martes, 21 de octubre de 2025

San Isidoro de Sevilla - Etimologías (Libro V: Sobre la ley y los tiempos)

 El Libro V de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, dedicado a las leyes y los tiempos, abre una ventana fascinante al modo en que la Antigüedad tardía comprendía el orden humano y divino del mundo. En sus páginas, Isidoro entrelaza el origen del derecho con el ritmo del cosmos: las leyes nacen para regir las costumbres como los astros rigen los días, y el tiempo mismo se convierte en una medida de la justicia. Su visión, a la vez jurídica y teológica, busca mostrar que la norma humana solo encuentra sentido cuando refleja el orden providente del universo. Así, este libro es tanto un tratado sobre la ley como una meditación sobre el tiempo que la sostiene.

ETIMOLOGÍAS

Sobre la ley y los tiempos

1. Sobre autores de leyes

En su primer capítulo “Sobre los autores de leyes”, ofrece una síntesis magistral de la historia jurídica universal, vista desde una perspectiva cristiana y moralizante. Isidoro recorre, con espíritu enciclopédico, las figuras que dieron origen al derecho divino y humano, enlazando la legislación sagrada con la civil.

  1. Moisés como primer legislador: Inicia reconociendo a Moisés como el primer redactor de leyes divinas, situando el derecho en su raíz teológica. Para Isidoro, toda norma justa emana de Dios, y las leyes humanas deben reflejar ese orden superior.

  2. Legisladores paganos: Menciona a Foroneo entre los griegos y a Mercurio Trismegisto entre los egipcios, trazando así una genealogía sapiencial del derecho. A Solón y Licurgo los destaca como paradigmas de sabiduría cívica y orden político, precursores de la justicia racional.

  3. El derecho romano: Alude a Numa Pompilio y a la progresiva sistematización del derecho romano, hasta llegar a la época republicana, donde cita nombres emblemáticos —Apio Claudio, Curacio, Manlio, entre otros—, mostrando la transmisión de la ley como una herencia cultural.

  4. La caída y renovación del derecho: Isidoro lamenta la pérdida de las antiguas leyes por “su antigüedad y por el abandono”, interpretando esa decadencia como signo moral y político. Sin embargo, celebra la restauración del orden jurídico bajo el cristianismo, especialmente desde Constantino y los emperadores posteriores, cuando las leyes se recopilan y purifican conforme a la fe.

  5. El Código Teodosiano: Finalmente, Isidoro reconoce el Codex Theodosianus como el compendio que sintetiza y cristianiza la tradición jurídica romana. Al llamarlo “Teodosiano”, subraya el vínculo entre la autoridad imperial y la voluntad divina, presentando la ley como una emanación del orden providencial del imperio cristiano.


Una evolución que va del mandato divino a la codificación imperial cristiana, donde la ley, el tiempo y la autoridad convergen para mantener el equilibrio del mundo humano bajo la guía de Dios.

2. Sobre las leyes divinas y humanas

Isidoro distingue dos clases de leyes: divinas y humanas.


Las primeras derivan de la naturaleza y la voluntad de Dios, son inmutables y universales; las segundas proceden de las costumbres de los pueblos, y por tanto, varían con el tiempo y el lugar. Este contraste resalta la tensión entre el derecho eterno y el derecho positivo, y pone de relieve una idea central del pensamiento isidoriano: la justicia verdadera sólo existe cuando la ley humana refleja el orden divino.

Cuando Isidoro señala que “atravesar una posesión ajena es injusto, pero no ilegal”, está mostrando que el derecho humano puede divergir del divino; la ley escrita puede tolerar actos que, desde la moral o la naturaleza, son injustos. De este modo, introduce una reflexión sobre los límites éticos del derecho positivo, anticipando cuestiones que siglos después abordará la escolástica.

3. Qué diferencia hay entre derecho, leyes y costumbres

Aquí Isidoro realiza una distinción conceptual clave:

  • Derecho (ius): es el género, lo justo por naturaleza;

  • Ley (lex): la norma concreta y escrita que “manda o prohíbe”;

  • Costumbre (consuetudo): la práctica prolongada y aceptada por el uso común, que adquiere fuerza normativa.

Isidoro expresa una concepción racional y comunitaria del derecho: no importa si una ley está escrita o no, lo que la legitima es la razón y la justicia. De hecho, Isidoro otorga gran valor a la costumbre, entendida como “derecho no escrito” nacido del consenso y la tradición. Esta idea hunde sus raíces en el pensamiento jurídico romano (la consuetudo como fuente del derecho) pero se integra aquí en un marco cristiano, donde la costumbre sólo es válida si está de acuerdo con la religión y conduce a la salvación.

4. Qué es el derecho natural

El derecho natural es, para Isidoro, aquel que no proviene de promulgación humana, sino del instinto propio de la naturaleza. Es común a todos los pueblos y tiempos, y se manifiesta en realidades universales: la unión del hombre y la mujer, el cuidado de los hijos, la comunidad de los bienes, la libertad igual para todos y el rechazo de la violencia.
Esta visión hereda la tradición del ius naturale romano (particularmente de Ulpiano), pero en Isidoro adquiere un matiz teológico: estas leyes naturales son expresión de la voluntad divina inscrita en la creación. Lo natural es justo por sí mismo, porque deriva del orden de Dios, y su observancia lleva a la equidad y la armonía social.

5. Qué es el derecho civil

El derecho civil (ius civile) se define como el que cada pueblo establece para sí mismo, según su criterio humano. A diferencia del natural, es particular y mutable. Representa la capacidad de las comunidades de ordenar su vida conforme a sus costumbres, pero siempre subordinado al ideal superior de justicia.
Isidoro, siguiendo la tradición romana, reconoce en el derecho civil la expresión del civitas, la comunidad política organizada; sin embargo, le recuerda sus límites: no toda ley civil es justa si contradice el derecho natural.

6. Qué es el derecho de gentes

El derecho de gentes (ius gentium) ocupa un lugar intermedio entre el natural y el civil. Regula las relaciones entre los pueblos —ocupación de tierras, comercio, tratados, guerra, embajadas, matrimonios entre naciones— y tiene validez universal.
Isidoro resalta su función práctica e internacional, anticipando una idea proto-jusnaturalista del derecho internacional. Es un derecho “de todos los pueblos”, porque surge de la necesidad de convivencia y del reconocimiento mutuo entre naciones.

7. Qué es el derecho militar

El derecho militar (ius militare) regula los aspectos bélicos: declaración de guerra, alianzas, botines y disciplina. Isidoro describe su estructura y ética interna, incluyendo el reparto de honores según mérito y la justicia distributiva dentro del ejército.
Esta sección muestra la visión del derecho como orden incluso en la guerra: aun en el conflicto, deben regir normas que preserven la dignidad y la proporcionalidad, lo que refleja un intento cristiano de moralizar la práctica bélica heredada de Roma.

8. Qué es el derecho público

El derecho público (ius publicum) se refiere a las cosas sagradas, los sacerdotes y los magistrados, es decir, al ámbito de lo que pertenece al bien común. Es un derecho orientado al orden y la moral del Estado, vinculado con lo religioso.
Para Isidoro, el derecho público mantiene la unidad del cuerpo político bajo la autoridad divina y sacerdotal, integrando lo jurídico con lo sacro: el Estado cristiano no puede separarse de la moral.

9. Qué es el derecho quiritario

Finalmente, el derecho quiritario (ius quiritium) corresponde al derecho romano más antiguo, propio de los quirites (ciudadanos romanos). Es un derecho estrictamente formalista y limitado al pueblo romano, basado en los dictámenes de los príncipes y las consultas a los sabios.
Isidoro lo menciona como ejemplo de una etapa ya superada: el derecho particularista y ciudadano ha sido reemplazado por un derecho más universal y espiritual bajo el cristianismo. Representa la evolución histórica desde la ley del pueblo romano hacia la ley común de la humanidad redimida.

