miércoles, 24 de diciembre de 2025

Plutarco - Consejos Políticos

Plutarco escribe Consejos políticos como una guía viva y concreta para quien decide entrar en la vida pública no por ambición, sino por razón y responsabilidad: dirigido en apariencia a Menémaco de Sardes, joven aristócrata que busca orientación, el tratado se abre en realidad a todos los que, bajo el dominio de Roma, desean gobernar con prudencia, virtud y realismo. Lejos de teorías abstractas, Plutarco combina ejemplos históricos, máximas y relatos para trazar el retrato del auténtico hombre de Estado: aquel que entiende los límites de su tiempo, gobierna para el bien común, moraliza la vida pública y hace de la concordia cívica su mayor logro.

CONSEJOS POLÍTICOS

La vocación razonada como fundamento de la vida política

Plutarco abre con una comparación literaria tomada de la Ilíada, aludiendo a aquellos discursos que nadie contradice pero que tampoco conducen a nada: «ningún aqueo criticará tu discurso / ni lo contradirá; pero no lo has concluido» (Ilíada IX, 55-56). Con esta imagen denuncia a los filósofos que exhortan sin enseñar, que “despabilan las lámparas pero no les echan aceite”. La metáfora es clara: la exhortación política vacía, sin instrucción concreta, produce entusiasmo momentáneo pero no ilumina el camino de la acción. Frente a ello, Plutarco se propone dar consejos prácticos, apoyados en ejemplos históricos, precisamente porque Menémaco —y con él cualquier joven aristócrata— no ha podido formarse observando directamente la praxis de un filósofo-estadista, es decir, del ideal platónico del gobernante formado en la virtud.

A continuación, Plutarco establece el primer principio normativo de la obra: la política debe fundarse en una vocación racional (proaíresis), no en la vanagloria, el gusto por la disputa ni la falta de ocupaciones privadas. Para ilustrarlo, recurre a una comparación cotidiana y mordaz: así como quienes no tienen nada útil que hacer en casa pasan el tiempo en la plaza, del mismo modo algunos se lanzan a la política por puro vacío personal. Esta crítica apunta a una degeneración del espacio público, convertido en pasatiempo de ociosos, lo que termina desprestigiando la actividad política misma.

El argumento se intensifica con una potente imagen náutica: quienes entran en política por azar se asemejan a los que suben a un barco sólo por disfrutar del balanceo y acaban arrastrados mar adentro, mareados y sin posibilidad de volver. Plutarco refuerza esta idea con un fragmento poético de atribución incierta: «Sobre la límpida bonanza, / los amores de bello rostro los llevaron / del naval remo que surca el mar a la divina violencia». La cita subraya cómo una atracción superficial conduce, sin transición, a una experiencia violenta y desbordante: exactamente lo que ocurre cuando se entra en la política sin haber reflexionado sobre sus riesgos.

Plutarco observa que estos políticos improvisados son los que más desacreditan la vida pública: se entusiasman con la popularidad y luego se enfurecen cuando cae; buscan infundir temor y acaban atrapados en peligros constantes. En contraste, quien entra en política por decisión razonada, convencido de que es la tarea más noble y adecuada, no se retrae ante las dificultades ni se arrepiente cuando aparecen los costos del poder.

El autor completa su crítica enumerando falsas motivaciones: el afán de enriquecimiento —ejemplificado por Estratocles y Dromoclides, que llamaban irónicamente a la tribuna “cosecha de oro”— y la pasión irreflexiva, ilustrada con el caso de Cayo Graco, quien, tras huir de la vida pública, volvió a ella impulsado por la ira y terminó atrapado en un poder del que ya no pudo salir. En ambos casos, la falta de mesura inicial conduce a un desenlace trágico o degradante.

La política como representación teatral: Quienes se “componen” para la contienda política como actores acaban esclavizados por el público o enfrentados a quienes desean agradar. La política entendida como espectáculo lleva inevitablemente al arrepentimiento. Los que se precipitan sin pensar se sienten consternados, como quien cae en un pozo; en cambio, quienes descienden lentamente, guiados por la preparación y el razonamiento, ejercen la política con moderación y serenidad, porque tienen como único fin el bien común.

El arte de gobernar según el carácter del pueblo y la virtud visible del gobernante

Plutarco profundiza en dos ideas decisivas de su pensamiento político: primero, que el político debe conocer el carácter del pueblo antes de intentar gobernarlo; y segundo, que la autoridad política se sostiene tanto —o más— en la vida privada y el carácter moral del gobernante que en sus discursos o decisiones públicas.

Plutarco parte de una premisa realista: una vez que la vocación política ha sido fijada de manera firme y racional, el aspirante debe dedicarse a observar cuidadosamente el carácter de sus conciudadanos, pues ese conocimiento constituye “la síntesis de todo lo demás”. Pretender reformar de inmediato la naturaleza del pueblo es inseguro, lento y exige una autoridad que aún no se posee. Por eso introduce una metáfora especialmente lograda: así como el vino, al principio, se adapta al carácter del bebedor y sólo después lo transforma, del mismo modo el político, antes de ejercer una influencia profunda, debe acomodarse a las características existentes del pueblo y comprender qué lo alegra y por qué vías se deja conducir.

Para ilustrar esta tesis, Plutarco recurre a ejemplos comparativos entre pueblos. El ateniense aparece como voluble y contradictorio: propenso a la ira, pero capaz de pasar rápidamente a la piedad; desconfiado al inicio, pero generoso con los humildes; amante de la burla, del elogio y del ingenio, capaz de temer a sus gobernantes y luego mostrarse indulgente incluso con sus enemigos. Estas características explican anécdotas que sólo pueden entenderse desde ese temperamento colectivo, como la indulgencia ante la petición festiva de Cleón o el episodio jocoso de la codorniz que escapó del manto de Alcibíades.

En contraste, el carácter cartaginés es descrito como áspero y severo: sumiso con los gobernantes, opresivo con los súbditos, cruel en la ira y ajeno al humor. Un mismo comportamiento que en Atenas provoca risas y aplausos habría sido castigado allí con dureza, como muestra el caso de Anón, exiliado por una conducta considerada arrogante . Del mismo modo, Plutarco subraya que ciertos gestos de nobleza moral —como el respeto ateniense por la correspondencia privada de Filipo y Olimpia— no habrían sido igualmente apreciados por otros pueblos. La conclusión es clara: el desconocimiento del carácter colectivo conduce al fracaso político, del mismo modo que en la amistad de los reyes o en el gobierno de una ciudad.

Plutarco advierte, sin embargo, que conocer el carácter del pueblo no significa imitarlo servilmente. Recurre a una imagen incisiva: así como los cortesanos imitan la voz y los gestos del rey para engañarlo, el político no debe copiar el carácter popular, sino comprenderlo para emplear los medios adecuados que permitan gobernar sin degradarse. La imitación conduce a la adulación; el conocimiento, en cambio, a la autoridad legítima.

En el capítulo siguiente, Plutarco da un paso más y señala que, una vez obtenida la confianza del pueblo, el gobernante debe introducir mejoras con suavidad, pues la transformación del carácter colectivo es ardua. De ahí la exigencia ética central: el político debe modelar su propio carácter como si viviera permanentemente en un teatro abierto al público. Aunque no logre extirpar todos sus defectos, al menos debe cortar los más visibles, porque la vida privada del gobernante está sometida a un escrutinio constante.

Los ejemplos históricos refuerzan esta idea. Temístocles abandona las borracheras y las francachelas movido por la emulación del trofeo de Milcíades, que “no lo dejaba dormir” (cf. Temístocles 3, 4). Pericles, por su parte, transforma deliberadamente su conducta externa: camina despacio, habla con moderación y limita sus desplazamientos a la tribuna y al Consejo, consciente de que la imagen pública educa al pueblo tanto como las leyes.

Plutarco subraya que los políticos no rinden cuentas sólo de sus actos públicos: se examinan sus comidas, amores, diversiones y hábitos más mínimos. Así, Alcibíades —pese a su genialidad política y militar— arruinó su utilidad para Atenas por su vida disoluta; Cimón fue censurado por su afición al vino y Escipión por dormir demasiado, al no poderse encontrar faltas mayores. Incluso detalles aparentemente insignificantes, como la forma en que Pompeyo se rascaba la cabeza, bastaban para suscitar burla y desconfianza.

La razón de esta severidad es profundamente simbólica: así como una verruga en el rostro resulta más desagradable que una cicatriz en el cuerpo, los pequeños defectos parecen enormes en quienes ejercen el poder, porque el pueblo concibe la política como algo que debe estar libre de toda extravagancia. De ahí el valor ejemplar del gesto de Livio Druso, quien prefirió hacer visible toda su casa para que los ciudadanos observaran su modo de vida ordenado.

Las ciudades a veces se sirven de hombres de vida depravada, no porque los admiren, sino por necesidad o falta de alternativas, del mismo modo que un enfermo desea alimentos que luego rechaza con asco. De ahí las sátiras del comediógrafo Platón, donde el Pueblo elige a dirigentes corruptos y luego los vomita simbólicamente en escena. Casos como el juramento incrédulo del pueblo romano ante Carbón o la solución espartana de hacer repetir una buena propuesta por un hombre virtuoso muestran hasta qué punto la confianza en el carácter es determinante en política.

Virtud con voz: la elocuencia como instrumento moral del gobernante

La virtud es el fundamento de la autoridad, pero la palabra es el instrumento indispensable para conducir una ciudad. No contrapone ética y retórica como si una anulara a la otra; más bien las integra: el político persuade por lo que es y por lo que dice, y fracasa cuando pretende gobernar sólo con “buenas intenciones” sin capacidad efectiva de orientar a la multitud.

