Plutarco inaugura Las Vidas de Licurgo y Numa Pompilio mostrando cómo dos fundadores legendarios —el espartano forjador de una disciplina férrea y el romano artesano de la piedad y las instituciones sagradas— modelaron el carácter de sus pueblos a través de leyes, mitos y reformas que mezclan historia y ejemplaridad moral. Al ponerlos en paralelo, revela no solo dos proyectos políticos divergentes, sino dos formas de entender la virtud cívica y el arte de gobernar, ofreciendo al lector una comparación vibrante sobre cómo nacen y se sostienen las ciudades cuando un solo hombre imprime en ellas el sello de su espíritu.
VIDAS PARALELAS
Licurgo
Plutarco advierte desde el inicio que casi ningún dato sobre él —su origen, su vida, su muerte, e incluso el establecimiento de sus leyes— está libre de controversia. Esta confesión metodológica es importante: el biógrafo reconoce que está tratando con una figura semilegendaria, situada en un punto donde la memoria histórica se mezcla con el mito y con tradiciones contradictorias. Así, el lector entra en la vida de un legislador cuya misma existencia histórica se encuentra envuelta en dudas, lo que condiciona la lectura: más que una biografía verificable, se trata de una reconstrucción moral y política fundamentada en las versiones más coherentes.
Luego Plutarco presenta las discrepancias cronológicas que complican situar a Licurgo en un marco temporal fijo. Algunos autores, entre ellos Aristóteles, lo colocan como contemporáneo de Ífito, vinculándolo a la institución de la tregua olímpica; incluso se menciona como prueba un disco preservado en Olimpia. Otros cronógrafos, como Eratóstenes y Apolodoro, lo sitúan mucho antes de la primera Olimpíada. Timeo, por su parte, introduce una hipótesis que explica la confusión: habría habido dos Licurgos distintos y las hazañas de ambos se habrían fusionado debido a la grandeza de sus obras. Esta multiplicidad de versiones ilustra la dificultad de distinguir entre la figura histórica y la figura idealizada, mostrando cómo la grandeza política tiende a generar duplicidades y leyendas.
A continuación Plutarco añade otra línea de tradición: Jenofonte considera que Licurgo vivió “con los Heráclidas”, lo que podría interpretarse como una referencia a los primeros reyes dorios de Esparta, descendientes de Heracles. Ello ampliaría aún más la brecha temporal. De fondo, Plutarco muestra que la antigüedad de Licurgo es tan excepcional que los autores casi compiten por situarlo lo más atrás posible, quizás para reforzar el prestigio arcaico de sus leyes. En este contexto, el historiador adopta una postura crítica: entre relatos tan contradictorios, él intentará seguir las versiones menos problemáticas o con mejores testimonios, reafirmando su método de selección racional dentro del caos de las tradiciones.
Incluso en la genealogía reina la confusión: el poeta Simónides le atribuye un padre distinto —Prítanis— mientras que la mayoría hace descender a Licurgo de Éunomo. Se ofrece entonces una genealogía detallada que intenta situarlo en una línea sucesoria: desde Patrocles hasta Heracles, pasando por Soo, Euritión, Prítanis y Éunomo. Esta enumeración busca anclar la figura del legislador en un linaje heroico y respetado, propio de la nobleza espartana. Pero la coexistencia de versiones divergentes revela que incluso este aspecto, aparentemente objetivo, es inseguro.
El linaje de Licurgo: conquistas, astucia real y el origen del desorden espartano
El pasaje abre destacando a Soo, uno de los antepasados de Licurgo, cuya figura adquiere relieve por las importantes transformaciones que experimentó Esparta durante su reinado. Según Plutarco, fue en tiempos de Soo cuando los espartanos sometieron a los hilotas y expandieron considerablemente sus dominios quitando tierras a los arcadios. Esto muestra que el linaje de Licurgo no solo es noble, sino también asociado a momentos decisivos de la historia espartana, especialmente en lo que respecta a la consolidación territorial y al establecimiento de una rígida estructura social basada en la subordinación de los hilotas.
Plutarco introduce luego un episodio que revela la astucia política y el ingenio práctico que caracterizaba a algunos de los reyes espartanos. Soo, sitiado y sin agua, pacta con los clitorios entregarles el territorio si él y los suyos bebían de una fuente cercana. Tras jurar, Soo promete el reino al soldado que sea capaz de abstenerse de beber; pero todos ceden a la sed. Él, en cambio, solo se rocía con el agua y mantiene así el territorio, argumentando que no había cumplido literalmente la condición pactada. La anécdota es ejemplar: muestra una mezcla de sagacidad, capacidad de manipular los términos de un acuerdo y, a la vez, un sentido de superioridad sobre sus propios hombres. Plutarco la emplea para pintar una tradición dinástica donde el ingenio es tan determinante como la fuerza militar.
Sin embargo, el prestigio no se consolidó en Soo, sino en su hijo Euritión, a quien Plutarco atribuye una reforma decisiva: moderar la autoridad real y compartir el poder con el pueblo. Si bien este gesto buscaba congraciarse con la multitud, tuvo consecuencias inesperadas. La apertura hacia la participación popular provocó, según la narración, un desequilibrio: el pueblo se volvió insolente, los reyes perdieron autoridad, y la tensión entre debilidad y abuso de poder generó un largo periodo de anarquía en Esparta. Este comentario introduce una crítica implícita a las reformas mal calibradas: la moderación excesiva puede erosionar el fundamento de la autoridad monárquica.
El asesinato de su padre, quien ya reinaba, al intentar separar una riña. Su muerte —causada por un arma simple, un cuchillo común— simboliza el grado de desorden que había invadido la ciudad. A la vez, este suceso prepara el escenario narrativo para la entrada de Licurgo: desde su nacimiento estuvo rodeado de tensiones políticas, violencia y crisis institucional. Plutarco, de este modo, señala que el legislador surgirá de un entorno inestable, una circunstancia que dará sentido a la radicalidad y grandeza de sus futuras reformas.
La virtud sospechada: tutela, intrigas familiares y el autoexilio de Licurgo
El relato comienza con la muerte del rey Polidectes poco después de haber sucedido a su padre. Naturalmente, los ciudadanos esperaban que Licurgo heredara el trono, pues era el siguiente varón adulto del linaje. Sin embargo, cuando se supo que la viuda —cuñada de Licurgo— estaba embarazada, él mismo declaró públicamente que el reino pertenecía al hijo póstumo si resultaba ser varón. Mientras tanto, gobernaría solo como tutor, figura conocida en Esparta como pródigo. Esta decisión revela un rasgo esencial del retrato moral de Plutarco: Licurgo antepone la justicia y la legitimidad sucesoria a cualquier ambición personal, consolidando su imagen como gobernante íntegro desde sus primeros actos políticos.
La narración adquiere un tono dramático cuando la cuñada envía mensajes secretos a Licurgo proponiéndole abortar la criatura a cambio de compartir el poder con él mediante matrimonio. Plutarco presenta aquí un dilema ético que refuerza la virtud del legislador: lejos de aceptar o rechazar abiertamente la propuesta, Licurgo finge estar de acuerdo para evitar que la mujer cometa un crimen irreversible. Su estrategia es dilatoria, paciente y profundamente política: promete que él mismo “se encargará” del niño una vez nacido, con tal de impedir cualquier acción desesperada. Esta astucia no tiene un propósito manipulador sino protector: busca garantizar la sucesión legítima sin provocar un conflicto familiar o institucional.
Cuando llega el momento del parto, Licurgo demuestra previsión y firmeza. Ordena enviar agentes que vigilen cuidadosamente el nacimiento y le lleven al instante al niño si es varón. El contraste entre la solemnidad del acto y la simplicidad del escenario —Licurgo está comiendo con los magistrados cuando le traen al recién nacido— señala el carácter ritual y casi fundacional del momento. Al tomar al bebé en brazos y proclamar: “Os ha nacido un rey, oh Espartanos”, Licurgo no solo afirma la legitimidad del heredero, sino que también se distancia de todo interés personal, consolidando la percepción pública de su justicia. El niño recibe el nombre de Carilao, “gracia del pueblo”, reflejo de la alegría colectiva y de la aprobación que suscita la conducta del tutor.
A pesar de haber gobernado solo ocho meses, Licurgo logra un prestigio inmenso entre los ciudadanos. Plutarco destaca que muchos lo obedecían no solo por su función de tutor, sino por una admiración sincera hacia su virtud. Sin embargo, el texto también muestra el lado oscuro del reconocimiento público: cuanto más crecía su reputación, más fuertes eran los celos y las sospechas. La familia materna del joven rey, especialmente su tío Leónidas, lo veía como una amenaza. Las palabras maliciosas —como aquella insinuación de que Licurgo “ya sabía” que reinaría— introducen en la narrativa un clima de tensión política, donde la excelencia moral provoca resentimiento y la cercanía al poder genera calumnias.
Licurgo decide retirarse de Esparta y comenzar una serie de peregrinaciones hasta que el joven Carilao alcance la madurez y tenga un heredero. Su autoexilio no es cobardía, sino prudencia política: se aleja para evitar que cualquier desgracia que pudiera caer sobre el rey provocara acusaciones contra él. Este gesto vuelve a reforzar su temple moral: renuncia voluntariamente a la autoridad y a la proximidad del poder para preservar la estabilidad del reino y la pureza de su imagen pública. En el diseño literario de Plutarco, este acto de desprendimiento prepara la entrada del legislador en la escena internacional, donde adquirirá las ideas y experiencias que fundarán la futura reforma espartana.
El aprendizaje del legislador: viajes, modelos políticos y fuentes de la reforma espartana
El pasaje describe el inicio del gran viaje formativo de Licurgo, motivado por su autoexilio. Su primer destino es Creta, tierra famosa por su antiguo sistema político y su rígida organización social. Allí estudia de primera mano las instituciones cretenses, adoptando algunas de sus leyes para una futura reforma en Esparta, pero rechazando otras que no le parecen adecuadas. Este gesto muestra un rasgo clave del legislador: no es un imitador pasivo, sino un observador crítico que selecciona y adapta. Plutarco dice además la habilidad política de Licurgo al atraer hacia Esparta al célebre Tales, un poeta que ocultaba bajo su lírica un profundo talento educativo y moral. Sus canciones, presentadas como arte, funcionaban como herramientas de cohesión social, suavizando las costumbres y preparando el ánimo de los ciudadanos para la futura reforma. Licurgo, así, no solo recoge leyes, sino también hombres capaces de transformar la cultura cívica a través de su influencia espiritual.
Después de Creta, Licurgo viaja a Jonia para comparar regímenes opuestos: la austeridad cretense frente a la vida lujosa y refinada de los jonios. La comparación es médica: así como el médico examina cuerpos sanos y enfermos para comprender la naturaleza de ambos, Licurgo estudia sociedades sobrias y decadentes para entender sus efectos en la ciudadanía. Es en Jonia donde encuentra los poemas de Homero, conservados casi secretamente por los descendientes de Creófilo. Plutarco muestra a Licurgo como el primero en reconocer en Homero no solo un poeta, sino un maestro político: bajo los pasajes que parecen exaltar el placer, descubre doctrina, modelos de conducta y reflexiones sobre el gobierno. Movido por esta revelación, copia los poemas y los difunde en Grecia, convirtiéndose en el responsable de dar a conocer sistemáticamente la obra homérica. Plutarco insinúa así que la educación espartana, aunque famosa por su severidad, tiene una raíz literaria y moral en Homero.
