miércoles, 10 de septiembre de 2025

Michel de Montaigne - Ensayos (Libro II - Capítulo XII)

En el Libro II, capítulo XII de los Ensayos, titulado Apología de Raimundo Sabunde, Montaigne convierte la defensa de este teólogo catalán en un vasto ejercicio de escepticismo. Lo que comienza como respuesta a las críticas contra la Theologia naturalis se transforma en una meditación enigmática sobre la impotencia de la razón humana, la precariedad de nuestro conocimiento y la necesidad de reconocer, entre sombras y límites, la distancia insalvable entre la pequeñez del hombre y la grandeza de lo divino.

ENSAYOS

LIBRO II

Capítulo XII: Apología a Raimundo Sobande

Ramon Sibiuda (Cataluña, 1385 – Toulouse, 1436) fue filósofo, médico, teólogo y jurista catalán, profesor en el Estudio General de Toulouse, donde probablemente ejerció como rector. Su pensamiento, influido por la tradición agustiniana y figuras como san Anselmo y san Buenaventura, se caracteriza por un marcado antropocentrismo que lo sitúa entre la escolástica y las inquietudes humanistas. Su única obra conocida, Scientia libri creaturarum siue libri naturae et scientia de homine (1434-1436), alcanzó gran difusión en Europa y fue leída por pensadores como Pico della Mirandola y Pascal. La fama póstuma de Sibiuda se consolidó gracias a Montaigne, quien tradujo y defendió su obra en la célebre Apología de Raimundo Sabunde (Ensayos, II, XII), otorgándole un lugar perdurable en la historia del pensamiento.

Antes de hablar de Raimundo Sobande de forma directa, Montaigne nos quiere hablar de la ciencia diciendo que reconoce que la ciencia es algo de gran importancia. Quien la desprecia demuestra ignorancia. Sin embargo, critica a quienes la exageran y la consideran la fuente de todo bien. Por ejemplo, Herilo afirmaba que la ciencia era el soberano bien porque hacía a los hombres prudentes y felices. Otros pensaban que era la madre de toda virtud y que todo vicio provenía de la ignorancia. Montaigne duda de estas afirmaciones, pues cree que no basta la ciencia para explicar toda la virtud ni la felicidad. La ciencia tiene valor, pero no debe absolutizarse.

Recuerda que su casa, bajo la conducción de su padre, siempre estuvo abierta a los sabios. Su padre, inspirado por el auge de las letras durante el reinado de Francisco I, buscó activamente la compañía de hombres instruidos y los recibía con fastuosidad, casi como si fueran enviados de la divinidad. Aunque él mismo no tenía formación en letras, los trataba con reverencia y escuchaba sus palabras como si fueran oráculos. Montaigne, en cambio, reconoce que ama las letras, pero sin llegar a idolatrarlas.

En ese contexto, Pedro Bunel, un hombre reputado, regaló a su padre el libro Theologia naturalis, sive liber creaturarum de Raimundo Sabunde. Como el texto estaba en un español con terminaciones latinas, y su padre entendía español e italiano, podía leerlo con cierto esfuerzo. Bunel recomendó la obra como muy útil en aquel tiempo, pues coincidía con la difusión de las ideas de Lutero, que comenzaban a socavar la fe tradicional.

Según Bunel, el peligro era que, una vez que la gente sencilla comenzara a cuestionar artículos de su religión, perdería también el respeto por el conjunto de creencias heredadas. Si se les daba libertad para juzgar por sí mismos, sin contar con preparación suficiente, pronto caerían en la duda generalizada y en el ateísmo. Por eso consideraba necesario un libro como el de Sabunde, que defendía la fe a través de la razón natural y las criaturas, y que servía como antídoto contra la crisis religiosa que ya se estaba propagando.

Poco antes de morir, el padre de Montaigne encontró el libro de Sabunde y le pidió a su hijo que lo tradujera al francés. Aunque la traducción era un trabajo nuevo para Montaigne, obedeció por respeto y cariño a su padre. Reconoce que era más sencillo traducir autores de ideas sólidas que aquellos cuya riqueza reside en el estilo. El resultado agradó mucho a su padre, quien ordenó que el manuscrito se imprimiera tras su muerte.

Montaigne encontró en Sabunde un autor con ideas hermosas, un plan bien estructurado y un propósito profundamente piadoso. El libro buscaba, mediante razones naturales y humanas, demostrar y defender los artículos de la fe cristiana frente a los ateos. A juicio de Montaigne, esta tarea estaba tan bien lograda que nadie había conducido los argumentos con más firmeza ni acierto.

La Theologia naturalis despertó gran interés, especialmente entre las damas, a quienes Montaigne dedicaba explicaciones adicionales para aclarar las dos objeciones más frecuentes contra el libro. La Apología, en su forma traducida y defendida, fue, por tanto, también un medio de diálogo y enseñanza en su entorno social.

Montaigne se sorprendía de que un texto tan rico proviniera de un autor poco conocido como Sabunde, de quien apenas se sabía que había sido español y profesor de medicina en Toulouse, unos doscientos años atrás. Consultó a Adriano Turnebo, erudito de su tiempo, quien opinaba que muchas ideas podían tener su origen en Santo Tomás de Aquino, por la finura del razonamiento. Sin embargo, Montaigne concluye que, sea cual fuere la influencia, Raimundo Sabunde debía ser considerado un filósofo eminente, dotado de cualidades admirables.

Objeción contra la obra

El primer reproche hecho a la obra de Sabunde es que los cristianos se equivocan si intentan apoyar su fe mediante razonamientos humanos, pues la religión sólo se comprende y acepta a través de la fe y de la gracia divina. Esta crítica nace de un celo piadoso, pero no debe ser desoída.

Montaigne concede que los misterios de la fe son superiores a la inteligencia humana, y que sólo pueden ser verdaderamente comprendidos gracias a una ayuda extraordinaria de Dios. Si la razón humana fuera suficiente, muchos sabios de épocas anteriores habrían alcanzado por sí mismos estas verdades. Sin embargo, insiste en que no por ello deja de ser legítimo y noble emplear las facultades naturales que Dios nos ha dado para reforzar y embellecer nuestra fe. Así como el cuerpo entero se ocupa en el culto (gestos, ritos, movimientos), también la razón puede y debe ponerse al servicio de la religión.

Con todo, Montaigne advierte que la razón no es fundamento último de la fe. La fe verdadera no depende de nuestros argumentos, sino de la infusión divina. Si dependiera de nuestra lógica, sería frágil y vulnerable a la novedad, a las luchas políticas, a la retórica o al triunfo de un partido. Una fe que se sostuviera sólo en razones humanas estaría siempre expuesta a ser sacudida y alterada. En cambio, una fe viva, apoyada en Dios mismo, sería firme e inconmovible, como una roca que resiste las olas.

Incoherencia de los cristianos

Montaigne sostiene que si el esplendor de la divinidad realmente tocara a los cristianos, se notaría en todos sus actos y palabras. Sin embargo, observa que los cristianos se unen a la divinidad sólo de palabra, no con obras. Para probarlo, compara la moralidad de los cristianos con la de musulmanes y paganos, y concluye que muchas veces aquellos muestran más virtud práctica, pese a que el cristianismo es una religión superior y debería producir una vida más justa y ejemplar.

Afirma que lo que debería distinguir al cristianismo de otras religiones no son las ceremonias ni los ritos, sino la virtud. Ésta debía ser el sello celeste y más alto de la fe. De hecho, recuerda que san Luis disuadió a un príncipe tártaro convertido al cristianismo de ir a Roma a ver las costumbres de los cristianos, temiendo que la corrupción le escandalizara. Contrasta este caso con otro peregrino que, al ver la vida disoluta de prelados y fieles en Roma, se convenció aún más de la fuerza divina de la fe cristiana, pues a pesar de estar en manos tan viciosas, la religión mantenía su esplendor.

La Escritura dice que una fe verdadera movería montañas, pero Montaigne lamenta que en su tiempo los cristianos no demuestren esa firmeza. Muchos fingen creer en lo que no creen, otros se engañan a sí mismos sin comprender qué es realmente la fe. Por eso, en las guerras de religión que asolaban Francia, la justicia y la religión no son las que guían, sino intereses particulares: la fe se usa como pretexto para la ambición, la violencia y la política.

Montaigne denuncia cómo la religión es moldeada como cera blanda según los intereses de cada facción. Unos justifican la rebelión contra el soberano en nombre de la religión; otros, la obediencia, también en nombre de la religión. Así, lo divino se acomoda a los caprichos humanos y se convierte en instrumento de disputas y desórdenes. Se queman herejes por sostener ideas contrarias, mientras los mismos jueces o gobernantes cambian de bando según la fortuna. Al final,  casi nadie actúa movido por un celo puramente religioso, sino por intereses particulares y cambiantes.

Los cristianos sólo aplican la religión en aquello que halaga sus pasiones. Cuando la fe se combina con odio, ambición, crueldad o avaricia, se muestra un celo ardiente; pero en lo que respecta a la templanza, la bondad o la benignidad, la religión no logra moverlos, salvo en quienes por naturaleza excepcional ya poseen esas virtudes. Así, la religión que nació para extirpar los vicios termina muchas veces encubriéndolos, fomentándolos o sirviendo de justificación para ellos.

Si realmente creyéramos en Dios —aunque fuera con la misma certeza con que creemos en la existencia de otra persona— lo amaríamos sobre todas las cosas, ya que en Él resplandece una bondad y belleza infinitas. Como mínimo, le daríamos la misma importancia que damos a los placeres, riquezas, amigos o la gloria. Pero, en realidad, los cristianos temen más ofender a un vecino o a un superior que ultrajar a Dios mismo. 

Montaigne plantea un contraste irónico: ¿qué entendimiento podría dudar en elegir entre un placer vicioso y la promesa de gloria inmortal? Sin embargo, los cristianos renuncian fácilmente a la salvación eterna, lo que revela que su fe es superficial. Incluso el impulso de blasfemar nace del deseo de ofender deliberadamente a Dios, lo que muestra un desprecio consciente hacia la divinidad.

Para reforzar la crítica, Montaigne recurre a anécdotas de filósofos cínicos. Antístenes, iniciado en los misterios órficos, preguntaba al sacerdote por qué, si realmente creía en los bienes eternos, no moría de inmediato para alcanzarlos. Diógenes, con su mordacidad característica, rechazaba que hombres virtuosos como Agesilao o Epaminondas fueran condenados, mientras un sacerdote ignorante y ocioso gozara de la bienaventuranza. Estas anécdotas ilustran la desconfianza hacia quienes predican promesas que no reflejan en su propia vida.

Montaigne concluye que si los cristianos recibieran la promesa de la vida eterna con la misma convicción con que aceptan doctrinas filosóficas, no temerían a la muerte. Por el contrario, se apresurarían a unirse con Cristo. Recuerda incluso que los discípulos de Platón, conmovidos por su discurso sobre la inmortalidad del alma, se entregaron a la muerte con gozo para alcanzar más pronto lo prometido. Frente a ello, los cristianos muestran miedo y apego a la vida, revelando que su fe no cala hondamente.

En efecto, los cristianos no reciben su religión como revelación divina que transforma la vida, sino como cualquier otra religión humana: por costumbre, por la autoridad de los que la defienden, por temor a las amenazas o por esperanza en sus promesas. Son cristianos como se es perigordiano o alemán: por accidente de nacimiento y entorno. Tales motivaciones, dice Montaigne, no son fe verdadera, sino lazos humanos que podrían llevarnos con igual fuerza a otra religión distinta si las circunstancias fueran diferentes.

¿Qué clase de fe es la que sólo se sostiene en la cobardía o en la debilidad de ánimo? —se pregunta Montaigne—. Una fe que no se acepta por convicción interior, sino por miedo a rechazarla, no puede considerarse auténtica. Así, Platón advertía que muchos ateos, aunque incrédulos en vida, acaban creyendo al acercarse la muerte, movidos por el terror, no por convicción. Esa es una “fe” superficial, nacida del espanto, no del amor a la verdad.

Montaigne recuerda a Bion, filósofo que se burlaba de los religiosos influido por Teodoro el ateo, pero que en el lecho de muerte cayó en supersticiones extremas, como si la existencia de los dioses dependiera de su miedo. Esto muestra que el ateísmo es una posición frágil, difícil de mantener con coherencia frente a la enfermedad o la proximidad de la muerte. Platón, por su parte, sostenía que los hombres llegan a Dios por dos caminos: por amor o por la fuerza.

Ateísmo y paganismo

El ateísmo, dice Montaigne, es un principio antinatural y monstruoso. Algunos lo adoptan por vanidad o rebeldía, para darse un aire de originalidad, pero no logran sostenerlo cuando las pruebas de la vida los golpean. Frente a la herida, el dolor o la muerte, inevitablemente elevan sus brazos al cielo. Por eso, Montaigne concluye que una cosa es un dogma verdaderamente digerido —es decir, una fe sólida y profunda— y otra muy distinta esas impresiones superficiales de espíritus “miserables y sin seso”, que cambian según el miedo, el azar o la vanidad.

Montaigne reconoce la grandeza de Platón, pero señala que cayó en un error propio de la ignorancia pagana: creer que los niños y los ancianos son más susceptibles de religión, como si la fe naciera de la debilidad. Para Montaigne, la verdadera religión no puede fundarse en fragilidades humanas, sino en un lazo divino y sobrenatural que une el alma con Dios por la fuerza de su gracia y autoridad.

El corazón y el alma del hombre deben ser gobernados por la fe. Sin embargo, esta fe puede servirse de todos los recursos humanos —razón, sentidos, afectos— como instrumentos auxiliares al servicio de su propósito. Montaigne afirma que sería absurdo que el universo creado por Dios no mostrara signos de su bondad; por eso, todas las cosas, desde el cielo hasta el cuerpo humano, conspiran en favor de la fe, si sabemos leerlas.

Lo que este autor propone en su Theologia naturalis es justamente mostrar cómo la creación es testimonio del Creador. Nada en el mundo contradice a Dios; al contrario, todo habla de Él. La tarea está en saber usar bien estas señales y descubrir en la naturaleza las huellas divinas. Sabunde convierte el mundo en un “libro” que revela a Dios.

El universo entero es para Montaigne un templo santísimo, en el que los hombres fueron introducidos para contemplar monumentos no hechos por manos humanas, sino por la sabiduría divina. Los astros, la tierra, el agua y todos los elementos son representaciones sensibles de las realidades invisibles. Así lo expresa san Pablo: las cosas invisibles de Dios se manifiestan en las visibles, pues la creación revela la sabiduría eterna y la divinidad del Hacedor.

Razón Humana

Montaigne sostiene que la razón y los discursos humanos, por sí mismos, son como una materia estéril: pesados, sin fruto ni dirección. Solo la gracia de Dios les da forma, valor y luz. Así como las virtudes de Sócrates o Catón —aunque admirables— quedaron incompletas por ignorar al verdadero Dios, también nuestros razonamientos carecen de armonía si no son acompañados por la fe.

La fuerza de la Theologia naturalis de Sabunde está en que sus argumentos, iluminados por la fe, se convierten en firmes, sólidos y útiles para iniciar al creyente en la “ciencia divina”. Sus razonamientos pueden servir como armas para defender la fe y como una primera ruta hacia ella. Montaigne incluso recuerda el caso de un erudito que abandonó el escepticismo y recuperó la fe solo gracias a los argumentos de Sabunde.

Añade que, aun despojados de la fe, los razonamientos de Sabunde son suficientemente sólidos como para oponerse a los incrédulos en el plano puramente humano. No se trata de una teología débil, sino de un razonamiento capaz de sostenerse en el debate filosófico. De allí la cita de Horacio: “Si tienes algo mejor, muéstralo; de lo contrario, acepta lo que hay”. Es decir, quien quiera refutar a Sabunde debe ofrecer pruebas más firmes.

Reconoce que la fe es la que da vida y forma a la razón, pero también defiende el valor de los argumentos de Sabunde como auxiliares contra el ateísmo. De manera natural, enlaza con la segunda objeción que suele hacerse a la obra: si sus razonamientos son tan humanos y racionales, ¿qué lugar queda para la fe?

Algunos críticos sostienen que los razonamientos de Sabunde son débiles e insuficientes para demostrar lo que se propone, y que pueden objetarse fácilmente. Según Montaigne, esta objeción es más dañina y peligrosa que la primera, porque no nace de un celo piadoso, sino de la mala fe de los incrédulos. El ateo —dice— infecta con su veneno todo lo que toca: incluso las ideas más inocentes las tuerce hacia el ateísmo.

Montaigne observa que estos críticos creen tener ventaja cuando la religión se defiende con armas humanas, ya que no se atreverían a atacarla en su majestad divina. Frente a esto, su estrategia es distinta: no se trata tanto de multiplicar razonamientos, sino de humillar el orgullo humano, de mostrar la vanidad y flaqueza de la razón, y de obligar al hombre a inclinarse ante la majestad de Dios. La verdadera sabiduría y ciencia pertenecen solo a Él; la luz que poseemos no es propia, sino recibida.

Para reforzar su punto, Montaigne recuerda la sentencia de la Escritura: “Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes”. Platón ya afirmaba que la inteligencia pertenece a los dioses y apenas un poco a los hombres. Y san Agustín, en su lucha contra los incrédulos, reprochaba que consideraran falsos los fundamentos de la fe solo porque la razón humana no alcanza a comprenderlos. Les mostraba que hay muchas cosas indudables que el hombre no puede explicar por causas naturales, lo que demuestra lo limitado de nuestro entendimiento.