Plutarco parte aclarando que no debe “descuidarse” el encanto y eficacia del discurso por confiarlo todo a la virtud. Aunque recuerde la crítica platónica a la retórica (la retórica no sería “artífice” de la persuasión, pero contribuye a ella), el punto es que el político no puede prescindir de la palabra. Por eso corrige un verso atribuido a Menandro: no basta con decir “El carácter del orador es lo que persuade, no su palabra”, porque persuaden ambas cosas: carácter y palabra. La idea es fina: el carácter genera confianza (credibilidad), pero la palabra organiza, mueve, explica, convoca y conduce esa confianza hacia decisiones concretas.

Para explicarlo, Plutarco propone una analogía: así como el piloto gobierna la nave usando el timón, y el jinete gobierna el caballo usando la brida, del mismo modo la virtud gobierna la ciudad valéndose de la palabra como herramienta, “como si fuera una caña y una brida”, tomando al pueblo por “donde un animal es más fácil de llevar”, según Platón (aludiendo casi literalmente a Platón, Critias 109c). La conclusión es directa: la palabra no reemplaza la virtud, pero la virtud sin palabra queda sin manos.

Después eleva el argumento con un contraste histórico-mítico. Si incluso los reyes “descendientes de Zeus” de la épica, con su majestad y poder, deseaban hablar con encanto y destacar en la asamblea “donde destacan los hombres”, ¿cómo podría un simple particular —sin púrpura, sin guardias, sin aura sagrada— ejercer autoridad sobre el pueblo careciendo de una elocuencia persuasiva? Plutarco refuerza esa necesidad invocando a Calíope, musa de la bella voz, “que asiste a los venerables reyes”: hasta el poder necesita una voz que apacigüe y ordene la fuerza colectiva mediante persuasión.

Luego Plutarco introduce un criterio práctico de liderazgo: el político no puede “pilotear” con inteligencia pero mandar con voz ajena. A diferencia del piloto que puede tener un cómitre, el gobernante debe reunir en sí mismo inteligencia directiva y palabra que ordena. La escena de Ifícrates lo ilustra: vencido por la elocuencia de sus adversarios, dice algo así como que “el actor” del otro bando es mejor, aunque su “obra” (sus hechos) sea superior. Plutarco denuncia aquí una trampa real: en política, los hechos necesitan intérprete, porque si no, la percepción pública los pierde o los distorsiona.

Por eso Plutarco se burla de un deseo “antirretórico” que aparece en tragedia: “ojalá fuera muda la estirpe de los desgraciados mortales” y “¡qué pena que los hechos no puedan hablar a los hombres, para que los oradores hábiles no tuvieran ninguna influencia!”. Su punto no es negar la frustración ante la demagogia, sino remarcar que pretender una política sin palabra es ingenuo: la ciudad es un espacio de deliberación, y quien renuncia a hablar se deja gobernar por quien sí habla.

Con todo, Plutarco admite una excepción: el silencio puede tolerarse en artesanos (arquitectos, escultores) que “niegan bajo juramento ser capaces de hablar”, porque su obra material habla por ellos. Cuenta incluso el caso del arquitecto competente que, sin retórica, se limita a decir: “Atenienses, yo lo haré como ha dicho ése”. Pero inmediatamente marca la frontera: el político no es un obrero del metal, venerador de Atenea Érgane (la artesana), “junto al yunque, con un pesado martillo”. El político es el intérprete de Atenea Políade (protectora de la ciudad) y de Temis (Ley), la que “disuelve y convoca las asambleas de los hombres”. Su herramienta única es la palabra, con la cual “ajusta”, “coordina”, “suaviza” y “pule” resistencias como si fueran nudos de madera o quiebras de hierro: la metáfora muestra que gobernar no es sólo mandar, sino trabajar la fricción social.

En ese contexto cobra sentido la famosa fórmula sobre Pericles: según Tucídides, Atenas era “en teoría una democracia, pero en realidad un gobierno del primer ciudadano”. Plutarco la usa para explicar que el predominio de Pericles no se debió sólo a su virtud, sino al poder de su palabra, capaz de imponerse incluso cuando sus rivales eran “buenos”. La anécdota del rival Tucídides (hijo de Melesias) lo resume: cuando Arquidamo pregunta quién lucha mejor, si él o Pericles, responde que no se sabe, porque cada vez que lo derriba, Pericles “vence” diciendo que no cayó y convence a los espectadores. Es una lección dura: en política, la victoria es también una victoria interpretativa ante la audiencia.

La comparación con Nicias completa el cuadro: tenía buena intención y prudencia, pero sin el mismo poder persuasivo no pudo contener al pueblo; su elocuencia era como “un freno flojo” y terminó arrastrado a la expedición siciliana (metáfora ecuestre del desastre). Por eso Plutarco sale con una imagen contundente: al lobo no se le domina por las orejas, pero a un pueblo sí hay que conducirlo “por las orejas”, es decir, por la escucha, mediante discurso. De inmediato critica la alternativa degradada: los inexpertos en elocuencia “conducen” al pueblo por el vientre (comida), por la bolsa (dinero) o por espectáculos (danzas pírricas, gladiadores), y eso no es gobernar sino “domesticar” masas como si fueran animales (una forma de manipulación que rebaja al ciudadano).

En el capítulo 6, Plutarco precisa el estilo correcto: la elocuencia del político no debe ser recargada ni teatral, como panegírico florido. Tampoco debe exhibir agudeza excesiva y artificio “sofístico”; cita la burla de Piteas sobre Demóstenes, que “olía a mecha de candil y filigrana sofística”. La crítica no va contra la calidad, sino contra la ostentación técnica: igual que el músico busca expresividad sin estruendo, el político debe hablar de modo que no se note la “maña” ni se busque el aplauso por estilo, sino por verdad.

Por eso define el contenido moral de la buena oratoria: debe estar llena de carácter sincero, sentimiento verdadero, franqueza, previsión y solícita comprensión, y sumar a la nobleza una expresión grave y pensamientos convincentes. Luego abre la caja de herramientas legítimas del discurso político: máximas, relatos históricos o míticos y metáforas, pero usadas con moderación y oportunidad. Da ejemplos de frases eficaces, de imágenes de naufragio estatal , versos de Arquíloco y metáforas deportivas. Y añade que el estilo elevado puede convenir a la deliberación política, citando como modelos las Filípicas y discursos de Tucídides, para rematar con una advertencia final: los períodos artificiosos y largos “con ejércitos ya en armas” son ridículos; en ese punto vale el dicho: “nadie dice esas tonterías cerca del hierro”.

La mordacidad medida y la rapidez de réplica en la oratoria política

En este tramo, Plutarco pasa desde el “qué” y el “cómo” del discurso político a un terreno delicado: la broma, el sarcasmo y la respuesta rápida. Su tesis es clara: estos recursos pueden ser parte legítima de la oratoria política sólo cuando cumplen una función cívica (reprensión útil, crítica correctiva) y cuando aparecen en el contexto adecuado (réplica o defensa), pero se vuelven vicio cuando se usan como espectáculo, humillación o payasada.

Plutarco distingue primero dos usos de la mordacidad. Uno es defensivo: cuando el político responde a un ataque, el sarcasmo puede resultar excusable y hasta gracioso, porque nace de la coyuntura y no de la voluntad de lucirse. Por eso elogia respuestas de Demóstenes: ante quien lo acusaba de “ladrón” y se burlaba de que escribiera de noche, replica: «Sé que te fastidio cuando tengo el candil encendido». Y cuando Démades gritaba el proverbio injurioso: «Demóstenes quiere corregirme, la cerda a Atenea…», Demóstenes le devuelve un golpe verbal que mezcla ironía y contraacusación: «Precisamente esa Atenea fue cogida en flagrante delito de adulterio el año pasado». En ambos casos, la broma no es un chiste gratuito: es un modo de neutralizar la agresión y recuperar el control de la escena sin caer en una injuria vulgar.

En cambio, Plutarco condena el sarcasmo premeditado e iniciador, porque ahí la mordacidad deja de ser herramienta de corrección y se convierte en “hacer el payaso”, con el añadido de una fama peligrosa: la de malignidad. Por eso menciona a Cicerón, Catón el Viejo y Euxíteo (discípulo de Aristóteles) como ejemplos de figuras cuyo impulso a tomar la iniciativa en el sarcasmo terminó asociándose con ese tipo de reputación. No está negando su talento, sino advirtiendo un costo político: quien ataca con burla desde el inicio suele ser leído como soberbio o malicioso, y eso erosiona la confianza.

De inmediato introduce el principio de medida y oportunidad: hay que evitar el exceso, evitar herir a los oyentes “inoportunamente”, y evitar sobre todo aquello que envilezca o deshonre al propio orador. Por eso critica a Demócrates, que al subir a la asamblea suelta que la ciudad, como él, tiene “poca fuerza y mucho flato”, y luego, tras Queronea, remata con una falsa modestia hiriente: «Me gustaría que la ciudad no se hallara en tan mala situación como para que tengáis que escuchar incluso mis consejos». Plutarco interpreta estos golpes como síntomas de carácter: lo segundo es mezquindad; lo primero, locura; y ninguno sirve para la dignidad del político.

A continuación el texto gira hacia otro ideal de eficacia: la concisión. Plutarco presenta a Foción como modelo de palabra comprimida, donde el máximo sentido cabe en la mínima extensión. La comparación es brillante: Polieucto considera a Demóstenes el mejor orador, pero a Foción el más elocuente, porque en Foción el “peso” del sentido está concentrado. Y Demóstenes, que despreciaba a muchos, al ver levantarse a Foción dice: «Aquí se levanta el hacha de mis discursos». La metáfora del “hacha” sugiere que Foción, con pocas palabras, corta la construcción retórica del otro: una intervención breve, sobria y de autoridad puede derribar un edificio verbal entero.

