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sábado, 13 de diciembre de 2025

Plutarco - Moralia: Cómo percibir los propios progresos en la virtud

En Sobre cómo percibir los propios progresos en la virtud, Plutarco se enfrenta directamente a la rigidez estoica y defiende una idea profundamente humana: la virtud no aparece de golpe, sino que se construye paso a paso. Frente a la tesis de que solo el sabio perfecto es virtuoso, introduce la prokopé, el progreso moral gradual, perceptible y consciente. A través de ejemplos concretos y señales prácticas —el dominio de las pasiones, la firmeza ante la crítica, el deseo de imitar a los mejores y la atención incluso a los pequeños detalles—, Plutarco muestra que avanzar en la virtud no exige perfección, sino vigilancia interior y constancia. La excelencia moral, así entendida, no es un ideal inalcanzable, sino un camino que puede reconocerse mientras se recorre.

SOBRE CÓMO PERCIBIR LOS PROPIOS PROGRESOS EN LA VIRTUD

El progreso moral como experiencia gradual y perceptible

Plutarco comienza planteando una dificultad central: nadie puede percibir un progreso real en la virtud si ese avance no conlleva una disminución efectiva del vicio y de la ignorancia. Mientras el mal siga oprimiendo al alma con el mismo peso, no hay sensación de mejora. El progreso moral, para ser auténtico, debe sentirse como un alivio interior y como un cambio real en la disposición del alma.

Para aclarar esta idea, recurre a analogías tomadas del aprendizaje y de la medicina. En disciplinas como la música o la gramática, nadie diría que progresa si sigue siendo igual de ignorante que antes. Del mismo modo, un enfermo no puede reconocer mejoría si la enfermedad no cede poco a poco. Así, el progreso siempre se reconoce por la pérdida gradual de lo negativo y la aparición de su contrario.

A partir de aquí, Plutarco critica la doctrina estoica que sostiene que el paso del vicio a la virtud es instantáneo y total. Según esta postura, el sabio abandona todo vicio de una sola vez, sin etapas intermedias. Plutarco muestra que esta tesis genera paradojas, pues elimina la posibilidad de un progreso consciente y deja al individuo sin criterios claros para reconocer su propia transformación moral.

Frente a esta visión extrema, propone entender el progreso moral como un camino o un viaje. El alma se va desprendiendo poco a poco de ciertas disposiciones y adquiere otras nuevas, muchas veces sin advertir de inmediato la cercanía de la meta. Esta concepción permite explicar por qué alguien puede avanzar en la virtud sin sentirse aún plenamente sabio, y al mismo tiempo ser consciente de que ya no es el mismo de antes.

Plutarco refuerza su argumento señalando que, si el cambio moral fuera súbito y absoluto, sería imposible no notarlo. Una transformación radical del vicio a la virtud sería tan evidente como un cambio físico o de condición extrema. El hecho de que el progreso moral no se experimente así demuestra que la virtud se adquiere gradualmente.

No todos los vicios son iguales ni todas las faltas tienen el mismo peso. La experiencia cotidiana confirma esta diferencia, pues distinguimos claramente entre errores leves y conductas gravemente injustas.

La continuidad del esfuerzo como signo del progreso en la virtud

Cuando el vicio disminuye, la razón actúa como una luz que va disipando la oscuridad interior, “como con la disminución de la sombra”. Por eso, no es irracional que quien avanza desde una condición profundamente viciosa llegue a tomar conciencia de su cambio, pues este progreso tiene causas observables y racionales.

La primera señal del progreso es la continuidad y regularidad del avance. Plutarco compara la vida filosófica con una navegación en mar abierto: así como el navegante calcula la distancia recorrida considerando el tiempo y la fuerza del viento, el filósofo puede medir su progreso observando si su marcha es constante, sin interrupciones bruscas ni avances espasmódicos. El progreso auténtico no se da por impulsos aislados, sino por un movimiento estable, “suave y en línea recta”, guiado por el razonamiento.

Plutarco introduce una cita de Hesíodo, señalando su valor moral: «si colocares aunque sea un poco sobre otro poco e hicieras esto con frecuencia» (Hesíodo, Trabajos y días, 361-362). Esta máxima, comúnmente aplicada al aumento de la riqueza, es elevada aquí al ámbito ético: la virtud crece por acumulación constante de pequeños avances, hasta que la razón adquiere un hábito sólido y eficaz.

Plutarco advierte, sin embargo, que la irregularidad en el ejercicio filosófico no solo detiene el progreso, sino que provoca retrocesos. Cuando el alma cede por pereza, el vicio “se pone encima” y la arrastra hacia atrás. Para explicar esta dinámica, utiliza una imagen tomada de la astronomía: los matemáticos dicen que los planetas “se detienen” cuando dejan de avanzar, pero en la vida moral no existe un verdadero estado de reposo. Si el progreso cesa, el movimiento del alma se inclina inevitablemente hacia lo peor, pues la naturaleza nunca permanece inmóvil.

Este carácter incesante de la lucha moral es reforzado mediante una referencia oracular, citada por Plutarco: «luchar contra los cirreos todos los días y todas las noches» (Esquines, Contra Ctesifonte, 107-108). La enseñanza es clara: la vigilancia contra el vicio debe ser permanente. Relajarse, admitir placeres o distracciones como si fueran “heraldos de tregua”, implica abrir la puerta al retroceso. La constancia en la lucha es condición para avanzar con ánimo firme.

Plutarco matiza su postura y reconoce que pueden existir intervalos en el estudio filosófico. Estos no son necesariamente negativos, siempre que los períodos posteriores sean más largos y estables que los iniciales. Esto indica que la negligencia va siendo vencida por el ejercicio. En cambio, es un mal signo cuando, tras un entusiasmo inicial, aparecen frecuentes interrupciones y desalientos, como si el fervor se enfriara.

Para ilustrar este fenómeno, Plutarco recurre a una imagen natural: el crecimiento de la caña, que al comienzo avanza rápidamente, pero luego se ve frenado por nudos y resistencias internas. Así ocurre con quienes hacen incursiones intensas pero desordenadas en la filosofía: al no percibir un cambio real hacia lo mejor, se cansan y abandonan. Frente a ellos, cita una imagen homérica: «Pero al otro además le salieron alas» (Homero, Ilíada, XIX, 386), símbolo de aquel que, impulsado por la utilidad de la filosofía, elimina excusas y avanza con decisión.

No es signo de auténtico amor alegrarse solo con la presencia del amado, sino sufrir su ausencia. Del mismo modo, muchos parecen entusiasmados con la filosofía mientras participan en discusiones, pero la olvidan fácilmente cuando se alejan. En cambio, quien ha sido verdaderamente tocado por ella experimenta inquietud y desasosiego cuando se ve separado, como se indica en una cita trágica atribuida a Sófocles: el deseo filosófico actúa como un aguijón persistente que empuja de vuelta al estudio y a la virtud. Así, cuanto mayor es el beneficio recibido de la filosofía, mayor es la inquietud que produce su ausencia, y más auténtico resulta el progreso moral.

La firmeza interior como señal decisiva del progreso en la virtud

Plutarco retoma la idea del progreso moral apoyándose en una autoridad antigua: Hesíodo, cuya enseñanza afirma que el camino de la virtud no es escarpado ni imposible, sino que se vuelve “fácil, suave y cómodo” gracias al ejercicio constante (Trabajos y días). Al comienzo, sin embargo, el estudio de la filosofía está marcado por dificultades, errores y vacilaciones, semejantes a las de quienes han dejado la tierra conocida y aún no divisan el puerto al que se dirigen. En ese estado intermedio, muchos retroceden, pues han abandonado lo familiar sin haber alcanzado todavía lo mejor.

Para ilustrar este peligro inicial, Plutarco recurre a ejemplos concretos. Menciona a Sestio, el romano que dejó honores y cargos públicos por la filosofía, pero que, impaciente ante la dureza del aprendizaje, estuvo a punto de arrojarse desde lo alto. El ejemplo muestra que el progreso no fracasa por la filosofía misma, sino por la incapacidad de soportar el período de transición, cuando el alma aún no ha adquirido estabilidad.

Un relato similar se presenta con Diógenes de Sínope, quien, al comenzar su vida filosófica, se vio sacudido por violentas dudas al comparar su existencia austera con las fiestas, banquetes y placeres de los atenienses. Plutarco destaca el momento decisivo en que Diógenes se reprocha a sí mismo su debilidad, al observar a un ratón alimentarse sin quejarse de las migajas:

«¿Qué estás diciendo, Diógenes? (…) te quejas y lamentas tu situación?».

Cuando las depresiones y dudas son poco frecuentes y la razón logra superarlas rápidamente, como quien deja atrás un recodo del camino, el progreso moral se apoya ya sobre una base firme. No es la ausencia total de crisis lo que prueba el avance, sino la capacidad de superarlas sin abandonar el rumbo.

Plutarco amplía la reflexión considerando las presiones externas. El estudiante de filosofía no solo lucha contra su propia debilidad, sino también contra los consejos “sensatos” de los amigos y las burlas de los enemigos, que a menudo elogian los éxitos mundanos de otros: cargos públicos, matrimonios ventajosos, prestigio social. No turbarse ante estas comparaciones es, para Plutarco, un signo claro de progreso, pues revela que el alma ha aprendido a valorar algo distinto de lo que admira la mayoría.

Aquí se introduce una distinción crucial: despreciar los honores y éxitos externos no es virtud si proviene de la soberbia o de la insensatez. Solo quien ha aprendido verdaderamente a admirar la virtud puede dejar de envidiar lo que otros celebran. Por eso Plutarco recuerda el verso de Solón, que resume esta jerarquía de valores:

«No cambiaremos con ellos la riqueza por la virtud, pues ésta es siempre inmutable, pero la riqueza unas veces la posee un hombre, otras otro».

La estabilidad de la virtud contrasta con la fragilidad de los bienes externos.

Diógenes compara su vida errante con las residencias estacionales del rey persa; Agesilao afirma que el Gran Rey no es superior a él si no es más justo; Aristóteles recuerda a Alejandro que no basta dominar a muchos hombres, sino que importa tener una concepción correcta de los dioses. Cada uno de estos casos nos muestra que la verdadera medida del valor humano no está en el poder ni en la fama, sino en la justicia, la sabiduría y la rectitud interior.

La transformación del juicio y del uso de la palabra como signo del verdadero progreso moral

Plutarco señala que un signo claro de progreso en la virtud aparece cuando el filósofo en formación deja de compararse con los bienes externos —honores, éxito, prestigio— y, al hacerlo, logra desprenderse de la envidia, los celos y la humillación que suelen afectar a muchos principiantes. Esta liberación interior no es menor: quien ya no se inquieta ante los logros ajenos muestra que ha comenzado a medir su vida con un criterio distinto, propiamente filosófico, y esto constituye una prueba sólida de avance moral.

Un segundo indicio decisivo del progreso se manifiesta en el cambio del modo de hablar y de interesarse por los discursos. Plutarco observa que los principiantes suelen sentirse atraídos por aquello que promete fama: algunos se lanzan, por ambición, a las ciencias naturales; otros, “como perritos —dice Platón— alegrándose con arrastrar y rasguñar”, corren tras disputas, dificultades y juegos dialécticos; muchos se refugian en la dialéctica para deslizarse rápidamente hacia la sofística; otros, finalmente, coleccionan máximas y anécdotas sin provecho real, recordando la ironía de Anacarsis sobre quienes solo usan el dinero para contarlo.

Para ilustrar este uso estéril del lenguaje filosófico, Plutarco recuerda una broma de Antífanes, quien decía que en cierta ciudad las palabras se congelaban al ser pronunciadas y solo se escuchaban mucho tiempo después, cuando se deshelaban. Así —añade— muchos entienden las palabras de Platón solo en la vejez, cuando ya no pueden aprovecharlas.

