viernes, 12 de diciembre de 2025

Plutarco - Los deberes del matrimonio

Los deberes del matrimonio es un breve pero profundo tratado en el que Plutarco reúne 48 consejos destinados a dos de sus antiguos discípulos, Poliano y Eurídice, recién unidos en matrimonio. A través de pequeñas historias, aforismos y ejemplos morales, el autor condensa las enseñanzas filosóficas que ambos escucharon en su juventud, ofreciéndoles una guía práctica para construir una vida en común basada en la armonía, la templanza y el respeto mutuo. Lejos de limitarse al simple deber cívico de la procreación, Plutarco concibe el matrimonio como una symbíosis espiritual, una comunidad de vida y de alma donde la educación, la virtud y la amistad conyugal juegan un rol central. Su visión, influida por la tradición estoica pero también innovadora, dignifica la figura de la esposa, fomenta la participación intelectual de ambos cónyuges y sitúa al amor como fundamento de la concordia matrimonial.

LOS DEBERES DEL MATRIMONIO

Plutarco abre Deberes del matrimonio adoptando un tono íntimo y ceremonial: se dirige directamente a Poliano y Eurídice, sus antiguos discípulos, y vincula su carta con los ritos tradicionales del matrimonio griego. La alusión inicial a la sacerdotisa de Deméter, que unía a los esposos en privado, ofrece un marco simbólico: el matrimonio no es solo un hecho social, sino un pacto sagrado que requiere guía y sabiduría. De ahí que Plutarco justifique enviarles este “regalo” filosófico, comparando su obra con los himnos nupciales y con la música que armoniza las cuerdas de la vida conyugal; la filosofía, dice, es la afinadora de esa armonía, pues ayuda a que los esposos se vuelvan afables, atentos y afectuosos.

Plutarco insiste en que lo que ofrece no son tratados abstractos, sino un compendio práctico de enseñanzas que ambos escucharon en su juventud, ahora expresadas en comparaciones breves y memorables para facilitar su recuerdo. La imagen de las Musas acompañando a Afrodita remarca la idea central del tratado: el amor físico necesita el complemento de la razón, del discurso y de la educación para convertirse en una relación duradera. Por eso los antiguos —explica— colocaban estatuas de Hermes, de la Persuasión y de las Gracias junto a Afrodita, pues el matrimonio requiere inteligencia, suavidad y cooperación mutua para prosperar. Incluso Solón, con su curioso precepto del membrillo antes del acto matrimonial, simboliza para Plutarco la necesidad de que el primer gesto sea dulce, armonioso y verbal antes que puramente físico.

A partir de ahí, Plutarco introduce una serie de imágenes moralizantes que revelan su enfoque pedagógico. La corona de espárragos en Beocia simboliza que, aunque el comienzo puede ser áspero —como las espinas del tallo—, el fruto del matrimonio será dulce si ambos esposos soportan con paciencia los primeros roces y dificultades. Quienes abandonan a la esposa por sus primeros recatos se asemejan a quienes renuncian a una vid por probar una uva verde, o a quienes dejan un panal porque la abeja los picó: son impulsivos, incapaces de ver el valor que crecerá con el tiempo.

Plutarco continua con una advertencia importante: el amor apasionado de los recién casados es como la llama que prende en paja o en mechas, rápida y brillante pero también fácil de extinguir si no se alimenta con virtud, razonabilidad y constancia. El enamoramiento corporal debe anclarse en la moral y la razón para convertirse en un afecto estable. Lo mismo ocurre con la crítica a los “filtros y hechizos”, símbolo de todas las manipulaciones afectivas. Las mujeres que conquistan a los hombres por medios turbios —dice Plutarco con un ejemplo tomado de Circe— terminan rodeándose de maridos “corrompidos”, que no pueden ser compañeros reales. Solo una relación basada en la sensatez permite que el amor sea profundo y duradero.

