martes, 16 de septiembre de 2025

Michel de Montaigne - Ensayos (Libro II: Capítulo XXXI - XXXVII)

En estos capítulos de los Ensayos, Montaigne nos invita a un viaje por la diversidad de la experiencia humana, alternando entre lo íntimo y lo histórico. Examina pasiones como la cólera, reflexiona sobre la obra de filósofos como Séneca y Plutarco, rescata ejemplos de firmeza moral en figuras como Espurina y en mujeres de virtud extraordinaria, y analiza la estrategia y el genio de Julio César en el arte de la guerra. Al mismo tiempo, se detiene a considerar la grandeza de personajes como Homero, Alejandro Magno y Epaminondas, y cierra con meditaciones sobre la semejanza entre padres e hijos, donde lo biológico y lo espiritual se entrelazan. Con su estilo escéptico y observador, Montaigne enlaza anécdotas, juicios y dudas, componiendo un retrato vivo de la complejidad de la naturaleza humana.

Libro II

 

Capítulo XXXI: De la cólera

Montaigne aborda una de las pasiones humanas que considera más peligrosas para el juicio, la justicia y la educación: la ira. El texto se apoya en ejemplos de autores antiguos —Plutarco, Aristóteles, Hipócrates— y en observaciones personales para subrayar la destructividad de esta pasión cuando se mezcla con el ejercicio del poder doméstico, escolar o político.

Comienza elogiando a Plutarco por su capacidad de juzgar las acciones humanas y recuerda el pasaje en que compara a Licurgo con Numa, donde critica el error de dejar la educación de los hijos al arbitrio de los padres. Montaigne ve allí la raíz de muchos males sociales: la infancia, de la que depende el futuro del Estado, suele quedar expuesta a los caprichos de padres ignorantes o violentos. Lamenta que no exista un control legal más severo sobre la crianza, como ocurría en Esparta o Creta, donde la educación se hallaba regulada por las leyes.

A partir de esa reflexión, denuncia con vehemencia la brutalidad de los padres que, cegados por la ira, descargan golpes y gritos sobre sus hijos. Describe con ironía amarga cómo, al caminar por las calles, desearía intervenir para vengar a los pequeños que eran maltratados por adultos furiosos. Advierte que estos castigos no son actos de corrección sino de venganza, dictados por la pasión y no por la razón. La justicia, dice, debería reconocer que esos niños son miembros de la república, y no tolerar impunemente semejantes abusos.

Montaigne insiste en que la cólera desfigura el juicio y anula la capacidad de discernir con justicia. Nadie aceptaría que un magistrado sentenciara encolerizado; ¿por qué, entonces, se permite a padres y maestros ejercer disciplina en ese estado? La comparación es aguda: así como no permitiríamos que un médico operara lleno de odio contra su paciente, tampoco deberíamos dejar que la ira guiara la mano de quien castiga. La corrección, para ser efectiva, debe ser mesurada, racional y desprovista de pasión.

El autor también aconseja prudencia en el trato con los criados: nunca deben ser castigados cuando domina la ira, sino esperar a que el ánimo recupere la calma. El que actúa bajo el influjo de la pasión confunde la realidad, exagera las faltas y convierte la disciplina en desquite personal. En cambio, cuando la corrección se ejerce serenamente, tiene mayor efecto moral, porque el castigado percibe que la sanción es justa, no fruto de un arrebato.

Montaigne presenta la cólera como una pasión que oscurece el juicio y corrompe la justicia, transformando la corrección en venganza. Frente a ella, defiende la templanza, la calma y el dominio de sí mismo como condiciones indispensables para gobernar, educar y convivir. En este sentido, su pensamiento enlaza con la tradición estoica: la virtud no consiste en reprimir violentamente, sino en dirigir las acciones desde la razón y la serenidad del alma.

 Su preocupación central es mostrar que la ira, lejos de ser una ayuda, suele ser una pasión desbordada que confunde al juicio, degrada a quien la experimenta y convierte la corrección en venganza.

En primer lugar, Montaigne recurre a Suetonio para mostrar cómo la rudeza de César al juzgar a Cayo Rabirio acabó jugando en contra de la imagen del emperador, pues la cólera del juez deslegitima incluso una causa fundada. De ahí deriva una idea clave: el valor de un discurso no depende sólo de sus palabras, sino de la coherencia vital de quien lo pronuncia. Así, recuerda que mientras Cicerón parece poco convincente al hablar del desprecio de la muerte, Séneca transmite vigor porque escribe desde una vida ejercitada en ese ideal. Las palabras de un hombre colérico quedan desmentidas por su rostro alterado, su voz crispada y sus gestos. En cambio, Plutarco —según la anécdota de Aulo Gelio— muestra serenidad incluso al ordenar azotar a un esclavo que lo increpaba por hipócrita: la calma del filósofo evidenciaba que no estaba dominado por la ira.

A continuación, Montaigne reúne varios episodios ejemplares: Archytas que pospone castigar a su mayordomo porque se sabe colérico, Platón que delega en Speusipo el castigo de un esclavo, Carilo que confiesa a un ilota insolente que lo perdona por hallarse dominado por la cólera. Todos muestran una misma enseñanza: diferir la acción cuando se está bajo el influjo de la pasión, porque la ira tiende a enredarse consigo misma y se complace incluso contra la verdad y la inocencia. El ejemplo de Piso, que ordena matar no solo al soldado culpable, sino también al inocente y al verdugo, ilustra hasta dónde puede llegar la ceguera colérica cuando se combina con orgullo y vergüenza.

Más adelante, Montaigne pasa de los grandes personajes a la vida doméstica y cotidiana. Critica a quienes descargan su ira desmesuradamente contra criados o familiares, y advierte que el exceso termina por volver ineficaz la corrección: una cólera que se repite por nimiedades se vuelve costumbre y nadie la toma en serio. También señala que muchos enfurecidos arremeten contra ausentes o descargan su rabia donde nada puede remediarse, como si la voz estentórea pudiera sustituir a la justicia. Incluso ironiza con quienes, por ocultar demasiado su mal humor, se consumen por dentro: mejor es, dice, dejar escapar un sopapo injusto que incubar la cólera hasta enfermarse con ella.

Finalmente, Montaigne cita a Aristóteles, quien reconocía que la cólera puede ser a veces un arma de la virtud. Sin embargo, él mismo concluye que es un arma peligrosa, porque no somos nosotros quienes la manejamos, sino ella quien nos domina. Ahí está la paradoja: la cólera pretende ser fuerza, pero es en realidad signo de debilidad, pues despoja al hombre de gobierno sobre sí mismo.

Capítulo XXXII: Defensa de Séneca y de Plutarco

Montaigne adopta un tono abiertamente personal: como reconoce que su obra está construida “con despojos” de estos dos autores, se siente obligado a salir en defensa de su honor cuando son atacados por críticos antiguos o contemporáneos. El ensayo se convierte así en una reivindicación tanto de la filosofía moral como de la veracidad histórica.

Primero aborda el caso de Séneca. Recuerda que algunos escritores protestantes de su tiempo habían comparado la situación de Carlos IX de Francia con la de Nerón, y al cardenal de Lorena con Séneca, sugiriendo que ambos fueron consejeros corrompidos de príncipes tiránicos. Montaigne rechaza la comparación como una injuria: aunque el cardenal fuera hombre de talento y de importancia en su siglo, no podía ponerse al nivel intelectual y moral de Séneca. Critica además la dependencia de esos juicios en el historiador griego Dión Casio, a quien considera contradictorio: primero llama a Séneca “varón prudentísimo y enemigo de los vicios de Nerón”, y luego lo acusa de avaricia, cobardía y voluptuosidad. Frente a ello, Montaigne prefiere la autoridad de los historiadores romanos —como Tácito— que presentan a Séneca como un hombre eminente y de vida ejemplar. Su argumento central es que los escritos del filósofo muestran una virtud luminosa y coherente, cuya claridad basta para refutar imputaciones maliciosas.

