entorno afectivo de la persona a la que desea ganar, criticando aquello que ella critica y exaltando con exceso aquello que ella admira. Su táctica consiste en reforzar la ilusión de que ambas voluntades coinciden espontáneamente, ocultando que su supuesto “juicio” no es más que oportunismo. Plutarco advierte que esta concordancia artificial no es fruto de una afinidad real, sino una construcción estratégica diseñada para moldear la percepción del otro. El objetivo del capítulo es mostrar cómo la adulación parasita el principio mismo de la amistad, apropiándose de su fundamento: la semejanza.

Capítulo 7 — La inconstancia del adulador frente a la firmeza del amigo

En este capítulo Plutarco introduce el criterio decisivo para distinguir la imitación de la autenticidad: la estabilidad del carácter. El amigo verdadero posee una unidad interior —una coherencia de gustos, juicios y modos de vida— que se mantiene a lo largo del tiempo. El adulador, en cambio, carece por completo de un centro propio: vive no desde sí, sino “para otros”, mudando de forma como agua vertida en recipientes distintos. Su arte consiste en adaptar su apariencia al interlocutor, tal como el búho orejudo que imita movimientos humanos o como un actor que interpreta papeles distintos según el escenario. Si su objetivo es agradar a un cazador, imita la pasión por los perros y el monte; si persigue a un erudito, se viste de filósofo; si busca atraer a un disoluto, abandona la austeridad y se entrega al vino y las burlas. El ejemplo mayor es Alcibíades, cuyo carácter se desdoblaba según el lugar en que estaba, a diferencia de Epaminondas, Agesilao y del propio Platón, quienes conservaban su identidad sin importar el entorno. El punto central de este capítulo es que la amistad se funda sobre la unidad del carácter; la adulación, sobre su ausencia.

Capítulo 8 — Los cambios repentinos del adulador: un espejo sin sustancia

Este capítulo profundiza en la misma idea a través de un examen más fino de los cambios internos del adulador. Plutarco muestra que su mutabilidad no solo afecta su conducta exterior, sino también sus preferencias, opiniones y afectos. Lo que ayer alababa, hoy lo condena; lo que antes despreciaba, ahora lo celebra. Carece de criterio propio y de afectos verdaderos: recibe las emociones ajenas como un espejo, reflejándolas sin llegar nunca a poseerlas. Así, si criticamos a alguien, él asegura que “ya lo había notado”; si luego lo elogiamos, dice alegrarse y agradecerlo; si buscamos la vida retirada, dice que siempre quiso lo mismo; si volvemos a la vida pública, celebra el cambio con igual entusiasmo. Plutarco señala que esta maleabilidad extrema revela que no estamos ante un amigo, sino ante alguien que solo “asiente y cambia conmigo”, como la sombra, sin aportar juicio ni ayuda verdadera. Por eso concluye que la prueba esencial es preguntarse si el otro mantiene su identidad cuando nuestras opiniones cambian, o si se limita a reflejarlas. La amistad requiere firmeza; la adulación, en cambio, se nutre de ser siempre otra.

Capítulo 9 — Semejanza verdadera y semejanza corrupta: el criterio moral que distingue al amigo del adulador

La semejanza que nace de la amistad es moral, selectiva y orientada al bien, mientras que la del adulador es indiscriminada y se inclina con facilidad hacia lo vergonzoso. El amigo imita solo lo que es noble —nunca acompaña al otro en actos injustos o viciosos, salvo cuando una cercanía excesiva lo arrastra involuntariamente—. Sin embargo, el adulador se comporta como un camaleón imperfecto: así como el animal imita todos los colores excepto el blanco, el adulador copia todas las conductas excepto las virtuosas. Su incapacidad para reproducir lo noble lo lleva a pervertir la semejanza, imitando defectos, excesos y pasiones: la ira injusta, la superstición, el mal trato a los criados, la desconfianza familiar, e incluso los sufrimientos íntimos. Explota las desgracias ajenas para fingir afinidad emocional —como los aduladores de Dionisio, que tropezaban fingiendo ceguera para congraciarse con el tirano—. Esta falsificación de afinidades lleva incluso a “contagiarse” de conflictos familiares o males imaginarios para obtener confianza. Plutarco ilustra el punto con un caso extremo: un hombre se separó de su esposa imitando a su supuesto amigo, solo para descubrir que este último seguía visitando a la suya en secreto. El capítulo concluye que el amigo imita por naturaleza y amor al bien; el adulador, por interés y tendencia al mal, y que esta diferencia moral es absolutamente decisiva.

Capítulo 10 — La imitación desigual: cómo el adulador amplifica lo malo y minimiza lo bueno

Plutarco revela la astucia más sutil del adulador: en lo bueno, siempre se declara inferior; en lo malo, siempre superior. El amigo verdadero no compite, no envidia y acepta los logros del otro con ecuanimidad. En cambio, el adulador adopta una postura estudiadamente humilde ante las excelencias del adulado —“tú vuelas, yo solo corro”, “tu poesía truena como Zeus, la mía apenas suena”—, reservando siempre para sí el papel de admirador vencido. Pero esta humildad desaparece cuando se trata de vicios: si el otro es irritable, él se declara furioso; si el otro es supersticioso, él pretende estar poseído; si el otro ama, él finge un amor desbordado. En el vicio busca superarlo; en la virtud, rendirse, porque su objetivo es legitimar las inclinaciones del otro reforzando sus excesos y debilitando su sentido crítico. Así, su imitación nunca es equilibrada ni moralmente neutra: es una herramienta para moldear la voluntad del adulado. Plutarco concluye que en la semejanza misma —esa herramienta tan poderosa de la amistad— se hallan las diferencias más claras entre ambas figuras: la semejanza virtuosa del amigo y la semejanza corrupta del adulador.

Capítulo 11 — El criterio del placer: finalidad y medida de la amistad verdadera

Plutarco advierte que el placer no distingue por sí mismo al amigo del adulador, porque ambos producen agrado. La diferencia está en para qué se produce ese placer. Con metáforas médicas y estéticas —perfumes, ungüentos, colores, medicamentos— Plutarco muestra que el placer del adulador es como el perfume: existe solo para agradar. En cambio, el placer que acompaña a la amistad es accidental, un adorno de lo provechoso, como el buen olor de una medicina cuyo fin es curar. Los amigos comparten risas, banquetes y bromas, pero esto funciona como condimento de la relación, no como su esencia ni como su propósito. El adulador, en cambio, hace del placer su oficio, creyendo que debe complacer en todo momento y con cualquier medio. El amigo, como el médico, ofrece agrado o desagrado según convenga al bien moral del otro: elogia cuando es útil y reprende cuando es necesario. La amistad, entonces, está regida por la utilidad y la virtud; la adulación, por la búsqueda exclusiva de agradar.