10. Qué es ley

Isidoro define la ley como la organización legal del pueblo sancionada por los ancianos junto con la plebe, reflejando el equilibrio entre autoridad y consenso. Esta concepción combina la tradición romana (senatus et populus Romanus) con una idea moral: la ley no es mera imposición del poder, sino el fruto del acuerdo entre experiencia (los ancianos) y comunidad (el pueblo). La legitimidad jurídica, por tanto, surge del orden y la participación.

11. Qué es un plebiscito

Los plebiscitos son disposiciones establecidas únicamente por la plebe o en respuesta a su consulta. Isidoro subraya su carácter popular y deliberativo: la ley puede nacer “desde abajo”, del cuerpo social. Este reconocimiento de la voz del pueblo, aunque heredado del derecho romano, en Isidoro adquiere un tono casi ético, pues la sabiduría del pueblo —guiada por la razón natural y la fe— también participa del orden divino.

12. Qué es un senadoconsulto

El senadoconsulto es una decisión del Senado, tomada por los senadores “en bien del pueblo”. Aquí Isidoro acentúa la idea de que el gobierno debe actuar por el bien común, no por interés propio. Esta frase resume su comprensión cristiana del poder: el Senado, como órgano deliberativo, cumple su función cuando sus dictámenes buscan la justicia y la armonía social.

13. Qué es una constitución y un edicto

La constitución o edicto es la norma que el emperador instituye o dicta. Isidoro acepta la autoridad imperial como fuente legítima del derecho, pero dentro del marco del orden providencial: el emperador actúa como vicario de la justicia divina. La ley imperial, así, no es simple acto de soberanía, sino expresión de la razón divina aplicada a la sociedad terrena.

14. Qué son las respuestas de los sabios

Isidoro menciona las respuestas de los juristas (responsa prudentium), que se transformaron en una fuente de derecho civil. Estos sabios, inspirados por la equidad, resolvían disputas y establecían precedentes jurídicos. El autor valora esta práctica, pues la sabiduría y la prudencia son virtudes cristianas que deben guiar toda interpretación legal. De esta forma, la jurisprudencia aparece como el vínculo entre la ley escrita y la justicia viva.

15. Sobre las leyes consulares y tribunicias

Finalmente, Isidoro evoca ejemplos de leyes famosas del derecho romano, como las consulares y tribunicias, entre ellas la Ley Papia Poppaea (sobre el matrimonio y la procreación), la Ley Falcidia (sobre testamentos y herencias) y la Ley Aquilia (sobre daños y reparaciones). Su inclusión no es meramente erudita: Isidoro muestra que el derecho, cuando se funda en la equidad y el bien común, es digno de conservación, aun si proviene del mundo pagano.

16. Sobre la ley estatura

La lex satura o ley estatura es descrita por Isidoro como aquella que trata de “muchas cosas al mismo tiempo”. El término deriva de “abundancia” o “mezcla” (del latín satura, de donde proviene también “sátira”). Esta observación filológica revela el método isidoriano: conectar el lenguaje con su raíz moral y práctica. En este caso, Isidoro aprovecha el juego etimológico para ilustrar cómo las leyes pueden abarcar diversos aspectos de la vida pública y privada, anticipando la idea de compilaciones jurídicas integradas.

17. Sobre las leyes rodias

Las leyes rodias regulaban el comercio marítimo, especialmente las cuestiones de carga, naufragio y propiedad en el mar. Isidoro recuerda su origen en la isla de Rodas, célebre por su actividad naval. Al incluirlas, reconoce la importancia del comercio como fuente legítima de derecho, mostrando cómo la costumbre y la necesidad económica también generan normas jurídicas. Es una muestra de la apertura isidoriana a los distintos orígenes del derecho, incluso los puramente prácticos.

18. Sobre los privilegios

Los privilegios son definidos como leyes aplicadas a personas o casos particulares (leges privatae). Isidoro advierte que, aunque son normas, no pertenecen al derecho común, sino al ámbito privado. Este punto contiene una crítica implícita: el abuso de privilegios rompe la igualdad jurídica y amenaza el bien común. En su perspectiva cristiana, la ley debe tender a la universalidad, no a la excepción.

19. Cuál es el poder de la ley

Aquí Isidoro resume el corazón de su pensamiento jurídico: toda ley ordena, prohíbe o castiga. La ley es instrumento de justicia porque regula las conductas humanas mediante premios y sanciones. Pero no se trata solo de coerción: la ley busca enderezar la voluntad humana hacia el bien. Por ello, Isidoro interpreta el poder de la ley como un reflejo del orden moral divino en la sociedad.

20. Para qué se dicta la ley

La finalidad de la ley es reprimir la audacia de los malvados y proteger a los inocentes. Isidoro se distancia de una visión puramente punitiva y propone un sentido educativo del derecho: la ley existe para corregir y contener el mal, no solo castigarlo. Esta función preventiva y pedagógica es coherente con la tradición agustiniana: la ley humana, aunque imperfecta, ayuda a orientar al hombre hacia el bien.

21. Cómo debe ser la ley

El cierre de esta sección es profundamente normativo y moral. Isidoro establece que la ley debe ser:

  • Honesta (fundada en la virtud y la verdad);

  • Justa (conforme a la razón y la religión);

  • Posible (no exigir lo imposible);

  • Conveniente al lugar y al tiempo;

  • Necesaria, útil y clara;

  • Dictada por el bien común y no por interés particular.

Esta definición resume toda la doctrina cristiana del derecho medieval posterior: la ley justa no se mide por su fuerza, sino por su conformidad con la razón, la naturaleza y la moral. Isidoro establece así un criterio de justicia objetiva que anticipa las formulaciones escolásticas de Santo Tomás de Aquino.

22. Sobre las causas judiciales

Isidoro explica que en griego prágmata significa “asuntos” o “causas”, y de ahí proviene el término latino causae. Introduce también la palabra pragmaticus, aplicada a quien interviene en dichos asuntos o ejerce funciones legales. Esta observación etimológica refuerza su visión humanista: el derecho es ante todo acción y resolución de los conflictos humanos. La justicia no es una abstracción, sino un quehacer práctico.

23. Sobre los testigos

Los testigos son definidos como quienes median en un juicio para establecer la verdad. Isidoro subraya su papel moral y social: sin testigos no hay justicia posible. Los equipara también a quienes firman testamentos, pues dan fe de la verdad del acto. Aquí se refleja la concepción cristiana de la palabra como vínculo entre verdad y derecho: el testimonio tiene fuerza porque se apoya en la honestidad humana, no sólo en la formalidad jurídica.

24. Sobre los instrumentos legales

Este es uno de los apartados más extensos y ricos. Isidoro aborda los instrumentos legales —escrituras, contratos, testamentos— y su función como garantía escrita de la voluntad. Distingue entre:

  • Instrumentos voluntarios (como los testamentos válidos y los pactos);

  • Instrumentos forzosos o nulos, cuando carecen de formalidades o violan la justicia natural.

Profundiza en el testamento, al que llama “voluntad del testador declarada y firmada”, destacando su carácter solemne y moral. Clasifica diversos tipos:

  • Testamentum inofficiosum, que deshereda injustamente a los hijos;

  • Testamentum ruptum, invalidado por nacimiento de un heredero posterior;

  • Pupillare, hecho en nombre de hijos menores;

  • Raptum y irritum, según se haya redactado fuera de norma o haya perdido vigencia.

