El Diálogo Segundo de La expulsión de la bestia triunfante presenta una escenificación celestial en la que los dioses, presididos por Júpiter, continúan con el proceso de purga del cielo, expulsando a los vicios y estableciendo en su lugar a virtudes dignas de ocupar los signos zodiacales. A través de debates entre figuras alegóricas como Riqueza, Pobreza, Avaricia, Fortuna, Penitencia y Solicitud, el diálogo despliega una crítica aguda a las falsas virtudes, al poder injusto, a la corrupción religiosa y política, y a la arrogancia disfrazada de gloria. En contraste, se valoran la simplicidad, la diligencia y el arrepentimiento como fundamentos de una renovación auténtica del orden humano y cósmico. Esta segunda parte, por tanto, profundiza en el conflicto entre la apariencia y la verdad, revelando el juicio moral y metafísico que subyace al destino de los hombres y de los pueblos.
La Expulsión de la Bestia Triunfante
(Segundo Diálogo)
Este pasaje del Diálogo Segundo de La expulsión de la bestia triunfante continúa la profunda meditación teológico-filosófica del primero, enmarcada en un tono alegórico y simbólico, propio del pensamiento de Giordano Bruno.
Primera parte del diálogo
La Verdad
También se señala que lo que los sentidos ven como “verdad” (por ejemplo, los astros en el cielo) no es la verdad suprema, sino sólo una imagen o figura de esa Verdad que está más allá incluso de Júpiter, entendiendo aquí a Júpiter como una metáfora del principio ordenador del mundo.
Saulino responde exaltando a la Verdad como invencible, incorruptible e inmutable. Nadie la protege, y sin embargo no puede ser destruida. Solo los sabios y humildes la encuentran, porque no se deja ver por los falsos o los arrogantes, aunque todos puedan "mirarla", pocos pueden realmente contemplarla.
Pero Sofia nos agrega que hay alguien más al lado de la Verdad y esa es Providencia (en los cielos) y también Prudencia (en el cosmos). Ambas son la misma entidad bajo distintos aspectos. Providencia es el principio superior, divino, que gobierna el universo con necesidad y libertad al mismo tiempo. En cambio, Prudencia es su reflejo humano, temporal, discursivo, que guía las acciones del alma racional.
La Sabiduría (Sofía) es descrita también en dos niveles: una Sofía celeste (unidad con la Verdad y la Providencia) y otra mundana, imperfecta, reflejada en los seres humanos. Esta sabiduría inferior es una participación limitada de la superior, como la luna participa de la luz del sol. Sofía critica a quienes buscan la sabiduría no por amor a la verdad, sino por vanidad, dinero o poder, diferenciándolos de quienes lo hacen con verdadero anhelo filosófico.
La Ley es vista como una emanación de la Sabiduría y su instrumento de acción en el mundo. Debe ser justa y posible; debe regular la convivencia civil, proteger a los débiles, reprimir a los poderosos injustos y fomentar las virtudes útiles a la comunidad. Bruno insiste en que una ley no es justa si no puede cumplirse, y que su propósito es mantener la equidad, la dignidad de la vida común y el orden político.
Sofía —como figura alegórica de la Sabiduría divina— expresa asombro y escándalo ante el hecho de que ciertas formas de religión en la Tierra hayan llegado a considerar como irrelevantes o incluso erróneas las buenas obras. Se refiere a doctrinas que enseñan que los dioses (o Dios) no se preocupan por las acciones humanas, y que la justificación o salvación no depende de obrar el bien, sino únicamente de la fe o de la pertenencia a una doctrina.Sofía lo considera una monstruosidad, un absurdo que atenta contra el orden del universo y contra la dignidad humana. No puede existir una religión verdadera que desprecie la justicia práctica, la virtud, la ayuda al prójimo, y que sustituya eso por una fe pasiva, desentendida del bien.
Una religión en decadencia
Sofía denuncia una religión que desprecia las obras, que no valora la justicia efectiva ni el bien común, y que en lugar de promover la virtud, se dedica a rituales vacíos, dogmas estériles y al cultivo de divisiones sociales, políticas y espirituales. Saulino resume esta paradoja: los de la “falsa religión” llaman vanas a las glorias terrenas, y afirman que solo importa una “tragedia cabalística”, es decir, una narración dogmática y enigmática, divorciada de la realidad concreta del obrar.