Insiste en que no es necesario buscar ejemplos raros para probar la debilidad de la razón: su propia naturaleza la hace corta y ciega. No hay verdad tan clara que la razón humana no pueda poner en duda, y para ella lo fácil y lo difícil se confunden. En suma, la razón no está hecha para juzgar las cosas divinas ni para gobernar la naturaleza en general.

Soberbia de la razón

Montaigne recuerda las palabras de la Escritura: la sabiduría humana es locura ante Dios; el que presume de saber se engaña a sí mismo. Con esto deja claro que la razón, abandonada a sí misma, no tiene fuerza para sostener la verdad. Los incrédulos, sin embargo, solo aceptan que se los combata con la razón misma, y Montaigne accede al reto: examina al hombre “despojado de la gracia”, armado solo con sus facultades naturales.

El hombre cree ocupar el centro del universo, como si todo existiera para su servicio. Pero, ¿qué pruebas tiene? —pregunta Montaigne—. Es una criatura débil, frágil, incapaz de gobernarse a sí misma, expuesta a toda clase de males. No obstante, se imagina emperador del mundo y único capaz de reconocer la obra del Creador. Montaigne ridiculiza esta presunción: incluso los sabios apenas tienen una chispa de inteligencia, y mucho menos los necios y perversos, que son mayoría.

El filósofo observa la majestad del cielo: los astros, sus movimientos exactos, su poder sobre la vida, las inclinaciones y hasta la razón de los hombres. ¿Cómo puede el hombre, que depende de tales influencias, pretender comprender y someter a su ciencia la esencia del universo? La magnitud, la belleza y la constancia de los astros ponen de manifiesto la desproporción entre nuestra pequeñez y la grandeza del cosmos.

Montaigne también critica la pretensión de superioridad absoluta sobre los animales. ¿Por qué afirmar que carecen de razón si desconocemos sus modos de comunicación? Relata con ironía: cuando él se burla de su gata, ¿quién sabe si la gata no se burla de él también? Los hombres y los animales comparten signos, afectos y gestos que revelan una correspondencia mutua. Entre ellos existe comunicación plena, incluso entre especies distintas, mientras que entre nosotros persisten barreras lingüísticas (como entre vascos y trogloditas). Algunos antiguos —Apolonio de Tiana, Melampo, Tiresias, Thales— se jactaban de comprender a los animales. Además, recuerda que hay pueblos que veneran a los perros como reyes, lo cual muestra que encuentran sentido en sus signos.

La idea de que solo el hombre tiene razón y alma racional es un prejuicio de su vanidad. Tal presunción es, para Montaigne, la enfermedad original de la humanidad: la criatura más frágil y miserable se imagina situada por encima de la luna, casi a la altura de Dios. Pero basta mirar su debilidad, su dependencia del cosmos y su semejanza con los animales para desmontar esa arrogancia.

Los animales

Montaigne observa que los animales se entienden entre sí a través de movimientos, modulaciones de voz y gestos, lo mismo que hacen los humanos. Pone ejemplos: el caballo reconoce en el ladrido del perro señales de cólera, y los mudos, igual que los enamorados, se comunican con gestos, ojos y manos. Señala que casi cualquier idea puede expresarse sin palabras: con las manos damos órdenes, rogamos, negamos, juramos, condenamos, bendecimos, injuriamos, aplaudimos o nos reconciliamos. También la cabeza, las cejas y los hombros hablan. Incluso el silencio puede ser elocuente, como en el ejemplo del embajador de Abdera ante el rey de Esparta. Con ello demuestra que el lenguaje no es exclusivo del hombre: hay múltiples formas de comunicación no articulada, algunas tan expresivas o más que la voz.

Se pregunta: ¿qué facultades reconocemos en nosotros que no aparezcan también en los animales? Pone como ejemplo a las abejas, cuya organización colectiva y métodos de trabajo son extraordinariamente ordenados y racionales. Su vida social, estructurada en cargos y oficios, muestra un grado de discernimiento que no puede explicarse sin suponer en ellas algo de razón. De ahí que algunos antiguos afirmaran que las abejas participan de una chispa de la mente divina.

Las golondrinas, al elegir el lugar del nido, parecen deliberar; adaptan la forma de sus viviendas según las condiciones; usan agua y arcilla para dar consistencia; tapizan con musgo o plumas para proteger a sus crías; orientan los nidos contra viento y lluvia. Igualmente, las arañas regulan la densidad de sus telas según el lugar y la necesidad. Todo esto muestra discernimiento y conocimiento, no mero instinto ciego.

Observa que los animales realizan muchas obras que superan nuestras capacidades, sin que nosotros podamos imitarlos ni con arte ni con razón. Si admitimos que nuestras propias obras requieren reflexión e inteligencia, ¿por qué negársela a las suyas? Con ello, en realidad, concedemos a los animales una ventaja inmensa: la naturaleza los guía maternalmente, mientras que a nosotros nos deja librados al azar, obligándonos a suplir con artificio lo que ellos realizan de manera natural y espontánea.

El hombre suele quejarse de ser el único animal desnudo, sin defensas naturales, obligado a procurarse abrigo y armas. Montaigne rechaza esta visión como falsa: la naturaleza cuida a todas las criaturas con igualdad. Cita ejemplos históricos y etnográficos: los galos primitivos iban desnudos, los irlandeses apenas se cubrían pese al clima frío, y muchos pueblos resisten bien a la intemperie. Nuestro cuerpo, afirma, está suficientemente preparado: cara, pies, manos, piernas, hombros y hasta la cabeza resisten al aire y al frío, siempre que la costumbre lo permita.

Tampoco es cierto que seamos más desvalidos que los demás animales al nacer. Montaigne recuerda que las madres de Esparta criaban a sus hijos en libertad, sin envolverlos. Además, el llanto no es exclusivo del hombre: la mayoría de los animales lloran y gimen tras nacer, lo que demuestra que esa señal de debilidad es común a todas las criaturas.

En cuanto al alimento, lo reclamamos igual que los animales, y lo hacemos por un instinto tan natural como el suyo. Así, la queja de que el hombre es un ser despojado e inferior está mal fundada: la naturaleza ha provisto a cada especie de los recursos que necesita, y al hombre le ha dado los suyos en proporción.

Alimentación

Montaigne señala que un niño, de forma natural, pide alimento cuando ya no le basta la leche materna. La tierra, por sí misma, provee al hombre lo necesario, sin requerir cultivo ni artificio, del mismo modo que nutre a los animales. Ejemplo de ello son las hormigas, que almacenan provisiones para el invierno. Además, las naciones recién descubiertas en América muestran que la naturaleza puede ofrecer alimentos en abundancia sin necesidad de industria humana. Con esto Montaigne critica la idea de que el hombre dependa únicamente de su arte y trabajo, cuando en realidad la naturaleza es generosa.

Montaigne recuerda que Lactancio atribuía a los animales no solo la facultad de hablar, sino también la de reír, señalando así una semejanza más estrecha con el hombre. Además, observa que así como los humanos varían de lengua según la región, también los animales de una misma especie difieren en su comunicación: Aristóteles ponía como ejemplo el canto de las perdices, que cambia de acuerdo con el lugar o las estaciones.

El hombre también tiene ventajas naturales: sus movimientos son ágiles y aprovecha bien su cuerpo, incluso sin instrucción. Cita ejemplos de animales que se preparan para la lucha (elefantes que afilan sus colmillos, toros que esparcen polvo, jabalíes que aguzan los dientes, el icneumón que se cubre de barro para combatir al cocodrilo). Así como ellos se proveen de defensas naturales, el hombre busca su protección en la madera y en el hierro. Esto muestra que no es inferior en el instinto de defensa.

Lenguaje

Respecto al lenguaje, Montaigne cuestiona que sea exclusivo del hombre. Sugiere que incluso un niño criado en soledad hallaría una forma de expresarse. La naturaleza no habría negado al hombre un medio tan necesario que se observa en otros animales: ellos expresan dolor, alegría, llaman a sus compañeros, piden ayuda o se invitan al amor por medio de la voz. Es decir, hablan a su manera. Además, los animales se comunican con nosotros: perros, caballos, bueyes y aves entienden nuestras señales y responden. Incluso las hormigas, como señaló Dante, parecen comunicarse en sus encuentros.

Retomando su hipótesis del niño criado en soledad, aunque no se puede saber con certeza qué lenguaje usaría, sostiene que no es verosímil afirmar que carecería de toda forma de expresión. A la objeción de que los sordos de nacimiento nunca hablan, responde que ello se debe a la estrecha relación entre oído y palabra: articulamos las palabras primero en la mente y en cierto modo las dirigimos a nuestros oídos antes de comunicarlas a los demás.

El hombre dentro del mundo animal

Montaigne, en la segunda objeción a la obra de Raimundo Sabunde, se enfrenta a quienes descalifican sus argumentos como débiles e insuficientes para demostrar lo que se propone. Según estos críticos, la Theologia naturalis puede objetarse fácilmente, pues descansa sobre razonamientos humanos. Para Montaigne, esta objeción es más peligrosa que la primera, porque no nace de un celo piadoso sino de la mala fe de los incrédulos, que torcen todo pensamiento hacia el ateísmo. El ateo —dice— envenena con su propio veneno cualquier idea, por más inocente que sea, y cree que ha ganado cuando la religión se defiende en el terreno de la razón, porque se atreve a atacarla allí donde no se atrevería a enfrentarla en su majestad divina. La estrategia de Montaigne consiste entonces en humillar al orgullo humano, desnudar la vanidad de la razón y mostrar que la ciencia verdadera pertenece sólo a Dios, mientras que lo que llamamos razón no es más que una facultad corta, ciega y engañosa.

Para sostener este punto, Montaigne recuerda que la Sagrada Escritura insiste en que la sabiduría de los hombres es locura ante Dios y que nada hay más vano que la presunción del saber humano. El que presume de saber, en realidad, ignora qué es el saber. Con esta perspectiva, Montaigne propone contemplar al hombre despojado de la gracia, armado sólo con sus propias fuerzas, y preguntarse qué fundamento real tiene para creerse superior al resto de las criaturas. El espectáculo es ridículo: una criatura frágil, incapaz de gobernarse a sí misma, sujeta a innumerables males y peligros, que sin embargo se imagina emperadora del universo y señora del mundo. Este orgullo, que coloca al hombre por encima de la luna y casi a la altura de Dios, es para Montaigne la enfermedad original de nuestra especie.

Frente a la grandeza del cosmos, el hombre es apenas un punto. Las estrellas, los astros, los movimientos celestes influyen no sólo sobre la vida y la fortuna de los hombres, sino también sobre sus inclinaciones, su razón y su voluntad. Las monarquías, los imperios y toda la agitación de la historia dependen del movimiento de los cielos, y sin embargo el hombre se considera dueño de todo. Montaigne ridiculiza esta presunción: ¿cómo puede nuestra frágil inteligencia abarcar o someter a su juicio lo que está tan por encima de ella? Ni siquiera podemos explicar de modo seguro lo que ocurre en nuestro propio cuerpo o en los seres más cercanos a nosotros, y pretendemos penetrar en los secretos del universo.

La crítica se desplaza entonces hacia la relación entre los hombres y los animales. El ser humano se atribuye el monopolio de la razón, del lenguaje y del discernimiento, pero Montaigne muestra con ironía que esta pretensión es insostenible. Recuerda su célebre ejemplo: cuando él se burla de su gata, ¿quién sabe si la gata no se burla de él? La comunicación entre especies existe, y los animales, entre sí, se comprenden. Los caballos entienden en los ladridos de los perros cuándo hay cólera y cuándo no. Los gestos, las voces, las posturas y los movimientos de los animales son verdaderos lenguajes, del mismo modo que los mudos y los enamorados se comunican con señales. El hombre se expresa no sólo con palabras, sino con la cabeza, las manos, las cejas, los hombros, con todo su cuerpo. Del mismo modo, los animales disponen de signos múltiples para expresar sus pasiones. Negarles inteligencia y comunicación es injusto y producto de nuestro orgullo.

Montaigne insiste en que los animales realizan obras que el hombre no puede imitar. Las abejas tienen una organización más perfecta que la de muchas comunidades humanas, y su orden social implica discernimiento. Las golondrinas construyen sus nidos con técnicas que muestran deliberación: eligen lugares adecuados, usan materiales distintos según la necesidad, orientan sus casas contra la intemperie. Las arañas regulan la densidad de sus telas según el espacio, usando hilos más fuertes o más débiles. Todo esto no puede reducirse a un instinto ciego, porque en nuestras propias obras reconocemos el esfuerzo de la inteligencia; ¿por qué negárselo a las suyas, que son aún más admirables?

El hombre se queja de ser la única criatura desnuda, débil, sin defensas naturales, obligado a mendigar vestido y armas. Pero Montaigne desmonta esta queja: la naturaleza cuida de todos por igual. Muchas naciones humanas han vivido sin ropa en climas fríos, y su piel se ha adaptado. Nuestro cuerpo es tan resistente como el de otros animales si lo acostumbramos: pies, manos, cabeza, hombros pueden soportar los elementos. El llanto al nacer no es exclusivo del hombre; casi todos los animales lloran o gimen tras el parto. En cuanto al alimento, lo reclamamos con instinto natural como todos los demás seres. No hay razón para decir que la naturaleza fue injusta: cada especie recibió lo que necesitaba para conservarse.

Tampoco el lenguaje es propiedad exclusiva del hombre. Si se dejara a un niño en soledad, encontraría una forma de expresarse; la naturaleza no podía haber negado este medio a la criatura que lo necesita. Los animales también hablan a su manera: se quejan, muestran alegría, se llaman unos a otros, piden ayuda. Los perros, caballos y aves entienden nuestras señales y nos responden. Aristóteles mismo decía que las perdices cambian de canto según las regiones, lo que prueba una diversidad de lenguas también en los animales. Lactancio, más atrevido aún, atribuía a los animales la facultad de reír. Todo esto muestra que el hombre no está radicalmente por encima ni por debajo de los animales, sino dentro del mismo orden natural, sujeto a las mismas leyes de fortuna.

Montaigne lleva la reflexión más lejos: si los animales obran bien porque están guiados por la naturaleza, esto los aproxima más a la divinidad que a nosotros, que obramos con una libertad azarosa y temeraria. Es más seguro y más noble ser conducido por un orden natural inevitable que abandonarse a los caprichos de una razón inconstante. El hombre, en su vanidad, prefiere atribuirse méritos a sí mismo y despreciar los dones naturales, pero en realidad las facultades naturales son más valiosas y estables que las adquiridas por arte y esfuerzo.

Para ilustrar su punto, cuenta el ejemplo del zorro en Tracia, que prueba con el oído el espesor del hielo antes de cruzar un río. Ese comportamiento es idéntico al razonamiento que haría un hombre en la misma situación: deducir que lo que suena se mueve, lo que se mueve no está helado, lo que no está helado no sostiene el cuerpo. Atribuir esta conducta solo a la finura del oído y no a la reflexión es un error. Los animales, en múltiples astucias y procedimientos, muestran razonamientos semejantes a los nuestros.

Frente al argumento de que la prueba de nuestra superioridad es que usamos a los animales para nuestro servicio, Montaigne replica que no es distinto de la relación entre los hombres. Los tiranos han tenido siempre esclavos dispuestos a dar la vida por ellos. Ejércitos enteros se han consagrado a sus capitanes. Los gladiadores juraban someterse a todo castigo, incluso la muerte, en obediencia a su amo. El hombre, por tanto, se somete a otros hombres con la misma docilidad que los animales a los hombres. La obediencia no es prueba de inferioridad esencial, sino de poder y circunstancia.

En este extenso razonamiento, Montaigne responde a la segunda objeción mostrando que no hay debilidad en los argumentos de Sabunde, sino ceguera y soberbia en quienes los desprecian. La razón humana es frágil, presuntuosa y limitada; los animales comparten con nosotros muchas facultades y en algunos aspectos nos superan. El hombre debe reconocerse dentro del orden natural, no por encima de él, y admitir que todo cuanto tiene procede de la gracia de Dios y de la naturaleza. Al reconocer la semejanza entre hombres y animales, Montaigne rebaja la vanidad humana y devuelve a Dios la única gloria de la sabiduría verdadera.

Los animales poseen facultades de razón, arte y previsión tan evidentes como las nuestras, y que la presunta superioridad del hombre es ilusoria.

Explica primero que la supuesta “servidumbre” de los animales hacia el hombre no es una prueba de inferioridad esencial. Al contrario, muchas veces los hombres se han sometido a sus semejantes con más docilidad y crueldad que los propios animales: los gladiadores que juraban dejarse encadenar y morir, los escitas que sacrificaban servidores en la tumba de sus reyes, las concubinas que se disputaban el honor de ser estranguladas. En contraste, ningún león sirve a otro león, ni ningún caballo se rebaja a ser esclavo de otro caballo. Entre hombres, en cambio, abundan los casos de servidumbre voluntaria y masiva. Montaigne observa que incluso nosotros servimos con más esmero a nuestros perros y caballos que a muchos de nuestros criados. El poder, por tanto, no prueba superioridad, sino relaciones de fuerza comparables en todo el reino de la naturaleza.

Luego desarrolla el argumento de la caza compartida y la astucia animal. El hombre caza a las bestias, pero también los tigres y leones cazan a los hombres. El ejercicio es el mismo, y a menudo compartimos el fruto de la caza con los animales, como con los perros y los halcones. Hay incluso pueblos que cooperan directamente con animales: cazadores de Tracia que comparten el botín con halcones salvajes, pescadores del Ponto Euxino que entregan parte de su pesca a los lobos para evitar que les rompan las redes. Aristóteles añade que animales como la jibia usan auténticas “artes de pesca”: extiende una membrana como si fuera una caña, espera que el pez muerda y, con paciencia y cálculo, lo captura. ¿Qué diferencia esencial hay entre esa astucia y la pesca humana con anzuelo?