El verdadero avance comienza cuando el juicio adquiere firmeza y el estudiante deja de buscar lo brillante y artificioso para orientarse hacia discursos que transforman el alma. Plutarco apoya esta idea con una referencia a Esopo, señalando que los mejores discursos son aquellos cuyas huellas conducen “más hacia dentro que hacia fuera de nosotros” (Esopo, Fábulas). De modo análogo, recuerda a Sófocles, quien tras imitar primero la grandilocuencia de Esquilo, comprendió que lo mejor del lenguaje es aquello que expresa el carácter. Del mismo modo, el filósofo progresa cuando pasa del lucimiento verbal a un discurso que educa la pasión y forma el ethos.

Plutarco amplía este criterio más allá de la filosofía estricta y exhorta a observar la propia actitud al leer poesía e historia. El progreso se reconoce cuando uno deja de buscar solo placer, dificultad o rareza, y comienza a recoger aquello que contribuye a la mejora del carácter y al dominio de las pasiones. Aquí introduce una imagen de Simónides: así como la abeja se posa en las flores buscando “la rubia miel”, mientras otros solo se complacen en el color y el aroma, así el verdadero filósofo extrae lo útil incluso de lo que otros consideran mero entretenimiento.

Desde esta perspectiva, Plutarco critica a quienes leen a Platón o Jenofonte solo por la pureza de su estilo, comparándolos con quienes se contentan con el olor agradable de las medicinas sin conocer ni desear su poder curativo. En cambio, quien progresa de verdad es capaz de aprender de todo: discursos, espectáculos, acciones y situaciones cotidianas, recogiendo siempre lo apropiado para la virtud.

Para reforzar esta enseñanza, Plutarco ofrece una serie de ejemplos paradigmáticos. Esquilo, al ver una lucha de púgiles, observa: «El golpeado calla y los espectadores gritan», mostrando qué es el verdadero ejercicio. Brásidas, mordido por un ratón, concluye: «No hay nada tan pequeño y débil que no se salve, si tiene el valor de defenderse». Diógenes, al ver a un hombre beber con las manos, arroja su copa. Todos estos gestos revelan una disposición del alma ya entrenada para extraer lecciones morales de cualquier experiencia.

Este progreso se afianza plenamente cuando las palabras se mezclan con los hechos. No basta con hablar bien de la virtud; es necesario ponerla a prueba en placeres, disputas, peligros, juicios y cargos públicos, como si el individuo demostrara sus doctrinas viviéndolas y, al mismo tiempo, las fuera creando al usarlas. Por ello, critica duramente a quienes aprenden filosofía solo para exhibirla en el ágora o en banquetes, comparándolos con vendedores de medicinas o con el pájaro homérico que alimenta a otros pero “mal le va a él mismo” (Homero), porque no asimila nada para su propio bien. El verdadero progreso, concluye Plutarco, es interior, práctico y transformador.

La interiorización de la virtud y el abandono de la ostentación como culminación del progreso moral

Plutarco afirma que un signo decisivo del progreso en la virtud aparece cuando el uso del discurso deja de estar motivado por la ambición, el placer o el afán de victoria, y se orienta sinceramente a aprender y enseñar. Quien progresa abandona la afición a las disputas agresivas, deja de concebir los razonamientos como armas —“como guantes de boxeo y bolas de hierro”— y ya no se complace en vencer al adversario, sino en alcanzar la verdad. El cambio no es solo intelectual, sino ético: el discurso se vuelve medio de formación, no de combate.

Señala como pruebas claras de avance la moderación, la mansedumbre y la serenidad en la conversación. No iniciar los diálogos con espíritu de disputa ni terminarlos con ira, no humillar al vencido ni amargarse por la derrota, es propio de quien ha avanzado realmente. Ilustra esta actitud con una anécdota de Aristipo, quien, tras ser derrotado por sofismas, dice al vencedor:

«Yo, el vencido, me iré a casa a dormir más dulcemente que tú, que eres el vencedor.»

La superioridad moral se manifiesta aquí en la tranquilidad del alma, no en el triunfo dialéctico.

Plutarco añade otro criterio: la confianza sobria en la propia capacidad, sin cobardía ante un público numeroso ni desánimo ante uno escaso. El filósofo que progresa no rehúye hablar cuando la ocasión lo exige, incluso sin preparación retórica, porque su lucha no es por el aplauso, sino por el bien. Por eso recuerda que Homero no se preocupaba por la irregularidad métrica inicial de un verso, confiado en su arte, y sugiere que quien busca la virtud debe aprovechar las circunstancias sin someterse al miedo escénico ni al deseo de aprobación.

A continuación, Plutarco desplaza la atención desde las palabras hacia los actos, afirmando que el progreso auténtico se reconoce cuando la verdad prevalece sobre la ostentación y la necesidad sobre lo festivo. Así como el amor verdadero no necesita testigos, con mayor razón el amor al bien y a la sabiduría no requiere espectadores. El que proclama en voz alta su propia modestia o difunde cuidadosamente sus buenas acciones demuestra, en realidad, que sigue mirando hacia fuera y que aún no es espectador interior de la virtud.

Por ello, Plutarco sostiene que es propio de quien progresa guardar silencio sobre sus acciones nobles: un voto justo entre muchos injustos, el rechazo de un favor vergonzoso, el desprecio de regalos, la resistencia a placeres ilícitos o incluso a deseos intensos. Tales actos deben permanecer dentro del alma. Así lo muestra Agesilao, y Plutarco lo refuerza con una sentencia de Demócrito:

«se ha acostumbrado a conseguir dentro de él mismo las satisfacciones».

La autosuficiencia moral es aquí señal de una razón que ya ha echado raíces.

Las espigas llenas se inclinan hacia la tierra, mientras las vacías se levantan rígidas y erguidas. Del mismo modo, los jóvenes que apenas comienzan en la filosofía suelen mostrarse altivos, ostentosos y despectivos; pero cuando empiezan a llenarse de bienes verdaderos, su orgullo se vacía, su actitud se suaviza y su práctica se traslada del exterior al interior del alma. La crítica se vuelve más severa consigo mismos y más benévola con los demás.

Este cambio se manifiesta incluso en el rechazo del título de filósofo. Quien progresa de verdad no se apropia del nombre ni de la fama, y si otro se lo atribuye, responde con rubor y modestia, recordando las palabras homéricas:

«Ciertamente yo no soy un dios. ¿Por qué me comparas a los inmortales?».

La auténtica transformación interior se reconoce no por la arrogancia, sino por la reserva y el pudor.

Mientras el placer deja huellas visibles y agitadas —como dice Esquilo sobre el “ojo ardiente”—, el progreso filosófico verdadero produce una calma profunda. A este estado aplica las palabras de Safo:

«mi lengua se ha roto, y al punto un juego suave recorre mi cuerpo».

El alma se aquieta, la mirada se vuelve serena y el discurso digno de ser escuchado.

Al comienzo hay ruido, empujones y ansias de fama; pero quien ha entrado y ha visto la gran luz adopta silencio, respeto y obediencia a la razón “como a un dios”. Por eso recuerda la broma de Menedemo: muchos llegan creyéndose sabios, luego se llaman filósofos y, con el tiempo, se vuelven personas ordinarias; pero cuanto más avanzan en el razonamiento, más abandonan su orgullo y su propia opinión. Así, el progreso culmina no en la exaltación del yo, sino en su serena disolución ante la verdad.

La aceptación de la censura y el dominio interior incluso en los sueños como prueba suprema del progreso moral

Plutarco compara el progreso moral con la conciencia de la enfermedad en el ámbito médico. Así como quienes padecen males leves buscan por sí mismos al médico, mientras que los gravemente enfermos rechazan toda ayuda porque no reconocen su estado, del mismo modo son casi incurables quienes, tras cometer faltas, reaccionan con hostilidad ante la censura. En cambio, la disposición a escuchar reproches, a soportar la corrección y a someterse a la amonestación es señal clara de que el alma aún es sanable y está avanzando en la virtud.

Por ello, no es mala señal —afirma Plutarco— que quien ha errado se ofrezca a sí mismo a la censura, confiese su falta y busque a alguien que lo guíe y lo tome de la mano. Aquí recuerda una sentencia atribuida a Diógenes, según la cual al que necesita salvación le conviene buscar “un amigo honrado o un enemigo fogoso”, porque tanto la corrección amistosa como la reprensión severa pueden arrancarlo del vicio. El progreso se manifiesta en preferir la verdad dolorosa a la tranquilidad engañosa.

Plutarco contrapone esta actitud a la de quienes ocultan cuidadosamente los vicios del alma mientras exhiben con falsa modestia defectos externos sin importancia. Quien tolera bromas sobre su aspecto, pero es incapaz de soportar una crítica moral, no ha avanzado nada en la virtud. El que verdaderamente progresa es el que se enfrenta a sus pasiones —envidia, mezquindad, amor desordenado al placer— y acepta ser corregido, pues le duele más ser malo en realidad que parecerlo ante los demás.

Para ilustrar esta huida ilusoria, Plutarco recuerda una aguda ironía de Diógenes dirigida a un joven sorprendido en una taberna:

«Cuanto más adentro huyas, más te hallarás en la taberna»

Así también, cuanto más se niegan y esconden las faltas morales, más profundamente se hunde el alma en el vicio. Reconocer la pobreza interior es ya un paso hacia la riqueza moral.

El filósofo que progresa, dice Plutarco, debe tomar como modelo a Hipócrates, quien publicó abiertamente sus errores médicos para que otros no los repitieran. Resulta absurdo —sugiere— que un hombre que desea salvar su alma tema confesar su ignorancia o someterse a examen, cuando incluso el gran médico consideró un deber hacer público su yerro. La confesión del error no es humillación, sino ejercicio de lucidez moral.

Plutarco menciona luego a Bión y Pirrón como ejemplos extremos de dominio interior. De Bión se dice que consideraba gran progreso el poder escuchar insultos sin alterarse, como si las injurias fueran bendiciones irónicas. De Pirrón, relata la célebre escena en que, durante una tormenta en el mar, señaló a un cerdito que comía tranquilamente y dijo que el sabio debía alcanzar, mediante la razón, una indiferencia semejante frente a los acontecimientos. Estas actitudes no son simples signos de progreso, sino de una firmeza casi perfecta del alma.

Plutarco introduce luego un criterio más sutil, atribuido a Zenón: el examen de los sueños. Según este, el progreso puede reconocerse cuando, incluso durante el sueño, el alma no se ve arrastrada por impulsos vergonzosos, violentos o injustos, sino que permanece serena, iluminada por la razón. En esta línea recuerda a Platón, quien mostró cómo, cuando la parte irracional del alma no ha sido educada, se desborda en los sueños con deseos desordenados que la ley reprime durante la vigilia.

Para explicar este dominio interior, Plutarco usa la imagen de las bestias de carga bien entrenadas: aun cuando se sueltan las riendas, no abandonan el camino. Del mismo modo, cuando la razón ha habituado al elemento pasional del alma a la obediencia, ni en sueños ni en la enfermedad se precipita hacia excesos. El hábito virtuoso se impone incluso cuando la vigilancia consciente se relaja.

Plutarco afianza esta idea con el ejemplo de Estilpón, quien soñó que Posidón lo reprochaba por no haberle ofrecido un sacrificio costoso. Sin temor, el filósofo respondió con moderación, y el dios, sonriente, lo recompensó. Este tipo de sueños claros, tranquilos y sin perturbación son, dice Plutarco, resplandores del progreso moral; en cambio, los sueños llenos de terror, culpa y desorden revelan un alma aún dominada por las pasiones.

La medición del progreso moral por la moderación de las pasiones y la imitación activa de la virtud

Distingue con claridad entre la indiferencia perfecta, que es algo elevado y casi divino, y el progreso moral, que no consiste en eliminar de inmediato las pasiones, sino en reducirlas, contenerlas y ordenarlas. Por ello, propone un criterio de examen doble: comparar nuestras pasiones con las que teníamos antes y compararlas también entre sí. Hay progreso cuando los deseos, los miedos y los enojos se vuelven más moderados que en el pasado, porque la razón ha aprendido a apagar lo que los exacerba.