El relato aborda la tradición que sitúa a Licurgo también en Egipto. Allí habría admirado la estricta separación de castas, especialmente la distinción entre guerreros y artesanos. Plutarco señala que este modelo pudo inspirar a Licurgo para organizar Esparta como una sociedad en la que la clase guerrera se concentraba exclusivamente en la virtud y el servicio militar, mientras que los oficios recaían en grupos subordinados. Aunque algunos añaden viajes aún más fantásticos —Libia, Iberia, India y encuentros con los gimnosofistas— Plutarco deja claro que tales relatos son inverosímiles y solo mencionados por Aristócrates. De este modo, el autor distingue entre tradición plausible y ficción viajera, preservando la seriedad histórica de su biografía.
El retorno del reformador: oráculo, conspiración y nacimiento del Senado espartano
Plutarco señala que los reyes apenas se diferenciaban del pueblo en título y honores, mientras que Licurgo irradiaba autoridad natural y una capacidad singular para atraer voluntades. Incluso los propios reyes desean su retorno, pues confían en que su presencia impondría moderación a la multitud. Este reconocimiento popular y aristocrático marca claramente la legitimidad moral del legislador: no regresa por ambición, sino por ser requerido como fuerza equilibradora en un Estado que tiende al desorden.
Una vez de vuelta, Licurgo comprende que cualquier intento de reforma parcial sería inútil. Plutarco usa una analogía médica para ilustrar su pensamiento: así como un cuerpo afectado por múltiples enfermedades necesita una purga total para volver a un modo de vida sano, también Esparta requiere una reestructuración completa de su sistema político. Antes de actuar, Licurgo acude a Delfos, buscando la legitimidad divina. El oráculo lo declara “caro a los dioses” y “más dios que hombre”, y le promete un sistema de gobierno superior a todos los existentes. Esta sanción religiosa —fundamental en la mentalidad griega— convierte su reforma en una misión sagrada, reforzando su autoridad para transformar el Estado.
De regreso en Esparta, Licurgo reúne primero a los principales ciudadanos y luego a la muchedumbre, preparando el terreno para la instauración de un nuevo orden. El movimiento reformista incluye una acción decididamente política: instruye a treinta nobles para que se presenten armados al amanecer en la plaza, generando un impacto psicológico destinado a frenar cualquier resistencia. Entre los aliados más destacados se menciona a Artmíadas. Aunque se produce cierto tumulto, el rey Carilao —débil de carácter, según Plutarco— se asusta y se refugia en un templo, temiendo ser culpado de todo. Solo tras múltiples juramentos y persuasiones se reincorpora al proceso. El autor introduce aquí una dimensión dramática: incluso el rey teme el alcance de las reformas, mientras la figura firme es Licurgo, guiado por convicción y por la autoridad del oráculo.
El eje central del pasaje es la fundación del Senado (gerousía), que Plutarco considera la principal de las innovaciones de Licurgo. Esta institución actúa como un punto intermedio entre la autoridad real y la asamblea del pueblo, creando un equilibrio que evita tanto la tiranía como la democracia descontrolada. Platón elogia esta estructura porque estabiliza el gobierno, aportando freno y prudencia. Los veintiocho ancianos, sumados a los dos reyes, conforman un cuerpo de treinta que ejerce una función moderadora. Plutarco menciona diversas explicaciones tradicionales sobre el número: Aristóteles sostiene que originalmente eran treinta, pero que dos desertaron; Esfeiro lo relaciona con simbolismos matemáticos; y finalmente el propio Plutarco concluye que lo importante es que, sumados los ancianos y los reyes, el consejo alcanzaba el número completo de treinta miembros.
La Retra: el origen oracular de la constitución espartana
Licurgo, consciente de que toda reforma profunda necesitaba una legitimidad superior, trajo desde Delfos un vaticinio —la célebre Retra— que sirviera de fundamento sagrado a la reorganización política de Esparta. Plutarco apunta que Licurgo actuó con extremo cuidado: no se presentó como autor humano de la nueva constitución, sino como transmisor de la voluntad de Apolo. Esto reforzaba extraordinariamente su autoridad y dificultaba cualquier oposición. La Retra detallaba elementos esenciales: la construcción de templos a Zeus y Atenea “Silanios”, la división del pueblo en tribus y fratrias, la creación de un Senado de treinta miembros junto con los reyes, y el modo en que estas autoridades debían convocar y disolver las asambleas del pueblo. El mensaje central es claro: el nuevo orden brota de lo divino y establece una estructura política compleja en la que cada órgano tiene funciones definidas.
Plutarco aclara después los términos técnicos de la Retra. “Tribuir tribus” y “fraternizar fratrias” significan organizar a la población en unidades políticas básicas, reforzando el sentido de pertenencia y de orden. Los “Arqueguetas” eran los reyes, mientras que “congregar” designaba la reunión del pueblo en asamblea. El espacio donde debía celebrarse la junta se situaba entre Babica y Cnaquión, probablemente un tramo del río Enunte o su puente, según las distintas versiones. Este detalle topográfico tiene importancia simbólica y política: la asamblea debía celebrarse al aire libre, sin pórticos, techos ni ornamentos. Licurgo creía que tales adornos distraían al ciudadano y fomentaban pensamientos vanos, mientras que el espacio austero y desnudo dirigía la atención hacia la deliberación misma. La puesta en escena arquitectónica, por tanto, formaba parte de la educación cívica espartana.
Otro punto clave es que la asamblea del pueblo no podía proponer temas libremente: solo podía aceptar o rechazar los dictámenes que presentaban los ancianos y los reyes. Esta limitación revela el carácter mixto y equilibrado de la constitución espartana: el pueblo participa, pero no gobierna. Sin embargo, con el tiempo, los ciudadanos empezaron a alterar las propuestas añadiendo o quitando partes, lo que generó tensiones institucionales. Para corregir esto, los reyes Polidoro y Teopompo añadieron una cláusula a la Retra que permitía a los ancianos y a los reyes disolver la asamblea si el pueblo “no iba por lo recto”, es decir, si modificaba impropiamente las propuestas. Se trataba de una forma de veto destinada a preservar la estabilidad del sistema y a impedir que la asamblea se convirtiera en una fuerza disruptiva.
Plutarco añade que esta modificación también se presentó como un mandato divino, apoyándose en versos del poeta Tirteo, quien atribuía la estructura tripartita del gobierno —reyes, ancianos y pueblo— a un oráculo de Apolo. Estos versos refuerzan la arquitectura ideológica de Esparta: las leyes son rectas cuando los reyes gobiernan con autoridad sagrada, los ancianos deliberan con prudencia y el pueblo participa de manera subordinada, dentro de límites establecidos. La apelación constante a lo divino convierte la constitución espartana no solo en un sistema político, sino en un orden religioso legitimado por la voz del dios.
El equilibrio después de Licurgo: los Éforos y la corrección de la oligarquía
Pese a que Licurgo había equilibrado el poder mediante la creación del Senado y la regulación de la asamblea, sus sucesores observaron que aún persistía un riesgo: la oligarquía seguía siendo demasiado poderosa. Platón la describe como “hinchada y ambiciosa”, una fuerza que, si no se controlaba, podía deformar el orden constitucional. Para corregir este desajuste, alrededor de ciento treinta años después de Licurgo se introdujo una nueva institución: la magistratura de los Éforos. El primero en ocupar este cargo fue Élato, bajo el reinado de Teopompo. Este dato señala que la constitución espartana, aunque atribuida a Licurgo en su raíz, fue objeto de ajustes posteriores que buscaban preservar su espíritu mediante nuevas formas de equilibrio.
La anécdota sobre el rey Teopompo refuerza esta idea de equilibrio deliberado. Su esposa lo reprocha por transmitir menos autoridad a sus hijos que la que él había recibido, pero el rey responde que su autoridad será, en realidad, mayor, porque será más duradera. La observación revela un principio fundamental del pensamiento político lacedemonio: el poder absoluto es frágil, mientras que el poder moderado es estable. Al ceder parte de la autoridad real hacia los Éforos, Teopompo no debilitaba la monarquía, sino que la fortalecía a través de la prudencia. La cesión voluntaria del exceso —aquello que hacía peligrosa a la realeza— permitió que Esparta evitara los conflictos que sí devastaron a sus vecinos.
Plutarco aprovecha este contraste para destacar la superioridad del sistema espartano diseñado por Licurgo. Mesenia y Argos, pese a tener constituciones originalmente equilibradas y un reparto de poder quizá más favorable que el espartano, colapsaron pronto. Las causas son descritas como simétricas: la altanería de los reyes y la desobediencia del pueblo. En ambos casos, los excesos de una parte provocaron la descomposición total del orden político. Estos ejemplos funcionan como espejos que permiten valorar la obra de Licurgo: su diseño institucional era tan preciso que, incluso siglos después, su estabilidad inspiraba admiración comparativa.
La constitución espartana aparece así como un caso excepcional en el mundo antiguo: un equilibrio no solo estable, sino duradero, capaz de resistir tensiones internas y de evitar los desastres políticos que afectaron a otros pueblos con sistemas similares. La introducción posterior de los Éforos no contradice a Licurgo, sino que confirma la solidez de su planteamiento inicial: un gobierno ordenado necesita tanto estructura como capacidad de adaptación.
La igualdad radical: el reparto de tierras y la erradicación de la riqueza y la pobreza
Plutarco considera la segunda gran reforma de Licurgo, y quizá la más audaz: la redistribución total del territorio espartano. El problema de fondo era la profunda desigualdad económica que corroía la ciudad. Los ricos concentraban la tierra y los bienes, mientras los pobres vivían en la precariedad, dependientes y resentidos. Esta asimetría generaba envidia, corrupción, insolencia y lujos ostentosos, así como indignidad y desesperación entre los necesitados. Licurgo comprendió que ninguna reforma política podía sostenerse mientras la estructura económica siguiera produciendo desigualdad. Por ello, atacó lo que Plutarco llama “los dos mayores y más antiguos males”: la riqueza excesiva y la pobreza extrema.
La propuesta de Licurgo fue radical: persuadir a los ciudadanos de imaginar el territorio como si estuviera vacío, sin propietarios, para así repartirlo desde cero. El objetivo era que todos vivieran en una igualdad material básica, cimentada no en privilegios heredados, sino en un nivel común desde el cual la única diferencia legítima fuera la virtud. Plutarco destaca su mensaje moral: entre hombre y hombre no debe existir más distancia que la que introduce la alabanza de lo honorable o la censura de lo vergonzoso. La ciudad debía ser un espacio donde la excelencia personal, no la acumulación económica, determinara la posición social.
Según la tradición más difundida, Licurgo dividió Laconia en treinta mil lotes para los habitantes del campo y en nueve mil para los ciudadanos espartanos. Otras versiones atribuyen parte del reparto al rey Polidoro, pero todas coinciden en que se trató de una distribución masiva y deliberada. Cada parcela estaba calculada para producir exactamente lo necesario: setenta fanegas de cebada para un hombre, doce para su mujer, y una proporción adecuada de productos líquidos. Esta estandarización revela un principio espartano esencial: la suficiencia. No se buscaba abundancia, sino un equilibrio que garantizara salud, fortaleza y autonomía, sin fomentar la acumulación de excedentes que pudieran reactivar la desigualdad.