Sofía insiste en que los dioses verdaderos ―o Dios, en términos filosófico-teológicos― no necesitan ni desean la adoración por sí misma. No sienten ira ni placer como los humanos, ni exigen culto para su propio beneficio. Lo que desean es el orden de las comunidades humanas, y sus “emociones” son activas, no pasivas: aman la justicia y aborrecen el desorden porque eso daña a los hombres, no porque sean susceptibles o vanidosos.
La verdadera religión se mide por sus frutos: por cómo mejora la sociedad, protege a los débiles, limita la violencia y promueve el bien común. Todo lo demás ―confesiones, disciplinas ascéticas, rezos, ropajes religiosos― es secundario o incluso irrelevante si no va acompañado de una práctica moral efectiva.
Sofía y Saulino condenan a los “pedantes gramáticos” y líderes religiosos que, en lugar de fomentar el amor, la justicia y la unidad, promueven el cisma, la guerra, la discordia, y el fanatismo. Se acusa a estos supuestos reformadores de destruir lo que otros construyeron: universidades, hospitales, templos, artes, escuelas. Se les tilda de parásitos, incendiarios de la paz y la civilización, que con su lengua dividen y destruyen.
Júpiter ha ordenado que el juicio divino actúe contra estos corruptores, si se prueba que son incorregibles y persistentes en su daño. Se les debe disolver, hacer desaparecer incluso su memoria, como una “mancha del mundo”. Esta es una condena radical contra el fanatismo religioso disfrazado de virtud.
Sofía señala que hay un grupo de predicadores que desprecia las buenas obras (limosnas, justicia, misericordia), y basa toda su esperanza de salvación en una fe absurda ("bovina y asnal", dice Bruno), que no requiere acción alguna ni transformación del alma. Júpiter ordena que se les quiten los bienes que obtuvieron de instituciones fundadas por hombres virtuosos, que sí creían en las obras. Bruno denuncia que estos nuevos religiosos viven de los frutos que desprecian, ocupan las casas que profanan y comen el pan que condenan en su discurso. Saulino observa que quienes se convierten a esta falsa religión cambian para peor: de generosos a avaros, de pacíficos a soberbios, de sinceros a maliciosos. La transformación espiritual que debería ser una mejora, aquí es una degradación.
Ninguna comunidad puede mantenerse si se enseña que las buenas obras no valen nada, que los dioses no las consideran, y que basta creer en una doctrina para ser justificado. Porque quien cree eso, no tendrá amor al bien ni temor del mal. ¿Qué lo detendría entonces de robar, matar o mentir?
Segunda parte del diálogo
Tras la expulsión de Hércules del cielo, se presenta una disputa por el lugar vacante entre las potencias celestes. La primera en intervenir es la Riqueza, quien, con altanería, exige ocupar el sitio argumentando que es gracias a ella que la Verdad, la Prudencia, la Sofía, la Ley y el Juicio tienen valor, fuerza y autoridad. Sostiene que sin su presencia, estos númenes son despreciados y carecen de eficacia. Sin embargo, Momo, símbolo del juicio satírico y del discernimiento, le responde que, si bien a veces acompaña a los sabios, con demasiada frecuencia se pone al servicio de la ignorancia, la mentira, la violencia y el vicio, corrompiendo todo lo que toca.
Ante esto, Júpiter decide no concederle una morada estable en el cielo, sino que la Riqueza deberá habitar allí donde se encuentre con la Verdad, la Justicia o la Sabiduría. En caso contrario, deberá refugiarse entre tiendas, bolsas y ganado, vagando de un lugar a otro como una fuerza sin asiento propio. Momo remata la sentencia añadiendo que la Riqueza no se deja encontrar por quienes la buscan con juicio o prudencia, sino por los más insensatos, con quienes se familiariza con facilidad. Así, se explica por qué los sabios rara vez son ricos, ya sea porque no buscan lo superfluo o porque están ocupados en empresas más altas.