Este examen interior se afina aún más cuando observamos qué pasiones predominan sobre otras. Plutarco considera mejor sentir vergüenza que miedo, emulación antes que envidia, amor a la fama antes que al dinero. No se trata de la ausencia total de pasión, sino de su reorientación hacia formas más nobles y menos destructivas. Así como en la música se prefieren ciertos modos frente a otros, también en la vida moral el progreso se reconoce cuando los excesos se suavizan y la desmesura comienza a desaparecer.

Para explicar esta corrección de los extremos, Plutarco recurre a una imagen musical: cuando a Frinis se le añadieron dos cuerdas a la lira, los éforos preguntaron si había que cortar las superiores o las inferiores; en el caso moral —dice Plutarco— deben corregirse ambos extremos para alcanzar el justo medio. El progreso no elimina la energía del alma, pero sí templa su violencia, pues “suaviza, antes que nada, los excesos y la intensidad de las pasiones”, como recuerda citando a Sófocles.

En el capítulo siguiente, Plutarco vuelve a insistir en una idea central del tratado: el verdadero progreso se manifiesta cuando los razonamientos se convierten en acciones, y las palabras dejan de engendrar más palabras para producir hechos. Una señal clara de ello es el celo activo hacia aquello que admiramos: no basta con alabar la virtud, es necesario desear practicarla y rechazar sinceramente lo que censuramos.

Para ilustrar esta diferencia entre admiración pasiva y emulación auténtica, Plutarco recuerda el célebre ejemplo de Temístocles, quien confesaba que el trofeo de Milcíades no le dejaba dormir. Con ello mostraba que no solo alababa la hazaña, sino que la había convertido en estímulo para su propia acción. En cambio, mientras la admiración permanezca inactiva y no conduzca a la imitación, el progreso moral es escaso o inexistente.

Plutarco profundiza esta idea afirmando que la alabanza verdadera de la virtud debe herir y espolear, no generar envidia ni quedarse en emoción estéril. No basta, como decía Alcibíades, con conmoverse y llorar al escuchar al filósofo; el progreso real se da cuando uno se compara con las acciones del hombre bueno, se reconoce inferior, pero lejos de abatirse, se llena de esperanza, deseo y ardor por alcanzar ese modelo.

Este impulso es descrito con una imagen poética tomada de Simónides, según la cual el que progresa corre “como un potro recién destetado junto a la yegua”, esforzándose por seguirla y unirse a ella. Tal imagen expresa la esencia del progreso auténtico: un amor activo por la virtud, que honra a los mejores no con palabras, sino intentando hacerse semejante a ellos.

Quien siente envidia o rivalidad hacia los hombres mejores que él no admira la virtud, sino que codicia su poder o su reputación. En cambio, el que ama su conducta y busca imitarla con respeto y entusiasmo muestra que su progreso es verdadero. 

El amor pleno a la virtud y la vigilancia minuciosa de la vida como señales finales del progreso moral

Plutarco sostiene que el progreso en la virtud alcanza un grado elevado cuando el amor por los hombres buenos se vuelve total e integrador. No basta con considerar bienaventurado al sabio ni con admirar sus palabras, como señala Platón; hay verdadero progreso cuando también se ama su figura, su manera de caminar, su mirada y su sonrisa, hasta el punto de querer unirse y fundirse con él. Este deseo de identificación profunda indica que la virtud ya no es solo un ideal abstracto, sino una forma de vida encarnada que atrae y transforma.

Este amor a la virtud no se debilita ante la adversidad. Plutarco insiste en que no debemos admirar a los hombres buenos solo cuando gozan de prosperidad, sino también cuando sufren exilio, prisión, pobreza o condena injusta. Así como los amantes acogen incluso las imperfecciones y los gestos frágiles de quienes aman, del mismo modo debemos amar la virtud en Arístides desterrado, Anaxágoras encarcelado, Sócrates pobre o Foción condenado. En este punto, Plutarco corona su argumento con un verso de Eurípides:

«¡Ah!, ¡cuán bueno es todo para los generosos!»

Mostrando que para quien ama verdaderamente la virtud nada de lo que la acompaña puede resultar indigno.

Este entusiasmo tiene además un efecto práctico: el recuerdo de los hombres virtuosos actúa como un modelo vivo que orienta la acción. Plutarco describe una práctica común entre quienes desean obrar bien: preguntarse ante cada decisión ¿qué habría hecho Platón?, ¿qué habría dicho Epaminondas?, ¿cómo se habría comportado Licurgo o Agesilao?. Estas figuras funcionan como un espejo moral ante el cual se corrigen hábitos, se refrena una pasión o se reprende un lenguaje indecoroso. Así, la memoria de los buenos se convierte en un auxilio constante frente a las dificultades.

Plutarco compara este recurso con un contraste elocuente: mientras algunos recitan de memoria los nombres de los Dáctilos Ideos como si fueran encantamientos contra el miedo, quienes progresan en la virtud encuentran un apoyo mucho más firme en la presencia interior de los hombres buenos, que los reanima y sostiene en todas las pruebas. Por ello, considera este hábito —recordar y evocar a los virtuosos como guías— una señal inequívoca de avance moral.

Un signo aún más revelador aparece cuando el individuo no se turba ni se avergüenza ante la presencia inesperada de un hombre excelente, sino que sale a su encuentro con confianza serena. Plutarco contrasta esta actitud con la anécdota de Alejandro Magno, quien, seguro de sus obras, preguntó irónicamente si la noticia que traían era que Homero había resucitado, convencido de que nada le faltaba salvo la gloria póstuma. De modo semejante, el joven que progresa en la virtud siente un deseo profundo de mostrarse tal como es ante los hombres buenos: abrirles su casa, su mesa, su familia, su trabajo y sus escritos, e incluso lamentar que un padre o maestro muerto no pueda verlo ahora en esta condición.

Por el contrario, Plutarco observa que quienes han descuidado su vida moral temen incluso en sueños encontrarse con sus familiares y maestros. El progreso auténtico, en cambio, se reconoce en el deseo de tener como espectadores a los mejores, pues la conciencia no se avergüenza de sí misma.

Finalmente, Plutarco añade un signo decisivo y aparentemente pequeño: no considerar insignificante ningún error. Así como quien ha perdido la esperanza de enriquecerse descuida los pequeños gastos, mientras que quien está cerca de la meta cuida cada moneda, del mismo modo el que progresa en la virtud se inquieta incluso por las faltas menores. No acepta excusas como «¿en qué se diferencia esto de aquello?» o «ahora así, después mejor», sino que se disgusta ante el menor desliz, porque no quiere manchar lo que ha empezado a purificar.

Para expresar esta actitud, Plutarco recurre a una imagen arquitectónica: los hombres negligentes construyen como sea, colocando piedras al azar; pero quienes progresan en la virtud, para quienes ya ha sido puesto «un cimiento de oro» (Píndaro), ordenan cada acción con cuidado, usando la razón como plomada. Por eso recuerda el dicho de Policleto, según el cual la tarea más difícil es aquella en que la arcilla llega a la uña, es decir, cuando el trabajo exige la máxima precisión. Así, el progreso moral culmina en una vida cuidadosamente medida, donde nada se deja al azar y cada acto busca estar a la altura de la virtud amada.


Conclusión

En Sobre cómo percibir los propios progresos en la virtud, Plutarco nos enseña que el avance moral no es un salto milagroso ni un gesto para la galería, sino una transformación lenta, interior y verificable. El progreso se reconoce cuando el vicio pierde fuerza, cuando las pasiones se suavizan y se ordenan, cuando dejamos de competir por palabras y aplausos y comenzamos a medirnos por actos, silencios y coherencia. Amar la virtud incluso en la adversidad, aceptar la corrección, vigilar hasta los errores pequeños, aprender de todo lo que acontece y buscar parecerse a los hombres buenos más que admirarlos desde lejos: estos son los signos de una razón que ha echado raíces en el alma. Allí donde ya no hay ostentación, sino celo por imitar lo noble, y donde la conciencia se vuelve el principal testigo, puede decirse con justicia que el progreso en la virtud ha comenzado de verdad.

Plutarco - La virtud y el vicio

Plutarco, siempre atento a la formación moral de las personas y a la vida en comunidad, dedica Sobre los vicios y la virtud a mostrar cómo los defectos humanos pueden desviarnos del buen juicio, mientras que la virtud —entendida como armonía del carácter y dominio racional de uno mismo— es la única guía segura para vivir bien. A través de ejemplos históricos, comparaciones agudas y reflexiones éticas, Plutarco invita a reconocer los vicios no como fatalidades, sino como oportunidades de corrección y fortalecimiento interior, subrayando que la verdadera grandeza no está en el poder exterior, sino en la integridad del alma.

LA VIRTUD Y LOS VICIOS

Así como la ropa no produce calor, sino que simplemente retiene el que el cuerpo genera, los bienes externos —casas, esclavos, riquezas, honores— no producen felicidad por sí mismos. Solo la virtud, que brota desde el interior como una fuente, permite que la vida resulte agradable y que incluso circunstancias duras como la pobreza, el exilio o la vejez se vivan con serenidad. Para reforzar esta idea, compara cómo un buen perfume puede embellecer un manto gastado, mientras que un cuerpo corrompido, como el de Anquises en la cita épica, arruina incluso el lino más fino: del mismo modo, la virtud embellece cualquier condición, y el vicio corrompe incluso lo que parece magnífico. 

Luego ilustra cómo el vicio, a diferencia de cualquier problema externo —como una mala esposa, de la que uno puede separarse—, es inseparable: habita dentro del alma, envejece, atormenta y agota, acompañando al individuo día y noche como un huésped insolente y costoso. En los sueños, donde caen las máscaras sociales y desaparecen la vergüenza y la ley, el vicio revela su rostro más crudo: libera deseos ilícitos, fantasías desordenadas y pasiones que solo inquietan y perturban, sin producir ningún placer real.

El vicio no produce placer verdadero, porque nunca trae consigo descanso, independencia interior ni libertad de preocupaciones. Aunque pueda generar momentos de gratificación, estos son inestables y fugaces, porque el alma viciosa carece de un fundamento interno que le permita sostener la alegría. La metáfora del mar es precisa: incluso si la superficie parece en calma, basta un escollo inesperado —una preocupación, un temor, una mala noticia— para que el alma quede agitada y turbada. El placer del vicio, entonces, es frágil, dependiente de circunstancias externas y siempre vulnerable a cualquier motivo de inquietud.

A continuación, Plutarco ofrece una comparación médica para mostrar la inutilidad de intentar aliviar un alma enferma con bienes materiales. Amontonar riquezas, levantar edificios, sumar esclavos o generar deudores no sirve de nada si el interior sigue dominado por temores, pasiones y deseos desordenados. Es como dar vino a un febril o miel a un bilioso: lo que debería fortalecer, destruye; lo que parece un regalo, resulta tóxico. De la misma manera, el alma viciada no puede disfrutar de las cosas buenas, pues su propia condición interna sabotea cualquier intento de bienestar. Solo cuando el alma recupera la "salud" —cuando se ordena, se templa y se libera de pasiones perturbadoras— comienza a agradecer incluso lo más simple, como el enfermo que, al mejorar, disfruta con gusto de un pedazo de pan con queso.

Plutarco afirma que es el razonamiento filosófico el que otorga esta salud interior. Quien comprende qué es lo bueno, lo honrado y lo virtuoso se vuelve verdaderamente independiente, porque ya no necesita de condiciones externas para vivir bien. La virtud transforma la experiencia humana: hace agradable tanto la riqueza como la pobreza, la fama como el anonimato, la vida pública como la retirada privada. El sabio vive contento en cualquier situación porque su bienestar no depende del azar, de los bienes o de las opiniones ajenas, sino de la estabilidad interna de su carácter. Así, Plutarco concluye que la filosofía no ofrece un escape del mundo, sino la capacidad de habitarlo con equilibrio, libertad y alegría.