El capítulo culmina con una imagen poderosa y simbólica: al regresar de un viaje justo después de la siega, Licurgo observa las parvas cuidadosamente igualadas y comenta, sonriendo, que toda Laconia parecía repartida por hermanos. La metáfora es el núcleo ideológico de la reforma: la fraternidad política fundada en la igualdad material. Para Plutarco, esta escena funciona como un emblema visual del proyecto licurgueo: una sociedad cuyo orden económico refleja armonía, moderación y unidad cívica.
La guerra contra el lujo: la moneda de hierro y la economía de la austeridad
Plutarco presenta aquí otra de las reformas más ingeniosas y profundas de Licurgo: la transformación económica destinada a erradicar el lujo y la desigualdad, no mediante la confiscación directa de bienes —como inicialmente pretendió con los muebles— sino mediante un golpe maestro al sistema monetario. Al ver que la redistribución de objetos personales generaba resistencia, Licurgo optó por un camino indirecto pero más eficaz: destruir el valor simbólico y práctico de la riqueza. Para ello prohibió la moneda de oro y plata y la sustituyó por una moneda de hierro de enorme peso y volumen, pero de escaso valor. El resultado inmediato fue que acumular dinero se volvió físicamente incómodo e inútil: se requería un cofre enorme para guardar diez minas y una carreta para transportarlas. Con este simple cambio, los incentivos a la avaricia desaparecieron.
Esta innovación monetaria tuvo un efecto moral deliberado. Si la moneda no podía ocultarse, ni ser dividida, ni transformada en joyas, ni utilizada para comprar bienes de lujo, entonces también se eliminaban de raíz tentaciones como el soborno, el robo y el fraude. Plutarco añade un detalle técnico revelador: el hierro se volvía frágil al ser enfriado en vinagre, volviéndolo inservible para la forja. Así, la moneda quedaba voluntariamente inutilizada para cualquier otro propósito. De este modo, Licurgo convirtió el dinero en un instrumento que impedía el enriquecimiento y los delitos asociados a él. La economía lacedemonia quedaba de facto aislada del comercio exterior, al no interesar a griegos ni extranjeros una moneda pesada, burlesca y sin valor real.
Las consecuencias de esta reforma fueron vastas. Sin la posibilidad de comerciar con bienes suntuarios, todas las artes dedicadas al lujo —orfebrería, decoración, cosmética, fabricación de joyas— desaparecieron por falta de demanda. No fue necesario expulsar a nadie: simplemente no había compradores. Tampoco entraban en Esparta comerciantes extranjeros ni sofistas, ni embaucadores, ni buscavidas, ni vendedores de placeres. La ciudad quedó aislada económicamente, pero en ese aislamiento encontró su virtud: al eliminarse el incentivo externo, el lujo murió por inanición. Los ricos ya no podían ostentar porque no existía un canal para manifestar la abundancia. La acumulación era estéril; la comparación social, irrelevante.
Sin embargo, este empobrecimiento artificial no implicó descuido en los objetos necesarios para la vida cotidiana. Por el contrario, al desaparecer las artes superfluas, las artes útiles florecieron. Plutarco menciona que los espartanos crearon muebles —lechos, mesas, sillas— trabajados con cuidado y perfección. Cita también el célebre jarro laconio, apreciado especialmente por los soldados: su diseño enmascaraba impurezas del agua y su estructura retenía la tierra en los bordes, haciéndola más potable. La excelencia técnica aplicada a lo funcional se volvió característica de Esparta, y Plutarco sugiere que esta orientación moral y estética —hacia lo necesario, no lo ostentoso— debe atribuirse al genio del legislador.
La mesa común: cómo Licurgo convirtió la riqueza en algo inútil
Plutarco aborda el tercer gran instrumento con que Licurgo buscó destruir el lujo: la institución de los banquetes comunes (syssitia). Si el reparto de tierras atacaba la desigualdad desde la propiedad, y la moneda de hierro eliminaba el poder del dinero, los comedores colectivos se dirigían a la esfera más íntima de la vida cotidiana: la alimentación. Licurgo comprendió que el lujo doméstico —la mesa abundante, los banquetes privados, las cocinas sofisticadas— fomentaba cuerpos pesados, hábitos decadentes y deseos desordenados. Quería impedir que los ciudadanos se engordaran “en tinieblas”, como animales insaciables, entregados a la gula y al reposo. Por eso estableció que todos comieran lo mismo, en los mismos lugares, bajo normas comunes, eliminando la posibilidad de ostentar mediante la mesa.
Plutarco destaca que esta medida asombró a todos, pero más admirable aún fue el resultado: volvió indiferente la riqueza. Teofrasto observa que, gracias a los banquetes colectivos y a la sobriedad de la dieta espartana, la riqueza perdió utilidad social: no se podía exhibir vajilla lujosa, ni contratar cocineros expertos, ni distinguirse con preparaciones costosas. El rico y el pobre comían juntos, lo mismo, del mismo modo. Esta igualdad alimentaria anulaba las diferencias económicas visibles y hacía imposible cualquier forma de ostentación culinaria. Así cobraba sentido el proverbio que Plutarco cita: “En todas las ciudades brilla Pluto (el dios de la riqueza), excepto en Esparta, donde permanece ciego e inmóvil”.
Además, los banquetes comunes tenían una dimensión disciplinaria y moral. Nadie podía comer en su casa para luego presentarse a la mesa común ya saciado. Los espartanos observaban atentamente a quienes no participaban con apetito, considerándolos glotones y delicados. Esta vigilancia compartida funcionaba como un mecanismo de control social que impedía escapar al sistema común de vida. Licurgo utilizó así la presión comunitaria para sostener la reforma: comer con la ciudad no era solo un deber, sino una prueba de lealtad y austeridad. El que rehuía el banquete público mostraba desprecio por la igualdad y la disciplina, valores centrales del orden espartano.
El nacimiento ritual de Roma: la consagración del espacio y el simbolismo del pomerio
Plutarco señala primero que Rómulo sepultó a su hermano en el lugar llamado Remoria, junto a quienes lo habían criado, un gesto que cumple con la piedad familiar y prepara el tránsito hacia la obra de fundación. Solo después de rendirle honores fúnebres, Rómulo se dedica a la ciudad, como si el duelo y el respeto a Remo fueran el paso necesario para garantizar la legitimidad del nuevo asentamiento.
Enseguida, Plutarco describe cómo Rómulo convoca a especialistas etruscos experimentados en ceremonias fundacionales. La Etruria era famosa por su saber ritual y augural, por lo que su participación indica que Roma se construye siguiendo un orden simbólico y religioso preciso. Se realiza primero un hoyo circular—llamado mundus—en el que se depositan primicias de todos los bienes esenciales para la vida, así como puñados de tierra traídos por cada fundador desde su patria de origen. Esta mezcla de tierras simboliza la unión de diversos pueblos en una comunidad nueva, y el hoyo, cuyo nombre es el mismo que el del cielo (mundus), es interpretado como un punto de contacto entre el mundo humano y el mundo divino. La ciudad no es simplemente un asentamiento, sino una creación cargada de sacralidad, un cosmos reducido.
A continuación se describe el acto de delimitar la ciudad mediante el arado, uno de los ritos más característicos de la tradición romana. El fundador, unciendo un buey y una vaca, traza un surco profundo siguiendo el círculo previamente marcado. Este surco es la línea que dará origen al muro, y los compañeros del fundador deben recoger hacia el interior todos los terrones levantados, asegurando que nada salga hacia afuera. La operación representa la separación entre el espacio civilizado y el exterior hostil, entre la comunidad y lo que no pertenece a ella. El arado no solo delimita: consagra. Roma nace como un espacio purificado y protegido por fuerzas divinas.
Un detalle esencial es el tratamiento de las puertas. Donde se prevé construir una, se levanta el arado, interrumpiendo el surco. Todo el muro es sagrado, excepto precisamente las puertas. La razón es práctica y religiosa a la vez: si fueran sagradas, introducir y sacar objetos impuros constituiría sacrilegio. Las puertas deben permitir la vida cotidiana; por eso no pueden estar del todo consagradas. Esta distinción muestra la sofisticación del pensamiento ritual romano: la ciudad es un espacio sacro, pero no tanto como para impedir su funcionamiento. La sacralidad se distribuye de forma calculada, protegiendo el perímetro sin obstaculizar la dinámica interior.
La violencia, la templanza y la educación moral: el ojo perdido de Licurgo
Los ricos, al sentirse amenazados en sus privilegios, se sublevaron con gritos y agresiones, llegando incluso a apedrear a Licurgo en la plaza hasta obligarlo a huir. La hostilidad era tal que solo logró refugiarse en un templo, símbolo de que su única protección provenía del ámbito sagrado. En este contexto aparece Alcandro, un joven impulsivo que, llevado por el furor colectivo, persiguió a Licurgo y le golpeó con tal fuerza que le reventó un ojo. Esta violencia física sintetiza la violencia moral que enfrentó el legislador: su intento de instaurar la igualdad despertó un odio proporcional al alcance de su proyecto.
La reacción de Licurgo es profundamente reveladora de su carácter. En lugar de responder con ira o venganza, se presenta nuevamente ante los ciudadanos, mostrando su rostro ensangrentado y el ojo perdido. Este acto no es teatral, sino pedagógico: no reclama castigo, sino conciencia. Al ver aquello, los espartanos se avergüenzan y experimentan un remordimiento colectivo que transforma su actitud. La comunidad entrega a Alcandro al propio Licurgo, no para que lo castigue físicamente, sino para que disponga de él. Es un momento de inflexión: de un acto de violencia nace la posibilidad de educación moral, evidenciando el tono profundamente ético con que Plutarco enmarca la figura del legislador.
Lo más notable del episodio es la forma en que Licurgo trata al agresor. No lo humilla ni lo maltrata; simplemente ordena a todos retirarse y lo designa como su sirviente. Alcandro, obligado a convivir con él, observa de cerca su disciplina, su austeridad, su dulzura de carácter y su firmeza moral. Al compartir la vida cotidiana con el hombre al que había herido, descubre en él un espíritu noble y sereno, opuesto a la imagen distorsionada que la rabia colectiva le había instilado. El joven no solo se arrepiente: se transforma. Pasa de ser un muchacho altivo e iracundo a un ciudadano prudente y educado. Plutarco presenta este cambio como el castigo más elevado: no la represalia, sino la conversión moral del culpable.
Para perpetuar la memoria del episodio, Licurgo erige un templo a Atenea Optilétis, nombre derivado del término dórico para “ojo”. Algunos autores sostienen que no llegó a perder el ojo, sino que fue herido y luego curado, y que el templo fue un agradecimiento por dicha curación. Sea cual fuere la versión exacta, el monumento convierte una agresión en un recordatorio de la virtud, la paciencia y la filosofía del legislador. Además, el episodio deja una huella cívica concreta: los lacedemonios abandonan el uso de llevar bastón a las asambleas, probablemente para evitar que una herramienta simbólica de autoridad se convirtiera en arma de violencia política.
Licurgo aparece no solo como un reformador audaz, sino como un hombre capaz de transformar el odio en educación, la violencia en prudencia y la injuria en institucionalidad. En manos de Plutarco, el legislador espartano encarna el ideal de la virtud que vence no por la fuerza, sino por la influencia moral.