Capítulo 12 — La corrupción del juicio a través de la alabanza: cómo la adulación deforma la virtud

La segunda parte del texto profundiza en un tema distinto: la alabanza como instrumento de corrupción moral. Plutarco establece criterios concretos para distinguir la alabanza sincera de la adulación: la alabanza verdadera es coherente, recae sobre las acciones y no sobre la persona, no induce vergüenza futura y no cambia de tono según conveniencia. La alabanza aduladora, en cambio, altera el valor de las palabras para justificar vicios —tal como describe Tucídides en las guerras civiles— y convierte la maldad en virtud: la crueldad en justicia, la prodigalidad en liberalidad, el miedo en prudencia, el desenfreno en humanidad. Con ejemplos históricos —Dionisio, Fálaris, Ptolomeo, Marco Antonio, Nerón— Plutarco muestra que la adulación destruye pueblos enteros cuando enmascara la tiranía bajo nombres virtuosos. El amigo puede entristecer, reprender y oponerse porque su meta es preservar el carácter; el adulador toca directamente “la semilla de la vida”, corrompiendo la raíz del juicio moral. Por eso, Plutarco equipara al adulador con el parásito que no roba del montón, sino de la simiente misma.

Capítulo 13 — Las formas disimuladas de la alabanza: estrategias encubiertas del adulador

Profundiza en la astucia del adulador al momento de elogiar, mostrando que la alabanza directa ya no es su herramienta principal, porque comprende que suscita sospechas. Por ello, adopta métodos indirectos, velados y circulares. Cuando trata con personas rústicas o extravagantes, usa la burla disfrazada de elogio; cuando se enfrenta a quienes poseen discernimiento, se desliza como una fiera que tantea el terreno antes de atacar. Su técnica más peligrosa consiste en atribuir las alabanzas a terceros: extranjeros, ancianos, ciudadanos anónimos que supuestamente lo admiran. Otras veces inventa pequeñas acusaciones falsas para provocar una negación, de modo que pueda cubrir inmediatamente al interlocutor con elogios, reforzando la imagen de hombre virtuoso y magnánimo. El adulador no halaga solo con palabras: manipula emociones, crea narrativas y aprovecha la tendencia humana a querer ser defendida frente a una injusticia aparente. El núcleo del capítulo es que la alabanza más peligrosa no es la explícita, sino la que se introduce disfrazada de advertencia, rumor o aparente objetividad, porque logra atravesar sin resistencia el juicio del adulado.

Capítulo 14 — La adulación que deforma la virtud: censuras falsas, autoenvilecimiento y elogios por contraste

Plutarco expone técnicas aún más sofisticadas: la adulación por contraste y la autodegradación calculada. Así como los pintores intensifican la luz colocando sombras alrededor, el adulador condena lo contrario de los vicios del adulado para que estos últimos parezcan virtudes. Si el otro es libertino, llama “rusticidad” a la moderación; si es arrogante y cruel, disfraza la justicia de debilidad; si es perezoso, desprecia la vida política llamándola ocupación ajena. Incluso las mujeres disolutas elogian a sus pares llamando “frías” o “incapaces de amor” a las mujeres fieles.

Pero el recurso más turbio es la autocensura estratégica: el adulador se declara a sí mismo cobarde, débil o ignorante para elevar al otro por contraste, empujándolo hacia la soberbia. Frente a personas austeras o amantes de la franqueza, aplica otro método: pedir consejo, someter escritos, presentarse como discípulo que busca guía, transformando la consulta en una alabanza implícita. El caso extremo son quienes adulaban a Mitrídates ofreciéndose para ser abiertos o cauterizados por él, exaltando su habilidad médica a través del sacrificio corporal.

Plutarco concluye que estas alabanzas veladas son aún más peligrosas porque requieren una vigilancia fina: el adulador finge pedir ayuda o corrección, pero en realidad busca inflar la vanidad del otro, aprobando todo sin resistencia. Su objetivo final es que, como en el verso citado, “pregunte por una contraseña, pero busque otra cosa”: no busca consejo, sino un pretexto para enaltecer y envanecer al adulado.

Capítulo 15 — La adulación silenciosa: gestos, concesiones y servidumbres disimuladas

La alabanza sin palabras, la que se expresa mediante gestos, silencios y concesiones. Así como los cazadores disimulan sus intenciones fingiendo realizar otras actividades, el adulador obtiene más poder cuando su conducta no parece adular, sino mostrar cortesía o prudencia. Ceder la silla, interrumpir un discurso para dejar hablar a un poderoso, ocupar los mejores asientos solo para abandonarlos ante los ricos: todos estos actos constituyen una adulación muda, pero profundamente eficaz. No se rinde homenaje al mérito, sino al dinero, al estatus o a la fama. Plutarco denuncia que esta forma de “retirada estratégica” no obedece a la virtud ni a la experiencia ni a la edad, sino únicamente a la riqueza y al prestigio social.

Mediante anécdotas ejemplares, como la de Apeles que humilla a Megabizo recordándole que su silencio impresionaba más que sus palabras ignorantes, o la de Solón que rechaza la visión adulatoria de Creso sobre la felicidad, Plutarco muestra que la adulación silenciosa no solo es servil, sino que fomenta la ignorancia y la corrupción del juicio. Frente a la actitud de los aduladores, quienes proclaman que los ricos y poderosos son los más felices, sabios y virtuosos, Plutarco opone la figura de los sabios que no se dejan engañar por las apariencias ni por el boato.

Capítulo 16 — La inflación de cualidades: cuando la riqueza suplanta la virtud

Atribuir al rico cualidades que no posee, simplemente porque las desea o porque su posición permite que se las finjan. Así como los estoicos atribuían simbólicamente al sabio todas las perfecciones, los aduladores atribuyen al rico todos los talentos posibles: orador, poeta, músico, atleta, artista. Esta inflación artificial, que se ajusta a los deseos del adulado, no hace sino deformarlo moralmente. Plutarco contrasta esta actitud con la claridad de Carnéades, quien observaba que los hijos de los reyes solo aprenden bien a montar a caballo porque es el único maestro que no puede adularlos.

La lógica del adulador se expone mediante la anécdota de Crisón, que corría lentamente para no vencer a Alejandro, provocando así el enojo del rey: hasta el débil intento de preservar su vanidad mediante la sumisión es insultante. Por eso Plutarco critica también el razonamiento de Bión, que comparaba la alabanza al hombre con la alabanza al campo: mientras la tierra no empeora por elogios inútiles, el ser humano sí se corrompe cuando se le miente sobre sus talentos.