Describe también las formas de herencia, codicilos, y fideicomisos, interpretando todo el sistema sucesorio romano desde una ética cristiana: la herencia es un acto de justicia, no de capricho.

Isidoro detalla además numerosos actos y contratos:

  • Mandato (encargo o poder conferido a otro);

  • Fianza (sponsio), como compromiso verbal;

  • Donación, vista como expresión de liberalidad y afecto;

  • Permuta, compraventa, y transacción, como intercambios legítimos entre partes.

En todos, insiste en que el consentimiento y la buena fe son la base del derecho civil. La forma jurídica debe reflejar la voluntad honesta del ciudadano.

25. Sobre las cosas

San Isidoro inicia este capítulo definiendo la herencia como aquello que pasa al poder de otra persona al morir su dueño, ya sea por testamento o por derecho sucesorio. Con esta noción, introduce la reflexión sobre la posesión, que describe no solo como el hecho de tener algo, sino también como el modo en que se lo posee: justamente cuando se usa conforme a la razón y la ley, injustamente cuando se lo retiene por avaricia o abuso. A su juicio, el mal uso de los bienes constituye una forma de injusticia que se opone al orden natural y divino, lo cual confiere a la propiedad un carácter ético: poseer implica responsabilidad moral.

Luego distingue entre las cosas propias, las ajenas y las comunes, siguiendo la tradición del derecho romano pero impregnándola de sentido cristiano. Las cosas propias son las que cada uno tiene por derecho, las ajenas aquellas que pertenecen a otros y que solo se poseen de manera temporal o indebida, y las comunes aquellas que la naturaleza concede a todos, como el aire, el agua o la luz. En esta triple división se percibe la visión teológica de Isidoro: el hombre no es dueño absoluto de nada, sino administrador de los bienes creados por Dios para el bien de todos.

Aborda también la división y el usufructo. La primera implica el reparto legítimo de bienes entre herederos, mientras que el usufructo permite el uso sin traspaso de dominio. Isidoro resalta que el usufructuario debe usar el bien con moderación y justicia, pues su derecho no radica en la propiedad sino en la necesidad. Así, anticipa la idea medieval de que la propiedad debe tener siempre una función social y moral.

En cuanto a las figuras de garantía, Isidoro explica la prenda (pignus) como lo entregado en seguridad de una deuda, y la arra o arras como promesa o anticipo, sobre todo en contratos de compraventa o de matrimonio. Ambas son signos de confianza y fidelidad, fundamentos de toda relación jurídica. La ley, señala, no puede sustituir la buena fe: sin confianza no hay justicia, aunque haya formalidades.

Más adelante distingue la propiedad (dominium) del uso (usus). La primera se refiere al derecho pleno de disponer de un bien; el segundo, al derecho de aprovecharlo sin apropiarlo. Con tono moralista, Isidoro afirma que el uso sin codicia es legítimo, pero la acumulación sin necesidad es contraria al orden divino. La riqueza, dice, pierde su sentido cuando deja de beneficiar a otros.

El autor desarrolla además conceptos como la restitución y la integridad, entendidas como la reparación del daño y la devolución de lo injustamente adquirido. Toda acción jurídica debe tender, no solo al equilibrio entre partes, sino a la restauración del orden moral. La justicia se cumple plenamente cuando repara lo roto y devuelve la paz social.

En su parte final, Isidoro trata las figuras de garantía y posesión fiduciaria, los préstamos, los depósitos y la compraventa. Recalca que los contratos se fundamentan en el consentimiento y la verdad, no en el interés. Incluso los instrumentos de crédito y las transacciones deben regirse por la equidad y el respeto mutuo. Concluye afirmando que la restitución de la integridad es la máxima expresión de la justicia: devolver lo que se ha tomado, corregir lo que se ha roto, y reparar lo que la fuerza o la avaricia han corrompido.

26. Sobre los crímenes reseñados en la ley

En este capítulo, San Isidoro de Sevilla ofrece una clasificación moral y jurídica de los crímenes según su gravedad, origen y forma de comisión, retomando la tradición del derecho romano y reinterpretándola desde la ética cristiana. Define el crimen como una denominación derivada de cruentare —“manchar con sangre”—, abarcando todos los actos que privan a otro de la vida o de sus bienes, como el robo, el homicidio y la falsedad. Así, el crimen no es solo una ofensa civil, sino también una corrupción del alma, una mancha moral que altera el orden querido por Dios.

Isidoro distingue entre diversas clases de delitos. El parricidio (parricidium) se entiende como el asesinato de un pariente cercano, considerado uno de los actos más abominables. El flagrante (flagrans) o crimen cometido en el acto, se juzga con mayor severidad, porque implica plena conciencia del mal. El latrocinio designa el robo armado o violento, mientras que la fuerza pública se refiere a la expulsión o ataque colectivo que atenta contra la autoridad o el bien común. En todos ellos, el autor observa que el crimen destruye la armonía social y ofende la justicia divina.

Aborda luego los delitos de palabra, como la calumnia, la injuria y la falsedad, mostrando que la mentira y el engaño son también formas de injusticia. La injuria, dice, consiste en dañar la reputación o el honor del prójimo, mientras que la falsedad altera la verdad necesaria para la convivencia. La sedición, por su parte, es la disensión o rebelión entre ciudadanos que rompe la unidad del orden político. En todos estos casos, el lenguaje y la intención son tan condenables como la acción misma: hablar falsamente, para Isidoro, equivale a actuar contra la verdad de Dios.

El autor continúa con los delitos sexuales, como el adulterio, el estupro y el rapto, vistos no solo como ofensas al cónyuge o la familia, sino como transgresiones del orden natural. El adulterio corrompe el pacto conyugal; el estupro implica unión ilícita y forzada; el rapto supone violencia y desprecio de la voluntad. De ahí que el derecho romano, comenta Isidoro, los castigara con severidad, reflejando el valor de la pureza y la fidelidad como pilares del orden social.

En cuanto al homicidio, Isidoro destaca su origen etimológico (internecio, “asesinato de un hombre”) y lo define como la supresión voluntaria de una vida humana, contraria tanto a la ley civil como a la ley divina. El hurto (furtum), derivado de furvus —“oscuro”—, es la apropiación clandestina de lo ajeno, cometida con disimulo. Le sigue la usurpación, entendida como el acto de tomar lo que pertenece a otro, y la malversación, cuando el fraude afecta al erario público o a los bienes comunes. En todos los casos, Isidoro insiste en que la intención agrava o atenúa la culpa: robar lo público es más grave que lo privado, pues atenta contra la comunidad entera.

Asimismo, se ocupa de los delitos contra la fe y la autoridad, como el sacrilegio, la traición y la perjuria. El sacrilegio profana lo sagrado; la traición viola la lealtad debida a la patria o al soberano; y el perjurio quebranta la fidelidad jurada ante Dios. En cada uno de ellos, el pecado jurídico coincide con el pecado moral, pues el daño social refleja una ruptura del vínculo divino. Isidoro menciona también el peculado, el soborno y la cohecho, delitos cometidos por quienes abusan del poder o la función pública, así como el incesto y el adulterio espiritual, en los que se confunde lo sagrado con lo profano.

Finalmente, analiza los delitos de traición y conspiración, cometidos contra la república o el príncipe. Los denomina maiestatis reos, “reos de lesa majestad”, porque atentan contra la estabilidad del poder legítimo. En todos estos crímenes, Isidoro percibe un mismo principio teológico: el mal surge del desorden, y el derecho existe para restaurar la armonía rota. La ley, en este sentido, no solo castiga, sino que purifica. Por eso, la justicia humana debe reflejar la justicia divina, en la cual toda falta exige restitución y todo crimen busca redención.

