El método que propone se inspira en Socrates y Arcesilao: que el alumno hable, que piense por sí mismo, que se ejercite en el discernimiento antes que en la mera recepción pasiva del saber. La educación, según Montaigne, debe ser activa, personalizada y orientada a la vida, no un simple ejercicio de repetición y acumulación de citas.
Este enfoque constituye una crítica al sistema educativo tradicional de su época, profundamente influido por el escolasticismo y la autoridad de los textos clásicos. A cambio, Montaigne propone una pedagogía más cercana al humanismo renacentista y a las ideas del autodidactismo reflexivo, donde el conocimiento debe ser interiorizado y vivido, no simplemente aprendido.
Es un grave error aplicar los mismos métodos educativos a todos los alumnos, sin tomar en cuenta la diversidad de inteligencias, naturalezas y disposiciones individuales. Esta rigidez pedagógica explica, según él, el fracaso generalizado de la educación: de muchos alumnos, apenas uno o dos sacan verdadero provecho.
Montaigne propone una educación centrada en el sentido, no en la mera repetición de palabras. El maestro debe interrogar no tanto por la literalidad de la lección, sino por su comprensión, interiorización y aplicación práctica. A través de variaciones, adaptaciones y reinterpretaciones, el alumno debe demostrar que ha hecho suyo el conocimiento, de forma semejante a como Sócrates interpelaba a sus interlocutores en los diálogos de Platón. La educación, en esta visión, no consiste en “almacenar” saberes, sino en transformarlos a través del juicio personal, como el estómago que digiere y convierte el alimento en sustancia vital.
La metáfora del “arrojar la carne tal como se ha comido” subraya esta idea: repetir lo aprendido sin haberlo asimilado es señal de indigestión intelectual. Montaigne lamenta que nuestras almas se hayan convertido en repetidoras de opiniones ajenas, esclavizadas por la autoridad de los libros y de los maestros, y que no se atrevan a pensar por sí mismas: “Nunquam tutelae suae fiunt” (“Nunca llegan a ser dueñas de sí mismas”).
El filósofo relata una anécdota vivida en Pisa que le permite ilustrar y reforzar su crítica a la adherencia dogmática a una autoridad filosófica, en este caso, Aristóteles. Se refiere a un personaje que había convertido la doctrina aristotélica en criterio absoluto de verdad, sosteniendo que todo conocimiento que no se ajustase a Aristóteles era vano e ilusorio. Esta actitud, señala Montaigne con cierta ironía, le valió incluso problemas con la Inquisición romana, lo que indica que el fanatismo filosófico puede parecerse peligrosamente al fanatismo religioso.
En contraposición a esa postura, Montaigne defiende un ejercicio crítico y escéptico del pensamiento, especialmente en el ámbito educativo. El maestro no debe transmitir dogmas, sino enseñar al discípulo a examinar las ideas, a tamizarlas, a cuestionarlas, incluso cuando provienen de autoridades reconocidas. Ningún autor —ni Aristóteles, ni los estoicos, ni los epicúreos— debe ocupar un lugar sacrosanto. Todas las doctrinas deben ser ofrecidas al juicio del alumno, quien, si está en condiciones, podrá optar por una de ellas o, en caso contrario, mantenerse en la duda razonable.
A través de la metáfora de las abejas —tomada de Séneca y antes de Plinio y Virgilio—, Montaigne ilustra cómo debe funcionar el pensamiento: así como las abejas recogen el néctar de muchas flores para elaborar miel, el estudiante debe extraer lo mejor de muchas fuentes y luego transformarlo, no repetirlo, para producir algo nuevo, suyo, interiorizado. La miel es más que la suma de sus flores; del mismo modo, el juicio formado es más que una suma de citas.
Este es, para Montaigne, el fin de toda educación: formar un juicio propio, un entendimiento vivo, capaz de nutrirse de lo leído y escuchado, pero no esclavo de ello. Lo importante no es el origen de las ideas sino la capacidad de hacerlas carne propia, de integrarlas en la estructura del pensamiento y de la vida.
Para él, el comercio con los hombres —es decir, la convivencia y el trato con diversas personas y culturas— constituye una de las vías más eficaces para limar el juicio, pulir el entendimiento y ampliar la perspectiva.
Critica así la superficialidad de ciertos viajeros —especialmente de la nobleza francesa de su época— que regresan de sus recorridos con un cúmulo de anécdotas frívolas o detalles decorativos sin haber tocado el alma de los lugares que visitaron. Montaigne no desprecia el viajar, sino que reclama una actitud profunda frente a ello: viajar para entender, para comparar, para transformar el modo en que pensamos y sentimos. En sus palabras, se viaja “para frotar y limar nuestro cerebro con el de los demás”.
Su defensa de los viajes desde la infancia y del aprendizaje temprano de lenguas extranjeras refleja su idea de que la mente joven es más plástica y capaz de adquirir una pronunciación auténtica, pero también revela una comprensión moderna de la educación como exposición temprana a la diversidad.
Al mismo tiempo, critica que los hijos crezcan demasiado protegidos por el afecto de sus padres. El exceso de ternura, lejos de fortalecer el carácter, lo ablanda. La educación debe incluir incomodidad, esfuerzo, contacto con el riesgo, tolerancia a la suciedad y el cansancio. Solo así se templa un cuerpo y un alma capaces de afrontar la vida. La cita final —tomada de Virgilio— recomienda “vivir a la intemperie y entre cosas que causen inquietud”: una formación viril y ruda, pero no por desprecio del cuerpo, sino para formar seres libres, resistentes y lúcidos.
No basta sólo fortificar el alma, es preciso también endurecer los músculos, dice Montaigne. El alma puede trabajar mejor o peor dependiendo de cómo esté constituido el cuerpo, de hecho el mismo filósofo dice que su alma trabaja penosamente en un cuerpo tan flojo como el de él.
Reflexiona sobre la insensibilidad al dolor que observa en ciertas personas —hombres, mujeres y niños—, y cómo esta puede deberse más a una disposición fisiológica (un "vigor de nervios") que a una auténtica fortaleza de espíritu, como la que busca el filósofo.
Montaigne critica la tendencia educativa de su época que busca endurecer a los niños mediante ejercicios físicos rigurosos, con la idea de prepararlos para enfrentar sufrimientos mayores (como enfermedades, torturas o prisiones). Cita la expresión latina "Labor callum obducit dolori" ("el trabajo hace callo al dolor"), para ilustrar esta pedagogía del endurecimiento. Sin embargo, él mismo parece poner en duda que esto forme verdaderamente el carácter o la virtud moral.
Autoridad del maestro
El preceptor debe tener autoridad plena sobre el niño, lo que se ve obstaculizado por la presencia de los padres. Critica la actitud de las familias que sobrevaloran al heredero por su linaje y fortuna, pues eso fomenta en el niño orgullo y una falsa imagen de sí mismo. Esta idea refleja una crítica a la nobleza y al sistema de clases, que distorsiona la formación personal por intereses de prestigio social.
Luego, Montaigne ofrece una lección de humildad intelectual y de prudencia en la conversación. En lugar de utilizar el diálogo para exhibirse, el niño debe aprender a escuchar y a no contradecir innecesariamente a los demás. Montaigne propone una pedagogía del carácter, en la que el conocimiento se lleva con modestia, sin pompa ni envidia —como dice la cita latina: Licet sapere sine pompa, sine invidia (“Se puede ser sabio sin ostentación ni envidia”).
También advierte contra el pedantismo y la ambición pueril de parecer más inteligente de lo que se es. Solo los grandes espíritus —como Sócrates o Aristipo, según la otra cita latina— pueden tomarse ciertas licencias al ir contra la costumbre. Así, insta a no confundir la rebeldía juvenil con verdadera grandeza de alma.
Por último, subraya una actitud ética frente al debate: el niño debe respetar la verdad más que su propia opinión.
El preceptor debe inculcar al niño lealtad al soberano, pero con moderación y sentido del deber cívico. El amor al príncipe no debe rebasar los límites del bien público. Montaigne denuncia con agudeza el vicio de la corte, donde la cercanía al poder —y la gratitud por los favores recibidos— corrompe la libertad de juicio del cortesano. “La franqueza del súbdito” se ve “deslumbrada” por los privilegios, lo que lleva a una pérdida de credibilidad. Aquí subyace una crítica sutil pero firme al servilismo y a la moral de corte, donde las palabras pierden autenticidad y se alejan de la verdad.
Montaigne insiste en que la virtud debe reflejarse en el lenguaje, y que el reconocimiento de los errores propios —incluso en plena discusión— es un signo de “espíritu elevado y filosófico”. La testarudez, en cambio, es propia de espíritus “bajos”. Esta distinción entre la humildad intelectual y la arrogancia dogmática es central en el ideal del sabio según Montaigne.
A continuación, aboga por una educación que enseñe a observar el mundo con atención. El niño debe saber distinguir el mérito verdadero de la posición social, pues muchas veces los más sabios o interesantes no ocupan lugares de prestigio. La anécdota del banquete, donde unos hablan superficialmente de vinos y tapices mientras otros, más alejados, sostienen conversaciones de valor, ilustra cómo la sabiduría no siempre está donde está el poder.
Montaigne recomienda que el niño aprenda de todos: el campesino, el obrero, el transeúnte, pues cada uno tiene algo que enseñar. Incluso la torpeza y el error ajeno pueden formar parte de su aprendizaje. Esta mirada democrática y empírica anticipa el método de la observación humanista y el pensamiento moderno: el mundo es un libro abierto.
Por último, se exhorta a fomentar una curiosidad legítima por el entorno, la historia y la geografía. Saber dónde se libró una batalla antigua, por dónde pasó César o Carlomagno, qué vientos soplan hacia Italia (Quae tellus sit lenta gelu...), todo eso forma parte de un saber encarnado, concreto y vital, que vincula la cultura con la experiencia directa.
Literatura e historia
Montaigne sitúa la historia como un campo privilegiado para el ejercicio del entendimiento. No se trata, según él, de saber “cuándo cayó Cartago” o “dónde murió Marcelo”, sino de comprender las virtudes y errores morales de figuras como Escipión, Aníbal o Marcelo, para extraer lecciones de vida. La historia, bien leída, es un espejo del alma humana, y no una mera crónica de fechas y batallas. Aquí se opone frontalmente a la educación escolástica de su tiempo, que premiaba la memoria por encima del juicio.