Plutarco quiere que el político aprenda a manejar: discurso meditado vs. discurso ágil para la improvisación. Primero, recomienda una oratoria “meditada y no huera”, y cita el escrúpulo de Pericles, que antes de hablar en la asamblea hacía votos para que no se le ocurriera “ni una sola palabra ajena al tema”. Esta anécdota enseña disciplina: la asamblea no es un escenario para exhibirse, sino un lugar donde cada palabra debe servir al asunto.

Pero Plutarco añade que también conviene una oratoria ejercitada para las réplicas, porque en política lo imprevisto domina. Por eso recuerda que Demóstenes —según cuentan— era inferior a muchos al improvisar: vacilaba en el momento más inoportuno. Y contrapone a Alcibíades, quien, por planificar demasiado incluso la forma exacta de decir, a veces se quedaba cortado buscando palabras en pleno discurso. La lección es sutil: el exceso de cálculo puede paralizar tanto como la falta de preparación.

La virtud política aquí es una especie de “doble entrenamiento”: rigor temático + capacidad de giro rápido. Plutarco ejemplifica el triunfo de la réplica oportuna con León de Bizancio: en una Atenas dividida, se ríen de él por su baja estatura, y él convierte la burla en enseñanza sobre la discordia: «¿Y qué haríais si vierais a mi mujer, que apenas me llega a la rodilla?… Pero aunque somos tan bajos, la ciudad de Bizancio no es lo bastante grande para nosotros cuando nos enzarzamos en una disputa». La réplica no sólo salva el honor del orador: reencuadra el conflicto y cura la risa en dirección política, haciendo que la ciudad “se gane” y “cambie”.

La réplica de Piteas contra los honores a Alejandro muestra la misma técnica: cuando lo atacan por joven, responde: «Sí, pero Alejandro es más joven que yo y vosotros pretendéis decretar que es dios». La fuerza está en la inversión: desplaza el foco desde la edad del orador al absurdo del decreto, y lo hace con una frase corta, memorable y políticamente afilada.

La palabra firme y los caminos del ascenso político: brillo, riesgo y concordia

El hilo conductor es siempre el mismo: la política es un terreno de lucha abierta, donde la palabra, el carácter y el momento elegido determinan tanto el éxito como la ruina.

Plutarco comienza subrayando que la oratoria política no se ejerce en un espacio sereno, sino en uno “no simple”, expuesto a todo tipo de contiendas. Por eso, además de reflexión y medida, exige entrenamiento físico de la voz y del aliento, para no verse superado por “cualquier rapaz rugidor con un torrente de voz”. La observación es profundamente realista: en la asamblea, muchas veces vence quien resiste más, grita más fuerte o se impone por presencia, no necesariamente por razón. De ahí que la elocuencia política no pueda ser sólo intelectual, sino también corporal.

A renglón seguido, Plutarco introduce el ejemplo de Catón, que hablaba durante todo el día aun sabiendo que no convencería ni al pueblo ni al senado, porque éstos ya estaban corrompidos por favores o intrigas. Esa persistencia, lejos de ser inútil, tenía un efecto estratégico: hacerles perder la ocasión de actuar. 

Plutarco cierra este bloque afirmando que lo dicho sobre la preparación y el uso de la palabra basta para quien sepa sacar conclusiones, y pasa entonces a una cuestión central: las dos vías de acceso a la política.

La primera vía es rápida, brillante y peligrosa. Consiste en lanzarse de inmediato a una acción audaz y espectacular, como quien se adentra en alta mar desde un promontorio. Esta opción se apoya en un verso de Píndaro:

«al comenzar una obra, un rostro
debemos ponerle que brille a lo lejos»
(Píndaro, Olímpicas VI, 4–5).

Plutarco explica por qué esta vía seduce: el pueblo, cansado de los políticos habituales, acoge con entusiasmo al recién llegado, como los espectadores a un competidor nuevo. Además, las carreras fulgurantes desactivan la envidia, pues —como decía Aristón— ni el fuego ni la fama producen humo o envidia si alumbran de inmediato. En cambio, quienes progresan lentamente quedan expuestos a ataques constantes y muchas veces se marchitan antes de florecer.

El autor refuerza esta idea con la imagen del atleta Ladas, coronado casi al mismo tiempo que se daba la señal de salida, y con una serie de ejemplos históricos: Arato, que inicia su carrera derribando al tirano Nicocles; Alcibíades, con la coalición de Mantinea; Pompeyo, que exige un triunfo antes de ingresar en el senado y convence a Sila con la frase: «Son más los que se inclinan ante el sol en su nacimiento que en su ocaso»; y Escipión Emiliano, elevado a cónsul por admiración a sus hazañas juveniles, lo que mueve a Catón el Viejo a exclamar:

«Es el único con entendimiento, los demás son sombras oscilantes»
(adaptación de Odisea).

Sin embargo, Plutarco introduce un giro decisivo: en su presente histórico, las ciudades ya no ofrecen guerras, derrocamientos de tiranos ni grandes alianzas. Bajo la dominación romana, los comienzos espectaculares deben buscarse en otros ámbitos: procesos públicos, embajadas ante el emperador, la restauración de buenas costumbres abandonadas o la corrección de prácticas vergonzosas. También pueden dar un inicio glorioso la defensa leal de un débil frente a un poderoso o la libertad de palabra contra un dirigente injusto.

Aquí aparece una advertencia ética clave: no toda confrontación produce buena fama. Atacar por envidia a un hombre virtuoso y preeminente —como hicieron Simias con Pericles, Alcmeón con Temístocles, Clodio con Pompeyo o Meneclides con Epaminondas— no aporta prestigio alguno. El pueblo, tras su arrebato, suele arrepentirse y descargar su culpa aplastando al instigador. En cambio, derribar a un demagogo vil y opresor —como Cleón o Cleofonte en Atenas— hace que la entrada en política sea tan brillante “como la del coro en una obra de teatro”.

Plutarco reconoce que algunos, como Efialtes o Formión, alcanzaron poder y fama recortando instituciones oligárquicas, pero subraya el enorme peligro de esta vía para quien recién comienza. Por eso propone como modelo superior a Solón, que, en una ciudad dividida en facciones, se mantuvo imparcial, trabajó por la concordia y, precisamente por ello, fue elegido legislador. La concordia, no la demolición violenta del adversario, es presentada como el camino más seguro hacia una autoridad legítima y duradera.

Aprender a gobernar a la sombra de los grandes: mentoría, gratitud y prudencia en el ascenso político

Plutarco desarrolla con gran sutileza una de las vías más seguras y moralmente más sólidas para iniciarse en la vida pública: crecer junto a un hombre ilustre, aprender bajo su autoridad y consolidarse sin ingratitud ni ambición prematura. No se trata de servilismo, sino de formación política por convivencia, una idea profundamente aristocrática y pedagógica.

Plutarco enumera una serie de figuras ejemplares —Arístides, Foción, Pámenes, Lúculo, Catón, Agesilao— que eligieron este camino. La imagen central es poderosa y orgánica: la hiedra, que no se eleva sola, sino enroscándose en un árbol vigoroso. Así, los jóvenes aún desconocidos se unieron a hombres célebres y, “elevándose gracias a su poder y creciendo con él”, lograron afirmarse en la vida pública. La metáfora no sugiere parasitismo, sino crecimiento compartido: la hiedra no derriba al árbol, y el árbol no impide que la hiedra ascienda.

Plutarco concreta el modelo con pares históricos bien definidos: Clístenes–Arístides, Cabrias–Foción, Sila–Lúculo, Máximo–Catón, Epaminondas–Pámenes, Lisandro–Agesilao. En todos estos casos, el ascenso del joven no se entiende sin la guía del mayor. La política aparece aquí como una escuela de virtudes prácticas, no como un salto individualista.

Plutarco introduce, sin embargo, una advertencia decisiva mediante el caso de Agesilao: cuando la ambición temprana y la envidia se apoderan del discípulo, éste puede terminar ultrajando y descartando a su mentor. Este comportamiento es condenado implícitamente. En contraste, los otros ejemplos muestran una actitud noble: los discípulos respetan a sus benefactores hasta el final y, lejos de oscurecerlos, contribuyen a engrandecerlos. La comparación astronómica es elocuente: como los cuerpos celestes frente al sol, aumentan la luz que los ilumina y se suman a su resplandor, en vez de competir con él.

El ejemplo de Escipión Emiliano y Cayo Lelio refuerza esta idea. Aunque los detractores afirmaban que Escipión era sólo el “actor” y Lelio el verdadero autor de sus hazañas, Lelio no se dejó llevar por la vanidad ni por la intriga, y mantuvo siempre su adhesión a la gloria de Escipión (cf. Escipión Emiliano y C. Lelio). La grandeza política aquí se define por la lealtad, no por la apropiación del mérito ajeno.

Un caso paralelo es el de Afranio, amigo de Pompeyo. De origen humilde y con expectativas legítimas de llegar al consulado, renuncia voluntariamente cuando Pompeyo apoya a otros candidatos. Su razonamiento es revelador: alcanzar el cargo sin el beneplácito de Pompeyo le habría producido más aflicción que gloria. Gracias a esa moderación, obtiene el consulado al año siguiente y conserva la amistad (cf. Pompeyo 44, 4; Catón el Joven 30, 7). Plutarco subraya el beneficio político de este camino: quien asciende de la mano de otros gana apoyos amplios y, en caso de fracaso, suscita menos odio.

De ahí la cita estratégica del consejo de Filipo a Alejandro: mientras gobierne otro, conviene ganarse amigos con un trato afable y cordial. Antes de reinar, hay que aprender a convivir bajo autoridad.

Plutarco afina aún más el criterio: no basta elegir a un mentor poderoso; debe ser poderoso por su virtud. Retoma la metáfora vegetal: no todos los árboles aceptan a la vid; algunos la ahogan. Del mismo modo, los políticos movidos sólo por el deseo de honores y cargos reprimen a los jóvenes por envidia, temiendo que les arrebaten la gloria que los alimenta. Aquí la mentoría se pervierte en dominación estéril.

