martes, 2 de diciembre de 2025

Sexto Empírico - Contra profesores (Libro II: La retórica)




LA RETÓRICA

Concepto

Sexto nos dice que la reótica es un arte más varonil que se pone a prueba en las asambleas y en los tribunales. No obstante, señala que será mucho más provechoso indagar en las definiciones de distintos filósofos. 

En el Gorgias de Platón, se nos dice que:

''La retórica es productora de persuasión por medio de las palabras, radicando su poder en las propias palabras, y es persuasiva, no instructiva''

Si bien la retórica es una especie de arte en que se usan palabras para persuadir, no es menos cierto que existen otras ciencias que persuaden por medio de la palabra. Así, Platón comentaba que el médico, el artista, el geómetra son capaces de persuadir a una persona por medio de la palabra, pues son los expertos en la materia. 

Ahora bien, Jenócrates, Platón y los estoicos decía que la retórica era:

''La ciencia del buen lenguaje''

Jenócrates dice ''la ciencia'' como decir ''el arte'', como sinónimos. De ahí que la retórica se diferencie de la dialéctica con respecto a su extensión: la retórica es más extensa que la dialéctica. Zenón de Citio lo ejemplificaba con el puño de una mano; empuñaba la mano señalando que así es la dialéctica, concisa; en cambio, la retórica se representa con la mano abierta. 

Aristóteles también define la retórica como:

''El arte de hablar''

Teniendo en cuenta esto, Sexto comienza por definir lo que es el arte diciendo que 

''Es un sistema de aprehensiones que se ejercitan conjuntamente a y que encaminadas a un fin de utilidad para la vida''

Ahora bien, Sexto nos dice que la retórica no es en absoluto un sistema de aprehensiones, y por lo tanto, tampoco un arte. De hecho, nos asegura que la retórica no existe. 

Sin fundamento

Para verificar si la retórica se atañe como las demás disciplinas tendrá que tener dos cosas:

  • Tiene un resultado fijo
  • Se mantiene la mayoría del tiempo
En primer lugar, la retórica no tiene un resultado fijo porque no puede evitar la victoria del contrincante, y en ocasiones, el orador propone una cosa y le resulta otra en la discusión. Tampoco se mantiene la mayoría del tiempo, pues la mayoría del tiempo el orador es derrotado más que darse por ganador. Por lo tanto, no es un arte.

Por lo demás, si uno puede convertirse en orador sin estudiar retórica, entonces el arte de la retórica no existe. En efecto, existen muchos hombres que no tienenun conocimiento de la técnica retórica, todo lo contrario, carecen de ella. Y por el contrario, hay quienes estudian muchísimo la técnica de la retórica y no ganan las discusiones en tribunales o en las asambleas. 

Ciudades en contra de la retórica

Existen algunas ciudades que prohibieron la retórica e incluso expulsaron a ciudadanos por practicarla. Es el caso de Tales de Creta quien creó una ley para expulsar a quienes se vanagloriaban de su elo cuencia. Licurgo expulsó a un ciudadano que se había instruido en retórica en otra ciudad, fundamentándo que este hablaba de una forma fraudulenta que constituía un peligro para la ciudad. A un embajador de Quíos lo expulsaron por pedir una exportación de trigo de forma demasiado prolija. Los de Quíos, complicados por esta situación, enviaron a alguien de pocas palabras y le concedieron la exportación.

No presenta ninguna utilidad para aquellos que quieren servirse de ella, pues quienes utilizan la retórica están constantemente metiéndose en problemas. Las discusiones, más que salvarlos de una determinada situación, los ponen en circunstancias muy dificiles. 