Cuando dice que “he leído en Tito Livio cien cosas que otro no ha leído”, subraya que la lectura es un acto creativo, en el que cada lector encuentra significados distintos según sus capacidades, sensibilidades y experiencias. Esta es una afirmación profundamente moderna: el lector no es un receptor pasivo, sino un intérprete activo. También reconoce humildemente que otros han visto en esos textos cosas que él mismo no advirtió, y que incluso los autores pueden haber dicho más de lo que conscientemente sabían.
Elogia especialmente a Plutarco, a quien considera “maestro acabado”, por su capacidad de abrir caminos al lector en lugar de dárselo todo hecho. Montaigne valora esa forma de escritura que sugiere más de lo que dice, que invita a reflexionar más que a repetir. La anécdota sobre los “asiáticos que obedecen porque no saben decir no” le sirve para vincular el pensamiento histórico con la filosofía política, y ver en esa frase la semilla de la obra de su amigo Étienne de La Boétie: La servidumbre voluntaria. Es decir, la historia inspira la filosofía cuando se la lee con inteligencia crítica.
Censura el laconismo excesivo de los grandes autores, pues si bien este estilo puede ser eficaz para espíritus elevados, dificulta la comprensión de los lectores comunes. Quienes tienen poco contenido intelectual tienden a inflarlo con palabras, igual que los cuerpos frágiles se llenan con aire para parecer más fuertes.
Montaigne, citando a Pitágoras, distingue tres tipos de personas: quienes buscan la gloria mediante el ejercicio del cuerpo, quienes persiguen el lucro mediante el comercio, y finalmente, aquellos pocos que observan y reflexionan, no para dominar, sino para entender, para ordenar su propia vida. Montaigne, claro está, se identifica con este último grupo: el del filósofo-espectador, que mira la vida con serenidad, para aprender a vivir bien y morir sin temor.
Fin de la educación
La enseñanza debe comenzar con los principios morales que rigen la acción humana, con las preguntas fundamentales: ¿Qué es justo desear? ¿Qué valor tiene el dinero? ¿Qué debemos a la patria y a los nuestros? ¿Qué papel nos ha sido asignado en el mundo? Estas preguntas, tomadas de Horacio (Epístolas, II, ii), conducen a una comprensión de nuestra naturaleza, del lugar que ocupamos y de nuestras responsabilidades. La educación, para Montaigne, debe ayudarnos a entender quiénes somos y cómo debemos vivir y morir, tal como él mismo lo expresa: "los primeros discursos que deben infiltrarse en su entendimiento deben ser los que tienden al régimen de las costumbres y sentidos; los que lo enseñen a conocerse, a bien vivir, a bien morir."
El énfasis está en el cultivo del juicio, de la virtud y del autogobierno moral, más que en el conocimiento de disciplinas abstractas o especializadas. Así, Montaigne advierte que muchas de las ciencias que se enseñan “son inútiles a nuestro fin particular” si no se vinculan con el arte de vivir. No niega el valor de las artes liberales, pero pide que se escojan aquellas que realmente contribuyen a la libertad interior: la templanza, la justicia, la comprensión de las pasiones humanas.
Recurre nuevamente a Horacio para reforzar esta idea con ironía: el ignorante pospone el momento de vivir rectamente esperando condiciones ideales (vivendi recto qui prorogat horam), como un campesino que espera que se seque el río en vez de cruzarlo. Pero la vida, como el río, fluye sin detenerse. No podemos postergar el aprendizaje del arte de vivir.
Montaigne critica la enseñanza que prioriza la astronomía o la astrología —el “movimiento de la octava esfera”— por encima del conocimiento de nuestras propias pasiones y deseos. Preguntarse qué influencia tiene Capricornio en el agua del Hesperia (Latius et Hesperia quid Capricornus aqua) es, para él, una ocupación inocente comparada con el verdadero saber: conocerse a sí mismo y gobernarse. En otras palabras, antes de estudiar los cielos, debemos estudiar el alma.
''Enseñar no para producir eruditos, sino para formar personas mejores y más juiciosas''
Comienza evocando una carta atribuida a Anaxímenes dirigida a Pitágoras, donde el primero cuestiona la utilidad de la astronomía mientras el hombre vive oprimido por males más inmediatos como la muerte y la servidumbre. Montaigne utiliza esta anécdota para mostrar que la educación debe comenzar por lo esencial: ayudar al ser humano a librarse de sus pasiones desordenadas, como la ambición o la superstición, antes de ocuparse de cuestiones más abstractas, como los astros o el sistema del mundo.
Una vez formado el juicio del alumno —es decir, una vez que ha aprendido a pensar por sí mismo, a vivir bien y a conocerse—, entonces podrá abordar disciplinas como la lógica, la física, la geometría o la retórica. Montaigne no desprecia estas ciencias, pero insiste en que su aprendizaje debe ser posterior a la formación ética y crítica del juicio. Su propuesta pedagógica es gradual y profundamente pragmática.
Critica duramente el método tradicional representado por Gaza, un gramático del Renacimiento, cuya enseñanza consistía en aprender preceptos oscuros y palabras vacías, sin vínculo con la vida ni con el espíritu. En contraste, Montaigne propone un método en el que el entendimiento se nutra con sentido, con contenido vital y claro, conducente a la madurez auténtica del juicio. El aprendizaje debe ser una experiencia vivificante, no un ejercicio de memorización muerta.
Lo más notable del pasaje es su reivindicación del carácter alegre, humano y festivo de la filosofía. Montaigne denuncia que en su siglo incluso las personas más cultas consideran a la filosofía una ciencia quimérica y sin aplicación práctica, y atribuye esto a los "ergotistas", es decir, a los sofistas y escolásticos que han desfigurado su verdadero rostro, convirtiéndola en una disciplina técnica, artificial y hostil. Contra esta imagen, Montaigne proclama: la filosofía es alegre, juguetona, amiga del espíritu. No busca entristecer ni amargar, sino enseñar a vivir bien, en paz y con claridad de juicio.
La anécdota de Demetrio el gramático en el templo de Delfos sirve para ilustrar esta idea: al ver a unos filósofos riendo y conversando alegremente, piensa que no están discutiendo nada serio. Pero Heracleo de Mégara le responde que ese estado de gozo y ligereza es precisamente señal de que están filosofando, mientras que la gravedad fingida corresponde a quienes se extravían en tecnicismos estériles.
La cita final de Juvenal (Sátiras, IX) —“Deprendas animi tormenta latentis in aegro corpore…”— reafirma que el rostro y la actitud del hombre revelan la salud o enfermedad del alma. Así, la filosofía verdadera, al liberar el alma de sus pasiones y conflictos, debe manifestarse en un semblante apacible, alegre y sereno.
El alma
El alma que cultiva la filosofía verdadera transforma también el cuerpo y el porte externo, reflejando en su apariencia una salud moral y espiritual que se traduce en dignidad agradable, rostro contento y actitud activa. Este ideal recuerda las máximas estoicas y epicúreas, donde el sabio no solo es dueño de su interior, sino que irradia esa paz en su modo de estar en el mundo. El “gozo constante interior” es, para Montaigne, el signo más seguro de la sabiduría auténtica.
Critica duramente a los sofistas y escolásticos, a quienes representa como sabios artificiales, enredados en “terminajos” técnicos como baroco y baralipton —referencias a reglas mnemotécnicas del silogismo escolástico—, que oscurecen el saber bajo un lenguaje impenetrable, transformando la enseñanza en un “tenebroso lodazal”. Para Montaigne, esa no es la verdadera ciencia, y quienes así la presentan “no la conocen más que de oídas”.
A continuación, desmonta una imagen muy arraigada en la tradición moral: la idea de que la virtud es difícil, árida y dolorosa, ubicada “en la cúspide de un monte escarpado e inaccesible”, como enseñaban ciertos estoicos y moralistas. Frente a esta visión severa y casi heroica, Montaigne propone una imagen contraria y revolucionaria: la virtud verdadera está en lo alto de una planicie fértil, florida, accesible y amable, a la cual se llega “por una suave y amena pendiente” bajo la sombra y sobre la hierba. La vida filosófica, en su sentido más pleno, no es solo valiente y razonable, sino también bella, gozosa, natural y amorosa.
Con una ironía muy característica, Montaigne acusa a los “pedantes” de deformar la filosofía, presentándola con un semblante “triste, quejumbroso, despechado, amenazador y agrio”, casi como un espantajo, un fantasma colocado sobre una roca hostil para asustar a los hombres. Esta caricatura de la sabiduría, dice, es precisamente lo que aleja a la gente de ella.
Virtud
Un preceptor ideal que no solo instruye, sino que forma el carácter, guiando al niño a amar y reverenciar la virtud, pero no por imposición ni castigo, sino por su atractivo natural. La comparación entre Venus (diosa del amor) y Pallas (diosa de la sabiduría y la guerra) denuncia la tendencia poética —y cultural— a privilegiar el placer sensual por sobre el valor intelectual y moral. Por ello, al llegar a la edad adulta, el joven debe orientarse hacia amores ejemplares como Bradamante o Angélica, figuras literarias que encarnan una belleza activa y generosa frente a la delicadeza artificiosa y pasiva. Montaigne prefiere el amor por una mujer valiente disfrazada de guerrera, que por una frágil doncella ornamentada: una clara revalorización de la fuerza interior frente a la apariencia exterior.
Luego afirma una idea central de su pedagogía: la virtud no es árida ni difícil, sino “fácil, útil y placentera”, accesible a todos —niños y adultos, simples y sabios—. Así, desmonta la concepción de la virtud como un sacrificio o como una cima inaccesible. Como Sócrates, el preceptor sabio debe descender al nivel del discípulo, no para rebajarse, sino para acompañarlo con sencillez en la formación de su juicio. Este ideal pedagógico valora más el método amable que la violencia autoritaria: el aprendizaje debe ser un camino natural, no una imposición.