Después pasa a Plutarco, objeto de críticas por parte de Jean Bodin en su Método de la Historia. Bodin lo acusa de haber transmitido “cosas fabulosas” e inverosímiles, como el célebre relato del niño espartano que prefirió dejarse devorar por un zorro bajo su túnica antes que confesar su robo. Montaigne responde con ironía y firmeza: si bien Plutarco puede haber recogido versiones distintas de un mismo hecho, ello no es prueba de ligereza, sino del modo normal en que los antiguos transmitían tradiciones. Además, el ejemplo elegido por Bodin ni siquiera es el más inverosímil; Plutarco refiere hechos mucho más extraordinarios, como la fuerza sobrehumana de Pirro. Para Montaigne, sin embargo, tales relatos no resultan increíbles si se conocen las costumbres espartanas, en las que la resistencia al dolor y la disciplina eran extremos reconocidos incluso por testigos como Cicerón.

Montaigne refuerza su defensa con ejemplos de otras épocas y lugares: campesinos españoles que resisten tormentos sin delatar a sus compañeros, conjurados contra Nerón como Epicaris que soportan suplicios terribles, o incluso personas de su propio tiempo que, en las guerras civiles de Francia, mostraron constancia y dureza comparables. Al hacerlo, desplaza el debate del terreno de lo “fabuloso” al de la experiencia: lo que parece increíble a los críticos es, en realidad, testimonio de una fortaleza humana que se repite en distintas épocas.

Siguiendo con Plutarco, ahora respondiendo a las críticas más específicas de Jean Bodin. Su argumento se construye en varios planos.

Primero, corrige la perspectiva desde la que Bodin juzga lo “increíble”. Montaigne recuerda que no debemos medir lo posible por lo que a nosotros nos parece verosímil o no, pues eso sería tomar la propia experiencia como medida universal de lo humano. Esa es, dice, una “bestial estupidez”: pensar que lo que nosotros no haríamos o no soportaríamos es necesariamente imposible para los demás. Así, el célebre episodio del muchacho espartano con el zorro bajo la túnica no le parece fabuloso, sino coherente con la dureza de las costumbres lacedemonias, confirmadas por testimonios antiguos y prácticas rituales.

Luego aborda otro ejemplo dado por Bodin: la multa impuesta a Agesilao por haber conquistado demasiado el afecto de sus conciudadanos. Aquí Montaigne señala que no hay nada inverosímil, pues existían en Grecia instituciones como el ostracismo o el petalismo, que castigaban justamente a quienes gozaban de un prestigio excesivo, temiendo que su popularidad se volviera peligrosa para la república.

El tercer cargo que Bodin formula contra Plutarco es que habría favorecido a los griegos en sus célebres comparaciones de hombres ilustres, aparejando a figuras de Roma con griegos inferiores. Montaigne rebate con matices: no se trata de favoritismo, sino de que los romanos —cuyos nombres nos parecen más grandiosos— eclipsan fácilmente a sus compañeros griegos, aunque éstos tengan méritos distintos. Subraya que Plutarco nunca pretende igualarlos de manera ciega, sino compararlos parte por parte, mostrando sus diferencias y semejanzas con fidelidad. Por ejemplo, cuando contrapone a Pompeyo y Agesilao, admite explícitamente que las victorias militares del romano no tienen parangón. Lo mismo ocurre con Sila frente a Lisandro. Lo esencial de Plutarco, insiste Montaigne, no es la exactitud del “balance” final, sino el ejercicio filosófico de medir virtudes y defectos de cada uno.

En conclusión, Montaigne transforma las críticas de Bodin en una oportunidad para reafirmar la seriedad, la honestidad y el valor pedagógico de Plutarco. Lejos de ser fabulador o parcial, es un maestro en el arte de ponderar virtudes y defectos humanos. Y, de paso, Montaigne aprovecha para denunciar el error común —presente en Bodin y en la mayoría— de juzgar lo posible según lo que cada cual imagina desde su experiencia limitada.

Capítulo XXXIII: La historia de Espurina

La historia de Espurina, ofrece una reflexión sobre las pasiones humanas y su control, comparando el poder de la razón con la fuerza de los apetitos, especialmente el amor. Montaigne comienza observando que la filosofía considera su deber dominar los deseos y dar a la razón el gobierno del alma. Reconoce que las pasiones amorosas son particularmente intensas porque abarcan tanto el cuerpo como el espíritu, aunque también señala que, a diferencia de otras pasiones, pueden llegar a saciarse o ser mitigadas con remedios materiales. Esto muestra la tensión entre la debilidad del cuerpo y la fuerza de la disciplina racional.

Después, Montaigne narra ejemplos de quienes intentaron reprimir esos apetitos mediante prácticas extremas, como el uso de cilicios o métodos dolorosos. Señala que tales mortificaciones no siempre lograban el efecto de frenar la concupiscencia, pues el deseo suele sobrevivir incluso en medio del sufrimiento físico. Al mencionar a Jenócrates, quien llegó a herirse para sofocar una tentación carnal, Montaigne subraya la radicalidad de ciertos esfuerzos filosóficos por someter el cuerpo a la razón. Sin embargo, añade que las pasiones del alma —como la ambición o la avaricia— son aún más difíciles de controlar, pues no tienen saciedad y se alimentan de sí mismas.

El ensayo se enriquece con la figura de Julio César, presentada como ejemplo de un hombre de enormes apetitos amorosos, cuya vida estuvo llena de conquistas sentimentales y escándalos. Montaigne detalla sus relaciones con mujeres poderosas y nobles romanas, y aun así concluye que su ambición política terminó siendo una pasión más fuerte que la del amor. Aquí se contraponen dos fuerzas humanas fundamentales: el deseo carnal y el afán de poder. Montaigne sugiere que, en la balanza de César, la gloria y la dominación terminaron subordinando incluso su desmesurado erotismo.

En contraste, recuerda a Mahomet II (Mehmed el Conquistador), quien parece haber equilibrado con igual intensidad la pasión amorosa y la ambición militar. Aun así, la vejez debilitó su espíritu guerrero y devolvió protagonismo a sus deseos eróticos. De esta manera, Montaigne plantea que, aunque las pasiones puedan coexistir, siempre hay una que se impone según el momento vital y las circunstancias.

Por último, el caso de Ladislao de Nápoles ilustra el extremo opuesto: un rey que, pese a ser valiente y ambicioso, redujo todo su esfuerzo bélico a la satisfacción de un capricho amoroso. La anécdota de la joven florentina y el pañuelo envenenado muestra cómo el desenfreno de la pasión puede desviar incluso las empresas políticas más trascendentes. Aquí, Montaigne contrapone la grandeza que podría haberse alcanzado con la ruina provocada por un impulso, recordando así la fragilidad de la condición humana cuando el deseo gobierna al juicio.

Retomando la figura de Julio César, Montaigne insiste en la singularidad de su carácter. Aunque lo pinta como un hombre entregado a los placeres amorosos, subraya que nunca éstos lograron apartarlo de su verdadera pasión: la ambición. César podía gozar de sus placeres sin perder ni un instante de las oportunidades que le ofrecía la vida política y militar. Montaigne confiesa su desesperación ante la grandeza de un personaje semejante, capaz de combinar dotes intelectuales, talento literario, sobriedad en los hábitos y hasta virtudes naturales de clemencia y generosidad, con una ambición desmesurada que finalmente arruinó su memoria.

El retrato que hace Montaigne destaca tanto sus luces como sus sombras. La clemencia de César, ejemplificada en gestos como devolver ejércitos enteros sin exigir juramentos o perdonar a enemigos que habían hablado mal de él, revela un temple extraordinario y una confianza sin igual en su propia fortuna. Sin embargo, Montaigne advierte que tales gestos eran peligrosos en el contexto de guerras civiles, pues podían ser vistos como excesiva indulgencia. Aun así, insiste en que estos actos eran expresión de una grandeza de alma incomparable, propia de alguien que parecía siempre acompañado por la victoria.

Al mismo tiempo, Montaigne reconoce que la ambición fue el vicio que corrompió todas esas cualidades. Si César fue sobrio, culto y magnánimo, también fue capaz de convertirse en “ladrón público” para sostener sus derroches, y de aceptar honores divinos que lo apartaban de la república hacia una monarquía personalista. La paradoja que observa Montaigne es clara: el hombre más dotado y virtuoso de su tiempo terminó siendo recordado por la destrucción de la libertad republicana. Así, la ambición no sólo domina sobre los placeres, sino que también puede sofocar las virtudes más puras, pervirtiendo lo mejor de un hombre hasta volverlo odioso a la posteridad.