Capítulo 17 — La falsa franqueza: el arma imitada que no puede sostener el adulador

En este capítulo Plutarco introduce una nueva dimensión del problema: la franqueza, elemento esencial de la amistad verdadera. Debería ser —dice— el único atributo que el adulador no podría imitar, del mismo modo que Patroclo, pese a revestirse con las armas de Aquiles, no osó tocar la lanza sagrada del héroe. Pero el adulador, lejos de evitar este terreno, también intenta apropiarse de él. Huye de ser reconocido por sus risas, su desenfreno y su servilismo festivo, y por ello compone un semblante serio, mezcla advertencias discretas y reproches cuidadosamente dosificados para parecer íntegro y valiente.

Plutarco explica que esta “franqueza” adulterada es comparable al falso Heracles de Menandro, cuya maza era solo una imitación hueca y esponjosa. La franqueza del adulador parece firme, pero se hunde como un cojín suave: carece de fuerza, no hiere, no corrige, no purifica. La franqueza auténtica, en cambio, provoca una tristeza saludable —como la miel que limpia las llagas— y busca siempre el bien del amigo.

La estrategia del adulador consiste primero en mostrarse severo con otros, casi cruel: censura a los criados, ridiculiza a parientes, ataca a terceros como si fuese amante de la justicia. Pero cuando se trata del “adulado”, se limita a reprochar defectos mínimos e irrelevantes —un mueble mal puesto, un caballo mal cuidado, la barba descuidada— mientras calla ante los vicios verdaderamente graves, como el maltrato familiar, la negligencia moral o la ruina económica. Sus críticas funcionan como las de un maestro inútil que golpea al alumno por la tablilla pero ignora sus barbarismos; o como el médico que corrige uñas y cabellos mientras el cuerpo está lleno de tumores.

Capítulo 18 — La franqueza que halaga: elogiar mientras se finge reprender

La franqueza usada para producir placer, no para corregir. Es la técnica del adulador que parece oponerse al adulado, pero cuyo reproche es una puerta a la adulación más eficaz.

Ejemplos históricos ilustran esta estrategia. Agis, al ver que Alejandro premiaba a un bufón, finge indignación moral, comparándolo con los héroes mitológicos que también se divertían con personajes grotescos. Así, bajo apariencia de crítica, refuerza la grandeza del rey, equiparándolo con Heracles y Dioniso.

Algo similar ocurre con el adulador de Tiberio: invoca el deber de la franqueza, capta la atención del Senado y del emperador, y entonces pronuncia un reproche invertido: “Todos te censuramos porque trabajas demasiado por nosotros”. El orador Casio Severo sentencia la naturaleza de tal engaño: “Esta franqueza matará a este hombre”, porque es la franqueza que halaga, no la que cura.

Capítulo 19 — El reproche invertido: cuando el adulador acusa lo contrario del vicio real

El reproche inverso, es decir, criticar al adulado no por sus defectos reales, sino por lo contrario de lo que verdaderamente es, con el fin de inflamar sus pasiones, manipular su autoestima o fortalecer sus errores.

Así, algunos aduladores acusan de corrupción al avaro más grosero, o de tacañería a los más pródigos. Otros exhortan a gobernantes crueles a que no sean “tan clementes”, alimentando su sed de dureza. Es una técnica doblemente destructiva: no solo evita la corrección moral, sino que impulsa al viciado a profundizar en su vicio creyendo que está siendo demasiado moderado.

Plutarco muestra que esta inversión del juicio también opera en la vida cotidiana: el adulador que finge temer al hombre más torpe para hacerlo creer astuto, o el que arrebata la alabanza a otros para sugerir que el sujeto es demasiado grande para ser comparado. En el ámbito amoroso, el adulador enciende los celos, alimenta rencores familiares, exacerba conflictos domésticos o aviva pasiones ilícitas, bajo la apariencia de franqueza, como ocurrió con Marco Antonio y Cleopatra: los aduladores reforzaban su enamoramiento fingiendo reprenderlo, haciendo de su emoción un rasgo heroico y digno de compasión.

Plutarco compara esta técnica con el vino que, en vez de neutralizar un veneno, aumenta su potencia, porque el calor acelera la difusión del tóxico. Así, la franqueza falsa no sana: disfraza la adulación con severidad, y por ello es la forma más peligrosa de todas.

Capítulo 20 — La defensa interior: cómo reconocer al adulador observando el alma propia

Plutarco enseña que la única manera eficaz de protegerse es conocer la estructura dual del alma: una parte racional y amante del bien, y otra irracional y proclive al placer, la mentira y la pasión.

El amigo verdadero se alinea siempre con la parte noble, como el médico que fortalece la salud; el adulador, en cambio, se instala en la parte irracional, alimenta los deseos, acaricia el enojo, excita la envidia, inspira miedo, despierta sospechas y hace crecer cualquier emoción turbia como si fuera un tumor.

Para Plutarco, éste es el signo más inequívoco:

  • El amigo refrena, modera, aconseja prudencia.

  • El adulador empuja: “¿Estás colérico? Castiga”; “¿Deseas algo? Cómpralo”; “¿Tienes miedo? Huyamos”; “¿Sospechas? Créeme”.

Como la razón queda vencida cuando las pasiones se agitan, es en las cosas pequeñas donde el adulador se delata más claramente. El amigo, al ver que el otro ha bebido demasiado, le aconseja moderación; el adulador lo arrastra al baño o a seguir bebiendo. Si hay dudas sobre un viaje, el amigo evalúa lo oportuno; el adulador ofrece aplazarlo todo para complacer. Si uno prometió ayudar a un familiar y luego se arrepiente, el amigo recuerda el deber; el adulador insiste en retener el dinero.

Capítulo 21 — Las ayudas y servicios: la hiperactividad sospechosa del adulador

Plutarco inicia este capítulo mostrando que los favores y servicios —aparentemente la señal más clara de amistad— son justamente uno de los terrenos donde más confusión produce el adulador, porque imita la diligencia del amigo pero exagerándola.

La primera distinción clave que propone es de estilo y naturalidad:

  • El amigo tiene un trato espontáneo, cercano, simple: basta una mirada, una sonrisa o un gesto para comunicar afecto y disponibilidad.

  • El adulador, en cambio, se desborda en atenciones: corre, saluda de lejos, se justifica, jura, insiste, se ofrece constantemente y se molesta si no se le pide algo.

Esa hiperactividad servicial no nace de la bondad, sino de una necesidad interior: Plutarco dice que el adulador es “un enfermo que necesita de muchos remedios”. Su actividad no lo sana: lo delata.

Luego contrasta las actitudes frente a las pequeñas obligaciones. El amigo deja pasar muchas sin contarlas; el adulador quiere estar en primera línea de cada detalle, sin dar espacio a nadie más. Si no se le permite servir, se irrita. Esta disponibilidad excesiva no es generosidad, sino una ambición disfrazada, una manera de instalarse en las decisiones ajenas y controlar la imagen que el otro tiene de él.

