Las Charlas de sobremesa de Plutarco nos abren la puerta a un mundo donde la filosofía no se encierra en los tratados, sino que respira en la conversación cotidiana, entre copas de vino, preguntas súbitas y disputas amistosas. En estos banquetes intelectuales, Plutarco muestra cómo las ideas nacen del diálogo vivo, inesperado, a veces humorístico y siempre profundamente humano. Leer estas charlas es entrar en la intimidad del pensamiento antiguo: observar cómo se discute sobre ética, ciencia, religión o costumbres mientras la mesa sigue servida. Allí, la filosofía deja de ser teoría distante y se convierte en arte del convivir, una forma de pensar juntos para entender mejor el mundo y a nosotros mismos.
CHARLAS DE SOBREMESA
Plutarco comienza citando a Sosio Seneción para introducir un proverbio curioso: “odio al bebedor de buena memoria”. Algunos interpretaban este dicho como una referencia a los posaderos —especialmente entre los dorios de Sicilia—, quienes, por recordar demasiado bien lo que cada cliente debía o hacía, resultaban molestos e insistentes al momento de cobrar o controlar el consumo. Esta interpretación entiende la “buena memoria” como un rasgo incómodo en un ambiente donde la gente busca relajarse y olvidar obligaciones.
Otros consideraban que el proverbio no se refería a los posaderos, sino que aconsejaba directamente olvidar lo que ocurre durante la bebida: las palabras pronunciadas bajo los efectos del vino, los excesos, las bromas y las imprudencias. Según esta lectura, el vino pertenece al ámbito de Dioniso, dios estrechamente vinculado al olvido ritual. De hecho, Plutarco recuerda que las tradiciones griegas unían simbólicamente dos elementos: el olvido (lḗthē) y la cañaheja o férula (nárthex), planta asociada a Dioniso. Esta última, según Diodoro, se usaba como báculo para evitar que quienes bebían demasiado se hirieran con bastones de madera; así, el dios ayudaba a que el vino siguiera en la mesa, pero mitigando sus riesgos. El olvido, entonces, actuaba como una protección simbólica: lo que se hace bajo el influjo del vino requiere indulgencia, no castigo severo.
Plutarco añade que incluso Eurípides alaba al “Olvido de los males”, destacándolo como un remedio sabio y prudente para las acciones torpes que pueden surgir en un banquete. Sin embargo, el autor matiza: olvidar todo lo que ocurre durante la bebida sería ir demasiado lejos. Esto, afirma, iría en contra del conocido dicho de que “la mesa hace amigos”, pues la memoria de las conversaciones compartidas es parte esencial del vínculo social que se genera en un banquete. Además —y aquí Plutarco eleva el tono filosófico—, borrar completamente la memoria de lo hablado contradice el ejemplo de numerosos filósofos prestigiosos como Platón, Jenofonte, Aristóteles, Espeusipo, Epicuro, Prítanis, Jerónimo o Dión. Todos ellos consideraron valioso conservar por escrito o recordar lo conversado durante las comidas, porque las charlas de sobremesa eran también espacios legítimos de reflexión filosófica.
Finalmente, Plutarco explica por qué decidió escribir sus Charlas de sobremesa: porque su interlocutor —Sosio Seneción— pensaba que valía la pena registrar los temas tratados informalmente en reuniones tanto en Roma como en Grecia. A petición suya, Plutarco comenzó a recopilar estas discusiones y ya le había enviado tres libros, cada uno con diez cuestiones, prometiendo continuar si consideraba que ese material conservaba algo del encanto propio de las Musas y de Dioniso.
Capítulo I: si se debe filosofar durante la bebida
- Plutarco, quien actúa como narrador, moderador y participante. Ordena el debate, aporta ejemplos, aclara conceptos y justifica por qué la filosofía tiene un lugar en el banquete.
- Aristón, personaje del círculo de Plutarco, quien interviene primero con un tono de sorpresa cuando oye que hay quienes excluyen la filosofía de los banquetes. Representa la defensa más inmediata e instintiva de la filosofía en la mesa.
- Cratón, yerno de Plutarco, quien aparece en un tono más vehemente y crítico. Aplaude a Isócrates por no hablar en los banquetes y abre la puerta a la distinción entre el rétor y el filósofo.
- Sosio Seneción, amigo íntimo de Plutarco y destinatario de la obra. Aunque en este pasaje habla menos, su presencia es crucial: es él quien solicita a Plutarco recopilar por escrito estas discusiones y ordenarlas. Plutarco responde a sus preguntas y dirige la explicación hacia él.
Plutarco recuerda una discusión que surgió en un banquete en Atenas: algunos sostenían que, durante la bebida, debía evitarse la conversación filosófica. Ante esta postura, Aristón —uno de los presentes— reacciona con sorpresa, pues considera absurdo excluir a la filosofía de un espacio tan natural para el diálogo. Plutarco señala que, efectivamente, existían quienes opinaban lo contrario: creían que la filosofía, como la “ama de casa” que no participa en la fiesta, no debía oírse en medio del vino. Según estos críticos, en los banquetes es más adecuado recurrir a la música, la comedia y los entretenimientos ligeros, y no a discusiones serias. Incluso citan a Isócrates, quien se excusaba de hablar en estas circunstancias por no considerarlo el “momento oportuno”.
Cratón interviene celebrando la prudencia de Isócrates, cuya oratoria requirió siempre períodos formales y solemnes, inapropiados para el ambiente relajado del banquete. Pero Plutarco replica que no es correcto equiparar al rétor con el filósofo. La filosofía —afirma— es un arte que trata sobre la vida y, por ende, puede participar en todo lo que la vida trae consigo, incluidos los placeres moderados del banquete. La filosofía no está allí para arruinar la diversión, sino para darle mesura: para poner un límite sensato, sin excluir la alegría ni la conversación libre. Quitar la filosofía del banquete sería equivalente a renunciar a la templanza y a la rectitud en ese contexto.
Plutarco agrega que la libertad que da Dioniso en el banquete —libertad de palabra, relajación de preocupaciones— no debería interpretarse como licencia para excluir lo noble y formativo. De hecho, si se prohibiera hablar, como ocurrió en el relato de la hospitalidad silenciosa ofrecida a Orestes, el banquete sería un ejercicio de ignorancia, no de convivencia. El vino libera, sí, pero también exige orientación.