Luego Montaigne abre un nuevo camino para su reflexión: reconoce el mérito de quienes logran sujetar sus apetitos mediante la razón o mediante la disciplina física, pero plantea un desafío más extraño y extremo: odiar los dones naturales de uno mismo, aquellos que atraen el deseo de los demás. Aquí introduce la historia de Espurina, un joven toscano cuya hermosura era tan deslumbrante que provocaba pasiones irresistibles a su alrededor. Espurina, lejos de aceptar ese poder de atracción como un privilegio, se sintió atormentado por él, como si su belleza fuera culpable de encender la concupiscencia ajena.

En un gesto desesperado y casi trágico, Espurina decidió destruir su propio rostro, cortando y cicatrizando las proporciones perfectas que la naturaleza le había otorgado. Montaigne subraya lo excepcional de este acto: mientras la mayoría lucha contra sus deseos internos, este joven se rebeló contra los dones externos que provocaban el deseo en otros. Así, la historia sirve de contraste a las figuras anteriores: César, que nunca dejó que el amor desviara su ambición; Mahomet, que equilibró pasiones hasta la vejez; Ladislao, que sacrificó victorias por un capricho; y ahora Espurina, que renunció al don de la belleza para librarse de una esclavitud paradójicamente ajena.

econoce que su acción puede considerarse bella y dictada por la conciencia, pero a la vez la juzga imprudente. Aunque la intención del joven fue librarse de los males que su hermosura provocaba, Montaigne advierte que la fealdad adquirida también podía servir de ocasión a otros vicios: desprecio, odio, envidia o calumnia. Así señala que, en realidad, no existe don o condición humana que no pueda ser convertido en pretexto para la corrupción, si el vicio así lo quiere. De ahí que considere más justo y glorioso usar los dones recibidos como medio para la virtud y no destruirlos en un arrebato desesperado.

A continuación, amplía la reflexión y la dirige hacia un problema central de su filosofía moral: ¿qué es más meritorio, huir del mundo y de sus tentaciones o permanecer en él enfrentando sus dificultades? Para Montaigne, aquellos que se apartan radicalmente de los deberes comunes de la vida civil pueden ahorrar esfuerzo, pero pierden el mérito de la lucha constante. Renunciar a todo es, de algún modo, morir antes de tiempo para escapar de la fatiga de bien vivir. En cambio, permanecer en medio del “oleaje tumultuoso del mundo”, cumpliendo con los deberes ordinarios, exige un esfuerzo mayor y más sostenido.

De esta forma, la virtud verdadera no está en la privación absoluta, sino en la moderación. Es más fácil, dice Montaigne, renunciar a todo sexo que mantener la fidelidad en el matrimonio; más llevadero vivir en pobreza absoluta que en la riqueza bien administrada. El mérito radica en la disciplina del uso, no en la renuncia radical. Por eso coloca la vida de Escipión como ejemplo de virtud compleja y rica en matices, frente a la de Diógenes, que, aunque admirable en su simplicidad, no alcanza el mismo nivel de utilidad ni de fuerza moral.

Capítulo XXXIV: Observaciones sobre los medios de hacer la guerra de Julio César

Montaigne comienza señalando que muchos grandes hombres eligieron a ciertos autores como guías: Alejandro tuvo a Homero, Escipión a Jenofonte, Bruto a Polibio. Pero, para él, César es el más acertado de todos los “maestros de vida militar”, pues sus Comentarios son al mismo tiempo un breviario práctico de guerra y una obra literaria de perfección incomparable. Montaigne admira tanto la claridad y delicadeza de su estilo como la riqueza del contenido. En su juicio, ningún escrito sobre estrategia alcanza tal nivel de belleza y utilidad.

Al describir episodios concretos, muestra cómo César unía perspicacia psicológica con audacia estratégica. Ante el temor de sus soldados por las fuerzas del rey Juba, en lugar de disminuir el peligro lo exageró, para que la realidad resultara menos temible de lo esperado. Así ilustraba lo que Montaigne valora como una de las virtudes supremas del capitán: saber aprovechar las ocasiones con diligencia, aun manipulando la percepción de sus tropas. También subraya cómo César acostumbraba a mantener en secreto sus planes, cambiando rumbos inesperadamente para mantener alerta a su ejército y evitar discusiones sobre sus decisiones.

Montaigne recalca igualmente la forma en que César equilibraba severidad y cercanía con sus soldados. Los llamaba “compañeros”, cultivaba la apariencia rica de sus armas para despertar orgullo, y apenas castigaba culpas distintas a la desobediencia. Al mismo tiempo, sabía aplicar disciplina implacable, como cuando disolvió ignominiosamente a la novena legión. Esa mezcla de dulzura y rigor, de familiaridad y autoridad, aparece como parte esencial de su genio militar.

Otro rasgo que Montaigne destaca es la capacidad técnica y logística de César. Admira su descripción del puente sobre el Rin, ejemplo de cómo combinaba la grandeza militar con la ingeniería. Lo mismo se aplica a su costumbre de reconocer personalmente los lugares, incluso sondear él mismo el mar antes de intentar el paso a Inglaterra. César no sólo mandaba, sino que participaba en la preparación y ejecución, lo que le daba una autoridad práctica indiscutible.

La velocidad de sus campañas es también objeto de elogio. Montaigne repasa con asombro la secuencia de conquistas, desde Italia hasta Egipto, el Ponto, África y España, en un torbellino de victorias que compara con un alud imparable. Aquí resuena la idea de César como fuerza de la naturaleza, aunque más moderada que la de Alejandro Magno. Mientras este último parecía lanzarse a los peligros con temeridad juvenil, César, ya en la madurez, mostraba un juicio más calculado y sobrio, reforzado por su abstinencia del vino y su carácter templado.

César es un hombre en quien se unían la audacia personal y una confianza sobrehumana en su fortuna. No solo era capaz de arriesgar su vida en situaciones extremas —corriendo sin escudo al frente de su ejército, atravesando disfrazado las líneas enemigas, lanzándose solo al mar durante tormentas—, sino que además lo hacía con una mezcla de determinación y cálculo que lo distinguía de los meros temerarios. La idea de que “ejecutar y no deliberar” era la clave de las grandes empresas refleja un temple de acción que Montaigne observa con asombro, aunque no sin cierta ironía sobre su temeridad.

El sitio de Alesia le ofrece a Montaigne la ocasión de subrayar la grandeza militar de César. Allí enfrentó al mismo tiempo a los sitiados dentro de la plaza y a los enormes ejércitos que acudieron a socorrerlos, y salió victorioso contra toda razón militar. Montaigne aprovecha para hacer digresiones sobre la proporción de los ejércitos, señalando que los números excesivos no son siempre ventaja, pues pueden traer confusión y desorden. Introduce así reflexiones comparativas, como la de Ciro en Jenofonte o la de Scanderbeg, para remarcar que lo decisivo no es la cantidad sino la calidad de los hombres. También critica la estrategia de Vercingétorix, que, al encerrarse en Alesia, se privó de la movilidad que correspondía a un jefe que tenía bajo su mando a todo un país.

En el tramo siguiente, Montaigne observa que con el tiempo César se volvió más prudente, más reposado, menos dispuesto a arriesgar victorias acumuladas en empresas azarosas. Esa transición la contrasta con la juventud impetuosa, hambrienta de honor, que los italianos llamaban “bisognosi d’onore”. Aquí introduce una enseñanza general: la gloria, como los demás apetitos, también puede alcanzar un punto de saciedad. La madurez, entonces, conlleva no sólo experiencia sino también una cierta mesura frente al riesgo.

Montaigne añade luego rasgos que refuerzan el carácter singular de César: su decisión de no aprovechar ventajas obtenidas de manera dudosa, como el tumulto durante una parlamentación con Ariovisto; su costumbre de combatir con ropas llamativas para que sus soldados lo reconocieran; y su disciplina férrea en momentos de peligro, incrementada cuanto más cerca estaba del enemigo. Incluso habilidades prácticas como nadar aparecen resaltadas: César las usó en múltiples ocasiones, como en Egipto, cuando nadó con sus tablillas en alto y su armadura entre los dientes para no perderlas frente al enemigo.

Finalmente, Montaigne subraya la devoción incomparable de los soldados de César. Relata ejemplos de fidelidad, sacrificio y coraje, desde la disposición a costearse su propia manutención hasta gestos heroicos de resistencia en batalla. Los casos extremos —como el de Petronio, que prefirió suicidarse antes que aceptar la vida de manos de un enemigo— son presentados como testimonios de una lealtad única. La salida de los sitiados en Salona, que derrotaron por completo a los sitiadores en un acto desesperado, es narrada como un hecho sin parangón.