Sobre las promesas, Plutarco introduce el contraste más nítido:

  • El amigo promete solo lo que es posible y conveniente.

  • El adulador responde siempre: “di lo que piensas”, es decir, ofrece todo sin medida ni criterio.

La temeridad del adulador en las promesas busca evitar sospechas: teme que se piense que rechaza algo por prudencia o independencia. Y como los poderosos prefieren, según Plutarco, un coro que aplauda y acompañe como en tragedia, el adulador se vuelve exactamente eso: el acompañamiento ruidoso que el hombre vanidoso desea oír.

Aquí aparece también la diferencia en la deliberación:

  • El amigo analiza, reflexiona, contradice, aconseja.

  • El adulador asiente siempre. Frunce el ceño para parecer profundo, mueve la cabeza para fingir juicio, y si el otro dice algo, responde: “yo iba a decir lo mismo”.

Su pensamiento es como una línea matemática que se mueve junto al cuerpo que la sostiene: no tiene vida propia.

Finalmente, Plutarco contrasta la discreción del verdadero amigo —que ayuda sin que se note— con la ostentación del adulador, que convierte cada favor en un drama ruidoso, sudoroso y teatral. El amigo cura sin que el paciente lo sepa; el adulador se encarga de que cada movimiento sea visible, comentado e incluso contado como hazaña heroica.

Por eso, concluye Plutarco, los favores del adulador son molestos incluso mientras se están recibiendo, porque revelan servidumbre, exageración y deseo de dominio, mientras que los favores del amigo son modestos, silenciosos y verdaderamente útiles.

Capítulo 22 — Las promesas y los consejos: cómo el adulador se infiltra en la deliberación

Este capítulo continúa con el mismo eje: distinguir la ayuda real de la falsa. Aquí Plutarco se centra en las promesas, el consejo y la intervención en la toma de decisiones, mostrando que el adulador es más peligroso en este ámbito porque puede arrastrar al otro a lo dañino.

El amigo solo ofrece su colaboración después de haber sido llamado a deliberar y tras estudiar si lo que se pide es útil, justo y prudente. La participación del amigo es racional; la del adulador es siempre apresurada y ansiosa, porque teme ser considerado tibio o poco leal.

En la caricatura que presentan los cómicos —dice Plutarco— vemos a personajes que prometen hazañas imposibles con tal de impresionar. Eso hace el adulador: promete todo, sin evaluar consecuencias.

El punto más profundo es el contraste con los poderosos. Plutarco señala que los reyes y ricos rara vez desean un amigo que les diga la verdad “dejando el temor a un lado”. Prefieren lo que en la tragedia es el coro: acompañamiento, música, repetición. Y el adulador lo comprende bien: él se vuelve ese coro, que da forma sonora a los deseos, pasiones y caprichos del adulado.

Cita a Mérope (Eurípides), donde la reina aconseja aceptar como amigos a los que contradicen cuando es necesario, y desconfiar de los que agradan para obtener favores. Pero los poderosos hacen justamente lo contrario: rechazan la voz que no cede y abren sus casas —e incluso sus emociones— a los cobardes y a los charlatanes.

El adulador más simple se limita a ser servidor; el más astuto participa en las deliberaciones simulando profundidad: calla, frunce el ceño, afirma con la cabeza, y cuando el otro habla dice que él pensaba lo mismo. Su pensamiento se adapta al del adulado como una superficie matemática que toma la forma del cuerpo que la manipula.

Luego Plutarco ofrece hermosos ejemplos de la ayuda verdadera: Arcesilao socorriendo discretamente a Apeles enfermo, colocando monedas bajo su almohada sin que lo notara; Lácides ocultando el anillo que podía condenar a un amigo; los dioses, que ayudan sin exhibirse. Aquí contrasta lo auténtico con lo servil: la virtud oculta frente a la teatralidad aduladora.

En cambio, los servicios del adulador son ruidosos, exagerados, llenos de carreras, tensiones en el rostro y relatos posteriores. Es una ayuda que molesta incluso mientras está ocurriendo, porque se delata como una forma de esclavitud.

Capítulo 23 — El criterio decisivo: si el servicio es noble o vergonzoso

Plutarco abre este capítulo con una distinción fundamental: no se debe evaluar al adulador por la cantidad de servicios que presta, sino por su calidad moral. El punto decisivo no es si sirve mucho o poco, sino en qué tipo de cosas está dispuesto a servir: en las nobles y justas, o en las vergonzosas y deshonestas.

El amigo, dice Plutarco, no comparte la locura, ni acompaña al otro en lo injusto. Cita la advertencia de Gorgias y luego el dicho de Foción a Antípatro: “No puedes usarme como amigo y como adulador”. Es decir, el amigo sirve, pero no sirve para lo malo; ayuda, pero no para la infamia; acompaña en la desgracia, pero no en la injusticia. Su fidelidad está regulada por la virtud, no por el deseo de agradar.

Plutarco ofrece el ejemplo de los lacedemonios derrotados por Antípatro: aceptan todos los castigos, menos los vergonzosos. Ese es el espíritu del amigo, que acepta esfuerzo, peligro o gasto, pero jamás la complicidad en actos indignos.

El adulador hace lo contrario:

  • se excusa de lo que exige valor o sacrificio,

  • pero está siempre disponible para lo indecoroso y torpe.

Esta disposición revela la naturaleza servil del adulador: como el mono que no sirve para nada útil y por eso se presta para juegos, burlas y espectáculos, así el adulador no puede destacar en tareas nobles, pero se ofrece con entusiasmo en lo vil y lo oscuro: arreglos de amantes, servicios degradantes, intrigas familiares, expulsión de una esposa, manipulación de parientes, atención a prostitutas, gastos de banquetes, borracheras, y todo acto que requiera audacia en lo inmoral.

Esta es la clave interpretativa que Plutarco quiere que el lector retenga: quien sirve solo en lo indigno no es un servidor leal, sino un instrumento corruptor. Si alguien está siempre dispuesto para lo vergonzoso, aunque no tenga energía para lo noble, es fácil distinguirlo: ha renunciado a sí mismo con tal de agradar.

Así, concluye Plutarco, la diferencia entre amigo y adulador se ilumina en la prueba moral: el amigo se retira de lo deshonesto; el adulador se apresura hacia ello.

Capítulo 24 — El comportamiento del adulador frente a los demás amigos

Ahora Plutarco introduce un aspecto crucial: cómo se comporta el adulador respecto de los otros amigos del mismo hombre. Esta prueba es decisiva.

El amigo genuino desea que su amigo tenga muchos amigos. Cree en la comunión, en la reciprocidad y en la expansión de la red de afectos. Comparte alegrías, honores y vínculos, porque concibe que lo de los amigos es común, y nada debe ser más común que los propios amigos.