En otra comparación llamativa, Plutarco denuncia a las mujeres que prefieren dominar a maridos necios antes que convivir con esposos sensatos: actúan como quien elige guiar a un ciego en vez de caminar junto a alguien que ve el camino. La crítica también apunta a los hombres: quienes, por inseguridad o debilidad, se humillan para controlar mejor a sus esposas nobles o ricas no mejoran como personas, sino que rebajan la relación misma. 

Rol de la mujer

Plutarco muestra cómo debe comportarse una mujer sensata dentro del matrimonio. La primera imagen —la de la luna, que se ve más brillante lejos del sol— sirve para invertir la metáfora: mientras la luna se eclipsa cuando se acerca al sol, la mujer virtuosa debe ser más visible y resplandeciente cuando está junto a su esposo, y más reservada cuando él no está presente. Con ello, Plutarco subraya la idea antigua de la aidos (pudor) femenino, pero inmediatamente la matiza: el pudor no es ausencia de presencia, sino disposición moral. Por eso rebate a Heródoto, afirmando que la mujer no pierde su pudor al quitarse el vestido; al contrario, una esposa prudente lo conserva y lo expresa mediante el respeto mutuo que ella y su esposo se profesan. El matrimonio, para Plutarco, descansa sobre esa combinación de afecto y decoro.

A continuación, introduce una imagen musical: cuando dos voces cantan juntas, la grave domina y da unidad al conjunto. Así debe funcionar el matrimonio: ambas voluntades deben estar de acuerdo, pero la mujer reconoce en la prudencia del marido la guía de la casa. La lógica de Plutarco no apunta a la sumisión irreflexiva, sino a la armonía de roles. Lo demuestra con una fábula conocida: el viento del norte no logra quitarle el manto al viajero, pero el calor del sol sí. Con esta analogía enseña que muchas mujeres reaccionan con enojo cuando se les intenta imponer austeridad por la fuerza, pero aceptan con gusto la moderación cuando se las convence con razones. La persuasión, no la violencia, es el método adecuado para lograr virtud en la vida doméstica.

Luego trata la cuestión del pudor público. Cita a Catón, quien expulsó del senado a un hombre por besar a su esposa frente a su hija, para señalar que, si las muestras de afecto deben ser discretas, con mayor razón lo deben ser las discusiones y los reproches. Así como las caricias pertenecen al espacio privado, también las correcciones deben hacerse en intimidad, sin humillar públicamente al otro. La comparación con un espejo resulta clara: un espejo de oro es inútil si no refleja bien; del mismo modo, una mujer rica o noble no aporta nada si no armoniza su carácter con el de su marido. La falta de sintonía emocional —reír cuando él está serio o mostrarse apagada cuando él quiere ternura— es vista como desdén o antipatía, nociones que Plutarco considera destructivas para la vida matrimonial.

Plutarco continúa con otra analogía tomada de la geometría: así como las líneas y superficies solo se mueven si se mueven los cuerpos a los que pertenecen, así también la mujer debe participar de los placeres y preocupaciones del marido, sin buscar placeres separados ni mundos paralelos. Las parejas que no comparten comidas, risas y actividades terminan aprendiendo a disfrutar separados. De ahí la crítica a los hombres que excluyen a sus esposas: al hacerlo, fomentan que ellas creen intereses independientes. La referencia a los reyes persas sirve para matizar esta idea: aunque excluían a sus esposas de los banquetes licenciosos, Plutarco interpreta este gesto como respeto hacia ellas; de manera análoga, recomienda a las mujeres no enfadarse si el marido comete alguna falta con una sirvienta, pues —según la lógica antigua— lo hace por no mancillar la dignidad de la esposa. Aunque esta visión es propia del contexto histórico, sirve a Plutarco para insistir en que las costumbres del esposo moldean a la esposa: un hombre entregado a la virtud hace virtuosa a su mujer; uno entregado al placer, la vuelve licenciosa.