El ejemplo negativo es Mario y Sila. Mario, tras beneficiarse de los éxitos de Sila en Libia y la Galia, lo aparta por celos, utilizando como pretexto el famoso anillo con la imagen de la captura de Yugurta (cf. Mario 10; Sila 3–4). La falta de moderación de Sila es real, pero la reacción de Mario es presentada como miope y destructiva: Sila se pasa al bando de Cátulo y Metelo y acaba derrotando a Mario, llevando a Roma al borde del desastre en la guerra civil.

Amistad, ley y bien común: cómo gobernar sin corromperse ni odiar

Plutarco entra en dos zonas donde la política suele romperse moralmente: los amigos (favoritismo, corrupción, lealtades privadas) y los enemigos (odio, rivalidad destructiva). Su objetivo es mostrar cómo un hombre de Estado puede moverse en ambos terrenos sin traicionar el bien común: ni convertir la ciudad en una red de favores, ni convertir la deliberación pública en guerra civil permanente.

1) Ni “sin amigos” como Cleón, ni “para los amigos” como Temístocles

Plutarco abre el cap. 13 rechazando dos extremos. El primero es el de Cleón, que al decidir entrar en política rompe con sus amigos, alegando que la amistad debilita la rectitud pública. Plutarco lo critica porque el problema real no era la amistad, sino los vicios del propio Cleón: avidez de riquezas, gusto por la disputa, envidia y maldad. La ciudad, dice Plutarco, no necesita hombres sin amigos, sino hombres sensatos y beneficiosos; el “sin amigos” de Cleón termina rodeándose de aduladores (imagen satírica tomada de Aristófanes, Avispas 1033; Paz 756), sometiéndose al vulgo y comprándolo con retribuciones (alusión al aumento del pago de jurados en 425 a. C.; verso cómico adesp. fr. 11 Kock, relacionado con parodias de Aristófanes).

El segundo extremo es el de Temístocles, que declara que no quiere ocupar un cargo si sus amigos no obtienen más beneficios que los no amigos (cf. Plutarco, Arístides 2, 5). Plutarco lo reprueba porque subordina lo público a lo privado. Sin embargo, matiza: Temístocles sí tiene una brújula moral cuando rechaza un favor injusto pedido por Simónides: «Ni un poeta es bueno si canta quebrantando la melodía ni un gobernante es justo si otorga favores quebrantando la ley» (cf. Plutarco, Temístocles 5, 6; también citado en Sobre la falsa modestia 534E y Máximas de reyes y generales 185D). Esa frase fija el estándar: amistad sí, pero nunca contra la ley.

2) Los amigos son “instrumentos vivos”: si están torcidos, tu gobierno queda torcido

Plutarco desarrolla una comparación dura: es lamentable que un piloto o un arquitecto elijan buenos auxiliares, pero que el político —al que Píndaro llama “artista” del buen gobierno y la justicia (Píndaro fr. 57 Snell)— no escoja desde el inicio amigos que compartan su pasión por el bien. Si se rodea de gente interesada que lo arrastra, su obra cívica quedará como la construcción hecha con escuadras y plomadas defectuosas: saldrá torcida. Por eso los amigos no son simples acompañantes: son “instrumentos vivos y pensantes” del político, y su deber es no dejarse arrastrar por ellos cuando se desvían.

Los ejemplos sirven para mostrar el daño reputacional y político:

  • Solón se ve desacreditado cuando, antes de la seisáchtheia (la “descarga” de deudas), sus amigos se anticipan, piden préstamos, compran tierras y luego la ley los beneficia; la ciudad lo acusa de cómplice.

  • Agesilao cae en favoritismos que se confunden con abuso: salva a Fébidas (toma de la Cadmea sin orden) y logra la absolución de Esfodrias (incursión contra el Ática siendo Atenas aliada) por ruegos personales; incluso se cita su nota paradójica: «Si Nicias no es culpable, déjalo libre; si es culpable, déjalo libre por mí; de todas maneras, déjalo libre». Plutarco remarca el costo histórico: esos episodios alimentan el camino hacia Leuctra (371 a. C.) y el quiebre de la hegemonía espartana.

Frente a eso, Plutarco eleva dos modelos de severidad justa:

  • Foción, que ante su yerno Caricles procesado por el asunto de Hárpalo, no lo acompaña al tribunal: «Yo te hice mi yerno para todo lo que fuera justo» (cf. Plutarco, Foción 22, 4).

  • Timoleón, que, al no lograr que su hermano renuncie a la tiranía, colabora con quienes lo matan (cf. Plutarco, Timoleón 4, 5–8; Diodoro XVI 65, 4; Nepote, Timoleón 1, 3–6).

La regla que formula Plutarco es nítida: no se debe ser amigo “hasta el límite del altar” (Pericles) sólo para evitar perjurio, sino hasta los límites de la ley, la justicia y el bien común.

3) Favores legítimos, favores ilegítimos: cómo decir que sí y cómo decir que no

Plutarco no propone un ascetismo antiamistad. Reconoce que la razón de Estado no obliga a dureza por nimiedades y que hay favores irreprochables: apoyar a un amigo capaz para un cargo, encomendar una misión honorífica, una embajada amistosa (incluso hacia una autoridad romana: hégemon), o sumar al amigo a una empresa difícil una vez que el político ha asumido la carga principal (modelo homérico: Diomedes y Odiseo, Ilíada X 242–243; y el elogio de Odiseo, Ilíada X 558–560).

Además, recomienda una técnica política fina: atribuir a los amigos parte del mérito en favores honorables, y animar a los beneficiados a agradecerles. Aquí inserta una sentencia de Platón: «la arrogancia convive con la soledad» (Platón, Cartas IV 321b). La política necesita redes, pero redes limpias.

Cuando el favor es vil o impropio, debe rechazarse con afabilidad, justificando que no cuadra con la virtud ni con la reputación del solicitante. El ejemplo perfecto es Epaminondas con Pelópidas: se niega a liberar a un tabernero por petición del general, pero luego lo libera a petición de la amante y remata: «Recibir tales favores, Pelópidas, es propio de queriditas, no de generales» (cf. Plutarco, Máximas de reyes y generales 192E). El contenido es duro, pero el punto de Plutarco es moral: el favor degradante rebaja al solicitante y al otorgante.

En contraste, critica a Catón el Joven por negar un ruego de Cátulo con rudeza hiriente: la negativa era correcta, pero la aspereza era evitable (cf. Plutarco, Catón el Menor 16, 6–7; Sobre la falsa modestia 534D). Lección: la justicia no exige humillar.

4) Ayuda material sin corrupción: el límite está en no vender la ciudad

Plutarco incluso admite formas “no innobles” de ayudar económicamente a amigos, siempre que no sea saqueo de lo público ni compra de decisiones. Cita el gesto de Temístocles tras la batalla: ve un cadáver con oro, pasa de largo y le dice al amigo: «Coge eso, que tú no eres Temístocles» (cf. Plutarco, Temístocles 18, 2; también Eliano XIII 40; Amiano Marcelino XXX 8, 8). Luego sugiere vías típicas de la vida cívica: asignar a un amigo una defensa remunerada de una causa justa, presentarlo a un rico que necesite protección, ayudarle con contratos o arrendamientos. Y da el ejemplo punzante de Epaminondas pidiendo a un rico un talento para un amigo pobre, justificándolo con una acusación moral al rico: su riqueza procede de defraudar al Estado. Completa con Jenofonte sobre Agesilao: le gustaba enriquecer a sus amigos, permaneciendo él por encima del dinero (Jenofonte, Agesilao 4).

5) Enemistad política: reconciliarse por la patria, o debatir sin odio

El cap. 14 parte de un proverbio atribuido a Simónides: “a todas las calabazas les crece copete” (Page, PMG fr. 538), usado como idea de que la política inevitablemente produce enemigos. La clave es cómo manejar la enemistad.

Plutarco elogia a Temístocles y Arístides por saber “deponer” su rivalidad en la frontera cuando salían por la ciudad, y retomarla al volver (enemistad controlada y funcional). Pero el ejemplo más alto es el de Cretinas de Magnesia y Hermias: ante el peligro de Mitrídates, Cretinas propone una salida extrema para evitar que su rivalidad arruine la ciudad: que gobierne uno y el otro se exile; Hermias reconoce su mayor experiencia y se marcha con familia, y Cretinas lo asiste materialmente y salva la ciudad con su mando militar (episodio único en Plutarco). Plutarco remata con un verso trágico: «amo a mis hijos, pero a mi patria más todavía». La consecuencia es inmediata: si puedes anteponer patria a hijos, con más razón debes anteponer patria a tu odio personal.

Luego añade un ideal aún más exigente: Foción y Catón no admitían odio en los enfrentamientos políticos. Eran duros en el debate para proteger el interés común, pero en lo privado trataban con humanidad a sus adversarios. El estadista no debe llamar enemigo a ningún ciudadano, salvo casos patológicos, “abscesos” de la ciudad como Aristión, Nabis o Catilina. A los que generan disonancias, el político debe “entonarlos” como músico que tensa y afloja cuerdas. Y hasta en la reprensión recomienda la forma homérica: «amigo, creía que superabas a los otros en entendimiento» y «tú sabes también idear una propuesta mejor que ésa». La estrategia es pedagógica: elogiar lo mejor del adversario para volver creíble la corrección y disuadir de la maldad exaltando la virtud.

Reprender sin insultar

Plutarco fija una regla de oro para el hombre de Estado: tratar con justicia incluso al adversario, y corregir sin degradar. Lo hace en tres movimientos: (1) defender al rival cuando la causa es justa, (2) preferir la censura “con elogio” antes que la injuria, y (3) si hay que responder a un insulto, hacerlo con réplica breve, ingeniosa y sin cólera, de modo que la ofensa “rebote” hacia el agresor.