Montaigne va más allá al sostener que la virtud es la madre de los placeres verdaderos: no los niega, sino que los modera, los purifica y los potencia. Así, lejos de oponerse al placer, la virtud permite disfrutarlo mejor, más intensamente y con más duración. No se trata de reprimir, sino de ejercer el dominio de sí para evitar la ruina del exceso: el bebedor que no se embriaga, el amante que no se degrada, no son enemigos del placer, sino sus auténticos usufructuarios.
En caso de que falte la fortuna —es decir, los bienes exteriores—, la virtud crea una riqueza interior propia, autosuficiente. Así, puede ser “rica, sabia y poderosa” incluso sin posesiones, y reposar “en perfumada pluma” sin temor a perderla. Montaigne reconoce que la virtud ama la vida, la belleza, la salud y la gloria, pero lo que la define no es la renuncia, sino la templanza ante su posesión y la disposición para perderlos sin resentimiento.
Si el niño prefiere fábulas vacías, mojigangas y juegos intrascendentes a relatos de viajes, máximas o ejercicios del valor, entonces —dice irónicamente— no merece otra cosa que ser “estrangulado en secreto” o convertirse en aprendiz de pastelero, aunque sea hijo de un duque. Es una crítica contra la educación por linaje o clase social, y una afirmación del principio platónico citado: los hijos deben ser educados según su alma, no según la alcurnia de sus padres. En otras palabras, el talento natural y la disposición ética deben guiar la formación, no el privilegio heredado.
Sigue afirmando que la infancia es tan apta como cualquier otra edad para recibir las enseñanzas de la filosofía, ya que esta enseña a vivir, y vivir se hace desde que se nace. Con un verso de Horacio ("Udum et molle lutum est..."), Montaigne refuerza la idea de que el niño es como arcilla blanda que debe modelarse pronto y con firmeza, porque el tiempo de la enseñanza es breve.
Critica con dureza que se enseñen las virtudes demasiado tarde: cien jóvenes contraen enfermedades venéreas antes de haber estudiado el tratado sobre la templanza de Aristóteles. Esto no es una anécdota, sino una acusación directa a una pedagogía inútilmente tardía y desconectada de la realidad. Del mismo modo, cita a Cicerón para subrayar que perder tiempo en estudios inservibles —como los poetas líricos, según el juicio de Cicerón— es absurdo, pero que los escolásticos y ergotistas son aún más inútiles: se aferran a silogismos y disputas vanas que nada aportan al arte de vivir.
Montaigne es claro: la infancia solo tiene unos quince años para formarse, y el resto de la vida pertenece a la acción. Por tanto, no hay tiempo que perder en sutilezas retóricas o dialécticas inservibles. Lo que se debe enseñar son los principios esenciales de la filosofía, que él considera simples, claros, útiles y perfectamente accesibles incluso para un niño. Y aquí es donde da un golpe audaz: estos principios son más fáciles de aprender que el mismo alfabeto, más naturales que leer o escribir.
Cita con aprobación a Plutarco y sostiene que Aristóteles no formó a Alejandro Magno principalmente como lógico o matemático, sino que lo instruyó en las virtudes fundamentales: valor, magnanimidad, templanza y fortaleza de ánimo. Gracias a esta formación moral —no a su saber técnico—, Alejandro pudo conquistar el mundo siendo casi un niño, con un ejército modesto. Aquí se presenta el ideal del saber práctico al servicio de la acción y la virtud, más que el conocimiento como fin en sí mismo.
La frase de Horacio ("Petite hinc...") y la de Epicuro al inicio de la carta a Meneceo —“ni el joven debe rehusar filosofar ni el viejo cansarse de hacerlo”— refuerzan la idea de que la filosofía es tarea para toda la vida, y que tanto el joven como el anciano pueden y deben ejercerla, pues es una guía para vivir bien, no una técnica reservada a especialistas.
Montaigne lanza entonces una crítica demoledora a la escuela tradicional. Rechaza tajantemente que se mantenga al niño “aprisionado”, como si fuera un obrero agotado por el trabajo físico: estudiar catorce o quince horas diarias bajo la vigilancia de un maestro tiránico y melancólico es, para él, no solo inhumano, sino contraproducente. No quiere que el niño se abrume, ni tampoco que se le aplauda si, por inclinación melancólica, se convierte en un solitario entregado a los libros, pues eso lo vuelve incapaz del trato humano, de la política, de la acción real. Montaigne no quiere ratones de biblioteca, sino hombres que sepan vivir, conversar y actuar con virtud y juicio.
Su crítica se extiende también a los “arrocinados por avidez temeraria de ciencia”, aquellos que, como Carneades, se desfiguran por el estudio al punto de dejarse crecer el cabello y las uñas: el conocimiento sin medida puede deformar el alma tanto como la ignorancia. Así, ataca la barbarie de los preceptores, que con su severidad y tecnicismo estropean las buenas disposiciones naturales de los niños, en vez de cultivarlas con libertad, amabilidad y sentido humano.
Espacios para el aprendizaje
Todo momento y todo espacio son propicios para el aprendizaje: el gabinete, el jardín, la mesa, el lecho, la soledad o la compañía, la mañana o la tarde… todo debe contribuir a la educación del discípulo, porque la filosofía, al ocuparse de la vida, se mezcla naturalmente con todas las cosas. Esto contrasta fuertemente con los métodos escolásticos, que limitaban el saber a momentos y lugares específicos.
Montaigne elogia la respuesta del orador Isócrates, quien sabiamente se negó a hablar de su arte durante un banquete, sabiendo que la retórica requiere un contexto adecuado. Pero esto —observa Montaigne— no aplica a la filosofía: cuando esta trata del hombre y de sus deberes, puede y debe estar presente incluso en el banquete y en el juego. Cita el ejemplo de Platón en el Banquete, donde los personajes discuten sobre el amor con profundidad, pero en un tono ameno y adecuado al entorno. Esta es una lección clave: la sabiduría no debe excluirse de la vida cotidiana, sino acompañarla con ligereza y profundidad al mismo tiempo.
Con la cita de Horacio (“Aeque pauperibus prodest…”), recuerda que la filosofía beneficia por igual a pobres y ricos, jóvenes y viejos, y que, si es descuidada, también perjudica a todos por igual. La filosofía es, por tanto, una necesidad universal, no un lujo para una élite intelectual.
En una imagen muy montaigniana, compara esta enseñanza diseminada a lo largo del día —sin rigidez de horarios ni imposiciones— con los pasos que damos al recorrer una galería, más largos quizás que los de un camino marcado, pero menos cansadores porque transcurren sin sentirse. Así debe ser la educación: natural, continua, discreta, amable, no impuesta ni autoritaria.
Montaigne incorpora también los ejercicios físicos —la carrera, la lucha, la danza, la caza, el manejo de armas— como parte fundamental de la formación. No separa el alma del cuerpo: “no es un alma, no es un cuerpo lo que el maestro debe formar, es un hombre”. La educación debe ser integral y armónica, tal como lo enseña Platón, quien compara el alma y el cuerpo con un tronco de caballos que debe conducirse con un mismo timón.
Incluso reconoce que el cuerpo puede beneficiar al alma, y que el ejercicio corporal favorece el crecimiento espiritual.
Criticas al sistema educativo tradicional
Aquí se conjugan su crítica al castigo, su elogio de la alegría, y su visión pedagógica inspirada en la filosofía clásica, sobre todo en Platón, Quintiliano y Speusipo.
Montaigne parte de un principio firme: la educación debe regirse por una “dulzura severa”, es decir, por una firmeza serena, sin violencia ni crueldad. Rechaza con fuerza los métodos autoritarios y brutales que, en lugar de invitar al niño al estudio, lo horrorizan y reprimen, generando temor, sumisión y aversión al saber. Para él, nada pervierte tanto una buena naturaleza como la violencia, pues rompe su armonía interior.
En lugar de castigos y amenazas, propone una educación que habitúe al niño a la vida real, a la fatiga, al frío, al sol, al esfuerzo, al riesgo; no como tortura, sino como preparación para resistir las adversidades sin volverse blando o inútil. Critica la crianza delicada, que solo produce jóvenes frágiles, “hermosos y afeminados”, y en cambio propone forjar jóvenes vigorosos, rudos en cuerpo y nobles en espíritu.
Su crítica a los colegios es demoledora. Los describe como “prisiones de juventud”, donde los estudiantes son castigados antes de haber pecado, y donde la violencia, el grito y la cólera del maestro reemplazan cualquier forma de enseñanza auténtica. Estos métodos —dice— no despiertan amor por el conocimiento, sino miedo, represión y rechazo. Cita a Quintiliano, quien advertía que el uso de la autoridad y el castigo puede tener efectos perjudiciales a largo plazo.
Frente a esta pedagogía del temor, Montaigne propone una escuela llena de alegría, regocijo, música y belleza, tal como lo hizo Speusipo —sobrino y sucesor de Platón en la Academia—, quien adornó su escuela con imágenes de las Gracias, Flora y la Alegría. Esta metáfora es poderosa: el saber debe ir acompañado del placer, de modo que el niño desee aprender como quien desea jugar. No se trata de disfrazar la enseñanza, sino de armonizarla con los ritmos naturales del cuerpo y del alma.
Elogia con entusiasmo el enfoque de Platón en las Leyes, donde no se exalta la enseñanza abstracta, sino la formación del carácter mediante juegos, canciones, danzas, carreras y gimnasios, dirigidos por los propios dioses (Apolo, las Musas, Minerva). La poesía, dice Montaigne, es valiosa no por su contenido literal, sino por la música que la acompaña: es el ritmo y la belleza lo que educa y eleva, no el mero precepto.
Toda rareza o excentricidad en costumbres debe eliminarse, pues es enemiga de la comunicación social. Montaigne no celebra la originalidad si esta impide convivir con los demás. La vida humana, para él, se realiza en sociedad, y las manías o excentricidades físicas o psicológicas, aunque puedan tener una causa oculta, deben corregirse mediante la educación temprana. Pone ejemplos extremos —el miedo a los ratones, a las manzanas, al canto de los gallos— para ilustrar su punto: la educación puede formar cuerpos y almas resistentes y adaptables, capaces de vivir sin esclavitud sensorial.