A continuación, la Pobreza aparece y, por ser contraria a la Riqueza, pretende reclamar el puesto. Momo, con ironía, le enseña que no basta con ser contraria para ser digna del cielo, y ridiculiza su falta de argumentos. La respuesta genera la risa entre los dioses y deja como legado celestial el proverbio: “Momo enseña dialéctica a la Pobreza”. Esto revela que no hay mérito automático ni en la riqueza ni en la pobreza, y que ninguna debe ser medida por oposición, sino por su efecto en la vida de los hombres y su relación con la justicia y la verdad.
Riqueza y Pobreza
Júpiter, a través de Momo —figura de la ironía y del juicio perspicaz— dicta una sentencia que los dioses aprueban: Riqueza y Pobreza no pueden ocupar el mismo lugar al mismo tiempo. Se sucederán una a la otra, dándose la espalda como en un juego infantil. Es decir, donde entra una, la otra se retira, y viceversa. La Pobreza, aunque despreciada, consigue privilegios propios, pues se le concede la capacidad de expulsar con fuerza a la Riqueza cuando esta se encuentra en las mansiones terrenales dominadas por la Fortuna.
A la Riqueza se le imponen alas pesadas y pies veloces, lo que hace que huya con rapidez, pero le cueste elevarse. En cambio, la Pobreza tiene alas ágiles, aunque pies lentos, lo que simboliza su capacidad de alcanzar lo alto, aunque su desplazamiento por la tierra sea fatigoso. Esta distribución muestra que la Riqueza es esquiva para los sabios y que la Pobreza, aunque penosa, es aliada de la filosofía y de la contemplación. Júpiter establece que ambas deben coexistir, como opuestas que se necesitan: la una da sentido a la otra y solo en relación mutua se definen.
Además, se resalta que la Pobreza ofrece libertad, conformidad y seguridad, mientras que la Riqueza conlleva codicia, vigilancia y ansiedad. La sabiduría se desarrolla más fácilmente en la pobreza, ya que aleja de las distracciones materiales, y se afirma que quien domina la pobreza es verdaderamente rico, mientras que quien no se sacia en la riqueza es en realidad pobre.
Por último, se establece que la Riqueza y la Pobreza actúan según designios del destino, sin corresponder a los méritos humanos. La Riqueza suele acudir a los necios y no a los sabios que la desprecian, y la Pobreza, en cambio, se presenta a muchos que no la llaman, siendo deseada solo por pocos. Esta paradoja resalta el absurdo y la injusticia del mundo humano en contraste con el orden celeste. Así, el diálogo concluye con una crítica aguda a los valores sociales, cuestionando la relación entre virtud, merecimiento y fortuna, y mostrando cómo ambas potencias, pese a su antagonismo, están atadas por un mismo juego ciego de sucesión y contraste.
Fortuna
Cuando Momo nota una figura que parece una sombra adherida tanto a la Riqueza como a la Pobreza, Mercurio aclara que se trata de la Avaricia, figura ambigua y oscura que corrompe tanto a la una como a la otra. Es descrita como una bestia multiforme, una pantarmorfia de todos los animales irracionales, compuesta de diversas cabezas: la mezquindad, la sucia ganancia y la terquedad. Esta criatura representa el vicio en estado puro, degradando cualquier virtud posible en la posesión de bienes o en la carencia de ellos.
A través de Momo, se realiza una observación demoledora: la Avaricia despoja a la Riqueza de su nobleza, haciéndola semejante a la Pobreza, y convierte a la Pobreza en algo vil cuando la acompaña. Solo la razón y el intelecto pueden salvar a una u otra de sus efectos perniciosos. La crítica alcanza una densidad moral contundente: lo que en sí podría ser bueno o neutro —la posesión o carencia de bienes— se degrada al contacto con el vicio.