Cratón cree que discutir estos detalles es inútil, pero Plutarco insiste: es necesario establecer un criterio para definir qué tipo de filosofía conviene al banquete. Lo primero —dice— es evaluar el carácter de los asistentes. Si predominan personas de talante intelectual, amantes de la dialéctica, entonces la filosofía fluye con naturalidad, como en el Banquete de Platón o en el banquete de Calias. En esos ambientes, mezclar a Dioniso (el vino) con las Musas (la conversación filosófica) es verdaderamente apropiado.
Sin embargo, si el grupo está compuesto por personas que no toleran el discurso filosófico y prefieren cantos, ruidos o incluso instrumentos antes que escuchar razonamientos, entonces el filósofo debe adaptarse, como Pisístrato con sus hijos: evitar imponer sus temas y seguir, sin perder el decoro, la corriente general del banquete. Para Plutarco, filosofar no siempre significa hablar solemnemente: a veces se filosofa entre bromas, silencios ingeniosos o incluso soportando o lanzando chanzas. La sabiduría, por tanto, puede presentarse de modo informal.
Plutarco propone un tipo de filosofía adecuada al ambiente: aquella que surge de historias, ejemplos y anécdotas que inspiren acciones nobles o reflexiones sobre la piedad, la valentía y la virtud. Este tipo de relato puede instruir sin incomodar; se integra bien en el clima del banquete y elimina los excesos de la embriaguez, sin que los asistentes lo sientan como una imposición moral.
Para reforzar esta idea, Plutarco recuerda episodios míticos como el de Helena, quien añadía drogas al vino para influir en el ánimo de los presentes. De forma semejante, los relatos filosóficos pueden actuar como “brebajes” que suavizan las pasiones y orientan la conversación hacia lo provechoso. Incluso Platón, en su Banquete, no utiliza demostraciones lógicas duras, sino mitos y narraciones agradables.
Plutarco insiste en que la filosofía del banquete no debe ser pesada, técnica ni exclusiva. Las preguntas deben ser accesibles, las explicaciones breves y comprensibles. Obligar a los asistentes a seguir sutilezas dialécticas sería tan inoportuno como pedirles que practiquen ejercicios atléticos después de beber. La filosofía debe adaptar su forma a la situación: ligera, estimulante, como una danza intelectual.
Si se abusa de cuestiones abstrusas, los demás se aburren, se refugian en chismes o canciones triviales y el banquete pierde su carácter formativo. Plutarco ilustra esta desconexión con la fábula de la zorra y la grulla: un alimento servido en un recipiente inadecuado hace que uno coma y el otro no. Así ocurre cuando el filósofo presenta temas demasiado difíciles: solo él “come”, y los demás quedan excluidos.
Plutarco menciona finalmente la costumbre antigua del escolio: un canto improvisado y razonablemente accesible, que los comensales entonaban por turno. Era una forma de participación común, en contraste con la complejidad que algunos filósofos introducen en el banquete moderno. Así como el canto debía fluir de mano en mano, la conversación filosófica debía circular entre todos, sin convertirse en una demostración rígida o en una muestra de erudición excluyente.
- El padre de Plutarco – un personaje sensato, práctico, amante del orden y de la buena disposición de las cosas; aquí defiende la idea de organizar los lechos del banquete según cierto criterio de jerarquía y armonía.
- Plutarco – participa como narrador y luego como árbitro intermedio entre su padre y su hermano.
- Lamprias – es el hermano de Plutarco, aunque el texto que copias menciona primero a Timón, el otro hermano; ambos forman parte del círculo familiar. En esta cuestión específica habla el hermano de Plutarco (Timón) defendiendo una postura distinta a la del padre.
- Otros invitados – que no intervienen con discurso largo, pero reaccionan (se ríen, reclaman sentencia, etc.).
La narración empieza con un banquete ofrecido por Timón, hermano de Plutarco. Como había invitado a gente muy diversa —forasteros, conciudadanos, amigos, parientes, etc.—, decidió que cada asistente entrara y se recostara donde quisiera, sin un orden previamente fijado de lechos o puestos.
Cuando ya había muchos invitados reclinados, llega un forastero presumido, “emperejilado de comedia”: un personaje cargado de adornos, vestido de forma ostentosa y rodeado de esclavos. Mira a los que ya están recostados, ve el lugar que queda libre, y decide no entrar: se da vuelta y se marcha, alegando que el sitio disponible no está a la altura de su supuesta dignidad. Los demás, ya algo pasados de vino, se lo toman a risa y piden que lo despidan con un verso cómico: “que le despidieran de la casa con saludos y palabras de buen agüero” (una cita de Eurípides).
Este episodio sirve de detonante para la discusión: ¿es correcto dejar que cada uno se siente donde quiera, o debería haber un orden en la disposición de los lechos?
Cuando la cena está terminando, el padre de Plutarco se dirige a su hijo: le dice que él y Timón lo han nombrado árbitro de su discusión, porque lleva rato reprochándole a Timón que no organizara los lechos desde el principio. Según él, si se hubieran dispuesto los lugares de forma ordenada, no habrían tenido que soportar la impertinencia del forastero soberbio.
Para reforzar su punto, el padre recurre a una serie de ejemplos:
-
Recuerda a Paulo Emilio, general romano, que tras vencer a Perseo de Macedonia celebraba banquetes con una disposición admirable. Paulo Emilio decía que correspondía a un mismo hombre saber disponer el ejército de forma temible y el banquete de forma agradable: ambas cosas son cuestión de orden.
-
Alude al lenguaje de Homero, que llama a ciertos reyes “ordenadores de pueblos”, destacando que la grandeza política está ligada al arte de ordenar.
-
Apela a una idea cosmológica: así como Dios transformó el caos en cosmos solo “colocando cada cosa en su lugar”, también los asuntos humanos se embellecen cuando están bien dispuestos.
-
Lleva esta lógica a la mesa: incluso un banquete caro y fastuoso pierde su encanto si no hay orden en la organización. Es absurdo que cocineros y sirvientes se preocupen tanto del orden de los platos, del perfume, las coronas, la citarista, y que, en cambio, nadie se preocupe de cómo se distribuyen los lechos y los invitados.