La retórica va contras las leyes

Esto se prueba por lo siguiente. Los bárbaros no tienen retórica alguna, solo atacan a su oponente, sin conversar. En cambio, en las ciudades civilizadas, las leyes cambian permanentemente, una ley deroga a otra. ¿Por qué ocurre esto? porque cuando la retórica se presenta ante las leyes, ésta las tuerce por medio de la interpretación. Llega a ser tanto así que finalmente, las leyes se hacen conveniente solo para quien las dicta. De ahí que diga el bizantino cuando le preguntaron ''¿como son las leyes de tu país?'' y él contesto:

''Como a mi me convienen''

Por lo demás, no solo es perniciosa para las leyes sino que también para la política, pues con la retórica se forma la demagogia. 

Los dos tipos de retórica

Ahora bien, Sexto nos dice que existen dos tipos de retórica:

  • La de los sabios
  • La de la gente mediocre

Si bien hay cierta gente que podríamos considerar como ''mala'' que usa la retórica, no podemos decir que la retórica lo hace malo sino que su propia maldad. Por lo tanto, estos dos tipos de retórica pueden presentarse en una persona. 

Ahora bien, la retórica de los sabios debe ser excelente, pero al mismo tiempo muy rara y escasa. En cuanto a los segundos, la retórica consiste siempre en contradecir aquello que una persona ha dicho, pero eso quiere decir que el orador puede ser alguien injusto, pues en algún momento tendrá que contradecir la justicia.

''si la calumnia y la demagogia se ejercitan en el
lenguaje pero no son artes, es evidente que, bien examinada,
tampoco lá retórica será un arte por el mero hecho de
haber adquirido con esfuerzo la facultad oratoria''

Toda “facultad técnica” (téchnē) debe tener necesariamente un fin. Si una actividad no tiene finalidad, no puede ser un arte. Con esto establece un marco: demostrar que la retórica carece de finalidad bastará para mostrar que no es un arte. Luego señala que “la mayoría de los sabios” creen que su fin es la persuasión: cita así a Platón, Jenócrates, Aristóteles, Ariston, Hermágoras, Ateneo y Isócrates, quienes definen la retórica como la facultad o la ciencia de persuadir. Sexto no discute aún esas definiciones, sino que las toma como punto de partida para analizar qué significa “persuadir” y si tal fin es coherente.

Acto seguido, distingue tres sentidos de “creíble”, porque persuadir siempre implica actuar sobre lo creíble. Lo creíble puede ser: (1) lo que es manifiestamente cierto y cuya verdad se impone por sí misma; (2) lo que es falso, pero da la apariencia de verdad (lo “verosímil” de los oradores); y (3) lo que participa a la vez de verdad y falsedad. De este modo, si la retórica tiene como fin lo creíble, es necesario preguntar a los oradores de cuál de estos tres “creíbles” se ocupan, pues cada uno implica una realidad distinta.

Sexto descarta primero que la retórica tenga como objeto lo que es manifiestamente cierto. Lo cierto persuade por sí solo: no requiere arte que alguien acepte que es de día, ni que quien ha sido sorprendido en flagrancia es culpable. Lo evidente, en su carácter de evidente, hace inútil la retórica: no se necesita persuasión para lo que se impone a los sentidos o al juicio inmediato. Si la retórica pretendiera ocuparse de estas cosas, sería redundante e innecesaria.

Pero luego agrega un argumento más profundo: si la retórica conociera lo creíble evidente, debería conocer también lo increíble, porque ambos existen en correlación. Conocer un término implica conocer su opuesto. Así como comprender la “izquierda” implica también comprender aquello a cuya izquierda se está, así el que distingue lo creíble verdadero distingue también lo increíble. Y si puede hacer esto respecto de lo evidente, entonces debe abarcar todo ámbito de verdad, porque toda verdad es o creíble o increíble. De aquí se seguiría que la retórica sería conocimiento de toda verdad.

Y este razonamiento lleva a una conclusión aún más grave: si la retórica conociera toda la verdad, debería conocer también toda la falsedad, pues distinguir lo creíble de lo increíble obliga a conocer ambos. Así, por simetría, la retórica terminaría siendo conocimiento de lo falso en cuanto falso. Pero Sexto afirma que esto es absurdo e incompatible con la retórica tal como la conciben los propios oradores. Por tanto, no puede dedicarse a lo manifiestamente cierto, porque llevaría a una hipertrofia ridícula: la retórica se volvería ciencia total de lo verdadero y lo falso, algo que ni reclama ni puede reclamar.