Las mesas de la virtud: estructura, disciplina y educación en los banquetes espartanos
Plutarco compara las denominaciones cretenses y lacedemonias: los cretenses los llamaban andria, mientras que los espartanos fidicia. Este nombre podía derivarse de “amistad y concordia”, indicando su función como espacios de cohesión cívica, o bien de términos relacionados con la moderación y el ahorro. Incluso se sugiere que el nombre habría sufrido alteraciones fonéticas. Con estos detalles etimológicos, Plutarco introduce el sentido profundo del banquete: no es una comida común, sino una institución que forma parte de la estructura moral del Estado.
La organización de los banquetes se basaba en grupos reducidos de quince personas. Cada miembro debía contribuir mensualmente con cantidades precisas de alimentos básicos —harina, vino, queso, higos— y una pequeña suma para carne. Además, quienes sacrificaban un animal o traían presas de caza podían agregar parte de lo obtenido. El objetivo era mantener la autarquía del grupo y garantizar un régimen alimentario uniforme. La regla se aplicaba con rigor: salvo casos excepcionales, todos debían asistir diariamente. La anécdota del rey Agis ilustra esta inflexibilidad. Tras una victoria militar, quiso cenar con su esposa, pero los polemarcos se negaron a enviarle su ración, y al día siguiente, por el enfado que le impidió cumplir con un sacrificio ritual, fue multado. La igualdad ante la ley era absoluta: ni siquiera un rey podía sustraerse a la disciplina cívica.
Los banquetes también tenían un carácter educativo. Los niños asistían como aprendices de ciudadanía, escuchando conversaciones políticas y aprendiendo a comportarse con sobriedad, humor medido y resistencia emocional. El espacio funcionaba como una escuela moral en la que se enseñaba a soportar chanzas sin irritarse y a responder con ingenio, pero sin insolencia. El más anciano advertía siempre a los jóvenes al entrar: “Fuera de estas puertas no ha de salir palabra”, recordándoles que la discreción era una virtud clave en la vida pública espartana. Así, los syssitia mantenían un equilibrio entre convivencia, disciplina, franqueza controlada y educación cívica.
El procedimiento para admitir a un nuevo miembro revela la importancia del consenso: cada participante dejaba caer un trozo de masa en una vasija, y si uno solo lo apretaba, indicando rechazo, el candidato era excluido. Esto aseguraba que el grupo se mantuviera armónico, basado en la adhesión voluntaria y la camaradería. La unanimidad no era un simple formalismo: era la garantía de que la mesa común fuera “un lugar de amigos”, donde nadie conviviera forzadamente. Esta práctica muestra que la igualdad espartana no excluía la selectividad: la virtud debía ir acompañada de un carácter afín al grupo.
El capítulo concluye con detalles emblemáticos de la sobriedad espartana, especialmente el famoso “caldo negro”, del cual Plutarco dice que los ancianos lo apreciaban más que la carne. La anécdota del rey del Ponto —incapaz de apreciar el gusto del caldo— dice que su valor no era culinario sino cultural: solo quien compartía la vida dura de Esparta podía disfrutarlo. Finalmente, la norma de retirarse sin luz después del banquete enseñaba a los ciudadanos a moverse de noche sin temor. Todo el ritual alimentario es parte de un sistema destinado a forjar carácter, valentía y disciplina.
Las retras
Para Licurgo, lo verdaderamente esencial para la felicidad de la ciudad no reside en normas fijadas materialmente, sino en las costumbres, hábitos y disposiciones morales de los ciudadanos. Las leyes escritas son estáticas, pueden ser interpretadas con artificio o burladas; en cambio, la educación forma un carácter estable y un criterio capaz de discernir lo justo sin depender de reglas externas. Por ello, las cuestiones menores —intercambios, litigios de poca entidad, asuntos cambiantes— debían quedar entregadas al juicio prudente de ciudadanos bien formados. La verdadera constitución, insiste Plutarco, estaba en la paideía, en la crianza y en el temple interior inculcado por el legislador.
Otra retra se dirigía contra el lujo doméstico, revelando la coherencia del programa licurgueo: del mismo modo que había austera igualdad en el banquete público, debía haberla en el hogar. Licurgo ordenó que los techos solo pudieran trabajarse con hacha y las puertas solo con sierra, prohibiendo cualquier otro instrumento más refinado que pudiera introducir ornamentación. Esta arquitectura deliberadamente ruda impedía que un ciudadano colocara en una casa sencilla objetos lujosos, pues el contraste sería ridículo y delataría vanidad. De este modo, la austeridad estructural regulaba automáticamente el mobiliario, los paños, y todo el ajuar doméstico. La anécdota de Leotíquidas —preguntando en Corinto si los maderos nacían ya labrados, al ver un techo excesivamente tallado— ilustra la mentalidad espartana: la simplicidad como virtud y la ostentación como signo de corrupción moral.
La tercera retra mencionada es, quizá, la más sorprendente para un Estado militar como Esparta: prohibía hacer guerra repetidamente a los mismos enemigos. Licurgo temía que un enemigo acostumbrado al combate se volviera fuerte y formidable, aprendiendo precisamente de la constancia de los ataques espartanos. Esta idea revela un agudo realismo estratégico: la guerra excesiva endurece tanto al agresor como al agredido. Plutarco recuerda que, siglos después, se culpó al rey Agesilao por desconocer esta norma al insistir en campañas continuas contra Tebas, lo cual terminó fortaleciendo a los tebanos. Antálcidas se lo resumió con ironía amarga: “Este es el premio que te pagan los tebanos por enseñarles a pelear”.
Plutarco dice que Licurgo dio a estas instituciones el nombre de retras, presentándolas como decretos divinos inspirados por los dioses. Esta sacralización no era solo un recurso retórico: convertía a la constitución espartana en algo inmutable, protegido por la autoridad religiosa y sostenido por el hábito. Las retras no eran meros mandatos normativos, sino orientaciones vitales que estructuraban toda la conducta pública y privada. En conjunto, este capítulo muestra el núcleo filosófico del proyecto licurgueo: una ciudad donde la ley no está escrita en tablillas, sino en el carácter de sus ciudadanos, y donde la austeridad y la prudencia militar se convierten en pilares de la estabilidad colectiva.
Educación de las mujeres
Licurgo entendía que la función suprema del legislador era moldear el carácter de los ciudadanos desde la raíz, y esa raíz comenzaba con el matrimonio y la procreación. A diferencia de Aristóteles —quien reprocha al legislador no haber logrado contener la libertad y el poder doméstico de las mujeres— Plutarco afirma que Licurgo sí intentó regular este ámbito e intervenir en la educación femenina, aunque las circunstancias militares obligaran a que los hombres pasaran largos periodos fuera de casa y las mujeres administraran la vida doméstica. No era indiferencia, sino reconocimiento del papel decisivo de las mujeres en la formación de la comunidad.
El principal objetivo era fortalecer el cuerpo y el ánimo de las futuras madres. Para ello, Licurgo ordenó que las doncellas se ejercitaran en actividades físicas como correr, luchar, lanzar el disco y tirar con el arco. Creía que hijos sanos y vigorosos nacerían de madres fuertes, y que los partos serían menos dolorosos si su cuerpo estaba habituado al esfuerzo. Esta formación atlética no solo tenía fines biológicos, sino también morales: alejaba a las mujeres del ocio y la delicadeza excesiva, promoviendo una disciplina corporal similar a la de los varones. La educación espartana, por tanto, incluía a ambos sexos en la preparación física y moral que sustentaba al Estado.
Otro aspecto de esta educación era la participación de las doncellas en reuniones públicas donde se presentaban desnudas —como los jóvenes— para cantar, bailar y realizar ciertos sacrificios. Lejos de cualquier lascivia, Plutarco presenta este desnudo ritual como un acto acompañado de pudor, cuyo objetivo era promover el respeto propio, la emulación entre los jóvenes y la cultura de la virtud. Durante estas ceremonias, las doncellas tenían licencia para reprender o alabar públicamente a los jóvenes según su conducta. Esta práctica, envuelta en juego y canto, funcionaba como un mecanismo social de corrección moral: las burlas, cuando se dirigían a quien había errado, tenían más fuerza que sermones formales; las alabanzas, dirigidas a los valientes, encendían el deseo de gloria. La comunidad entera valorizaba estas interacciones, incluidos reyes y ancianos que asistían a los ejercicios.
Plutarco señala que nada en estos ritos era indecoroso, pues la desnudez se equilibraba con el pudor y la disciplina del contexto. Al contrario, generaba orgullo sano, autoestima y un deseo compartido de cultivar cuerpos y espíritus dignos de la ciudad. Las mujeres eran reconocidas como participantes activas en la virtud cívica; su rol no se restringía al ámbito privado, sino que influía directamente en la cultura moral de Esparta. La célebre frase de Gorgo, esposa de Leónidas —“Nosotras solas parimos hombres”— expresa esta conciencia: las mujeres espartanas no dominaban porque fueran caprichosas o altivas, sino porque eran educadas para ser las madres de ciudadanos fuertes, dignos y valientes.
Matrimonio, continencia y procreación cívica: el sistema conyugal de Licurgo
En Esparta, los enlaces no tenían por objetivo el gusto individual, sino la generación de ciudadanos fuertes, sanos y virtuosos. Por ello, todo el sistema matrimonial estaba envuelto en prácticas que buscaban estimular el deseo sin caer en el exceso, cultivar la continencia y orientar la sexualidad hacia la utilidad pública. Para Licurgo, el mayor deber del legislador era modelar la educación desde su origen: los nacimientos mismos debían ser ordenados en función del bien común.
Las ceremonias públicas —donde doncellas ejercitadas aparecían desnudas, competían y cantaban ante los jóvenes— servían, entre otras cosas, como preparación para el matrimonio. Platón, citado por Plutarco, observa que la atracción que surgía allí no era “geométrica”, es decir, meramente racional, sino amorosa y vital, dirigida a unir cuerpos aptos para engendrar hijos robustos. Sin embargo, Licurgo no se limitó a promover la unión: también sancionó duramente la soltería. Quienes se negaban a casarse eran objeto de burla pública, excluidos de las ceremonias, obligados a marchar desnudos en invierno e incluso privados del respeto tradicional otorgado a los ancianos. El mensaje era claro: la soltería no era una opción privada, sino una falta cívica.
El ritual del matrimonio propiamente tal era igualmente singular. No se trataba de una boda convencional, sino de un rapto simbólico, en el que la novia —ya madura, nunca niña— era entregada a la madrina, quien la transformaba mediante gestos rituales: cortar el cabello al ras, vestirla con atuendo masculino y colocarla en una cama de ramas. El esposo, sobrio y recién salido del banquete común, se unía con ella en la oscuridad, después de lo cual ambos volvían a sus rutinas separadas. Mientras duraba esta etapa, debían encontrarse secretamente, movidos más por el deseo fresco que por la convivencia continua. Este sistema, afirma Plutarco, fortalecía el autocontrol, evitaba la saturación afectiva y física, y hacía más intensa y saludable la vida conyugal.
El aspecto más radical de este capítulo es la concepción espartana de la procreación compartida. Licurgo consideraba que los hijos no pertenecían a los padres, sino a la ciudad; por ello, no veía motivo para aislar la paternidad dentro de límites estrictamente monógamos cuando la salud política requería hijos de los mejores ciudadanos. Así, un hombre anciano podía pedir a un joven virtuoso que fecundara a su esposa; y un hombre sobresaliente podía solicitar al marido de una mujer hermosa que le permitiera engendrar con ella, sin que esto implicara deshonra ni adulterio. El criterio no era la exclusividad romántica, sino la calidad moral y física de los futuros ciudadanos.