El argumento del padre es claro: la disposición de los lugares no es un detalle menor, forma parte de la armonía del banquete, y debería reflejar la edad, el cargo, la dignidad o la relación con el anfitrión.
En respuesta, Timón, el hermano de Plutarco, toma la palabra y se defiende. Dice que no es más sabio que Bias, uno de los Siete Sabios de Grecia, que rehusó arbitrar entre dos amigos para no meterse en conflictos delicados. De forma similar, él no quiere convertirse en juez de tantos familiares y amigos, pero ahora en materia de primacías y “quién va primero”.
Su crítica tiene varios puntos:
-
Los invitados no han ido a un concurso ni a una competencia, sino a una cena. No se sometieron a juicio de quién es mejor o peor.
-
Ordenar los lechos según jerarquía obliga al anfitrión a evaluar quién tiene más edad, más poder, más amistad, más parentesco, etc. Es una tarea dificilísima y arriesgada, que puede generar resentimientos.
-
Acaba siendo una forma de arrastrar al banquete la “vana reputación” del ágora y el teatro, reintroduciendo orgullo, rivalidad y humos que el banquete debería más bien suavizar.
-
Además, si a esa distribución jerárquica se le suman brindis preferenciales, atenciones especiales, interpelaciones demasiado marcadas, el banquete se vuelve una escena de “sátrapas” (es decir, de señores orientales llenos de pompa y servilismo) más que una reunión de amigos.
El hermano defiende, en el fondo, un ideal de igualdad y simplicidad: que los invitados se recuesten sin afectación, que el banquete sea “democrático”, sin un lugar elevado como una acrópolis al que se suba el rico para vanagloriarse ante los humildes.
Cuando ambos argumentos han sido expuestos, los presentes reclaman el fallo. Plutarco, nombrado árbitro, declara que no será juez rígido, sino que tomará la vía media.
Su posición es matizada:
-
Si el banquete es entre jóvenes, conciudadanos y amigos, lo más sano es que se acostumbren a asignarse ellos mismos los lugares con naturalidad, sin afectación, siguiendo el ideal del buen humor como buen “viático de la amistad”. En ese contexto más íntimo y horizontal, la postura del hermano (igualitaria) es la adecuada.
-
Pero si en la reunión participan forasteros, magistrados o ancianos, entonces ignorar completamente cualquier criterio de dignidad puede resultar grosero. Parecería que se está introduciendo los humos por la puerta lateral al negar formalmente cualquier distinción. Aquí se insinúa que cierto orden, respetuoso de rango, edad y cargo, no es simple servilismo, sino cortesía y reconocimiento.
Plutarco sugiere que, en estos casos, se debe dar su parte tanto a la costumbre como a la norma. Es decir: respetar las prácticas compartidas de la ciudad (por ejemplo, dar cierto lugar a magistrados o ancianos) sin caer en teatralidad ni ostentación excesiva.
No es correcto sentar al primero que llega “indiscriminadamente”, sino siguiendo la tradición ritual que establece precedencias: “cor asientos, carnes y más copas”. Esta regla proviene, dice, del comportamiento de los reyes y héroes, como Alcínoo en la Odisea, quien distingue al extranjero dándole un lugar de honor. Homero lo expresa así: “levantando a su hijo, colocó al forastero Laomedonte cerca de él y a quien especialmente llamaba”. El acto muestra humanidad, cortesía y respeto por el visitante, y Plutarco lo cita como evidencia de que la buena organización del banquete tiene un fundamento profundo: no es capricho, sino una forma de virtud social.
Incluso los dioses mantienen un orden semejante. Plutarco recuerda que Poseidón, aunque llegó el último a la asamblea divina, tomó asiento “como es natural, en el medio”, aceptando el puesto que le correspondía según su dignidad. Atenea, por su parte, ocupa siempre un lugar preeminente junto a Zeus. Píndaro confirma esta imagen al decir: “Del rayo que respira fuego, ella muy cerca se sienta”. Para Plutarco, estos testimonios míticos y poéticos legitiman el principio que su padre defiende: el orden no humilla; al contrario, honra a quien lo recibe y ennoblece a quien lo concede.
Anticipando la objeción igualitaria de Timón, Plutarco admite que alguien podría decir que asignar un lugar de honor a uno “quita” el honor a los demás. Sin embargo, aclara que esto es un error: el objetivo no es despojar, sino reconocer lo que corresponde a cada uno según su mérito, edad o posición. Mientras algunos buscan evitar molestias excesivas a los invitados, otros —dice Plutarco— cometen el error contrario: por miedo a parecer serviles, privan a los dignos del honor que deben recibir, lo que genera tensiones innecesarias. Él responde con firmeza: “por mi parte, no creo que sea demasiado difícil localizar a la selección propia”, es decir, que en la mayoría de los casos es posible discernir quién debe ser honrado sin provocar conflictos.
Plutarco añade que, en situaciones donde muchos comparten méritos parecidos, lo razonable es evitar rivalidades directas. La ausencia total de orden no elimina el conflicto, sino que lo agudiza, porque “no es fácil que concurran muchos rivales en méritos en una invitación” sin suscitar comparaciones. Se refiere también a las thésis heroicas de Homero, donde los lugares privilegiados se asignaban conforme a normas claras; y recuerda el ejemplo de Aquiles, Menelao y Antíloco, quienes discutieron por el lugar de la carrera, mostrando que la precedencia es un asunto serio incluso entre héroes. Para Plutarco, el banquete refleja esos mismos principios: la cortesía se armoniza con la jerarquía, y el anfitrión prudente debe reconocer diferencias sin caer en excesos.
El desorden no es más igualitario, sino más peligroso para la convivencia. Privar a un anciano, magistrado o invitado ilustre de un lugar adecuado puede causar molestia innecesaria; del mismo modo, asignar el mejor puesto a quien no lo merece trastorna la armonía. El orden, en cambio, sostiene la amistad y evita que el banquete se convierta en un escenario de humos, pretensiones o susceptibilidades.