La idea clave es que el cuerpo joven es moldeable ("el cuerpo está todavía flexible"), y por tanto, se le debe entrenar no solo para la virtud, sino también para la adaptación al mundo. El joven debe ser capaz de vivir entre todas las naciones y entre todo tipo de gentes, e incluso —con cautela y juicio— conocer el desorden y el exceso. Pero aquí está la sutileza de Montaigne: no debe evitar el mal por debilidad o ignorancia, sino por libre elección, por un juicio maduro que sabe preferir el bien. Por eso cita la máxima latina: “Multum interest utrum peccare aliquis nolit an nesciat” —“Importa mucho si alguien no peca por elección o por ignorancia”.
A continuación, respalda esta idea con ejemplos históricos y prácticos. Un diplomático francés le confesó que se había emborrachado tres veces en Alemania por exigencias del cargo; otros, por no poder hacerlo, fracasaron políticamente. La lección es clara: el educado debe dominar las formas del mundo sin ser dominado por ellas, saber vivir entre los hombres sin perder su centro.
Montaigne admira, por eso, a Alcibíades, el general ateniense que sabía adaptarse con naturalidad a los extremos de lujo o austeridad, sin alterar su carácter ni su salud. Este ideal se refuerza con la cita de Horacio: “Omnis Aristippum decuit color, et status, et res” —“todo le iba bien a Aristipo: el color, la condición, la fortuna”, aludiendo al filósofo cirenaico que también sabía vivir tanto entre lujos como en privaciones.
El modelo que Montaigne propone para su discípulo es, por tanto, el de un hombre completo, dueño de sí, adaptable sin servilismo, resistente sin rigidez, virtuoso por elección y no por imposición. El epigrama final reafirma este ideal: se admira no de quien soporta un solo modo de vida, sino de quien puede portar con gracia ambas máscaras, adaptarse sin perder su coherencia interna.
Principios montaignianos
El saber solo vale si se convierte en forma de vida. Así lo expresan también Platón y Cicerón, y lo ejemplifican Diógenes, Heráclito y Zeuxidamo: no se trata de acumular conocimientos, sino de vivir conforme a la razón, a la naturaleza y al juicio personal. Por eso Diógenes prefería las “brevas naturales” a las pintadas, y del mismo modo, Montaigne prefiere las virtudes vividas a las fórmulas aprendidas de memoria.
El ideal del discípulo montaigniano no es un repetidor de lecciones, sino alguien que encarna lo aprendido: que demuestra prudencia, templanza, resistencia, modestia, método y justicia en su conducta cotidiana. Es un saber hecho carne, no una retórica decorativa. De ahí la cita de Cicerón: “Que entienda su educación no como ostentación de ciencia, sino como ley de vida” (Qui disciplinam suam non ostentationem scientiae, sed legem vitae putet…).
Montaigne se burla de la enseñanza escolar tradicional, que dedica quince años a enseñar a hablar, no a vivir. Su crítica es demoledora: el mundo está lleno de charlatanes, de personas que hablan más de lo que deben y que, al final, no dicen nada sustancial. En contraste, su discípulo ideal, aunque no haya estudiado retórica, sabrá hacerse entender con claridad, porque su pensamiento será claro y su juicio sólido. No necesita adornos ni técnicas si tiene algo real que decir.
El episodio de los pedagogos que confunden al otro profesor con un “gentilhombre” sirve como anécdota sarcástica: la educación tradicional forma gramáticos y lógicos, no hombres cabales. Montaigne, en cambio, quiere formar un “gentilhombre” en el sentido más amplio: un hombre completo, libre, noble de alma y dotado de entendimiento, no de etiquetas académicas.
La crítica se intensifica con su observación de quienes se excusan por “no saber expresarse”. Según Montaigne, el problema no es la falta de elocuencia, sino la falta de ideas claras. No es que no puedan hablar, sino que no piensan con precisión, y por eso tartamudean. Para él —como para Sócrates— quien piensa bien, hablará bien, aunque sea en cualquier dialecto, aunque sea con gestos. Lo importante es la claridad del espíritu, no la perfección del estilo.
La cita final, “Verbaque praevisam rem non invita sequentur” (las palabras seguirán sin resistencia a la cosa que ha sido previamente concebida), resume su tesis: el lenguaje fluye naturalmente cuando hay pensamiento verdadero.
Citando a Séneca: "cuando las cosas ocupan el alma, las palabras acuden solas" (quum res animum occupavere, verba ambiunt) y a Cicerón: "las cosas mismas arrastran consigo las palabras" (ipsae res verba rapiunt). Ambas frases afirman que el pensamiento sólido genera espontáneamente un lenguaje eficaz, sin necesidad de adornos ni premeditación. Por eso, personas sin formación académica —como un criado o una vendedora— pueden expresarse con más verdad y fuerza que un catedrático, aunque infrinjan todas las reglas gramaticales.
Montaigne se burla de quienes ponen más énfasis en el arte de agradar al lector que en decir algo verdadero. Frente a esto, elogia el “brillo de la verdad ingenua y sencilla”, que desarma todos los artificios. Esta sinceridad sin ornamento —dice— no sólo es más honesta, sino también más eficaz. Lo demuestra con ejemplos históricos: los embajadores de Samos, que ofrecieron un discurso largo e inútil, fueron ignorados por el rey Cleómenes de Esparta, quien no quiso ni recordar su introducción. En cambio, un arquitecto ateniense ganó el favor del pueblo con una frase clara y directa: “todo lo que él ha dicho, yo lo haré”. La elocuencia pomposa queda humillada por la eficacia de la acción y la claridad del propósito.
La anécdota de Catón, quien se burlaba de Cicerón llamándolo “un cónsul gracioso”, refuerza la idea de que la palabra no debe deslumbrar por su forma sino por su contenido y oportunidad. De hecho, para Montaigne, una buena sentencia o una idea valiosa vale por sí misma, incluso si no se inserta con precisión en un discurso bien hilado.
Lleva esta misma idea al terreno poético: no le interesa la versificación perfecta si no hay invención verdadera, profundidad o gracia. El poeta, dice Montaigne, puede equivocarse en la métrica sin dejar de ser un gran creador. Prefiere a un mal versificador con alma poética que a un versificador impecable pero vacío. Esto lo expresa con un epigrama de Horacio: “nariz afilada, duro para componer versos” (Emunctae naris, durus componere versus), aludiendo a la dificultad de quien busca perfección formal sin tener genio creador.
Cita luego otra frase horaciana que refuerza la idea de que el genio poético no depende del orden estricto, sino de la energía creadora y del alma de la obra: incluso los fragmentos dispersos de un gran poeta (disjecti membra poetae) tienen belleza propia. Así responde también Menandro, quien afirmaba que ya tenía lista su comedia, solo le faltaba “ponerla en verso”, porque las ideas ya estaban ordenadas en su interior.
Montaigne nos da un ejemplo de sofisma absurdo:
«El jamón da sed, el beber quita la sed, luego el jamón quita la sed.»
Este tipo de juegos lógicos, típicos de la sofística y la escolástica decadente, lo mueve a la burla. El discípulo ideal —sugiere— no debe intentar refutar racionalmente tales absurdos, sino reírse de ellos, como hizo Aristipo, quien contestó irónicamente: “¿Por qué he de desatar un silogismo, si ya atado me incomoda?”. Es decir, la ridiculez no merece refutación, sino desprecio.
Sigue con otro ejemplo: Crisipio reprocha a un sofista que le presentaba estas “contorta et aculeata sophismata” (argucias retorcidas y punzantes), recordándole que no son cosa de hombres sensatos, sino juegos para muchachos. Lo que Montaigne rechaza aquí no es el pensamiento riguroso, sino la lógica vacía, usada para deslumbrar y no para comprender.
A continuación, critica a quienes sacrifican el contenido al brillo del lenguaje. Cita a Horacio y a autores latinos para ilustrar que hay quienes van tras palabras llamativas desviándose de lo que querían decir, y otros que abandonan su tema solo por insertar una frase elegante. Montaigne, en cambio, defiende lo contrario: las palabras deben servir a las cosas, y no al revés. Si el francés no basta para expresar su pensamiento, recurre sin vergüenza a su dialecto gascón. Lo importante es la idea, no el ropaje verbal.
Afirma su preferencia por un estilo sencillo, nervioso, directo, sin afectación, capaz de tocar el espíritu del lector u oyente. Cita la máxima latina de Ennio:
“Haec demum sapiet dictio, quae feriet” —
“Será verdaderamente sabia la palabra que golpee”,
es decir, que impacte, que haga sentir y pensar, más que adornar.
Su ideal de lenguaje es casi antirretórico: no le interesa la pulcritud ni la medida, sino que cada fragmento contenga una idea completa, una verdad vivida. Rechaza el hablar “pedantesco, frailuno o jurídico”, y prefiere el estilo “soldadesco”, como Suetonio describía el de Julio César: claro, seco, conciso, fuerte.
Lenguaje
Montaigne reconoce que, en una monarquía, un joven noble debe aprender el buen porte cortesano, pero advierte del riesgo de caer en la superficialidad, en la “ambición escolástica y pueril” de buscar palabras raras, frases elaboradas y novedades inútiles. Cita con aprobación a autores latinos:
“Quae veritati operam dat oratio, incomposita sit et simplex” —
“El discurso que sirve a la verdad debe ser desordenado y simple” (Quintiliano).
Y también:
“¿Quién habla con exactitud, sino el que quiere hablar con afectación?”
Cuando el lenguaje llama más la atención que lo que expresa, estorba a la verdad.
Así como el cuerpo hermoso no debe dejar ver las venas ni los huesos, un buen estilo no debe mostrar la estructura verbal con ostentación. El estilo debe ser transparente y orgánico, no rígido ni decorativo.
Montaigne se burla luego de quienes imitan el lenguaje de un autor sin captar su pensamiento. La forma es fácil de copiar; el juicio y la invención, no. Muchos creen poseer el valor del autor porque imitan su “vestidura”, pero no heredan su fuerza interior. Aquí se refiere, sin duda, a quienes lo leen superficialmente: lo elogian por su lenguaje, pero no se sabe si piensan como hablan.
La reflexión se eleva al terreno cultural cuando cita a Platón, quien describe cómo los atenienses heredaron la elocuencia, los espartanos la concisión, y los cretenses la fecundidad en ideas —estos últimos, para Montaigne, los mejores, pues la prioridad no está en decir mucho, sino en pensar bien.