1) Justicia hacia el adversario: testificar, socorrer y no creer calumnias “ajenas” a la política

Plutarco sostiene que el estadista debe testificar a favor de sus adversarios cuando corresponda y ayudarlos frente a delatores, si la acusación no tiene que ver con su línea política. La frase atribuida a Nerón sobre Trasea (“Ojalá Trasea fuera tan amigo mío como es excelente juez”) funciona como ejemplo de que incluso alguien que odia a otro puede reconocerle excelencia pública. La idea es clara: la ciudad gana cuando la justicia está por encima de las facciones.

2) Reprender comparando: “Él no habría hecho eso” y el peso moral de los padres

Luego Plutarco propone una técnica pedagógica: para corregir a quienes tienden a fallar “por naturaleza”, sirve mencionar a un adversario de mejor carácter: “Él no habría hablado ni actuado así”. Esto reprende al culpable y, de paso, dignifica al que elogia.

También sugiere otra forma de amonestación: recordar a alguien la grandeza de sus padres. Por eso cita a Homero: «¡Qué poco se asemeja a su padre el hijo de Tideo!» (Ilíada V 800). Esa comparación no es simple humillación: apunta a provocar vergüenza moral (volver a un estándar superior).

El ejemplo romano de Apio contra Escipión Emiliano refuerza el método: le recuerda a Paulo Emilio (su padre) y lo acusa de apoyarse en un recaudador, para “despertarlo” públicamente (Plutarco vuelve a contar la invectiva en Paulo Emilio 38, 3–4).

3) La censura que cura: elogio + reproche, sin insolencia

Plutarco define el ideal: la censura debe ir combinada con elogio, expresada con franqueza y sin insolencia, de modo que sea “terapéutica”: que genere arrepentimiento, no ira.

Aquí trae una respuesta modélica (puesta en boca del Néstor de Sófocles): «No te hago reproches, pues hablas mal pero actúas bien» (Sófocles, fr. 771 Nauck). La fórmula es brillante: separa palabra y acción; no niega el defecto, pero salva lo valioso.

En la misma línea, el caso de Catón es especialmente político: aunque se opuso a Pompeyo por sus maniobras con César, cuando estalla la guerra civil Catón aconseja dar el mando supremo a Pompeyo, porque “los mismos hombres causan los grandes daños y los remedian” (situación: enero de 49 a. C., tras el cruce del Rubicón). El punto no es “perdonar”, sino priorizar la salvación pública por sobre la rivalidad.

4) Por qué el insulto arruina la política (y arruina al que insulta)

Plutarco contrasta este estilo con la invectiva feroz de oradores como Demóstenes y Esquines (y Hiperides contra Démades). Pregunta retóricamente si Solón, Pericles, Licurgo o Pitaco habrían hablado así: la respuesta implícita es no. Ese elenco (Solón, Pericles, Licurgo, Pitaco) representa una tradición de oratoria política sin injurias.

Aun cuando Demóstenes insultara en contextos judiciales, Plutarco señala que las Filípicas están “limpias” de sarcasmo y burla: porque en deliberación pública, el insulto no solo daña al adversario, sino que enreda la deliberación, genera tumulto y confusión institucional.

5) Técnica de respuesta: retirarse, o contestar con “retruque” breve y sin furor

Plutarco elogia a Foción por una maniobra elegante: ante un insultador, se retira, deja que se agote, y luego vuelve al punto diciendo: “ya hablaron de caballería y hoplitas; me falta tratar tropas ligeras y peltastas”. Es una manera de negarle al insulto el control del debate y reencauzar la asamblea.

Pero como no siempre es fácil callar, Plutarco admite la réplica, con condiciones estrictas: debe ser concisa, sin cólera, con una suavidad incisiva y humor. Y explica por qué funcionan las respuestas con retruque: la injuria “vuelve” al agresor como un proyectil que rebota, y parece que eso ocurre por la fuerza e inteligencia del injuriado.

Ejemplos que ilustran distintos tipos de retruque:

  • Epaminondas frente a Calístrato: si Atenas reprocha a Tebas y Argos los crímenes de Edipo y Orestes, Epaminondas contesta: “Nosotros expulsamos a esos; vosotros los acogisteis” (también aparece en Máximas de reyes y generales 193C–D). Es un retruque que invierte la carga moral: no discute el mito, discute la conducta política frente al culpable.

  • Antálcidas al ateniense del Cefiso: “ustedes nos echaron muchas veces…” / “nosotros nunca los echamos del Eurotas” (contrapone invasiones: el Ática sí fue invadida por Esparta; Laconia no por Atenas).

  • Foción a Démades (en otras versiones, Demóstenes): “A mí me matarán solo si enloquecen; a ti si están en su sano juicio” (cf. Foción 9, 8; Máximas de reyes y generales 188A). Retrato moral fulminante: uno es odiado por ser recto; el otro sería castigado por corrupto.

  • Craso a Domicio: “¿lloraste por una morena?” / “¿y tú enterraste tres mujeres sin lágrima?”: retruque que desenmascara hipocresía moral.


Plutarco aborda uno de los problemas más finos y difíciles de la vida política: cómo servir al Estado sin envilecer el cargo ni envilecerse a uno mismo, y cómo equilibrar la entrega total al bien común con la prudencia en el ejercicio del poder.

Plutarco comienza defendiendo una tesis exigente y, a primera vista, paradójica: ninguna tarea pública es indigna si se realiza por la patria y no por interés propio. Por eso elogia a Epaminondas, quien, designado telearco con intención de humillarlo, transforma un cargo menor —casi residual— en una función honorable. Al afirmar que “no sólo el cargo da a conocer al hombre, sino también el hombre al cargo” (dicho atribuido a Biante), Plutarco formula una máxima central de su pensamiento político: la dignidad no está en la función, sino en la virtud del que la ejerce. De ahí que él mismo confiese sin rubor que inspecciona obras menores o tareas ingratas, porque no las hace “para sí”, sino “para la patria”, invirtiendo el criterio habitual de lo noble y lo mezquino.

Sin embargo, Plutarco no absolutiza esta postura. Reconoce que también hay grandeza en la actitud de Pericles, quien reservaba su intervención para los asuntos más graves, del mismo modo que las naves sagradas de Atenas o el “rey del universo” —según Eurípides— se ocupan sólo de lo esencial y dejan lo menor a otros. Aquí aparece una tensión deliberada, no una contradicción: el buen gobernante debe estar dispuesto a todo, pero no hacerlo todo. La virtud política no es activismo ciego, sino discernimiento.

Esta idea se refuerza mediante la crítica a la ambición omnipresente, encarnada en Teágenes y en aquellos políticos que desean participar en todo, vencer en todo y figurar en todo. Su afán de protagonismo acaba produciendo hastío: el pueblo, primero fascinado, termina burlándose de quien lo invade todo. El verso cómico sobre Metíoco —presente en todas partes, responsable de todo y, al final, destinado a lamentarlo— ilustra cómo el exceso de presencia destruye la autoridad. De ahí la regla que Plutarco formula con elegancia: el político debe acercarse al pueblo cuando es amado y dejarlo con deseo cuando se retira.

El ejemplo de Escipión el Africano, que se ausentaba deliberadamente para aliviar la envidia y el cansancio que producía su grandeza, muestra que la moderación en la visibilidad es también una forma de prudencia política. En contraste, Timesias de Clazómenas, por ocuparse de todo personalmente, sin delegar, genera un rencor tan profundo que incluso los niños expresan su deseo de verlo desaparecer. El episodio subraya una verdad incómoda: el exceso de celo puede ser tan dañino como la negligencia.

Plutarco entonces corrige los extremos. No se debe descuidar ningún asunto público, pero tampoco monopolizarlo todo. El gobernante no es un ancla sagrada reservada sólo para catástrofes, sino un piloto que sabe cuándo actuar directamente y cuándo gobernar a través de otros. La metáfora náutica es decisiva: mandar no es hacerlo todo, sino saber repartir funciones. Pericles sirve aquí como modelo de gobierno colaborativo, apoyándose en hombres distintos para tareas distintas, logrando así reducir la envidia y mejorar la eficacia del Estado. La comparación con la mano y sus dedos es reveladora: la división no debilita, sino que perfecciona la acción.

Frente a esto, Plutarco condena al político que, por ambición, asume funciones para las que no está capacitado. Cleón como general, Filopemén como almirante o Aníbal como orador político ilustran el mismo error: confundir el deseo de poder con la aptitud real. El verso de Eurípides —“pretendías hacer obras que no eran de madera”— resume la crítica: no todo hombre sirve para todo, y el fracaso en funciones impropias no tiene excusa moral.

El contraste final entre Pericles y Cimón, por un lado, y otros personajes menos prudentes, por otro, reafirma la tesis central del pasaje: la grandeza política no está en acumular cargos, sino en reconocer los propios límites. Eubulo es elogiado por ceñirse a las finanzas y servir así eficazmente a la ciudad, mientras que Ifícrates es ridiculizado por intentar brillar en la retórica cuando su verdadera excelencia estaba en el arte militar.

Prudencia, concordia y realismo: gobernar sin ilusiones peligrosas

Plutarco aborda uno de los núcleos más delicados de la praxis política en contextos de desconfianza, dominación externa y memoria histórica idealizada: cómo actuar con unidad sin caer en la sospecha de conspiración, cómo ejercer el poder sin ambición desmedida y cómo invocar el pasado sin convertirlo en una trampa.