En cuanto a la fuerza, Montaigne resalta que el hombre es de los más expuestos y frágiles de los animales. Grandes bestias como elefantes o cocodrilos pueden diezmar multitudes, pero incluso criaturas minúsculas bastan para derribarlo: los piojos provocaron la muerte del dictador Sila, y un simple gusano puede acabar con la vida de un emperador. Frente a estas evidencias, ¿con qué fundamento afirmamos que solo el hombre posee ciencia para conservar la salud y curar enfermedades? Los animales también conocen remedios: las cabras de Candia buscan el fresnillo cuando están heridas; la tortuga, tras devorar una víbora, recurre al orégano para purgarse; el dragón limpia sus ojos con hinojo; la cigüeña se aplica lavativas; los elefantes saben arrancar flechas con una destreza que supera la de los hombres, incluso curando las heridas de sus amos. Negar que eso sea ciencia es absurdo, porque si lo reducimos a instinto natural, no hacemos sino concederles una razón más elevada: poseen sin aprendizaje lo que nosotros apenas alcanzamos con estudio y arte.

El ejemplo más decisivo lo toma de Crisipo, filósofo estoico que no era favorable a la inteligencia animal. Crisipo, sin embargo, se ve obligado a reconocer la fuerza del razonamiento en los perros. Describe el caso del perro que sigue una pista hasta una encrucijada con tres caminos: huele el primero, luego el segundo, no encuentra rastros y se lanza por el tercero sin vacilar. Ese procedimiento —dice Crisipo— es un silogismo puro: “Mi amo tomó uno de los tres caminos; no ha pasado por este ni por aquel; por tanto, necesariamente tomó el tercero.” El perro no necesita olerlo: su razón lo conduce con la misma lógica que un filósofo. Montaigne concluye que este acto de raciocinio, basado en proposiciones divididas y conclusiones necesarias, vale tanto en el perro como en el hombre.

En todos estos ejemplos, Montaigne busca demostrar que las acciones de los animales no son simples reflejos de un instinto ciego, sino obras de discernimiento, cálculo y experiencia comparables a las humanas. Al negarles esas facultades, nos engañamos y reforzamos la soberbia de nuestra especie. La verdad es que el hombre no está por encima del orden natural, sino que comparte con los animales las mismas leyes y limitaciones. Esta reflexión responde directamente a los críticos de Sabunde: sus argumentos no son débiles, lo débil es la razón humana que se cree señora de lo que no entiende. La mayor enseñanza es reconocer nuestra pequeñez, nuestra semejanza con el resto de la creación, y que sólo la gracia divina nos distingue, no la vana presunción de nuestro ingenio.

Muchos animales son capaces de recibir instrucción: mirlos, cuervos y loros aprenden a hablar, lo cual prueba que poseen raciocinio, memoria y voluntad para imitar sonidos articulados. No se trata de una repetición mecánica, sino de una disposición que los hace aptos para la enseñanza. También recuerda cómo los titiriteros adiestran a perros que bailan al ritmo de la música, siguiendo los compases con movimientos y saltos precisos, lo que supone comprensión de órdenes y coordinación.

El ejemplo más conmovedor lo encuentra en los perros guías de los ciegos, que muestran prudencia, previsión y discernimiento. Narra el caso de un perro que, acompañando a su amo a lo largo de un foso, renunció a un sendero cómodo para sí mismo y eligió uno más difícil pero más seguro para el ciego. El animal no sólo percibió el peligro invisible para su amo, sino que decidió actuar en beneficio del otro, sacrificando su propia comodidad. Para Montaigne, esto no puede explicarse sin raciocinio: el perro comprendió su misión y actuó con discernimiento, no por mera rutina.

Recuerda también el relato de Plutarco sobre un perro actor en Roma, en tiempos de Vespasiano. El animal simulaba en el teatro haber ingerido veneno: temblaba, caía al suelo como muerto, se dejaba arrastrar, y después, en el momento oportuno, fingía un despertar paulatino, dejando atónitos a los espectadores. El realismo de la actuación muestra no solo docilidad al entrenamiento, sino la capacidad de sostener un papel y de ejecutar con precisión una secuencia de acciones.

Otro ejemplo sorprendente son los bueyes de los jardines reales de Susa, adiestrados para mover grandes ruedas de agua. Les habían enseñado a dar exactamente cien vueltas al día, ni una más ni una menos. Al llegar a ese número se detenían de inmediato, con tal regularidad que ningún medio humano podía forzarlos a continuar. Montaigne compara esta exactitud con el hecho de que un niño humano necesita llegar a la adolescencia para contar hasta cien, y que incluso hay pueblos recién descubiertos que carecen de toda noción de numeración.

Con estos ejemplos Montaigne refuerza su idea central: no hay razón para negar a los animales el raciocinio y el discernimiento que reconocemos en nosotros. Sus actos, ya sea en la comunicación, en la construcción de nidos, en la caza o en la disciplina aprendida del hombre, revelan facultades que desmienten la arrogancia humana. Al contrario, lo admirable es que, sin necesidad de largos aprendizajes, los animales alcanzan una destreza que en nosotros exige años de educación y artificio.

Por otro lado, Montaigne recuerda a Demócrito, quien sostenía que muchas artes humanas fueron inspiradas por los animales: de la araña aprendimos el tejer, de la golondrina la construcción, de los cisnes y ruiseñores la música, y de otros más la medicina. Aristóteles, por su parte, observó que los ruiseñores enseñan a cantar a sus polluelos, lo que revela una verdadera pedagogía animal: hay maestros y discípulos, correcciones, rivalidades y aprendizajes individuales, tanto que no hay dos cantos idénticos, porque cada ave aprovecha la lección según su capacidad. La enseñanza implica esfuerzo, emulación e incluso pasión, a veces hasta la extenuación. Montaigne subraya que este proceso no es mecánico, sino análogo al nuestro.

El autor también recuerda espectáculos con elefantes músicos y bailarines: algunos tocaban címbalos mientras otros seguían el ritmo, inclinándose o alzándose con cadencia; en Roma llegaron a bailar en parejas, imitando pasos difíciles, y hasta ensayaban solos para perfeccionar sus movimientos. Estos animales no solo obedecían, sino que se ejercitaban como alumnos humanos para recordar la lección y evitar el castigo, lo que denota disciplina consciente.

Relata después la historia de la urraca del barbero de Roma que, tras escuchar a unos trompeteros, pasó un día entero silenciosa, melancólica y abstraída, no porque hubiese perdido la voz, sino porque estaba meditando y preparando su garganta para reproducir los sonidos. Al día siguiente imitó con precisión los toques de trompeta, mostrando que había procesado, interiorizado y ejercitado lo aprendido. Aquí, la imitación no es automática, sino fruto de un verdadero trabajo interior: pensamiento, memoria y voluntad.

El relato se enriquece con otro ejemplo sorprendente: un perro que Plutarco observó en un navío. El animal, queriendo beber aceite del fondo de una vasija demasiado estrecha, arrojó piedras dentro hasta hacer subir el nivel del líquido, imitando un procedimiento que parecería digno de un filósofo experimental. Lo mismo hacían los cuervos de Berbería con el agua. Asimismo, Montaigne recuerda la sagacidad de los elefantes que, al ver a un compañero caer en una trampa cubierta de ramas, acudían a llenarla de piedras y madera para rescatarlo. Estos casos son claros ejemplos de razonamiento práctico, previsión y ayuda mutua.

No faltan además historias de elefantes conscientes de la injusticia humana: uno que separó con la trompa la mitad de su ración cuando su amo lo alimentó con la medida completa, mostrando que reconocía el robo anterior de su cuidador; otro que vengó un engaño llenando de ceniza la olla del sirviente que lo defraudaba. Montaigne destaca que tales actos revelan juicio y memoria de agravios, algo que no podemos reducir a un instinto ciego.

Por último, recuerda el papel de los elefantes en los ejércitos antiguos, especialmente bajo Aníbal y en la India. No sólo se les confiaba la fuerza bruta, sino también maniobras complejas, la vanguardia de las batallas y decisiones que requerían disciplina y previsión. Menos traicionaban ellos que los propios soldados humanos, pues rara vez atacaban a los suyos. Su fiabilidad en combate demuestra confianza en su inteligencia. De forma paralela, Montaigne alude a los perros de los conquistadores españoles en América, quienes recibían sueldo y parte del botín porque combatían con juicio y eficacia, distinguiendo enemigos de aliados, persiguiendo y venciendo con valentía y destreza.

Señala que el hombre admira lo extraño y lo extraordinario, pero ignora lo que ocurre cada día delante de sus ojos. Por eso se entretuvo en enumerar ejemplos “prodigiosos”, aunque cree que quien observe de cerca la vida de los animales que conviven con nosotros encontrará maravillas iguales o mayores. La naturaleza es siempre la misma, y sus leyes permanecen inalterables; lo que ha ocurrido en tiempos antiguos ocurre también hoy, y lo que vemos en nuestro presente puede explicar lo pasado y anticipar lo venidero.

Montaigne recuerda cómo, cuando llegaron hombres de tierras lejanas, sus compatriotas los juzgaron brutos porque no entendían su lengua ni compartían sus modales. Concluye que hacemos lo mismo con los animales: lo que no comprendemos lo condenamos, y llamamos torpeza a lo que simplemente escapa a nuestro conocimiento. Sin embargo, los animales domésticos reconocen nuestra voz y obedecen órdenes; incluso los peces, como la murena de Craso o las anguilas de Aretusa, acudían a la llamada de sus amos. Él mismo había visto peces que salían a comer cuando escuchaban la voz de quien los cuidaba. Eso demuestra que poseen memoria, discernimiento e inteligencia.

Más aún, menciona el caso de los elefantes, de los que se dice que realizan prácticas semejantes a la religión: después de purificarse, elevan la trompa hacia el sol naciente y permanecen largo rato en contemplación. Aunque se dudara de este hecho, no es legítimo negarles religión simplemente porque no la comprendemos. Montaigne insiste en que es nuestra torpeza la que nos impide descifrar sus actos, no una supuesta incapacidad de los animales.

Recuerda la anécdota de Cleanto, que observó un hormiguero transportar a una hormiga muerta hasta otro nido, donde se produjo una especie de negociación: los habitantes enviaban delegados que conferenciaban, volvían a consultar, y finalmente entregaron un gusano como rescate por el cadáver. Esta escena muestra que incluso sin voz articulada los animales tienen comunicación y prácticas sociales que se asemejan a las humanas.

Luego menciona episodios igualmente admirables: el pececillo rémora, capaz de detener galeras enteras, como sucedió con la de Augusto en Actium o con la de Calígula, quien se sorprendió de que un ser tan pequeño pudiera resistir el mar y los vientos. También alude al erizo, que tapando las salidas de su madriguera según los vientos que van a soplar, servía como señal para predecir el tiempo; o al camaleón, que cambia de color como efecto de sus pasiones, y al pulpo, que se mimetiza a voluntad para huir o cazar. Estas facultades naturales, observa Montaigne, son comparables a las nuestras: así como la vergüenza nos hace enrojecer o el miedo nos palidece, también los animales expresan pasiones con su cuerpo.

Todo ello demuestra que los animales ejecutan acciones más hábiles y refinadas que las que nosotros podemos lograr, actos que a menudo no podemos ni imitar ni imaginar. Reconocer esas capacidades es admitir que en ellos hay facultades superiores a las nuestras, aunque no sepamos nombrarlas.

Los antiguos tenían por medio de adivinación más seguro el augurio del vuelo de las aves. Para Montaigne, este hecho no puede reducirse a un mero instinto ciego: el orden y concierto de esos movimientos responden a un raciocinio o a una facultad singular, de lo contrario sería imposible atribuirles esa capacidad de predecir lo venidero. Del mismo modo, alude a la torpilla, un pez con la facultad de adormecer incluso a través del agua o de las redes, propiedad que utiliza intencionadamente para capturar a sus presas. También recuerda el hábito de las aves migratorias, como golondrinas y grullas, que cambian de residencia según las estaciones; ello prueba, dice, que se sirven de un discernimiento semejante a la adivinación. Incluso los cazadores observan que las madres perras distinguen con sorprendente acierto cuál de sus cachorros es el mejor: esto no es casualidad, sino juicio penetrante.

Montaigne extiende el argumento afirmando que las funciones naturales de los animales —nacer, engendrar, nutrir, vivir y morir— son análogas a las del hombre, y que las supuestas superioridades que nos atribuimos carecen de fundamento. La medicina misma aconseja vivir “a la manera de las bestias” para conservar la salud, lo cual muestra que la naturaleza es más sabia que nuestros artificios. Incluso en el acto de la generación, dice Montaigne, los médicos recomiendan imitar a los animales por la moderación y naturalidad de sus costumbres, desechando las prácticas desordenadas y artificiosas de los hombres.

El autor reconoce además que los animales practican algo semejante a la justicia: agradecen a sus bienhechores, persiguen a quienes los hieren, y cuidan de sus pequeños con una equidad comparable a la humana. También viven la amistad con mayor constancia y pureza: recuerda los ejemplos conmovedores de perros que, al morir sus dueños, permanecieron junto a ellos hasta lanzarse al fuego de la pira. Asimismo, reconoce en ellos las llamadas “simpatías” o afectos espontáneos, semejantes a los humanos: se apegan unos a otros por razones de apariencia, de color o de semblante, y manifiestan rechazo u odio hacia otros. Entre ellos existen preferencias, celos y rivalidades, no muy distintas de las nuestras.

A propósito de los apetitos, Montaigne distingue entre los naturales y necesarios —como el comer y beber—, los naturales e innecesarios —como el comercio sexual—, y los que no son ni naturales ni necesarios, que son casi todos los del hombre. Nuestra vida, dice, está llena de apetitos superfluos e inventados que sofocan a los verdaderamente naturales, como si en una ciudad los extranjeros expulsaran a los ciudadanos nativos. Los animales, en cambio, se mantienen más ordenados y moderados dentro de los límites que la naturaleza prescribe.

No obstante, Montaigne reconoce también en ellos una semejanza con los excesos humanos. Habla de amores furiosos entre hombres y bestias, o de pasiones monstruosas entre animales de distinta especie e incluso del mismo sexo. Refiere casos extravagantes, como el del elefante enamorado de una joven vendedora de flores en Alejandría, que la cortejaba como un galán, o el de dragones, ocas, carneros y monos apasionados de seres humanos. Igualmente menciona autores antiguos que alaban el respeto de ciertos animales a la parentela en sus uniones, aunque la experiencia muestra que también entre ellos se da la transgresión de incestos.

Guerra humana y vida animal

Confronta la guerra humana con la vida animal, y lo hace para desnudar la vanidad y el absurdo de nuestra especie.

Comienza evocando un caso de astucia animal: la mula de Tales, que al descubrir por azar que al mojarse la carga de sal esta se aligeraba, repitió la artimaña cada vez que podía, hasta que el amo la engañó cargándola de lana, más pesada aún al mojarse. Montaigne presenta aquí un raciocinio evidente en el animal, una prueba de experiencia, memoria y deducción que desmonta la idea de que solo los hombres obran con cálculo. Enseguida recuerda la previsión de las hormigas, que no solo almacenan semillas, sino que incluso las muerden para evitar que germinen y pierdan valor nutritivo. Estas prácticas superan, según Montaigne, la previsión y la prudencia de cualquier hombre.

De allí pasa a la guerra, “la más aparatosa de todas las acciones humanas”. Y pregunta: ¿cómo podemos vanagloriarnos de una práctica cuyo único fin es la destrucción de nuestra especie? Los animales no conocen semejante arte, y en ello muestran mayor sabiduría. Las luchas que se ven entre ellos —como las de las abejas y sus ejércitos— no se asemejan en nada a la masacre sistemática que los hombres organizan contra sí mismos.

Para ridiculizar la vanidad militar, Montaigne cita versos que pintan la majestad aparente de la guerra: truenos, clamores, choques de armas, un espectáculo que aterra. Pero en seguida lo reduce todo a su pequeñez y absurdo: guerras colosales pueden nacer de causas ínfimas, como la disputa doméstica de París y Helena que encendió a Grecia y Asia entera. También recuerda cómo el gran emperador romano, en versos satíricos, confiesa que batallas con cientos de miles de muertos se debieron a cuestiones sexuales con Fulvia. Así, Montaigne muestra que lo que parece una hidra de mil cabezas —el ejército en combate, la guerra que sacude cielos y tierra— no es más que un hormiguero revuelto, frágil y ridículo.

La guerra, ese monstruo que aparenta fuerza, se derrumba por nada: un caballo que tropieza, un soplo de polvo en los ojos, un presagio, un sueño, o el vuelo de un ave bastan para que ejércitos enteros pierdan la brújula. Incluso Pompeyo y otros grandes generales fueron derrotados por medios ínfimos, como un puñado de polvo lanzado al viento.

Con esta ironía, Montaigne desenmascara la “ciencia militar” como una empresa absurda y muestra que lo que el hombre toma como gloria y grandeza es en verdad miseria y flaqueza. Frente a la previsión, el orden y la utilidad de los actos animales, la guerra humana aparece como una prueba de nuestra fragilidad esencial, disfrazada de pompa y valor.