Capítulo XXXV: De tres virtuosas mujeres

Montaigne parte observando que las virtudes extraordinarias son raras, y que más aún lo son dentro del matrimonio. Lo considera una aventura llena de dificultades, donde mantener la lealtad, la dulzura y la constancia resulta casi imposible. Incluso cuando los hombres cumplen mejor que las mujeres en este vínculo, no lo hacen sin gran esfuerzo. Lanza una crítica mordaz a la costumbre de las viudas de mostrar cariño y devoción recién después de la muerte del marido, con lágrimas, lutos y aspavientos, cuando durante la vida la relación estuvo llena de disputas. Esa afectación le parece hipócrita, pues sirve más a las apariencias y al porvenir que a la memoria del difunto.

Para reforzar su punto, Montaigne contrapone esa teatralidad post mortem con ejemplos de mujeres que mostraron su afecto verdadero y radical mientras sus maridos aún vivían, especialmente en la enfermedad o al borde de la muerte. Así introduce tres casos, distintos de lo habitual, donde el amor conyugal llegó a tal grado de sinceridad y entrega que terminó costando la vida a las esposas. Se trata de una forma de fidelidad no convencional, pero que a Montaigne le parece más genuina y admirable que los gestos tardíos de duelo.

El primero es relatado a partir de Plinio el Joven: una mujer, viendo a su marido consumido por úlceras incurables, lo instó a suicidarse como remedio al sufrimiento. Y no solo lo animó, sino que quiso acompañarlo en ese tránsito, compartiendo con él la muerte como había compartido la vida. Se arrojaron juntos al mar, atados para no separarse, en un acto de amor extremo que, para Montaigne, demuestra una lealtad vehemente y auténtica. Destaca además que esta mujer era de extracción baja, lo que le permite introducir una reflexión social: los gestos de virtud extrema suelen hallarse con mayor facilidad entre la gente común que entre las élites nobles, donde predominan la riqueza y la comodidad.

Narra la firmeza de Arria, esposa de Cécina Peto, quien acompañó a su marido en su desgracia tras la derrota de Escriboniano. Su lealtad es presentada desde lo cotidiano: quiso encargarse de todas las labores domésticas en prisión y, al ser rechazada, siguió a su esposo en una frágil barca. Este detalle subraya cómo la grandeza moral se manifiesta tanto en los pequeños actos de cuidado como en los gestos heroicos. El episodio en que reprende duramente a Junia, viuda de Escriboniano, muestra la rectitud inquebrantable de Arria. Su indignación no es solo por el dolor personal, sino por un sentido del honor que no tolera la tibieza de quienes, habiendo compartido intimidad con un rebelde, luego sobreviven con complacencia. Aquí Montaigne deja ver cómo en la visión antigua la lealtad al esposo se extendía hasta la coherencia entre vida y muerte. La respuesta que dio a su yerno Trasea —«sí, desearía que mi hija lo hiciera, si hubiera vivido contigo tanto y tan bien como yo he vivido con mi marido»— revela tanto la fuerza de su convicción como el trasfondo afectivo de su fidelidad. Montaigne destaca la coherencia: no es una fidelidad abstracta, sino el fruto de una vida compartida en armonía. Por eso, su empeño en buscar la muerte junto a su esposo no aparece como un gesto de desesperación, sino como la culminación lógica de una relación ejemplar. 

El clímax llega con la famosa escena del puñal: Arria, viendo la vacilación de su marido, se hiere a sí misma para mostrarle el camino, pronunciando las palabras inmortales: Paete, non dolet («Peto, no duele»). Montaigne la celebra como expresión suprema de generosidad, porque incluso en ese instante final no pensó en sí, sino en aliviar el temor de su esposo. La muerte de Arria no fue un acto individual, sino un acto pedagógico y amoroso a la vez: enseñó a Peto, con su propio ejemplo, a vencer el miedo.

Ahora, Montaigne narra el célebre final de Séneca, condenado a muerte por orden de Nerón. La descripción resalta la serenidad del filósofo al recibir la orden, su entereza para consolar a los amigos y su capacidad de dar a su última hora el carácter de una lección moral. Sin embargo, lo que interesa al tema de Montaigne es la respuesta de su esposa, Pompeya Paulina, quien decidió compartir su destino, mostrando que la lealtad conyugal podía llegar hasta la muerte. En contraste con los lutos tardíos de tantas viudas, Paulina no esperó el duelo post mortem: quiso morir a la par de su esposo, como una afirmación de amor y virtud.

El diálogo entre los dos es particularmente revelador. Séneca, con ternura y firmeza, la exhorta a soportar la pérdida y a seguir viviendo, apelando a la filosofía como guía de su conducta. Paulina, sin embargo, se afirma con igual grandeza: declara que no puede abandonarlo, que no desea una vida separada de él, y que no hay mejor final que compartir la muerte con el compañero de su existencia. La resolución de la esposa sorprende incluso al filósofo, que termina aprobándola y reconociendo en ella una gloria aún mayor que la suya propia.

El relato muestra el pathos del doble suicidio frustrado: aunque ambos se abrieron las venas, la vejez y la abstinencia de Séneca retrasaron su agonía, obligando a recurrir a veneno y a un baño caliente. Paulina, en cambio, fue salvada por orden de Nerón, que temía el escándalo de la muerte de una dama de su rango. A pesar de sobrevivir contra su voluntad, vivió luego con austeridad y con el signo visible de sus heridas, como testimonio de su fidelidad. Montaigne remarca la paradoja: Paulina había querido morir con Séneca, pero en otra ocasión el propio Séneca había prolongado su vida solo por amor a ella.

El comentario final recoge esta tensión: según Montaigne, puede parecernos un desbalance que Paulina muera por amor y que Séneca en otra oportunidad haya preferido vivir también por amor. Pero dentro de la lógica estoica, ambos gestos son equivalentes: tanto morir como vivir pueden ser magnánimos si la motivación es la virtud y la fidelidad. Con sus cartas a Lucilio, Séneca da la clave: el sabio no solo debe estar preparado para morir con entereza, sino también para vivir con firmeza si la necesidad de los suyos así lo exige. En esa reciprocidad se cierra la enseñanza: la grandeza moral no consiste únicamente en el desprecio a la vida, sino también en el deber de conservarla por los demás.

Capítulo XXXVI: De los hombres más relevantes

Montaigne abre declarando que, si se le pidiera escoger entre todos los hombres de la historia, se quedaría con tres. El primero es Homero, a quien coloca por encima de filósofos, retóricos y poetas posteriores. Reconoce que Aristóteles o Varrón pudieron ser igual de sabios, y que Virgilio rivaliza en perfección literaria, pero subraya que Virgilio depende de Homero hasta el punto de que un solo pasaje de la Ilíada dio materia para toda la Eneida. De ahí que considere a Homero no sólo un poeta, sino un maestro universal.

Lo extraordinario para Montaigne es que, contra el curso natural de las cosas —donde las artes comienzan imperfectas y progresan con el tiempo—, Homero, en la infancia de la poesía, produjo una obra ya perfecta. Por eso lo llama “el primero y el último poeta”: no tuvo a nadie a quien imitar, ni nadie después pudo superarlo. Aristóteles lo había definido como el único cuyas palabras tienen movimiento y vida; Plutarco, como el único autor que jamás cansa al lector. A los ojos de Montaigne, su grandeza es tan universal que atraviesa siglos, geografías y culturas, hasta el punto de ser tomado como consejero militar por Alejandro Magno, ejemplo de disciplina por los espartanos, o fuente de identidad común incluso en la política otomana de Mahomet II.

El retrato de Homero no se limita a lo literario: Montaigne lo presenta como un fenómeno cultural total. Sus personajes —Aquiles, Héctor, Helena— son más conocidos que figuras históricas reales. Sus mitos fundan identidades nacionales y siguen alimentando la memoria colectiva miles de años después, hasta el punto de que ciudades griegas rivalizaron por el honor de ser su cuna. Incluso la ironía se filtra en la anécdota de Alcibíades, que abofetea a un erudito por no tener un ejemplar de Homero: para Montaigne, no poseer a Homero era como que un clérigo no tuviera breviario.