La retórica no puede ser un arte (téchnē) porque, para serlo, debería tener un fin propio. Esto es decisivo para él: «toda facultad técnica va encaminada a algún fin». Si la retórica carece de un fin claro, no puede ser un arte. A partir de aquí, expone que la tradición retórica afirma unánimemente que el fin de la retórica es la persuasión, y cita a diversos autores: Platón dice que es «la facultad de persuadir por medio de palabras»; Jenócrates la llama «productora de persuasión»; Aristóteles, «la facultad de discernir lo creíble»; Ariston afirma que su fin es la persuasión misma; Hermágoras sostiene que el orador perfecto debe presentar su causa de forma más convincente; Ateneo la denomina «la facultad cuyo objetivo es persuadir a los oyentes»; e Isócrates declara que los oradores solo se ocupan de «la ciencia de la persuasión». Estos testimonios sirven para que Sexto construya su crítica sobre un punto admitido por todos: la retórica pretende persuadir.

A partir de esto, Sexto introduce un análisis técnico sobre el concepto de “lo creíble” (pistón), que es clave para la persuasión. Afirma que «creíble» se dice en tres sentidos: (1) aquello que es visiblemente cierto, que por su evidencia mueve al asentimiento; (2) aquello que es falso pero verosímil, que produce apariencia de verdad; y (3) aquello que mezcla verdad y falsedad. Estos tres tipos abarcan todo lo que puede ser creído. Si la retórica debe persuadir respecto de lo creíble, resulta necesario preguntar a cuál de estos tres creíbles se refiere la retórica como fin propio.

Sexto expone primero que la retórica no puede ocuparse de lo que es visiblemente cierto, porque lo evidente se impone por sí mismo y no requiere persuasión. Del mismo modo que no necesitamos un arte para persuadirnos de que es de día o de que alguien está hablando, tampoco se requiere retórica para asentir ante hechos manifiestos, como un homicida sorprendido en flagrancia. Si la retórica se ocupara de lo evidente, sería superflua. Además, añade Sexto, si la retórica versa sobre lo creíble evidente, necesariamente abarcaría también lo increíble, pues «lo creíble» y «lo increíble» son correlativos: quien conoce uno conoce el otro. Esto conduce a un absurdo, porque entonces la retórica debería ocuparse de todo lo verdadero (ya que todo lo verdadero es o creíble o increíble), y por correlación también de todo lo falso. El resultado sería que la retórica se convierte en conocimiento universal de lo verdadero y lo falso, lo cual es absurdo y contradice la naturaleza limitada de cualquier arte.

Luego Sexto añade un argumento central: la retórica pretende defender causas opuestas, pero las cosas opuestas no son ambas verdaderas; por lo tanto, la retórica no persigue la verdad. Tampoco persigue la falsedad, pues ningún arte se ocupa de lo falso. Si la retórica se dedicara a lo falso, quedaría degradada a un artificio o engaño. Pero además, si la retórica se ocupa de lo creíble falso, por la misma correlación antes mencionada, también abarcaría lo increíble, y por tanto todo lo falso, y por oposición todo lo verdadero, convirtiéndose nuevamente en un saber universal idéntico a la dialéctica, lo que resulta igualmente absurdo.

Sexto continúa mostrando que la retórica tampoco puede ocuparse de lo verosímil más que de lo inverosímil, porque, según explica, si lo verosímil es aquello que presenta más asideros de verdad y lo inverosímil aquello que posee menos, la retórica hace uso de ambos por igual cuando defiende causas opuestas. Así, la retórica no tiene como fin preferente lo verosímil —un resultado incompatible con su definición canónica—. Tampoco puede su fin ser aquello que mezcla verdad y falsedad, porque ello implica servirse de elementos falsos, lo cual es impropio de cualquier arte verdadero. Y como no existe nada creíble aparte de esos tres tipos —lo evidente, lo verosímil falso, o lo mixto—, y la retórica no puede consistir en ninguno, entonces la persuasión no puede ser su competencia.