El adulador, en cambio, es esencialmente exclusivista y celoso. No soporta la presencia de amigos verdaderos porque sabe que su papel no resiste el escrutinio. Es bastardo en afecto, falso en lealtad y, además, envidioso por naturaleza.

Plutarco describe tres signos inconfundibles:

  1. El adulador excluye o expulsa a los otros amigos, como el pintor mediocre que no soporta que se acerquen gallos reales a su pintura mal hecha. Teme el contraste porque revela su falsedad.

  2. Si no puede expulsarlos, los adula públicamente pero los calumnia en privado. Esta estrategia es sutil: simula respeto, pero siembra duda en secreto. Busca generar esa herida interna de la sospecha, que luego “deja cicatriz”, como enseñaba Medio, el maestro de aduladores de la corte de Alejandro.

  3. Cuando no consigue destruir a los amigos verdaderos de inmediato, procura deteriorarlos lentamente, dejando esa “marca” que, aunque no derrote al instante, debilita la relación. Es la política del veneno lento.

Plutarco menciona aquí a Medio, el adulador de Alejandro, como un ejemplo extremo: un hombre que enseñaba a sus cómplices a atacar con calumnias sabiendo que “aunque la herida cierre, queda la cicatriz”. Así corrompieron a Alejandro, llevándolo a ejecutar a hombres rectos como Calístenes y Parmenión, mientras que exaltaba a favoritos indignos como Bagoas o Demetrios.

La enseñanza es doble:

  • el adulador teme a la amistad verdadera,

  • y la amistad verdadera puede perder a un hombre si éste se deja gobernar por los falsos.

La grandeza y el poder hacen a los hombres más vulnerables a la adulación, porque su elevación los separa del juicio sobrio y los expone a quienes trepan como los pequeños animales que encuentran fácil la ascensión por superficies suaves. Es decir, la altivez y la buena fortuna abren la puerta al adulador.

Capítulo 25 — Contra el amor propio y por una franqueza moderada

En este capítulo, Plutarco afirma que la primera defensa contra la adulación no consiste en observar a los demás, sino en corregir el interior. El amor propio y la arrogancia preparan el terreno para que el adulador nos engañe: la propia vanidad nos halaga antes de que llegue la halagadora voz del otro. Por eso recomienda, retomando el “conócete a ti mismo”, examinar la propia naturaleza, la crianza y la educación, para reconocer lo mucho que falta y lo mucho que está mezclado de manera imperfecta en uno mismo. Alejandro sirve de ejemplo: desconfiaba de quienes lo divinizaban porque sabía que en el sueño y en los placeres era débil, y no quería que sus flaquezas fueran encubiertas por elogios interesados. Así también cualquiera que mire con honestidad sus defectos comprenderá que necesita amigos que reprendan y censuren, no que aplaudan indiscriminadamente. Sin embargo, Plutarco advierte que la franqueza también puede dañar cuando se usa sin oportunidad o dureza excesiva: así como la medicina mal administrada provoca dolor innecesario, la franqueza mal ejercida empuja hacia los aduladores, que ofrecen consuelo donde otros generan heridas. Por eso la franqueza debe mezclarse con cortesía, moderación y tino, para que quienes son sensibles o están cansados de censuras no huyan hacia la suavidad engañosa del adulador. El error está en creer que se evita la adulación cayendo en el extremo opuesto: la desvergüenza, la grosería o una libertad de palabra sin medida. La verdadera alternativa no es la aspereza, sino la virtud moderada; no la hostilidad disfrazada de sinceridad, sino la corrección amable. Plutarco concluye que tanto la búsqueda de favores como la franqueza desmedida destruyen la amistad: la primera la rebaja, la segunda la hiere. La única vía segura es la templanza, que evita ambos excesos y mantiene la amistad en el punto justo.

Capítulo 26 — La franqueza sin pasión y la amonestación desinteresada

La franqueza debe estar libre de amor propio y resentimiento. La censura que parece motivada por un agravio personal deja de ser franqueza amistosa y se convierte en reproche egoísta; el amigo, en vez de corregirse, se defiende. Plutarco distingue con precisión: la franqueza es noble y honrosa, pero el reproche es mezquino. Por eso respetamos a quien nos corrige sin interés, y despreciamos al que censura porque está irritado o herido. Lo ilustra con Agamenón, quien no soporta las palabras de Aquiles cuando percibe que hablan desde una pasión propia, pero sí tolera y acepta la dura amonestación de Odiseo, porque éste habla por el bien de toda Grecia y no por una querella personal. Incluso Aquiles mismo, de carácter irascible, escucha a Patroclo cuando éste lo acusa con severidad: acepta sus palabras porque vienen de un afecto sincero y no de un interés propio. Plutarco establece así la regla esencial: la reprensión que nace del desinterés tiene autoridad; la que nace del enojo pierde su fuerza. El que censura debe mostrar claramente que las ofensas personales están olvidadas y que critica lo que es dañino para el amigo, no lo que daña su orgullo. Esa mezcla de dulzura en el ánimo y firmeza en la palabra vuelve la amonestación irresistible. Además, el verdadero amigo no sólo reprende por lo que le afecta a él, sino que advierte de otros descuidos que perjudican al mismo amigo, aunque a uno no le toquen directamente. El ejemplo de Platón con Dionisio lo muestra: en vez de reclamar por sí mismo, le advierte que está desatendiendo a Esquines, un hombre de virtud que ha venido de lejos; esa preocupación desinteresada conmueve al tirano y lo lleva a corregir su conducta. La franqueza verdadera, por tanto, no defiende el ego del que habla, sino el bien del que escucha, y esa orientación altruista es la que distingue al amigo sincero del reprochador y, por supuesto, del adulador.

Capítulo 27 — La franqueza debe ser seria, digna y despojada de burla

En este capítulo, Plutarco introduce una distinción decisiva: incluso la franqueza que procede de la buena intención puede perder su fuerza si se contamina con burlas, arrogancia o ingenio mal empleado. La metáfora médica es central: así como quien hace una purga debe evitar movimientos bruscos y cortes innecesarios, también quien amonesta debe hacerlo con delicadeza, sobriedad y limpieza, sin mezclar gesticulaciones grotescas o humor desmedido. La sátira y la broma —que pueden tener un rol legítimo entre amigos— destruyen la seriedad necesaria cuando se quiere corregir de verdad. Por eso Plutarco contrasta buenos y malos ejemplos: el arpista que responde con humildad a Filipo para desactivarlo sin humillarlo es un modelo de elegancia; en cambio, Epicarmo o Antifonte, que lanzan comentarios hirientes o ingeniosos contra tiranos como Hierón o Dionisio, llevan la franqueza al límite de la agresión y, en vez de corregir, siembran odio y terminan destruyéndose a sí mismos. De este modo, Plutarco señala que la franqueza no debe convertirse en un vehículo para el lucimiento personal, para la ironía maliciosa ni para golpes teatrales. La mordacidad puede divertir, pero no cura; puede provocar una risa momentánea, pero no produce ningún provecho moral. Por eso el discurso que busca corregir debe tener un tono serio, fidedigno y oportuno, capaz de conmover por su forma y por su gravedad. Incluso en banquetes y en el vino —espacios donde la risa y el descuido abundan— la franqueza debe ser administrada con prudencia: hablar cuando el otro está ebrio o irritado no es valentía, sino cobardía disfrazada de sinceridad. De igual modo, lanzarse a censurar en un ambiente distendido es “cubrir el buen tiempo con nubes”: se provoca crispación gratuita, se traiciona el ambiente y se convierte la corrección en enemistad. Así, Plutarco concluye que la franqueza debe evitar dos extremos: la dureza insolente y el ingenio cómico. Lo que se espera del amigo que corrige no es que haga reír ni que humille, sino que sane.