El segundo elegido es Alejandro Magno, a quien Montaigne admira por la juventud con que emprendió sus conquistas, los escasos recursos iniciales y la extraordinaria autoridad que supo ejercer sobre veteranos capitanes del mundo antiguo. A los 33 años ya había recorrido el orbe conocido y dividido su imperio entre generales que fundaron dinastías duraderas. Su grandeza combina virtudes militares —diligencia, previsión, disciplina, magnanimidad— con cualidades personales como la justicia, la liberalidad y la humanidad hacia los vencidos. Aunque Montaigne reconoce episodios crueles y excesos difíciles de justificar, insiste en que estos fueron vicios circunstanciales, mientras que sus virtudes brotaban de su naturaleza misma. Incluso su vanidad juvenil o el gusto por el lujo son para él efectos de la edad y de la desmesura de su fortuna. Alejandro aparece como un rayo que iluminó y devastó al mismo tiempo, pero cuya gloria, pura y sin mancha, superó incluso la de César.

El tercero es Epaminondas, general tebano, a quien Montaigne concede el título de más excelente. Su fama es menos ruidosa que la de Alejandro o César, pero sus acciones, examinadas con cuidado, no son menos valientes ni decisivas. Encabezó victorias cruciales para Grecia, fue reconocido sin contradicción como el primero entre los griegos —lo que equivale, dice Montaigne, a ser el primero del mundo— y combinó capacidad militar con una vida moralmente intachable. Montaigne lo resalta sobre todo en el plano ético: perteneciente a la escuela pitagórica, habló poco pero con gran poder persuasivo, y su conducta se caracterizó por un candor incorruptible y constante. Frente a él, las virtudes de Alejandro se muestran inciertas y mezcladas con intereses, mientras que las de Epaminondas eran firmes, puras y desinteresadas.

Montaigne subraya que, mientras en otros capitanes de la Antigüedad se hallan virtudes destacadas pero parciales, en Epaminondas se reconoce una capacidad completa, constante y sin fisuras. Lo considera un hombre perfecto en todos los aspectos de la vida: en la guerra y en la paz, en lo público y lo privado, en la vida y en la muerte. No conoce ninguna condición humana que mire con tanto respeto como la suya. Sin embargo, hace una salvedad: su obstinación en la pobreza le parece excesiva, casi escrupulosa, aunque aun así reconoce en ella un mérito altísimo, más allá de lo que él mismo desearía para sí.

Para dar un contrapeso, Montaigne menciona a Escipión Emiliano, a quien elogia por su grandeza en la muerte y su vasto conocimiento de las ciencias. Lamenta que los siglos hayan privado a la posteridad de una obra de Plutarco dedicada a comparar a Escipión y Epaminondas, los dos que —según el consenso antiguo— fueron los más grandes representantes de Roma y Grecia respectivamente. Aquí Montaigne revela su amor por las biografías ejemplares y su descontento por no poder contar con la que sería, en su opinión, “la más noble pareja de vidas” de todas.

Introduce luego una comparación inesperada: entre los hombres de vida no santa, sino “completos” dentro de la esfera mundana, con virtudes urbanas y humanas, elige a Alcibíades. Aunque su carácter fue turbulento y su vida poco ordenada, Montaigne encuentra en él la existencia más rica y apetecible, llena de dones y atractivos. Esto matiza su criterio: no solo admira las virtudes estoicas o heroicas, sino también la vitalidad humana en su plenitud, incluso cuando es contradictoria.

Para cerrar, ofrece ejemplos concretos de la bondad y humanidad de Epaminondas: la alegría de dar a sus padres el triunfo de Leuctra, la negativa a matar sin justa causa, la idea de evitar en batalla a los amigos que lucharan en el bando opuesto, y su moderación frente a los enemigos vencidos. Estos gestos, aunque en algún momento le costaron la desconfianza de sus conciudadanos, terminaron por engrandecer su figura. La victoria lo seguía siempre, y con su muerte —dice Montaigne— acabó también la prosperidad de Tebas, como si ambos hubiesen nacido y muerto juntos.

Capítulo XXXVII: De la semejanza entre padres e hijos

Montaigne abre con una confesión autobiográfica sobre la forma en que redacta sus Ensayos. Explica que sólo escribe en momentos de ocio, siempre en su casa, y que sus textos se fueron formando con intervalos largos, sin correcciones sistemáticas, pues quiere que cada pasaje refleje su humor del momento. Esta sinceridad busca mostrar la trayectoria viva de su pensamiento, con sus mutaciones, en lugar de una obra pulida artificialmente. Incluso un criado le robó algunos escritos, lo que le confirma que sus borradores no eran más valiosos para otros que lo que él mismo había experimentado en su proceso.

El tono se desplaza luego hacia lo físico y lo existencial: Montaigne confiesa que, desde que empezó a escribir, han pasado siete u ocho años y que la vejez le ha traído consigo el cólico, enfermedad que siempre temió. Lo paradójico es que lo que imaginaba insoportable se volvió, al padecerlo, más llevadero de lo esperado. Este contraste lo conduce a una reflexión: muchas veces la imaginación, al anticipar el dolor, lo hace más temible que su experiencia real. Así, descubre que los sufrimientos físicos, aunque intensos, pueden integrarse en la vida humana con cierta resignación, mientras que los temores del alma suelen exagerarlos.

La anécdota con Mecenas y la referencia a Tamerlán, que mandaba matar a los leprosos “para librarlos de su miseria”, le sirven para mostrar hasta qué punto los hombres se aferran a la vida, aun en condiciones penosas. Incluso Antístenes, que deseaba librarse del dolor y no de la vida, aparece como ejemplo de cómo lo intolerable no es existir, sino sufrir. Montaigne reconoce en sí mismo cierta “estupidez natural”, una insensibilidad que le permite soportar mejor los males del cuerpo que lo que su mente había imaginado antes de padecerlos.

el cólico lo ha reconciliado con la muerte. Antes ya había logrado un cierto desapego hacia la vida, amándola solo por sí misma y no por sus placeres; ahora, la enfermedad lo acerca más aún a la aceptación del final. Sin embargo, teme un peligro contrario: que la intensidad del dolor lo empuje al extremo de desear la muerte con exceso, lo que sería tan vicioso como temerla. Retoma entonces una máxima clásica: “Summum nec metuas diem, nec optes” (“No temas el último día, pero tampoco lo desees”). En esta medida equilibrada entre el rechazo y la atracción, sitúa la verdadera sabiduría frente al morir.

Rechaza la idea de que la virtud consista en la compostura exterior, que más parece cosa de retóricos y actores, y defiende que lo importante es la firmeza interior del ánimo. Para él, no importa si el cuerpo se queja o se retuerce, siempre que el espíritu conserve la serenidad. Incluso Epicuro aconsejaba gritar en medio del dolor, pues la voz ayuda a resistir el golpe. La filosofía, dice Montaigne, debe gobernar el alma y no dictar gestos teatrales. Aquí se ve su constante escepticismo frente a los dogmatismos de las escuelas filosóficas y su inclinación por una ética más natural y humana.

Después de esta reflexión, Montaigne vuelve a su experiencia personal con el cólico. Reconoce que en medio del dolor puede conversar, pensar y razonar como de costumbre, aunque con menos firmeza. Recurre incluso a la ironía, comparando su situación con el sueño relatado por Cicerón en que un hombre se libró de su piedra de manera fantástica. Los accesos dolorosos lo derriban, pero los intervalos lo devuelven con rapidez a la vida ordinaria, lo cual atribuye a la preparación mental que cultivó en su vida para anticipar la adversidad. De nuevo, insiste en que la imaginación exagera los males, mientras que el espíritu entrenado puede acomodarse incluso a lo más rudo.

Es entonces cuando enlaza el tema central: la transmisión hereditaria. Se maravilla de cómo una mínima gota de semilla contiene no solo la forma corporal, sino también inclinaciones y temperamentos de los padres, hasta el punto de que el bisnieto se parezca al bisabuelo. Recurre a ejemplos curiosos: una familia romana donde varios miembros nacían con el mismo defecto ocular, otra en Tebas donde todos llevaban la marca de una lanza en el cuerpo, o el criterio de Aristóteles en ciertas naciones donde los hijos se atribuían a los padres por semejanza. Montaigne se detiene aquí en el misterio biológico de la herencia, que percibe como un fenómeno tan inexplicable que parece superar incluso la dificultad de los milagros.