La célebre anécdota de Geradas ilustra esta mentalidad: cuando un extranjero pregunta cuál es la pena para el adulterio en Esparta, Geradas responde con la imposibilidad misma del acto. El adulterio, dice, es tan inconcebible en Esparta como un toro capaz de beber desde el Taigeto en el Eurotas.
El nacimiento del ciudadano: selección, crianza y la educación férrea de la infancia espartana
Plutarco describe aquí el corazón más duro —y, para muchos, más chocante— del sistema licurgueo: la intervención del Estado desde el mismo nacimiento. En Esparta, el hijo no pertenecía al padre, sino a la ciudad, y por ello el legislador trasladó el primer juicio sobre el recién nacido a un consejo de ancianos. En un lugar llamado Lesca, estos examinaban al niño: si era fuerte y bien constituido, recibía un lote de tierra y autorización para vivir; si, en cambio, era enfermizo o “monstruoso”, se ordenaba su exposición en un barranco del Taigeto. Plutarco justifica este acto como una decisión orientada al bien individual y público: al niño que no podría vivir sano y a la comunidad que necesitaba cuerpos aptos para la guerra. En esta lógica, la piedad estaba subordinada por completo a la utilidad cívica.
La crianza inicial también respondía a criterios rigurosos. Las madres probaban la robustez del recién nacido lavándolo con vino, convencidas de que los cuerpos débiles no resistían esa prueba. Las nodrizas espartanas gozaban de fama internacional: criaban a los niños sin fajas, de modo que sus cuerpos crecieran libres, fuertes y poco exigentes. No permitían que los niños temieran la oscuridad, lloraran por capricho o fueran difíciles de alimentar. Este método, que perseguía independencia y disciplina desde la cuna, hizo que incluso familias de otras ciudades compraran nodrizas espartanas; así lo ejemplifica la célebre nodriza de Alcibíades. Todo apunta a una pedagogía fundada en la resistencia física y emocional antes que en la ternura.
La educación formal comenzaba a los siete años, momento en que los niños dejaban el hogar para ingresar al sistema estatal. Licurgo prohibió que cada padre educara a su hijo como quisiera, pues la ciudad entera se hacía responsable de la formación común. Los niños eran organizados en grupos bajo el mando del más sensato y valiente entre ellos, creando una jerarquía temprana basada en mérito y disciplina. Los ancianos observaban sus juegos y provocaban disputas para evaluar carácter, temple y capacidad de soportar la adversidad. El aprendizaje literario era mínimo: lo esencial era obedecer, soportar fatigas y prepararse para la guerra.
A medida que crecían, las exigencias aumentaban. Desde los doce años no vestían túnica, solo una prenda anual, sin derecho a baños frecuentes ni aceites. Debían andar descalzos y jugar desnudos para acostumbrar el cuerpo al rigor. Dormían por camaradas en esteras de cañas cortadas a mano, sin hierro, y en invierno les añadían hojas de matalobos para dar calor. Estas prácticas no solo fortalecían físicamente a los jóvenes, sino que eliminaban cualquier rastro de comodidad, diversidad de crianzas o desigualdad doméstica. Todos los futuros ciudadanos crecían en condiciones idénticas, moldeados por un sistema que convertía la dureza en virtud cívica.
La adolescencia como forja final del ciudadano espartano
La vida de los jóvenes no pertenecía ya a las familias, sino a la comunidad entera. Hombres adultos, ancianos y figuras de autoridad acudían regularmente a sus gimnasios, participaban en sus juegos, provocaban disputas y corregían cualquier desvío. La ciudad funcionaba como un único tutor colectivo, de modo que ningún acto quedaba sin observación ni juicio. El modelo licurgueo no buscaba solo formar cuerpos fuertes, sino ciudadanos moldeados mediante una supervisión permanente.
El sistema se organizaba jerárquicamente. Un magistrado especial, elegido entre los hombres más respetados, actuaba como director de los jóvenes. Bajo él existía la figura del Eirén, un joven de veinte años que ejercía autoridad sobre sus camaradas, dándoles órdenes en las luchas y también utilizándolos como asistentes en los banquetes públicos. Estos rangos juveniles producían una estructura de obediencia, disciplina interna y liderazgo temprano. Los más crecidos eran enviados a buscar leña; los pequeños, a recoger verduras; pero lo más llamativo era que estas tareas debían cumplirse mediante el robo deliberado, siempre que no fuesen descubiertos.
Esta práctica del robo permitido —pero castigado si se ejecutaba torpemente— es uno de los rasgos más conocidos de la paideía espartana. Se esperaba que los jóvenes aprendieran a ser audaces, sigilosos, ingeniosos y autosuficientes. Si eran atrapados, no se les castigaba por robar, sino por ser torpes y descuidados. La falta de alimento era intencionada: la escasez obligaba a ingeniarse para sobrevivir, entrenando así cualidades necesarias para la guerra y para la vida comunal. Plutarco señala que esta norma tenía al menos dos objetivos: el primero, fomentar la astucia y la destreza; el segundo, moldear el cuerpo mediante una dieta frugal.
La idea de que la delgadez favorecía la agilidad, la rectitud corporal y la belleza formaba parte del pensamiento médico antiguo. Plutarco menciona que las constituciones “esbeltas” son más dóciles al movimiento y a la formación corporal, mientras que las nutridas en exceso tienden a la pesadez y torpeza. Incluso compara este fenómeno con las observaciones sobre la gestación, donde se creía que un régimen más austero producía hijos más bellos y proporcionados. Aunque deja abierta la discusión sobre la causa, lo importante es que esta austeridad física se integraba plenamente al proyecto licurgueo de crear ciudadanos ágiles, resistentes y dispuestos a soportar cualquier adversidad.
La formación espiritual del joven espartano
El animal le desgarró el vientre bajo la túnica, pero él soportó el dolor para no fallar en la disciplina del sigilo. Esta narración —que hoy suena brutal— es empleada por Plutarco como ejemplo máximo de la fortaleza que se esperaba de los jóvenes, y que también se manifestaba en los rituales de flagelación en el altar de Ártemis Ortia. El ideal no era la ausencia de dolor, sino la capacidad de dominarlo por completo. La virtud espartana comenzaba por el cuerpo, pero se expresaba finalmente en la voluntad.
El Eirén, figura central en la educación tardía, ejercía autoridad directa sobre los jóvenes, no solo en ejercicios físicos, sino también en formación moral e intelectual. Durante los banquetes, ordenaba a unos cantar y a otros responder preguntas difíciles, destinadas a entrenar el discernimiento ético. ¿Quién es el mejor hombre? ¿Qué juicio merece tal acción? Las respuestas debían ser breves, meditadas y justificadas. El silencio, la duda o una contestación sin fundamento eran signo de carácter débil, incapaz de evaluar lo justo y lo bello. Así, el joven espartano aprendía que la virtud no era un sentimiento, sino un juicio claro y rápido, capaz de identificar la excelencia en la vida pública.
El castigo por responder mal era simbólico pero humillante: el Eirén mordía el pulgar del infractor. Este gesto, lejos de ser un acto de simple violencia, reforzaba la idea de corrección inmediata y corporal, donde el error moral se vinculaba a una sensación concreta. Sin embargo, el propio Eirén debía dar cuenta de sus castigos ante los ancianos: si había sido demasiado severo o demasiado indulgente, se le reprendía. Así, también él era educado en la mesura. La autoridad no se ejercía arbitrariamente; era una responsabilidad vigilada.
Plutarco añade un elemento revelador sobre la cultura espartana: la importancia de los amadores (erastai), adultos que admiraban a un joven y lo tomaban bajo su tutela afectiva y moral. Lejos de las connotaciones exclusivas que podrían imaginarse, estos vínculos estaban destinados a inspirar al joven, fomentar su virtud y crear lazos de responsabilidad entre ciudadanos. El comportamiento del joven afectaba a la reputación del amante: si gritaba impropiamente en una lucha, se multaba al adulto por no haberlo formado bien. El amor era, pues, una institución pedagógica, no meramente privada.
Incluso las mujeres podían tener doncellas amadas a quienes orientaban espiritualmente. Este tipo de relaciones, señala Plutarco, no generaba celos, sino amistades sólidas entre quienes amaban al mismo joven, pues compartían el deseo de verlo sobresalir. El modelo erótico espartano no era pasional ni posesivo, sino educativo y cívico. En este contexto, el amor se convertía en una fuerza social que elevaba el carácter, impulsaba la excelencia y reforzaba la cohesión del grupo.
El espíritu lacónico y la forja del lenguaje sentencioso
Licurgo deseaba que sus jóvenes dominaran la palabra del mismo modo que dominaban el cuerpo: sin excesos, sin adornos inútiles y con una eficacia tajante. Así como transformó la moneda en hierro pesado y de poco valor, hizo lo inverso con el lenguaje, buscando que una frase corta contuviera un sentido entero y profundo. En este ideal, hablar poco era signo de inteligencia; hablar demasiado, de torpeza.
El uso del lenguaje lacónico —brusco, ingenioso y memorable— era parte esencial de la identidad espartana. Los jóvenes aprendían desde pequeños a responder con brevedad afilada, mezclando ironía y verdad. Plutarco compara la prolijidad en el habla con la gula: así como los excesos del cuerpo debilitan, también la verbosidad empobrece el sentido. Por ello, en Esparta se educaba a los jóvenes para producir sentencias, no discursos; para decir lo justo y necesario, nunca lo redundante.
Las anécdotas que recopila Plutarco ilustran este estilo. Cuando un ateniense se burla del tamaño reducido de las espadas espartanas afirmando que los malabaristas podrían tragárselas, el rey Agis responde: “Pero nosotros alcanzamos muy bien con ellas a los enemigos”. El golpe verbal, breve y certero, imita la misma eficacia de la espada. Así, el lenguaje se vuelve metáfora del ethos guerrero: directo, preciso y sin desperdicio.
Licurgo mismo, según Plutarco, era maestro de este arte. Su sentencia a quien pedía instaurar una democracia —“Establece tú primero democracia en tu casa”— cuestiona la coherencia del interlocutor mediante un solo giro verbal. O aquella respuesta sobre los sacrificios baratos: “Para que no nos quedemos algún día sin poder ser piadosos”. Las palabras funcionan aquí como instrumentos de sabiduría política, capaces de encerrar en una frase una doctrina completa sobre la moderación y la estabilidad.
La colección de dichos atribuidos al legislador culmina en su célebre opinión sobre las murallas: “No está sin muros la ciudad que se ve coronada de hombres, y no de ladrillos”. El mensaje es nítido: la fortaleza de Esparta no debe ser buscada en estructuras materiales, sino en la virtud de sus ciudadanos. Plutarco, sin embargo, advierte prudentemente que la autenticidad de estas cartas es incierta. Pero, auténticas o no, representan el ideal que la tradición asoció a Licurgo: un legislador cuya grandeza no se expresaba en discursos largos, sino en pensamientos densos y penetrantes.
Apotegmas y rechazo espartano a la verbosidad
Para ellos, el hablar de más era una falta de juicio, y el verdadero dominio del lenguaje consistía en saber cuándo hablar, cuánto decir y con qué propósito. Leónidas reprende a un hombre que ha razonado bien, pero “no cuando conviene”: la oportunidad es tan importante como el contenido. Carilao, sobrino de Licurgo, resume el principio en una frase brillante: “Los que gastan pocas palabras no han menester muchas leyes”. En Esparta, la brevedad en el hablar equivalía a claridad en la norma y firmeza en la disciplina.