Tras esta observación, entra en escena la Fortuna. Su discurso es arrogante, grandilocuente, cargado de autojustificación. Reclama su lugar con vehemencia, afirmando que ella es la causa oculta detrás del ascenso o caída de la Riqueza y la Pobreza. Ella se presenta como la verdadera regente de los bienes externos, manipuladora del destino, más poderosa que la Riqueza misma. Declara que todos los honores y sacrificios que recibe la Riqueza, en realidad se le deben a ella. Afirma que, por su naturaleza incierta e incontrolable, es aún más venerada, pues lo que escapa a la razón suele parecer divino. Su lógica es la del azar elevado a principio de gobierno universal.
Momo responde con mordacidad, acusándola de presentar no una causa noble sino un catálogo de crímenes como si fueran méritos. Pero la Fortuna replica que su naturaleza es la que es, y que si resulta dañina no es por malicia sino porque así ha sido dispuesta por el destino. Argumenta que el mal es relativo: lo que perjudica a unos, beneficia a otros. Así, reivindica su doble cara y su imperio sobre todos, incluyendo a los mismos dioses, a quienes asegura haber derribado más de una vez de sus tronos y tribunales.
En un tono de desafío, la Fortuna se eleva como figura ambigua y temida, afirmando que actúa por encima de la razón, sin sujeción a ningún orden racional o moral, y que justamente por ello gobierna sobre seres racionales, los únicos capaces de sentir el vértigo de lo incierto. En el mundo de los hombres y de los dioses, ni la virtud ni la razón aseguran el éxito, pues es la Fortuna quien rige el curso de los acontecimientos, irracional pero adorada, peligrosa pero omnipresente.
Defensa de Fortuna
Luego, Fortuna expone su defensa con extraordinaria elocuencia, respondiendo con agudeza a las acusaciones que Minerva y Momo le han dirigido. Minerva le reprocha su ceguera como impedimento para el juicio justo, pero la Fortuna replica que su falta de vista es, en realidad, su mayor virtud: al no distinguir entre personas, méritos o signos externos, actúa con verdadera equidad. Ella no ve coronas, virtudes ni vicios, ni puede preferir a unos sobre otros. En su defensa, cita incluso a Aristóteles, diferenciando entre el valor deseado de la vista y su verdadera necesidad para el conocimiento profundo, señalando que grandes sabios han alcanzado la sabiduría incluso siendo ciegos.
La Fortuna se presenta como una justicia superior, que no discrimina ni hace acepción de personas. Argumenta que todos entran en su urna por igual, y que las diferencias de resultado no provienen de su acción, sino de la desigualdad previa creada por otras deidades, como la Virtud, la Verdad o la Sabiduría, quienes distribuyen su luz de forma escasa. Por ello, si los truhanes alcanzan el poder y los sabios no, no es culpa de ella, sino de las otras deidades que no corrigen ni transforman a quienes ella recoge indistintamente.
Momo intenta refutarla diciendo que incluso si todos fueran iguales, ella seguiría siendo injusta al dar el principado solo a uno. Pero la Fortuna responde con una lógica implacable: no es injusticia dar solo a uno lo que no puede darse a todos. La verdadera injusticia está en permitir que ese uno sea indigno, cosa que no es de su competencia, sino de quienes deben formar y distinguir a los dignos.
Tercera parte del diálogo
Júpiter, impresionado por su discurso, no le concede una sede fija, pero le reconoce potestad en todo el cielo y sobre todos los asuntos del universo, pues su dominio es universal y se manifiesta en toda mutación y contingencia. Se despide así acompañada por su séquito de opuestos —riqueza y pobreza, alegría y tristeza, lujo y sobriedad— y por la Oportunidad, su guía incierta, quien allana caminos y destruye obstáculos sin previo aviso. Fortuna se declara capaz de levantar a los humildes y abatir a los poderosos, igual que la muerte.
En ese punto, Júpiter retoma el orden y decide que el lugar dejado por Hércules debe ser ocupado por la Fortaleza, ya que esta virtud es necesaria junto a la Verdad, la Ley y el Juicio. La Fortaleza es lo que permite llevar a cabo la justicia con constancia y decisión, complementando así el orden del mundo y la armonía del cielo con la firmeza de la voluntad justa.
Por otro lado, Mercurio pregunta ¿qué hay de mi lira? y Momo le responde que la tenga solo para su diversión, pues la lira es un instrumento de charlatanes que lo único que hacen es granjearse a un público y vender mejor sus bolitas y pomos.