También recuerda a Zenón, fundador del estoicismo, quien distinguía entre dos tipos de discípulos:
-
Los que se interesaban por las ideas, a quienes prefería.
-
Los que solo se fijaban en el lenguaje, a quienes despreciaba.
Montaigne no rechaza el buen decir, pero rechaza vivir para él. Le entristece que la vida entera se gaste en buscar la expresión perfecta, en lugar de cultivar el juicio, la experiencia y el sentido. Aun así, declara su deseo sincero de dominar bien su lengua materna y luego las lenguas de sus vecinos, en un gesto de realismo práctico: no para lucirse, sino para entender y comunicarse mejor con aquellos con quienes vive.
El latín y el griego
Montaigne se refiere al latín y el griego como "hermosos ornamentos", pero advierte que suelen pagarse demasiado caros: es decir, su aprendizaje consume años enteros de formación, que podrían aprovecharse mejor si se enseñaran de otra manera. Y es que, según los humanistas de su época (y Montaigne lo sabe bien), se dedicaban tantos esfuerzos al latín que se terminaba conociendo muy poco del pensamiento que esa lengua albergaba, y menos aún se formaba el carácter o el juicio.
Para evitar este derroche de tiempo, su padre —hombre ilustrado y reflexivo— optó por una estrategia audaz y poco común: contrató a un preceptor alemán que no sabía francés y que hablaba latín con pureza, para que se comunicara con Michel desde antes de que pudiera hablar. A este se sumaron otros ayudantes, todos hablando exclusivamente en latín, y se impuso a toda la casa una regla inflexible: nadie debía dirigirse al niño más que en esa lengua. Así, Montaigne aprendió el latín como lengua materna, de modo espontáneo y sin coerción, sin libros de gramática, sin castigos ni lágrimas. Es una muestra concreta de cómo, para Montaigne, la educación debe fluir naturalmente, con alegría, sin violencia ni miedo.
El resultado fue notable: Montaigne dominaba el latín tan bien que incomodaba a sus propios preceptores, incluso a figuras ilustres como Nicolas Grouchy, George Buchanan, y Muret, quienes lo evitaban por temor a ser corregidos por un niño. La anécdota no es solo vanagloria: revela que el dominio auténtico de un saber no requiere sufrimiento, sino método, constancia y ambiente adecuado.
Además, el aprendizaje de Montaigne tuvo un efecto multiplicador: los criados, los padres y hasta los pueblos cercanos incorporaron vocabulario latino en su hablar diario, lo cual demuestra que una inmersión total y vivencial puede ser incluso más eficaz que la enseñanza escolar tradicional. Y es crucial notar que, según Montaigne, no aprendió el latín mezclado ni corrompido, sino directamente desde una fuente pura.
Luego de haber descrito con admiración y detalle el proyecto pedagógico innovador de su padre —centrado en la dulzura, el gusto natural por el saber y el respeto al ritmo del niño—, aquí reconoce con honestidad que los frutos esperados no se cumplieron plenamente, ni por limitaciones personales ni por el abandono progresivo del método original. E
Montaigne relata que su padre también quiso que aprendiera griego, pero de manera lúdica, como quien aprende matemáticas jugando al ajedrez o a las damas. La enseñanza debía apoyarse en la curiosidad, el deseo espontáneo, la libertad, y nunca en la violencia. Tan delicado fue este enfoque que incluso se evitaba despertarlo con ruido, y se recurría al sonido de un instrumento musical, confiando en que la armonía debía acompañar incluso los primeros instantes del día.
Este método es, sin duda, visionario y radical para su época. Montaigne lo presenta no con ironía, sino con reconocimiento profundo hacia su padre, cuya "afección y prudencia" son retratadas como excepcionales. Aun así, confiesa que los resultados no estuvieron a la altura del empeño, y lo atribuye, en parte, a su temperamento natural: lento, ocioso, indiferente al juego, de memoria débil y de imaginación poco viva. Aunque tenía un carácter apacible y saludable, su espíritu solo se animaba por influencia externa.
Este autorretrato es de una honestidad desarmante. Montaigne se juzga con dureza pero sin dramatismo. No se presenta como un genio precoz ni como víctima de un sistema, sino como un niño con ciertas disposiciones que no respondieron al ideal que su padre —con tanto amor— había trazado.
El segundo motivo del fracaso lo sitúa en el abandono del método original. Su padre, temiendo errar y sin tener cerca a los sabios italianos que le habían aconsejado inicialmente, cedió a la presión social y lo envió a un colegio tradicional, el de Guiena, cuando Montaigne tenía seis años. Pese a que era considerado uno de los mejores centros de Francia y a que su padre siguió cuidando hasta los mínimos detalles, la institución siguió siendo un colegio, es decir, un lugar regido por el método escolástico, la memorización, el castigo y la rutina.
Ahí, su latín se “bastardeó”, es decir, perdió su pureza y naturalidad. Y como luego dejó de usarlo, lo olvidó casi por completo, y solo le sirvió —dice con ironía— para “llegar de un salto a las clases primeras”, pero no para ningún uso duradero. A los trece años, había terminado su curso completo, “sin fruto de ningún género para lo sucesivo”.
Gusto por el aprender
Comienza evocando con ternura su primer amor por los libros, que no nació de una imposición, sino de la fascinación espontánea por las Metamorfosis de Ovidio. A los siete u ocho años, ya se privaba de otros placeres por leer, seducido tanto por el tema —fábulas llenas de imaginación y transformación— como por el hecho de que el latín era su lengua materna. En clara contraposición, desprecia la literatura caballeresca que tanto entretenía a los niños de su época (como Amadís de Gaula o Lancelot del Lago), y que él nunca leyó. Esta omisión no fue accidental, sino producto de una educación intencionalmente austera y dirigida.
La figura del preceptor —prudente, benigno, flexible— vuelve a brillar aquí: él supo no reprimir el entusiasmo de Montaigne por la lectura, sino dejar que el deseo se desarrollara solo, incluso ocultando algunas pequeñas faltas para no estropear ese entusiasmo. Así, Montaigne pasó con gusto desde Virgilio a Terencio, luego a Plauto y al teatro italiano, movido por el gusto y no por la obligación, lo que contrasta con la experiencia común de la nobleza, que terminaba aborreciendo los libros por haber sido forzada a leer.
Montaigne hace una diferencia muy lúcida entre el defecto de la malicia y el de la inutilidad: su defecto natural era la languidez, la inacción, la falta de energía; nunca el deseo de hacer el mal. Sus educadores no temían que fuera perverso, sino ocioso. Y en efecto, así fue juzgado: “ensimismado”, “tibio”, “desdeñoso”. A pesar de que él mismo hubiera querido “mejorar de condición” (es decir, complacer y ser útil), se le exigió con más dureza de la que los demás aplicaban sobre sí mismos. El reproche injusto no hacía sino suprimir el mérito de sus buenas acciones voluntarias. Subraya aquí una profunda idea de autonomía moral: el bien que no es obligatorio es más valioso por ser libre.
No obstante, recuerda que su alma tenía sacudidas genuinas, percepciones lúcidas, sin necesidad de ayuda externa. Era lento, pero no torpe; retenía por cuenta propia los conocimientos, y no se doblegaba ni al rigor ni a la violencia. Se reivindica así como alguien de sensibilidad reflexiva y dignidad interior. También menciona con orgullo su actuación en teatro —en latín, desde muy pequeño— como un ejercicio formativo y noble, lejos de toda censura. Defiende el teatro como una forma civilizadora, útil para la moral pública, el ocio colectivo, y digna incluso del patrocinio de los príncipes.
La conclusión final resume el eje central de su pedagogía: el único motor verdaderamente eficaz del aprendizaje es el afecto, el gusto y el deseo interno. Si la ciencia se impone a latigazos, el niño se convierte en “un asno cargado de libros”: repite, pero no comprende; carga, pero no asimila. El conocimiento verdadero no se deposita, se interioriza, se transforma en parte viva del ser.
Capítulo XXVI: Locura de los que pretenden distinguir lo verdadero de lo falso con la aplicación de su exclusiva capacidad
El alma blanda, vacía o sin contrapeso —esto es, sin juicio ni experiencia— es más fácil de impresionar, como la balanza que cae con cualquier peso que se le añada. De ahí que —dice él— niños, mujeres, enfermos y el vulgo estén más dispuestos a creer en relatos fantásticos, en supersticiones y en hechos extraordinarios.
Montaigne reconoce que en el pasado él mismo cometía el error opuesto: descartar automáticamente como falso todo aquello que no encajaba en su marco de pensamiento racional o empírico. Su rechazo a los relatos sobre brujas, fantasmas, espíritus o visiones del más allá no se fundaba necesariamente en pruebas, sino en una presunción de superioridad intelectual. Lo llama explícitamente "presunción torpe".
En otras palabras, creer sin fundamento es señal de ignorancia; pero tampoco es sabiduría rechazar lo que no comprendemos solo porque desafía nuestra razón o experiencia previa. Lo racional, para Montaigne, no es ni la creencia automática ni el escepticismo sistemático, sino una disposición humilde a suspender el juicio cuando el asunto excede nuestras facultades.
Montaigne reconoce que antes era rápido en descartar como imposible todo aquello que no encajaba en su esquema mental, pero ahora —sin haber visto nada milagroso ni sobrenatural— ha aprendido que ese es un juicio apresurado e injustificado. Lo que ha cambiado no es su experiencia, sino su comprensión de los límites del entendimiento humano.
La clave de su argumento es que no debemos considerar imposible lo que escapa a nuestra razón, porque eso sería suponer que el universo se ajusta a las capacidades del entendimiento humano. Y eso —dice Montaigne con claridad— es la mayor locura posible. No somos la medida del mundo, ni de la voluntad divina, ni del poder de la naturaleza.
Montaigne apoya esta idea con versos de Lucrecio, quien ya en el De rerum natura advertía sobre la tendencia humana a confundir lo conocido con lo posible, y a asombrarse solo de lo nuevo, cuando en realidad todo es igualmente asombroso si lo miramos sin el velo de la costumbre. Por eso, afirma:
“Jam nemo, fessus saturusque videndi, suspicere in caeli dignatur lucida templa”
(“Ya nadie, harto y fatigado de ver, se digna mirar los luminosos templos del cielo”).