La obra continúa con una anécdota espartana que muestra el equilibrio esperado en la intimidad: la esposa no debe iniciar el acercamiento sexual, pero tampoco rechazarlo cuando el marido lo muestra; para Plutarco, la iniciativa excesiva es impropia de una mujer honesta, y el rechazo constante es arrogancia o falta de afecto. En cuestiones sociales, Plutarco añade que la mujer no debe tener amistades exclusivas fuera del círculo del marido ni participar en cultos privados o supersticiones extranjeras, práctica común en el mundo romano. La unidad religiosa refuerza la unidad doméstica.

Plutarco retoma una idea platónica: en una comunidad ideal no se habla de “lo mío” o “lo tuyo”. En el matrimonio, esta fusión es aún más profunda, porque la naturaleza misma —a través del cuerpo y la generación de los hijos— mezcla a los esposos de tal modo que sus bienes deberían ser igualmente comunes. Hasta las propiedades que la esposa aporta deben considerarse parte del hogar, sin dividirlo en esferas separadas. El contraste final entre los matrimonios de Helena y Paris, frente al de Odiseo y Penélope, resume la enseñanza moral: la unión fundada en el placer y la vanidad destruye ciudades; la basada en prudencia, sagacidad y virtud es estable y digna. La anécdota del romano que repudia a su esposa “como un zapato que parece perfecto, pero aprieta donde nadie ve” advierte que la dote, la belleza o el linaje no sostienen un matrimonio: solo el carácter, la conversación amable y la disposición afectuosa pueden mantenerlo sano. Y son precisamente los pequeños disgustos diarios, invisibles para la mayoría, los que más corroen la vida conyugal si no se atienden.

Esencia conyugal

La verdadera “magia” conyugal no está en hechizos ni filtros, sino en el carácter. La anécdota de la concubina tésala acusada de emplear hechizos con Filipo sirve para invertir la sospecha: cuando Olimpias la ve hermosa y de conversación elegante, concluye que esos son sus verdaderos “encantos”. Plutarco remata: una esposa legítima es invencible si reúne en sí todo —dote, linaje, atractivo, el “cinturón de Afrodita”— pero lo pone al servicio de la moral y de la virtud. No basta con ser guapa o bien nacida; lo decisivo es el modo de ser, que hace que el marido la ame por lo que ella es, no solo por lo que trae.

Luego aparece otra escena con Olimpias que refuerza el mismo punto: al ver que un joven músico se casa con una mujer hermosa pero de mala fama, comenta que “no debe ser inteligente, porque se ha casado con los ojos”. Plutarco critica así dos criterios errados: casarse “por los ojos” (solo por la belleza) o “por los dedos” (contando la dote). El acento está en la convivencia: el criterio central no es cuánto aporta la esposa en dinero o apariencia, sino cómo va a vivir con el marido, qué tipo de compañera será. El matrimonio, por tanto, es una elección ética, no estética ni económica.

La referencia a Sócrates y al espejo introduce otro eje: la relación entre apariencia y virtud. Los jóvenes feos —dice— deberían corregirse con la virtud, y los hermosos no arruinar su belleza con el vicio. Aplicado a la mujer casada, Plutarco imagina un pequeño diálogo interior frente al espejo: si es fea, puede consolarse pensando “¿y cómo sería si además no fuera prudente?”; si es hermosa, puede exigirse: “¿en qué me convertiré si también soy prudente?”. La idea es que la fealdad compensada por un buen carácter se vuelve motivo de orgullo, porque el afecto del marido recae más en las costumbres que en el cuerpo.

La historia de Lisandro y los regalos rechazados para sus hijas enlaza con la crítica a los adornos externos. El espartano se niega a aceptar vestidos y joyas lujosas porque “las avergonzarían más que embellecerlas”. Sófocles y Crates refuerzan el mismo criterio: el verdadero adorno es aquello que realmente embellece, y eso no es el oro ni la púrpura, sino la dignidad, la moderación y el recato. Plutarco propone así una estética moral: la mujer se “vista” ante todo de virtud, y solo en segundo plano de cosas materiales.