Conclusión

En suma, Plutarco nos recuerda que ningún palacio, tesoro o honor puede aliviar a un alma enferma: el vicio convierte en tormento incluso lo que parece un premio, mientras que la virtud transforma cualquier condición —rica o pobre, pública o humilde— en un espacio habitable y pleno. La verdadera libertad no está en tener más, sino en necesitar menos; no en acumular exterioridades, sino en gobernar el propio interior. Solo quien sana su ánimo mediante la razón y la templanza disfruta realmente de la vida, porque lleva su tranquilidad consigo, como un fuego que ilumina desde dentro y no depende del clima del mundo.

viernes, 12 de diciembre de 2025

Plutarco - Sobre la fortuna

En Sobre la fortuna, Plutarco entra de lleno en una vieja disputa filosófica: ¿gobierna nuestra vida una fuerza ciega e imprevisible, o son la inteligencia, la prudencia y la sensatez las verdaderas arquitectas del destino humano? Tomando como punto de partida un verso atribuido a Queremón —celebrado por los peripatéticos y criticado por otras escuelas—, Plutarco construye un alegato vibrante en favor de las capacidades racionales del ser humano frente al aparente poder de la fortuna. Con ejemplos históricos, estilo polémico y un trasfondo que dialoga con el pensamiento estoico, el tratado sostiene que la suerte puede otorgar fuerza, belleza o nacimiento favorable, pero solo la inteligencia convierte esos dones en verdadera excelencia. Así, Plutarco propone una visión activa y responsable de la vida: no somos juguetes del azar, sino seres capaces de transformar nuestras circunstancias mediante la previsión, el juicio y el carácter.

SOBRE LA FORTUNA

Plutarco comienza este tratado cuestionando de manera frontal el verso de Queremón que afirma que la fortuna y no la discreción rige los designios humanos. Su estrategia es poner inmediatamente ejemplos históricos que muestran lo contrario: si la fortuna fuese la única fuerza que gobierna nuestras acciones, entonces la pobreza voluntaria de Arístides, la continencia de Escipión tras la victoria en Cartago o la integridad de Alejandro respecto de las cautivas serían simples accidentes del azar. Plutarco demuestra que esa interpretación es absurda: estos actos no se explican por suerte, sino por virtudes deliberadas —justicia, moderación, templanza— que solo pueden brotar de un carácter guiado por la razón. Del mismo modo, si los comportamientos viciosos de Filócrates, Lástenes o Eutícrates fueran “culpa de la fortuna”, no habría diferencia moral entre un traidor humano y un animal impulsado por instintos. Con esta ironía, Plutarco evidencia que atribuirlo todo al azar vacía de sentido la responsabilidad moral.

Después profundiza en la dimensión filosófica del problema. Si existen virtudes como la justicia, la sensatez y el valor, debe existir necesariamente la inteligencia (phrónesis), raíz de todas ellas. Estas virtudes adoptan distintos nombres según la situación: sensatez en los placeres, valentía en los peligros, justicia en la vida social. Pero todas son expresiones de una misma potencia racional que permite al ser humano gobernarse a sí mismo. Si llamamos “obra de la fortuna” a estos actos racionales, entonces —dice Plutarco con sarcasmo— también deberíamos atribuir a la fortuna robar bolsas, vivir licenciosamente o actuar sin freno. Eso implicaría renunciar al pensamiento, a la deliberación y al juicio, dejando nuestra vida en manos de una fuerza ciega; es decir, convertirnos en polvo arrastrado por el viento. Frente a esta reducción, Plutarco cita versos de Sófocles que exaltan la búsqueda, el aprendizaje y la súplica a los dioses como acciones humanas gobernadas por la voluntad y la razón, no por el capricho de la fortuna.

Plutarco expone las consecuencias destructivas de creer que la fortuna lo gobierna todo. Si no existe discreción, tampoco existe reflexión, investigación, aprendizaje, tribunales, consejos ni instituciones políticas. Ninguna organización humana puede sostenerse si las acciones no se basan en juicios deliberados, sino en golpes de azar. La metáfora del “conductor ciego” resume la advertencia: quien renuncia a la razón y se abandona a la fortuna renuncia a su humanidad, a su responsabilidad y a su capacidad de orientar su propia vida. 

Plutarco continúa su refutación mostrando que resulta absurdo atribuir a la fortuna aquello que tiene causas claras en la naturaleza y en la inteligencia humana. Comienza con una comparación decisiva: nadie diría que ver es obra del azar; ver es fruto de los ojos, de la luz y de la facultad que permite interpretar lo que se percibe. Tampoco diríamos que oír depende de la suerte, sino de un mecanismo fisiológico y racional que capta vibraciones y las traduce en significado. Con esto, Plutarco apunta a un principio general: los sentidos, y las facultades que los acompañan, son instrumentos de la razón, creados por la naturaleza para servir a la inteligencia, no para actuar como juguetes de una fuerza ciega llamada fortuna. Así como sin el sol viviríamos en una noche eterna, sin la razón el hombre viviría en la misma oscuridad que los animales, incapaz de elevarse por encima de sus impulsos.

A partir de esta idea, Plutarco introduce la figura de Prometeo como símbolo de la racionalidad humana. En contraste con los animales, dotados por la naturaleza de defensas, fuerza, velocidad, cuernos, garras o pieles protectoras, el ser humano nace indefenso: desnudo, sin armas ni abrigo. Pero esta aparente desventaja queda compensada por el don de la inteligencia, que multiplica el poder humano más allá de cualquier ventaja física. La razón permite domesticar caballos y asnos, dominar especies marinas y terrestres, convertir al feroz elefante en un ser capaz de bailar y arrodillarse ante el hombre. Así muestra Plutarco que la superioridad humana no proviene de la fortuna ni de ventajas naturales, sino de la previsión, la técnica y la capacidad de transformar el entorno mediante el pensamiento.

El argumento se refuerza con la observación de Anaxágoras: aunque el hombre sea físicamente débil, su experiencia, memoria, habilidad y sabiduría compensan cualquier carencia. La humanidad obtiene miel de las abejas, cría ganado, pesca, caza y utiliza a los animales para transporte y alimentación. Nada de esto se debe a golpes de suerte, sino a una acción planificada que expresa la inteligencia. Con esta lógica, Plutarco pasa a mostrar que las obras humanas —las de carpinteros, herreros, arquitectos y escultores— no son productos fortuitos; requieren conocimientos, métodos, medidas y reglas precisas que excluyen la intervención del azar. La anécdota del pintor que logra un efecto perfecto lanzando una esponja al lienzo es presentada como la única excepción notable: un accidente que produjo un buen resultado, pero cuya rareza confirma la regla general de que las artes dependen del dominio racional, no de la fortuna.

Plutarco interpreta las artes como fragmentos o “virutas” de la inteligencia repartidas por la vida humana. Tal como el fuego prometéico se distribuyó por el mundo, la inteligencia se divide en múltiples técnicas que revelan la capacidad creadora del hombre. Si dependiéramos de la fortuna, no existirían cánones, pesos, medidas ni proporciones; toda obra sería improvisación o accidente. Pero la vida humana está llena de orden, cálculo y diseño. La fortuna puede intervenir ocasionalmente, pero no rige la existencia humana: el motor verdadero del progreso, la cultura y la vida civilizada es la inteligencia, que permite al hombre elevarse sobre la naturaleza y construir deliberadamente su propio destino.

Resulta inconcebible que las artes menores —la música, la cocina, el tejido, incluso el simple acto de enseñar a un niño a vestirse o tomar el pan correctamente— requieran disciplina, técnica y atención, mientras que el arte supremo de todos, el de vivir bien y alcanzar la verdadera felicidad, se dejase por completo al dominio caprichoso de la fortuna. Nadie, observa Plutarco, confía en el azar para que el agua y la tierra produzcan por sí solas ladrillos, ni para que la lana se transforme espontáneamente en ropa. Pero el mismo hombre que reconoce que todo proceso necesita trabajo, método y conocimiento, piensa sin embargo que basta acumular oro, casas, esclavos o muebles lujosos para que, mágicamente, produzcan felicidad. La ironía es evidente: en todas las tareas prácticas confiamos en la inteligencia; solo en la más importante —la vida buena— muchos pretenden excluirla.

Este razonamiento se vuelve aún más claro con el ejemplo de Ifícrates. Preguntado por su identidad —si era hoplita, arquero o peltasta— respondió que era el que manda y usa a todos ellos. Plutarco lo cita para mostrar que la inteligencia tiene una función análoga: no es un bien material ni un atributo físico, pero es aquello que permite emplear correctamente todos los demás bienes. Sin inteligencia, la riqueza puede volverse destructiva; la gloria, peligrosa; la fuerza, tiránica; la belleza, motivo de corrupción. La inteligencia es así el principio que convierte los recursos externos en instrumentos de virtud o en fuentes de desgracia. Por eso, Plutarco compara los dones de la fortuna con la flauta que no debe tocar quien no es músico, o con el caballo que no debe montar quien no sabe cabalgar: los bienes externos sin la guía de la razón pueden llevar al desastre.

La cita de Hesíodo refuerza esta advertencia: Prometeo aconseja a Epimeteo no aceptar regalos de Zeus, es decir, no confiar ciegamente en los obsequios del destino. Lo mismo ocurre con la idea de Demóstenes: el éxito inmerecido produce malas ideas, y la buena fortuna inmerecida, malas acciones. Para Plutarco, los bienes que llegan sin preparación moral no elevan al hombre, sino que lo deforman, porque la fortuna sola no puede dar sabiduría ni templanza. Así, el tratado concluye subrayando que la felicidad no depende de lo que poseemos, sino del uso que hacemos de ello; y que ese uso siempre es obra de la inteligencia, no del azar. La verdadera fortuna, entonces, es ser capaz de gobernar la propia vida mediante la razón.

Conclusión

En definitiva, Plutarco demuestra que es absurdo dejar en manos de la fortuna lo que más importa en la vida: así como ninguna obra humana se realiza sola —ni un tejido, ni un caballo domado, ni una casa construida— tampoco la felicidad surge por accidente. La inteligencia es el arte supremo, la fuerza que convierte los bienes en bendición o en ruina, y sin ella la riqueza, el poder o la belleza no son más que trampas. Por eso, concluye Plutarco, la verdadera buena suerte no es recibir dones del azar, sino poseer la razón que permite usarlos bien.

jueves, 11 de diciembre de 2025

Plutarco - Charlas de sobremesa (Libro I: Filosofía en la mesa)

Las Charlas de sobremesa de Plutarco nos abren la puerta a un mundo donde la filosofía no se encierra en los tratados, sino que respira en la conversación cotidiana, entre copas de vino, preguntas súbitas y disputas amistosas. En estos banquetes intelectuales, Plutarco muestra cómo las ideas nacen del diálogo vivo, inesperado, a veces humorístico y siempre profundamente humano. Leer estas charlas es entrar en la intimidad del pensamiento antiguo: observar cómo se discute sobre ética, ciencia, religión o costumbres mientras la mesa sigue servida. Allí, la filosofía deja de ser teoría distante y se convierte en arte del convivir, una forma de pensar juntos para entender mejor el mundo y a nosotros mismos.

CHARLAS DE SOBREMESA

Plutarco comienza citando a Sosio Seneción para introducir un proverbio curioso: “odio al bebedor de buena memoria”. Algunos interpretaban este dicho como una referencia a los posaderos —especialmente entre los dorios de Sicilia—, quienes, por recordar demasiado bien lo que cada cliente debía o hacía, resultaban molestos e insistentes al momento de cobrar o controlar el consumo. Esta interpretación entiende la “buena memoria” como un rasgo incómodo en un ambiente donde la gente busca relajarse y olvidar obligaciones.

Otros consideraban que el proverbio no se refería a los posaderos, sino que aconsejaba directamente olvidar lo que ocurre durante la bebida: las palabras pronunciadas bajo los efectos del vino, los excesos, las bromas y las imprudencias. Según esta lectura, el vino pertenece al ámbito de Dioniso, dios estrechamente vinculado al olvido ritual. De hecho, Plutarco recuerda que las tradiciones griegas unían simbólicamente dos elementos: el olvido (lḗthē) y la cañaheja o férula (nárthex), planta asociada a Dioniso. Esta última, según Diodoro, se usaba como báculo para evitar que quienes bebían demasiado se hirieran con bastones de madera; así, el dios ayudaba a que el vino siguiera en la mesa, pero mitigando sus riesgos. El olvido, entonces, actuaba como una protección simbólica: lo que se hace bajo el influjo del vino requiere indulgencia, no castigo severo.