Cuando Plutarco expone su postura conciliadora, Lamprias —sentado en un lecho suplementario— pide permiso para “amonestar al juez que desbarraba”, lo que provoca risa entre los presentes. Con esta entrada cómica, inicia una crítica ingeniosa: reprocha a Plutarco que quiera asignar los asientos del banquete como si repartiera proedrías, es decir, los lugares de honor típicos de las asambleas o de los decretos anfictiónicos. Según él, es absurdo que, incluso allí donde deberían extinguirse los “humos”, alguien reintroduzca desigualdades propias de la vida pública.
Lamprias sostiene que los puestos no deben distribuirse en función del rango, la riqueza o la dignidad, sino conforme a la armonía del conjunto. Utiliza una serie de metáforas técnicas para explicar su punto: así como el arquitecto no elige la piedra más noble, ni el pintor el color más caro, ni el constructor de barcos la madera más prestigiosa, sino aquella que mejor se ajusta a la estructura general, también el anfitrión debe buscar la combinación adecuada de personas para generar cohesión. Incluso la divinidad —dice citando a Píndaro— es “el mejor artesano”, capaz de colocar la tierra arriba o abajo, no por su naturaleza, sino por el bien del todo. Y recurre a un verso de Empédocles sobre cómo ciertas criaturas marinas llevan la tierra en el exterior de su piel, demostrando que el orden correcto no siempre coincide con el orden natural, sino con el que sirve a la obra común.
Cuando los presentes celebran este razonamiento, Lamprias da un paso más y propone algo radical: reorganizar él mismo todo el banquete “como Epaminondas reorganizó la falange”. Entonces describe, con ironía y sutileza, un nuevo criterio de distribución: no agrupar por semejanza (ricos con ricos, jóvenes con jóvenes, magistrados con magistrados), pues eso impide la mezcla, la amistad y el crecimiento mutuo. Quiere, por el contrario, alinear al “amante junto al amado”, recordando —como Pamenes criticaba a Homero— que una formación eficaz se basa en vínculos vivos, no en divisiones rígidas. A partir de este principio, dicta una serie de emparejamientos ejemplares: el sabio junto al instruido, el afable junto al quisquilloso, el joven amante de escuchar junto al anciano parlanchín, el burlón junto al presuntuoso, el reservado junto al irascible. Incluso propone que un rico generoso sea colocado junto a un pobre honrado, para que “como de una copa llena a una vacía, se produzca un trasvase”, evocando el célebre pasaje del Banquete de Platón sobre el flujo del amor y de los bienes.
La comicidad aumenta cuando advierte que ningún sofista debe recostarse junto a otro sofista, ni poeta junto a poeta, porque “el pobre aborrece al pobre y el aedo al aedo”, recordando un verso de Hesíodo. Y señala que si dos personajes como Sosicles y Modesto se sientan juntos, el choque de palabras puede encender una llama peligrosa, como dos piedras frotadas. También separa a los coléricos y zahirientes, disponiendo entre ellos a alguien amable que actúe “como cojín” entre golpes. En cambio, reúne a quienes comparten intereses no peligrosos —como la lucha, la caza o la agricultura— y a los amantes del vino y del amor, pues el mismo fuego pasional los hace más receptivos entre sí, salvo cuando compiten por la misma persona.
Cuestión III: De por qué de los sitios el llamado consular obtuvo honor
En esta nueva cuestión —donde conversan los mismos interlocutores de la Cuestión II— el debate gira en torno al problema de los sitios de honor en el banquete, cuya valoración cambia de un pueblo a otro. Para los persas, el lugar más prestigioso es el central, donde se recuesta el rey; para los griegos, el primer puesto del primer lecho; para los romanos, en cambio, el honor recaía en el último puesto del lecho central, el llamado consular. Incluso algunos griegos del Ponto invertían este orden. Aunque sabían por qué ciertos lugares eran estimados (el primero, el central), la razón del prestigio del consular no estaba ya clara en la época de Plutarco, y por eso despertaba mayor interés.
Plutarco señala que solo tres explicaciones parecen dignas de consideración. La primera es de carácter histórico-político: cuando los romanos derrocaron a sus reyes y establecieron un régimen más democrático, los cónsules —herederos del poder ejecutivo— habrían renunciado al lugar central, que evocaba la antigua monarquía, para ocupar un puesto inferior como gesto de modestia y de igualdad. Al ceder el espacio regio, evitaban que su autoridad resultara molesta o arrogante para los demás invitados. De este modo, el origen del lugar “consular” sería un acto simbólico de moderación republicana.
La segunda explicación se relaciona con la función del anfitrión. En el banquete romano, de los tres lechos disponibles, dos se reservaban para los invitados; el tercero pertenecía al que daba la cena. El consular era el primer puesto de este tercer lecho, desde donde el anfitrión podía actuar como “auriga o timonel”, supervisando el servicio, conversando con sus invitados y mostrando su hospitalidad. Según esta disposición, el lugar inmediatamente inferior a él correspondía a su esposa o hijos, y el inmediatamente superior al invitado más honorable, para que estuviera próximo al que invita, un rasgo esencial de cortesía griega y romana.
La tercera razón subraya el carácter práctico del puesto. Plutarco compara al cónsul con un estratego: como Arquias, polemarco de los tebanos, debía estar alerta incluso durante la cena. Si le llegaba una carta urgente o un mensaje militar mientras bebía, no podía ignorarlo alegando “los problemas para mañana”. Y así como —dice Esquilo— “dolores para la noche al timonel prudente”, también un comandante debe cuidar incluso en el banquete la seguridad del ejército. El lugar consular ofrecía un diseño ideal: el ángulo formado por el segundo y tercer lecho producían un hueco donde podían acercarse discretamente el escriba, el mensajero, el guardia o cualquier servidor sin interrumpir el banquete. Desde allí, el cónsul podía escuchar, dar órdenes y responder por escrito sin ser molestado ni molestar a los demás.
Cuestión IV: De cómo debe ser el simposiarco
Nuevo personaje: Teón, amigo cercano de Plutarco y uno de los personajes más constantes del ciclo. Es filósofo, probablemente del entorno académico, de carácter más serio y reflexivo que Cratón. Teón es quien acostumbra a profundizar en los temas y dar el giro más conceptual o moral a las discusiones.