El pasaje sobre el sacrificio a Hera introduce el tema de la ira en el matrimonio. Al arrancar la hiel antes de ofrecer el animal, el rito simboliza que la cólera y el rencor no deben entrar en la vida conyugal. La severidad de la señora de la casa —dice Plutarco— debe ser como la de un buen vino: fuerte pero agradable, no amarga como el aloe o como un remedio áspero. Es decir, la mujer puede y debe tener firmeza, pero una firmeza suavizada por la mansedumbre y el buen trato.

La anécdota de Jenócrates y las Gracias sirve para añadir un matiz: no basta con ser moralmente recto, también hacen falta “gracias”, encantos de carácter. Plutarco sostiene que una esposa prudente debe procurar que su marido viva con ella “agradablemente y sin estar airado precisamente porque es prudente”. La moderación sin amabilidad se vuelve odiosa, como la suciedad arruina la sencillez. Critica a las mujeres que, por temor a parecer atrevidas, nunca bromean ni se ríen con sus maridos: confunden decoro con frialdad. El ideal es un equilibrio: huir de lo vulgar y ostentoso, pero al mismo tiempo cultivar la simpatía, el humor y la delicadeza cotidiana.

Donde la naturaleza de la mujer es más difícil —antipática, violenta, áspera—, Plutarco pone el acento en la paciencia del marido. Recurre a Foción, que se negaba a ser a la vez amigo y adulador: el esposo, con una mujer prudente pero poco afectuosa, no podrá tenerla como amante cariñosa, pero sí como compañera honesta. Es un reconocimiento realista de límites de carácter: a veces la virtud viene con aristas, y la tarea del marido es tolerarlas sin intentar convertir a la esposa en algo que no es.

Las referencias a las mujeres egipcias sin calzado y a las mujeres que solo se quedan en casa si se les quitan los adornos luxuosos apuntan a una crítica al lujo femenino, típico del tono moralizante antiguo. Plutarco sugiere que, reducidas las vanidades externas, muchas mujeres se verían “obligadas” a permanecer en la esfera doméstica. Hoy puede sonar duro, pero en su contexto expresa el ideal de una vida femenina centrada en el hogar y no en el exhibicionismo público.

La anécdota de Téano introduce el pudor en el habla. Al mostrar su brazo y recibir el elogio de que es “hermoso”, responde: “pero no público”. Plutarco transfiere esta idea a la palabra: no solo el cuerpo, también el discurso de la mujer no debe ser “público” sin cuidado. La palabra descubre el interior —sentimientos, carácter, disposiciones—, de modo que la mujer prudente debe cuidar ante quién y cómo habla. La estatua de Afrodita con un pie sobre una tortuga, obra de Fidias, refuerza este simbolismo: la tortuga indica casa y silencio; la mujer, idealmente, debe cuidar el hogar y hablar sobre todo con su marido o por medio de él en asuntos externos. Nuevamente aparece la jerarquía de género clásica: la voz pública es del hombre, la voz de la mujer es mediada.

Plutarco cierra esta sección con una reflexión sobre autoridad y unión. Compara al marido con el alma y a la mujer con el cuerpo: el hombre debe gobernar, pero no como un amo sobre sus bienes, sino como un principio que comparte sentimientos y cuida. Del mismo modo que hay que gobernar el cuerpo sin esclavizarse a sus placeres, debes mandar sobre la mujer halagándola y agradándola, no oprimiéndola. Retoma, además, una distinción filosófica entre cuerpos “agregados” (como una flota), “ensamblados” (como una casa) y “unificados” (como un ser vivo). El matrimonio ideal es de este último tipo: una sola naturaleza, donde cuerpos, bienes, amigos y parientes se mezclan. Los matrimonios por dote o solo por hijos son como estructuras ensambladas; los basados solo en el placer, meros contactos sin verdadera vida en común.

La alusión a la ley romana que prohíbe regalos entre cónyuges no busca separar, sino subrayar que todo debe ser tan común que no tenga sentido “darse” algo el uno al otro. Desde ahí, la costumbre de Leptis —la olla denegada por la suegra— aparece como advertencia: las tensiones con la suegra son casi inevitables, pero la esposa debe evitar usar esos pretextos para alimentar conflictos. La “medicina” que propone Plutarco es fina: ganar el afecto del marido sin enfrentarlo con su madre, reforzar el vínculo sin romper el otro.