27. Sobre las penas establecidas en las leyes

En este capítulo, San Isidoro de Sevilla reflexiona sobre el sentido moral, jurídico y teológico del castigo. Comienza explicando que la palabra mal tiene un doble significado: aquello que el hombre puede hacer —el pecado— y aquello que puede sufrir —la pena—. El mal cometido exige una corrección que no solo compense el daño, sino que purifique al culpable. Así, la pena no es mero sufrimiento físico, sino instrumento de justicia y restauración moral. El castigo, dice Isidoro, contiene dolor y temor, pero su finalidad no es destruir, sino corregir y restablecer el orden perturbado.

El término pena adquiere sentido cuando se le une una determinación concreta: pena de cárcel, pena de destierro, pena de muerte. Esta concreción, observa Isidoro, es lo que transforma la pena en justicia y no en crueldad. El suplicio, en cambio, es el sufrimiento extremo y ejemplar que sigue a los crímenes más graves, y que, aunque doloroso, busca la expiación del mal. La raíz latina de poena —de donde procede “pena”— está vinculada con la idea de “purificación mediante el padecimiento”.

Isidoro describe una gran variedad de castigos, tanto físicos como simbólicos. Menciona las cadenas, los azotes, la tortura, el encarcelamiento y el destierro, pero también las sanciones morales, como la pérdida del honor o de los bienes. Cada castigo, señala, refleja una dimensión pedagógica: la sociedad aprende la justicia viendo corregido al culpable. Así, el castigo no es venganza, sino lección pública de moral. El reo se convierte en ejemplo de lo que sucede cuando el hombre se aparta del bien.

Entre los castigos corporales, el autor distingue muchos tipos. Los grilletes y ligaduras inmovilizan al reo; las prisiones lo privan de libertad; los azotes representan la purificación del cuerpo a través del dolor. Las argollas (boga) y las cárceles (carceres) son espacios de confinamiento donde el reo expía su culpa separado de la comunidad. El flagelo, dice Isidoro, no solo es físico: también representa la vergüenza que acompaña al pecado. La plaga, o castigo repetido, tiene una connotación espiritual: el golpe del destino que recuerda al pecador su falta.

El autor menciona además las penas económicas y sociales, como el destierro, la confiscación de bienes o la degradación de la fama. La infamia es considerada un castigo tan severo como el físico, porque priva al hombre de su honor ante los demás. La fama es doble: una positiva, la que acompaña la virtud; y otra falsa o negativa, nacida de la mentira y la calumnia. La verdadera fama, dice, es aquella que se sustenta en la verdad y en las buenas obras. La pérdida de la reputación es, pues, una forma de muerte civil.

Isidoro analiza también el exilio (exilium), al que define como la separación del suelo natal y del afecto de los suyos. Lo considera una de las penas más tristes, pues priva al hombre de su patria y de su identidad. Distingue entre los relegados, que conservan sus bienes, y los desterrados, que los pierden. La relegación es pena temporal; el exilio, perpetuo. Ambas buscan corregir al culpable mediante la privación de pertenencia.

En los castigos de muerte, San Isidoro muestra una notable sensibilidad. Enumera las formas más crueles —ahogar al reo, quemarlo, arrojarlo a las fieras, condenarlo al hambre o a la espada—, pero las juzga según su grado de humanidad. Prefiere la espada al suplicio prolongado, porque causa una muerte rápida y menos degradante. Menciona el terrible culleum, o saco de cuero donde los parricidas eran encerrados junto a animales y arrojados al mar, como ejemplo del rigor romano. Sin embargo, su tono es más moral que jurídico: la pena de muerte, aunque necesaria para preservar el orden, debe aplicarse con prudencia, recordando que el juez humano no posee la última palabra sobre la vida y la muerte, que solo pertenece a Dios.

Por último, Isidoro señala que el castigo judicial (animadversio) no es simple represión, sino un acto de discernimiento: el juez debe “advertir” y comprender la falta antes de sentenciar. La justicia, en su sentido más alto, no nace del odio sino de la razón. Los romanos, comenta, privaban del agua y del fuego a los condenados, símbolos de vida y purificación, recordando que el criminal, al apartarse del bien, se excluye de los dones más elementales de la naturaleza.

28. Sobre el término “crónica”

San Isidoro inicia este apartado explicando el origen y significado de la palabra crónica, tomada del griego chrónika, que en latín equivale a “sucesión de tiempos”. Señala que el término procede de chrónos, “tiempo”, y que fue introducido al latín por el presbítero Jerónimo, siguiendo a Eusebio de Cesarea. Para Isidoro, la crónica no es solo una enumeración de hechos, sino una forma de organizar el devenir histórico según el orden del tiempo, mostrando así la unión entre la historia y la temporalidad. La crónica expresa el modo en que los acontecimientos humanos se inscriben en el flujo del tiempo divino, donde cada suceso tiene su momento asignado en el plan de Dios.

29. Sobre los momentos y las horas

En este capítulo, Isidoro desarrolla su comprensión del tiempo como una estructura jerárquica y ordenada. Lo divide en momentos, horas, días, meses, años, lustros, siglos y edades, siguiendo el modelo cosmológico heredado de la antigüedad. El momento es definido como la fracción más pequeña y reducida del tiempo, relacionada con el movimiento de los astros, lo cual refleja la idea de que el ritmo del universo sirve de medida para la vida humana.

La hora, por su parte, es la subdivisión del día en intervalos breves y sucesivos, cada uno de los cuales da comienzo al siguiente, en un ciclo continuo. Isidoro destaca que la palabra hora proviene del griego y la asocia etimológicamente con ora (“orilla” o “borde”), indicando así que cada hora marca un límite, un punto de transición dentro del fluir temporal. Este detalle lingüístico revela su visión simbólica del tiempo: cada instante es frontera entre lo que fue y lo que será. El tiempo no es un mero fluir mecánico, sino una secuencia viva de comienzos y fines, donde la eternidad se refleja en el constante sucederse de los momentos.

30. Sobre los días

San Isidoro de Sevilla define el día como la presencia del sol sobre la tierra, en contraposición a la noche, que es el sol oculto bajo la tierra. Explica que el día completo consta de veinticuatro horas, que comprenden tanto la parte luminosa como la oscura, y que este ciclo corresponde al movimiento de rotación del cielo, desde el amanecer hasta el siguiente. De este modo, el día simboliza la unidad del tiempo natural, donde la luz y la oscuridad se complementan como expresión del orden cósmico.

El autor distingue entre la duración diurna y nocturna, llamando día natural al tiempo entre la salida y la puesta del sol, y día civil o completo al conjunto de las veinticuatro horas. Aclara que el día se divide en dos mitades de doce horas cada una, siguiendo una convención heredada tanto de la astronomía antigua como de las Escrituras. Menciona que los egipcios contaban los días desde el amanecer, mientras que los romanos lo hacían desde la medianoche, y que entre los antiguos judíos el cómputo comenzaba al atardecer, con el inicio del reposo sabático.

Isidoro dedica gran atención al significado religioso y cultural de los días. Observa que los antiguos dedicaron cada día de la semana a una divinidad o astro: el primero al Sol, el segundo a la Luna, el tercero a Marte, el cuarto a Mercurio, el quinto a Júpiter, el sexto a Venus y el séptimo a Saturno. Explica que, si bien estos nombres tienen un origen pagano, la Iglesia los conservó por costumbre, resignificándolos. Así, el dies dominicus o día del Señor sustituyó al de Sol, santificando el principio del ciclo semanal con el recuerdo de la Resurrección de Cristo.