Incluso las criaturas más pequeñas, como las abejas, pueden derrotar la fuerza humana. Recuerda un episodio en que los habitantes de la ciudad de Tamly repelieron a los portugueses lanzando colmenas en llamas desde las murallas; los soldados no pudieron resistir los ataques y picaduras, viéndose obligados a abandonar el asedio. Aquí Montaigne subraya que la fuerza humana, por muy aparatosa, sucumbe ante la ingeniosa defensa de animales diminutos. Es una metáfora clara de cómo la arrogancia militar queda reducida por la astucia natural.

Luego afirma que los príncipes y emperadores, que parecen mover el mundo con sus actos, están guiados por los mismos resortes que cualquier hombre común. La única diferencia es la escala: lo que en un hombre provoca una riña con su vecino, en un monarca provoca la ruina de provincias enteras. La ligereza de las pasiones es la misma en todos, desde un zapatero hasta un emperador. En el fondo, dice Montaigne, los apetitos que animan a un insecto son los mismos que los que mueven a un elefante o a un rey.

De allí pasa a mostrar cómo en fidelidad, los animales aventajan siempre al hombre. Evoca múltiples ejemplos de perros que vengaron la muerte de sus amos o que permanecieron junto a sus cadáveres sin comer ni beber hasta morir, actos que revelan una lealtad más pura que la humana. Narra el caso del perro hallado por el rey Pirro, que tras custodiar tres días el cuerpo de su amo, reconoció a los asesinos en un desfile y con sus ladridos los delató, lo que permitió hacer justicia. También recuerda el perro de Hesíodo, que denunció a los homicidas del poeta, y otro perro guardián de un templo de Atenas, que siguió a un ladrón durante todo su recorrido, rechazando su comida y aceptando la de los demás, hasta llevar a la justicia al sacrílego. El reconocimiento fue tan grande que los jueces ordenaron mantenerlo a expensas del erario.

La gratitud aparece ejemplificada en la célebre historia de Androclo y el león. Montaigne cita a Apión, quien fue testigo: un esclavo condenado a morir en el circo se encontró frente a un león que, en lugar de atacarlo, lo reconoció como aquel que años antes le había curado una garra herida en África. El león lo acarició como un perro fiel y lo protegió. Ante la admiración del pueblo y del emperador, Androclo fue liberado y el león le fue entregado como compañero. La historia ilustra una gratitud tan fuerte que sobrepasa la de la mayoría de los hombres, incapaces de reconocer un beneficio con tanta nobleza.

La fidelidad conyugal, que solemos considerar patrimonio del hombre, aparece mejor guardada en ciertos animales que entre nosotros. Y no sólo eso: muchas especies practican la ayuda mutua con mayor perfección que los humanos. Describe cómo bueyes y cerdos acuden al grito de un compañero ofendido, cómo peces atrapados en anzuelos o redes son liberados por sus semejantes, incluso cortando cañas o presentando sus colas para arrastrar al cautivo. La naturaleza muestra en estas escenas una solidaridad espontánea que la humanidad, con todo su discurso moral, rara vez imita.

Montaigne recuerda también las asociaciones entre especies distintas: la ballena guiada por un pequeño pez piloto, al que respeta y protege; el cocodrilo que convive con el reyezuelo que limpia sus dientes y lo despierta ante el peligro; la ostra nácar y el pinotero, que cazan en cooperación. Estos ejemplos subrayan que la naturaleza ha dado a los animales formas de alianza, confianza y reciprocidad que no desmerecen frente a las instituciones humanas. Incluso los atunes —dice con asombro— parecen conocer la geometría y la astronomía, pues se organizan en formaciones cúbicas y ajustan sus desplazamientos a los solsticios y equinoccios.

La magnanimidad, tan celebrada como virtud regia, también aparece en los animales: un perro enviado al emperador Alejandro despreció luchar contra ciervos, jabalíes y osos, y solo se levantó ante la presencia de un león, mostrando nobleza en su elección del adversario. De igual modo, un elefante que mató a su cuidador cayó en tal arrepentimiento que dejó de alimentarse hasta morir, ejemplo de remordimiento que no solemos atribuir a los irracionales. Y aún un tigre, el más feroz de los animales, rehusó devorar un cabrito que le habían dado como presa, prefiriendo pasar hambre antes que traicionar el vínculo de hospitalidad con su compañero de jaula.

El ejemplo más maravilloso, según Montaigne, es el del alción. La naturaleza detiene los vientos y calma el mar durante los días de su cría, de modo que siete jornadas de pleno invierno resultan seguras para navegar. Además, esta ave se muestra como modelo de fidelidad marital y de cuidado mutuo, cargando con su pareja enferma hasta la muerte. Y lo más admirable es la construcción de su nido, cuya arquitectura circular y firme, resistente al mar y al hierro, Montaigne describe con asombro, convencido de que los hombres no podríamos imitarla. Aquí su propósito es claro: lo que solemos juzgar como “instinto ciego” en realidad encierra sabiduría y arte naturales que superan la comprensión humana.

Ahora bien, antes de considerar si la poseemos como superioridad frente a los animales, habría que definir en qué consiste. Y ahí comienza el desfile de ejemplos que muestran lo relativo y caprichoso de los criterios humanos de belleza: lo que para unos pueblos es hermosura —piel negra, labios gruesos, orejas desmesuradas, dientes teñidos de rojo o negro— para otros es fealdad. Lo que para unos resulta atractivo —frentes estrechas, pechos enormes, cabezas rapadas— para otros es monstruoso. Incluso entre europeos, italianos y españoles difieren en lo que consideran la perfección corporal: robustez para unos, delgadez para otros. Platón la veía en lo esférico, los epicúreos en lo piramidal o lo cuadrado. En suma, no hay criterio universal, lo que ya pone en entredicho la presunta “superioridad estética” del hombre.

A partir de ahí, Montaigne observa que muchos animales nos aventajan en gracia y hermosura: aves de plumajes deslumbrantes, criaturas marinas de formas y colores exquisitos, y hasta bestias terrestres cuya pulidez o elegancia superan lo que podemos mostrar los humanos. Se burla de la vieja sentencia poética que exalta la rectitud de nuestro cuerpo y la mirada al cielo como signo de nobleza: también hay animales erguidos, camellos y avestruces más airosos que nosotros, y muchos miran hacia arriba o hacia abajo sin menoscabo de su dignidad. De hecho, los que más se nos parecen —los monos y los cerdos— son los más feos y repulsivos. Lo único que hemos hecho prudentemente es cubrir nuestra desnudez con la lana, las plumas o la seda que la naturaleza otorgó a otros. Nuestro cuerpo, dice Montaigne, es tan imperfecto que hasta en el amor la contemplación desnuda de la persona amada suele enfriar la pasión, prueba de que nuestra belleza no resiste la prueba de la verdad.

Montaigne se detiene también en un punto curioso: el hombre es el único animal cuyos defectos ofenden a sus semejantes y que siente la necesidad de ocultarse para realizar los actos naturales. Las damas, recuerda con ironía, rehúsan mostrarse sin maquillaje y artificio, sabiendo que lo “natural” rebajaría el entusiasmo de sus pretendientes. Todo esto, para él, revela que nuestra hermosura es menos sólida y más artificiosa que la de los animales.

En contraste, los animales disfrutan de bienes auténticos y palpables: paz, reposo, seguridad, inocencia, salud. El hombre, en cambio, se atribuye bienes imaginarios, fantasea con “razón, honor, ciencia, inmortalidad” mientras olvida lo más fundamental. Incluso los estoicos —cita Montaigne— reconocían que la sabiduría no se preferiría a la salud si tuvieran que escoger, y que Ulises, de haber tenido que elegir entre conservar su forma humana o su cordura, habría preferido perder el juicio antes que ser transformado en animal. Es decir, la filosofía misma confiesa que lo que realmente nos importa es la figura y disposición corporal, no el alma ni la razón.

Montaigne ironiza con este argumento: si los filósofos aceptan que basta con el cuerpo humano para ser superior a cualquier animal, aunque el hombre sea miserable y vicioso, entonces admiten que nuestras otras glorias —razón, prudencia, ciencia— son vanidad pura. Y concluye con tono crítico: no hay razones sólidas para colocarnos por encima de los demás seres; lo que nos lleva a hacerlo es pura obstinación, testarudez loca y orgullo vano, no verdad.

Si en algo nos distinguimos de los animales, es en ser esclavos de un cúmulo de pasiones que nos atormentan: inconstancia, dudas, duelo, superstición, ambición, celos, avaricia, guerra, mentira, curiosidad desmedida. La razón, de la que tanto nos gloriamos, parece haber sido comprada a un precio demasiado caro: a cambio de padecer infinitas miserias que los animales no conocen. Sócrates mismo, con ironía, señalaba como privilegio del hombre que puede entregarse al placer venéreo en cualquier momento, mientras que los animales tienen épocas determinadas: pero Montaigne muestra esto como un ejemplo más de cómo lo que llamamos prerrogativa es también fuente de males.

Trae a colación un pasaje latino: así como en ocasiones es mejor no dar vino al enfermo porque suele dañar más de lo que aprovecha, quizás hubiera sido mejor que al género humano no se le hubiera dado esa rapidez de pensamiento y sutileza que llamamos razón, porque en muchos es causa de perdición y sólo a pocos resulta provechosa. La pregunta de fondo es provocadora: ¿no hubiera sido más misericordiosa la naturaleza si nos hubiera dejado sin ese don, como a los animales, que viven sin tantas tribulaciones?

Luego refuta con ejemplos a quienes creen que el entendimiento, la lógica y la ciencia reportan consuelos especiales. ¿De qué sirvió a Aristóteles o a Varrón su “gran saber”? Ni se libraron de la gota, ni de la muerte, ni de las miserias domésticas. La gramática, la astrología o la filosofía no hicieron más placentera su vida que la de un campesino ignorante. Incluso, dice Montaigne, conocí a cien labradores más prudentes y felices que doctores de universidad. Por eso él prefiere asemejarse a ellos. La doctrina, concluye, tiene el mismo rango que la riqueza o la belleza: cosas estimadas por la opinión, no por un valor intrínseco.

Su argumento se refuerza comparando: las grullas y las hormigas, sin leyes ni ciencia, viven con orden admirable. ¿Por qué, entonces, el hombre habría de necesitar tantos tratados? Si juzgamos por la vida práctica, más virtudes se encuentran entre los sencillos e ignorantes que entre los sabios. La Roma antigua, menos instruida, fue más virtuosa y próspera que la Roma “sabia”, que terminó corrompiéndose con su erudición. La sencillez se asocia a la inocencia, mientras que la sofisticación intelectual engendra soberbia.

De ahí pasa a un punto decisivo: la primera virtud humana es la obediencia, la sumisión a Dios. No es posible dejar al arbitrio de cada cual el conocimiento del deber, porque la infinita variedad de opiniones nos llevaría —como decía Epicuro— a devorarnos unos a otros. La primera ley divina fue de simple obediencia, no de conocimiento. El demonio nos tentó con la promesa de “ser como dioses, sabiendo el bien y el mal”, y ahí empezó la ruina humana. La sed de saber, concluye, es nuestro verdadero tormento. De ahí que la religión católica recomiende la ignorancia, no como torpeza, sino como humildad necesaria para creer y obedecer.

Montaigne refuerza con citas de filósofos que, aunque exaltan la ciencia como el mayor bien, acaban mostrando lo contrario. La filosofía dice que los dioses poseen salud esencial y los hombres sólo la poseen en imaginación, mientras padecen males en la realidad. De ahí la amarga conclusión: todos nuestros bienes son sueños. Cicerón, por ejemplo, hablaba de la dulzura de las letras que iluminan el universo y enseñan virtud, pero Montaigne recuerda que el mismo Cicerón murió de forma miserable, y que su vida no fue más tranquila que la de cualquier campesina anónima.

Demócrito, con su “voy a hablar de todas las cosas”, o Aristóteles llamando “dioses mortales” a los hombres, o Séneca igualando la fortaleza del sabio con la de Dios, son para Montaigne ejemplos de una orgullosa presunción. Lo irónico, dice, es que esos mismos sabios aceptaban cambiar su supuesta sabiduría por la salud o incluso por la forma humana antes que por la de un animal, lo cual muestra que lo que más valoramos no es la razón, sino la mera figura de nuestro cuerpo.

Vanidad del hombre

Dice que es necesario “pisotear esta vanidad estúpida”, arrancar de raíz la idea de que la razón y la ciencia nos dan dominio sobre nuestra condición. Mientras el hombre crea tener poder en sí mismo, no reconocerá que todo lo debe a Dios, y vivirá envuelto en ilusiones. Para probarlo, Montaigne pone ejemplos de filósofos estoicos como Posidonio, Arcesilao o Dionisio Heracleotes, que, aun retorciéndose de dolor, pretendían fingir serenidad, como si la filosofía los hubiera librado del sufrimiento. Según Montaigne, estas actitudes no son más que un teatro de palabras, un intento de mantener la doctrina a costa de negar la experiencia más evidente: el dolor que no se puede sofocar con silogismos.

De hecho, observa que muchas veces la ignorancia soporta mejor los males que la ciencia. Pirrón, en medio de una tormenta, pedía a los marineros que imitaran la calma de un cerdo que comía tranquilo sin preocuparse del oleaje. Es decir, la verdadera lección no viene del filósofo, sino del animal que no se complica con teorías. Del mismo modo, un atleta o un campesino muestran más firmeza ante la muerte o el dolor que los doctos, no por filosofía, sino por disposición natural. La ciencia, en cambio, añade tormentos propios: nos enferma con imaginaciones, nos llena de pronósticos, de temores a enfermedades futuras, de diagnósticos que nos hacen sufrir antes de tiempo. El sabio tiene la piedra “en el alma” antes de tenerla en los riñones, mientras el labrador común sólo se siente enfermo cuando efectivamente lo está.

Montaigne da un ejemplo trágico y conmovedor: el de un poeta italiano (se refiere a Torquato Tasso), de ingenio tan vivo que terminó destruido por su propio exceso de agudeza. La lucidez lo llevó a la locura, la investigación minuciosa lo dejó sin alma, la poesía lo consumió hasta dejarlo incapaz de reconocer sus propias obras, que salieron publicadas sin su corrección porque él ya no podía revisarlas. Así, la ciencia y el talento, en vez de elevarlo, lo redujeron a una sombra de sí mismo. Este caso ilustra que la inteligencia, cuando se desborda, puede ser más destructiva que cualquier ignorancia.

De allí deriva la paradoja que Montaigne sostiene con ironía: si queremos que el hombre viva sano, que se gobierne con firmeza, habría que envolverlo en tinieblas, adormecer su espíritu, hacerlo simple y pesado, porque sólo así se libra de sus tormentos. La insensibilidad protege más que la agudeza; mejor es no pensar demasiado. El hombre tiene muchas más ocasiones de huir del mal que de gozar del bien, y los males, por pequeños que sean, pesan más que los placeres más intensos. “Sentimos más vivamente el dolor que el placer”, dice Montaigne apoyándose en los poetas latinos. La salud perfecta pasa inadvertida, pero la más leve dolencia nos consume. Por eso los epicúreos definieron el placer como ausencia de dolor, y Enio lo resumió con precisión: “Demasiado bien tiene quien no tiene ningún mal”.

Muestra que incluso la filosofía, que se vanagloria de ser guía y fortaleza del hombre, termina reconociendo sus propios límites y, en su impotencia, aconseja remedios que en realidad no son otra cosa que formas encubiertas de ignorancia, de evasión o incluso de renuncia a la vida.

Empieza con los placeres, diciendo que no son otra cosa que alivios del dolor. Lo que parece un goce intenso, un “cosquilleo” que inflama y eleva, no es más que la calma de haber saciado un malestar previo: el hambre satisfecha, la sed apagada, el deseo sexual liberado. El placer, en última instancia, se reduce a ausencia de dolor. De ahí concluye que la simplicidad y hasta cierta rudeza de espíritu protegen más que la sutileza del entendimiento, pues bastan para preservarnos de males innecesarios. Sin embargo, Montaigne reconoce que no se puede pedir la insensibilidad total —como la que Epicuro recomendaba—, porque sentir algo de dolor es parte de la humanidad; arrancar esa capacidad sería desarraigar también el placer y aniquilar al hombre.

Humildad frente a todo

Los ignorantes y los pobres de espíritu, en palabras de San Pablo, alcanzan el cielo más fácilmente que los sabios, mientras que el hombre cargado de ciencia, con toda su sutileza, se hunde en los abismos de la perdición. Recurre a ejemplos extremos para reforzar la idea: emperadores como Licinio o incluso Mahoma, que desconfiaron de la ciencia, o Licurgo, que en Esparta organizó un Estado próspero y virtuoso sin recurrir a las letras. Y aún más, los testimonios del “nuevo mundo” muestran que sociedades sin magistrados, sin libros y sin doctores, viven ordenadas y con menos vicios que las europeas, sofocadas por papeles, pleitos y leyes. Montaigne contrapone así la rusticidad e ignorancia —que van de la mano de la inocencia— a la curiosidad y el saber, que arrastran malicia, corrupción y soberbia.

A continuación trae el ejemplo más célebre: Sócrates, quien al ser llamado sabio por el oráculo de Delfos, concluyó que lo era sólo porque reconocía no serlo. Su sabiduría consistía en aceptar su ignorancia. Aquí Montaigne enlaza con la tradición cristiana, mostrando que la verdadera grandeza del hombre no está en la razón, sino en saberse nada: polvo, ceniza, sombra que desaparece con la luz. La paradoja central es clara: cuanto más lejos está algo de la comprensión humana, más cercano está a Dios. Por eso lo increíble, lo incomprensible, es precisamente lo que más firmemente sostiene la fe.