Plutarco añade que incluso Eurípides alaba al “Olvido de los males”, destacándolo como un remedio sabio y prudente para las acciones torpes que pueden surgir en un banquete. Sin embargo, el autor matiza: olvidar todo lo que ocurre durante la bebida sería ir demasiado lejos. Esto, afirma, iría en contra del conocido dicho de que “la mesa hace amigos”, pues la memoria de las conversaciones compartidas es parte esencial del vínculo social que se genera en un banquete. Además —y aquí Plutarco eleva el tono filosófico—, borrar completamente la memoria de lo hablado contradice el ejemplo de numerosos filósofos prestigiosos como Platón, Jenofonte, Aristóteles, Espeusipo, Epicuro, Prítanis, Jerónimo o Dión. Todos ellos consideraron valioso conservar por escrito o recordar lo conversado durante las comidas, porque las charlas de sobremesa eran también espacios legítimos de reflexión filosófica.

Finalmente, Plutarco explica por qué decidió escribir sus Charlas de sobremesa: porque su interlocutor —Sosio Seneción— pensaba que valía la pena registrar los temas tratados informalmente en reuniones tanto en Roma como en Grecia. A petición suya, Plutarco comenzó a recopilar estas discusiones y ya le había enviado tres libros, cada uno con diez cuestiones, prometiendo continuar si consideraba que ese material conservaba algo del encanto propio de las Musas y de Dioniso. 

Capítulo I: si se debe filosofar durante la bebida

  • Plutarco, quien actúa como narrador, moderador y participante. Ordena el debate, aporta ejemplos, aclara conceptos y justifica por qué la filosofía tiene un lugar en el banquete.
  • Aristón, personaje del círculo de Plutarco, quien interviene primero con un tono de sorpresa cuando oye que hay quienes excluyen la filosofía de los banquetes. Representa la defensa más inmediata e instintiva de la filosofía en la mesa.
  • Cratón, yerno de Plutarco, quien aparece en un tono más vehemente y crítico. Aplaude a Isócrates por no hablar en los banquetes y abre la puerta a la distinción entre el rétor y el filósofo.
  • Sosio Seneción, amigo íntimo de Plutarco y destinatario de la obra. Aunque en este pasaje habla menos, su presencia es crucial: es él quien solicita a Plutarco recopilar por escrito estas discusiones y ordenarlas. Plutarco responde a sus preguntas y dirige la explicación hacia él.

Plutarco recuerda una discusión que surgió en un banquete en Atenas: algunos sostenían que, durante la bebida, debía evitarse la conversación filosófica. Ante esta postura, Aristón —uno de los presentes— reacciona con sorpresa, pues considera absurdo excluir a la filosofía de un espacio tan natural para el diálogo. Plutarco señala que, efectivamente, existían quienes opinaban lo contrario: creían que la filosofía, como la “ama de casa” que no participa en la fiesta, no debía oírse en medio del vino. Según estos críticos, en los banquetes es más adecuado recurrir a la música, la comedia y los entretenimientos ligeros, y no a discusiones serias. Incluso citan a Isócrates, quien se excusaba de hablar en estas circunstancias por no considerarlo el “momento oportuno”.

Cratón interviene celebrando la prudencia de Isócrates, cuya oratoria requirió siempre períodos formales y solemnes, inapropiados para el ambiente relajado del banquete. Pero Plutarco replica que no es correcto equiparar al rétor con el filósofo. La filosofía —afirma— es un arte que trata sobre la vida y, por ende, puede participar en todo lo que la vida trae consigo, incluidos los placeres moderados del banquete. La filosofía no está allí para arruinar la diversión, sino para darle mesura: para poner un límite sensato, sin excluir la alegría ni la conversación libre. Quitar la filosofía del banquete sería equivalente a renunciar a la templanza y a la rectitud en ese contexto.

Plutarco agrega que la libertad que da Dioniso en el banquete —libertad de palabra, relajación de preocupaciones— no debería interpretarse como licencia para excluir lo noble y formativo. De hecho, si se prohibiera hablar, como ocurrió en el relato de la hospitalidad silenciosa ofrecida a Orestes, el banquete sería un ejercicio de ignorancia, no de convivencia. El vino libera, sí, pero también exige orientación.

Cratón cree que discutir estos detalles es inútil, pero Plutarco insiste: es necesario establecer un criterio para definir qué tipo de filosofía conviene al banquete. Lo primero —dice— es evaluar el carácter de los asistentes. Si predominan personas de talante intelectual, amantes de la dialéctica, entonces la filosofía fluye con naturalidad, como en el Banquete de Platón o en el banquete de Calias. En esos ambientes, mezclar a Dioniso (el vino) con las Musas (la conversación filosófica) es verdaderamente apropiado.

Sin embargo, si el grupo está compuesto por personas que no toleran el discurso filosófico y prefieren cantos, ruidos o incluso instrumentos antes que escuchar razonamientos, entonces el filósofo debe adaptarse, como Pisístrato con sus hijos: evitar imponer sus temas y seguir, sin perder el decoro, la corriente general del banquete. Para Plutarco, filosofar no siempre significa hablar solemnemente: a veces se filosofa entre bromas, silencios ingeniosos o incluso soportando o lanzando chanzas. La sabiduría, por tanto, puede presentarse de modo informal.

Plutarco propone un tipo de filosofía adecuada al ambiente: aquella que surge de historias, ejemplos y anécdotas que inspiren acciones nobles o reflexiones sobre la piedad, la valentía y la virtud. Este tipo de relato puede instruir sin incomodar; se integra bien en el clima del banquete y elimina los excesos de la embriaguez, sin que los asistentes lo sientan como una imposición moral.

Para reforzar esta idea, Plutarco recuerda episodios míticos como el de Helena, quien añadía drogas al vino para influir en el ánimo de los presentes. De forma semejante, los relatos filosóficos pueden actuar como “brebajes” que suavizan las pasiones y orientan la conversación hacia lo provechoso. Incluso Platón, en su Banquete, no utiliza demostraciones lógicas duras, sino mitos y narraciones agradables.

Plutarco insiste en que la filosofía del banquete no debe ser pesada, técnica ni exclusiva. Las preguntas deben ser accesibles, las explicaciones breves y comprensibles. Obligar a los asistentes a seguir sutilezas dialécticas sería tan inoportuno como pedirles que practiquen ejercicios atléticos después de beber. La filosofía debe adaptar su forma a la situación: ligera, estimulante, como una danza intelectual.

Si se abusa de cuestiones abstrusas, los demás se aburren, se refugian en chismes o canciones triviales y el banquete pierde su carácter formativo. Plutarco ilustra esta desconexión con la fábula de la zorra y la grulla: un alimento servido en un recipiente inadecuado hace que uno coma y el otro no. Así ocurre cuando el filósofo presenta temas demasiado difíciles: solo él “come”, y los demás quedan excluidos.

Plutarco menciona finalmente la costumbre antigua del escolio: un canto improvisado y razonablemente accesible, que los comensales entonaban por turno. Era una forma de participación común, en contraste con la complejidad que algunos filósofos introducen en el banquete moderno. Así como el canto debía fluir de mano en mano, la conversación filosófica debía circular entre todos, sin convertirse en una demostración rígida o en una muestra de erudición excluyente.

Cuestión II: De si el que agasaja debe recostar personalmente a los invitados o depende de ellos mismos el hacerlo

  • El padre de Plutarco – un personaje sensato, práctico, amante del orden y de la buena disposición de las cosas; aquí defiende la idea de organizar los lechos del banquete según cierto criterio de jerarquía y armonía.
  • Plutarco – participa como narrador y luego como árbitro intermedio entre su padre y su hermano.
  • Lamprias – es el hermano de Plutarco, aunque el texto que copias menciona primero a Timón, el otro hermano; ambos forman parte del círculo familiar. En esta cuestión específica habla el hermano de Plutarco (Timón) defendiendo una postura distinta a la del padre.
  • Otros invitados – que no intervienen con discurso largo, pero reaccionan (se ríen, reclaman sentencia, etc.).

La narración empieza con un banquete ofrecido por Timón, hermano de Plutarco. Como había invitado a gente muy diversa —forasteros, conciudadanos, amigos, parientes, etc.—, decidió que cada asistente entrara y se recostara donde quisiera, sin un orden previamente fijado de lechos o puestos.

Cuando ya había muchos invitados reclinados, llega un forastero presumido, “emperejilado de comedia”: un personaje cargado de adornos, vestido de forma ostentosa y rodeado de esclavos. Mira a los que ya están recostados, ve el lugar que queda libre, y decide no entrar: se da vuelta y se marcha, alegando que el sitio disponible no está a la altura de su supuesta dignidad. Los demás, ya algo pasados de vino, se lo toman a risa y piden que lo despidan con un verso cómico: “que le despidieran de la casa con saludos y palabras de buen agüero” (una cita de Eurípides).

Este episodio sirve de detonante para la discusión: ¿es correcto dejar que cada uno se siente donde quiera, o debería haber un orden en la disposición de los lechos?

Cuando la cena está terminando, el padre de Plutarco se dirige a su hijo: le dice que él y Timón lo han nombrado árbitro de su discusión, porque lleva rato reprochándole a Timón que no organizara los lechos desde el principio. Según él, si se hubieran dispuesto los lugares de forma ordenada, no habrían tenido que soportar la impertinencia del forastero soberbio.

Para reforzar su punto, el padre recurre a una serie de ejemplos:

  • Recuerda a Paulo Emilio, general romano, que tras vencer a Perseo de Macedonia celebraba banquetes con una disposición admirable. Paulo Emilio decía que correspondía a un mismo hombre saber disponer el ejército de forma temible y el banquete de forma agradable: ambas cosas son cuestión de orden.

  • Alude al lenguaje de Homero, que llama a ciertos reyes “ordenadores de pueblos”, destacando que la grandeza política está ligada al arte de ordenar.

  • Apela a una idea cosmológica: así como Dios transformó el caos en cosmos solo “colocando cada cosa en su lugar”, también los asuntos humanos se embellecen cuando están bien dispuestos.

  • Lleva esta lógica a la mesa: incluso un banquete caro y fastuoso pierde su encanto si no hay orden en la organización. Es absurdo que cocineros y sirvientes se preocupen tanto del orden de los platos, del perfume, las coronas, la citarista, y que, en cambio, nadie se preocupe de cómo se distribuyen los lechos y los invitados.

El argumento del padre es claro: la disposición de los lugares no es un detalle menor, forma parte de la armonía del banquete, y debería reflejar la edad, el cargo, la dignidad o la relación con el anfitrión.

En respuesta, Timón, el hermano de Plutarco, toma la palabra y se defiende. Dice que no es más sabio que Bias, uno de los Siete Sabios de Grecia, que rehusó arbitrar entre dos amigos para no meterse en conflictos delicados. De forma similar, él no quiere convertirse en juez de tantos familiares y amigos, pero ahora en materia de primacías y “quién va primero”.

Su crítica tiene varios puntos:

  • Los invitados no han ido a un concurso ni a una competencia, sino a una cena. No se sometieron a juicio de quién es mejor o peor.

  • Ordenar los lechos según jerarquía obliga al anfitrión a evaluar quién tiene más edad, más poder, más amistad, más parentesco, etc. Es una tarea dificilísima y arriesgada, que puede generar resentimientos.

  • Acaba siendo una forma de arrastrar al banquete la “vana reputación” del ágora y el teatro, reintroduciendo orgullo, rivalidad y humos que el banquete debería más bien suavizar.