Plutarco parte de un diagnóstico agudo: el pueblo tiende al recelo hacia los políticos, especialmente cuando estos parecen actuar de forma demasiado coordinada. De ahí que las asociaciones, amistades y acuerdos sean fácilmente sospechados como fruto de conjuras ocultas. Frente a este clima, propone una distinción esencial. En lo fundamental —las decisiones verdaderamente importantes y saludables para la ciudad— no debe haber enemistad real entre los dirigentes; pero, al mismo tiempo, no deben dar la impresión de haber pactado previamente. Por eso recomienda una estrategia prudente: que algunos amigos discrepen moderadamente y luego se dejen convencer, de modo que el pueblo perciba deliberación genuina y no imposición concertada. La unanimidad fingida provoca rechazo; la concordia visible, nacida del debate, genera adhesión.

Esta idea se refuerza con la anécdota del dirigente popular de Quíos, Demo, quien tras vencer políticamente se negó a expulsar a todos sus adversarios para evitar que, eliminados los enemigos, comenzaran las luchas entre amigos. Plutarco califica esta actitud de “tontería” en su formulación literal, pero rescata implícitamente el trasfondo: la política necesita contrapesos y tensiones controladas, no unanimidades artificiales ni purgas totales que degeneran en conflictos internos más corrosivos.

A continuación, el texto se desplaza al problema del ejercicio de los cargos. El político, por naturaleza, gobierna siempre —como la reina entre las abejas—, pero no debe obsesionarse con las magistraturas ni rechazarlas cuando el pueblo se las ofrece legítimamente. Ambicionar cargos con exceso es indigno; rehuirlos por soberbia, igualmente erróneo. Incluso los cargos menores deben aceptarse y ejercerse con esmero, porque así se ennoblecen las funciones humildes y se atenúa la envidia que suscitan las más altas. Plutarco propone una ética de la proporcionalidad: rebajar el boato de los grandes cargos y elevar la dignidad de los pequeños, evitando tanto el desprecio como la rivalidad.

Sin embargo, esta exhortación se ve inmediatamente matizada por una advertencia decisiva: el gobernante debe recordar siempre que gobierna y es gobernado al mismo tiempo. En las ciudades griegas bajo Roma, no se está en campos de batalla ni en la antigua Sardes de los reyes lidios; se gobierna bajo la mirada y la autoridad de procónsules y procuradores. De ahí la imagen potente: no hay que ufanarse de la corona cuando “el calzado romano está por encima de la cabeza”. La política exige aquí modestia, lucidez y autocontrol. Olvidar estos límites conduce no a la gloria, sino al castigo, al exilio o a la ejecución, como muestran los ejemplos de insurrecciones fracasadas y gobernantes que “se salieron del papel”.

La metáfora teatral que sigue es central. El político debe comportarse como un buen actor: aportar carácter y dignidad, pero sin ignorar al apuntador ni alterar el ritmo impuesto por el director. Salirse del papel no provoca simples silbidos, sino consecuencias trágicas. Con ello, Plutarco subraya que el error político en contextos de poder asimétrico no es ridículo, sino fatal.

El texto culmina con una reflexión profundamente crítica sobre el uso del pasado. Plutarco ridiculiza a quienes exhortan a imitar sin más las hazañas de los antepasados —Maratón, Platea, el Eurimedonte— como si las circunstancias no hubieran cambiado. Compararlos con niños que juegan a ponerse los zapatos y coronas de sus padres es una imagen demoledora: lo que en los niños provoca risa, en los gobernantes provoca desastre. La imitación acrítica del pasado excita a las masas, las infla de orgullo inútil y las empuja a acciones imprudentes.

Frente a esa nostalgia belicista, Plutarco propone otro tipo de memoria histórica: la de los actos de concordia, moderación y humanidad. Recuerda el decreto de amnistía tras los Treinta Tiranos, el castigo por explotar artísticamente una desgracia común, los gestos de reconciliación entre ciudades griegas y los actos de respeto incluso en contextos de crisis. Esos ejemplos, afirma, sí pueden reformar el carácter de los contemporáneos. Las gestas militares, en cambio, deben quedarse “en las escuelas de los sofistas”, como material retórico, no como programa político.

Cómo servirse del poder superior sin degradar la dignidad de la patria ni anular su autogobierno

La tesis es doble y cuidadosamente equilibrada. Por una parte, el hombre de Estado debe procurar que su ciudad sea irreprochable ante los dominadores y mantener siempre algún amigo influyente en las altas esferas, porque la amistad con los poderosos —especialmente entre los romanos— puede traducirse en beneficios reales para la comunidad. Los ejemplos de Polibio y Panecio, favorecidos por la amistad de Escipión, muestran que esa cercanía no es servil si se orienta al bien común. Del mismo modo, la anécdota de César entrando en Alejandría del brazo de Ario Dídimo ilustra hasta qué punto la intercesión personal de un amigo puede salvar a una ciudad entera. Frente a esto, Plutarco contrapone la mezquindad de quienes envejecen ante puertas ajenas persiguiendo cargos lucrativos, descuidando los asuntos de su propia patria: la verdadera grandeza está en soportar la vigilia y la cercanía al poder por la ciudad, no por provecho privado.

Pero este realismo político tiene un límite claro. Aunque la patria deba mostrarse dócil y prudente frente a los dominadores, no debe ser humillada ni vaciada de autoridad desde dentro. Plutarco condena con dureza a quienes remiten absolutamente todo —asuntos menores y mayores— a la instancia imperial, pues con ello no solo rebajan a su ciudad, sino que obligan a los dominadores a ejercer una tiranía más intensa de la que desean. La analogía médica es reveladora: quien no come ni se lava sin permiso del médico, aun estando sano, no disfruta realmente de la salud; del mismo modo, una ciudad que no decide nada por sí misma deja de gobernarse. Esta situación nace, según Plutarco, de la codicia y del afán de imponerse sobre los notables: incapaces de aceptar la derrota entre iguales, algunos recurren al poder superior, vaciando de contenido al consejo, la asamblea y los tribunales.

Frente a esta patología, el auténtico hombre de Estado ejerce una medicina política interna. Apacigua a los ciudadanos sencillos con trato equitativo y a los poderosos con concesiones mutuas, resolviendo los conflictos dentro de las instituciones de la ciudad. Prefiere verse derrotado por sus conciudadanos antes que vencer mediante el ultraje a la patria. Como el buen médico, no expone innecesariamente las enfermedades al exterior, sino que intenta curarlas dentro del propio cuerpo político, reduciendo al mínimo la necesidad de “remedios externos”. Aquí reaparece una constante ética plutarquea: evitar la vanagloria y la perturbación, aunque sin caer en la cobardía.

Porque, junto a la prudencia, Plutarco exige un alto ánimo, un valor firme que no provoque tempestades pero tampoco se esconda cuando estas estallan. En las crisis extremas, el hombre de Estado debe sacar de sí mismo —como un ancla sagrada— la libertad de palabra y la disposición al riesgo. No duerme encogido por el miedo ni se salva acusando a otros, sino que se ofrece como embajador, como escudo humano si es necesario. Incluso cuando no ha sido responsable de la falta colectiva, debe estar dispuesto a afrontar el peligro por su pueblo. Los ejemplos históricos que siguen muestran el poder moral de esta actitud: en ocasiones, la entereza de un solo hombre ha disipado la ira que amenazaba a toda una ciudad, desarmando al castigo con la fuerza de la justicia y la admiración.

Toda magistratura es sagrada y que, por ello, incluso quien la ejerce debe honrarla. Y lo que más honra a un cargo no son los signos externos —coronas, clámide con orla púrpura— sino la concordia y la amistad entre los colegas. Cuando los magistrados convierten el ejercicio conjunto del poder en causa de rivalidad, inevitablemente caen en uno de tres vicios: luchan como iguales enfrentados en facciones, envidian al que consideran superior o desprecian al que juzgan inferior. Frente a esto, Plutarco propone una regla de oro: respetar al superior, enaltecer al inferior y honrar al igual, tratando a todos con afecto. La amistad entre colegas no nace de la intimidad privada ni del banquete, sino del voto común del pueblo, y ese afecto público es casi una herencia recibida de la patria.

La anécdota de Escipión y Mumio refuerza esta idea. Aunque no fueran amigos personales, se esperaba de ellos deferencia mutua por razón del cargo. El reproche que recibió Escipión por no invitar a su colega a un banquete ceremonial muestra cuán exigente es la opinión pública respecto de los gestos simbólicos entre magistrados. Si una omisión mínima genera fama de soberbia, con mayor razón resulta intolerable rebajar a un colega, disputarle honores o apropiarse de todas las funciones con engreimiento. Aquí Plutarco apunta a algo esencial: la autoridad institucional se erosiona cuando los magistrados se desacreditan entre sí.

El recuerdo autobiográfico de Plutarco refuerza esta enseñanza desde la humildad. Aun habiendo actuado solo como embajador, su padre le aconseja usar siempre el “nosotros” en el informe oficial. No se trata de falsear los hechos, sino de compartir el mérito para evitar la envidia y fortalecer la imagen de cooperación. De ahí que los grandes hombres atribuyan sus éxitos a la divinidad, a la fortuna o al pueblo antes que a sí mismos. Timoleón consagra sus victorias a Automatia; Pitón declara que la divinidad actuó a través de su mano; Teopompo afirma que Esparta se preserva no por sus reyes, sino porque el pueblo sabe obedecer. El denominador común es claro: la grandeza política rehúye la apropiación personal del éxito.

A partir de aquí, Plutarco amplía el foco hacia la educación cívica. Contra la idea de que la política forma sólo gobernantes, sostiene que su tarea principal es formar ciudadanos capaces de obedecer. En democracia, recuerda, se gobierna por poco tiempo pero se es gobernado casi toda la vida. Por eso, el saber más bello y más útil es saber obedecer incluso a magistrados inferiores en riqueza o prestigio. Despreciarlos equivale a destruir no sólo su dignidad personal, sino la del Estado mismo.