Y añade otro pasaje de Lucrecio que remata el punto:
Si ciertas cosas naturales que hoy damos por sentadas se nos presentaran por primera vez, las consideraríamos más increíbles aún que los milagros que rechazamos.
Así, el ejemplo del río visto por primera vez como si fuera el océano (otro pasaje de Lucrecio) sirve para mostrar cómo nuestras escalas de magnitud, rareza o posibilidad no están dadas por la realidad misma, sino por lo que hemos llegado a ver y a habituarnos.
Suspensión del juicio
Comienza citando a Lucrecio: “Consuetudine oculorum assuescunt animi...”, es decir, “por la costumbre de los ojos se acostumbran los ánimos”, y concluye que la costumbre embota nuestra capacidad de asombro y de juicio, de modo que solo lo nuevo —y no lo verdaderamente admirable— despierta nuestra atención e impulsa a investigar. Así, la familiaridad no equivale a comprensión, y lo inusitado no es necesariamente falso.
Montaigne critica la actitud de quienes, por presumida racionalidad, descartan de plano lo que no comprenden. Considera tal postura como una forma de arrogancia: asumir que todo lo que no encaja con la experiencia propia o el saber establecido es imposible, como si el entendimiento humano pudiera trazar los límites del poder de la naturaleza o de Dios. La diferencia entre imposible e inusitado, insiste, no suele estar bien comprendida.
A partir de ahí, ofrece ejemplos históricos y hagiográficos que muestran cómo hombres sabios y piadosos —Plutarco, César, San Agustín, San Ambrosio, San Hilario— atestiguaron hechos extraordinarios o milagros. Y Montaigne se pregunta: ¿tenemos nosotros, modernos, autoridad moral o intelectual para llamarlos ignorantes, crédulos o mentirosos?
Él no afirma que esos hechos hayan ocurrido, pero tampoco los niega sin más. El punto es respetar el testimonio de quienes son más sabios, más piadosos y más inteligentes que nosotros, y aceptar que hay fenómenos que pueden escapar a nuestras explicaciones o expectativas racionales.
Cierra con una frase que concentra su tesis:
«Qui, ut rationem nullam afferrent, ipsa auctoritate me frangerent»
(“Que, aunque no aportaran razón alguna, me vencerían por la sola autoridad que tienen”).
Este es el gesto escéptico de Montaigne: no exige creer, pero sí exige prudencia para no negar temerariamente lo que se encuentra fuera de lo ordinario.
El filósofo denuncia la presunción de querer ridiculizar lo que no comprendemos, señalando que esto con frecuencia nos lleva a aceptar cosas aún más absurdas que aquellas que despreciamos. Esta paradoja se origina cuando intentamos imponer límites humanos a la verdad, como si la razón humana pudiera abarcar todo lo que es verdadero o posible. El escéptico prudente sabe que el universo excede nuestros juicios, y que el hecho de que algo nos parezca inverosímil no significa que lo sea.
Después, conecta este punto con las guerras de religión, particularmente en el contexto de las divisiones entre católicos y protestantes. Montaigne critica a los católicos que, buscando mostrarse moderados o ilustrados, ceden ciertos puntos doctrinales a sus adversarios, como si tuvieran la facultad de decidir qué partes de la fe son esenciales y cuáles prescindibles. Para Montaigne, esta actitud es un error estratégico y teológico: no solo fortalece al oponente (al mostrar que el terreno se cede), sino que también revela una comprensión superficial de los misterios de la fe, pues muchas veces lo que se considera trivial puede estar en el corazón del dogma.
A partir de esta experiencia personal —él mismo confiesa haber dudado de ciertos aspectos de la fe que le parecían "pueriles" o "extraños"—, llega a la convicción de que esas doctrinas que antes juzgaba ligeras, se sostienen sobre fundamentos sólidos que solo se reconocen con una visión más profunda. Su propio camino muestra la falibilidad del juicio humano cuando se ejerce con ligereza y orgullo.
Termina señalando dos enemigos íntimos del espíritu: la curiosidad y la vanagloria. La primera lo lleva a buscar constantemente, a menudo sin discernimiento; la segunda, a querer tener siempre respuestas. Pero en materia de religión y de las cosas altas, Montaigne propone más bien una actitud de modestia intelectual y reverencia, que renuncie a querer resolverlo todo y acepte el misterio cuando corresponde.
Capítulo XXVII: De la amistad
Montaigne nos habla primeramente
de un pintor. Un pintor que tiene una habilidad tal que Montaigne es incapaz de
reproducir, nos dice que le es imposible recrear un cuadro magnífico. Por eso,
nos habla de una obra clave para él que es ''La Servidumbre Voluntaria'' de su
amigo Esteban de la Boetie. Como ya habíamos visto en su biografía, este gran
amigo, dejó como herencia todos sus papeles y biblioteca a Montaigne.
Al mencionar este hecho, el
filósofo nos dice que el mismo Aristóteles señalaba que los legisladores se
cuidan más de tener amistad que de administrar justicia. Ninguna de las
relaciones aparte de la amistad tienen una significancia tan grande para el ser
humano. La amistad es más importante que el amor, el interés o la necesidad
pública o privada.
Padres e hijos
La relación entre padres e hijos
siempre es una relación de respeto. Es impracticable la amistad, pues el padre
no puede contar con decirle a sus hijos sobre sus más puras intimaciones. La
amistad exige una relación de simetría y en al relación padre e hijo existe
necesariamente una asimetría.
En cuanto a los hermanos, muchos
de los elementos que surgen a partir de los lazos familiares hacen imposible
que exista una amistad; la herencia, la competencia y las diferencias de
carácter no son propias de la amistad. La amistad se hace por elección libre y
afinidad espiritual.
Por esta razón, la amistad es mucho más fuerte y más noble
que los lazos familiares.
Las mujeres
La afección a las mujeres tampoco son mejores que la amistad. En la relación con las mujeres, hay un fuego activo intenso pero que se consume solamente por un lado. En cambio, en la amistad existe un fuego general, no sujeto a la saciedad o al placer, el amor hacia una mujer es inconstante y con altibajos emocionales. La amistad que tiene con su amigo es pausada, suave.
Las mujeres, de acuerdo a Montaigne, no tienen capacidad para la amistad. No hay ejemplos en el mundo femenino de amistades duraderas, todo lo contrario, son precoces y muy débiles. La amistad, dice Montaigne, se puede encontrar verdaderamente en los hombres, siendo las mujeres excluidas de este concepto.
Matrimonio
El matrimonio tampoco se equipara a la amistad al consolidarse este en una convención forzada, obligatoria, dependiente, que generalmente obedece a propósitos bastardos.
Por otro lado, un amor que es perjudicial de acuerdo con Montaigne es aquel amor griego, es decir, un amor pederasta, condenado por las costumbres de la época de Montaigne. Es claro que para el filósofo este es un amor vulgar y grosero que no se condice de ninguna forma con la amistad.
Sin embargo, Montaigne no se limita a rechazar este tipo de amor sino que más bien a analizarlo. Es un amor que no tiene que ver con el cuerpo y que favorece solamente al amado, pues es él el que puede elegir con quien va a formarse. En ese sentido, es el amante el mayor de edad que formará de forma moral y cívica al amado; no obstante, el amante es el que está gobernado absolutamente por las pasiones.
El caso de Harmodio y Aristogitón, cuya relación fue símbolo de la lucha contra la tiranía en Atenas. Para los griegos, dice Montaigne, este amor era “sagrado y divino”, y solo la tiranía o la decadencia moral de los pueblos podían oponerse a él.
Es en esta parte donde Montaigne destaca su amistad con La Boetie donde señala su celebre frase:
“Si me preguntan por qué lo amaba, siento que no se puede expresar sino diciendo: porque era él, porque era yo”.
Definitivamente, entre La Boetie y Montaigne, no existía una amistad ordinaria. Fue una amistad extremadamente espontánea y sin ninguna coacción, absolutamente voluntaria que el filósofo sigue sin explicarse.
Ahora bien, este es el tipo de matrimonio ordinario, no uno perfecto, pues esta institución también tiene dicha diferenciación.
Amistad perfecta
Otro ejemplo de amistad es Cayo Lelio, político y pensador romano, en el período de la República Romana interrogó a Cayo Blosio, qué habría sido capaz de hacer por Tiberio Graco, quien era su amigo en ese entonces.
Lelio: ¿Qué no habrías estado dispuesto a hacer por Tiberio Graco?
Blosio: Lo hubiera hecho todo.
Lelio: ¿Cómo todo? ¿Incluso si te hubiera ordenado incendiar los templos de roma?
Blosio: Jamás me habría dado una orden semejante.
Lelio: Pero si lo hubiera hecho, ¿le habrías obedecido?
Blosio: Le habría obedecido.
La obediencia que declara no es ciega, sino basada en el conocimiento profundo de la voluntad del otro. Ambos amigos eran, en palabras de Montaigne, "más amigos que ciudadanos", es decir, su lazo era más profundo que cualquier vínculo político o legal.
El filósofo dice que aplicaría el mismo principio con respecto a la amistad que tiene con La Boetie. Esta afirmación no implica consentimiento real al crimen, sino que demuestra la certeza moral que tiene de que tal orden jamás ocurriría. En la amistad hay, en fin un orden de juicio y alma entre los amigos.
Amistades ordinarias
No es que sea malo tener amistades ordinarias, pero naturalmente no son igual que aquellas que son perfectas. El punto es que no hay que confundir los dos tipos de amistad, porque, desde luego, habrán consecuencias lamentables.
De ahí que Montaigne utilice como ejemplo de estas amistades el dicho de Filón de Esparta:
''Amadle, decía Quilón, como si algún día tuvierais que aborrecerle; odiadle como si algún día tuvierais, que amarle''
Este precepto implica mantener una distancia prudente incluso en el afecto, pues en la vida común los vínculos son frágiles, cambiantes, y muchas veces interesadamente construidos.
También cita a Aristóteles:
''¡Oh amigos míos, no hay ningún amigo!''