  • Además, si a esa distribución jerárquica se le suman brindis preferenciales, atenciones especiales, interpelaciones demasiado marcadas, el banquete se vuelve una escena de “sátrapas” (es decir, de señores orientales llenos de pompa y servilismo) más que una reunión de amigos.

El hermano defiende, en el fondo, un ideal de igualdad y simplicidad: que los invitados se recuesten sin afectación, que el banquete sea “democrático”, sin un lugar elevado como una acrópolis al que se suba el rico para vanagloriarse ante los humildes.

Cuando ambos argumentos han sido expuestos, los presentes reclaman el fallo. Plutarco, nombrado árbitro, declara que no será juez rígido, sino que tomará la vía media.

Su posición es matizada:

  • Si el banquete es entre jóvenes, conciudadanos y amigos, lo más sano es que se acostumbren a asignarse ellos mismos los lugares con naturalidad, sin afectación, siguiendo el ideal del buen humor como buen “viático de la amistad”. En ese contexto más íntimo y horizontal, la postura del hermano (igualitaria) es la adecuada.

  • Pero si en la reunión participan forasteros, magistrados o ancianos, entonces ignorar completamente cualquier criterio de dignidad puede resultar grosero. Parecería que se está introduciendo los humos por la puerta lateral al negar formalmente cualquier distinción. Aquí se insinúa que cierto orden, respetuoso de rango, edad y cargo, no es simple servilismo, sino cortesía y reconocimiento.

Plutarco sugiere que, en estos casos, se debe dar su parte tanto a la costumbre como a la norma. Es decir: respetar las prácticas compartidas de la ciudad (por ejemplo, dar cierto lugar a magistrados o ancianos) sin caer en teatralidad ni ostentación excesiva.

No es correcto sentar al primero que llega “indiscriminadamente”, sino siguiendo la tradición ritual que establece precedencias: “cor asientos, carnes y más copas”. Esta regla proviene, dice, del comportamiento de los reyes y héroes, como Alcínoo en la Odisea, quien distingue al extranjero dándole un lugar de honor. Homero lo expresa así: “levantando a su hijo, colocó al forastero Laomedonte cerca de él y a quien especialmente llamaba”. El acto muestra humanidad, cortesía y respeto por el visitante, y Plutarco lo cita como evidencia de que la buena organización del banquete tiene un fundamento profundo: no es capricho, sino una forma de virtud social.

Incluso los dioses mantienen un orden semejante. Plutarco recuerda que Poseidón, aunque llegó el último a la asamblea divina, tomó asiento “como es natural, en el medio”, aceptando el puesto que le correspondía según su dignidad. Atenea, por su parte, ocupa siempre un lugar preeminente junto a Zeus. Píndaro confirma esta imagen al decir: “Del rayo que respira fuego, ella muy cerca se sienta”. Para Plutarco, estos testimonios míticos y poéticos legitiman el principio que su padre defiende: el orden no humilla; al contrario, honra a quien lo recibe y ennoblece a quien lo concede.

Anticipando la objeción igualitaria de Timón, Plutarco admite que alguien podría decir que asignar un lugar de honor a uno “quita” el honor a los demás. Sin embargo, aclara que esto es un error: el objetivo no es despojar, sino reconocer lo que corresponde a cada uno según su mérito, edad o posición. Mientras algunos buscan evitar molestias excesivas a los invitados, otros —dice Plutarco— cometen el error contrario: por miedo a parecer serviles, privan a los dignos del honor que deben recibir, lo que genera tensiones innecesarias. Él responde con firmeza: “por mi parte, no creo que sea demasiado difícil localizar a la selección propia”, es decir, que en la mayoría de los casos es posible discernir quién debe ser honrado sin provocar conflictos.

Plutarco añade que, en situaciones donde muchos comparten méritos parecidos, lo razonable es evitar rivalidades directas. La ausencia total de orden no elimina el conflicto, sino que lo agudiza, porque “no es fácil que concurran muchos rivales en méritos en una invitación” sin suscitar comparaciones. Se refiere también a las thésis heroicas de Homero, donde los lugares privilegiados se asignaban conforme a normas claras; y recuerda el ejemplo de Aquiles, Menelao y Antíloco, quienes discutieron por el lugar de la carrera, mostrando que la precedencia es un asunto serio incluso entre héroes. Para Plutarco, el banquete refleja esos mismos principios: la cortesía se armoniza con la jerarquía, y el anfitrión prudente debe reconocer diferencias sin caer en excesos.

El desorden no es más igualitario, sino más peligroso para la convivencia. Privar a un anciano, magistrado o invitado ilustre de un lugar adecuado puede causar molestia innecesaria; del mismo modo, asignar el mejor puesto a quien no lo merece trastorna la armonía. El orden, en cambio, sostiene la amistad y evita que el banquete se convierta en un escenario de humos, pretensiones o susceptibilidades.

Cuando Plutarco expone su postura conciliadora, Lamprias —sentado en un lecho suplementario— pide permiso para “amonestar al juez que desbarraba”, lo que provoca risa entre los presentes. Con esta entrada cómica, inicia una crítica ingeniosa: reprocha a Plutarco que quiera asignar los asientos del banquete como si repartiera proedrías, es decir, los lugares de honor típicos de las asambleas o de los decretos anfictiónicos. Según él, es absurdo que, incluso allí donde deberían extinguirse los “humos”, alguien reintroduzca desigualdades propias de la vida pública.

Lamprias sostiene que los puestos no deben distribuirse en función del rango, la riqueza o la dignidad, sino conforme a la armonía del conjunto. Utiliza una serie de metáforas técnicas para explicar su punto: así como el arquitecto no elige la piedra más noble, ni el pintor el color más caro, ni el constructor de barcos la madera más prestigiosa, sino aquella que mejor se ajusta a la estructura general, también el anfitrión debe buscar la combinación adecuada de personas para generar cohesión. Incluso la divinidad —dice citando a Píndaro— es “el mejor artesano”, capaz de colocar la tierra arriba o abajo, no por su naturaleza, sino por el bien del todo. Y recurre a un verso de Empédocles sobre cómo ciertas criaturas marinas llevan la tierra en el exterior de su piel, demostrando que el orden correcto no siempre coincide con el orden natural, sino con el que sirve a la obra común.

Cuando los presentes celebran este razonamiento, Lamprias da un paso más y propone algo radical: reorganizar él mismo todo el banquete “como Epaminondas reorganizó la falange”. Entonces describe, con ironía y sutileza, un nuevo criterio de distribución: no agrupar por semejanza (ricos con ricos, jóvenes con jóvenes, magistrados con magistrados), pues eso impide la mezcla, la amistad y el crecimiento mutuo. Quiere, por el contrario, alinear al “amante junto al amado”, recordando —como Pamenes criticaba a Homero— que una formación eficaz se basa en vínculos vivos, no en divisiones rígidas. A partir de este principio, dicta una serie de emparejamientos ejemplares: el sabio junto al instruido, el afable junto al quisquilloso, el joven amante de escuchar junto al anciano parlanchín, el burlón junto al presuntuoso, el reservado junto al irascible. Incluso propone que un rico generoso sea colocado junto a un pobre honrado, para que “como de una copa llena a una vacía, se produzca un trasvase”, evocando el célebre pasaje del Banquete de Platón sobre el flujo del amor y de los bienes.


La comicidad aumenta cuando advierte que ningún sofista debe recostarse junto a otro sofista, ni poeta junto a poeta, porque “el pobre aborrece al pobre y el aedo al aedo”, recordando un verso de Hesíodo. Y señala que si dos personajes como Sosicles y Modesto se sientan juntos, el choque de palabras puede encender una llama peligrosa, como dos piedras frotadas. También separa a los coléricos y zahirientes, disponiendo entre ellos a alguien amable que actúe “como cojín” entre golpes. En cambio, reúne a quienes comparten intereses no peligrosos —como la lucha, la caza o la agricultura— y a los amantes del vino y del amor, pues el mismo fuego pasional los hace más receptivos entre sí, salvo cuando compiten por la misma persona.

Cuestión III: De por qué de los sitios el llamado consular obtuvo honor

En esta nueva cuestión —donde conversan los mismos interlocutores de la Cuestión II— el debate gira en torno al problema de los sitios de honor en el banquete, cuya valoración cambia de un pueblo a otro. Para los persas, el lugar más prestigioso es el central, donde se recuesta el rey; para los griegos, el primer puesto del primer lecho; para los romanos, en cambio, el honor recaía en el último puesto del lecho central, el llamado consular. Incluso algunos griegos del Ponto invertían este orden. Aunque sabían por qué ciertos lugares eran estimados (el primero, el central), la razón del prestigio del consular no estaba ya clara en la época de Plutarco, y por eso despertaba mayor interés.

Plutarco señala que solo tres explicaciones parecen dignas de consideración. La primera es de carácter histórico-político: cuando los romanos derrocaron a sus reyes y establecieron un régimen más democrático, los cónsules —herederos del poder ejecutivo— habrían renunciado al lugar central, que evocaba la antigua monarquía, para ocupar un puesto inferior como gesto de modestia y de igualdad. Al ceder el espacio regio, evitaban que su autoridad resultara molesta o arrogante para los demás invitados. De este modo, el origen del lugar “consular” sería un acto simbólico de moderación republicana.

La segunda explicación se relaciona con la función del anfitrión. En el banquete romano, de los tres lechos disponibles, dos se reservaban para los invitados; el tercero pertenecía al que daba la cena. El consular era el primer puesto de este tercer lecho, desde donde el anfitrión podía actuar como “auriga o timonel”, supervisando el servicio, conversando con sus invitados y mostrando su hospitalidad. Según esta disposición, el lugar inmediatamente inferior a él correspondía a su esposa o hijos, y el inmediatamente superior al invitado más honorable, para que estuviera próximo al que invita, un rasgo esencial de cortesía griega y romana.

La tercera razón subraya el carácter práctico del puesto. Plutarco compara al cónsul con un estratego: como Arquias, polemarco de los tebanos, debía estar alerta incluso durante la cena. Si le llegaba una carta urgente o un mensaje militar mientras bebía, no podía ignorarlo alegando “los problemas para mañana”. Y así como —dice Esquilo— “dolores para la noche al timonel prudente”, también un comandante debe cuidar incluso en el banquete la seguridad del ejército. El lugar consular ofrecía un diseño ideal: el ángulo formado por el segundo y tercer lecho producían un hueco donde podían acercarse discretamente el escriba, el mensajero, el guardia o cualquier servidor sin interrumpir el banquete. Desde allí, el cónsul podía escuchar, dar órdenes y responder por escrito sin ser molestado ni molestar a los demás.

Cuestión IV: De cómo debe ser el simposiarco

Nuevo personaje: Teón, amigo cercano de Plutarco y uno de los personajes más constantes del ciclo. Es filósofo, probablemente del entorno académico, de carácter más serio y reflexivo que Cratón. Teón es quien acostumbra a profundizar en los temas y dar el giro más conceptual o moral a las discusiones.

Conversan Plutarco, Cratón y Teón acerca de la figura del simposiarca, es decir, quien preside el banquete y regula la bebida, la conversación y el orden general del convivio. La discusión comienza cuando, tras unos excesos provocados por el vino, los asistentes piden que Plutarco retome la antigua costumbre de elegir un simposiarca. Él acepta y se nombra a sí mismo para dirigir la sesión, pero exige que Cratón y Teón —quienes impulsaron el tema— expongan cuáles deben ser las cualidades de un buen simposiarca. Ambos se hacen rogar, pero la presión del grupo los obliga a hablar.

Cratón comienza afirmando que “el jefe de los guardianes debe ser el mejor guardián”, citando a Platón (Rep. 412c), y que, del mismo modo, el simposiarca debe ser el mejor entre los comensales. Eso significa que no debe ser ni demasiado propenso a embriagarse ni completamente abstemio: quien se excede, dice, “es insolente e incorrecto”, pero quien no bebe nada resulta “desagradable y más propio de un pedagogo que de un simposiarca”. Cratón recuerda la carta de Ciro, quien decía ser más apto para reinar que su hermano porque “soportaba bien mucho vino puro”, mostrando que el dominio de sí es parte del arte de gobernar. El simposiarca, por tanto, debe ser una mezcla de seriedad y diversión, “como un vino selecto” que tiende hacia la gravedad, pero cuya naturaleza se suaviza con la bebida.