La comparación con el teatro es particularmente elocuente. Un gran actor acepta humildemente obedecer a un intérprete secundario cuando el papel lo exige; en cambio, en la vida política, el rico y famoso suele humillar al magistrado pobre. Para Plutarco, esta inversión es absurda y dañina. El ejemplo espartano lo ilustra con claridad: los reyes se levantaban ante los éforos y los ciudadanos acudían corriendo cuando eran convocados, orgullosos de honrar a la magistratura. No se trataba de servilismo, sino de reconocimiento activo de la autoridad pública.

A veces es más glorioso dar honores que recibirlos. Para un hombre influyente, escoltar a un magistrado, saludarlo primero o cederle el lugar central no disminuye su prestigio; al contrario, lo aumenta, porque ese honor se proyecta sobre el Estado entero. Ser escoltado genera envidia; escoltar genera afecto. Así, cuando un ciudadano poderoso se muestra respetuoso ante la puerta del magistrado o lo honra públicamente, engrandece la institución sin perder nada de su propia dignidad.

Moderación en el trato

Plutarco considera propiamente democrático saber tolerar la ira y el insulto de un magistrado, recordándose a uno mismo que la ofensa no recae sobre la persona privada, sino sobre la dignidad del cargo que el otro ejerce. De ahí que aconseje aplazar la venganza: o bien el magistrado será castigado cuando deje el cargo, o bien la espera servirá para calmar la cólera propia. En ambos casos, la contención resulta más útil y más noble que la reacción inmediata.

Al mismo tiempo, el verdadero hombre de Estado no debe desentenderse del bien común cuando otros ocupan las magistraturas. Debe competir con ellos —no por ambición, sino por celo público— en previsión y preocupación por la ciudad. Si quienes gobiernan son capaces, hay que orientarlos y permitirles llevar a término las decisiones justas, compartiendo con ellos la reputación de bienhechores. Pero si muestran negligencia o indecisión, el político responsable no puede refugiarse en la excusa de que “otro está al mando”: debe presentarse ante el pueblo y actuar, porque la ley reconoce como verdadero gobernante a quien sabe lo que conviene y se atreve a hacerlo. La autoridad nace del conocimiento y de la acción justa, no del título formal.

Plutarco insiste, sin embargo, en que estas intervenciones extraordinarias sólo se justifican por necesidad grave o por una empresa verdaderamente gloriosa. La necesidad puede servir de defensa frente a una acusación; la grandeza del resultado, de consuelo frente al peligro. En cambio, innovar por capricho o por afán de protagonismo sólo genera sospecha y desorden.

En lo relativo al trato con el pueblo, Plutarco se distancia del cinismo de los tiranos que justifican pequeñas injusticias para alcanzar grandes fines. La política legítima no se funda en la injusticia, sino en la concesión prudente. El gobernante demasiado rígido, que nunca cede ni transige, acostumbra al pueblo a la resistencia obstinada; por el contrario, el que sabe aflojar en lo secundario conserva autoridad para imponerse en lo fundamental. Participar con moderación en fiestas, espectáculos y celebraciones, o fingir no advertir faltas leves, mantiene eficaz la palabra severa cuando llega el momento de corregir lo grave.

Estas concesiones, sin embargo, tienen límites claros. El hombre de Estado no debe permitir abusos, confiscaciones injustas ni atropellos a ciudadanos o extranjeros, ni tolerar la dilapidación del erario. Frente a tales excesos debe recurrir sin descanso a la persuasión, la enseñanza y, cuando sea necesario, a la intimidación legítima, evitando que el pueblo sea dominado por demagogos que fomentan apetitos destructivos. En cambio, cuando se trata de una celebración tradicional, de un culto religioso o de una ayuda moderada y benéfica, conviene permitir que el pueblo goce de libertad y abundancia, pues ello fortalece la concordia.

Prudencia, cooperación y pureza moral en la acción política

Cuando el pueblo se inclina hacia proyectos peligrosos o inconvenientes, no siempre es posible o prudente oponerse de manera frontal, y el buen gobernante debe saber reconducir esas inclinaciones mediante rodeos legítimos, sin humillación ni ruptura abierta.

Así actuó Démades, quien, teniendo a su cargo las finanzas de Atenas, desvió el entusiasmo popular que exigía enviar trirremes en ayuda de los rebeldes contra Alejandro Magno, recordándoles que el dinero disponible estaba reservado para una distribución festiva en las Antesterias; si preferían la guerra, deberían costearla ellos mismos. Al anteponer un beneficio inmediato y tangible, logró que el pueblo desistiera, disipando al mismo tiempo las acusaciones contra Alejandro.

Del mismo modo, Foción, ante una orden inoportuna de invadir Beocia, recurrió a una estratagema pedagógica: convocó a todos los ciudadanos, desde los efebos hasta los ancianos de sesenta años, y al ver la protesta de los mayores declaró que él mismo, con ochenta años, marcharía al frente. Así neutralizó la medida sin desobedecerla abiertamente.

Plutarco extrae de estos ejemplos una regla general: las propuestas perjudiciales deben ser truncadas implicando a quienes las promueven, de modo que o bien abandonen la iniciativa —quedando claro que fueron ellos quienes la dejaron caer— o bien compartan sus cargas y dificultades. Este principio se aplica tanto a embajadas inoportunas como a construcciones inútiles o litigios inconvenientes.

Cuando, por el contrario, se trata de empresas necesarias y grandes, el político debe escoger colaboradores con criterio: los más capaces entre los amigos, o los más apacibles entre los capaces, evitando a los pendencieros. Además, debe conocerse a sí mismo y elegir para cada tarea a quien lo supere allí donde él es inferior. Por eso Diomedes eligió a Odiseo para la misión nocturna de espionaje en Troya (Ilíada X, 241-247); Pelópidas se apoyó en Epaminondas; Nicias escogió a Lámaco para suplir su falta de vigor físico. La política eficaz, sugiere Plutarco, no es la acumulación de talentos iguales, sino la armonía de capacidades diversas, como un cuerpo con múltiples miembros guiados por una sola mente .

La tribuna política es presentada como un santuario común de Zeus Consejero, Temis y Dikē. Por ello, quien sube a ella debe despojarse del amor al dinero, comparado con hierro oxidado y enfermizo para el alma. El afán de lucro en la política convierte al gobernante en sacrílego, traidor y corrupto: ladrón de santuarios, falso testigo, juez perjuro y magistrado impuro.

El honor verdadero y el prestigio político: medida, confianza y memoria duradera

El afán de honores, que a primera vista parece más noble que la codicia material, pero que en realidad puede causar calamidades iguales o mayores. A diferencia del deseo de riqueza, el deseo de honores suele anidar en los caracteres más fuertes, audaces y activos, y se vuelve especialmente peligroso cuando la multitud, con aplausos y exaltación, lo empuja hasta hacerlo incontrolable.

Siguiendo a Platón, Plutarco recuerda que, así como a los jóvenes se les debe enseñar desde la infancia que no pueden poseer oro porque ya lo llevan “fundido” en el alma como virtud (República 416E), del mismo modo el político debe comprender que existe un honor interior, puro e incorruptible, que no depende de estatuas, bronces ni esculturas. Los honores materiales —estatuas, imágenes, monumentos— no celebran tanto al homenajeado como al artista que los ejecuta, como ocurre con obras célebres como el Doríforo de Policleto o el Trompeta de Epígono. Por ello Catón el Viejo rehusó que se erigiera una estatua en su honor, afirmando que prefería que se preguntaran por qué no tenía una antes que por qué la tenía (cf. Catón el Viejo 19, 6).

Plutarco subraya que los honores excesivos despiertan envidia y resentimiento: el pueblo siente gratitud hacia quien los rehúsa, pero considera gravosos a quienes los aceptan, como si exigieran cargos públicos a modo de compensación. Así, quien evita el tesoro público pero ambiciona privilegios como la proedría o el pritaneo, se hunde igualmente en el descrédito. El mejor político es, por tanto, el que no desea los honores, y si no puede rechazarlos, acepta sólo símbolos modestos, como una inscripción, un decreto o una rama vegetal, al modo de los premios sagrados de los juegos panhelénicos. En esta línea se inscribe Epiménides, que tras purificar Atenas aceptó únicamente una rama del olivo sagrado de la Acrópolis (cf. Solón 12, 7–12).

Otros ejemplos refuerzan esta ética de la mesura: Anaxágoras pidió como único honor que el día de su muerte los niños no asistieran a la escuela (Diógenes Laercio II, 14); Pitaco de Mitilene tomó de la tierra conquistada sólo lo que alcanzó con un tiro de jabalina; y el romano Horacio Cocles delimitó su recompensa con el arado. Estos honores, al no ser pago sino símbolo, perduran en la memoria. Lo contrario ocurrió con las estatuas de Demetrio de Falero y Démades, destruidas o fundidas por el odio popular, precisamente por su exceso.

Plutarco amplía luego el concepto de honor, apoyándose en Empédocles, para señalar que el verdadero prestigio no consiste en títulos ni monumentos, sino en el buen talante (eúnoia) y la disposición favorable del pueblo. El político no debe despreciar la gloria ni el aprecio público —contra la tesis de Demócrito—, pues así como cazadores y criadores valoran la docilidad de perros y caballos, el gobernante necesita la confianza espontánea de los ciudadanos. A diferencia de los animales, al ser humano no se lo gobierna con frenos o humo, sino con confianza fundada en la nobleza de ánimo y la justicia.

Por eso Demóstenes afirmó con razón que la desconfianza protege a las ciudades frente a los tiranos: la confianza es la parte del alma más fácil de ganar y, por tanto, la más peligrosa si se traiciona. La inutilidad profética de Casandra, condenada a no ser creída, contrasta con el provecho que obtuvieron las ciudades gobernadas por hombres prestigiosos como Arquitas de Tarento o Bato de Cirene, cuya autoridad moral facilitaba el acceso a los asuntos públicos.