Cita a San Agustín, a Tácito, a Platón y a Cicerón para subrayar la idea: es impío querer sondear con curiosidad los secretos de Dios, porque sus atributos no son nuestros. Decir que Dios ama, que teme, que se irrita, es proyectar nuestras pasiones sobre él; nuestras palabras son apenas sombras de una grandeza que nos excede. Aristóteles mismo —recuerda Montaigne— afirmaba que Dios está más allá tanto de virtudes como de vicios, porque todo lo que se sujeta a pasiones es, por definición, débil.

Después, expone con sarcasmo cómo la filosofía misma recurre a la ignorancia cuando no encuentra otra salida. Cuando enseña a desviar el pensamiento del mal presente para recordar un placer pasado, o a consolarse con la memoria de la dicha extinta, en el fondo no está curando nada: sólo engaña a la mente, y de un modo poco eficaz, porque la memoria es caprichosa y recuerda más lo que queremos olvidar que lo que deseamos conservar. Montaigne ridiculiza esta receta: ¿qué alivio puede dar a un enfermo el recuerdo del vino griego que bebió en otro tiempo? Más bien, dice, esto aumenta la pesadumbre: recordar el bien perdido duplica el mal presente. Aquí la filosofía se vuelve una suerte de charlatanería, incapaz de dar firmeza real ante la adversidad.

Más aún, Montaigne señala que algunos estados de ilusión y delirio pueden dar más felicidad que la razón misma. Evoca ejemplos como el de Lycas, que en su ligera locura creía vivir siempre en el teatro viendo las mejores comedias, o el de Thrasilao, que se imaginaba que todos los barcos que entraban y salían del puerto navegaban para su provecho. Cuando recuperaron la razón, echaron de menos su antigua locura, porque en ella eran más felices. Aquí Montaigne roza lo escandaloso: sugiere que cierta alienación puede ser más provechosa que la lucidez. No en vano cita al Eclesiastés: “Quien aumenta la sabiduría, aumenta también el dolor”.

El colofón de esta crítica es demoledor: el último remedio de la filosofía frente a los males inevitables es el suicidio. Cuando no puede aliviar ni consolar, aconseja la salida más radical: abandonar la vida. Cita a los estoicos, a Crisipo, Antístenes y otros, que hacían de la cuerda, del hambre o del mar un recurso legítimo para librarse de las desventuras. Y Montaigne pregunta con ironía: ¿qué mayor confesión de impotencia puede dar la filosofía que recomendar la huida definitiva, el “no ser”, en vez de ofrecer verdadera fortaleza para vivir?

Tras haber mostrado la fragilidad de la ciencia, la presunción de los sabios y la aparente sabiduría de los animales, se pregunta ahora si acaso, después de siglos de estudio y disputas, el hombre ha ganado realmente alguna verdad sólida. Su respuesta es radical: lo único que hemos aprendido es a conocer nuestra flaqueza.

La metáfora de las espigas es magistral: vacías, se yerguen altivas; llenas de grano, se inclinan humildes. Así también los sabios verdaderos, cuanto más experimentaron y más buscaron, más terminaron reconociendo que todo era vanidad y apariencia. La filosofía, en lugar de dar certezas, ha confirmado la ignorancia que ya llevábamos dentro. Por eso recuerda la sentencia socrática: saber que no se sabe nada. Y cita a Ferecides, que antes de morir pidió que sus escritos fueran destruidos si no convencían a los demás sabios, reconociendo que en ellos no había verdad cierta. Este gesto encarna lo que Montaigne quiere demostrar: el culmen de la sabiduría es aceptar la ignorancia.

Desde ahí distingue tres posturas filosóficas:

  1. Los dogmáticos (aristotélicos, estoicos, epicúreos), que creen haber hallado la verdad y fundaron sistemas cerrados.

  2. Los académicos (Clitómaco, Carneades), que niegan que el hombre tenga facultad suficiente para alcanzar certezas, y se limitan a declarar la debilidad de nuestras capacidades.

  3. Los pirronianos o escépticos, que se quedan en la pura búsqueda, sin afirmar ni siquiera que la verdad sea inalcanzable, porque esa misma afirmación ya supondría un saber. Su lema es la suspensión del juicio (epoché): nada se afirma, nada se niega; todo puede parecer verdadero o falso según el ángulo.

Montaigne se detiene en explicar con detalle la práctica escéptica: describen con igual fuerza los argumentos a favor y en contra, de modo que el juicio queda suspendido. No afirman ni siquiera su propia duda, pues hacerlo sería caer en una afirmación dogmática. Utilizan el razonamiento no para establecer verdades, sino para equilibrar posiciones, para que ninguna se imponga. El ejemplo de Zenón, con la mano abierta para significar la apariencia, semicerrada para el asentimiento, cerrada para la comprensión, y apretada con la otra mano para la ciencia, le sirve para mostrar cómo el escéptico se detiene en el primer movimiento, sin llegar nunca a la clausura de la certeza.

El objetivo de esta práctica es alcanzar la ataraxia, la tranquilidad del alma que se libera de las sacudidas que producen las opiniones y las pasiones. Porque creer que se sabe es lo que engendra temores, ambiciones, supersticiones y rebeliones. El escéptico, en cambio, al no comprometerse con ninguna verdad definitiva, se protege de la agitación. Montaigne lo dice con ironía: los escépticos incluso se libran del celo de su propia disciplina, porque nada toman a pechos, ni siquiera la defensa de su escepticismo.

En este punto, Montaigne muestra su simpatía por los escépticos: frente a los dogmáticos que se aferran a Aristóteles o a Platón como si fueran verdades absolutas, el escéptico conserva su libertad. La duda no es una carencia, sino una ventaja, pues evita la servidumbre de quedar preso de una escuela o de un maestro. Mientras el dogmático se aferra a su roca (ad quamcumque disciplinam… ad saxum adhaerescunt), el escéptico mantiene el juicio libre e íntegro, sin ataduras.

Pirronismo

Montaigne aclara que el pirronismo no es una pose antinatural ni una torpeza práctica. El escéptico, dice, vive como todos: se guía por las apariencias, por los usos, las leyes y las artes recibidas. No pretende convertirse en piedra ni desoír los sentidos; renuncia, eso sí, a usurpar el «privilegio» de dictar verdades últimas. Por eso le parece increíble el retrato de Pirrón como un insociable que se dejaba atropellar: el pirroniano auténtico come, navega, obedece, estima al piloto y al barco “verosímiles” y actúa sin elevar esa verosimilitud a certeza. Reconoce que hay verdad y error y que tenemos medios para buscarlos, pero que no siempre podemos separarlos sin caer en dogma. Así, vale más dejarse llevar por el orden del mundo que fabricar causas y sistemas a toda costa.

Desde ahí enlaza con la política y la religión. Los espíritus sencillos —sin prejuicios teóricos— son más gobernables, más dóciles y más aptos para la fe que los “avisados” que todo lo disputan. El pirronismo, presentado así, abre espacio a la gracia: desarma la soberbia de la razón, no fija herejías, y se muestra humilde y obediente, “carta en blanco” para lo que Dios quiera escribir. Cuanto más se entrega el hombre, mayor su valía; lo que excede al ojo humano conviene dejarlo en manos de Dios. De ahí la cita bíblica: el Señor conoce los pensamientos del hombre, «porque son vanos». La duda escéptica, lejos de irreligiosa, aparece como antídoto contra el orgullo que fractura la obediencia.

Luego contrapone las tres grandes familias filosóficas. Dos (académicos y escépticos) profesan abiertamente ignorancia; la tercera (los dogmáticos) suele construir más por presunción que por ciencia. Incluso los propios “dogmáticos” más altos —Platón, Aristóteles, Cicerón— admiten que, en cuestiones supremas, sólo cabe hablar con conjeturas plausibles, no con certezas apolíneas. La oscuridad deliberada de algunos textos, su multiplicidad de voces y contradicciones, y la proliferación de escuelas nacidas de un mismo maestro revelan algo: la filosofía tiene tanto de ejercicio del ingenio como de hallazgo de verdad. Muchos sabios, recuerda, despreciaron artes “altas” (dialéctica, metafísica) por inútiles para vivir bien; Sócrates salvaba casi sólo la indagación moral.

Montaigne no esconde, sin embargo, el placer del estudio: buscamos causas aunque sepamos que tal vez no las hayamos de alcanzar. La anécdota de Demócrito que prefiere “investigar como si fuera natural” antes que aceptar la explicación doméstica de su criada muestra esa pulsión curiosa, a veces más golosa que nutritiva. También Platón, como legislador, usa mitos útiles: si el alma popular es dúctil, mejor “mentiras provechosas” que perniciosas. Aun las escuelas más radicales (epicúreos, pirrónicos, nueva academia) acaban plegándose a las necesidades civiles y a los ritos: la vida obliga a actuar sin garantías últimas, y la ciudad necesita cantos que edifiquen.

De ahí extrae dos conclusiones. La primera: la inconstancia y variedad de doctrinas señalan la vanidad de pretender someter la providencia a nuestras analogías. Muchos sistemas sirven más de gimnasia intelectual que de anclaje firme. La segunda: entre las ideas antiguas sobre lo divino, la más razonable le parece la que confiesa a Dios como poder incomprensible, origen y sostén de todo, todo bondad y perfección, y que acepta la reverencia humana bajo formas diversas. En términos montaignianos: cuanto más desinflamos la arrogancia de saber, más caben la obediencia y la fe; cuanto más soltamos el dogma, más cerca estamos de la paz del ánimo —esa ataraxia— y de un culto que reconoce su propio límite.

Los dioses

El impulso a adorar lo divino es tan universal que, aun cuando los cultos sean imperfectos o estén plagados de imágenes toscas, ese celo dice algo verdadero del corazón humano. Y, según él, el cielo lo mira con buenos ojos: incluso en religiones mezcladas de fábulas, los pueblos han recibido bienes temporales y corrección moral; los impíos, castigo; las ciudades, oráculos que, siendo paganos, aun así encauzaban a la comunidad hacia el deber. La tesis es provocadora: Dios, por pura misericordia, tolera nuestras figuraciones y, a veces, las bendice, no porque sean exactas, sino porque son tartamudeos de una razón que busca. De ahí el elogio paradójico del altar ateniense «al Dios desconocido»: entre tantas imágenes falsas, la confesión de ignorancia resulta la menos ofensiva, la más humilde.

Con esa base, Montaigne distingue dos movimientos: por arriba, el impulso pitagórico a mantener a Dios en lo indecible, inefable, principio primero que desborda la forma; por abajo, la necesidad humana de concreción. Numa, dice, intentó un culto puro y mental, sin objetos ni símbolos. Fracasó, no porque fuera impío, sino porque iba contra la textura de nuestra psique. El alma no respira en lo infinito abstracto: necesita apoyos, signos, gestos, una materia donde posarse. Por eso la religión cristiana —en su lectura— se digna descender y asumir instrumentos sensibles: sacramentos con agua, pan, vino; imágenes del Crucificado; templos y cantos que, más que instruir con definiciones, impregnan el cuerpo entero de devoción. No es superstición sin más: es pedagogía divina para criaturas que aprenden con los ojos, las manos y la voz.

Desde ahí, Montaigne hace un giro crítico contra el antropomorfismo grosero. Si había que “encarnar” lo divino, él prefiere el sol como símbolo: grandioso, distante, misterioso. Le parece más excusable tributarle reverencia a aquello cuya naturaleza ignoramos que endiosar lo que mejor conocemos: nosotros mismos. Deifica­ciones a imagen y semejanza del hombre —dioses que aman, se casan, envejecen, enferman, arden de celos y mueren— revelan el límite de la imaginación humana. Al convertir nuestros vicios en atributos celestes, no elevamos lo humano, abatimos lo divino. El antropomorfismo se vuelve espejo: en lugar de aprender justicia, proyectamos en el cielo nuestras pasiones, y luego las devolvemos sacralizadas como si fueran ley.

Para subrayar la precariedad del entendimiento, Montaigne despliega un catálogo vertiginoso de teologías filosóficas: agua, aire, fuego, números, ideas, razón cósmica, naturaleza fecunda, ley natural, ocho dioses, infinitos mundos, o ninguno. No es un desfile erudito por gusto; es un argumento por acumulación: si los más agudos pensadores —de Tales a Crisipo, de Platón a Estratón— divergen tanto en el punto decisivo, ¿con qué cara presume la razón de haber apresado lo inasible? La querella interminable no prueba que no exista verdad; prueba que nuestras herramientas son cortas, y que la razón, cuando se infla, fabrica definiciones precisamente sobre aquello que menos comprende. No es casual que Montaigne conceda más “verosimilitud” al culto de lo que ignoramos (un sol, un animal enigmático) que al culto de lo idéntico (el hombre divinizado).

De ese diagnóstico no extrae cinismo, sino humildad práctica. Si Dios se dejó “circunscribir” a signos humanos, fue para nuestro bien; si la historia pagana recogió bienes bajo ritos torcidos, fue por condescendencia de la Providencia. La lección para el cristiano, entonces, no es abolir signos, sino usarlos bien: permitir que los ceremoniales, las imágenes y las voces comuniquen la unción que la mente sola no sabe sostener; y, a la par, vigilar que esos signos no se conviertan en pretexto para rebajar a Dios al rango de nuestras querellas. El criterio es sencillo y exigente: todo símbolo que nos saca de nosotros hacia la alabanza, bien; todo símbolo que nos devuelve a nosotros sacralizando nuestras pasiones, mal.

En cuanto a los egipcios, todos sabían que Serapis e Isis habían sido personas de carne y hueso, pero los sacerdotes imponían silencio, bajo pena de muerte, para que el pueblo no dejara de rendirles culto. Ese gesto —el dedo en los labios— es símbolo de un secreto a voces: la religión sostenida en conveniencia política más que en verdad. Y Cicerón lo resume con lucidez: era menos absurdo traer lo divino a la tierra ennobleciéndolo que enviar al cielo nuestras corrupciones. Sin embargo, los hombres hicieron ambas cosas, movidos por su vanidad: deificaron sus pasiones y rebajaron la divinidad a sus miserias.

De ahí Montaigne se abre a un ataque frontal contra la imaginación religiosa. Cuando Platón describe el más allá con jardines, ríos y placeres sensibles, o cuando Mahoma promete vinos, alfombras y doncellas, el gascón no puede menos que ver en ello una astucia pedagógica, una fábula urdida para atraer a los hombres por lo que más fácilmente los seduce: sus apetitos. Pero si lo prometido tras la muerte es una prolongación de los goces terrenales, entonces nada tiene de divino. Lo infinito, si de verdad lo es, ha de ser inconmensurable con lo humano. San Pablo mismo lo decía: el ojo y el corazón del hombre no pueden ni sospechar lo que Dios prepara. Y si la transformación futura cambia tan radicalmente nuestro ser, ya no seremos “nosotros” quienes recibamos el premio. Esa paradoja socava las doctrinas de la metempsicosis pitagórica y la escatología platónica: ¿cómo seguir llamando César al león en que se reencarna su alma? ¿cómo suponer continuidad donde hay ruptura esencial? Lo que muere, muere para siempre, insiste Montaigne; si vuelve algo, no somos nosotros.

Al tocar el punto de la justicia divina, la crítica se hace aún más punzante. Si los dioses son causa de nuestras inclinaciones, ¿con qué justicia castigan lo que ellos mismos han sembrado? ¿cómo puede imputarse al hombre lo que procede de la condición que los dioses le dieron? Aquí Montaigne se acerca a Epicuro, aunque señala la contradicción del filósofo: por un lado niega certezas sobre lo inmortal, por otro formula sentencias absolutas. Lo cierto es que la razón humana naufraga cada vez que pretende forjar imágenes de lo divino: basta con apartarse un poco de la fe recibida para extraviarse en mil opiniones divergentes, como un barco a la deriva en mar encrespado.

La crítica se vuelve entonces histórica y concreta: el hombre ha querido agradar a los dioses a costa de lo más cruel e irracional. Ha supuesto que el hambre de lo divino se sacia con sangre, incluso humana. Montaigne despliega un catálogo atroz: sacrificios humanos en Grecia, Roma, Persia, Cartago, México. Ni siquiera su propia patria se salva de la acusación. La paradoja salta a la vista: se ofrece al Creador el derrumbamiento de su propia obra, se cree honrar al arquitecto destruyendo su edificio. Ifigenia en Áulide, los Decios en Roma, los jóvenes getas arrojados a los dardos, los hijos cartagineses entregados a Saturno… todos son ejemplos de una misma locura: querer comprar el favor divino con la desgracia de los inocentes.

Montaigne no perdona tampoco los gestos más “refinados” de superstición: el sacrificio de Polícrates, que lanza al mar su joya para equilibrar la fortuna; los desgarros de coribantes y ménades; o, en su tiempo, los autoflagelantes mahometanos. Todos comparten el mismo equívoco: confundir la justicia de Dios con una transacción, como si la divinidad pudiera ser propiciada por la mutilación de nuestros cuerpos. Pero nuestro cuerpo, dice Montaigne, no es sólo nuestro, sino también de Dios y de los otros hombres. Lesionarlo voluntariamente es traición, es cobardía, y convierte la religión en complicidad con la barbarie.

Cada atributo nuestro —por noble que parezca—, si se proyecta sobre Dios, lo empequeñece. Por eso le molesta la soltura con la que medimos a Dios con vara de hombre: dictamos límites, trazamos fronteras, intentamos someter su poder a las categorías que fabricó nuestra imaginación. Ese es el fondo de sus dardos: confundir razón con “razonamiento humano” y, desde ahí, querer juzgar al propio artífice de nuestra facultad de juzgar. Si algo vemos del orden del mundo, concluye, es el orden de “esta cuevecilla” en la que habitamos; lo infinito queda fuera de nuestro reglamento local.