La diosa es promovida junto a sus hijas, las ciencias y artes liberales, quienes agradecen con un lenguaje simbólico y desbordante, cada una según su naturaleza. La Aritmética agradece más allá de los números concebibles; la Geometría, por más figuras y átomos de los que puedan imaginarse; la Música, por armonías inimaginables; la Lógica, deseando que desaparezcan los errores de los gramáticos, retóricos y dialécticos; la Poesía, con versos infinitos; la Astrología, con estrellas sin fin; la Física, por los principios elementales; la Metafísica, por los géneros de causas y efectos; y la Ética, por todas las conductas, leyes y delitos posibles. Incluso la memoria, Mnemosine, ofrece su gratitud por todo lo que puede ser recordado u olvidado.
Luego, Júpiter hace traer una caja de colirios —símbolos alquímicos o médicos del alma— y distribuye nueve ungüentos destinados a purificar el alma humana en su conocimiento y afecto. A las primeras tres diosas les entrega colirios para clarificar la percepción sensible respecto a la multitud, magnitud y proporción armónica de lo sensible. A la cuarta le da uno para ordenar la invención y el juicio; y a la quinta, uno que despierta un melancólico impulso capaz de llevar al furor poético y al vaticinio. Se trata aquí de una exaltación final del saber, la contemplación y la transformación interior, a través de una medicina simbólica que purifica la vista del alma: la inteligencia, la imaginación, y también el deseo.
En una escena satírica pero cargada de aguda crítica, se decide también el destino del Cisne: no será arrojado al olvido, sino enviado al Támesis con el sello de Júpiter, símbolo de un saber controlado por el temor más que por el mérito. Se instala luego la Penitencia en el lugar celeste de Hércules, exaltada como virtud humilde que, como el cisne, prefiere las aguas del arrepentimiento al vuelo altivo del orgullo. Penitencia es, en su naturaleza, hija del Error y la Iniquidad, pero como la chispa que surge del pedernal, se eleva hacia el Sol, devolviendo a las almas caídas su posibilidad de redención.
Marte, en una exaltación nacionalista, aboga por que la matrona altiva de España —símbolo de la jactancia guerrera— conserve su lugar en el cielo. Momo lo rebate irónicamente, proponiendo que se la lleve lejos con su cátedra y con la Arrogancia que representa. Júpiter interviene, concediendo a Marte la potestad sobre esta figura, pero ordenando que baje de los cielos y que su lugar sea cedido a la Simplicidad, cuyo rostro confiado y uniforme agrada a todos los dioses. La Simplicidad es exaltada como imagen divina, pues no se engrandece con la Jactancia ni se oculta con la Disimulación. No obstante, se reconoce que la Disimulación, usada con prudencia y orden, puede servir de escudo a la Verdad, bajo mandato de la Providencia.
Júpiter destina a Perseo, su hijo con Dánae, a una nueva misión en la Tierra, para enfrentar a una moderna Medusa: símbolo de los monstruos sociales y morales actuales. Minerva se ofrece a acompañarlo con un escudo de cristal, imagen del conocimiento reflexivo, para que no se generen nuevas serpientes —nuevos males— con la sangre de esta nueva gorgona. Así, sobre Pegaso, deberá recorrer Europa y liberar nuevas Andrómedas: símbolos de pueblos oprimidos por la Avaricia y la Ambición, y devolverles las manzanas de oro que custodian los Atlantes enemigos de la progenie divina.
La Diligencia
Luego de aclarado esto, Sofía le explica a Saulino que e lugar que quedaba vacío se concedería a Diligencia (o bien Solicitud).
Esta virtud, que ha acompañado a todos los héroes verdaderos, no se reconoce por su pompa ni por su origen, sino por su capacidad de transformar el esfuerzo en gloria. A través de ella, los grandes alcanzan sus metas, vencen obstáculos, dominan la Fortuna y se sobreponen incluso a la adversidad más feroz.