Los ejemplos que ofrece Plutarco revelan una mezcla de ingenio y severidad moral. Hecateo, criticado por guardar silencio en un banquete, es defendido por Arquidámidas: “El que sabe hablar, sabe también cuándo”. La frase deja ver que el silencio, lejos de ser vacío, puede ser prudencia. Los apotegmas eran armas de crítica social: Demarato, ante un hombre de mala conducta que insiste en preguntarle quién es el mejor espartano, sentencia: “El que menos se parezca a ti”. La respuesta, afilada como una espada corta, corrige sin necesidad de repeticiones.
Otros dichos condensan una visión política y ética del mundo. El rey Agis ironiza sobre la justicia elea: “¿Qué mucho hacen, si usan de justicia un día cada cinco años?”, aludiendo a que esa virtud debería ser continua, no circunstancial. Teopompo reprende a un forastero orgulloso de ser llamado “amigo de los espartanos”, diciéndole que sería mejor ser “amigo de sus ciudadanos”, insinuando que valoran más los afectos internos que la adulación externa. Plistónax, a su vez, lanza una estocada contra los atenienses: “Nosotros solos no hemos aprendido nada malo de vosotros”. La concisión es hiriente, pero reveladora del orgullo cívico.
Los espartanos también aplicaban sus sentencias a situaciones aparentemente triviales. A uno que alababa a un imitador del ruiseñor, el oyente replica: “Yo he oído al ruiseñor mismo muchas veces”, desacreditando lo innecesario. A quienes murieron intentando apagar una tiranía, un espartano comenta que “muy bien empleado que muriesen por no dejarla quemarse entera”, señalando que combatir el mal sin decisión puede ser peor que dejar que se destruya a sí mismo. Incluso en los viajes conservaban su espíritu moralizador: un joven se niega a ser transportado en silla porque no querría sentarse donde no pudiera ceder el asiento a un anciano.
La educación del lenguaje como energía moral en Esparta
La educación espartana no solo formaba cuerpos resistentes y voluntades austeras, sino también un lenguaje vigoroso y una sensibilidad poética dirigida a la virtud. El legislador cuidó que los jóvenes aprendieran a expresarse con claridad, pureza lingüística y fuerza moral. Sus versos no eran adornos literarios, sino instrumentos para “elevar el ánimo” y fomentar intenciones nobles. La palabra, igual que la espada, debía actuar con energía y precisión, sin adornos superfluos. Este detalle revela que Esparta no era solo un Estado militar, sino también una cultura que veía en la palabra un nutriente de la virtud cívica.
Los poemas que cantaban en público tenían una función absolutamente pedagógica. Eran elogios a los que habían muerto por Esparta, presentando su destino como dichoso, y reproches a los cobardes, cuya vida se mostraba miserable y deshonrosa. En estos cantos se mezclaba incentivo y disciplina moral. Se les enseñaba a desear la gloria del sacrificio y a rechazar la ignominia. La poesía, por tanto, era un medio de formación ética, no una diversión. Plutarco cita el ejemplo de los tres coros —ancianos, hombres en la plenitud, y jóvenes— que, en diálogo ritual, mostraban la continuidad generacional de la virtud guerrera: fuimos, somos, seremos. La comunidad entera se veía reflejada en este ciclo educativo y moral.
Plutarco remarca que esta relación entre música y virtud no es casual. Los ritmos lacónicos, acompañados de flautas durante el ataque, marcaban el paso y ordenaban el ánimo en la batalla. La música era disciplina interior, una forma de imponer armonía en el momento crítico del combate. Por eso Terpandro y Píndaro asociaron la fuerza militar con la musical, como si la virtud guerrera exigiera también una armonía espiritual. Los versos citados por Plutarco presentan al espartano como hombre “muy músico y muy guerrero”, capaz de manejar la espada y la lira. Esto revela una síntesis profunda: la excelencia militar no excluía la formación estética; al contrario, la requería.
Antes de entrar en combate el rey ofrecía sacrificios a las Musas, como recordatorio de la educación recibida y como súplica para que la acción guerrera fuese digna de ser cantada. La gloria no se medía solo en la victoria, sino en hacer algo que mereciera memoria poética. Así, la guerra se sacralizaba no por la violencia, sino por la aspiración a una fama virtuosa.
Estética, música y clemencia en la guerra
Detrás de su rigor, existía también un cuidado por la apariencia, la estética militar y la disciplina emocional en el campo de batalla. Aunque la formación cotidiana era dura, los espartanos permitían a los jóvenes ciertos cuidados en el cabello, las armas y el vestido, especialmente antes del combate. Lejos de parecer vanidad, esta práctica se interpretaba como un fortalecimiento del ánimo. El cabello largo funcionaba como símbolo de orgullo y presencia, llegando a decir Licurgo que embellecía a los hermosos y hacía más temibles a los feos. La guerra, paradójicamente, se convertía en un espacio donde los jóvenes relajaban la severidad habitual del entrenamiento.
El ceremonial previo a la batalla estaba cuidadosamente diseñado para mantener la calma interior y evitar emociones desbordadas. Antes de atacar, el rey sacrificaba una cabra, daba la orden de coronarse y mandaba a los flautistas tocar el “aire de Cástor”. Luego se entonaba un himno de combate. La combinación del orden sacrificial, la música y el desfile en falange creaba una escena de grandeza solemne: los soldados avanzaban sin vacilación y sin furia, con una serenidad casi sobrenatural. Para Plutarco, este ritual impedía tanto el miedo como la ira; en lugar de pasiones violentas, infundía esperanza y valentía templada. La guerra no era un arrebato, sino una obra de disciplina espiritual.
La música cumplía aquí un papel central. Igual que en los ejercicios formativos, la flauta acompañaba el paso de los guerreros, marcando ritmo y cohesión. Las notas líricas hacían del combate no solo una empresa violenta, sino una acción con sentido, casi litúrgica. En este contexto, la victoria se vivía como un acto común que fortalecía la moral, y no como una descarga de furia. Por eso, Plutarco narra el orgullo de un espartano que, tras vencer en Olimpia, solo aspiraba a marchar en batalla “delante del rey”, consciente de que el verdadero honor residía en ser parte de esa formación heroica.
Los espartanos no aniquilaban a quienes se rendían, sino que solo perseguían hasta asegurar la victoria. Esta moderación, además de ser honorable, tenía una función pragmática: los rivales preferían retirarse antes que luchar hasta el fin, sabiendo que la retirada no significaba destrucción total. Así, la clemencia era también una estrategia política. La ferocidad física se equilibraba con una racionalidad militar que evitaba la crueldad inútil.
La figura de Licurgo
Hipias y Filostéfano lo presentan como estratega y reformador de la caballería, mientras que Demetrio Falereo lo ve como un hombre fundamentalmente pacífico, orientado a la concordia. Ya esta simple divergencia de fuentes revela que la historia licurguea es más una construcción moral que una biografía exacta. Plutarco sugiere que, aunque Esparta se convirtió en un poder bélico, el propio Licurgo pudo haber sido más pacificador que guerrero, pues la creación de la tregua olímpica apunta a su intención de fomentar encuentros rituales que suspendieran temporalmente la violencia entre los griegos.
El episodio de Ífito es significativo: algunos sostienen que Licurgo inicialmente desestimó la tregua hasta que, asistiendo casualmente a los Juegos, sintió detrás de sí una voz invisible que lo interpelaba por no impulsar a sus ciudadanos a participar. Al no ver a nadie, lo interpretó como señal divina y contribuyó a engrandecer la fiesta panhelénica. En este pasaje, Plutarco presenta la religiosidad como fuerza que orienta la política: lo divino avala la cooperación ritual y convierte a Licurgo en mediador más que en conquistador. De este modo, el legislador aparece como arquitecto de instituciones que regulan la guerra más que como protagonista directo del combate.
La educación no terminaba nunca. La formación del ciudadano continuaba en la edad adulta mediante una vigilancia recíproca constante. Nadie “vivía según su gusto”, porque el individuo pertenecía a la patria. La ciudad funcionaba como un gran campo de disciplina cívica donde los adultos observaban a los jóvenes, los corregían o aprendían de los ancianos. La educación se vuelve circular: cada generación forma a la siguiente, y todas se sostienen mutuamente bajo el mismo ideal.
La prohibición de dedicarse a artes mecánicas liberaba tiempo para la vida pública. Los hilotas cultivaban la tierra y pagaban tributo, de modo que los espartanos carecían de la preocupación económica cotidiana. La riqueza —al haber sido neutralizada legislativamente— no podía convertirse en ambición; y al no existir miseria, la codicia perdía sentido. Esto eliminaba pleitos y reducía el conflicto privado. Plutarco ilustra el contraste con Atenas: mientras allí se castigaba al holgazán, en Esparta sería casi motivo de honra, pues el ocio se entendía como espacio disponible para el perfeccionamiento cívico, la conversación, la danza, la caza y el entrenamiento.
Lo que a primera vista podría parecer inactividad era, para Licurgo, tiempo liberado para la vida política y moral: observar, enseñar, aprender, cultivar el cuerpo y el espíritu. Así, la “paz” de Licurgo no es quietud, sino un equilibrio ordenado donde el ciudadano está siempre activo en función del bien común. La comunidad entera es una escuela sin fin, donde la formación cívica no se clausura nunca y la historia misma de Esparta se convierte en un ejercicio permanente de vigilancia moral y de preparación para la guerra, pero sin quedar consumida por ella.
La comunidad como virtud: la risa, la plaza y el orgullo colectivo en la pedagogía espartana
Los menores de treinta años no podían bajar a la plaza, lo cual los alejaba de la vida económica y de la gestión cotidiana. Incluso en los adultos, pasar demasiado tiempo en asuntos mercantiles era censurado, pues la plaza significaba comercio, y el comercio era fuente de desigualdad y distracción moral. Por eso, el tiempo debía invertirse en gimnasios y lescas (tertulias), espacios donde la conversación giraba en torno al juicio moral: elogiar lo honesto y reprobar lo torpe. La corrección no era amarga, sino lúdica: la risa se convierte en medio pedagógico. Licurgo, lejos de un rigor meramente punitivo, introduce incluso una estatua de la risa, simbolizando que la virtud puede enseñarse también por el humor, que suaviza las tensiones de un régimen tan exigente.
El legislador busca una sociedad en permanente comunión. La vida solitaria es mal vista; la comparación con las abejas refuerza la idea de que la individualidad se subsume en la colmena cívica. La patria es centro imantador y los ciudadanos orbitan en torno a ella. El entusiasmo por la comunidad se vuelve orgullo colectivo y contagioso. Los ejemplos finales son elocuentes: Pedareto, rechazado entre los 300, se siente orgulloso porque hay 300 mejores que él; Pisistrátidas define la representación pública según el éxito de la misión; y Argileonis corrige el elogio excesivo a su hijo Brásidas, afirmando que Esparta tiene muchos otros más excelentes.
La senaduría como premio de virtud: el más digno entre los dignos
Licurgo habría designado los primeros, pero luego fija un sistema para que, cada vez que uno moría, el pueblo eligiera al sustituto entre los hombres mayores de sesenta años, premiando la virtud. Lo notable es que la competencia no se basa en fuerza militar o destreza física, sino en ser considerado el más prudente y virtuoso entre quienes ya son, por definición, hombres destacados. El premio es vitalicio y con poderes gravísimos: la muerte, la infamia y las cuestiones más trascendentes de la polis.