Conversan Plutarco, Cratón y Teón acerca de la figura del simposiarca, es decir, quien preside el banquete y regula la bebida, la conversación y el orden general del convivio. La discusión comienza cuando, tras unos excesos provocados por el vino, los asistentes piden que Plutarco retome la antigua costumbre de elegir un simposiarca. Él acepta y se nombra a sí mismo para dirigir la sesión, pero exige que Cratón y Teón —quienes impulsaron el tema— expongan cuáles deben ser las cualidades de un buen simposiarca. Ambos se hacen rogar, pero la presión del grupo los obliga a hablar.
Cratón comienza afirmando que “el jefe de los guardianes debe ser el mejor guardián”, citando a Platón (Rep. 412c), y que, del mismo modo, el simposiarca debe ser el mejor entre los comensales. Eso significa que no debe ser ni demasiado propenso a embriagarse ni completamente abstemio: quien se excede, dice, “es insolente e incorrecto”, pero quien no bebe nada resulta “desagradable y más propio de un pedagogo que de un simposiarca”. Cratón recuerda la carta de Ciro, quien decía ser más apto para reinar que su hermano porque “soportaba bien mucho vino puro”, mostrando que el dominio de sí es parte del arte de gobernar. El simposiarca, por tanto, debe ser una mezcla de seriedad y diversión, “como un vino selecto” que tiende hacia la gravedad, pero cuya naturaleza se suaviza con la bebida.
Además, Cratón sostiene que el simposiarca debe conocer bien las naturalezas de quienes beben, pues no todos reaccionan igual al vino. Unos se excitan más, otros se vuelven melancólicos, algunos se embriagan rápido (los viejos, los meditabundos), otros resisten más. No existe —dice— una mezcla universal del vino adecuada para todos, como tampoco los escanciadores reales sirven la misma proporción de agua y vino a cada persona: el simposiarca debe actuar “como un músico”, tensando o aflojando, ajustando la medida según la naturaleza de cada comensal. También debe ser amable, ecuánime y cercano a todos: “ni será soportable cuando dé órdenes, ni irreprochable cuando gaste bromas” si no se comporta como amigo de todos.
Luego habla Teón, quien acepta la definición anterior pero añade que un buen simposiarca debe impedir que el banquete se convierta “ahora en una asamblea democrática, ahora en la escuela de un sofista, luego en una timba, después en un escenario”. Da ejemplos de Alcibíades y Teocloro, que transformaron un banquete en una parodia de ritos sagrados, y explica que esto es justamente lo que el simposiarca debe evitar. Su tarea es preservar la finalidad del banquete, que consiste en generar amistad a través del placer moderado. El vino, si está bien mezclado con la conversación y la broma, produce ese efecto; si se mezcla con insolencia o excesos, destruye la armonía. Por eso, dice Teón, el simposiarca debe alternar la seriedad con la broma, “como quien navega junto a la costa”, donde un cambio de distancia puede aliviar el mareo. La mezcla adecuada de tonos evita que los serios se tornen pesados y que los bromistas caigan en grosería.
Teón da ejemplos de bromas que no deben permitirse, aquellas que humillan al otro, comparándolas con “echar beleño en el vino”. Relata el episodio de Agamestor, el académico cojo que fue obligado por sus compañeros a beber de pie sobre el pie derecho. Él respondió con astucia: metió su pierna lisiada en un recipiente vacío y ordenó a todos beber del mismo modo, lo que resultó imposible para los demás, que debieron pagar la multa. Teón elogia esta venganza ingeniosa y afirma que ese tipo de humor, “benévolo y jocoso”, es el que debe promoverse. El simposiarca, entonces, debe ordenar a cada uno aquello en lo que destaca: al cantante cantar, al retórico hablar, al filósofo resolver una dificultad, al poeta improvisar versos, de modo que todos brillen “donde él resulte superior a sí mismo”.
Teón concluye que el simposiarca, como un “rey del banquete”, debe incluso ofrecer premios a quien introduzca una broma ingeniosa y no ofensiva, del mismo modo que “el rey de los asirios anunció un premio para quien descubriera un nuevo placer”. Pues la mayoría de los banquetes fracasan —dice— porque no tienen un buen maestro que los guíe. Y así termina con una observación moral: así como en la vida pública los hombres deben evitar la enemistad nacida de la ambición, en el banquete deben evitar la que nace de la burla. El simposiarca es, en definitiva, el encargado de mantener la concordia, la alegría moderada y la amistad.
CUESTIÓN V: De por qué se dice lo de
«Eros hace a uno poeta»
En casa de Sosio Seneción, tras escuchar unos versos sáficos donde Filóxeno afirmaba que incluso el Cíclope “curaba su amor con musas melodiosas”, surge la pregunta de por qué se dice que Eros enseña a ser poeta incluso a quien antes carecía de musa. Varios asistentes sostienen que el amor impulsa la audacia, la innovación y el ingenio, y recuerdan que Platón llama al amor “danzado” y “atrevido en todo” (cf. Banquete, 196a). Se observa que el enamoramiento transforma radicalmente el carácter: vuelve locuaz al silencioso, valiente al tímido, laborioso al negligente. Incluso el avaro, cuando ama, se ablanda “como hierro templado al fuego”, lo que confirma el dicho humorístico de que “la bolsa de los enamorados está atada con hoja de puerro”, aludiendo a que se abre con facilidad. El grupo concluye también que el amor se asemeja a la embriaguez: ambos estados avivan el ánimo, relajan las inhibiciones y predisponen al ritmo y al canto. Se citan ejemplos como aquel que atribuía a Esquilo la costumbre de componer tragedias mientras bebía, y se recuerda que Lamprias, abuelo de Plutarco, se volvía ingenioso “como incienso que se eleva con el calor”. La naturaleza expresiva del enamorado se refuerza con su deseo de elogiar: así como contempla con placer al amado, también lo celebra con gusto, pues quiere convencer a todos de su belleza y excelencia. De ahí actos como el de Candaules, que llevó a un sirviente a ver a su esposa, buscando testigos de su amor. Por eso los enamorados adornan con canto y poesía los elogios, como si embellecieran estatuas con oro, y procuran que cualquier regalo a su amado sea bello y memorable, lo que explica la relación entre amor, ornamento y lenguaje poético.