Es agradable, dice, que la esposa muestre más respeto por los padres del marido que por los propios, que confíe en ellos incluso cuando está afligida. La lógica es sencilla: la confianza genera confianza, el amor despierta amor. La mujer, al inclinarse hacia la familia del marido, fortalece la cohesión del nuevo núcleo familiar. 

Así como los generales de Ciro aconsejaban a los soldados responder con silencio al grito enemigo y con gritos al silencio del adversario, la esposa sensata debe “contragolpear” la ira del marido con calma. Si él alza la voz, ella guarda silencio; cuando él se calma, entonces habla para apaciguarlo. La idea es clara: el matrimonio no es simetría de impulsos, sino arte de compensar. La verdadera prudencia consiste en no encender más el conflicto, sino en saber en qué momento la palabra reconcilia y en qué momento solo echa más leña al fuego.

Con la crítica a usar la lira en los banquetes, Plutarco introduce otro principio: la música (y, por extensión, el amor) es más necesaria en el dolor que en el placer. Por eso denuncia a las parejas que, por gusto, comparten cama, pero cuando se enfadan se castigan durmiendo separados. A su juicio, Afrodita es “la mejor médica” de esos males: la intimidad sexual, lejos de ser solo un entretenimiento, tiene fuerza reconciliadora. La cita de Hera que promete “anular rencillas llevando al lecho” apunta a lo mismo: la cama puede sanar lo que la cama ha herido, pero solo si los esposos no convierten el dormitorio en campo de batalla. De ahí la anécdota de la mujer con dolores de parto: si la cama ha sido origen de resentimiento, luego es muy difícil que otro lugar repare ese daño.

Luego Plutarco se detiene en un foco clásico de conflicto: los celos alimentados por terceras personas. Hermíone se queja de que “las visitas de malas mujeres” la han matado; Plutarco aclara que no es la simple visita, sino el oído abierto a la murmuración lo que destruye el matrimonio. La mujer sensata debe “cerrar sus oídos” a las amigas chismosas que le inflaman contra su marido. La anécdota de Filipo es magistral: si los griegos hablan mal de él aun tratándolos bien, ¿qué pasaría si los maltratara? La esposa debe contestar igual a las amigas que le dicen “te hace sufrir pese a que eres honrada”: “¿y cómo sería si yo lo odiara y lo tratara mal?”. Es una invitación a mirarse a sí misma y a no dejar que el círculo de amigas se convierta en coro de resentimiento.

Plutarco ilustra la lógica “enemiga” de la rival amorosa con el ejemplo del esclavo fugitivo refugiado en un molino: el amo dice “no podría encontrar mejor sitio para verte que este”, pues el castigo habitual del esclavo era precisamente el molino. De igual modo, si la mujer abandona su casa y su lecho por celos, se instala en el lugar donde más se alegra su rival. El mejor “golpe” a la amante no es la fuga, sino conservar el hogar y el vínculo. A continuación introduce la metáfora de la “siembra matrimonial”: así como Atenas celebra fiestas agrícolas en distintos lugares (Esciro, Raria, Busigio), la unión sexual legítima es la siembra sagrada destinada a los hijos. Por eso exige pureza: no derramar una semilla de la que no se quiere fruto y de la que luego habría vergüenza. La sexualidad matrimonial debe estar libre de relaciones ilícitas, tanto por respeto a la esposa como por respeto a los posibles hijos.

El caso de Gorgias, incapaz de mantener concordia entre sí mismo, su mujer y su criada, sirve para ridiculizar a quien predica armonía en público pero vive en guerra en casa. Si ama a la criada y su esposa está celosa, es su hogar el que desmiente sus palabras. Plutarco insiste: quien quiera unir una ciudad o un grupo debe empezar por su propia casa. Enseguida vuelve sobre la fidelidad masculina con imágenes muy plásticas: así como sería cruel que un hombre siguiera perfumándose si supiera que el olor vuelve loca a su mujer, es injusto que, por un pequeño placer con otras mujeres, perturbe y haga sufrir a la esposa. La referencia a las abejas que se irritan con hombres que han estado con otras mujeres es una superstición que le sirve para un argumento moral: el marido debe acercarse a su esposa “puro y limpio” de otras compañías.