Capítulo 28 — La oportunidad de la franqueza: cuándo corregir y cuándo sostener

Plutarco abre este capítulo denunciando un fenómeno frecuente: muchos no se atreven a corregir cuando el amigo prospera, pero se ensañan con él cuando cae. En vez de hablar cuando la mente está soberbia y necesita freno, esperan el derrumbe para escarbar en la herida abierta. Contra esto cita a Eurípides: no es en la desgracia donde se requiere menos al amigo, sino en la prosperidad, donde la fortuna tiende a inflar el ánimo y volverlo incapaz de verse a sí mismo. La mayoría, dice Plutarco, necesita espejos externos —consejos, palabras, amonestaciones— para no dejarse arrastrar por el éxito. En cambio, cuando la divinidad derriba al afortunado, el mismo dolor interna lo corrige y no aprovecha la franqueza dura, sino el apoyo suave y la palabra alentadora. Por eso insiste: la franqueza aplicada al que sufre es como un colirio arrojado sobre un ojo inflamado; en vez de sanar, irrita. Las censuras que un hombre sano recibe con calma —por ejemplo, reproches sobre el exceso de bebida, la pereza o los amores— se vuelven insoportables cuando el mismo hombre está abatido, enfermo o desterrado. La imagen médica vuelve a aparecer: no se reprocha al niño que acaba de caerse, sino que primero se lo levanta, se lo limpia y se lo calma; sólo después se le advierte. Así también con los amigos. El ejemplo de Demetrio Falereo es paradigmático: temía la dureza cínica de Crates, pero al verlo llegar con suavidad, consuelo y palabras de ánimo, descubrió un tipo de franqueza que cura en vez de herir. Esa es la verdadera amonestación amistosa: la que comprende el estado del otro y toma la forma adecuada para sanar. En contraste, Plutarco retrata a los aduladores como seres que celebran el éxito ajeno y abandonan al amigo en desgracia, o que incluso se aprovechan de su caída para recriminarle desde una falsa superioridad. El amigo verdadero actúa al revés: frena en la prosperidad y sostiene en la caída; corrige cuando hay soberbia y consuela cuando hay dolor. La franqueza, por tanto, necesita discernir el momento, el tono y el estado del alma del amigo, porque fuera de su tiempo la verdad se vuelve crueldad.

Capítulo 29 — Cuándo la franqueza debe ser severa y cortar de raíz el exceso

En este capítulo, Plutarco establece el criterio más importante de todo su tratado: la franqueza severa no debe usarse siempre, sino justamente cuando el amigo está siendo dominado por pasiones que lo extravían: el placer irreflexivo, la ira que oscurece la razón, la soberbia alimentada por la fortuna, la avaricia que corrompe el carácter o la insensatez que ya se convierte en hábito. Son estos estados los que exigen la intervención firme del amigo, como un cirujano que corta lo que amenaza la vida moral. Por eso evoca el célebre encuentro de Solón con Creso: el rey, cegado por una felicidad engañosa, necesitaba una palabra que lo volviera hacia su propio final. Sócrates, del mismo modo, no dudó en llorar por Alcibíades cuando lo reprendía; sus lágrimas muestran que la dureza auténtica no nace del enojo, sino del amor. Plutarco amplía la idea con ejemplos históricos: Ciro conteniendo la arrogancia de Ciáxares, Platón advirtiendo a Dión sobre la soberbia que acecha al gobernante solitario, y Espeusipo recordándole que la verdadera gloria no está en los rumores de jóvenes y mujeres, sino en reformar con justicia Sicilia. Son intervenciones duras, pero todas tienen un mismo fin: impedir que el éxito se transforme en tiranía interior. En contraste, Plutarco presenta el caso de Eucto y Euleo, aduladores de Perseo. Mientras la fortuna le sonreía, lo seguían y celebraban; cuando cayó derrotado y humillado, se lanzaron a culparlo y a torturarlo con reproches retrospectivos. Esa supuesta franqueza, ejercida sólo cuando el otro no puede defenderse, es mezquina, cobarde y destructiva; por eso Perseo, consumido por la desgracia y la rabia, terminó asesinándolos. Así enseña Plutarco que la severidad recta se emplea cuando el amigo está en lo alto y corre riesgo de deformar su alma, no cuando ya está caído. La franqueza que nace del cuidado evita el exceso; la que nace del oportunismo destruye.

Capítulo 30 — La franqueza debe aprovechar el momento que ofrece el amigo

Tras definir la oportunidad general de la franqueza, Plutarco examina un matiz más fino: muchas veces el propio amigo crea un espacio implícito para ser corregido, y ese instante debe ser aprovechado. Preguntas indirectas, relatos casuales, comparaciones con otros o dudas expresadas al pasar son señales de que el alma está receptiva. El amigo auténtico no deja pasar ese umbral. Así ocurrió cuando Demarato llegó a Macedonia: Filipo le preguntó por la concordia entre las ciudades griegas, y Demarato aprovechó esa puerta abierta para recordarle que ignoraba el desorden de su propia casa. Fue una corrección directa, pero nacida del vínculo y de la oportunidad ofrecida por el mismo rey. También aparece el episodio de Diógenes: al encontrar a Filipo preparándose para la guerra contra los griegos, el filósofo respondió a su pregunta con una verdad demasiado cruda —que sí, era un espía, pero de su necedad—, verdad que, aunque justa, Plutarco reconoce como excesiva. Esta diferencia entre ambos casos es crucial. La franqueza de Demarato fue oportuna, mesurada y eficaz; la de Diógenes, aunque reveladora, excedió el tono que un amigo podría sostener sin destruir la relación. De este modo Plutarco concluye que el amigo debe estar atento a las situaciones en que el otro, voluntaria o involuntariamente, permite la intervención moral. La franqueza no entra por la fuerza: aprovecha la grieta que abre la confianza. Y aunque a veces el momento permita una palabra más dura, ésta debe buscar la corrección, no la humillación. Cuando el amigo mismo ha abierto la puerta, la franqueza se vuelve un acto de gracia; cuando se fuerza por gusto personal, se vuelve insolencia disfrazada de virtud.