En esa línea inserta la hipótesis —temeraria para su época— de la pluralidad de mundos: si en la naturaleza nada se da en único ejemplar, ¿por qué el universo habría de ser la única pieza singular de su tipo? Aun si aceptáramos otros mundos, dice, nada nos autoriza a extenderles nuestras leyes. El mismo planeta exhibe una variedad tan radical que nuestras “naturalezas” dejan de ser necesarias y se vuelven meras costumbres. La vieja cartografía de pueblos “monstruosos” (ciclopeados, andróginos, acéfalos) no es un bestiario para crédulos: funciona como espejo deformante que exhibe lo relativo de nuestras medidas. Lo que nos parece normal no es “la” naturaleza, sino la familiaridad de nuestra experiencia.

Ese relativismo empuja hacia una modestia mayor: aun llamamos “milagro” a lo que sólo desborda nuestra regla doméstica. Y si así nos cuesta fijar el perímetro de lo natural, con más razón deberíamos ser parcos a la hora de fijar los límites de lo posible para Dios. De ahí su reproche a la frase fácil “Dios no puede…”. No es teología, es etiqueta del pensar: el cristiano —dice— debería evitar encerrar a Dios en nuestras formas lógicas como quien quiere honrarlo con una jaula de gramática.

Porque además el lenguaje nos traiciona. Montaigne disfruta mostrando cómo chocan nuestras proposiciones consigo mismas: el ejemplo del mentiroso (“miento”), o el modo en que la claridad aparente se vuelve embrollo en tribunales, concilios y tratados. Para los pirrónicos, incluso “yo dudo” es demasiado afirmativo; por eso su divisa prefiere la forma interrogativa: “¿qué sé yo?”. No porque el escepticismo ame la confusión, sino porque sabe que la afirmación enseguida se hace tirana y que, una vez fijada, nos arrastra a guerras de palabras que terminan en males muy reales.

Este pudor intelectual se extiende a la omnipotencia. Montaigne recoge con disgusto la petulancia de Plinio cuando enumera lo que “ni Dios” podría hacer (resucitar muertos, borrar el pasado, impedir que dos por diez sean veinte). Más que una tesis, es una pose: igualarse al Creador imponiéndole cláusulas lógicas, como si nuestros silogismos fueran el cinturón de seguridad del universo. Frente a ese tono, Montaigne reclama otro: hablar de Dios con reverencia, conscientes de que nuestras formas —incluso las del pensar más fino— son humanas, demasiado humanas.

No se trata, sin embargo, de abdicar de la razón, sino de sentarla en su silla. Por eso alterna el desfile de doctrinas radicales (nada existe; todo es Uno; ni Uno hay; nada se conoce) con la constatación de que la vida nos obliga a actuar. El pirroniano compra, navega, come, reza, ama; no porque “sepa” que es lo correcto, sino porque sigue los usos y los instintos que lo llevan, sin convertirlos en dogma. Ese gesto práctico —vivir sin absolutizar— es, para Montaigne, la mejor salvaguarda contra la violencia del pensamiento que se cree dueño de la verdad.

Decimos palabras grandiosas sobre Dios —infinidad, eternidad, omnipotencia—, pero sólo pronunciamos sonidos; la mente no alcanza lo que la lengua afirma. De esa grieta nace la peor tentación: pasar a Dios por el colador de nuestro entendimiento y, como el colador es de malla gruesa y humana, forzar a que lo divino salga con forma de hombre. A partir de ahí, todo se tuerce: igualamos su mirada a nuestra importancia, suponemos que lo “grande” para nosotros lo es también para Él, y que la hoja que tiembla le importa menos que el trono que cae. Montaigne raspa ese antropocentrismo: al artífice le es tan sencillo estremecer un imperio como hacer saltar una pulga, y nuestra escala de lo decisivo no pesa nada en sus designios.

Contra ese orgullo despliega ejemplos de todos los colores. Recuerda cómo estoicos y neoplatónicos atan al dios a nuestras categorías —destino, necesidad, causas— y cómo otros, por aliviarse del peso de un juez supremo, vacían el cielo de providencia y dejan que la naturaleza obre sola. Muestra también la pendiente resbaladiza del lenguaje religioso cuando imita la corte: elevamos a los poderosos a la categoría de dioses, les erigimos templos, les adjudicamos milagros y, para rematar la comedia, coronamos el funeral con un águila que “lleva el alma” al paraíso. Nos asustamos después de nuestros propios muñecos: tememos lo que inventamos, como el niño que huye de la máscara que él mismo tiznó.

El golpe más hondo llega cuando repasa la fábrica de argumentos “filosóficos” sobre Dios. Tanto los que afirman como los que niegan parten del mismo molde: nosotros. Inflamos la razón humana, estiramos nuestra prudencia, ennoblecemos nuestros afectos y, multiplicados por mil, los llamamos divinos. ¿Resultado? Un dios con sentidos, accidentes, necesidades y oficios; otra criatura sometida al calendario, sólo que de vida larguísima. Montaigne se burla con gusto de esa geometría a la carta: lo más alto nos parece lo más digno, luego los cielos son morada del mejor; los astros no nos dañan, luego son buenos; el mundo nos engendra, luego tiene alma. Todo es un espejo puesto de modo que siempre nos devuelva nuestra cara.

Para desacreditar ese espejo recurre a historias limítrofes: dioses que se acuestan con mortales por mediación de sacerdotes solícitos, “hijos sin padre” en genealogías ilustres, ritos en los que el favor divino se juega a una cena y a una muchacha. No es puro chisme: son sátiras de un impulso constante, el de rebajar lo divino a episodios reconocibles. En el extremo opuesto, también ridiculiza la soberbia de elevar el decir científico a patrón del cosmos: cuando la mecánica no alcanza a comprender la danza de los planetas, armamos arriba un carrusel de ruedas, ejes y bronces dorados. Proyectamos ferretería sobre el cielo porque es la única ferretería que conocemos.

Su escarmiento se extiende a la economía de los cultos. Si Dios cabe en nuestra medida, lo cercamos con oficios: hay dioses de goznes, de dinteles, de lo que un niño mama; treinta y seis mil nombres para cubrir un catálogo de minucias. Scévola y Varrón, pontífice y teólogo, lo dicen sin sonrojo: al pueblo le conviene creer cosas falsas. Montaigne no remacha por moralismo, sino por higiene intelectual: cuando la devoción se alimenta de figuras hechas a la mano del devoto, el devoto termina prisionero de sus propias figuras.

La lección general es severa y, a la vez, liberadora. Severidad: no hay puente que vaya de nuestras categorías a la esencia divina; pretenderlo es la forma más fina de blasfemia, porque somete al Creador a las leyes del artefacto que Él mismo nos dio. Liberación: reconocer ese límite no empobrece la fe; la purifica. Hablar de Dios con menos suficiencia y más pudor abre espacio a la reverencia, y vacía la boca para que hable la vida: actuar, aceptar, agradecer, sin convertir en dogma lo que no puede pasar por el tamiz humano.

Y, como siempre en Montaigne, el corolario práctico es una compostura del ánimo. Si todo lo grande y lo pequeño se sostiene por la misma mano, si el sol y la pulga se mueven bajo igual providencia, conviene dejar de medir a Dios por nuestras fatigas, de usar la gramática como cerrojo de lo posible y de poblar el cielo con copias nuestras. Es mejor preguntar que afirmar, y mejor callar que fabricar. El mundo es una casa enorme cuyo plano desconocemos; vivir en ella con decencia quizá empiece por no confundir el techo con el dueño.

La naturaleza

Montaigne comienza recordando que la naturaleza es como una “poesía enigmática”, una pintura velada, donde apenas distinguimos brillos confusos. Lo que creemos ciencia es más bien un conjunto de artificios poéticos que se nos entregan como si fueran verdades, cuando en realidad no pasan de ser conjeturas verosímiles. Así como los juristas reconocen que existen “ficciones necesarias” en el derecho para sostener la justicia, la filosofía y la astronomía también recurren a sus epiciclos y mecanismos para dar una explicación aparente de lo que no comprenden. La ciencia no nos enseña lo que es, sino lo que puede sonar más aceptable y menos contradictorio.

El hombre mismo es un enigma aún mayor. Los filósofos han multiplicado al infinito las potencias y funciones del alma, fragmentándola en partes y categorías para intentar explicar sus movimientos. Y, sin embargo, nadie ha logrado entender cómo un pensamiento puede mover un músculo, ni cómo una emoción enrojece el rostro o paraliza los miembros. Plinio y san Agustín ya habían reconocido que el vínculo entre cuerpo y espíritu es misterioso e incomprensible, pero a pesar de ello se habla como si fuese cosa sabida. Lo que se acepta en estas materias no proviene de la prueba, sino de la autoridad y de la costumbre.

Montaigne critica la idolatría de las escuelas hacia Aristóteles, convertido en un verdadero dogma. Sus doctrinas se repiten como leyes sagradas y se discuten sólo para defenderlas, no para cuestionar su validez. Si en lugar de Aristóteles hubiéramos consagrado a Platón, a Epicuro o a Demócrito, serían ellos los que ocuparían ese pedestal. La razón humana se amarra así a supuestos establecidos, y todo razonamiento posterior no es más que un juego dentro de un marco convenido. Quien fija los principios gobierna el pensamiento de los demás, porque con ellos puede construir un edificio entero de afirmaciones sin temor a contradicción.

La causa de que dudemos de tan pocas cosas es que nunca ponemos a prueba las creencias más comunes. Preferimos discutir sobre el modo en que habló un maestro antes que sobre la verdad de lo que dijo. Esta costumbre de contentarse con la autoridad convierte las opiniones en dogmas, solidificados por generaciones, y nos hace vivir entre ficciones que creemos firmes. La razón, que es tan maleable y adaptable, se complace en dar apariencia de solidez a todo lo que recibe.

Montaigne pone en duda la utilidad de aquellas respuestas que aparecen en viejas anécdotas, como la que recomienda arrojarse al fuego a quien duda del calor, o poner hielo en el pecho al que niega la frialdad. Para él, esos ejemplos son indignos de la filosofía, porque si ella nos hubiera dejado en un estado natural y simple, bastaría la experiencia para aceptar lo que sentimos. Pero como fueron los mismos filósofos quienes nos enseñaron a desconfiar de los sentidos y a erigir la razón como juez del universo, no basta ya la simple percepción: es necesario explicar qué es lo que sentimos, por qué y cómo lo sentimos, cuál es el origen y el fundamento de esas experiencias.

De este modo Montaigne llega a la cuestión del alma y de la razón, preguntándose si acaso nuestra facultad de conocer es digna de confianza cuando ni siquiera logra comprenderse a sí misma. La verdadera razón, afirma, reside en Dios, y nosotros sólo recibimos destellos de ella cuando el Creador quiere mostrárnoslos. Al revisar lo que la filosofía ha dicho del alma, no encuentra sino una confusión interminable: Crates y Dicearco negaban su existencia, Platón la consideraba una sustancia en movimiento, Thales una fuerza sin reposo, Asclepiades pura sensación, Empédocles sangre, Cleanto calor, Hipócrates un espíritu que recorre el cuerpo, Heráclides Póntico luz, Jenócrates un número movible, los caldeos una armonía vital.

Aristóteles, incluso, habló de la “entelequia” que mueve al cuerpo, pero de modo tan oscuro que nada aclara más que sus predecesores. Lactancio, Séneca y hasta Cicerón terminaron confesando que era un misterio inaccesible, y que sólo a los dioses correspondía saberlo. San Bernardo mismo reconocía que, si la esencia de Dios es incomprensible, también lo es la de nuestro propio ser.

La disputa se extiende al lugar donde reside el alma. Hipócrates y Herófilo la ponían en el cerebro, Aristóteles y Demócrito la difundían por todo el cuerpo, Epicuro en el estómago, los estoicos en el corazón, Empédocles y Moisés en la sangre, Galeno la repartía en cada órgano, Estratón entre las cejas. Cicerón llegó a decir que ni siquiera debíamos preguntarnos por su forma o por su morada, pues tales investigaciones carecían de sentido.

Montaigne subraya así la vanidad y ligereza de tantos sabios que, pretendiendo explicar lo más íntimo de nuestra naturaleza, caen en extravagancias. Relata incluso cómo los estoicos afirmaban que las almas de los muertos violentamente tardaban en desprenderse, como ratones atrapados en la ratonera. Otros imaginaron que los cuerpos fueron prisión de espíritus caídos, cuya encarnación variaba en peso y densidad según la magnitud de sus culpas.

En todo esto Montaigne ve una muestra de la debilidad humana: incapaces de penetrar en el misterio del alma, los filósofos se entregan a conjeturas fantásticas que revelan más su imaginación que una verdad sólida. La lección final es que la filosofía debe ser humilde, pues si no conocemos el fundamento de nuestra propia vida, mucho menos podemos pretender abarcar los secretos de Dios o de la naturaleza entera.

Equívocos de la filosofía

Montaigne compara el final de las disquisiciones filosóficas con el borde de los mapas antiguos, donde las tierras conocidas se mezclaban con ciénagas, selvas y desiertos. Es decir, que al acercarse a lo más alto de la especulación, la mente humana suele caer en los mayores disparates. Para ilustrarlo, recuerda cómo Platón, en medio de sus vuelos poéticos y sus diálogos enigmáticos, definió al hombre como “animal bípedo sin plumas”. El ridículo fue inmediato: al desplumar un gallo, sus adversarios lo mostraban como “el hombre de Platón”. Con igual ironía muestra la inconsistencia de los epicúreos, que primero hablaron de átomos cayendo en líneas paralelas y luego, para salvar su sistema, inventaron movimientos oblicuos y ganchos imaginarios para explicar la unión de las partículas. Sus críticos se burlaban: si por azar los átomos lograron formar el universo, ¿por qué no componen también una casa o un poema como la Ilíada al azar de las letras?

Este desfile de errores sirve a Montaigne para subrayar cómo incluso los mayores filósofos construyeron castillos en el aire, atribuyendo razón al mundo entero, haciéndolo matemático, músico o sabio a partir de argumentos sin consistencia. El espectáculo de las sectas enfrentadas entre sí, acusándose mutuamente de insensatez, muestra que la filosofía no es un templo firme de certezas, sino un juego frágil de manos en el que se colocan disfraces a las opiniones. Por eso sospecha que la ciencia nació más por casualidad y juego que por método seguro. Platón mismo, tras definiciones absurdas, reconocía con Sócrates que ignoraba qué era el hombre y que era una de las cosas más difíciles de conocer.

La misma inconsistencia se manifiesta en las doctrinas sobre el alma. Algunos, como Platón, la repartían en diversas facultades y órganos —razón en el cerebro, ira en el corazón, deseo en el hígado—, mientras que otros la entendían como una sola potencia que gobierna el cuerpo entero, semejante al piloto que dirige la nave moviendo cuerdas y remos con una única intención. Se debatía si el alma emanaba de un alma universal que luego se reabsorbía, si era de origen divino, angélico o elemental, si descendía desde la luna o si se transmitía de padres a hijos junto con el temperamento y los vicios.

Para Montaigne, estas opiniones encontradas revelan más la incapacidad del hombre que la naturaleza del alma. Si realmente hubiera existido en otro estado antes del cuerpo, debería recordarlo, cosa que no sucede. Y si en esta vida es capaz de error, mentira y vicio, ¿cómo pretender que en su pureza originaria sólo conocía la verdad? La hipótesis platónica de la reminiscencia cae por tierra ante la simple constatación de nuestra memoria limitada. Por otro lado, si el alma envejece y se debilita junto con el cuerpo, como sostenían Epicuro y Demócrito, ello la hace demasiado semejante a lo material y, por tanto, incapaz de ser inmortal.

Montaigne repasa cómo muchos filósofos describieron el alma como algo frágil y corporalmente afectable: se fatiga, enferma, se obnubila con el vino, se apaga con la fiebre, se altera por fármacos o por una simple mordedura de perro rabioso. Esa dependencia de accidentes físicos —que puede volver loco incluso al sabio más firme— desarma la pretensión estoica de una constancia invulnerable. La filosofía, dice, tiene remedios para dolores que aún dejan a la razón en pie; pero nada puede cuando la propia razón queda desquiciada.

Desde ahí critica un dilema recurrente (“o el alma es mortal o es inmortal”) por lo simplista que resulta: nadie se ocupa de si también puede empeorar tras la muerte. Y subraya que la supuesta inmortalidad, la tesis más deseada, es justamente la peor demostrada: incluso Aristóteles se refugia en ambigüedades. Dos incentivos mundanos la sostienen —la gloria póstuma y la conveniencia moral de un castigo ultraterreno—, pero los argumentos humanos son débiles; cuando la razón toca la verdad, la deforma. Por eso, si hay fe en la inmortalidad, debe venir de Dios, no de nuestro ingenio.

Para mostrar la inconsistencia, reúne doctrinas extravagantes: transmigraciones pitagóricas (de hombre a animal y vuelta), retornos cíclicos al cuerpo original, ascensos al astro asignado o degradaciones a bestias afines al vicio. Los epicúreos ridiculizan estas ruedas del alma con objeciones prácticas (¿qué pasa si faltan cuerpos o sobran almas?). Otros mezclan partes mortales e inmortales, o convierten a los condenados en demonios y a los virtuosos en dioses, como llega a insinuar Plutarco con sorprendente credulidad.