Júpiter la presenta como una fuerza animada por el trabajo constante, la vigilancia, el ejercicio y la industria. Le encomienda ser guía de quienes deseen superarse, recordando que la verdadera fatiga no se percibe como carga cuando se orienta hacia el bien superior. La Diligencia no se detiene por el placer ni se doblega por el dolor: es más poderosa que la Voluntad si ésta no actúa. Junto a la Penitencia y la Esperanza, constituye una ruta de elevación moral.
En palabras memorables, se invita a no "dormir vivos tanto, si tanto y tanto lo haremos a nuestra muerte", sintetizando un llamado urgente a una vida activa, lúcida, noble. Solo el que se adelanta al infortunio con preparación y se ejercita en el bien, escapa a la miseria del azar y la tristeza de una existencia pasiva.
La Diligencia no solo permite vivir, sino vivir bien. Es madre de la verdadera gloria, y medicina contra el miedo a la vejez y a la muerte.
Saulio le pregunta qué más puede contarle, pero Sofía le dice que por ahora está bien y que mejor lo dejaran para otro día, puesto que llegó un amigo suyo, Mercurio.
No viene con la ligereza de costumbre, sino con el rostro inquieto y la misión urgente. Júpiter lo ha enviado a Nápoles para contener un incendio: no uno material, sino político y moral, provocado por la Discordia, llamada por la Ambición, sostenida por la Avaricia, y justificada, como es costumbre, con el pretexto de proteger la religión.
Sofía, crítica y lúcida, rechaza ese pretexto y reconoce en él la máscara de la codicia disfrazada de virtud. Mercurio le explica que las penas injustas y los castigos colectivos se imponen no por justicia, sino para engordar al príncipe. Ante esto, Sofía denuncia que un pueblo gobernado por un lobo solo puede ser devorado. Ambos coinciden en que las medidas adoptadas son bárbaras, más propias de la crueldad de los pueblos antiguos o de la arbitrariedad de los tiranos que de un orden racional.
Pese a la gravedad de la situación, Mercurio ha querido pasar por donde Sofía para no faltar a su promesa. Ella le entrega una nota con sus demandas, que será revisada más adelante. Mientras tanto, él parte a actuar con Astucia y Engaño para debilitar a la Fuerza y disolver la Rebelión mediante ardides diplomáticos. Su objetivo no es la violencia, sino que retorne la Paz y la Concordia al reino perturbado, restaurando el equilibrio sin sangre.
Así se despiden: ella con esperanza y paciencia; él con urgencia y astucia. Y el diálogo concluye con la promesa de que, si el destino lo permite, la Concordia será restaurada no por imposición, sino por sabio acuerdo, restituyendo el orden sin novedad violenta.
Conclusión
El Diálogo Segundo de La expulsión de la bestia triunfante es una extensa y compleja alegoría filosófica en la que se representan los procesos mediante los cuales Júpiter y el concilio de los dioses deciden reordenar el cielo para desalojar a los vicios personificados, y sustituirlos por virtudes dignas. A lo largo del diálogo, personajes como Riqueza, Pobreza, Avaricia, Fortuna, Penitencia, Arrogancia, Simplicidad, Diligencia y otros númenes alegóricos exponen sus méritos y defectos ante el tribunal divino.
El diálogo despliega un juicio crítico contra las apariencias, los abusos del poder, la codicia disfrazada de virtud y la arrogancia legitimada por la fuerza. Se satiriza a los falsos reformadores que, en nombre de la religión, encubren fines materiales y despóticos. A su vez, se exalta el valor transformador de la Solicitud (Diligencia), la Simplicidad y la Penitencia como virtudes necesarias para la restauración del orden celeste y humano.
El final del segundo diálogo anticipa un conflicto concreto, con la llegada apresurada de Mercurio, quien alerta sobre el incendio de la Discordia en un reino concreto (una alusión crítica a los intentos de imponer la Inquisición en Nápoles en 1547). Así, el diálogo concluye con una advertencia: cuando se trastoca el equilibrio entre justicia, prudencia y libertad, el caos vuelve a abrirse paso, y solo una razón activa, vigilante y virtuosa puede reconducir el mundo hacia el orden y la paz.
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