Si la retórica no puede tener como objeto ni lo verdadero, ni lo falso, ni lo verosímil, ni lo mixto —y no existe nada creíble fuera de estas categorías—, entonces la retórica no tiene fin y, por consiguiente, no es un arte. Con esto Sexto culmina una demostración que no solo desarma la definición tradicional de retórica, sino que también muestra que el concepto de persuasión, tal como es entendido por los retóricos, no puede sostener una disciplina técnica.

Sexto recoge otra objeción común contra la retórica: si es un arte, debería tener un fin propio y exclusivo; pero el supuesto fin de la retórica —la persuasión— no es exclusivo de ella, porque también persuade quien posee belleza, riqueza o gloria. Esto impide definir la retórica como un arte con finalidad específica. Incluso añade que, en los juicios, después de que el orador ha hablado, muchas veces continúa suplicando al tribunal, lo que muestra que la persuasión no es el fin real, sino apenas un paso previo hacia otra cosa que la retórica no controla. Por tanto, si tuviera algún fin, sería algo que ocurre después de persuadir, y no la persuasión misma.

Luego se introduce una nueva línea crítica: el lenguaje retórico se opone a la persuasión. Por un lado, es superfluo, y la superfluidad irrita a la mayoría de los oyentes; por otro, su estilo —cargado de períodos y entimemas— es oscuro, y aquello que carece de claridad no persuade. Esto implica que el estilo característico del orador profesional reduce, más que aumentar, la fuerza persuasiva del discurso.

Sexto añade que la persuasión surge mejor del lenguaje que inspira benevolencia, es decir, del habla sencilla y común. El discurso retórico, al contrario, provoca rechazo: los oyentes sospechan que el orador, mediante artificios, está haciendo parecer justo lo que no lo es. En cambio, la expresión sencilla de un ciudadano común despierta simpatía, incluso cuando su causa no es la más fuerte. Esto explica por qué en el Areópago se prohibía el uso de abogados: se buscaba evitar trucos retóricos y escuchar a cada uno defenderse con su habla natural; es decir, máxima justicia con mínima retórica.

Finalidad

Sexto comienza afirmando que ya ha demostrado previamente que la persuasión no puede ser el fin de la retórica. Desde ese punto, examina otras propuestas que algunos autores han dado como finalidad: encontrar las palabras apropiadas, implantar en los jueces la opinión deseada, lo conveniente y la victoria. Es un catálogo de alternativas que intenta refutar una por una. La primera, “encontrar las palabras apropiadas”, implica que el orador busca palabras verdaderas o posibles. Sin embargo, Sexto dice que esto es imposible: para elegir palabras verdaderas habría que tener un criterio para distinguir verdad y falsedad, cosa que la retórica no posee. Y si no sabe distinguir lo verdadero, tampoco sabrá determinar lo posible, porque lo posible se apoya en lo que es verdadero. Con esto, Sexto concluye que la búsqueda de las palabras apropiadas no puede ser la finalidad de la retórica.

Tras negar que la elección de palabras sea el fin de la retórica, Sexto añade un argumento circular: si la retórica “no consiste sino en encontrar palabras apropiadas”, entonces decir que ese es su fin equivale a decir que la retórica es el fin de la retórica, lo cual es absurdo. Luego profundiza: todo orador actúa buscando un resultado posterior a los argumentos, no por los argumentos mismos. Es decir, el orador no habla para “decir palabras adecuadas”, sino para obtener un efecto ulterior. Por eso, si el orador busca algo más allá de los argumentos, entonces ese “más allá” es su fin, y no la mera escogencia de palabras. También introduce el ejemplo del particular que contrata al orador: ese particular no contrata a un retórico para que elija palabras bellas, sino para conseguir un resultado práctico. Por lo tanto, la finalidad tampoco puede ser “encontrar las palabras apropiadas”.