Además, Cratón sostiene que el simposiarca debe conocer bien las naturalezas de quienes beben, pues no todos reaccionan igual al vino. Unos se excitan más, otros se vuelven melancólicos, algunos se embriagan rápido (los viejos, los meditabundos), otros resisten más. No existe —dice— una mezcla universal del vino adecuada para todos, como tampoco los escanciadores reales sirven la misma proporción de agua y vino a cada persona: el simposiarca debe actuar “como un músico”, tensando o aflojando, ajustando la medida según la naturaleza de cada comensal. También debe ser amable, ecuánime y cercano a todos: “ni será soportable cuando dé órdenes, ni irreprochable cuando gaste bromas” si no se comporta como amigo de todos.

Luego habla Teón, quien acepta la definición anterior pero añade que un buen simposiarca debe impedir que el banquete se convierta “ahora en una asamblea democrática, ahora en la escuela de un sofista, luego en una timba, después en un escenario”. Da ejemplos de Alcibíades y Teocloro, que transformaron un banquete en una parodia de ritos sagrados, y explica que esto es justamente lo que el simposiarca debe evitar. Su tarea es preservar la finalidad del banquete, que consiste en generar amistad a través del placer moderado. El vino, si está bien mezclado con la conversación y la broma, produce ese efecto; si se mezcla con insolencia o excesos, destruye la armonía. Por eso, dice Teón, el simposiarca debe alternar la seriedad con la broma, “como quien navega junto a la costa”, donde un cambio de distancia puede aliviar el mareo. La mezcla adecuada de tonos evita que los serios se tornen pesados y que los bromistas caigan en grosería.

Teón da ejemplos de bromas que no deben permitirse, aquellas que humillan al otro, comparándolas con “echar beleño en el vino”. Relata el episodio de Agamestor, el académico cojo que fue obligado por sus compañeros a beber de pie sobre el pie derecho. Él respondió con astucia: metió su pierna lisiada en un recipiente vacío y ordenó a todos beber del mismo modo, lo que resultó imposible para los demás, que debieron pagar la multa. Teón elogia esta venganza ingeniosa y afirma que ese tipo de humor, “benévolo y jocoso”, es el que debe promoverse. El simposiarca, entonces, debe ordenar a cada uno aquello en lo que destaca: al cantante cantar, al retórico hablar, al filósofo resolver una dificultad, al poeta improvisar versos, de modo que todos brillen “donde él resulte superior a sí mismo”.

Teón concluye que el simposiarca, como un “rey del banquete”, debe incluso ofrecer premios a quien introduzca una broma ingeniosa y no ofensiva, del mismo modo que “el rey de los asirios anunció un premio para quien descubriera un nuevo placer”. Pues la mayoría de los banquetes fracasan —dice— porque no tienen un buen maestro que los guíe. Y así termina con una observación moral: así como en la vida pública los hombres deben evitar la enemistad nacida de la ambición, en el banquete deben evitar la que nace de la burla. El simposiarca es, en definitiva, el encargado de mantener la concordia, la alegría moderada y la amistad.

CUESTIÓN V: De por qué se dice lo de 

«Eros hace a uno poeta»

En casa de Sosio Seneción, tras escuchar unos versos sáficos donde Filóxeno afirmaba que incluso el Cíclope “curaba su amor con musas melodiosas”, surge la pregunta de por qué se dice que Eros enseña a ser poeta incluso a quien antes carecía de musa. Varios asistentes sostienen que el amor impulsa la audacia, la innovación y el ingenio, y recuerdan que Platón llama al amor “danzado” y “atrevido en todo” (cf. Banquete, 196a). Se observa que el enamoramiento transforma radicalmente el carácter: vuelve locuaz al silencioso, valiente al tímido, laborioso al negligente. Incluso el avaro, cuando ama, se ablanda “como hierro templado al fuego”, lo que confirma el dicho humorístico de que “la bolsa de los enamorados está atada con hoja de puerro”, aludiendo a que se abre con facilidad. El grupo concluye también que el amor se asemeja a la embriaguez: ambos estados avivan el ánimo, relajan las inhibiciones y predisponen al ritmo y al canto. Se citan ejemplos como aquel que atribuía a Esquilo la costumbre de componer tragedias mientras bebía, y se recuerda que Lamprias, abuelo de Plutarco, se volvía ingenioso “como incienso que se eleva con el calor”. La naturaleza expresiva del enamorado se refuerza con su deseo de elogiar: así como contempla con placer al amado, también lo celebra con gusto, pues quiere convencer a todos de su belleza y excelencia. De ahí actos como el de Candaules, que llevó a un sirviente a ver a su esposa, buscando testigos de su amor. Por eso los enamorados adornan con canto y poesía los elogios, como si embellecieran estatuas con oro, y procuran que cualquier regalo a su amado sea bello y memorable, lo que explica la relación entre amor, ornamento y lenguaje poético.

Sosio Seneción interviene para dar una explicación más sistemática. Retoma las ideas de Teofrasto en Sobre la música, obra hoy perdida, según la cual existen tres motivaciones fundamentales para el canto: el dolor, el placer y la exaltación. Cada uno de estos sentimientos altera la voz de su tono habitual: el dolor la hace lastimera, propensa al canto; por eso los actores acercan su voz al lamento musical en las escenas trágicas. Las alegrías intensas, por su parte, excitan el cuerpo y lo impulsan al ritmo: saltos, aplausos, movimientos danzados. La exaltación, finalmente, arrebata tanto cuerpo como voz, razón por la cual los delirios báquicos recurren al ritmo, los inspirados profieren oráculos en verso, y muchos poseídos hablan de modo rimado sin proponérselo. Según Sosio, si se examina el amor “desdoblándolo bajo los rayos del sol”, se descubre que concentra en sí los tres impulsos musicales: produce dolores punzantes, alegrías intensísimas y éxtasis semejantes al delirio. Por eso cita a Sófocles: el alma del enamorado está llena de “incienso, peones y gemidos”, esto es, de perfumes rituales, cantos métricos y lamentos, mezcla completa de lo que mueve la música. Así, concluye Sosio, no sorprende que el amor sea especialmente “locuaz y ruidoso” y, más que ningún otro sentimiento, propicio para generar canto, poesía y composición rítmica.

CUESTIÓN VI: Sobre los abusos de Alejandro en la bebida

Nuevo personaje: Filino, amigo cercano de Plutarco, vegetariano, estudioso y dedicado a cuestiones teológicas y filosóficas. Conocido por intervenir con rigor textual, suele citar fuentes precisas. Aquí aparece como voz crítica y documentada, pues apela a las Memorias Reales para corregir afirmaciones ingenuas sobre Alejandro.

La conversación se inicia con un tema frecuente en la tradición histórica: la relación de Alejandro Magno con la bebida. Algunos sostenían que el rey no bebía en exceso, sino que simplemente pasaba mucho tiempo bebiendo mientras conversaba con sus amigos. Filino interviene para desmentir esta versión “basándose en las Memorias Reales”, donde aparece repetidamente la expresión “está durmiendo este día a consecuencia de la bebida” e incluso “también el siguiente”, lo que demuestra que la embriaguez era frecuente. Filino agrega que el hábito de beber lo hacía perezoso para el sexo —algo que requiere sangre fría— pero extremadamente ardiente y apasionado, rasgos propios del “calor corporal” provocado por el alcohol. Este calor, dice el texto, explicaría incluso el famoso aroma agradable que emanaba de la piel del rey, capaz de perfumar sus túnicas, fenómeno que Teofrasto relaciona con la “cocción” de la humedad interna por el calor.

A propósito de esta naturaleza cálida, se menciona la tensión famosa entre Alejandro y Calístenes. Éste había rechazado beber de la “gran copa llamada de Alejandro”, afirmando que no quería, “por beber de Alejandro, precisar de Asclepio”, lo cual equivalía a acusar indirectamente al rey de provocar enfermedad con su modo de beber. Este gesto, señala el diálogo, contribuyó a la enemistad que finalmente le costó la vida.

El grupo pasa luego a comentar otros casos célebres de bebedores, destacando a Mitrídates VI del Ponto, quien en sus certámenes ofrecía premios al que comiera y bebiera más, y que siempre ganaba él mismo. Su enorme capacidad le valió el apodo de “Dioniso”, aunque algunos interpretaban erróneamente este sobrenombre como derivado de ciertos prodigios con rayos en su infancia y juventud. Plutarco aclara que tales historias deben tomarse con cautela: el apodo se debía al estilo de vida, no a señales divinas.

A continuación se recuerda a Heraclides, un púgil contemporáneo de la generación de los padres de Plutarco. Era tan resistente al alcohol que ningún compañero le aguantaba el ritmo. Para suplir esta falta, invitaba a distintos grupos en distintos momentos del día: unos al aperitivo, otros al almuerzo, otros a la cena y otros a una bacanal final. Cuando un grupo se retiraba, llegaba el siguiente, y él continuaba sin interrupciones. Su fama en Alejandría era tal que lo llamaban con cariño “Heraclidita”.

El diálogo se desplaza luego a casos de trucos para resistir más bebida. Se cuenta la historia de un médico que, viviendo en casa de Druso, hijo de Tiberio, era capaz de doblar a todos en la bebida porque antes de cada ocasión consumía “cinco o seis almendras amargas”. Descubierto y privado de ellas, “no aguantaba ni lo más mínimo”. Algunos creían que las almendras actuaban irritando y “purificando la carne”, abriendo los poros y eliminando humedad; otros, como Plutarco y sus acompañantes, entendían que su efecto dependía de su amargor, cuya naturaleza es “desecante y disipadora de los líquidos”.

Plutarco afirma que este poder desecante explica por qué el sabor amargo es desagradable y por qué las heridas cicatrizan con fármacos amargos, como indica el verso: “Y encima puso una raíz amarga, analgésica… la herida se secaba y cesó la hemorragia”. Las cremas amargas usadas por las mujeres, que “resecan gracias a su aspereza”, serían otra prueba.

Si las almendras amargas resecan las partes internas e impiden la dilatación de las venas —condición que, según se creía, causa la embriaguez—, entonces su efecto protector contra el vino tiene sentido. Su argumento culmina con un ejemplo zoológico: las zorras que comen almendras amargas “mueren si no beben”, porque el amargor les extrae completamente los líquidos. Esta observación sirve como test empírico del poder desecante que explicaría por qué algunos usaban almendras para “defenderse” del vino puro.

Cuestión VII: De por qué a los ancianos les gusta más el vino puro

El grupo discute por qué los ancianos suelen preferir el vino en estado más puro, es decir, con menos mezcla de agua. Al comienzo se menciona una explicación común: que los viejos, por tener una “naturaleza reseca y difícil de avivar”, se adaptan mejor a la dureza del vino puro. Plutarco descarta esta idea como una opinión “común y manida” —“ni suficiente ni verdadera”—, pues la cuestión no se reduce a una simple condición de sequedad corporal.

La clave, dice Plutarco, es que los ancianos necesitan estímulos más intensos para sentir placer, ya que todas sus facultades sensoriales se han vuelto lentas. En la vejez, la naturaleza “se afloja y debilita”, y por eso requiere impresiones fuertes. Esta explicación fisiológica se ilustra con varios ejemplos: en el gusto, toleran mejor lo picante; en el olfato, disfrutan más de los olores potentes; en el tacto, muchas veces “reciben golpes sin sufrir mucho”, porque la sensibilidad ha disminuido; y en el oído, los músicos ancianos componen en tonos más agudos y duros para “despertar su sensibilidad” mediante sonidos más penetrantes.