Sosio Seneción interviene para dar una explicación más sistemática. Retoma las ideas de Teofrasto en Sobre la música, obra hoy perdida, según la cual existen tres motivaciones fundamentales para el canto: el dolor, el placer y la exaltación. Cada uno de estos sentimientos altera la voz de su tono habitual: el dolor la hace lastimera, propensa al canto; por eso los actores acercan su voz al lamento musical en las escenas trágicas. Las alegrías intensas, por su parte, excitan el cuerpo y lo impulsan al ritmo: saltos, aplausos, movimientos danzados. La exaltación, finalmente, arrebata tanto cuerpo como voz, razón por la cual los delirios báquicos recurren al ritmo, los inspirados profieren oráculos en verso, y muchos poseídos hablan de modo rimado sin proponérselo. Según Sosio, si se examina el amor “desdoblándolo bajo los rayos del sol”, se descubre que concentra en sí los tres impulsos musicales: produce dolores punzantes, alegrías intensísimas y éxtasis semejantes al delirio. Por eso cita a Sófocles: el alma del enamorado está llena de “incienso, peones y gemidos”, esto es, de perfumes rituales, cantos métricos y lamentos, mezcla completa de lo que mueve la música. Así, concluye Sosio, no sorprende que el amor sea especialmente “locuaz y ruidoso” y, más que ningún otro sentimiento, propicio para generar canto, poesía y composición rítmica.
CUESTIÓN VI: Sobre los abusos de Alejandro en la bebida
Nuevo personaje: Filino, amigo cercano de Plutarco, vegetariano, estudioso y dedicado a cuestiones teológicas y filosóficas. Conocido por intervenir con rigor textual, suele citar fuentes precisas. Aquí aparece como voz crítica y documentada, pues apela a las Memorias Reales para corregir afirmaciones ingenuas sobre Alejandro.
La conversación se inicia con un tema frecuente en la tradición histórica: la relación de Alejandro Magno con la bebida. Algunos sostenían que el rey no bebía en exceso, sino que simplemente pasaba mucho tiempo bebiendo mientras conversaba con sus amigos. Filino interviene para desmentir esta versión “basándose en las Memorias Reales”, donde aparece repetidamente la expresión “está durmiendo este día a consecuencia de la bebida” e incluso “también el siguiente”, lo que demuestra que la embriaguez era frecuente. Filino agrega que el hábito de beber lo hacía perezoso para el sexo —algo que requiere sangre fría— pero extremadamente ardiente y apasionado, rasgos propios del “calor corporal” provocado por el alcohol. Este calor, dice el texto, explicaría incluso el famoso aroma agradable que emanaba de la piel del rey, capaz de perfumar sus túnicas, fenómeno que Teofrasto relaciona con la “cocción” de la humedad interna por el calor.
A propósito de esta naturaleza cálida, se menciona la tensión famosa entre Alejandro y Calístenes. Éste había rechazado beber de la “gran copa llamada de Alejandro”, afirmando que no quería, “por beber de Alejandro, precisar de Asclepio”, lo cual equivalía a acusar indirectamente al rey de provocar enfermedad con su modo de beber. Este gesto, señala el diálogo, contribuyó a la enemistad que finalmente le costó la vida.
El grupo pasa luego a comentar otros casos célebres de bebedores, destacando a Mitrídates VI del Ponto, quien en sus certámenes ofrecía premios al que comiera y bebiera más, y que siempre ganaba él mismo. Su enorme capacidad le valió el apodo de “Dioniso”, aunque algunos interpretaban erróneamente este sobrenombre como derivado de ciertos prodigios con rayos en su infancia y juventud. Plutarco aclara que tales historias deben tomarse con cautela: el apodo se debía al estilo de vida, no a señales divinas.
A continuación se recuerda a Heraclides, un púgil contemporáneo de la generación de los padres de Plutarco. Era tan resistente al alcohol que ningún compañero le aguantaba el ritmo. Para suplir esta falta, invitaba a distintos grupos en distintos momentos del día: unos al aperitivo, otros al almuerzo, otros a la cena y otros a una bacanal final. Cuando un grupo se retiraba, llegaba el siguiente, y él continuaba sin interrupciones. Su fama en Alejandría era tal que lo llamaban con cariño “Heraclidita”.
El diálogo se desplaza luego a casos de trucos para resistir más bebida. Se cuenta la historia de un médico que, viviendo en casa de Druso, hijo de Tiberio, era capaz de doblar a todos en la bebida porque antes de cada ocasión consumía “cinco o seis almendras amargas”. Descubierto y privado de ellas, “no aguantaba ni lo más mínimo”. Algunos creían que las almendras actuaban irritando y “purificando la carne”, abriendo los poros y eliminando humedad; otros, como Plutarco y sus acompañantes, entendían que su efecto dependía de su amargor, cuya naturaleza es “desecante y disipadora de los líquidos”.
Plutarco afirma que este poder desecante explica por qué el sabor amargo es desagradable y por qué las heridas cicatrizan con fármacos amargos, como indica el verso: “Y encima puso una raíz amarga, analgésica… la herida se secaba y cesó la hemorragia”. Las cremas amargas usadas por las mujeres, que “resecan gracias a su aspereza”, serían otra prueba.
Si las almendras amargas resecan las partes internas e impiden la dilatación de las venas —condición que, según se creía, causa la embriaguez—, entonces su efecto protector contra el vino tiene sentido. Su argumento culmina con un ejemplo zoológico: las zorras que comen almendras amargas “mueren si no beben”, porque el amargor les extrae completamente los líquidos. Esta observación sirve como test empírico del poder desecante que explicaría por qué algunos usaban almendras para “defenderse” del vino puro.
Cuestión VII: De por qué a los ancianos les gusta más el vino puro
El grupo discute por qué los ancianos suelen preferir el vino en estado más puro, es decir, con menos mezcla de agua. Al comienzo se menciona una explicación común: que los viejos, por tener una “naturaleza reseca y difícil de avivar”, se adaptan mejor a la dureza del vino puro. Plutarco descarta esta idea como una opinión “común y manida” —“ni suficiente ni verdadera”—, pues la cuestión no se reduce a una simple condición de sequedad corporal.