Capítulo 31 — La franqueza cuando el amigo está herido por críticas ajenas

Plutarco describe una oportunidad particularmente delicada para ejercer la franqueza: cuando el amigo ha sido censurado por otros y esa censura lo ha golpeado en el ánimo. En ese instante, el alma está herida, insegura, y más que nunca necesita una corrección que no humille, sino que reconstruya. Plutarco recomienda que el amigo prudente aproveche esa situación para separar al ofensor de la corrección. No debe sumarse a los que hieren, sino retirarlos simbólicamente y decirle en privado: “Precisamente para que tus enemigos no tengan motivos, debes arrancar aquello por lo que te atacan”. Así, la afrenta queda en quien critica, mientras el beneficio moral recae en quien es amonestado. Algunos maestros, dice Plutarco, empleaban un método aún más sutil: corregían indirectamente. Amonio, al enterarse del exceso cometido por algunos discípulos, ordenó azotar a un esclavo propio por haber comido sin frugalidad, pero mirando a los estudiantes implicados. El mensaje llegaba sin exponerlos. Esta táctica revela la esencia de la franqueza bien ejercida: sanar sin abrir una herida mayor, corregir sin destruir el pudor. La amonestación, cuando el amigo ya está dolido por terceros, debe funcionar como una medicina que, en vez de sumarse al golpe, guía la llaga hacia su curación.

Capítulo 32 — La franqueza nunca debe ejercerse en público

Aquí Plutarco desarrolla una regla fundamental: corregir públicamente no es franqueza, sino humillación. Y la humillación destruye el vínculo, alimenta la vergüenza y proporciona terreno fértil a los aduladores. El filósofo cita el reproche de Platón a Sócrates: si era impropio reprender a un discípulo en público, también lo era criticar a quien reprende en público, lo que muestra que incluso los más sabios pueden caer en la falta si no vigilan el modo de corregir. La anécdota de Pitágoras es aún más extrema: un joven se ahorcó tras ser reprendido severamente frente a otros, y Pitágoras decidió no repetir jamás una amonestación de ese tipo. La vergüenza pública, señala Plutarco, opera como una enfermedad vergonzosa: debe tratarse en secreto. Reprender a alguien ante quienes conforman su círculo afectivo —su esposa, sus hijos, sus discípulos— es peor que una agresión física, pues lo hiere en el núcleo de su identidad. Ejemplos históricos ilustran este peligro: Clito murió por irritar a Alejandro cuando, delante de otros, lo ofendió; Aristómenes perdió la vida por reprender a Ptolomeo frente a una embajada, dando armas a los aduladores. Incluso Atenas entera se indignaba cuando Cleón criticaba a la ciudad en presencia de extranjeros. Todo ello confirma que la franqueza en público degenera en ostentación, rivalidad y demagogia. La corrección verdadera exige modestia: acercarse suavemente, con tono reservado, casi susurrante, como sugiere el verso homérico citado. 

Capítulo 33 — La franqueza que incluye al propio censor

En este capítulo Plutarco aborda una de las técnicas más nobles y eficaces de la franqueza: amonestar incluyendo al propio hablante dentro de la falta. El reproche que se comparte es mejor recibido que el que desciende desde una supuesta superioridad moral. Por eso cita versos homéricos en los que el héroe no dice “tú has fallado”, sino “nosotros hemos olvidado nuestro valor”; o “ya no valemos ni lo que valía uno solo”, palabras que convocan al reproche desde la comunidad, no desde el juicio. Sócrates mismo, recuerda Plutarco, corregía a los jóvenes como si él también necesitara aprender y purificarse. Esa actitud genera confianza porque el reproche viene desde la solidaridad en la ignorancia, no desde la acusación. El verdadero amigo aparece como alguien que crece con el otro.

Plutarco contrasta este método con el del censor que se exhibe puro y limpio, alabándose a sí mismo mientras corrige al otro. Salvo que sea un anciano de moral intachable, tal persona sólo despierta rechazo. Fénix, en la Ilíada, evitó esta arrogancia recordando a Aquiles sus propios errores: su intento violento contra su padre y el arrepentimiento posterior. No era exhibicionismo de miseria, sino un modo de decir: “también yo conozco la ira, también yo he errado, por eso puedo aconsejarte”.

Plutarco añade un segundo recurso: suavizar el reproche mediante alabanza que recuerde al amigo quién es en su mejor versión. Los versos homéricos sobre la bravura, las preguntas sobre la fama de Pándaro, el recuerdo de Edipo o de Heracles funcionan como espejos que invitan a recuperar la excelencia propia. El reproche se vuelve una exhortación a ser fiel a la propia dignidad. Pero esta estrategia debe cuidarse: comparar al amigo con otras personas puede despertar celos y resistencia. Sólo se admite alabanza ajena si se cita a los padres, pues ellos forman parte del linaje y del honor del amonestado. Así, Agamenón elogia a Tideo para amonestar al hijo, y el poeta trágico reprocha al joven noble que su conducta deshonra la luz de su linaje. 

Capítulo 34 — No responder a la franqueza con franqueza

Plutarco continúa delimitando las reglas de la corrección amistosa y afirma que cuando uno es amonestado no debe responder con una amonestación inmediata, como si se devolviera golpe por golpe. Esa réplica transforma la franqueza en disputa, en competencia, y hace pensar que el corregido no soporta la verdad. Lejos de mejorar, ambos se irritan y la conversación degenera en rivalidad defensiva.

El remedio, enseña Plutarco, es soportar la corrección del amigo y abstenerse de responder en el mismo tono. Si en el futuro ese amigo incurre en un error y requiere también ser corregido, allí —y sólo allí— puede recordarse su propia costumbre de reprochar para ofrecerle una franqueza justa. Pero no como venganza ni ajuste de cuentas, sino como prolongación coherente del mismo bien que él ha intentado hacer. De ese modo, la palabra franca que uno devuelve se convierte en gratitud, no en resentimiento; es un reequilibrio de la amistad, no un duelo de acusaciones.

Capítulo 35 — La franqueza sólo para lo importante

Plutarco abre este capítulo con la máxima de Tucídides: quien se expone por asuntos grandes y graves “decide rectamente”. La idea es que la franqueza tiene una jerarquía: debe reservarse para las faltas verdaderamente importantes, no para detalles nimios, reproches constantes ni pequeñas molestias cotidianas. El amigo que critica todo, a cada momento, deja sin fuerza sus palabras cuando llega el instante decisivo. Igual que un médico que gasta los remedios más fuertes en enfermedades menores, quejarse siempre debilita la autoridad moral. Por eso Plutarco aconseja al amigo prudente evitar convertirse en un censor permanente: no todo exige franqueza, no todo merece corrección.