Sexto revisa la segunda alternativa: que el fin de la retórica sea implantar en los jueces la opinión que el orador desea. Su refutación es breve: eso es exactamente lo mismo que persuasión. Pero él ya ha demostrado que la persuasión no puede ser el fin de la retórica. En consecuencia, tampoco puede serlo el implantar opinión, porque ambas operaciones son idénticas: persuadir es implantar una opinión. Sexto cierra así el segundo camino alternativo.

El tercer posible fin es “lo conveniente”. Sexto desarma esta propuesta mostrando un error lógico en los oradores: ellos mismos dicen que “lo conveniente” es el fin de la retórica deliberativa, una parte interna del arte. Pero lo que es fin de una parte no puede ser automáticamente el fin del todo. Además, Sexto añade un argumento adicional: “lo conveniente” es el fin común de todas las artes prácticas, no sólo de la retórica. Por ejemplo, también el médico, el gobernante o el arquitecto buscan lo conveniente en sus actos. Pero un fin que es común a todas las artes no define a ninguna en particular. Por tanto, “lo conveniente” no puede ser el fin propio de la retórica.

Sexto intenta mostrar que esto es imposible porque ninguna arte se define por un fin que el practicante no logra habitualmente. De hecho, quien no alcanza repetidamente el fin de una técnica no es realmente un técnico: el que no sana enfermos no es médico, el que no compone música no es músico. Aplicado a los oradores, éstos pierden más causas de las que ganan, especialmente cuando son especialmente competentes (porque quienes tienen causas injustas los buscan insistentemente). Por lo tanto, si el fin fuera la victoria, habría que concluir que ningún orador es orador, lo cual es absurdo. A esto añade otro argumento: alabamos oradores que han perdido, lo que demuestra que su valor no depende de la victoria; luego, la victoria no es el fin de la retórica.

Partes de la retórica

Es posible poner en aprietos a los defensores de la retórica examinando sus tres partes tradicionales: la judicial, la deliberativa y la encomiástica. Según los propios retóricos, cada una tiene un fin propio: la judicial busca lo justo, la deliberativa lo conveniente, y la encomiástica lo noble y hermoso. Sexto señala que esta división genera problemas internos, porque si cada parte tiene materias distintas, necesariamente tendrán fines distintos. Sin embargo, al distinguir esos fines se producen conclusiones absurdas: si lo conveniente es el fin exclusivo de la deliberativa, entonces lo justo no es conveniente, lo cual contradice nuestra intuición moral. A su vez, si lo noble y hermoso es el fin de la encomiástica, entonces podría ocurrir que lo noble fuese injusto, o que lo justo no fuese hermoso, lo cual también es absurdo.

Luego Sexto introduce un argumento más decisivo: si cada parte tiene un fin distinto y la retórica en su conjunto tendría como fin la persuasión, entonces ni lo justo, ni lo conveniente ni lo noble serían persuasivos por sí mismos. Esto es contradictorio, porque los retóricos afirman que la retórica como un todo tiene por objeto persuadir. Si ninguno de los fines particulares es persuasivo por naturaleza, entonces la estructura tripartita colapsa respecto del objetivo global de la disciplina.

El texto continúa examinando la parte judicial. Sexto plantea que, si la parte judicial pretende conducir a los jueces hacia su fin —lo justo—, debe hacerlo por medio de discursos. Pero esos discursos pueden ser: exclusivamente justos, exclusivamente injustos, o de ambos tipos. La primera posibilidad se descarta: si la retórica judicial usara solo discursos justos, se convertiría en una virtud, porque siempre promovería lo justo. Pero la retórica, tal como la conciben sus defensores, no es una virtud; además, la práctica real muestra que la persuasión de las masas se vale con frecuencia de recursos engañosos y vulgares.