El procedimiento era extremadamente teatral: los candidatos pasaban de uno en uno, sin que los electores encerrados pudiesen verlos; solo escuchaban los aplausos y gritos del pueblo, y anotaban cuál recibía mayor aclamación. De este modo, el juicio público —la fama moral del candidato— se convertía en criterio político. Una vez electo, era rodeado de jóvenes y mujeres que lo celebraban. Ese recorrido ceremonial refuerza la idea de que la virtud no solo gobierna, sino que se celebra públicamente. Incluso el gesto final de entregar la “segunda porción” a la mujer más apreciada de su familia simboliza que la honra recibida es compartida: la excelencia es un bien familiar y comunitario, no una gloria privada.
Muerte, costumbres y aislamiento: la pedagogía del duelo en Esparta
Plutarco explica que Licurgo reguló los funerales con un doble propósito: eliminar la superstición y educar políticamente. Permitir sepulturas dentro de la ciudad, y junto a templos, buscaba que los jóvenes se familiarizaran con la muerte, sin terror ni nociones rituales de “impureza”; la muerte se integra a la vida cívica. El duelo se reduce drásticamente a once días, seguido de sacrificio a Deméter: Esparta no debe detener su actividad, porque el exceso de lamentación sería contrario a la disciplina comunitaria.
El régimen funerario también inculca valores. Solo se registra el nombre del caído en guerra o de las sacerdotisas, con lo que se consagra públicamente la virtud militar y religiosa como las únicas dignas de memoria. La austeridad del rito y la prohibición de enterramientos suntuarios mantienen la igualdad y combaten la ostentación aristocrática.
Licurgo impone una política de aislamiento: no quiere que costumbres foráneas corrompan la educación y los hábitos colectivos. La ciudad debe ser pedagógica “por todas partes”: monumentos, funerales, ejercicios, poemas, todo converge en formar carácter. La expulsión de extranjeros innecesarios no obedece al temor de que copien el modelo, sino al miedo de que introduzcan deseos y modos de vida discordantes con la armonía de la pólis.
La Criptia y la sombra de la injusticia: mito, violencia y reinterpretación histórica
Plutarco sale a la defensa de Licurgo frente a la acusación clásica: su sistema habría sido fuerte, pero injusto. El punto crítico es la Criptia ―la matanza ritualizada de hilotas realizada por jóvenes espartanos―, que Aristóteles atribuye al propio legislador. Plutarco insiste en desvincularla del fundador, porque si esta institución fuese auténtica, confirmaría el juicio negativo que Platón formula sobre el régimen lacedemonio.
La descripción es brutal: asesinatos nocturnos, selección de hilotas fuertes, desapariciones masivas (como narra Tucídides) y ritualización de una “guerra” permanente contra la población servil. Esto explicaría, para algunos, la famosa frase de que en Esparta “los libres son los más libres, y los esclavos los más esclavos”. Además, se añade la humillación pública (embriaguez forzada, cantos ridículos), mostrando un dominio que es pedagógico en los ciudadanos pero degradante para los esclavos.
Plutarco, sin embargo, ofrece una lectura revisionista: la Criptia habría surgido después, quizá tras el terremoto que provocó la rebelión hilota; en todo caso, no sería obra del prudente Licurgo, cuya figura intenta preservar como modelo de equilibrio, virtud y moderación.
La despedida de Licurgo: muerte ejemplar y eternidad de la ley
Plutarco usa una comparación platónica: así como Dios ve el mundo moviéndose con el impulso inicial, Licurgo observa su ciudad ya funcionando según su “primer movimiento legislativo”.
Lo decisivo es el artificio jurídico-religioso: toma juramento a reyes, senadores y ciudadanos de no alterar las leyes “hasta su regreso”, y enseguida parte a Delfos, donde el oráculo confirma la excelencia del sistema. El legislador responde realizando un último gesto heroico: decide no volver jamás y muere voluntariamente por inedia. Su ausencia perpetua mantiene vigente el juramento, convirtiendo el propio acto de morir en garantía constitucional.
Plutarco, admirativo, afirma que Esparta se mantuvo fiel por quinientos años, señalando que la estabilidad política no provino solo de normas escritas, sino de un pacto moral y religioso cimentado por el sacrificio del fundador. Es, en esencia, una reflexión sobre la continuidad institucional basada no en coerción, sino en la autoridad simbólica del legislador convertido en mito.
El dinero como causa de la decadencia espartana
Bajo el reinado de Agis irrumpe el dinero y, con él, la codicia y el lujo. Lisandro, considerado incorruptible en lo personal, termina siendo el vehículo involuntario de la corrupción colectiva, al introducir oro y plata tras sus victorias.
El contraste central es fuerte: mientras las leyes de Licurgo estuvieron vigentes, Esparta no era simplemente una ciudad bien gobernada, sino un modo de vida austero y casi filosófico. Plutarco utiliza una metáfora heroica: así como Heracles imponía justicia con solo su fuerza moral (una piel y un palo), Esparta imponía orden en Grecia con apenas una “escítala” y una túnica sencilla, manifestando autoridad sin necesidad de ostentación militar.
El pasaje también discute la relación entre mandar y obedecer. Plutarco critica a quienes afirman que los espartanos sabían obedecer pero no mandar. Para él, la obediencia virtuosa solo surge cuando la autoridad es justa y respetable; por tanto, saber mandar implica formar súbditos obedientes, como un buen jinete forma su caballo. De ahí la enorme influencia internacional de los generales espartanos, buscados por otras ciudades no para pedir dinero ni tropas, sino dirección.
La idea final es que Esparta fue durante siglos maestra política de Grecia; pero cuando el oro entró en su vida pública, se rompió el equilibrio que Licurgo había asegurado. El dinero no solo altera la economía, sino la ética, transformando costumbres, instituciones y la relación misma entre gobernantes y gobernados.
Plutarco cierra la vida de Licurgo señalando una idea decisiva: el legislador no buscó que Esparta dominara a otros pueblos, sino que fuera dueña de sí misma. La felicidad política —como la personal— se sostiene en virtud, moderación y concordia interna, no en expansión militar. Esto lo aproxima explícitamente a los filósofos políticos (Platón, Diógenes, Zenón), con la diferencia de que ellos solo imaginaron ciudades ideales en palabras, mientras Licurgo encarnó esas ideas en instituciones concretas.
El texto insiste en la singularidad histórica de Esparta: más que un experimento político, fue una ciudad “filosofando”, es decir, viviendo de acuerdo con principios morales incorporados a las costumbres. El honor casi divino otorgado a Licurgo —templos, sacrificios, relatos prodigiosos como el rayo sobre su tumba— confirma la percepción antigua de que su obra trascendía la esfera humana. Plutarco menciona versiones contradictorias sobre su muerte, pero todas refuerzan el carácter legendario del legislador, hasta el punto de que sus cenizas habrían sido arrojadas al mar para impedir que, al “volver”, quedara sin efecto el juramento que garantizaba la estabilidad constitucional.
La vida de Licurgo no termina simplemente, sino que se consagra como principio político permanente. Esparta, mientras mantuvo fielmente esa herencia, pudo presentarse como una polis gobernada por la virtud antes que por la ambición, convirtiendo al legislador en modelo superior al de los filósofos que solo imaginaron repúblicas posibles.
Numa Pompilio
Plutarco abre la vida de Numa con una cuestión esencial: la incertidumbre histórica. A diferencia de Licurgo, cuya figura está envuelta en una cierta coherencia tradicional, Numa aparece desde el comienzo rodeado de controversias genealógicas, cronológicas y culturales. La mención a la destrucción de archivos por la invasión gala introduce una idea central: la construcción histórica de Roma está atravesada por pérdidas, reconstrucciones y hasta invenciones interesadas. Plutarco insinúa que ciertas genealogías pudieron ser “fabricadas” para halagar a familias poderosas, señal clara de que la historia romana temprana es, en parte, política.
La relación con Pitágoras es presentada como un problema historiográfico y filosófico. No se afirma ni se niega, sino que se muestran las posiciones: quienes rechazan toda influencia griega y quienes insisten en ella. El detalle de las fechas (Olimpíadas, Pitágoras Espartano) transmite erudición y, a la vez, la dificultad de fijar cronologías en una época donde mito e historia se mezclan. Lo importante, sin embargo, no es demostrar la exactitud cronológica, sino subrayar la afinidad espiritual entre Numa y la tradición pitagórica-espartana: disciplina, orden, religiosidad, moderación.
Cuando Plutarco menciona que los Sabinos eran considerados colonia de Esparta, abre la puerta a una lectura moral: Numa no sería mero rey bárbaro, sino figura susceptible de inscribirse en la genealogía de la filosofía política griega. Así, la “vida” comienza anunciando lo que será su rasgo distintivo: Numa como rey legislador, civilizador y filósofo, heredero —directo o indirecto— de la sabiduría griega que disciplina la violencia romana heredada de Rómulo.
El vacío del poder y la invención del mito como respuesta política
Plutarco sitúa el comienzo de la vida de Numa en un momento de inestabilidad: la desaparición de Rómulo bajo una tormenta, sin cadáver y en medio del temor popular. Esta ambigüedad permite que la sospecha de asesinato recaiga sobre los patricios, quienes podrían haberse deshecho de un monarca percibido como autoritario. La reacción política consiste en transformar una posible eliminación violenta en un relato religioso de ascensión al cielo, legitimando así tanto la memoria de Rómulo como la posición de quienes permanecen en el poder. El mito aparece, por tanto, como herramienta para contener el conflicto y absorber la tensión entre autoridad real y aristocracia.
Acto seguido, Plutarco destaca una nueva fuente de discordia: la elección del sucesor. Roma todavía no es una comunidad cohesionada, sino la unión reciente de grupos distintos. Las pretensiones de los sabinos y los recelos de los romanos muestran que la ciudad todavía es un experimento político que puede fracasar. La solución del interregno —rotación del poder entre los patricios— evita el vacío de autoridad y, al mismo tiempo, impide que un solo grupo imponga su dominio. El resultado es significativo: antes de que Numa aparezca, Roma necesita aprender a gobernarse sin recurrir a la violencia. Esto prepara la entrada de un rey que no llegará por conquista, como Rómulo, sino como garante de paz, religión y orden, convirtiéndose en la figura necesaria para transformar una ciudad nacida por la espada en una comunidad regida por leyes y rituales.
La elección del “otro” como solución a la crisis interna
Roma había logrado evitar la guerra civil tras la muerte de Rómulo, pero la inestabilidad política continuaba. Los interregnos, lejos de consolidar la armonía, alimentaron la sospecha de que los patricios buscaban perpetuar una oligarquía sin rey. La solución fue verdaderamente ingeniosa: que cada facción eligiera al monarca del adversario. Este pacto revela que Roma entendió que su supervivencia dependía de evitar el predominio absoluto de un solo sector, apostando a una figura capaz de conciliar a todos.