Los nombres de los días, además de su valor práctico, revelan una concepción simbólica del tiempo. Cada jornada marca una dimensión espiritual de la existencia humana: el trabajo, el descanso, la meditación o la celebración. Isidoro interpreta la palabra feria —que en la tradición cristiana designa los días de la semana— como derivada del verbo latino fari (“hablar”), porque en esos días el hombre conversa con Dios y con los demás en el cumplimiento de sus deberes. Las ferias, en su sentido cristiano, se oponen a los días festivos paganos, pues no celebran a los dioses, sino la obra divina manifestada en el curso del tiempo.

Asimismo, el autor distingue los días festivos y los laboriosos: los primeros, dedicados al culto y al descanso del alma; los segundos, al trabajo y a la administración de la vida civil. Esta separación entre lo sagrado y lo cotidiano no implica ruptura, sino equilibrio: el tiempo del hombre está ordenado para servir a Dios tanto en la acción como en la contemplación.

Isidoro divide el día en tres grandes partes: mañana, mediodía y tarde. La mañana (mane) es la hora de la luz naciente, símbolo de renovación y pureza; el mediodía (meridies) representa la plenitud del día, momento de máxima claridad y fuerza solar; y la tarde (suprema pars diei) indica el descenso del sol, imagen del descanso y del retorno al silencio. A estas agrega el atardecer (vespera), cuando el día muere y se anuncia la noche, y el ocaso (crepusculum), límite entre la luz y la sombra.

Con gran precisión filológica, Isidoro analiza los términos que expresan las fases del día: hodie (hoy), cras (mañana), heri (ayer), pridie (el día anterior) y perendie (pasado mañana). En ellos percibe no solo la medida del tiempo, sino la conciencia del tránsito temporal: el lenguaje humano conserva la huella del paso del sol y, con ella, el recordatorio de la fugacidad de la vida.

Finalmente, Isidoro introduce una reflexión teológica: el día y la noche fueron creados por Dios para ordenar la existencia del mundo y recordar al hombre su dependencia del Creador. La alternancia entre luz y oscuridad es signo de la lucha entre el bien y el mal, entre la claridad del alma justa y las tinieblas del pecado. Así, el día no es solo una medida astronómica, sino una imagen espiritual del orden divino, en la que el tiempo se convierte en símbolo de la eternidad.

31. Sobre la noche

San Isidoro de Sevilla inicia este capítulo con una observación etimológica: la palabra noche derivaría de nocivo, porque “hace daño a los ojos”. En esa etimología simbólica se encierra una intuición teológica: la noche es el momento en que la vista humana se apaga, pero también el tiempo en que la naturaleza ofrece descanso y consuelo frente al esfuerzo del día. La luz de la luna y de las estrellas atenúa la oscuridad absoluta, brindando alivio a los que trabajan mientras el mundo duerme y protección a los seres que no soportan la intensa luminosidad del sol. Así, la noche no es un mal en sí, sino una medida del orden cósmico que equilibra la fatiga de la luz con el reposo de la sombra.

Isidoro explica que la sucesión de la noche y el día refleja la alternancia natural entre vigilia y sueño, trabajo y descanso. Esa correspondencia revela la sabiduría del Creador, que dispuso que la noche suavice el esfuerzo diurno y renueve las fuerzas del cuerpo y del espíritu. Para él, el ciclo diario es también una imagen del ciclo espiritual del hombre: el alma, como el sol, se oculta tras el cansancio y renace con la aurora del nuevo día.

En un tono más poético, Isidoro señala que la noche se produce porque el sol, “cansado de su larga carrera”, llega a su último tramo del cielo y comienza a emitir rayos más débiles, o porque, oculto bajo la tierra, continúa brillando sin la misma intensidad. De este modo, concibe el movimiento solar como una metáfora de la vida humana: tras la actividad y el esplendor viene el reposo y la introspección. Cita versos de Virgilio para ilustrar la idea de la noche envolviendo al mundo “en su sombra inmensa”, como un manto que cubre y protege la creación.

El autor distingue seis partes principales de la noche: el atardecer, el crepúsculo, la conticinio, el intempesto, el gallicinio y la madrugada. Cada una representa una fase del silencio y del tránsito hacia el amanecer. El atardecer marca el inicio de las tinieblas; el crepúsculo es el momento intermedio entre la luz y la oscuridad; el conticinio es la hora en que todo calla; el intempesto, el punto más profundo de la noche, cuando el sueño domina y cesa la actividad humana; el gallicinio, la hora de los gallos que anuncian la luz; y la madrugada, el retorno del día, cuando la aurora comienza a disolver las sombras.

Cada una de estas divisiones posee para Isidoro un sentido espiritual. El conticinio, tiempo de silencio absoluto, es símbolo de la oración contemplativa, cuando el alma se aquieta ante Dios. El intempesto representa la suspensión del tiempo y de la actividad, como una imagen de la muerte o del descanso eterno. El gallicinio, por su parte, evoca la vigilancia y la esperanza, recordando el canto del gallo que anunció la negación de Pedro y, a la vez, su arrepentimiento. Finalmente, la aurora (aurora, “la que brilla”), signo del despertar, anuncia la renovación del mundo y de la vida, reflejando la resurrección espiritual que sucede tras cada noche.

Isidoro concibe, pues, la noche no como negación del día, sino como su complemento providencial. En ella el universo guarda silencio para que el alma del hombre encuentre reposo; las estrellas iluminan discretamente el firmamento, como símbolos del conocimiento que perdura incluso en la oscuridad. En el lenguaje del santo, la noche se vuelve imagen del misterio divino: aquello que no se ve, pero que sigue brillando bajo la superficie del mundo. De este modo, la alternancia entre día y noche no solo mide el tiempo, sino que revela la armonía del cosmos y la sabiduría de su Creador.

32. Sobre la semana

En este capítulo, San Isidoro de Sevilla explica que la semana recibe su nombre del número siete, que corresponde a los siete días que la componen y cuya repetición completa los ciclos del mes, del año y del siglo. Este número, señala, no es arbitrario, sino que tiene un valor simbólico y sagrado, pues representa la totalidad del tiempo creado y la perfección del orden divino. Los griegos llamaron al siete heptá, y de ahí deriva el término hebdomás (semana), mientras que los latinos lo denominaron septimana, palabra que Isidoro interpreta como “siete luces”, aludiendo tanto a los siete días como a la luz que cada uno de ellos aporta en la sucesión temporal.

El número siete, para Isidoro, tiene un sentido cósmico y espiritual: simboliza la obra completa de la creación y el descanso divino que la corona. En seis días Dios formó el mundo, y el séptimo lo santificó, estableciendo el ritmo de trabajo y reposo que regula toda la existencia. Por eso, la semana no es solo una medida del tiempo, sino una imagen del orden universal. Cada semana renueva el ciclo de la vida, repitiendo el gesto creador de Dios que da principio y fin a todas las cosas.

El santo añade que el día octavo es, en realidad, el mismo que el primero, pues a él se vuelve al completarse el ciclo de siete. De esta manera, el número ocho simboliza la renovación y el comienzo de una nueva creación. En la tradición cristiana, este día es figura de la eternidad, del descanso definitivo después del tiempo, y se asocia con la Resurrección de Cristo, que ocurrió el “primer día después del sábado”. Así, el octavo día representa el paso del tiempo a la eternidad, el retorno del mundo a la luz divina que no conoce ocaso.

Con esta reflexión, Isidoro convierte la estructura de la semana en una lección de teología del tiempo: los siete días expresan el movimiento ordenado del cosmos, mientras que el octavo anticipa la plenitud sin fin del Reino de Dios. Cada semana, en su repetición cíclica, reproduce el ritmo de la creación y prefigura la restauración final, mostrando cómo el tiempo, para el hombre cristiano, no es solo medida de trabajo o calendario civil, sino un signo espiritual del plan divino que une el principio y el fin en una misma luz.