Ese prestigio, unido a la virtud, se convierte en un arma contra los calumniadores, como una madre que espanta las moscas del niño dormido. Eleva al plebeyo frente al noble, al pobre frente al rico, y da fuerza política a quien carece de poder formal. La historia confirma este contraste: la familia de Dionisio II fue asesinada y ultrajada por el odio popular; en cambio, Menandro I recibió honras disputadas entre ciudades que se repartieron sus cenizas. Del mismo modo, los agrigentinos prohibieron el color de los tiranos de Fálaris, mientras que los persas, por amor a Ciro el Grande, llegaron a admirar incluso la forma de su nariz.

La virtud como fundamento del amor político y la verdadera autoridad

El amor más fuerte y más divino que puede darse en una ciudad es el que el pueblo siente por un hombre a causa de su virtud. Este amor político —nacido del carácter, de la justicia y del buen juicio— se opone radicalmente a los llamados honores que proceden de espectáculos teatrales, repartos de dinero o juegos sangrientos, los cuales no son más que halagos propios de cortesanas, efímeros, inconstantes y comprados con donativos.

Plutarco recuerda la máxima, atribuida por la tradición a los sabios antiguos, según la cual el primero que corrompió al pueblo fue quien causó su ruina, pues el pueblo pierde su verdadero poder cuando se deja vencer por sobornos. Pero añade una observación decisiva: también los corruptores se arruinan a sí mismos, ya que, al comprar prestigio con grandes dispendios, hacen al pueblo audaz y dominante, convencido de que puede otorgar o retirar a su antojo aquello que considera valioso.

Sin embargo, esta crítica no implica mezquindad ni avaricia. Plutarco distingue cuidadosamente entre la corrupción del favor popular y la liberalidad legítima. Cuando hay prosperidad, es peor para un rico no dar nada que para un pobre verse forzado a recurrir al erario, pues lo primero se interpreta como desprecio, y lo segundo como necesidad. Las donaciones, por ello, deben hacerse sin exigir contrapartida y en ocasiones nobles, preferentemente vinculadas al culto divino, ya que el pueblo refuerza su piedad al ver que quienes estima como grandes rivalizan en honrar a los dioses. En este punto, Plutarco evoca a Platón, quien suprimió de la educación juvenil los modos musicales lidio y jonio por excitar las partes plañideras o licenciosas del alma (República 398e). Del mismo modo, el político debe desterrar liberalidades que fomenten lo sanguinario, lo obsceno o lo vulgar, y orientar los gastos hacia fines útiles, nobles o, al menos, placenteros sin violencia ni daño.

Cuando los recursos son escasos, no hay nada innoble en reconocer la pobreza. Es preferible permitir que los ricos asuman las liberalidades antes que endeudarse vergonzosamente para sostener liturgias públicas. Aquí Plutarco ofrece ejemplos paradigmáticos: Foción, increpado para dar un donativo, respondió que se avergonzaría de hacerlo sin antes pagar a su acreedor Calicles (cf. Foción 9, 1); Lámaco anotaba incluso el coste de su calzado y su manto en las cuentas públicas (cf. Nicias 15, 1); y el desconocido Hermón rehusó el cargo por pobreza, siendo sostenido con una modesta asignación por los tesalios. De ello concluye Plutarco que la influencia política no depende del gasto, sino de la virtud, la libertad de palabra y la confianza que inspira el carácter.

El retrato del verdadero hombre de Estado alcanza aquí su culminación. No es arrogante ni áspero, ni prudente hasta la rigidez; se acerca a los conciudadanos con afabilidad, mantiene su casa abierta como un puerto para los necesitados, comparte el dolor de los que fracasan y la alegría de los que triunfan. Evita la ostentación, vive como la mayoría, educa a sus hijos con sobriedad y no se separa del pueblo por el lujo ni por el séquito. La política no es para él un pasatiempo ni una función ocasional, sino un modo de vida, una ocupación constante orientada al bien común.

Frente a este modelo, Plutarco contrapone la gloria falsa que nace de teatros, cocinas y espectáculos de gladiadores, una gloria que muere con los escenarios y los juegos, carente de toda dignidad. Por eso, aunque los aduladores llamen a unos “coregos”, a otros “organizadores de banquetes” o “gimnasiarcos”, el pueblo acaba reconociendo como verdaderos gobernantes a los hombres de virtud. Así como en los banquetes atenienes, aunque Calias o Alcibíades corrieran con los gastos, era Sócrates a quien todos escuchaban, del mismo modo en las ciudades sanas los que gobiernan son Epaminondas, Arístides o Lisandro, y no quienes deslumbran con gasto y espectáculo.

La concordia civil como fin supremo de la política

Todas las demás habilidades del gobernante —la elocuencia, la prudencia, la liberalidad, incluso el prestigio— quedan subordinadas a este fin.

Plutarco comienza con una imagen elocuente: así como los apicultores juzgan sana a la colmena más ruidosa, el verdadero cuidador del “enjambre racional” de ciudadanos debe considerar la mansedumbre y la tranquilidad del pueblo como signos de felicidad política. Desde este criterio se interroga con asombro por una famosa ley de Solón, según la cual perdía sus derechos el ciudadano que, en una sedición, no tomaba partido por ninguno de los bandos (cf. Aristóteles, Constitución de Atenas 8, 5; Plutarco, Solón 20, 1). Frente a esta prescripción, Plutarco propone una neutralidad activa, no indiferente, orientada siempre al bien común.

La analogía médica es decisiva: en un cuerpo enfermo, la curación no procede de las partes afectadas, sino cuando las zonas sanas resisten y absorben la corrupción. Del mismo modo, en una disensión no mortal, la parte sensata de la ciudad debe mezclarse, convivir y resistir, para que su bien se difunda y sane al conjunto. Pero cuando la perturbación es total, la ciudad sólo se salva —si acaso— por una coacción externa que la obligue a recuperar la sensatez.

Plutarco advierte, sin embargo, contra una falsa imperturbabilidad: no es virtud permanecer al margen de la ciudad en crisis, cantando la propia tranquilidad y despreciando la locura ajena. Esta crítica apunta claramente tanto a los epicúreos como a ciertos estoicos (cf. Sobre si el anciano debe intervenir en política 789B; Contra Colotes 1125C). En una sedición, el político debe “calzarse el coturno de Terámenes” (cf. Jenofonte, Helénicas II 3), es decir, tratar con ambos bandos sin identificarse con ninguno, apareciendo no como cómplice de la injusticia, sino como amigo de todos y compañero del sufrimiento común.

A partir de aquí, Plutarco formula una tesis clave: la mayor tarea del hombre de Estado es impedir que surjan las sediciones. De los grandes bienes de las ciudades —paz, libertad, prosperidad, abundancia y concordia—, muchos ya no dependen del político: la paz está garantizada por la dominación imperial; la libertad es la que permiten los gobernantes superiores; la fertilidad y la salud dependen de los dioses, como recuerda Hesíodo:

“que las mujeres den a luz hijos semejantes a sus padres”
(Hesíodo, Trabajos y días 235).

Así, sólo queda plenamente en manos del político un bien decisivo: la concordia y la amistad cívica, la eliminación de discordias, odios y enemistades. Plutarco describe con precisión el método: acercarse primero a la parte que se cree más agraviada, compartir su indignación para apaciguarla, y mostrar luego que quienes renuncian a la violencia son superiores en carácter y magnanimidad, ganando más con pequeñas concesiones que con victorias brutales.

El argumento se refuerza con una reflexión histórica y realista: Grecia es débil, y no hay ya premio alguno por el que valga la pena combatir. ¿Qué poder es aquél —se pregunta Plutarco— que un simple edicto del procónsul puede anular o transferir? Incluso si perdura, carece de valor auténtico.

La advertencia final es una de las más importantes del tratado. Las grandes sediciones no nacen siempre de rivalidades políticas, sino con frecuencia de conflictos privados mal curados, como un incendio que se origina en una lámpara descuidada. Plutarco recuerda ejemplos paradigmáticos: la revolución de Delfos surgida de un conflicto matrimonial y sacrílego (cf. Aristóteles, Política V 1303b), la sedición de Siracusa provocada por una cadena de agravios personales, y el odio privado de Pardalas contra Tirreno que casi destruye Sardes. De ahí la obligación del político de intervenir tempranamente en disputas privadas, evitando que los pequeños males se transformen en catástrofes públicas.

Aquí Plutarco evoca una máxima atribuida a Catón el Viejo:

“si se tiene cuidado, lo grande se hace pequeño y lo pequeño se reduce a nada”
(cf. Consejos para conservar la salud 127F).

El medio más eficaz para ello no es la coacción, sino la mediación serena y persuasiva: presentarse como árbitro imparcial, ceñirse a las causas iniciales del conflicto y no añadir injurias, amenazas ni pasiones. Así como los luchadores usan guantes para evitar daños irreparables, también en los juicios y disputas cívicas debe amortiguarse el golpe de las palabras para que el conflicto no se vuelva incurable.

Conclusión

En Consejos políticos, Plutarco traza un ideal de gobierno sobrio y profundamente moral: el verdadero hombre de Estado no busca honores, riqueza ni aplausos, sino que se gobierna a sí mismo para poder gobernar a otros; actúa como mediador antes que como agitador, prefiere la concordia a la victoria, la prudencia a la audacia y la confianza del pueblo a la gloria efímera. La política aparece así no como una técnica de poder ni como un espectáculo, sino como un arte de cuidar la ciudad, sanar sus conflictos y preservar la amistad cívica, pues para Plutarco el mayor triunfo del gobernante no es imponerse, sino evitar la sedición y mantener unida a la comunidad.


No hay comentarios:

Publicar un comentario