Plutarco emplea una comparación muy gráfica: del mismo modo que el temple endurece el filo del hierro, “el aliento” —es decir, la vitalidad interna— es lo que mantiene despierta la sensibilidad del cuerpo. Cuando esta fuerza declina, como ocurre en la vejez, la sensibilidad se vuelve “indolente y terrosa”, y necesita que algo la golpee con mayor intensidad. Por eso el vino puro, más fuerte y más vivo que el mezclado, produce un impacto sensorial capaz de estimular lo que ya no responde a estímulos suaves.

Cuestión VIII: De por qué las personas de edad leen mejor de lejos que de cerca

Esta dificultad se contraponía a lo visto en la discusión anterior: los viejos, en otros sentidos, solo responden a estímulos más fuertes y directos. ¿Por qué, entonces, la vista parece funcionar al revés? Plutarco cita dos versos trágicos —uno de Esquilo y otro de Sófocles— que mencionan precisamente esta característica: el anciano “ve de lejos, pero de cerca es ciego”, lo que confirma que el fenómeno era conocido desde antiguo.

La primera explicación propuesta por algunos asistentes sostiene que los ancianos alejan el libro para reunir más luz y llenar de aire luminoso el espacio entre los ojos y lo escrito. Al ampliar la distancia, captarían más claridad y lograrían una percepción más nítida.

Una segunda postura, más geométrica, recurre a la teoría de los conos visuales: de cada ojo sale un cono cuyo vértice es el ojo y cuya base cubre lo percibido. Cuando el objeto está muy cerca, los conos de ambos ojos no llegan a unirse; cada ojo percibe por separado, y la imagen resulta débil. Pero cuando el objeto se aleja, ambos conos convergen y se funden en una única percepción más fuerte. De lejos, entonces, los ancianos ven mejor porque su vista necesita la colaboración de ambos conos para producir una impresión suficientemente intensa.

En ese momento interviene Lamprias, ofreciendo una explicación ingeniosa y diferente. Según él, vemos por medio de imágenes que provienen de los objetos; estas imágenes, al surgir, son “grandes y compactas”, lo que resulta molesto para los ancianos cuando el objeto está demasiado cerca, ya que sus ojos son “lentos y rígidos”. Pero cuando las imágenes recorren más distancia, se purifican: las partes más pesadas “caen” y las más finas llegan suavemente a los ojos. Esto es similar —dice— al modo en que los perfumes se perciben mejor a cierta distancia: de cerca traen consigo olores turbios y terrosos, pero desde lejos solo llega lo más puro y ligero del aroma. Para Lamprias, entonces, la distancia permite que la imagen visual se refine, haciendo más soportable la percepción para una vista debilitada por la edad.

Plutarco expone la explicación platónica, que considera la visión como una mezcla entre un rayo de luz que procede del ojo y la luz exterior. Para que la visión sea nítida, ambos flujos de luz deben mezclarse en proporción y armonía. Pero en los ancianos, ese rayo interno es débil: al mirar de cerca, la intensa luz exterior “destruye” el rayo ocular antes de que pueda unirse con ella. Al alejar el texto, en cambio, la luminosidad se atenúa mediante la distancia y el aire, de modo que el rayo ocular, aunque débil, alcanza a mezclarse con la luz y a generar una percepción clara. Plutarco refuerza esta idea comparándola con los animales nocturnos, cuya visión se arruina bajo la luz fuerte del día, pero funciona bien con luces pequeñas, como las estrellas: cuanto más débil la luz externa, más capaz es su rayo visual de unirse con ella.

CUESTIÓN IX: De por qué se lavan los vestidos con agua potable mejor que con la del mar

Nuevo personaje: Temístocles, filósofo estoico y compañero de estudios de Plutarco en la escuela de Amonio. Defiende con frecuencia las posiciones de su escuela y gusta de desmontar preguntas que considera mal enfocadas o triviales, redirigiendo la discusión hacia ejemplos literarios más interesantes o más propios del banquete.

La conversación se desarrolla en casa de Mestrio Floro, anfitrión romano prestigioso, donde Teón expone su extrañeza: no entiende por qué Crisipo, el gran estoico, menciona en sus escritos afirmaciones aparentemente absurdas —como que un pescado salado se vuelve dulce si se humedece con salmuera, que la lana obedece más a quien la desenreda con suavidad que a quien la fuerza, o que se come con menos apetito estando en ayunas que después de haber comido— sin ofrecer ninguna explicación de tales paradojas. Temístocles responde con ironía: Crisipo no pretende explicar esos fenómenos, sino mostrar cuán fácilmente el ser humano acepta lo verosímil y rechaza lo que parece irracional. Y añade una provocación dirigida a Teón: si realmente quiere investigar causas, no pierda tiempo con rarezas domésticas, sino que explique por qué Homero describe a Nausícaa lavando ropa en el río y no en el mar, cuando este último era más cálido y aparentemente mejor para limpiar.

Teón recoge el desafío y responde apelando a Aristóteles, quien explicaba que el agua de mar está mezclada con elementos terrosos y espesos que la hacen salobre; en cambio, el agua dulce es pura, ligera y sin mezcla. Esa pureza —dice Aristóteles— permite que se infiltre mejor en los tejidos y arrastre la suciedad, mientras que la densidad del mar, aunque sostenga mejor a los nadadores, es menos adecuada para lavar. Según Teón, Homero habría actuado con precisión al situar en el río la escena de la colada.

Plutarco interviene para matizar: aunque Aristóteles suene convincente, su explicación no es completamente verdadera. Observa que, cuando falta agua dulce, la gente espesa el agua añadiendo ceniza, carbonato sódico u otros polvos, pues las sustancias terrosas y ásperas limpian mejor al abrir los poros y arrastrar la grasa. La densidad del mar —sigue Plutarco— no impediría su uso para lavar, pero el problema real del agua marina es que es grasosa, tal como el propio Aristóteles reconoce: las sales producen grasa y hacen arder mejor las lámparas; la llama se aviva con agua de mar; y, por lo mismo, el mar es más cálido. Lo que dificulta el lavado no es la densidad, sino la cualidad grasa y salina que se adhiere al cuerpo.

Plutarco ofrece una segunda explicación: el lavado busca enfriar y secar; lo que se seca rápido parece estar más limpio. El agua dulce, por su ligereza, es absorbida rápidamente por el sol y se evapora con facilidad; la salada, en cambio, queda retenida en los poros y tarda más en secarse. Según esta lógica, el mar lava peor no porque sea terroso, sino porque su humedad no desaparece con rapidez.

Teón objeta citando de nuevo a Aristóteles, quien afirmaba que quienes se lavan en el mar se secan antes si luego se colocan al sol. Pero Plutarco responde que Homero presenta lo contrario. En la Odisea, tras naufragar, Odiseo aparece “horroroso, afeado por el salitre”, y él mismo pide a las doncellas que se alejen mientras se lava “el salitre de los hombros” en el río, no en el mar. Y el poeta describe cómo el héroe limpia de su cabeza la espuma marina. Para Plutarco, Homero en realidad acierta: al salir del mar, el sol evapora solo la parte más ligera del agua, mientras que la costra salada queda adherida al cuerpo, lo que dificulta la limpieza hasta que se usa agua dulce.

Cuestión X: De por qué al coro de la tribu Eántide, de Atenas nunca lo elegían el último

Nuevos personajes:

MARCOS
Gramático, antiguo compañero de estudios de Plutarco. Especialista en tradición literaria y mitográfica; suele plantear cuestiones etimológicas o históricas que dan pie a discusiones más amplias.

MILÓN
Amigo de Plutarco, aparece ocasionalmente en las Quaestiones convivales. Representa el sentido común crítico: duda, objeta y exige pruebas cuando una afirmación parece apócrifa o inverosímil.

FILOPAPO
Príncipe sirio y figura histórica destacada en Atenas y Roma. Fue cónsul, benefactor y organizador de certámenes públicos. En el diálogo actúa como anfitrión ilustre: escucha, participa y aporta ejemplos de erudición. Plutarco le dedica su tratado Cómo distinguir al adulador del amigo.

LAUCIAS
Interlocutor secundario pero recurrente, meticuloso y culto. Aporta datos históricos o literarios en los momentos oportunos.

El diálogo se sitúa durante la celebración de unos epinicios compuestos por Sarapión, en los que la tribu Leontide había obtenido la victoria. Los comensales presentes —entre ellos Plutarco, Marcos, Milón, Filopapo y otros— habían sido invitados precisamente por su pertenencia o adscripción a dicha tribu. El ambiente es festivo, cercano al de un certamen coral, pues Filopapo había ejercido como corego de todas las tribus y había organizado el concurso con magnificencia. El rey, sentado entre los convidados, alternaba recuerdos históricos con intervenciones corteses, mostrando un sincero deseo de aprender.

En este contexto, Marcos plantea una cuestión curiosa. Cita a Neantes, autor ciciceno, quien transmitía una leyenda según la cual la tribu Eantide poseía un don peculiar: nunca resultaba elegida en último lugar en los concursos de coros. Marcos admite que Neantes es un narrador poco fiable, pero invita igualmente a investigar la causa de un prodigio tan singular. Milón duda inmediatamente: ¿qué sentido tiene investigar algo probablemente falso? Plutarco, sin embargo, no responde, porque interviene Filopapo, defendiendo que incluso los mitos falsos pueden servir para ejercitar la inteligencia.

Para ilustrarlo, Filopapo cuenta la anécdota de Demócrito: mientras comía un pepino que sabía a miel, preguntó dónde lo habían comprado. La sirvienta le confesó que había caído por accidente en un tarro de miel. Contrariado, Demócrito exclamó que preferiría ignorar ese detalle, pues había querido investigar la causa natural de la dulzura como si perteneciera propiamente al pepino. Filopapo concluye que el afán de explicación no debe depender de la verdad del hecho, pues el ejercicio intelectual es valioso por sí mismo. Con ello anima a continuar la indagación, incluso si la leyenda de Neantes es dudosa.

La conversación se anima y los participantes comienzan a encomiar la tribu Eantide, citando hechos gloriosos asociados a ella. Se recuerda que Maratón, demo perteneciente a esa tribu, era el centro de grandes gestas; que Harmodio, uno de los tiranicidas, procedía de un demo eantidio; y que Glaucias, el orador, añadía que en la batalla de Maratón los Eantides ocuparon el ala derecha, según las elegías atribuidas a Esquilo, quien combatió allí. También se menciona al polemarco Calímaco, otro eantidio, cuya valentía fue decisiva en la victoria, pues su voto apoyó la estrategia de Milcíades. Plutarco incrementa este elogio recordando que el decreto que autorizó a los atenienses a salir a combatir se emitió cuando la tribu Eantide ejercía la pritanía, y que en Platea volvió a destacarse, hasta el punto de encargarse —por orden de la Pitia— de llevar el sacrificio victorioso de las ninfas Esfragítidas al monte Citerón.

Pero entonces Plutarco introduce un giro. Reconoce la gloria de Eantide, pero invita a reflexionar sobre otra posibilidad. Propone que esta creencia de que su coro nunca es colocado en último lugar no es un hecho histórico, sino una tradición destinada a suavizar el carácter de su epónimo, es decir, del héroe que da nombre a la tribu: Áyax Telamonio. Plutarco recuerda que Áyax era orgulloso, irascible y poco dado a aceptar humillaciones. Para evitar que su temperamento recayera simbólicamente sobre la tribu, o que el héroe se considerara deshonrado, se habría instaurado la costumbre de no postergar jamás a los Eantides en los concursos. De este modo, la práctica no sería un prodigio, sino un acto ritual de apaciguamiento, una forma de honrar a un héroe susceptible y acostumbrado a la preeminencia.

Conclusión

En este animado diálogo de sobremesa, Plutarco y sus compañeros revelan cómo incluso las leyendas más improbables pueden iluminar el espíritu de una comunidad: la supuesta invencibilidad coral de la tribu Eantide no es un prodigio, sino un gesto ritual que honra y aplaca el temperamento orgulloso de su héroe epónimo, Áyax. Así, entre bromas, erudición y competencia festiva, el banquete muestra su verdadera fuerza: transformar el mito en cohesión cívica y convertir la conversación en un arte capaz de revelar el sentido profundo de las tradiciones.