Sexto elimina también la posibilidad de que la retórica judicial use solamente discursos injustos, porque esto la convertiría en un vicio, y además anularía su propia existencia: si solo hay discursos injustos y no existe un discurso contrario a ellos, desaparece la oposición necesaria para el ejercicio retórico. El mismo problema se aplica al caso anterior: sin oposición no hay retórica.

Quedaría entonces la alternativa de que la retórica judicial se sirva tanto de discursos justos como injustos. Pero esto lleva a una contradicción aún más grave: la retórica sería simultáneamente una virtud (cuando emplea lo justo) y un vicio (cuando emplea lo injusto). Para Sexto esto es metafísicamente incoherente, pues nada puede ser al mismo tiempo virtud y vicio. Por ello concluye que la parte judicial no puede tener por fin lo justo y, en consecuencia, tampoco puede constituir una verdadera parte de la retórica tal como la definen sus defensores.

Los justos

Sexto Empírico examina la pretensión de la retórica judicial de “hacer ver lo justo” a los jueces. Su estrategia consiste en mostrar que, aun aceptando esa definición del fin de la parte judicial, la retórica se destruye a sí misma. Comienza distinguiendo dos posibilidades: o aquello “justo” que el orador muestra es evidente por sí mismo, o no lo es. Si fuese evidente por sí mismo, no habría nada que discutir, pues lo evidente no requiere discurso retórico para persuadir; lo evidente impone por sí solo el asentimiento. Por tanto, la retórica judicial no puede tener como materia lo evidente, ya que lo evidente no necesita ser defendido. Con esto, Sexto Empírico elimina la primera opción y obliga a aceptar que lo “justo” en la retórica es siempre lo disputado.

Pero al situar el “justo” en el ámbito de lo discutible, surge un problema aún mayor: el propio funcionamiento de la retórica no resuelve el desacuerdo, sino que lo vuelve más agudo. Cuando dos oradores defienden posiciones contrarias en una causa judicial, lejos de aclarar el asunto, cada uno introduce argumentos que aumentan la confusión del tribunal. En vez de iluminar el punto controvertido, lo oscurecen. Así, la retórica judicial, cuyo fin declarado sería conducir a la manifestación de lo justo, provoca el efecto contrario: obstaculiza el acceso a la justicia al incrementar la complejidad y el enredo mental del juez.

Para probar esta tesis, Sexto Empírico introduce la anécdota tradicional de Córax y su discípulo, un caso paradigmático de razonamientos que se neutralizan mutuamente. El joven estudiante de retórica había acordado pagar a Córax sus honorarios si ganaba su primera causa. Cuando Córax le exige el pago antes de que ello ocurra, ambos llevan la disputa ante un tribunal, y allí cada uno utiliza el mismo argumento para probar lo contrario: Córax sostiene que, tanto si gana como si pierde, debe recibir el pago; y el discípulo replica que, tanto si gana como si pierde, no tiene que pagarlo. La forma puramente retórica de razonar produce dos discursos simétricos, igualmente plausibles y mutuamente destructivos, que dejan al tribunal sin salida racional.

Los jueces, incapaces de decidir, expulsan a ambos con la frase proverbial “de mal cuervo, mal huevo”, mostrando que la retórica no logra esclarecer lo justo. Por el contrario, genera situaciones en las que no se puede determinar qué parte debe prevalecer. Con este ejemplo, Sexto Empírico concluye que la retórica judicial, lejos de conducir a la verdad o a la justicia, produce indeterminación y confusión, revelando así que no puede ser un arte con un fin claro ni un método fiable para resolver controversias.

Género encomiástico

Sexto Empírico extiende al género encomiástico (la alabanza) las mismas dificultades que ya había mostrado respecto de la parte judicial y deliberativa. La primera objeción es que no existe un método retórico para encomiar, porque el elogio depende de algo subjetivo: la disposición interna de la persona elogiada. Como esa disposición no es perceptible, el orador no tiene criterios seguros para saber qué tipo de elogio será adecuado. A esto se añade que los maestros de retórica nunca han dejado reglas claras sobre cuándo, cómo o a quién alabar, lo cual vuelve imposible que la alabanza sea una actividad regida por un arte técnico.