El saldo es claro: cuando la filosofía pretende explicar la esencia del alma, se pierde en fábulas, metáforas y contradicciones. Entre sueños doctos y “poesías” disfrazadas de ciencia, lo único sólido que deja ver es nuestra impotencia: por nosotros mismos no alcanzamos certeza sobre lo más íntimo que somos; si alguna luz hay, proviene de la gracia y no de la balanza de la razón.

En lo “corporal” reina la misma confusión que en lo “espiritual”. Toma el ejemplo de la generación humana: filósofos y médicos discrepan en todo —de qué es la semilla, si la mujer aporta o no “semen”, cuánto dura la gestación— y cada autoridad dice lo contrario de la anterior. Con esa maraña, concluye que sabemos tan poco del cuerpo como del alma. De ahí salta a Protágoras: si “el hombre es la medida de todas las cosas”, pero el hombre ni siquiera se conoce a sí mismo, entonces tanto la medida como el medidor son ridículos.

A su destinataria (“Vos”) le aconseja prudencia táctica: usar el argumento escéptico extremo solo como “último recurso”, y por norma atenerse a la moderación y a las vías comunes. El ingenio sin freno es peligroso: las leyes, costumbres y religiones son bridas necesarias para un espíritu voluble que, cuando se suelta, degenera en extravagancias. Critica además la autoridad escolar y la credulidad contemporánea: aceptamos por curso legal astrologías, manos leídas y alquimias, como si valieran lo mismo que la geometría o la medicina, porque hemos cambiado el examen del “peso” por la costumbre del “curso”.

Invoca a Teofrasto para un punto medio —podemos conocer algo, no las “primeras causas”—, pero admite que el espíritu no sabe detenerse: la historia sugiere progreso por limado sucesivo, y eso tienta a seguir probando. Aun así, si ignoramos los fundamentos, todo edificio de saber queda sin sostén. Más grave: ni siquiera hay acuerdo sobre nuestra propia anatomía; si no nos conocemos a nosotros mismos, ¿cómo conocer nuestras funciones?

Los académicos, en su versión más “suave”, aceptaban que el hombre no podía alcanzar la verdad, pero al menos concedían que ciertas opiniones resultaban más probables que otras, que había motivos para inclinarse en un sentido aunque nunca se alcanzara certeza. Los pirrónicos, en cambio, le parecen más consecuentes: si la razón no puede captar la verdad en su esencia, tampoco tiene sentido hablar de grados de probabilidad. Admitir que algo es “más verosímil” que otra cosa supone ya tener algún acceso a la verdad, aunque sea incompleto; pero si el instrumento mismo del conocer es defectuoso y flotante, ¿cómo justificar ese peso en la balanza que inclina hacia un lado?

De ahí la paradoja: si concedes una onza de verosimilitud, multiplicada indefinidamente esa apariencia debería llevar a la verdad plena, como quien añade granos de peso hasta hacer caer un platillo. Pero si no conoces la esencia de la verdad, ¿cómo saber que lo “verosímil” se aproxima realmente a ella? Montaigne critica que los académicos se engañan al suponer que se puede reconocer los contornos de lo verdadero sin tenerlo jamás ante los ojos. La única postura coherente sería suspender el juicio del todo, sin dejarse arrastrar por inclinaciones.

El argumento se refuerza con ejemplos sensibles: el sabor del vino varía según la salud de quien lo prueba; la dureza de la madera o el hierro no se percibe igual por quien tiene los dedos helados o agrietados que por quien los tiene sanos. Si las cosas entrasen en nosotros tal cual son, producirían en todos la misma impresión, uniforme e inmutable. Pero como siempre se mezclan con nuestro estado particular, se adaptan a nuestra disposición. Esto muestra que no captamos la realidad en sí misma, sino solo según nuestras condiciones variables.

Y si las fuerzas humanas fueran capaces de atrapar la verdad sin deformarla, entonces esa verdad sería común a todos los hombres y reconocida por consentimiento universal. Como no hay ninguna idea, por evidente que parezca, que no haya sido puesta en duda o discutida, queda demostrado que nuestro juicio no alcanza la verdad de manera firme ni natural. Cada uno percibe a su modo, sin que pueda imponer su visión al otro; eso indica que lo que creemos percibir no procede de un fundamento universal, sino de una circunstancia particular y contingente.

Montaigne se detiene aquí en un punto crucial: no sólo hay diversidad infinita de opiniones entre los filósofos —hasta sobre lo más elemental, como si el cielo está sobre nuestras cabezas—, sino que además dentro de cada uno de nosotros reina una inestabilidad constante. El juicio humano, lejos de ser sólido, se muestra siempre voluble y sujeto a alteraciones. Lo que hoy creemos con toda certeza, mañana lo rechazamos como falso, y lo hacemos con la misma fuerza de convicción con que antes lo afirmábamos. La experiencia personal nos enseña que nuestras certezas son frágiles, pues hemos cambiado de parecer cientos de veces; y, sin embargo, siempre la última opinión se nos presenta como definitiva, como si de ella dependieran nuestra vida, nuestros bienes o nuestra salvación. Montaigne ironiza: ¿no es ridículo fiarse de un guía que nos ha engañado tantas veces?

De allí deriva la necesidad de reconocer que toda enseñanza humana está atravesada por la falibilidad. Tanto el maestro que enseña como el discípulo que recibe son mortales y falibles, y nada que venga del hombre puede llevar consigo la impronta de la verdad absoluta. Sólo lo que procede de Dios, por su gracia y revelación, puede reclamar verdadera autoridad. Y como la naturaleza humana está siempre expuesta al error, lo más prudente sería conducirse con moderación, evitando la arrogancia de suponer que nuestras opiniones presentes son más firmes que las que antes hemos abandonado.

Montaigne insiste además en que el juicio está condicionado por el estado del cuerpo y por las pasiones. Cuando estamos sanos, nuestra memoria y nuestra comprensión parecen más vivas; cuando enfermos, todo se oscurece. La alegría nos hace ver el mundo de un modo distinto que la tristeza. Incluso los gustos cambian con la edad, como lo muestra el ejemplo de Cleómenes: enfermo, ya no era el mismo que en salud, y con él cambiaron también sus inclinaciones. Lo mismo ocurre en la justicia: las sentencias de los jueces dependen de su humor, de su estado de ánimo, de sus preocupaciones domésticas. Hasta los areopagitas, conscientes de este peligro, juzgaban de noche para no dejarse influir por la vista de los acusados.

Y no sólo son las grandes alteraciones las que trastornan el juicio: la atmósfera, el clima, una ligera fiebre, un resfriado, todo influye. Si una enfermedad grave puede aniquilar la mente, una dolencia menor basta para oscurecerla. El cuerpo está compuesto de tantos resortes y piezas, y siempre alguno de ellos se desajusta, que es imposible encontrar siquiera una hora en la vida en la que nuestro juicio esté perfectamente equilibrado. Así, la razón humana se revela como un instrumento demasiado frágil e inconstante para servirnos de guía segura hacia la verdad.

Señala que todos, si se observaran con la misma atención que él lo hace consigo mismo, advertirían lo mucho que las pasiones alteran y dirigen nuestras opiniones. Un abogado, por ejemplo, puede mostrarse indiferente frente a un caso cuando lo escucha en frío; pero si se le paga bien y se compromete, entonces se enciende en él el ardor de la causa, y lo que antes era vacilación se transforma en convicción apasionada. El mismo fenómeno ocurre en los predicadores, que, mientras hablan, se inflaman en sus creencias y acaban creyéndolas más firmemente por la emoción con que las pronuncian.

Montaigne observa que la pasión no solo altera, sino que muchas veces sostiene las acciones más nobles. Los peripatéticos afirmaban que sin ira no puede haber verdadero valor: incluso el héroe más fuerte necesita de ese ímpetu para enfrentar al enemigo. De la misma manera, la avaricia o la ambición han impulsado a grandes hombres como Temístocles o Demóstenes a soportar fatigas y sacrificios; la compasión aviva la clemencia; el temor sostiene la prudencia. Ninguna virtud poderosa se produce sin la chispa de una pasión. Por ello, algunos filósofos antiguos imaginaron que hasta la bondad divina, si tocara de cerca nuestra vida, nos alteraría y despojaría de la tranquilidad, pues toda acción virtuosa en nosotros surge como un sacudimiento del alma.

Pero este reconocimiento lleva también a un callejón oscuro. Si nuestro juicio se encuentra tan sometido a las sacudidas de las pasiones, ¿cómo confiar en él como guía seguro? La diversidad de opiniones, la contradicción de nuestros afectos, muestran que nuestra razón camina siempre a pasos forzados, agitada por influencias que la sobrepasan. Montaigne se sorprende de que los filósofos hayan afirmado que el hombre se acerca a la divinidad precisamente en los momentos en que pierde la razón: en la furia y en el sueño. Según ellos, el delirio y la ensoñación, al apartarnos de la vigilancia racional, nos abren las puertas del conocimiento profético y del contacto con los dioses.

Montaigne ironiza sobre esta paradoja: lo más sereno y equilibrado en nosotros —la calma de la vigilia, la prudencia de la razón— resulta, según los filósofos, menos valioso que la exaltación, la locura o el sueño. Como si la naturaleza hubiera querido que el hombre encontrara más verdad en su delirio que en su sensatez, más claridad en sus sueños que en su pensamiento despierto. Con esta observación, Montaigne desnuda la contradicción de la filosofía: la misma razón que se proclama guía del hombre acaba reconociendo que solo en su abolición —por la pasión, el furor o el sueño— el alma puede rozar lo divino.

Sin embargo, confiesa haber vivido en su juventud una experiencia concreta: la pasión amorosa, que crece poco a poco y se impone incluso contra la resistencia de la voluntad. Describe cómo esa pasión transforma la percepción: los méritos del objeto amado se engrandecen, las dificultades parecen desaparecer y la conciencia pierde su guía. Pero cuando el ardor se disipa, los mismos objetos vuelven a mostrarse con otro rostro, más severo y más difícil de alcanzar. Surge entonces la pregunta: ¿cuál de las dos visiones es la verdadera, la del deseo ardiente o la de la calma? Para Montaigne, los pirronianos aciertan al declarar que no se sabe.

Este conocimiento de su propia inconstancia lo llevó a cultivar una constancia peculiar: la de no moverse fácilmente de las primeras creencias que recibió. Sabe que cualquier doctrina nueva, por verosímil que parezca, puede ser refutada con la misma facilidad con que refutó a la antigua. Por eso se mantiene en la religión en que nació, atribuyendo a la gracia divina su permanencia sin sobresaltos en medio de la marea de sectas y opiniones que agitan su tiempo. Prefiere aferrarse al suelo heredado antes que arriesgarse a rodar continuamente de una idea a otra, como la veleta que cambia de dirección con cada soplo de viento.

Montaigne también reconoce la fuerza de los grandes escritores antiguos: cada uno lo convence mientras lo lee, aunque expongan opiniones contrarias. Ese poder de persuasión prueba, a sus ojos, la debilidad de sus fundamentos. Lo que hoy parece indudable mañana puede ser derribado por otra doctrina. Da el ejemplo de los astros: durante milenios se creyó que giraban alrededor de la Tierra, hasta que algunos griegos propusieron lo contrario, y Copérnico, en su tiempo, lo defendió con tal coherencia que acomodó todo el cielo a ese sistema. Pero, advierte Montaigne, nada garantiza que dentro de siglos no surja otra explicación que eche por tierra también esta concepción.

En consecuencia, debemos desconfiar de lo nuevo tanto como de lo antiguo. Cada sistema que se presenta lo hace como definitivo, pero la historia muestra que todos fueron reemplazados. Aristóteles hoy reina en las escuelas, pero antes de él otros principios gobernaban la razón humana, y nada asegura que no sean abandonados en el futuro. Por eso Montaigne prefiere apoyarse en la prudencia: si una doctrina le parece convincente pero él no logra rebatirla, se contenta con pensar que otros más tarde podrán hacerlo. Dar crédito a todo lo que no se puede negar sería, a su juicio, pura ingenuidad.

Los ejemplos abundan: Paracelso había prometido reformar toda la medicina, declarando inútil la tradición que la precedía; un amigo suyo aseguraba haber descubierto errores fundamentales en las explicaciones sobre el viento; incluso en geometría, considerada ciencia exacta, se le mostraban demostraciones que contradecían la experiencia. Aún más, Ptolomeo y los antiguos creyeron fijar los límites del universo, y cualquier duda sobre esa cosmografía habría parecido absurda o herética. Pero en su siglo, con el descubrimiento de un continente entero, quedó en evidencia lo limitada y vana que había sido aquella confianza. Así, lo que hoy parece evidente puede ser mañana un error ridiculizado por los venideros.

Si Tolomeo, con todo su prestigio, se equivocó en sus cálculos y concepciones, ¿no será imprudente dar por seguro lo que los astrónomos y filósofos de su tiempo afirman? Quizás el mundo mismo, ese gran cuerpo que juzgamos conocer, no sea en absoluto como lo imaginamos. Lo que parece sólido hoy puede convertirse mañana en error manifiesto.

Platón, por ejemplo, aseguraba que el universo muda de aspecto y que incluso el sol y las estrellas han cambiado el sentido de su movimiento. Los sacerdotes egipcios, según Heródoto, contaban que en once mil años el sol había alterado cuatro veces su curso. Aristóteles y Cicerón se inclinaban por aceptar estas mutaciones, y filósofos modernos llegaron incluso a decir que el mundo no tiene principio, que muere y renace eternamente, para evitar la dificultad teológica de un Dios que pasa del ocio creador a la acción.

La tradición griega más célebre concebía el cosmos como un dios compuesto de cuerpo y alma, un ser feliz, sabio y eterno que contenía a los demás dioses —el mar, la tierra, los astros— en perpetua danza armónica. Heráclito, en cambio, lo veía todo hecho de fuego, destinado a consumirse y renacer en un ciclo incesante. Otros, como Apuleyo, sostenían que los hombres son mortales individualmente, pero el género humano es eterno. Y de la misma manera, cronologías egipcias, caldeas y relatos de Zoroastro o Platón estiraban la antigüedad del mundo a decenas o cientos de miles de años.

Montaigne observa algo que le causa asombro: pese a la distancia inmensa de tiempos y lugares, los pueblos se parecen en muchas de sus creencias. Encuentra en ellos huellas de la circuncisión, del celibato religioso, del ayuno, de la cruz como signo sagrado, de un primer hombre caído en desgracia, del diluvio universal, de un juicio final, de ferias y mercados, de augurios y sacrificios, de jeroglíficos y vestiduras litúrgicas. Incluso halla semejanzas en costumbres más triviales: juegos de azar, danzas rituales, borracheras colectivas, herencias que privilegian al primogénito, nombres nuevos para quien recibe una magistratura, o la práctica de adornarse —o de deslucirse adrede— ante los monarcas.

Estas coincidencias lo llevan a reflexionar sobre la potencia creadora del espíritu humano, capaz de forjar imágenes semejantes en lugares que jamás tuvieron contacto entre sí. Pero, al mismo tiempo, Montaigne las interpreta como indicios de una inspiración común, una huella sobrenatural que Dios habría dejado esparcida entre las naciones, tanto del viejo como del nuevo mundo. A su juicio, la universalidad de ciertos símbolos —la penitencia, la vida del más allá, el purgatorio, la encarnación de un dios que vive en virginidad, ayuno y predicación— son testimonios de la dignidad divina. Incluso si cambian los detalles —el fuego para unos, el frío extremo para otros—, lo esencial permanece, y en ello reconoce la mano de una Providencia que se manifiesta de modos dispersos en todos los pueblos.

Si todo —incluido el juicio del hombre— está sujeto a cambios, estaciones y revoluciones como las plantas o los climas, ¿cómo podríamos atribuir a nuestras doctrinas un carácter absoluto o universal? La naturaleza, con sus variaciones de aire, clima y suelo, moldea tanto el cuerpo como el alma, haciendo a los hombres más belicosos o más dóciles, supersticiosos o incrédulos, libres o serviles, sabios o rudos, según el entorno en que viven. Con ello se esfuma la seguridad en nuestras “prerrogativas”, pues la experiencia muestra que pueblos enteros pueden equivocarse durante siglos.

De este límite de la razón extrae un ejemplo conmovedor: ni siquiera sabemos desear lo que realmente nos conviene. Nuestros anhelos suelen ser torpes, como el de Midas, que pidió que todo lo que tocara se convirtiera en oro y terminó asfixiado por su propio don. Por eso Sócrates rogaba a los dioses que le concedieran sólo lo que fuera verdaderamente bueno para él, y los lacedemonios dejaban en manos de la divinidad la elección de aquello que pidieran. Montaigne recuerda incluso su propia juventud, cuando obtuvo el honor que más deseaba —la orden de San Miguel—, y al recibirlo descubrió que no lo elevaba sino que lo humillaba, como si los favores de la fortuna fueran trampas disfrazadas.

El ejemplo se repite en la tradición: Cleobis y Bitón, recompensados con la muerte en pago de su piedad; Trofonio y Agamedes, también. Así muestra cómo los dones celestes difieren de lo que los hombres suponen necesario. Incluso lo que llamamos salud, vida o gloria puede resultar nocivo, y lo que parece desdicha puede ser la verdadera medicina. De allí que la oración cristiana —“hágase tu voluntad”— sea para Montaigne la más sabia, pues reconoce que sólo Dios ve con claridad lo que conviene.