Considera que heredó de su padre el mal de piedra (cálculo renal o vesical). Su padre padeció este tormento a edad avanzada, y Montaigne, nacido muchos años antes de que la enfermedad se manifestara en él, empezó a sufrirlo en la madurez. Se pregunta cómo pudo transmitirse una disposición que aún no se había manifestado, y cómo permaneció latente tantos años hasta aparecer en su cuerpo y no en el de sus hermanos. El enigma de la herencia, dice, lo lleva a aceptar que hay misterios naturales incomprensibles, más difíciles de explicar que los propios prodigios.

Su padre, su abuelo y su bisabuelo vivieron largos años sin recurrir nunca a doctores ni remedios, y para ellos todo lo que excedía el uso ordinario de la vida era ya una “droga”. A partir de este ejemplo, Montaigne invierte el argumento médico: si la medicina se basa en la experiencia, ¿no es la experiencia de sus antepasados —largas vidas saludables sin médicos— prueba suficiente en contra? Aquí se percibe su tono escéptico y burlón: la “fortuna” de su familia le parece argumento más sólido que la teoría de los galenos.

Para reforzar su punto, narra casos cercanos: su tío Gaviac, enfermo crónico que sobrevivió largamente sin someterse a tratamientos, y su otro tío Bussaguet, que sí recurrió a la medicina y murió antes que sus hermanos. En estos contrastes, Montaigne no solo busca ejemplos personales, sino que despliega la estrategia clásica del ensayo: usar la experiencia concreta para cuestionar las pretensiones universales de una ciencia.

Sin embargo, reconoce que no basta con una inclinación heredada: cualquier convicción nacida de la costumbre o de la inclinación natural es sospechosa. Por eso aclara que también ha racionalizado su rechazo, y no lo fundamenta en el mal sabor de las drogas, sino en una desconfianza más profunda hacia los excesos del arte médico. Siguiendo a Epicuro, sostiene que la salud es un bien tan precioso que justifica incluso sacrificios dolorosos; pero añade que la verdadera dificultad está en discernir si la medicina, en la práctica, cumple lo que promete.

El centro de su crítica es que la medicina, en lugar de cuidar la salud, muchas veces la corrompe con regímenes artificiales. Los médicos no solo gobiernan la enfermedad, sino que convierten la salud misma en materia de sospecha, preparando al cuerpo para males futuros. Montaigne contrasta esta lógica con su propia experiencia: ha enfermado muchas veces, pero sus males fueron más breves y llevaderos sin auxilio externo que lo que observó en otros bajo tratamientos médicos. La vida, para él, se vuelve más libre y natural sin la tiranía de los regímenes y boticarios.

Con ironía final, ataca la falta de autoridad de los propios médicos como ejemplo de su fracaso: ¿acaso sus vidas son más largas o más sanas que las de los demás? Si ellos no dan testimonio de la eficacia de su ciencia en sí mismos, ¿qué seguridad puede esperar el resto? Montaigne no niega que existan remedios naturales eficaces, pero separa con fuerza la sabiduría de la naturaleza de la pretensión del arte humano, que, según él, complica lo simple y añade sufrimiento en lugar de aliviarlo.

La humanidad vivió durante siglos sin medicina, y que incluso las naciones más “felices” o virtuosas fueron aquellas primeras que no dependieron de ella. Esta idea se apoya en la experiencia histórica: los romanos pasaron seiscientos años sin médicos, y cuando finalmente los aceptaron, Catón el Censor los expulsó, convencido de que podían vivir más sanos sin ellos. Montaigne subraya así la paradoja: lo que se presenta como arte indispensable no ha sido más que un lujo tardío y dudoso.

Para reforzar su posición, ofrece ejemplos pintorescos de pueblos que aplicaban remedios simples y naturales: Catón alimentando a su familia con liebre, los arcadios curando con leche, los libios cauterizando venas en los niños para evitar constipados, o los aldeanos que confiaban en el vino fuerte con especias. Lo que quiere mostrar Montaigne es que la salud no necesita de sofisticadas recetas, sino de costumbres rústicas y firmes. La ironía está en que esas prácticas, que podrían parecernos bárbaras, eran más eficaces y menos dañinas que la confusión de purgas y regímenes que ofrecía la medicina de su tiempo.

Su crítica se centra después en la obsesión médica por la purga, a la que Platón ya había considerado como el peor de los movimientos del cuerpo. Para Montaigne, purgar es violento, desordena más que sana, y convierte la naturaleza en campo de batalla entre el mal y la droga. Frente a este “socorro de poco fiar”, él propone la paciencia y la aceptación del curso natural de la enfermedad: dejar que el orden del mundo obre, en lugar de empeñarse en torcerlo. Con un golpe de humor, concluye que más vale purgar el cerebro que el vientre: la verdadera higiene es la del juicio.

A continuación, añade anécdotas de autoridades y proverbios que refuerzan su visión. Un lacedemonio atribuye su longevidad a la “ignorancia de la medicina”, el emperador Adriano acusa en su agonía a los médicos de haberlo matado, y Diógenes se burla de un luchador mediocre que se hizo médico, sugiriendo que ahora “derribará” a los demás con mayor facilidad. Montaigne trenza estas voces antiguas con una sátira constante: los médicos, dice, tienen la suerte de que el sol exhiba sus éxitos y la tierra oculte sus fracasos, y siempre encuentran cómo salir indemnes de cualquier resultado.

El remate es demoledor: para los médicos, todo es “bueno”. Si el enfermo suda, “es bueno”; si tirita de frío, “es bueno”; si empeora, aseguran que sin sus remedios habría sido peor. Montaigne utiliza la fábula de Esopo para ilustrar lo absurdo de este optimismo profesional: el enfermo, rodeado de diagnósticos positivos, termina confesando irónicamente que “a fuerza de tanto bienestar, me voy muriendo”. La medicina aparece entonces como un arte tiránico que se impone sobre los temores de los enfermos, prometiendo alivios que nunca llegan, pero de los cuales nunca asume responsabilidad.

Montaigne abre con un ejemplo de justicia en Egipto: la ley que obligaba al médico a asumir la responsabilidad del enfermo después de los tres primeros días, descargando al paciente del riesgo inicial. Lo contrasta con el mito de Esculapio, castigado por devolver a Hipólito a la vida, frente a sus sucesores, que envían impunemente a tantos de la vida a la muerte. Aquí plantea una ironía: la medicina, que debería ser la más sagrada de las ciencias, en realidad se ejerce sin responsabilidad ni consecuencias para el médico, aunque la salud del paciente esté en juego.

A continuación, Montaigne critica el carácter mágico y supersticioso de la medicina antigua y contemporánea. Señala cómo los remedios prescriben ingredientes extravagantes —excrementos de ratón, hígado de topo, sangre de pichón blanco— que parecen más propios de hechicería que de ciencia sólida. También se burla de las formalidades rituales: el número impar de píldoras, los días y horas señaladas, la solemnidad afectada del médico. Todo ello, dice, sería más aceptable si al menos se hubiese conservado como un saber religioso y secreto, oculto al vulgo. En cambio, lo que queda al descubierto es la inconsistencia y el egoísmo de la profesión.

El reproche más fuerte es contra la división de opiniones entre los médicos. Montaigne ironiza sobre cómo ninguno acepta sin modificar la receta de otro, denunciando así que buscan más prestigio personal que el bien del enfermo. Recuerda que en la Antigüedad hubo médicos que recomendaban que solo uno atendiera al paciente, para que la responsabilidad fuese clara y no se diluyera en disputas. Pero en su tiempo, la pluralidad de diagnósticos y remedios revela un desorden que mina la confianza en la profesión.

Luego, Montaigne hace una lista de teorías médicas antiguas (Herófilo, Herasístrato, Asclepíades, Hipócrates, etc.), mostrando que cada uno atribuía la causa de las enfermedades a algo distinto: humores, sangre arterial, átomos, alimentos, aire, espíritus. El resultado es que la ciencia de la medicina, siendo la más vital para el ser humano, es al mismo tiempo la más incierta y cambiante. Montaigne subraya el peligro: equivocarse en astronomía o matemáticas es inofensivo, pero en medicina se arriesga la vida misma. De ahí que someterse al azar de tantas doctrinas contradictorias sea, en su juicio, una temeridad.