Luego Sexto añade una aporía incluso más profunda: el orador solo puede elogiar acciones que parecen buenas o acciones que realmente lo son. Pero si alaba acciones que no son buenas, contribuye a corromper moralmente a quienes elogia, y si quiere alabar acciones realmente buenas, entonces se enfrenta a una dificultad mayor: el propio orador ignora en qué consiste lo bueno, cuestión que ni siquiera los filósofos han logrado resolver de modo definitivo. La idea radical es que, si la filosofía aún disputa sobre la naturaleza del bien, con mayor razón la retórica no puede enseñar a elogiar lo bueno.

A continuación Sexto ataca directamente los criterios tradicionales usados por los oradores para construir un elogio (linaje, belleza, riqueza, número de hijos). El argumento es que estas cualidades no dependen de la persona. Como el elogio debe dirigirse a las acciones o rasgos que radican en nosotros, elogiar la alcurnia o la belleza carece de fundamento. Sexto refuerza la crítica con ejemplos paradójicos: si se elogia el linaje por sí mismo, entonces habría que elogiar a personajes monstruosos como Busiris, Ámico o Anteo, solo por ser hijos de Poseidón; y si se censura la pobreza o la fealdad, habría que censurar a Ulises, Perseo o Heracles, quienes en muchos relatos aparecen pobres, disfrazados o con vestimentas rústicas.

Tras desmontar los criterios del elogio, Sexto hace una transición decisiva: concede provisionalmente que las partes de la retórica son las tres señaladas (judicial, deliberativa, encomiástica). Pero si esas partes se basan en fines como lo justo, lo conveniente y lo hermoso, y estos fines solo pueden establecerse por demostración, entonces la retórica se derrumba porque —según él ya ha demostrado en otros tratados— no existe demostración alguna. Si la demostración no existe, no puede existir tampoco aquello que se pretende demostrar (lo justo, lo conveniente, lo hermoso) y, por consiguiente, tampoco pueden existir las partes de la retórica fundadas en tales nociones.

El resto del pasaje es una recapitulación escéptica. Sexto argumenta que, si el lenguaje no existe —tesis que él cree haber demostrado antes— tampoco puede existir la demostración, porque esta no es sino un tipo particular de lenguaje. Luego refuerza la inexistencia de la demostración mostrando que, si existiera, sería o evidente o no evidente. Pero si fuese evidente, no necesitaría demostración, y si es no evidente, entonces se necesitaría otra demostración para confirmarla, lo que conduce a un regreso al infinito. De esta forma concluye que no existe demostración genérica ni específica y, por tanto, tampoco puede haber ninguna disciplina que pretenda fundarse en demostraciones, incluida la retórica.

Conclusión

La postura de Sexto Empírico contra la retórica es, en último término, una demolición escéptica de su pretensión de ser un téchnē verdadera. Tras examinar sus fines, sus partes y sus métodos, concluye que la retórica no posee ni un objeto propio ni un fin estable que la legitime como arte. No persuade por lo verdadero, porque lo verdadero no necesita persuasión; no persuade por lo verosímil, porque ello implica falsedad; no persuade por lo conveniente, ni por lo noble, ni por la victoria, porque cada una de esas opciones conduce a contradicciones. Y cuando analiza sus partes —judicial, deliberativa y encomiástica— demuestra que están plagadas de aporías, carecen de método y dependen de criterios que ni los propios oradores pueden justificar. Para Sexto, la retórica es humo: presume de guiar, pero no sabe hacia dónde; pretende enseñar, pero no sabe qué; aspira a un fin, pero no puede definirlo. Por eso, con precisión escéptica, concluye que la retórica no existe como arte, sino como una ilusión que se desvanece cuando se examina con rigor.