De esta misma lógica nace la oportunidad que ofrece el amigo quisquilloso. Cuando éste insiste en censurar pequeñeces, entonces es posible recordarle —con firmeza proporcionada— que lo importante no son el banquete, ni los bufones, ni la charla trivial, sino los vicios verdaderos: el juego, la concubina, los derroches graves. La anécdota del médico Filótimo lo ilustra de manera contundente: ante un paciente que muestra su dedo infectado, el médico le señala que su verdadera enfermedad está en el hígado. Así también el amigo debe desplazar la discusión hacia el mal real, hacia aquello que verdaderamente destruye la vida moral. Quien concede indulgencia en lo pequeño, añade Plutarco, acepta con mejor disposición la franqueza en lo grande. El contrario —aquel que todo lo amarga y todo lo observa— es insoportable incluso para quienes están obligados a tolerarlo: hijos, hermanos, esclavos. El capítulo, en suma, define la proporcionalidad: la franqueza es un recurso serio y limitado; pierde eficacia cuando se trivializa.

Capítulo 36 — Suavidad, alabanza y arte terapéutico de la palabra

Plutarco introduce ahora una dimensión complementaria: no basta con corregir sólo cuando es necesario; también es preciso reconocer lo bueno, alabar sinceramente, preparar el ánimo del amigo para recibir la franqueza. Eurípides había dicho que no todos los males acompañan a la vejez; Plutarco extrapola la idea: tampoco todos los actos de un amigo exigen censura. Cuando se alaba de buena gana, el alma se ablanda —como el hierro cuando se calienta— y entonces puede recibir la corrección templada, sin quebrarse. La franqueza no entra como martillo, sino como temple. La ocasión adecuada permite decir: “¿ves qué frutos produce lo bueno?, ¿ves lo digno que es este camino y qué ajeno a ti son aquellos vicios?”. La corrección surge como invitación a lo mejor de sí, no como acusación humillante.

Plutarco recurre nuevamente a Homero: aquellas cosas que deben ser arrojadas “al monte o al mar resonante” son los vicios ya incompatibles con la virtud del amigo. Y compara la franqueza con la medicina: así como el buen médico prefiere curar con sueño y alimento antes que con castor o escamonea —medicamentos violentos— también el buen amigo prefiere la alabanza y la benevolencia antes que el reproche duro. De allí se desprende otro principio esencial: hay que facilitar excusas tolerables cuando el amigo yerra, rechazando la interpretación más grave para ofrecerle una más amable. Héctor, al corregir a su hermano, transforma la falta en un exceso de ira, no en cobardía; Néstor, al corregir a Agamenón, atribuye su error a un impulso del corazón. Plutarco considera que decir “no te diste cuenta” es mejor que “has cometido injusticia”. La clave está en disminuir la dureza sin mentir: el objetivo es curar, no herir.

Luego introduce una estrategia más intensa: cuando es necesario frenar a quien va directo al mal o animar a quien se hunde en la pasividad, puede emplearse la provocación inversa. Sófocles presenta a Odiseo sugiriendo a Aquiles que huye no por resentimiento, sino por miedo a Héctor. Esta “acusación por contraste” despierta el orgullo noble del héroe y lo reorienta hacia el bien, no hacia la impulsividad. Del mismo modo, llamar mezquindad a la tacañería del generoso, o libertinaje al desánimo del moderado, es un modo de recordarle quién es y qué espera su propia excelencia.

Plutarco concluye mostrando que enemigos y amigos, cada uno a su modo, revelan nuestros errores: los enemigos con su censura, los amigos con su franqueza. Pero la franqueza amiga es superior, porque busca la salvación moral, no la ruina. Y por eso insiste: la franqueza es la medicina más grande de la amistad, pero requiere el arte de aplicarla: oportunidad justa, moderación del carácter, benevolencia, tacto y precisión.

Capítulo 37 — La franqueza como cirugía moral: herir para curar, curar después de herir

Plutarco retoma una imagen médica que recorre todo el tratado: la franqueza es una intervención semejante a la cirugía. A menudo causa dolor, incluso al que la ejerce correctamente, porque decir la verdad a quien amamos nunca es emocionalmente sencillo. Pero ese dolor inicial, necesario para extirpar el mal, no debe dejarse crudo ni expuesto. Los médicos, dice Plutarco, no practican un corte y se marchan: una vez abierta la herida, aplican ungüentos suaves, lociones tibias y fomentos que alivian. Así también debe obrar el amigo que amonesta: después del golpe verbal —del “cincel” que talla el defecto— debe suavizar, pulir y reconfortar, como hacen los escultores que, tras golpear el mármol, lo abrillantan hasta dejarlo firme y armonioso.

La advertencia es clara: no basta con reprender; también es un deber moral acompañar a quien ha sido herido por la franqueza. Si el amigo queda irritado, hinchado de ira, dolido o avergonzado, abandonarlo en ese estado puede arruinar la relación y cerrar definitivamente la puerta a futuras admoniciones. La franqueza no debe terminar con dureza, sino con consuelo. El objetivo es restaurar la serenidad del alma: conversar de nuevo, cambiar el tono, añadir palabras moderadas que devuelvan estabilidad y hagan sentir al otro que no ha sido atacado, sino ayudado.

Dejar la conversación abruptamente —dice Plutarco— permite que “algo triste e irritante” ocupe el lugar de la amistad. Si el amonestado se queda solo con su resentimiento, se vuelve inaccesible en la siguiente ocasión en que necesite corrección. Es decir, la franqueza sin cuidado posterior daña y la franqueza acompañada cura. Este capítulo completa la técnica: el amigo no sólo debe saber cuándo y cómo hablar con dureza, sino también cómo cerrar la herida que él mismo ha abierto, para que el vínculo quede más fuerte que antes. La franqueza, en su aplicación perfecta, no destruye; purifica y reintegra.

Conclusión

Plutarco muestra que la verdadera amistad no se reconoce por la dulzura de las palabras, sino por el valor de la verdad. El adulador, siempre dispuesto a agradar, esclaviza el alma con elogios que corrompen; el amigo, en cambio, corrige con franqueza, pero con oportunidad, prudencia y cariño. La diferencia esencial está en la intención: el adulador busca provecho propio, mientras que el amigo busca nuestra mejora. Así, Plutarco enseña que la amistad auténtica es una artesanía moral: sabe herir para curar, hablar para elevar y callar para preservar, dejando claro que sólo quien tiene el coraje de decirnos lo que no queremos escuchar es digno de nuestra confianza.

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