La clave, dice Plutarco, es que los ancianos necesitan estímulos más intensos para sentir placer, ya que todas sus facultades sensoriales se han vuelto lentas. En la vejez, la naturaleza “se afloja y debilita”, y por eso requiere impresiones fuertes. Esta explicación fisiológica se ilustra con varios ejemplos: en el gusto, toleran mejor lo picante; en el olfato, disfrutan más de los olores potentes; en el tacto, muchas veces “reciben golpes sin sufrir mucho”, porque la sensibilidad ha disminuido; y en el oído, los músicos ancianos componen en tonos más agudos y duros para “despertar su sensibilidad” mediante sonidos más penetrantes.
Plutarco emplea una comparación muy gráfica: del mismo modo que el temple endurece el filo del hierro, “el aliento” —es decir, la vitalidad interna— es lo que mantiene despierta la sensibilidad del cuerpo. Cuando esta fuerza declina, como ocurre en la vejez, la sensibilidad se vuelve “indolente y terrosa”, y necesita que algo la golpee con mayor intensidad. Por eso el vino puro, más fuerte y más vivo que el mezclado, produce un impacto sensorial capaz de estimular lo que ya no responde a estímulos suaves.
Cuestión VIII: De por qué las personas de edad leen mejor de lejos que de cerca
Esta dificultad se contraponía a lo visto en la discusión anterior: los viejos, en otros sentidos, solo responden a estímulos más fuertes y directos. ¿Por qué, entonces, la vista parece funcionar al revés? Plutarco cita dos versos trágicos —uno de Esquilo y otro de Sófocles— que mencionan precisamente esta característica: el anciano “ve de lejos, pero de cerca es ciego”, lo que confirma que el fenómeno era conocido desde antiguo.
La primera explicación propuesta por algunos asistentes sostiene que los ancianos alejan el libro para reunir más luz y llenar de aire luminoso el espacio entre los ojos y lo escrito. Al ampliar la distancia, captarían más claridad y lograrían una percepción más nítida.
Una segunda postura, más geométrica, recurre a la teoría de los conos visuales: de cada ojo sale un cono cuyo vértice es el ojo y cuya base cubre lo percibido. Cuando el objeto está muy cerca, los conos de ambos ojos no llegan a unirse; cada ojo percibe por separado, y la imagen resulta débil. Pero cuando el objeto se aleja, ambos conos convergen y se funden en una única percepción más fuerte. De lejos, entonces, los ancianos ven mejor porque su vista necesita la colaboración de ambos conos para producir una impresión suficientemente intensa.
En ese momento interviene Lamprias, ofreciendo una explicación ingeniosa y diferente. Según él, vemos por medio de imágenes que provienen de los objetos; estas imágenes, al surgir, son “grandes y compactas”, lo que resulta molesto para los ancianos cuando el objeto está demasiado cerca, ya que sus ojos son “lentos y rígidos”. Pero cuando las imágenes recorren más distancia, se purifican: las partes más pesadas “caen” y las más finas llegan suavemente a los ojos. Esto es similar —dice— al modo en que los perfumes se perciben mejor a cierta distancia: de cerca traen consigo olores turbios y terrosos, pero desde lejos solo llega lo más puro y ligero del aroma. Para Lamprias, entonces, la distancia permite que la imagen visual se refine, haciendo más soportable la percepción para una vista debilitada por la edad.
Plutarco expone la explicación platónica, que considera la visión como una mezcla entre un rayo de luz que procede del ojo y la luz exterior. Para que la visión sea nítida, ambos flujos de luz deben mezclarse en proporción y armonía. Pero en los ancianos, ese rayo interno es débil: al mirar de cerca, la intensa luz exterior “destruye” el rayo ocular antes de que pueda unirse con ella. Al alejar el texto, en cambio, la luminosidad se atenúa mediante la distancia y el aire, de modo que el rayo ocular, aunque débil, alcanza a mezclarse con la luz y a generar una percepción clara. Plutarco refuerza esta idea comparándola con los animales nocturnos, cuya visión se arruina bajo la luz fuerte del día, pero funciona bien con luces pequeñas, como las estrellas: cuanto más débil la luz externa, más capaz es su rayo visual de unirse con ella.
CUESTIÓN IX: De por qué se lavan los vestidos con agua potable mejor que con la del mar
Nuevo personaje: Temístocles, filósofo estoico y compañero de estudios de Plutarco en la escuela de Amonio. Defiende con frecuencia las posiciones de su escuela y gusta de desmontar preguntas que considera mal enfocadas o triviales, redirigiendo la discusión hacia ejemplos literarios más interesantes o más propios del banquete.
La conversación se desarrolla en casa de Mestrio Floro, anfitrión romano prestigioso, donde Teón expone su extrañeza: no entiende por qué Crisipo, el gran estoico, menciona en sus escritos afirmaciones aparentemente absurdas —como que un pescado salado se vuelve dulce si se humedece con salmuera, que la lana obedece más a quien la desenreda con suavidad que a quien la fuerza, o que se come con menos apetito estando en ayunas que después de haber comido— sin ofrecer ninguna explicación de tales paradojas. Temístocles responde con ironía: Crisipo no pretende explicar esos fenómenos, sino mostrar cuán fácilmente el ser humano acepta lo verosímil y rechaza lo que parece irracional. Y añade una provocación dirigida a Teón: si realmente quiere investigar causas, no pierda tiempo con rarezas domésticas, sino que explique por qué Homero describe a Nausícaa lavando ropa en el río y no en el mar, cuando este último era más cálido y aparentemente mejor para limpiar.
Teón recoge el desafío y responde apelando a Aristóteles, quien explicaba que el agua de mar está mezclada con elementos terrosos y espesos que la hacen salobre; en cambio, el agua dulce es pura, ligera y sin mezcla. Esa pureza —dice Aristóteles— permite que se infiltre mejor en los tejidos y arrastre la suciedad, mientras que la densidad del mar, aunque sostenga mejor a los nadadores, es menos adecuada para lavar. Según Teón, Homero habría actuado con precisión al situar en el río la escena de la colada.