Queriendo decir, por una parte, que se tienen amigos, pero irónicamente, ninguno de ellos es de una amistad perfecta.
Este tipo de amistad, es decir, la ordinaria, plantea que dentro de la relación existe un cálculo, una duda, incluso méritos por los cuales siempre se implica una relación dual. Sin embargo, cuando hablamos de amistad perfecta hay una sola identidad, no dos. Todo es absolutamente común, no hay un dar ni un recibir.
No solo eso, el Derecho Civil también reconoce esta naturaleza. En efecto, la ley prohíbe las donaciones entre cónyuges, puesto que se entiende que todo lo que obtengan es de ambos. Nada tienen que compartir ni repartir puesto que todo es de ambos. Esto se asemeja a la amistad perfecta.
¿Dar y recibir?
Si en la amistad se pudiera dar algo al otro (recordemos que para Montaigne esto no es posible en la amistad perfecta), el beneficio no lo da el que recibe, sino el que puede realizar dicho bien pues esta cumpliendo lo el deseo más profundo: servir al amigo.
El verdadero amigo no pide, exige. Esto lo demuestra el mismo Diógenes que en un determinado momento que necesitaba dinero, no lo pedía sino que lo exigía de un amigo. Además, Montaigne nos pone otro ejemplo que es de Eudomidas.
Eudómidas, un hombre pobre, confía más en la virtud de sus amigos que en cualquier riqueza o legado tangible. A uno de ellos, Areteo, le encomienda el cuidado de su madre; al otro, Carixeno, le encarga el matrimonio de su hija, incluyendo una dote generosa. También prevé que si uno muere, el otro asumirá ambas obligaciones, demostrando así su fe en la continuidad del afecto más allá de la muerte.
Al principio, quienes leen el testamento se burlan, porque no hay dinero, solo encargos morales. Pero los amigos, cuando lo leen, aceptan con contentamiento, es decir, con alegría verdadera. Carixeno muere a los cinco días, y entonces Areteo cumple todo el testamento: cuida a la madre del difunto, y reparte su propia fortuna (cinco talentos) en partes iguales entre su hija y la hija de Eudómidas. Finalmente, ambas bodas se celebran el mismo día, como símbolo de igualdad y de cumplimiento perfecto del deber amistoso.
Amistad indivisible
Como se señaló anteriormente, la amistad no admite divisiones. Es una amistad completa porque no se comparte, esta tan completa que no hay nada que se pueda compartir.
Ahora bien, ¿qué pasa si dos amigos nos piden auxilio al mismo tiempo? ¿A cual traicionaríamos? Montaigne no nos responde a esta pregunta, porque es imposible que exista más de una amistad perfecta. Insiste la amistad es indivisible. Sin embargo, a dos amigos cuya amistad es ordinaria, elegiríamos a uno de ellos que nos de mas agrado, aquel que nos guste por una cuestión específica, parcial, o incompleta.
En realidad este tipo de amistad tiene una relación utilitaria que no tiene una preocupación por la moral ajena, siempre y cuando no se afecte el servicio.
Capítulo XXVIII: Veintinueve sonetos de Esteban De La Boetie
Su familia estaba ligada a la
nobleza del Bearne, y el título de condesa de Guissen puede haberse
usado literariamente en este contexto, pues ella fue efectivamente condesa
de Grammont por su matrimonio con Philibert de Gramont. La Boétie, que
murió joven en 1563, probablemente escribió estos versos en sus últimos años, y
Montaigne —quien preservó su memoria— habría incluido la dedicatoria al editar
sus obras. Este es el soneto:
''Nada mío os ofrezco, señora, ya porque todo lo que me pertenece es vuestro de antemano, bien porque nada encuentro en mí que sea digno de vos; pero he querido que estos versos, en cualquier lugar que se vieran, llevasen vuestro nombre al frente por el honor que recibirán al tener por guía a la gran Corisanda de Andouins. Me ha parecido que este presente os pertenecía, tanto más, cuanto que hay pocas damas en Francia que sean mejores jueces que vos en materia de poesía, y además porque nada hay que pudiera servir de mejor galardón a estas estrofas que las ricas y hermosas con que en medio de otras bellezas la naturaleza os ha dotado. Estos versos merecen, señora, cariño grande de vuestra parte; pues, yo creo que mi parecer será también el vuestro, yo creo que nunca salieron de Gascuña otros que en invención ni en gentileza los aventajen, ni que den testimonio de haber sido escritos por una mano más espléndida. Y no os dé cuidado de que no os dedique más que el resto de lo que tiempo ha hice imprimir bajo el nombre del conde de Foix, vuestro buen pariente; pues estos de ahora tienen no sé qué de más vivo e hirviente, como compuestas que fueron en su primera juventud, cuando estaba inspirado por el hermoso y noble ardor de que algún día, señora, os hablaré al oído. Los otros fueron compuestos después, cuando se encontraba en vías de casarse, en loor de su mujer, y en ellos se advierte a cierta frialdad marital. Yo soy de los que entienden que la poesía nunca es más fresca ni agradable que cuando trata un asunto libre y juguetón''
Al llamarla la gran Corisanda de Andoins, el texto insinúa no sólo su figura histórica, sino también su transformación en musa poética. La dedicatoria hace referencia a su belleza, su buen juicio poético y su parentesco con el conde de Foix, lo que la convierte en una destinataria noble y culturalmente distinguida. Como podemos ver, aquí se quiso seguir el mismo estilo que el de Petrarca.
Capítulo XXIX: De la moderación
Montaigne nos dice que si bien la
moderación es una virtud, hay que tener cuidado con señalar que la virtud es un
exceso. En efecto, hubo filósofos que lo señalaron como un exceso, pero
Montaigne no aprueba esta visión. Nos dice, cuando la búsqueda de lo virtuoso
se convierte en compulsión, en pasión desbordada, deja de ser virtud.
Cita a Horacio:
''El sabio llevará el
nombre de loco, y el justo, el de injusto, si persigue la virtud más allá de lo
suficiente''
Montaigne advierte que incluso las cualidades más nobles pueden volverse
perniciosas si se practican con desmesura o sin discernimiento. Así, puede
suceder que alguien, en su afán por ser más virtuoso o más piadoso que los
demás, acabe comprometiendo el equilibrio, la armonía o incluso el buen nombre
de aquello que defiende.
Cita la Sagrada Escritura probablemente aludiendo a Romanos 12:3
“no penséis de vosotros más de lo que conviene pensar, sino que penséis de sí con cordura”
Las naturalezas templadas y moderadas evitan los extremos, incluso cuando estos se orientan hacia el bien. Para él, la virtud no puede separarse de la humanidad ni de un juicio equilibrado. Cuando la virtud se lleva a cabo con violencia, con un exceso que atropella la compasión o el sentido común, se transforma en algo que, si bien no es necesariamente condenable, sí resulta desconcertante y difícil de emular o admirar sinceramente.
Los ejemplos que menciona —la madre de Pausanias, que contribuye a la muerte de su hijo traidor, y el dictador romano Postumio, que castiga con la muerte a su hijo por romper la disciplina militar, aun habiendo vencido— le sirven para ilustrar ese tipo de virtudes que rozan lo inhumano. Montaigne no las desprecia abiertamente, pero las ve como gestos duros, heroicos hasta lo brutal, y demasiado alejados de lo que un espíritu verdaderamente equilibrado debería admirar o imitar.
Montaigne comparr al arquero que yerra por exceso con el que yerra por defecto, Montaigne sugiere que el desequilibrio es falla en ambos extremos: tanto la insuficiencia como el exceso pueden desviar del bien.
En cuanto al filósofo, quien más plantea estos temas, que vive ensimismado, apartado de la sociedad, despreciando las leyes, los placeres humanos y las relaciones comunes, se vuelve una figura inadaptada: no sólo inútil para los otros, sino también incapaz de gobernarse a sí mismo. Tal como lo expresa Montaigne, la filosofía en exceso puede convertirse en una forma de violencia contra la razón natural, aquella que nos inclina al sentido común, a la convivencia y al equilibrio vital.
Hay otro riesgo en la moderación con respecto a la relación conyugal. La superposición de la amistad conyugal y la afectiva entre consanguíneos puede dar lugar a un amor excesivo, que desborde el justo medio prescrito por la razón. Un ejemplo de este amor excesivo a un familiar podría llegar a lo que se conoce como encubrimiento de un delito.
Lo mismo podría ocurrir cuando se desea demasiado a la mujer que el hombre llega a excederse en sus deseos y tener coito mientras está embarazada. Esta es una práctica absolutamente mal vista en muchas naciones, lo mismo que el coito cuando la mujer esta en su periodo.
Capítulo XXX: Del canibalismo
En este capítulo, Montaigne nos señala que en muchas ocasiones, los hombres de autoridad pertenecientes a imperios tomaron con mucha consideración a los pueblos llamados ''barbaros''. El mismo Pirro que pasaba a Italia, al ver otro pueblo extraño vio que la formación de sus soldados no era bárbara en modo alguno.
Montaigne relata que tuvo contacto personal con un hombre que vivió más de una década en el Brasil del siglo XVI, específicamente en la región donde Nicolas Durand de Villegaignon estableció una colonia francesa llamada Francia Antártica (en la bahía de Guanabara, actual Río de Janeiro). Con el relato de este hombre Montaigne se dio cuenta que el europeo no tiene idea de lo que pasa a su alrededor, que cree que lo sabe todo, pero con estos acontecimientos se sabe reducido.
En los tiempos más remotos, Platón contaba que Solón sostenía la existencia de la Atlántida, aquella región misteriosa que se ubicaba más allá del Estrecho de Gibraltar. Ahora bien, hay razones para creer que la Atlántida, en realidad era lo que en tiempos de Montaigne se conoce como Las Indias. Sin embargo, Montaigne descarta esta posibilidad pues América está separada de Europa por más de 1.200 leguas, mucho más allá de lo que Platón sugiere para la Atlántida. América no es una isla, sino una tierra firme inmensa, lo que contradice la descripción platónica, aunque Montaigne reconoce que las catástrofes naturales como diluvios pueden cambiar la geografía (por ejemplo, separar Sicilia de Italia o unir tierras antes separadas), una transformación tan radical como para desplazar la Atlántida hasta América le parece improbable. Se sabe que América es tierra firme, no una isla.