Dentro de este marco, la elección de Numa es simbólica: no sólo es sabio y reputado por su virtud, sino que tampoco procede de los protagonistas directos de la fundación romana, lo que lo convierte en figura imparcial. Su inclinación a la filosofía, su rechazo del lujo, su vida religiosa y su matrimonio con la hija de Tacio dotan a Numa de una autoridad moral distinta del poder militar de Rómulo. Plutarco enfatiza que su virtud no nace del ejercicio de armas, sino del dominio de sí y del cultivo de la razón. Así, Roma pasa del héroe guerrero fundador al gobernante filósofo, preparando la transformación de una comunidad nacida por la fuerza en un Estado regido por la ley, la moderación y la religión.
El uso de lo divino para legitimar el gobierno
Plutarco nos habla sobre su retiro al campo y su aparente convivencia con la Ninfa Egeria. Esta relación, presentada como unión amorosa y divina, tiene un doble valor. Por un lado, muestra a Numa como hombre apartado de la ambición política, dedicado a la contemplación y al estudio religioso; por otro, sugiere que su autoridad procede directamente de una fuente sobrenatural. Esta combinación convierte su figura en algo más que un rey: en un mediador entre los dioses y los hombres.
Plutarco cita ejemplos de otros héroes, poetas y legisladores que también fueron vinculados a divinidades, mostrando que la idea de un gobernante instruido por los dioses no es excepcional, sino un recurso cultural antiguo.
Cita a Atis entre los frigios, a Heródoto entre los bitinios y a Endimión entre los arcadios, todos presentados por sus respectivos pueblos como amados o asociados de divinidades. Estos casos sirven a Plutarco para situar la supuesta relación de Numa con la ninfa Egeria dentro de una tradición antigua y extendida, y no como un invento aislado.
Luego añade otros ejemplos donde la presencia divina recae sobre personajes varoniles célebres. Apolo habría amado a Forbante, Jacinto y Admeto, y a Hipólito de Sicione, a quien la Pitia saludaba poéticamente cuando navegaba por la región. Incluso Pan habría sentido devoción por los versos de Píndaro, y otras divinidades habrían honrado después de muertos a los poetas Arquíloco y Hesíodo. Hasta Sófocles habría gozado del favor divino, hospedando en vida a Asclepio y recibiendo cuidados sobrenaturales tras su muerte.
Quizá tales historias fueron construidas para persuadir a pueblos difíciles de gobernar y para legitimar reformas profundas. Es decir, el mito no sólo embellece la figura del rey, sino que actúa como instrumento pedagógico y político. Numa, presentado como discípulo de Egeria, no impone por la fuerza: transforma a Roma mediante la autoridad moral que le confiere lo sagrado.
La negativa inicial de Numa: entre la paz personal y el espíritu bélico de Roma
Numa, a los cuarenta años, recibe la oferta de reinar. Los emisarios que llegan –Proclo y Veleso– representan simbólicamente las dos mitades de Roma: los seguidores de Rómulo y los de Tacio, lo que subraya que la elección pretendía ser conciliadora. La escena deja claro que ambos tenían opciones reales de ser reyes, pero reconocen en Numa una virtud excepcional que los trasciende.
El discurso de Numa es deliberadamente contrario a lo que Roma esperaba en un líder. Él insiste en que la tranquilidad de su vida, su dedicación a la filosofía y a los cultos religiosos, y su carácter pacífico lo hacen inadecuado para una Roma construida mediante la guerra. Plutarco resalta la tensión entre un hombre educado para la contemplación y una ciudad que ha nacido en la violencia y continúa envuelta en conflictos.
El rechazo de Numa no es fingido ni teatral: él subraya los peligros de cambiar un modo de vida sereno por la incertidumbre política, y recuerda los rumores que rodearon la muerte de Tacio y la desaparición de Rómulo, insinuando que el poder en Roma es inestable y riesgoso. Frente al espíritu belicoso del pueblo, su propuesta de justicia, culto y paz parece casi ingenua, lo cual anticipa el tono central de su reinado: gobernar desde la virtud y no desde la espada.
Numa llamado a pacificar Roma
A pesar de las sólidas razones de Numa para negarse —su vida retirada, su espíritu pacífico y el riesgo inherente del poder en Roma— tanto los enviados romanos como sus propios parientes entienden que su virtud lo hace precisamente el hombre que la ciudad necesita. El argumento central es muy fino: si Numa considera la virtud como lo más alto, gobernar no sería ambición personal, sino un servicio a los dioses y un deber hacia los hombres.
La insistencia de padre y pariente es particularmente interesante: no le hablan de gloria ni riqueza, sino de misión y responsabilidad. Lo persuaden mostrándole que Roma podría ser conducida por la justicia y no sólo por las armas. Además, le hacen ver que, incluso si los romanos mantuvieran su inclinación bélica, él podría encauzarla y darle un sentido útil, evitando nuevas guerras internas y articulando la paz entre romanos y sabinos.
Plutarco también introduce un elemento religioso: signos favorables y el apoyo fervoroso de los sabinos. Estas señales anticipan que el reinado de Numa será visto como algo providencial.
La investidura sagrada de Numa y el giro hacia la paz
Numa acepta finalmente reinar, pero su modo de hacerlo revela inmediatamente el tipo de gobierno que va a instaurar. El pueblo y el Senado lo reciben con una veneración extraordinaria, casi religiosa; sin embargo, él no acepta el poder hasta legitimar su elección mediante la voluntad divina. Plutarco subraya así que la autoridad de Numa no nace de la fuerza, sino del consentimiento humano y del aval de los dioses, estableciendo una legitimidad doble que contrasta fuertemente con el origen violento de Roma bajo Rómulo.
La escena del augurio en el Capitolio es central. Plutarco la describe con solemnidad: silencio absoluto, atención colectiva, signos propicios en el cielo. Ese clima ritual convierte la coronación en una suerte de consagración religiosa y marca el tono de todo su gobierno: la religión como fundamento de la política. El gesto posterior de disolver la guardia personal de trescientos lanceros confirma su carácter: Numa no quiere reinar mediante el temor ni apoyarse en una fuerza armada heredada de un rey guerrero. Prefiere confiar y ser confiado, desplazando el eje del poder desde la espada hacia la piedad y la ley sagrada.
La reorganización sacerdotal que realiza —añadiendo el Flamen Quirinal y reforzando la estructura religiosa— convierte a Roma en una ciudad que, más que expandirse por la guerra, comenzará a organizar su vida a través de los cultos. Plutarco, de forma muy fina, nos muestra que en Numa la monarquía se transforma en sacerdocio y que su reinado inaugura una nueva edad: la Roma que antes nacía entre tempestades ahora se viste de púrpura bajo el signo de las aves favorables.
De la ciudad guerrera al culto sin imágenes
Plutarco muestra aquí la estrategia más profunda de Numa: transformar una ciudad nacida para la guerra en una comunidad inclinada a la paz. Sabe que Roma ha sido forjada en el combate, endurecida por ejércitos y peligros, y que domar esa naturaleza exaltada requerirá algo más que leyes: necesita tocar el ánimo. Por eso, en lugar de suprimir la belicosidad por la fuerza, la canaliza mediante ritos, procesiones y ceremonias que suavizan el espíritu.
Su política religiosa cumple una doble función: en apariencia honra a los dioses, pero en realidad educa a los romanos. Las ceremonias, las danzas y las festividades introducen placer y humanidad; los temores y señales divinas, usados con prudencia, someten la ferocidad bajo la superstición. De este modo Numa sustituye el ímpetu guerrero por un respeto sagrado y logra gobernar a una multitud difícil mediante la religión, no mediante la espada.
Plutarco aprovecha este punto para relacionarlo con Pitágoras: tanto el sabio como el rey recurrieron a un “trato con los dioses” para guiar a los hombres. Por eso se atribuía a Numa una alianza con una ninfa, del mismo modo que a Pitágoras se le atribuían prodigios. Más allá de si estos relatos son ciertos, Plutarco subraya la excepción histórica: Numa impone la idea de un dios sin imagen, invisible e inteligible, prohibiendo representar a la divinidad en forma humana o animal. Así, Roma, antes de ser un imperio, aprende primero a pensar lo divino; y esa abstracción religiosa, profundamente filosófica, se convierte en instrumento político para pacificar una ciudad nacida del hierro.
La política religiosa de Numa
Plutarco atribuye a Numa la organización del sacerdocio romano y la figura del Pontífice Máximo, institución central en la vida religiosa y política de Roma. En el análisis etimológico del término “pontífice”, el biógrafo recoge varias explicaciones, algunas más respetables, otras francamente burlescas; con ello muestra que la tradición romana mezcla lo sagrado con lo legendario y lo ritual con lo práctico. Lo importante, en cualquier caso, es que el pontífice no era únicamente un sacerdote: era intérprete, maestro de rituales, vigilante de los sacrificios privados y públicos, y guardián doctrinal del culto. Esa amplitud revela que Numa no concibió la religión como asunto íntimo, sino como arte de gobierno.
El mismo propósito se aprecia en la creación de las Vestales y el cuidado del fuego perpetuo. Plutarco interpreta esta institución desde un simbolismo doble: la pureza corporal (virginidad) custodiando la pureza del elemento divino (el fuego), y la idea de un bien sagrado que no puede apagarse sin consecuencias para la ciudad. La comparación con Grecia permite advertir que la innovación principal no es el fuego sagrado —que también existe en el mundo helénico— sino la figura de las vírgenes como depositarias de ese fuego, lo que dota a Roma de una dimensión religiosa propia y altamente disciplinada.
El pasaje subraya además el carácter técnico del ritual: si el fuego se extingue, no puede encenderse de manera vulgar, sino mediante un procedimiento solar que busca garantizar su “pureza”. La religión, en Numa, no es espontánea, sino regulada hasta en los detalles físicos de la llama. Plutarco insinúa que bajo esta solemne liturgia hay “misterios” no revelados, lo que le permite dejar al lector con la sensación de que la política religiosa de Numa fue más profunda que la mera devoción. En síntesis, el capítulo muestra cómo Numa transformó la religión en una arquitectura estatal que modela la conducta de los ciudadanos, consolidando la autoridad política mediante el prestigio del rito.
El riguroso orden de las Vestales
Su formación ritual estaba cuidadosamente estructurada en tres décadas: aprender, ejecutar y enseñar. Esa progresión revela un sistema religioso pensado para perpetuarse mediante transmisión interna, evitando la improvisación o la relajación del culto. Aunque al cabo de treinta años podían casarse, Plutarco decía que esa libertad era más teórica que real: las pocas que la ejercieron sufrieron infortunios, y la superstición terminó consolidando la idea de que abandonar la virginidad era tentar al destino.
El pasaje enfatiza además los privilegios sociales de las Vestales: podían testar sin tutor, gozaban de acompañamiento de lictores y su sola presencia podía salvar la vida de un condenado. Esto indica que el Estado romano depositaba en ellas una autoridad civil y religiosa que trascendía el ámbito ceremonial. Sin embargo, la gravedad de sus deberes se refleja en los castigos: la violación de la virginidad —entendida como crimen contra el orden público y la protección divina de Roma— era sancionada con el suplicio más temible. La descripción del entierro en vida, realizada con solemnidad y silencio, se convierte en un ritual político que advertía a toda la ciudad sobre la fragilidad del pacto religioso.
Plutarco logra así mostrar la ambivalencia del culto vestal: las sacerdotisas encarnan la pureza sagrada y, a la vez, viven bajo la amenaza de un castigo espantoso. La grandeza de su misión se equilibra con la dureza de la disciplina, convirtiéndose las vestales en un símbolo de cómo Roma concebía la religión como instrumento de cohesión social, autoridad estatal y control moral.
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