Desde Hipócrates, la medicina no ha tenido descanso en cuanto a escuelas que se refutan y se sustituyen. Hipócrates dio prestigio a la disciplina, pero Crisipo derribó sus principios, luego Erasístrato hizo lo propio con Crisipo, y así sucesivamente. La historia de la medicina aparece como un vaivén incesante de doctrinas rivales: Herófilo, Asclepíades, Temisón, Musa, Tesalo, Crinas, Carino… cada cual destruye lo anterior y propone un sistema nuevo. Incluso en tiempos recientes Montaigne menciona a Paracelso y Fioravanti, que no solo corrigen un detalle, sino que dan vuelta entera a la disciplina. El efecto de esta cadena es claro: el paciente queda en manos de una ciencia inestable, incierta y sometida a modas.

La anécdota del esclavo negro de Esopo funciona como parábola: el amo, creyendo que su color era accidental, lo somete a baños y tratamientos hasta arruinar su salud. Así compara Montaigne la medicina: muchas veces, en su afán de curar lo que no necesita remedio, terminan destruyendo al paciente. A esta ironía añade ejemplos cercanos: médicos que después de una epidemia reconocen que la sangría agravó la mortalidad; errores en diagnósticos tan palpables como la confusión entre piedra en la vejiga y males de los riñones. En esto declara que, si alguna certeza hay, está en la cirugía (que “ve lo que hace”), no en la medicina, que opera a ciegas.

El reproche se vuelve más filosófico cuando describe las exigencias imposibles del diagnóstico médico: el galeno debería conocer la complexión, humores, hábitos, pensamientos del paciente, además del clima, los astros, los días críticos, las drogas y su preparación. Y como basta un error en una sola de estas piezas para perder la vida, el riesgo es enorme. Montaigne concluye que la medicina es un arte con demasiadas variables para ser fiable, y que su supuesta ciencia se parece más a un conjunto de adivinaciones.

Medicamentos que, mezclados en un brebaje, supuestamente saben “a dónde ir”: uno al hígado, otro al pulmón, otro al cerebro… Para Montaigne esto es un absurdo: ¿cómo en semejante confusión podrían las sustancias conservar sus direcciones sin estorbarse? Con ironía, dice que más bien teme que se “alborote el barrio”. La crítica culmina con una observación práctica: los egipcios antiguos dividieron la medicina por especialidades, asignando un médico a cada parte del cuerpo, mientras que en su tiempo los galenos pretenden abarcarlo todo y, en consecuencia, fracasan en todo.

Montaigne lleva su crítica de la medicina a un punto casi caricaturesco, mostrando con ironía cómo cada afirmación médica tiene su contra-afirmación igual de válida.

Primero, pone ejemplos prácticos relacionados con su propio mal —el cólico y la formación de cálculos—:

  • Las cosas aperitivas (que dilatan los conductos) son buenas porque facilitan la expulsión de la arenilla… pero también malas, porque pueden arrastrar materiales hacia los riñones y obstruirlos fatalmente.

  • Orinar con frecuencia es saludable, porque evita que se asienten sedimentos… pero también dañino, porque no arrastra con fuerza lo sólido, y puede ser peor que una evacuación abundante.

  • El trato con mujeres (relación sexual) limpia los conductos… pero también los irrita y debilita.

  • Los baños calientes relajan y disuelven… pero también cuecen y endurecen.

El efecto es mostrar que el discurso médico es una rueda de contradicciones: cualquier consejo puede ser refutado por otro con igual “razón”. De ahí su conclusión: mejor dejar que la naturaleza siga su curso, sin tantas especulaciones.

Después entra en el tema de los baños y aguas termales, única parte de la medicina con la que confiesa cierta indulgencia. Montaigne narra sus viajes a diferentes balnearios de Europa —Bagnères en Francia, Plombières en Lorena, Baden en Suiza, y los de Luca en Toscana— y observa la diversidad de costumbres: en Alemania se bañan largamente, en Italia combinan baños con ingestión de agua mezclada con drogas, en unos sitios se manda pasear después de beber, en otros permanecer en cama; los alemanes aplican ventosas, los italianos usan duchas calientes localizadas. Concluye que, aunque la variedad es infinita, los efectos son semejantes y modestos: aumentan el apetito, ayudan a la digestión, procuran bienestar. Nada milagroso. Más bien, lo más provechoso de los balnearios es el entorno: la compañía, el paseo, el paisaje.

En este punto, Montaigne nos señala dos cuentos que pasará a contar:

El primer cuento es casi una parábola política y social. Describe el pequeño valle de Lahontan, donde los habitantes vivían felices, sin jueces, abogados ni médicos. La comunidad se gobernaba sola, con leyes transmitidas de padres a hijos, y nadie sufría pobreza extrema ni disputas interminables. Todo cambió con dos introducciones externas: primero, un notario que llevó al lugar las prácticas legales de las ciudades; después, un médico que introdujo el lenguaje de las enfermedades y las costumbres de la terapéutica. Según los testimonios, desde entonces comenzaron los males, la fragilidad de la salud y la disminución de la longevidad. Montaigne remarca que la medicina no solo no curó, sino que introdujo un nuevo horizonte de dolencias al enseñar a la gente a nombrarlas, temerlas y buscar remedios artificiales. La historia refleja una convicción central: el artificio corrompe la simplicidad natural, tanto en el derecho como en la medicina.

El segundo cuento es autobiográfico y más irónico. Montaigne narra cómo, antes de padecer su mal de piedra, quiso experimentar un remedio considerado milagroso: la sangre de cabrón. Hizo criar un macho cabrío bajo un régimen especial para sacrificarlo en el momento oportuno, pero al abrirlo descubrió que el animal mismo producía piedras en su vientre, semejantes a las que padecen los humanos. La conclusión es clara: si el remedio sufre el mismo mal que pretende curar, confiar en él es ilusorio. Montaigne aprovecha este episodio para señalar cómo los remedios “milagrosos” no son más que supersticiones, transmitidas sin fundamento, a veces por las mismas mujeres de la casa que los acumulan en su afán de socorrer al pueblo.

Pese a esta burla, Montaigne se cuida de aclarar que no odia a los médicos como personas —“he conocido entre ellos hombres dignísimos”—, sino su arte, al que acusa de inconsistente y contradictorio. Reconoce incluso que los llama a su lado en las enfermedades y que les paga, aunque solo los deja decidir cuestiones indiferentes, como elegir entre puerros o lechugas para la sopa, o entre vino blanco o tinto. Todo lo esencial, dice, lo reserva a su propio juicio y a la naturaleza. Su desconfianza final se refuerza con un argumento ad hominem: muchos médicos rehúsan para sí mismos los tratamientos que recomiendan a otros, prueba de que no creen del todo en la eficacia de su arte.

Bases de la medicina

Primero señala que el temor a la muerte y al dolor es lo que abre las puertas al dominio de los médicos. No confiamos en ellos porque tengamos certezas, sino porque sufrimos y queremos aferrarnos a cualquier promesa. La impaciencia —esa creencia de que “hacer algo” siempre es mejor que esperar— nos convierte en esclavos dispuestos a aceptar cualquier impostura. Montaigne ironiza: lo mismo daba recurrir a los médicos que al pueblo entero, como hacían los babilonios, que llevaban a los enfermos a la plaza para recibir consejos de todos. Al fin y al cabo, cada persona cree tener una receta secreta. La proliferación de píldoras y remedios “maravillosos” no le parece sino una fiesta del autoengaño: todos esperan milagros, y todos se decepcionan cuando nada ocurre.

Luego examina la “experiencia” como fundamento del arte médico. Reconoce que más de dos tercios de las virtudes atribuidas a los remedios se apoyan en “propiedades ocultas” de las cosas, misterios que no pueden explicarse racionalmente. Algunas experiencias nacen del azar —como el leproso que sanó al beber vino en que había caído una culebra—, otras de la observación de animales, o de casualidades cotidianas como el uso de lana contra sabañones. Pero ¿qué valor tiene un método que depende del accidente y no de una causa clara? Para Montaigne, la experiencia sin orden ni método es una trampa del azar. La infinidad de enfermedades, edades, climas y circunstancias vuelve imposible que el hombre llegue a certezas sólidas probando remedios al azar. Y aun cuando un enfermo sane, ¿cómo discernir si fue el remedio, el curso natural del mal, algo que comió, o los rezos de su abuela?