33. Sobre los meses

San Isidoro de Sevilla comienza explicando que la palabra mes proviene del griego mēn, que significa “luna”, y de mēne, su forma más antigua. Este origen lunar revela cómo las civilizaciones antiguas —hebreos, egipcios y romanos— medían el tiempo según los ciclos de la luna, cuyos cambios visibles servían como base para calcular el paso de los meses y el ritmo de las estaciones. Los hebreos, en particular, iniciaban cada mes con la luna nueva, haciendo del fenómeno astronómico un acontecimiento religioso y temporal.

Isidoro señala que los egipcios adoptaron un cómputo solar, pero sin abandonar del todo el lunar, y que los romanos perfeccionaron este sistema al establecer la duración de los meses mediante la observación combinada del sol y de la luna. De esta fusión de métodos nació el calendario que, con variaciones, permanece hasta hoy. El autor menciona además que los romanos consagraron cada mes a una divinidad, y procede a explicar el origen simbólico y etimológico de los nombres de los doce meses del año.

El primer mes, Enero (Ianuarius), toma su nombre de Jano, el dios de las puertas y los comienzos, representado con dos rostros, mirando al pasado y al futuro. Isidoro destaca que este mes, situado al umbral del año, simboliza la transición y la apertura, el tiempo en que se pasa de lo viejo a lo nuevo. Febrero (Februarius) deriva de februa, término latino que significa “purificación”, y estaba dedicado a los ritos de limpieza espiritual en honor de Plutón, dios de los muertos, y de las divinidades infernales. Era, por tanto, un mes de expiación y tránsito antes del renacer primaveral.

El tercer mes, Marzo (Martius), fue consagrado a Marte, dios de la guerra, y marcaba el inicio de la actividad militar y agrícola tras el invierno. Simbolizaba la energía renovada y el impulso vital. Abril (Aprilis), por su parte, está asociado a Venus (Aphrodite en griego), la diosa del amor y de la fertilidad, pues en ese tiempo florece la naturaleza y todo brota. El verbo latino aperire (“abrir”) refuerza esta relación: abril es el mes en que se abren las flores y los campos se despiertan.

Mayo (Maius) recibe su nombre de Maia, madre de Mercurio y símbolo de madurez, fertilidad y crecimiento. Representa la plenitud de la primavera, cuando la tierra se encuentra en su máxima vitalidad. Junio (Iunius) procede de Juno, esposa de Júpiter y protectora del matrimonio y de las mujeres. Era un mes consagrado a la unión y a los ritos familiares.

En cuanto a los meses siguientes, Julio (Iulius) y Agosto (Augustus) fueron dedicados a Julio César y Octavio Augusto, respectivamente, como homenaje a su grandeza política y militar. Isidoro observa en ello la tendencia romana a divinizar el poder imperial, trasladando a los gobernantes humanos el culto que antes pertenecía a los dioses. Septiembre, Octubre, Noviembre y Diciembre conservan sus nombres numéricos —séptimo, octavo, noveno y décimo—, vestigios de un calendario anterior en que el año comenzaba en marzo.

Isidoro añade que entre los antiguos romanos ciertos días del mes tenían un significado particular: las calendas (primer día del mes), las nonas (quinto o séptimo día, según el caso) y los idus (días medios, dedicados a Júpiter). Las nonas, en especial, derivan de nundinae, que eran días de mercado o de reunión pública. Estos ritmos mensuales no solo marcaban el tiempo administrativo, sino también la vida religiosa y social de Roma, donde cada fase del mes llevaba consigo un simbolismo sagrado.

34. Sobre los solsticios y los equinoccios

San Isidoro de Sevilla ofrece una explicación etimológica y cosmológica de los solsticios y los equinoccios, entendidos como los momentos fundamentales del ciclo solar y, por tanto, del ritmo del tiempo. Señala que la palabra solstitium proviene de solis statio, que significa “parada del sol”, porque en ese punto del año el astro parece detener su curso antes de invertir su movimiento: en el solsticio de verano comienza a decrecer la duración del día, y en el de invierno, a aumentar. Por su parte, el término aequinoctium deriva de aequus (igual) y nox (noche), ya que en esos días la duración del día y la noche se igualan, simbolizando el equilibrio entre la luz y la oscuridad.

Isidoro explica que existen dos solsticios: el de verano, que ocurre cerca de las calendas de julio, cuando el sol alcanza su punto más alto y comienza a descender hacia sus órbitas inferiores; y el de invierno, que se produce cerca de las calendas de enero, cuando el sol, tras su curso más bajo, inicia su ascenso hacia los cielos superiores. En ambos casos, el movimiento del sol marca el límite y la renovación del ciclo natural, y su aparente detención es símbolo de transición y renovación cósmica.

Asimismo, menciona los dos equinoccios, el de primavera y el de otoño, situados aproximadamente entre las calendas de abril y las de octubre. En esos días, la duración del día y la noche es la misma, reflejando la armonía del orden celeste. Los griegos, dice Isidoro, los llamaban isemeriai, “días iguales”. De este modo, el calendario astronómico se convierte para él en una lección sobre la regularidad del universo, donde la alternancia de luz y sombra, de ascenso y descenso solar, obedece a una ley divina que garantiza el equilibrio de la creación.

Isidoro concluye destacando que el año entero se estructura a partir de estos cuatro puntos cardinales del movimiento solar: dos solsticios y dos equinoccios, que dividen el tiempo en cuatro estaciones y regulan la vida de los hombres, las cosechas y los ciclos de la naturaleza. En su mirada cristiana, estos fenómenos no son meras observaciones astronómicas, sino manifestaciones del orden providencial de Dios, que dispuso el curso del sol como medida del tiempo y símbolo de la eternidad. Así, el movimiento solar se convierte en imagen del alma que, tras cada descenso en la oscuridad, vuelve a elevarse hacia la luz.

35. Sobre las estaciones del año

San Isidoro de Sevilla describe las cuatro estaciones del año —primavera, verano, otoño e invierno— como expresión de la armonía natural creada por Dios. Explica que se denominan tempora por la proporción equilibrada (temperamentum) que guardan entre sí, ya que se alternan de modo que la humedad, la sequía, el calor y el frío se compensan y suceden de forma ordenada. Por ello también las llama curriculos, “carreras”, porque no permanecen quietas, sino que están en continuo movimiento, siguiendo el curso del sol y los designios de la naturaleza.

Isidoro sostiene que, desde la creación del mundo, las estaciones fueron divididas en períodos de tres meses, en correspondencia con el ciclo solar. Siguiendo una clasificación simbólica, cada estación se compone de tres fases: la “nueva”, la “adulta” y la “decadente”, un esquema que refleja la idea de un ritmo vital universal, en que toda cosa nace, crece y declina. La primavera, en sus primeros meses, es joven y fecunda; el verano madura y alcanza su plenitud; el otoño decae y se agota; y el invierno, que representa el final del ciclo, prepara en su aparente muerte el renacer de la vida.

La primavera (ver), cuyo nombre proviene del verbo videre o virere (“verdear”), simboliza la renovación y el despertar de la naturaleza. Después del invierno, la tierra se reviste de hierbas y flores, y el mundo entero parece resucitar. El verano (aestas) se asocia al calor y a la sequedad, con el sol en su punto más alto, abrasando los campos y marcando el tiempo de la abundancia y el esfuerzo. El otoño (autumnus), derivado de auctus (“aumento” o “fruto maduro”), es el tiempo de la cosecha, cuando las hojas caen y los frutos alcanzan su sazón. Y el invierno (hiems), etimológicamente relacionado con hiems (“frío” y “tempestad”), representa el reposo y la contracción de la vida, cuando el sol se retira y el tiempo se vuelve inhóspito.