Plutarco interviene para matizar: aunque Aristóteles suene convincente, su explicación no es completamente verdadera. Observa que, cuando falta agua dulce, la gente espesa el agua añadiendo ceniza, carbonato sódico u otros polvos, pues las sustancias terrosas y ásperas limpian mejor al abrir los poros y arrastrar la grasa. La densidad del mar —sigue Plutarco— no impediría su uso para lavar, pero el problema real del agua marina es que es grasosa, tal como el propio Aristóteles reconoce: las sales producen grasa y hacen arder mejor las lámparas; la llama se aviva con agua de mar; y, por lo mismo, el mar es más cálido. Lo que dificulta el lavado no es la densidad, sino la cualidad grasa y salina que se adhiere al cuerpo.
Plutarco ofrece una segunda explicación: el lavado busca enfriar y secar; lo que se seca rápido parece estar más limpio. El agua dulce, por su ligereza, es absorbida rápidamente por el sol y se evapora con facilidad; la salada, en cambio, queda retenida en los poros y tarda más en secarse. Según esta lógica, el mar lava peor no porque sea terroso, sino porque su humedad no desaparece con rapidez.
Teón objeta citando de nuevo a Aristóteles, quien afirmaba que quienes se lavan en el mar se secan antes si luego se colocan al sol. Pero Plutarco responde que Homero presenta lo contrario. En la Odisea, tras naufragar, Odiseo aparece “horroroso, afeado por el salitre”, y él mismo pide a las doncellas que se alejen mientras se lava “el salitre de los hombros” en el río, no en el mar. Y el poeta describe cómo el héroe limpia de su cabeza la espuma marina. Para Plutarco, Homero en realidad acierta: al salir del mar, el sol evapora solo la parte más ligera del agua, mientras que la costra salada queda adherida al cuerpo, lo que dificulta la limpieza hasta que se usa agua dulce.
Cuestión X: De por qué al coro de la tribu Eántide, de Atenas nunca lo elegían el último
Nuevos personajes:
MARCOS
Gramático, antiguo compañero de estudios de Plutarco. Especialista en tradición literaria y mitográfica; suele plantear cuestiones etimológicas o históricas que dan pie a discusiones más amplias.
MILÓN
Amigo de Plutarco, aparece ocasionalmente en las Quaestiones convivales. Representa el sentido común crítico: duda, objeta y exige pruebas cuando una afirmación parece apócrifa o inverosímil.
FILOPAPO
Príncipe sirio y figura histórica destacada en Atenas y Roma. Fue cónsul, benefactor y organizador de certámenes públicos. En el diálogo actúa como anfitrión ilustre: escucha, participa y aporta ejemplos de erudición. Plutarco le dedica su tratado Cómo distinguir al adulador del amigo.
LAUCIAS
Interlocutor secundario pero recurrente, meticuloso y culto. Aporta datos históricos o literarios en los momentos oportunos.
El diálogo se sitúa durante la celebración de unos epinicios compuestos por Sarapión, en los que la tribu Leontide había obtenido la victoria. Los comensales presentes —entre ellos Plutarco, Marcos, Milón, Filopapo y otros— habían sido invitados precisamente por su pertenencia o adscripción a dicha tribu. El ambiente es festivo, cercano al de un certamen coral, pues Filopapo había ejercido como corego de todas las tribus y había organizado el concurso con magnificencia. El rey, sentado entre los convidados, alternaba recuerdos históricos con intervenciones corteses, mostrando un sincero deseo de aprender.
En este contexto, Marcos plantea una cuestión curiosa. Cita a Neantes, autor ciciceno, quien transmitía una leyenda según la cual la tribu Eantide poseía un don peculiar: nunca resultaba elegida en último lugar en los concursos de coros. Marcos admite que Neantes es un narrador poco fiable, pero invita igualmente a investigar la causa de un prodigio tan singular. Milón duda inmediatamente: ¿qué sentido tiene investigar algo probablemente falso? Plutarco, sin embargo, no responde, porque interviene Filopapo, defendiendo que incluso los mitos falsos pueden servir para ejercitar la inteligencia.
Para ilustrarlo, Filopapo cuenta la anécdota de Demócrito: mientras comía un pepino que sabía a miel, preguntó dónde lo habían comprado. La sirvienta le confesó que había caído por accidente en un tarro de miel. Contrariado, Demócrito exclamó que preferiría ignorar ese detalle, pues había querido investigar la causa natural de la dulzura como si perteneciera propiamente al pepino. Filopapo concluye que el afán de explicación no debe depender de la verdad del hecho, pues el ejercicio intelectual es valioso por sí mismo. Con ello anima a continuar la indagación, incluso si la leyenda de Neantes es dudosa.
La conversación se anima y los participantes comienzan a encomiar la tribu Eantide, citando hechos gloriosos asociados a ella. Se recuerda que Maratón, demo perteneciente a esa tribu, era el centro de grandes gestas; que Harmodio, uno de los tiranicidas, procedía de un demo eantidio; y que Glaucias, el orador, añadía que en la batalla de Maratón los Eantides ocuparon el ala derecha, según las elegías atribuidas a Esquilo, quien combatió allí. También se menciona al polemarco Calímaco, otro eantidio, cuya valentía fue decisiva en la victoria, pues su voto apoyó la estrategia de Milcíades. Plutarco incrementa este elogio recordando que el decreto que autorizó a los atenienses a salir a combatir se emitió cuando la tribu Eantide ejercía la pritanía, y que en Platea volvió a destacarse, hasta el punto de encargarse —por orden de la Pitia— de llevar el sacrificio victorioso de las ninfas Esfragítidas al monte Citerón.
Pero entonces Plutarco introduce un giro. Reconoce la gloria de Eantide, pero invita a reflexionar sobre otra posibilidad. Propone que esta creencia de que su coro nunca es colocado en último lugar no es un hecho histórico, sino una tradición destinada a suavizar el carácter de su epónimo, es decir, del héroe que da nombre a la tribu: Áyax Telamonio. Plutarco recuerda que Áyax era orgulloso, irascible y poco dado a aceptar humillaciones. Para evitar que su temperamento recayera simbólicamente sobre la tribu, o que el héroe se considerara deshonrado, se habría instaurado la costumbre de no postergar jamás a los Eantides en los concursos. De este modo, la práctica no sería un prodigio, sino un acto ritual de apaciguamiento, una forma de honrar a un héroe susceptible y acostumbrado a la preeminencia.
Conclusión
No hay comentarios:
Publicar un comentario