Montaigne reconoce que existen movimientos de tierras importante en el mundo. El río Dordoña, que ha ampliado su cauce y amenaza construcciones, lo que evidencia una transformación progresiva del territorio, una finca en Médoc, propiedad de su hermano (el señor de Arsac), que ha sido enterrada por arenas arrastradas por el mar, perdiéndose tierras y rentas; el avance del océano, que ha hecho que los lugareños pierdan cuatro leguas de tierra. De esto Montaigne nos dice que la naturaleza tiene una especie de vitalidad, está en constante movimiento y por lo tanto en constante cambio.
Por otro lado, Montaigne nos habla sobre un libro atribuido a Aristóteles llamado ''El Libro de las Maravillas''. Según este relato, unos navegantes cartagineses habrían salido del estrecho de Gibraltar hacia el océano Atlántico y, tras largo viaje, descubrieron una isla fértil, rica en ríos y bosques. La isla era tan prometedora que varios decidieron instalarse allí con sus familias. Ante esta migración creciente, y temiendo que la nueva colonia pudiera volverse demasiado poderosa, las autoridades cartaginesas prohibieron, bajo pena de muerte, que alguien más emigrara y forzaron el retorno de los colonos.
Montaigne menciona esta historia para mostrar que, aunque hay relatos antiguos de tierras lejanas y paradisíacas más allá del Atlántico, no es plausible vincular directamente esas leyendas con el continente americano recién descubierto. Según él, esta isla no podría corresponder al Nuevo Mundo por varias razones: en primer lugar, la distancia, pues se dice que estaba lejos de tierra firme, pero no tanto como el continente americano, que se encuentra a más de 1.200 leguas; en segundo lugar, la naturaleza insular, porque la narración antigua habla de una isla, mientras que las nuevas tierras descubiertas se han revelado como un continente vasto y conectado a otras regiones del globo.
En cuanto a los navegantes, Montaigne nos habla sobre aquellos que siempre están hablando y exagerando aquellas cosas que ven. Estos hombres suelen ser siempre los más eruditos que, claro, al tener muchas más opciones de conocer cosas, pueden observar más pero también tienden a exagerar. Esto es muy perjudicial porque son poco verosímiles aquellos relatos. No es lo mismo con hombres sencillo que a pesar de ver poco sobre un lugar, aunque sea un lugar muy específico, es mucho mejor que exagerar las cualidades de un lugar.
Para Montaigne, aquellos habitantes de las Indias no son en absoluto bárbaros, pues cada uno llama de ese modo a lo que piensa que es de tal manera. Esto porque no se tiene otro punto para distinguir la realidad presente. Son barbaros de nuestras propias costumbres locales.
De hecho, Montaigne nos dice que estos mal llamados ''bárbaros'' tienen las virtudes más auténticas, más irreprochables que puedan existir, pues nosotros, dice Montaigne, hemos bastardeado nuestras propias virtudes que supuestamente nos empeñamos en ejercer. De ahí que Montaigne señale:
''Todos nuestros esfuerzos juntos no logran siquiera edificar el nido del más insignificante pajarillo, su contextura, su belleza y la utilidad de su uso; ni siquiera acertarían a formar el tejido de una mezquina tela de araña''
Platón decía que las cosas pueden ser obras de la naturaleza, del acaso y del arte. Las formas más perfectas son estas dos primeras.
Por lo tanto, estas personas son ''bárbaras'' solo porque no han caído en el sentido técnico del moldeamiento artificial; dígase, la cultura, la política, por lo cual, según los europeos, vivirían en un supuesto atraso, pero no es verdad. Para Montaigne los nativos tienen una vida moral mucho más auténtica que la de los europeos: la ley natural. Supera incluso a la República de Platón en donde la filosofía solo podía imaginar un escenario como el que tienen los indígenas. Estos son Viri a diis recentes (Hombres recién salidos de las manos de los dioses).
Pero no solo hay una superioridad en ese aspecto, sino que también en el aspecto físico, es decir, las gentes de estos pueblos no tienen enfermedades o dolencias como sí las tienen los europeos. Comen carne y pescado cocidos sin aliños, hacen una sola comida al día, no beben durante ella, y viven en casas comunales de madera, largas y funcionales, sin compartimentos privados. La bebida preparada con raíces, que tiene cualidades laxantes y no embriaga, es un símbolo de prácticas sobrias y controladas. La preparación de esta bebida es el rol central de las mujeres, lo que subraya una división del trabajo clara y valorada.
Las jornadas se estructuran en torno al trabajo, la caza, la danza y la instrucción oral. La figura del anciano que predica cada mañana representa una forma de educación moral simple y directa, orientada a los valores esenciales de la comunidad: el valor en la guerra y el respeto a las mujeres. La idea de la inmortalidad del alma y su destino después de la muerte sugiere una forma de espiritualidad sin dogmas institucionalizados, ligada al ciclo solar y a la conducta moral.
La aparición de los sacerdotes es excepcional. No imponen normas permanentes. Son mediadores entre lo humano y lo invisible, pero su legitimidad está directamente vinculada a la verdad de sus pronósticos. Si fallan, son eliminados, lo que evidencia una estructura religiosa radicalmente distinta a la europea: no hay una casta sacerdotal perpetua ni infalible, sino un papel de alto riesgo donde la autoridad depende de la experiencia práctica y no del dogma.
La verdadera adivinación proviene solo de Dios no se trata de una técnica que el hombre pueda controlar, sistematizar o comerciar. Por eso, el que pretende poseerla sin poseerla realmente, está usurpando lo sagrado, mintiéndole a los demás, y engañando con promesas que no puede cumplir. El castigo ejemplar de los escitas, un pueblo antiguo que según Heródoto castigaba con la muerte a los adivinos cuando fallaban. Esta práctica —que Montaigne recoge sin escándalo— le sirve para resaltar la impunidad de los adivinos en Europa, quienes a menudo, pese a sus errores, seguían ejerciendo influencia, ganando prestigio o incluso dinero.
Luego Montaigne comenta las terribles guerras que desatan estos pueblos unos contra otros, cortando las cabezas de los enemigos y poniéndolas en sus casas. Cuando capturan a uno de sus enemigos, no lo matan de inmediato: lo tratan con respeto, lo alimentan, lo alojan bien. Es sólo tras un período de buen trato que, en una ceremonia pública, lo matan con espadas de madera, lo asan y se lo comen.
Sin embargo, no se los comen para alimentarse, sino para vengarse. De hecho, señala que abandonaron este rito cuando vieron que los portugueses castigaban de forma más cruel a sus propios enemigos, enterrándolos hasta la cintura y arrojando flechas en la parte descubierta. Y la abandonaron no porque pensaran que su costumbre de alimentarse de carne humana era cruel, sino que porque vieron que esta ultima practica era más cruel que la suya.
Montaigne no defiende la costumbre de los indios, que también considera horrorosa, pero también advierte que no se puede olvidar la propia:
''Creo que es más bárbaro comerse a un hombre vivo que comérselo muerto''
De hecho, Crisipo y Zenón señalaban que no había inconveniente en que las personas usaran como quisieran de sus despojos, incluso como alimento. Por otro lado, refuerza su argumento recurriendo al ejemplo histórico del sitio de Alesia, donde los galos, sitiados por Julio César, decidieron alimentarse de los cuerpos de los ancianos, mujeres y otros considerados "inútiles para el combate".
Nos muestra una cita latina —Vascones, ut fama est, alimentis talibus usi produxere animas— proviene de Silio Itálico y alude a que los vascones (un antiguo pueblo íbero) "según la fama, prolongaron su vida con tales alimentos", es decir, recurriendo también al canibalismo en situaciones extremas.
Insiste Montaigne en que los pecados de los europeos son mucho peores y más cotidianos: la traición, la deslealtad, la tiranía y la crueldad. Por lo tanto, si bien podemos objetarlos por medio de la razón critica, nuestra persona es imposible que pueda objetarles. Las guerras de esos pueblos son "nobles y generosas", ya que no buscan conquistar ni expandirse, porque no padecen la avidez europea de más recursos o poder, viviendo aún en un estado de naturaleza abundante y equilibrada. No conocen ni títulos de propiedad privada ni la desigualdad económica: la posesión de bienes es comunal y natural. La guerra, por tanto, no está al servicio de la riqueza ni de la ambición, sino que se limita al valor y al honor. Por eso, incluso los prisioneros de guerra prefieren la muerte antes que traicionar la firmeza de su carácter o caer en el deshonor.
Tomando como ejemplo a los húngaros —a quienes presenta como belicosos pero nobles en la guerra—, enfatiza que la verdadera victoria no radica en la humillación o destrucción del enemigo, sino en reducirlo a la aceptación de la superioridad del vencedor, y que una vez obtenida esta confesión, lo digno es perdonar y dejar libre, sin exigir rescates ni ejercer más violencia.
Este comportamiento lo contrasta con el de las costumbres europeas —implícitamente— que suelen abusar de la victoria y humillar o aniquilar al vencido. Para Montaigne, la fuerza física y la destreza técnica (como la esgrima o el combate cuerpo a cuerpo) son cualidades inferiores, externas, incluso mecánicas. No constituyen en sí mismas el verdadero mérito o valor.
El auténtico coraje y la virtud están en el ánimo, en el corazón, en la voluntad firme y constante, no en la brutalidad ni en el instinto. En esta línea de pensamiento, la valentía no es una cuestión de músculo o de habilidad técnica, sino de dignidad moral y fortaleza interior, aquella que no se doblega ni busca venganza desmedida, sino que sabe detenerse con justicia y moderación.
Conclusión
En los capítulos XXI al XXX de los Ensayos, Montaigne profundiza en la fragilidad de la naturaleza humana, la vanidad de nuestras certezas y la necesidad de vivir conforme a la moderación y la libertad interior. A través de relatos históricos, ejemplos cotidianos y observaciones personales, desmonta las pretensiones del saber absoluto, critica las crueldades justificadas por la costumbre y pone en duda la superioridad moral de su tiempo. Así, emerge una ética del escepticismo práctico: no se trata de no creer en nada, sino de sospechar de todo lo que se impone sin reflexión.