Plutarco también pide a las mujeres que consideren los límites y manías de sus maridos: si algunos se enfurecen con ciertos colores o ruidos (púrpura, címbalos, tambores), la esposa prudente evita irritarlos con esos estímulos, igual que uno evitaría agitar a toros o tigresas con rojo o tamborazos. No se trata de sumisión ciega, sino de convivir “tranquila y agradablemente”. La anécdota de la mujer que responde a Filipo “cuando se apaga la lámpara todas las mujeres son iguales” es una bofetada al adúltero, pero Plutarco la usa al revés: precisamente cuando se apaga la luz la esposa debe no ser igual que las otras, sino distinguirse por su virtud, fidelidad y entrega. La oscuridad es prueba de consciencia: aunque nadie la vea, su cuerpo pertenece solo al marido.

Después gira hacia el rol del marido como modelo. Plutarco recuerda la exhortación de Platón a los ancianos: su pudor enseña pudor a los jóvenes. De lo mismo depende el matrimonio: el marido debe respetar, sobre todo, a su esposa, porque el lecho conyugal es escuela de modestia o de desenfreno. Si él disfruta en secreto de los mismos placeres que prohíbe a su mujer, se vuelve incoherente e hipócrita. También corrige a Poliano: si quiere que Eurídice renuncie a lujos superfluos, no puede, al mismo tiempo, embriagarse de oro, pinturas y ornamentos en la casa y en los animales. No se puede expulsar el lujo del dormitorio mientras reina en la sala del amo.

En el tramo final, Plutarco vuelve a su tema predilecto: la filosofía como verdadero adorno matrimonial. Le dice a Poliano que, en lugar de obsesionarse por el aspecto externo de su esposa, adorne su propio carácter con discursos filosóficos, y luego comparta esas ideas con ella. Que sea para Eurídice a la vez padre, madre, hermano y maestro. El ideal es precioso: que la esposa pueda decir “tú eres para mí guía, filósofo y maestro de las cosas más bellas y divinas”. Una mujer que estudia geometría —dice— se avergonzará de bailar indecorosamente; la que lee a Platón y Jenofonte se reirá de las magias y filtros amorosos. Sus “embarazos” interiores serán de ideas nobles, no de caprichos y pasiones monstruosas, como las “molas” que se forman sin verdadera generación.

Por último, Plutarco se dirige a Eurídice: le pide que se adorne con las máximas de sabios y con la educación filosófica recibida junto a él. Esos adornos son gratuitos y duraderos, a diferencia de perlas y sedas. Pone como modelos a mujeres célebres por su virtud y sabiduría (Teano, Cleobulina, Gorgo, Timoclea, Claudia, Cornelia) y cita a Safo, orgullosa de “las rosas de Pieria”. La esposa culta y virtuosa lleva esas rosas en el alma: su verdadero lujo son los frutos de las Musas, es decir, la cultura y la filosofía compartidas con su marido. Así cierra Plutarco: el matrimonio feliz no lo construyen ni la belleza ni la dote, sino una alianza entre amor, virtud y educación compartida.

Conclusión

En suma, Plutarco concluye que un matrimonio florece no por el azar ni por la mera convivencia, sino por la armonía que nace cuando ambos cultivan la virtud y se convierten en compañeros en la vida y en el pensamiento. La calma frente al enojo, la fidelidad sin doblez, la resistencia a los chismes, el dominio de los celos y la educación compartida son, para él, los verdaderos adornos del hogar. Allí donde la filosofía orienta el carácter y el amor guía las acciones, la cama deja de ser campo de batalla y se convierte en un espacio de concordia: el lugar donde se siembra, se cuida y crece la felicidad conyugal.

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