Isidoro añade una observación interesante sobre el término tiempo invernizo, que designa la transición entre el invierno y la primavera, cuando los días comienzan a alargarse y la tierra a despertar, aunque el frío aún perdura. Destaca también la raíz griega broma, que significa “hambre”, para explicar la palabra bruma (de donde procede “brumario”), ya que en esa época del año los hombres sienten mayor apetito por el frío y el cuerpo busca alimento.

Finalmente, el santo asocia las estaciones con las cuatro partes del mundo: la primavera al oriente, por ser el punto donde nace el sol y brota la vida; el verano al sur o mediodía, donde reina el calor y la luz son más intensos; el otoño al occidente, donde el sol declina y las cosas envejecen; y el invierno al norte, región de frío perpetuo y tinieblas. En esta correspondencia cósmica, el orden natural se revela como un reflejo del orden divino: cada estación cumple su función dentro de un ciclo de equilibrio perfecto.

36. Sobre los años

San Isidoro de Sevilla define el año como el retorno del sol al mismo punto del cielo después de haber transcurrido trescientos sesenta y cinco días, completando así su curso entre las estrellas. La palabra año (annus) proviene, según él, de anulus (“anillo”), porque el tiempo, al cerrarse sobre sí mismo, forma un círculo que retorna siempre a su inicio. Esta concepción cíclica del tiempo —heredera tanto de la tradición latina como de la cosmología antigua— subraya que el año no es solo una medida cronológica, sino también una figura del orden cósmico y del eterno movimiento de la creación. Citando a Virgilio, Isidoro recuerda: “El año retorna sobre sí mismo siguiendo sus propias huellas”, lo que expresa la idea de la continuidad del tiempo dentro del marco de la providencia divina.

Antes de la invención de la escritura, dice Isidoro, los egipcios representaban el año mediante la imagen de una serpiente que se muerde la cola, símbolo del eterno retorno y de la renovación constante. De ahí que algunos autores derivaran la palabra annus de ananeousthai, “renovarse”, pues cada año implica un reinicio del ciclo vital. En esta visión simbólica, el tiempo no se agota ni se destruye, sino que se transforma y renace perpetuamente, reflejando la sabiduría del Creador que renueva el mundo sin cesar.

Isidoro distingue tres tipos de año: el año lunar, de treinta días, que sigue los ciclos de la luna; el año solsticial, de doce meses, basado en el movimiento del sol; y el año magno, o gran año, que se cumple cuando los planetas vuelven a alinearse en sus posiciones originales después de un vasto período de tiempo. Esta última noción, heredada de la astronomía antigua, muestra el interés de Isidoro por integrar las ciencias naturales dentro de una concepción teológica del cosmos. El tiempo, en su escala mayor o menor, es siempre manifestación del orden divino que rige el universo.

Finalmente, explica el origen de la palabra “era”, entendida como el cómputo de los años a partir de un hecho histórico concreto. Según él, la era comenzó con el censo ordenado por César Augusto, cuando se estableció el tributo del orbe al Imperio romano. Llamóse así porque el mundo entero (orbis) se comprometió a pagar tributo (aes) a Roma. De este modo, la era no solo marca una referencia temporal, sino también una expresión de dominio y unidad universal, reflejo, para Isidoro, del designio providencial que quiso reunir a todos los pueblos bajo una misma autoridad temporal, preludio simbólico de la unidad espiritual bajo Cristo.

37. Sobre las olimpíadas, lustros y jubileos

San Isidoro de Sevilla une tres formas distintas de medir el tiempo —olimpíadas, lustros y jubileos— que reflejan, respectivamente, la tradición griega, romana y hebrea. Cada una encarna una manera simbólica y religiosa de concebir el paso de los años como un ciclo de purificación, descanso o renovación.

Explica primero que las olimpíadas surgieron entre los griegos en la región de Élide, donde los eleos comenzaron a celebrar certámenes deportivos cada cuatro años en honor a los dioses. Ese intervalo de tiempo, correspondiente al lapso entre dos juegos, pasó a llamarse también olimpiada. Así, el calendario griego no solo servía para medir años, sino también para marcar la memoria colectiva a través de las competiciones sagradas que simbolizaban la armonía entre cuerpo, virtud y cosmos. El juego olímpico, además de ser un evento político y religioso, era una representación del orden divino y del equilibrio que los dioses exigían del hombre.

El segundo cómputo es el lustro, palabra que deriva del griego penteretis (“quinquenio”), es decir, un período de cinco años. Isidoro menciona que los romanos lo adoptaron por imitación de las olimpíadas, estableciendo el lustro como división temporal regular. El término proviene también del verbo lustrare, que significa “purificar”, porque en Roma, tras el censo que se realizaba cada cinco años, se efectuaba una ceremonia de purificación pública de la ciudad. Por tanto, el lustro representaba no solo un lapso de tiempo, sino también un acto ritual de renovación moral y política, en el que el pueblo romano se reconciliaba simbólicamente con los dioses y con el orden civil.

Finalmente, Isidoro aborda el jubileo, término de raíz hebrea (yōbēl), que significa “año del perdón”. Este ciclo abarcaba cuarenta y nueve años —siete semanas de años—, tras los cuales sonaban las trompetas para anunciar la liberación general: se perdonaban las deudas, se devolvían las tierras a sus antiguos dueños y se restablecía la igualdad entre los hombres. El jubileo era, pues, un tiempo sagrado de misericordia y restauración del orden divino, donde la justicia social se renovaba a la luz del perdón.

Isidoro concluye relacionando este número con la fiesta cristiana de Pentecostés, que ocurre al quincuagésimo día después de la Resurrección. Así como el jubileo hebreo proclamaba la liberación de los hombres de sus cargas materiales, Pentecostés anuncia la liberación espiritual por obra del Espíritu Santo. En ambos casos, el tiempo se convierte en signo de gracia: el jubileo eterno del alma redimida, libre de toda deuda y reconciliada con Dios.

De este modo, Isidoro presenta las tres medidas —olimpíada, lustro y jubileo— como símbolos de la purificación cíclica del tiempo. En el pensamiento del santo, tanto el calendario de los pueblos paganos como las instituciones religiosas hebreas encuentran su plenitud en la visión cristiana del tiempo como historia de salvación: cada ciclo temporal no es simple repetición, sino un retorno ascendente hacia la eternidad.

38. Sobre los siglos y las edades

San Isidoro de Sevilla dedica este capítulo a explicar la relación entre los siglos (saecula) y las edades (aetates), conceptos que combinan la medida del tiempo histórico con una visión teológica del devenir humano. Define el siglo como un conjunto de generaciones que se suceden unas a otras; su nombre proviene del verbo sequi, “seguir”, pues un siglo desaparece mientras otro le sucede. Algunos lo identifican con un período de cincuenta años, siguiendo la tradición hebrea del jubileo, y otros con el tiempo completo de una generación.

Isidoro refiere una curiosa práctica hebrea: cuando un siervo, por amor a su señor o a su familia, decidía permanecer en servidumbre más allá del tiempo legal, se le perforaba una oreja como signo de fidelidad perpetua, y ese servicio duraba “un siglo”, es decir, cincuenta años. Este ejemplo introduce el sentido moral del tiempo en su pensamiento: el siglo no es solo una medida temporal, sino un marco de vida y compromiso humano, una unidad de existencia en el servicio a Dios o al prójimo.