La medicina no descansa en bases firmes, sino en testimonios escasos y contradictorios. Tres doctores que proclaman haber hallado la verdad no tienen autoridad legítima para regir a todo el género humano. Si la filosofía estoica exigía rigor y firmeza, la medicina se le presenta como un campo de conjeturas, casualidades y confianza ciega. La verdadera locura, sugiere Montaigne, es que el mundo entero se someta a tan débil fundamento.

Carta a la señora de Duras

Montaigne aprovecha para insertar una carta a la señora de Duras, probablemente amiga o protectora, como una manera de dejar constancia de su relación. No forma parte de un capítulo aparte, pero sorprende que de repente lo ponga en medio de la critica a la medicina. 

«Señora: en vuestra última visita me encontrasteis en este lugar de mis devaneos. Porque puede suceder que estas bagatelas caigan algún día en esas manos, quiero que   —164→   ellas, testimonien que su autor se siente muy honrado del favor que las dispensaréis. Hallaréis en ellas el mismo porte que habéis visto en la conversación del nombre que las trazó. Aun cuando me hubiera sido dable adoptar alguna otra manera distinta de la mía habitual y alguna otra forma más elevada y mejor, yo no la hubiese acogido, pues a ningún otro fin van encaminados mis escritos sino a que vuestra memoria pueda al natural representarse mi imagen. Esas mismas condiciones y facultades que practicasteis y acogisteis, señora, con mucho mayor honor y cortesía del que merecen, quiero acomodarlas, mas sin alteraciones ni cambios, en un cuerpo sólido que pueda durar algunos años, o algunos días, después de mi muerte, donde, podáis encontrarlas cuando os plazca refrescar vuestra memoria, sin que os molestéis buscando recuerdos, pues no valen éstos la pena de tal trabajo; mi deseo es que prolonguéis en mí el favor de vuestra amistad por las cualidades que la originaron.

»Yo no busco en manera alguna que se me ame ni se me estime mejor, cuando muerto que en vida. El humor de Tiberio es ridículo, y común, sin embargo, porque cuidaba más de extender su nombradía en lo venidero de lo que procuraba hacerse estimable y grato a los hombres de su tiempo. Si fuera yo de aquellos a quienes el mundo puede, andando los años, deber alabanza, perdonaríale la mitad con tal que me la pagara por anticipado; que aquélla se apresurase y amontonase en torno mío, más espesa que dilatada, más plena que perdurable, y que con mi conocimiento se disipara de raíz cuando su dulce son mis oídos ya no adviertan. Torpe cosa sería el ir, a la edad en que yo me encuentro, presto ya a abandonar el comercio de los hombres, mostrándome a ellos para buscar una recomendación nueva. Yo no hago mérito alguno de los beneficios que no haya podido emplear al servicio de mi vida. Como quiera que yo sea, quiero serlo en otra parte y no en el papel; mi arte y mi industria fueron empleados en hacerme valer a mí mismo; mis estudios, a enseñarme a obrar, no a escribir. Mis esfuerzos todos fueron encaminados a formar mi vida, éste es mi oficio y ésta es mi obra; yo soy menos hacedor de libros que de ninguna otra labor. He deseado capacidad para provecho de mis comodidades presentes y esenciales, no para hacer almacenaje y reserva para mis herederos. A quien el valer adorna que lo muestre en sus costumbres, en su conversación habitual, en sus relaciones amorosas o en sus querellas, en el juego, en el lecho, en la mesa, en el manejo de sus negocios o en la manera de gobernarse. Esos a quienes yo veo componer buenos libros bajo malos gregüescos, debieran haberse provisto de gregüescos antes de seguir mi dictamen: preguntad a un esparciata si prefiere mejor ser buen retórico que buen soldado,   —165→   no a mí que me inclinaría más a ser cocinero diestro, si no tuviera quien como tal me sirviese. ¡Bien sabe Dios, Señora, que yo detestaría semejante recomendación, de ser hombre hábil por escrito, y hombre baladí o tonto en otros respectos! Prefiero ser ambas cosas aquí y acullá a haber tan mal elegido el empleo de mi valer. Así que, podéis considerar lo distante que me encuentro de buscar un honor nuevo por medio de estas simplezas, si os digo que me daré por contento con no perder el escaso que haber pueda alcanzado, pues aparte de lo que esta pintura muerta y muda arrebate de mi ser natural, no tiene que ver nada con mi mejor estado, sino con el ya muy decaído de mi primer vigor y lozanía, inclinado ya a lo ajado y rancio: estoy en lo hondo del navío, donde huelen la profundidad y las heces.

»Por lo demás, señora, no hubiera yo osado remover tan sin escrúpulos los misterios de la medicina, en vista del crédito que vos y tantos otros la otorgan, si a ello no me hubiesen empujado los autores mismos que de ella escriben. Creo que entre éstos no hay más que dos latinos: si los leyerais algún día, vierais que hablan con mayor rudeza de la que yo empleo; yo no hago más que pincharla, y ellos la degüellan. Plinio se burla, entre otras cosas, de que al verse los médicos en la extremidad última de sus remedios, recurren a la hermosa derrota de enviar a sus enfermos, a quienes inútilmente agitaron y atormentaron con sus drogas y regímenes, a los unos al cumplimiento de algún milagro y a las aguas calientes a los otros. (No os encolericéis, señora, pues no habla de las de por acá, que pertenecen a los dominios de vuestra casa y son todas gramontesas.) Todavía tienen una tercera suerte de deshacerse de nosotros para alejarnos de su contacto y aligerarse de las censuras que pudiéramos lanzarles por la escasa enmienda que procuraron a nuestros males (que tanto tiempo estuvieron bajo su jurisdicción), cuando ya no les queda artificio ninguno con que conseguir nuestro entretenimiento, y es el enviarnos a buscar la salubridad del aire en alguna otra región. Entiendo que lo dicho es ya bastante, y voy con vuestro consentimiento a seguir el hilo de mi discurso, del cual me había separado para hablar con vosotros.» 


Montaigne cita a Pericles para ilustrar la idea de que recurrir a amuletos (o a médicos y drogas) es signo de haber llegado a un estado desesperado. Si hasta un estadista tan grande como Pericles se dejó colgar remedios supersticiosos, Montaigne admite que él también podría caer en esa “flaqueza”.Explica por qué “pleiteó la causa” contra la medicina: no por terquedad ciega, sino para dar un fundamento racional a su antipatía heredada. Aclara que no lo mueve ningún deseo de fama. No quiere que se piense que desprecia a los médicos solo para parecer original o valiente. Usa una comparación burlesca: no pretende buscar gloria en lo que también hacen su muletero o su mozo de mulas, quienes tampoco recurren a doctores. Montaigne enfatiza que nunca sacrificaría su salud por un ideal vano. Prefiere la experiencia concreta de vivir sin dolor antes que la gloria literaria o moral. Con humor, dice que la gloria de los “cuatro hijos de Aymon” (héroes legendarios) sería demasiado cara si le costara tres ataques de cólico.

Termina de manera conciliadora: admite que los defensores de la medicina tienen “consideraciones excelentes, grandes y sólidas” para apoyarse. Él no odia las ideas contrarias a las suyas; al contrario, celebra la variedad de opiniones como lo más universal entre los hombres. No hay dos opiniones iguales, como no hay dos cabellos o dos granos idénticos.

Conclusión

En este conjunto de capítulos, Montaigne despliega su mirada variada y crítica sobre la condición humana, tomando ejemplos de la historia y de su propia experiencia. Desde la reflexión sobre la cólera y la defensa de Séneca y Plutarco, hasta la narración de la firmeza de Espurina o el análisis de la estrategia de César, el autor busca mostrar cómo la virtud y la prudencia se ponen a prueba en los momentos decisivos. La exaltación de tres mujeres virtuosas y de hombres como Homero, Alejandro y Epaminondas revela su admiración por la grandeza moral y política, aunque siempre matizada por su escepticismo. Finalmente, al hablar de la semejanza entre padres e hijos, Montaigne vuelve a lo íntimo y cotidiano, recordando que la herencia de virtudes y defectos se entreteje con la fragilidad del cuerpo y del espíritu. Todo ello configura un mosaico donde la filosofía se convierte en ejercicio vivo de observación y juicio.

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