El mismo desconcierto aparece en la búsqueda filosófica del “soberano bien”. Varrón contabilizaba hasta 285 sectas distintas nacidas de esa disputa. Para algunos es la virtud, para otros el placer, para otros la ausencia de dolor, el seguir la inclinación natural o alcanzar la ciencia. Pitágoras decía que el secreto era “no admirarse de nada”, y los pirrónicos sostenían que el bien supremo estaba en la ataraxia, es decir, en la tranquilidad de espíritu. Montaigne observa que hasta aquí la filosofía se dispersa como en un banquete en que cada comensal pide un plato distinto e incompatible con el de los demás: la diversidad misma de opiniones muestra que, quizá, la respuesta más natural de la naturaleza sería el silencio.

u deseo de que alguien como Justo Lipsio compilara con rigor todas las opiniones de la antigua filosofía sobre la naturaleza humana y las costumbres revela la necesidad de ordenar la confusión, de hacer visible la contradicción y la diversidad para mostrar, precisamente, que nada es firme ni uniforme en la experiencia humana. Un registro así no serviría tanto para fijar una verdad como para mostrar la infinita variedad de doctrinas y prácticas que se han presentado como verdaderas en distintos momentos.

Al abordar las leyes, Montaigne exhibe su mutabilidad radical: lo que ayer era delito puede hoy ser permitido, lo que ahora consideramos justo puede mañana convertirse en crimen. Él mismo había visto en Inglaterra cómo las leyes religiosas —lo más sagrado para un pueblo— habían cambiado varias veces en pocas décadas. Esa inestabilidad lo escandaliza porque muestra que lo que se presenta como eterno o divino está sujeto al capricho de los hombres, de los príncipes y de la fortuna. El contraste entre la supuesta universalidad de la verdad y la diversidad infinita de las leyes humanas le parece una ironía trágica: ¿cómo puede llamarse justicia a lo que depende del curso de un río o de las fronteras de una montaña?

Montaigne arremete también contra la pretensión de algunos filósofos y juristas de distinguir leyes naturales —firmes e inmutables— frente a las civiles y mutables. Para él, esa afirmación fracasa en cuanto no puede señalarse una sola ley que haya sido universalmente aceptada por todos los pueblos y que se imponga con evidencia irresistible. El único criterio que permitiría reconocer una ley natural sería su aceptación general y constante, y como tal cosa nunca se da, concluye que lo que llamamos natural no es más que el resultado de la costumbre y de la opinión. Por eso cita a Protágoras, Aristón y Trasímaco: la justicia no tendría más fundamento que la autoridad del legislador o la conveniencia del más fuerte.

La diversidad de costumbres lo confirma: en unas regiones se alaba el robo, en otras se condena; los matrimonios entre parientes que en Europa son incestuosos, en otros lugares son honrados; lo que aquí es crimen horrendo, allá puede ser virtud. Nada hay tan extraño, aberrante o monstruoso que no se encuentre legitimado por alguna nación. Así, la naturaleza parece haber dejado de hablar entre nosotros como habla en los animales, donde sí se observan ciertas regularidades; entre los hombres, en cambio, la razón, con su vanidad y artificio, ha desfigurado lo natural hasta hacerlo irreconocible.

Lo que para nosotros es barbarie, para otros fue devoción. Así, la naturaleza de las prácticas humanas no tiene un valor fijo en sí misma, sino que depende del lente cultural que las interpreta. De ahí se desprende su tesis: la justicia, la moralidad y las leyes no son universales, sino relativas a los pueblos y a sus costumbres.

El caso de Licurgo es otro ejemplo que exhibe esta paradoja: donde cualquiera vería en el robo una injusticia, él halló disciplina, destreza militar y un beneficio social que justificaban su práctica. La medida del vicio y de la virtud queda en manos de la conveniencia, lo que revela la mutabilidad de los criterios humanos. No es menos ilustrativo el contraste entre Platón y Aristipo frente a Dionisio: uno rechaza la túnica persa como afrenta a la dignidad masculina, mientras el otro la acepta argumentando que la virtud no se corrompe con adornos externos. Incluso la humillación de Aristipo frente al tirano es racionalizada como parte de la astucia de un pescador que soporta mojarse para atrapar peces. En todos los casos, la razón encuentra excusas convincentes para sostener lo que se quiera, mostrando su carácter dúctil, maleable, “jarro con dos asas” que puede tomarse por cualquiera de los lados.

Montaigne refuerza su punto con anécdotas que revelan la ironía del razonamiento humano: Sócrates responde a su esposa que peor sería morir justamente que injustamente, o Solón justifica sus lágrimas precisamente porque son inútiles. La variedad de costumbres —las orejas perforadas que aquí son ornamento y en Grecia signo de servidumbre; el goce íntimo oculto en Europa y público en la India; los templos sagrados en unas culturas y lugares de sacrificio en otras— pone de manifiesto que nada hay en las prácticas humanas que no pueda invertirse y resignificarse. Cada pueblo cree que sus dioses son los únicos verdaderos y que los ajenos son falsos, lo que Montaigne traduce como un universal de intolerancia.

De ahí pasa a criticar la justicia y el derecho: incluso en lo que debería ser más firme, como la aplicación de la ley, los jueces se ven atrapados en la maraña de autoridades contradictorias. El ejemplo del juez que anotaba “cuestión para el amigo” cuando encontraba un pasaje de Bartolo y Baldo sin salida muestra que la decisión no depende tanto de la ley como del capricho o de la conveniencia. La justicia, en este panorama, no es sino un campo de disputa donde las razones abundan para justificar cualquier desenlace, y en el que un mismo asunto puede recibir fallos opuestos según el juez o el momento.

Su origen suele ser tan pequeño y frágil, que si lo siguiéramos hasta la fuente encontraríamos apenas una chispa de razón o un capricho de costumbre. Esto revela que, más que fundarse en una verdad natural o universal, las leyes se legitiman por la repetición, la costumbre y la aceptación social. De ahí que las gentes que pretenden someterlo todo a examen racional, despreciando la autoridad del uso, lleguen con frecuencia a conclusiones que chocan con la opinión común.

La ilustración de los filósofos cínicos y estoicos refuerza este punto. Crisipo, con sus paradojas sobre el decoro, Metroclo liberado de la vergüenza por Crates, o Diógenes que llevaba al extremo la ruptura de todo pudor, muestran cómo incluso en lo más íntimo y corporal las normas cambian de sentido. Lo que para unos es indecencia, para otros es simple obediencia a la naturaleza. Lo que nosotros llamamos modestia, ellos lo llamaban tontería. El mismo acto que en nuestra moral se juzga indecoroso, podía para ellos ser un ejercicio de franqueza y de libertad.

De aquí se desprende que la razón humana siempre halla argumentos para justificar cualquier práctica, y que el decoro, la vergüenza o la circunspección son construcciones culturales, máscaras que ocultan o ennoblecen lo que la naturaleza ya dicta. Así, la prostitución pública o el ocultamiento privado de los placeres son solo dos formas de encauzar la misma inclinación, pero el juicio de virtud o de vicio se invierte según la costumbre.

Montaigne lleva el razonamiento más allá, conectándolo con la fragilidad de las interpretaciones. Igual que los sentidos nos engañan —el vino dulce o amargo, el remo recto o torcido— también las palabras y los escritos se prestan a significados opuestos. La Biblia, Homero, Platón: todos han sido usados para justificar las doctrinas más contrarias. El ingenio humano, hambriento de pruebas, encuentra siempre en los textos lo que desea hallar, y la obscuridad de los autores multiplica los sentidos posibles. Así, lo que un intérprete descubre en favor de la religión cristiana, otro lo aplica a los ritos paganos, y todos coinciden en atribuirle al mismo texto la verdad que buscan.

El ejemplo del ciego de nacimiento es decisivo: no puede lamentar lo que nunca conoció ni desear lo que no entra en su horizonte. Si a nosotros nos faltara un sentido del que no tenemos noticia, jamás podríamos percibir esa carencia. La satisfacción de nuestra alma con los cinco sentidos no prueba su suficiencia: prueba solamente su ignorancia. Así, lo que creemos conocer podría ser apenas un fragmento mínimo de la realidad, reducido por los límites de nuestra percepción.

De ahí que la naturaleza misma pueda contener dimensiones inaccesibles a nosotros. Una manzana no solo es color, olor, textura y sabor: podría poseer otras cualidades que nos resultan invisibles porque carecemos de los órganos para captarlas. Los animales parecen tener sentidos especiales que anticipan peligros o reconocen sustancias sin experiencia previa, como los gallos que distinguen la hora de cantar, o el ciervo que encuentra hierbas medicinales. Si un solo sentido faltara en el hombre, toda su estructura de conocimiento estaría distorsionada, pues nuestros juicios se forman por la comparación y el cruce de percepciones. Imaginar la humanidad sin vista basta para comprender hasta qué punto las tinieblas envolverían a nuestra inteligencia.

Esta limitación es lo que aprovechan las escuelas escépticas. Si los sentidos son el único canal del saber, y a la vez los más inseguros, ¿qué firmeza tiene nuestra ciencia? Los epicúreos afirmaban que lo que aparece a los sentidos es siempre verdadero tal como se da: si el sol parece pequeño, lo es del tamaño que la vista dicta; si un objeto cercano parece mayor que cuando se aleja, ambas impresiones son igualmente reales. Para ellos, lo absurdo sería negar el testimonio de los sentidos, pues en ese caso toda vida práctica se derrumbaría: sin fiarnos de ellos no podríamos evitar peligros ni sostener la existencia. En cambio, los estoicos llegaban al extremo contrario: juzgaban que las representaciones sensibles son tan engañosas que jamás pueden constituir ciencia verdadera. Entre ambos extremos se revela la paradoja: si aceptamos lo primero, nuestra razón se somete a ilusiones; si lo segundo, destruimos toda posibilidad de conocimiento.

 el experimento del tacto: al entrelazar los dedos y tocar una sola bolita de plomo, la sensación es la de estar palpando dos. La razón sabe que hay un único objeto, pero los sentidos imponen su dictamen falso. Esto, dice Montaigne, sucede constantemente: incluso el tacto, que parece más inmediato y “seguro”, impone sensaciones que contradicen la firmeza de cualquier resolución filosófica. Así, el dolor corporal derrumba las más estoicas afirmaciones de indiferencia frente al sufrimiento.

La música es otro ejemplo de este poder. Nadie, por insensible que sea, permanece intacto ante el estruendo de tambores o la dulzura de los cantos. El alma se conmueve en las iglesias, rodeada de símbolos, de voces y de misterio, aunque la razón quiera resistirse. Montaigne confiesa incluso su propia debilidad: una voz armoniosa, declamando versos de Catulo, le conmueve mucho más que la lectura silenciosa. Esto muestra, al mismo tiempo, la potencia de los sentidos y su capacidad de alterar el juicio, dándole un peso que no corresponde al contenido sino al modo en que se presenta.

La vista también engaña al filósofo. Muchos soportan el dolor de la muerte con entereza, pero giran el rostro para no ver el golpe que les quitará la vida; quien se somete a una operación médica teme más a los instrumentos que al dolor mismo. La hermosura aparente de una dama maquillada y adornada vence incluso cuando sabemos que los encantos provienen de artificios externos. Montaigne recuerda aquí a Narciso, que muere fascinado por su propia imagen, y a Pigmalión, que se enamora de su estatua: ejemplos poéticos de cómo la vista distorsiona el juicio y nos hace confundir la ilusión con la realidad.

El vértigo es otra prueba. Si colocamos una viga segura entre dos torres, la razón sabe que no hay peligro, pero el cuerpo se niega a cruzar. El abismo provoca un temblor que la razón no puede controlar. Montaigne lo vivió en las montañas: aun sabiendo que no había riesgo de caída, la sola contemplación de la profundidad despertaba un miedo irresistible. Los ojos imponen la sensación, aun contra el cálculo racional.

Tampoco el oído escapa a esta tiranía. Hay sonidos que provocan cólera, repugnancia o furia sin que la razón intervenga: el crujir de un hueso, el chirrido del hierro, el carraspeo de una garganta enferma. La voz del orador, con ayuda de la música o de un simple flautista que regula el tono, consigue arrastrar a los oyentes. Nuestros juicios, sostiene Montaigne, son demasiado vulnerables si dependen de órganos tan inseguros, capaces de ser trastornados por algo tan sutil como un soplo de aire.

el hombre, por dentro y por fuera, está lleno de debilidad y mentira. Los sentidos —primeros jueces del conocimiento— no ofrecen seguridad, pues otros seres, como los animales, los poseen en grado superior. El hombre no ve mejor, no oye mejor, no huele mejor que muchas bestias, y aun así se arroga la soberanía del conocimiento. Peor todavía: lo que para unos es alimento, para otros es veneno; lo que para un enfermo aparece amarillo, para otro aparece rojo o normal. ¿Cuál es, entonces, la verdad de las cosas? La relatividad de la percepción mina cualquier pretensión de certeza.

Montaigne multiplica los ejemplos. El ictericiado ve todo amarillo, el que tiene hyposphagma lo ve rojo. Algunos animales, con ojos naturalmente de esos colores, ¿no verán el mundo de manera semejante? ¿Y no será esa la verdadera forma de los cuerpos? La diversidad no se limita a las especies: un niño, un adulto y un anciano perciben distinto; el sano y el enfermo reciben impresiones contrarias; un cristal coloreado basta para alterar lo que se ve en un teatro. Así, el fundamento de la percepción no es estable, y al no serlo, tampoco lo es la ciencia que se construye sobre él. La comparación con la regla torcida en arquitectura es elocuente: si la primera medida es defectuosa, todo el edificio estará viciado.

La contradicción entre los sentidos confirma esta fragilidad. La vista percibe relieve en una pintura, pero el tacto no lo confirma; el almizcle deleita al olfato, pero repele al gusto; la miel agrada al paladar, pero disgusta a la vista. Los espejos deformantes y las ilusiones ópticas muestran la facilidad con que la vista es engañada, y las transformaciones del alimento en carne, sangre o hueso ilustran cómo lo que parece una sustancia simple se revela múltiple y distinta. ¿Son los objetos los que cambian o son los sentidos los que alteran sus cualidades? Montaigne se inclina a pensar lo segundo: nuestra propia naturaleza, incluso en su estado “normal”, desfigura la realidad tanto como lo hacen la enfermedad o el sueño.

El razonamiento es claro: si los instrumentos de conocimiento son imperfectos, también lo serán todas las conclusiones que de ellos se deriven. Los sentidos, como reglas defectuosas, producen juicios defectuosos. Y no hay manera de salir de ese círculo, porque el juez que podría evaluar este error debería estar fuera de la condición humana —no joven ni viejo, no sano ni enfermo, no dormido ni despierto—, lo que equivale a decir que ese juez no existe.

Plantea que para juzgar las apariencias de las cosas necesitaríamos un instrumento de medida; pero, para comprobar ese instrumento, necesitaríamos otro; y así, indefinidamente, cayendo en un círculo vicioso. Los sentidos son inseguros y se contradicen; la razón, que debería poner orden, depende de ellos y no puede fundarse en nada sólido. Al final, tanto sentidos como entendimiento se reducen a apariencias, a sombras que nunca alcanzan lo real. La metáfora es poderosa: pretender asir el ser con nuestra mente es como querer atrapar agua con la mano; mientras más se aprieta, más se escapa.

Con esto, Montaigne se apoya en la tradición filosófica antigua. Platón afirmaba que los cuerpos no tienen ser, solo devenir; Heráclito que nadie entra dos veces en el mismo río; Parménides, en cambio, negaba el movimiento y defendía lo opuesto; los estoicos sostenían que el presente no existe, que es solo el cruce entre lo que fue y lo que será. En todos los casos, el ser humano queda atrapado en un mundo en perpetua mutación, donde nada permanece y nada puede decirse estable. Hasta lo más íntimo de nuestra existencia —nacer, crecer, envejecer, morir— prueba que somos cambio constante. La infancia muere en la juventud, la juventud en la madurez, la madurez en la vejez; de tal manera, siempre estamos muriendo y naciendo al mismo tiempo.

De aquí surge una conclusión teológica: lo único que verdaderamente “es” es Dios, porque en Él no hay ni antes ni después, ni nacimiento ni muerte. El tiempo —con su “fue” y su “será”— no puede aplicarse a lo divino. Solo el Ser eterno, inmóvil e inmutable, existe plenamente. Todo lo demás —los hombres, las cosas, el mundo entero— está sometido al flujo incesante de la generación y la corrupción.

Finalmente, Montaigne introduce la paradoja del deseo humano de elevarse sobre sí mismo. El pagano que exhortaba a “trascender la humanidad” le parece tan noble como absurdo: es querer dar un paso más largo que nuestras piernas. El hombre no puede ir más allá de su condición, salvo que Dios mismo lo eleve mediante un don sobrenatural. No es el esfuerzo estoico ni la razón humana los que permiten esa ascensión, sino únicamente la gracia divina. De ahí que Montaigne concluya en clave cristiana: la filosofía prepara el terreno, pero la única posibilidad de redención y de contacto con lo eterno viene de la fe.

Conclusión

La Apología de Raimundo Sabunde concluye mostrando que, pese a los esfuerzos de la razón, el hombre permanece envuelto en incertidumbre, sujeto a los límites de sus sentidos, de su juicio y de la mutabilidad de todo lo creado. Montaigne recorre la fragilidad de la filosofía y la inconstancia de las leyes y costumbres, para demostrar que no hay fundamento sólido en lo humano que pueda sostenernos frente a la verdad. Solo en Dios, eterno e inmutable, se encuentra lo que realmente “es”, y únicamente mediante la fe el hombre puede elevarse por encima de su condición. Así, el escepticismo radical no lleva a la desesperación, sino a reconocer humildemente la necesidad de la gracia divina, que otorga luz y certeza allí donde la razón tropieza con su propia impotencia.

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