El término edad se usa, explica Isidoro, como equivalente a un siglo o a una agrupación de varios siglos. También puede referirse a cualquier lapso prolongado —de siete, de cien años o incluso más—, pero su sentido más profundo es el de un tiempo que abarca una fase completa dentro del orden del mundo. El autor aclara que “edad” proviene de aevitas, palabra emparentada con aevum, que significa “tiempo sin límite”, semejante a la eternidad (aiōn en griego). En el lenguaje cristiano, aevum designa la duración de las cosas creadas, que no son eternas como Dios, pero tampoco sometidas al cambio inmediato, como el alma o los ángeles.

Isidoro distingue dos sentidos del término edad: puede referirse a las etapas de la vida del hombre —infancia, juventud, madurez y vejez—, o bien a las edades del mundo, que representan los grandes períodos de la historia sagrada. Según la cronología bíblica, el mundo se divide en seis edades:

  1. La primera, desde Adán hasta Noé;

  2. La segunda, de Noé hasta Abraham;

  3. La tercera, de Abraham hasta David;

  4. La cuarta, desde David hasta la cautividad de Babilonia;

  5. La quinta, desde la emigración de Babilonia hasta la venida de Cristo;

  6. Y la sexta, que comenzó con la Encarnación del Salvador y durará hasta el fin del mundo.

Este esquema expresa la convicción de que la historia humana es lineal y providencial, no cíclica como en la tradición pagana. Cada edad marca un avance hacia la redención final, donde el tiempo mismo alcanzará su plenitud.

Isidoro añade una reseña historiográfica: menciona a Julio Africano, quien fue el primero en organizar las edades del mundo y los reinos de la historia en un relato coherente bajo el reinado de Marco Aurelio Antonino. Luego alaba la obra de Eusebio de Cesarea y San Jerónimo, que compusieron amplias crónicas que ordenaban los acontecimientos por reinos y épocas. Después, otros autores —como Víctor, obispo de Tunnuna— continuaron la labor, extendiendo las crónicas hasta los tiempos del emperador Justino el Joven.

Finalmente, Isidoro afirma haber realizado su propio resumen de la historia universal, desde la creación del mundo hasta el reinado de Heraclio y Suintila, rey de los godos, colocando los hechos en orden descendente para calcular el tiempo total transcurrido desde el origen del mundo. Con ello, demuestra que la cronología no es para él mera erudición, sino una teología del tiempo: conocer la sucesión de los siglos y edades es comprender el plan de Dios en la historia, el paso de la humanidad desde el origen hasta su destino final.

39. Sobre la división de los tiempos

En el capítulo final del libro V de las Etimologías, San Isidoro de Sevilla presenta una historia universal ordenada por edades, desde la creación del mundo hasta su propio tiempo. Este texto constituye uno de los primeros intentos sistemáticos de cronología universal cristiana, donde el tiempo sagrado (el plan divino) y el tiempo histórico (los acontecimientos humanos) se integran en una misma visión providencial.

Isidoro divide el devenir del mundo en seis edades, siguiendo el modelo agustiniano, según el cual la historia de la humanidad refleja la vida del hombre: infancia, juventud, madurez y vejez. Cada edad culmina en un acto divino decisivo y prepara la venida de Cristo, que inaugura la última etapa antes del fin de los tiempos.

Primera edad

Comienza con Adán y se extiende hasta el diluvio universal. Es la edad de la creación y de los patriarcas antediluvianos. En ella, Isidoro enumera con precisión los años vividos por cada descendiente de Adán —Set, Enós, Caín, Mahalaleel, Jared, Enoc, Matusalén y Lamec—, hasta llegar a Noé y al castigo del diluvio, ocurrido, según su cómputo, en el año 2242 desde la creación del mundo. Esta edad representa la infancia de la humanidad, marcada por la inocencia primitiva, pero también por la caída y el castigo divino.

Segunda edad

Abarca desde el diluvio hasta el nacimiento de Abraham. Es la etapa de la dispersión de los pueblos y de la fundación de las primeras civilizaciones tras la construcción de la torre de Babel. En este período —que concluye en el año 3184—, Isidoro registra la genealogía de Sem y sus descendientes: Arfaxad, Salé, Héber, Fáleg, Ragau, Sarug, Nacor y Taré. Es también el tiempo en que surgen los imperios de Asiria y Babilonia, y el hombre comienza a organizar la vida social y política. Corresponde a la juventud del mundo, en que la humanidad aprende a multiplicarse y a dividirse, a dominar la tierra y a caer en la idolatría.

Tercera edad

Va desde Abraham hasta David (año 3915). En ella se establece la alianza divina con los patriarcas, se desarrolla la historia de los hebreos y se inicia el pueblo de Israel como nación escogida. Isidoro detalla los nacimientos de Isaac, Jacob, José y Moisés, la salida de Egipto y la conquista de Canaán bajo Josué. Es la edad de la ley mosaica y del gobierno de los jueces, que culmina con la instauración de la monarquía por Saúl y David. A nivel simbólico, representa la madurez de la fe, en la que el hombre, guiado por Dios, recibe la ley escrita y el modelo de obediencia.

Cuarta edad

Desde David hasta la cautividad de Babilonia (año 4609). Es la edad de los reyes de Israel y Judá, de los profetas y del esplendor del templo de Jerusalén. Isidoro menciona la sabiduría de Salomón, las divisiones del reino, la decadencia moral del pueblo y las invasiones extranjeras que culminan con el exilio. En este período florecen los grandes profetas: Isaías, Elías, Eliseo, Jeremías y Ezequías. Simbólicamente, representa la vejez activa de la humanidad, que, habiendo recibido la ley, se debate entre la fidelidad y el pecado.

Quinta edad

Desde la cautividad de Babilonia hasta el nacimiento de Cristo (año 5117). Es la era de la restauración del pueblo judío, de los profetas menores y de la aparición de la filosofía griega. Isidoro registra los reinados de Ciro, Darío, Jerjes y los sucesores persas; el auge de Atenas con Sócrates, Platón, Aristóteles y Demóstenes; y la expansión de Alejandro Magno. Luego, con los Ptolomeos y los Seléucidas, se funden Oriente y Occidente. Culmina con el dominio de Roma bajo Julio César. Esta edad es el preludio de la redención: la razón humana alcanza su mayor esplendor justo antes de la revelación divina.

Sexta edad

Comienza con Cristo y llega hasta los días del propio Isidoro, es decir, hasta el año 5857 desde la creación, en tiempos del rey visigodo Recesvinto (año 696 de la era hispánica). En ella Isidoro resume la historia del Imperio romano y de la Iglesia: desde Octavio Augusto hasta Heraclio, pasando por Tiberio, Nerón, Constantino y los emperadores cristianos. Registra los concilios de Nicea, Calcedonia y Constantinopla, las herejías, los mártires, los Padres de la Iglesia —Jerónimo, Agustín, Ambrosio— y la conversión de los pueblos bárbaros.

Esta sexta edad es la edad de la gracia, iniciada con la Encarnación y destinada a prolongarse hasta el fin del mundo. Isidoro concluye con humildad: “Cuánto tiempo resta de esta sexta edad, sólo Dios lo sabe”.


Conclusión

El Libro V de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, dedicado a las leyes y los tiempos, constituye una síntesis magistral entre el saber jurídico, natural y teológico del mundo antiguo y la visión cristiana de la historia. En él, Isidoro muestra que tanto el orden de las leyes —divinas y humanas— como el curso del tiempo —desde los días y las estaciones hasta los siglos y edades— responden a una misma armonía establecida por Dios. La ley rige la conducta del hombre, y el tiempo rige el movimiento del cosmos; ambos son reflejo del orden providencial. Así, este libro convierte el conocimiento del derecho y de la cronología en una contemplación del designio divino que gobierna la creación y conduce la historia hacia su plenitud en Cristo.

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