La Apología de la que escribe de Marie de Gournay es mucho más que un alegato personal: es una radiografía lúcida y valiente de la fragilidad humana frente a la calumnia, la fortuna y la traición. Con un estilo que mezcla la erudición clásica, la experiencia íntima y la denuncia social, Gournay convierte su defensa en un espejo donde se reflejan los vicios y flaquezas de su tiempo: el culto a la apariencia, la inconstancia de los amigos, la frivolidad de la corte y la injusticia hacia quienes no tienen más riqueza que la virtud. Leer este texto es asistir a la voz de una mujer que, acosada por rumores y abandonos, no se resigna a callar y eleva su palabra como un acto de justicia y de memoria. Es una obra que interpela, porque nos obliga a preguntarnos: ¿qué valor damos hoy a la amistad, a la verdad y a la dignidad cuando la adversidad desnuda los corazones?
Apología de la que escribe
Primera parte
Reputación
Por un lado, la autora reconoce que el celo por la reputación es un don natural, útil como guía y como correctivo de la conducta, ya que orienta al ser humano hacia la prudencia, la honestidad y la virtud. Pero, al mismo tiempo, denuncia que ese mismo celo abre la puerta a la vulnerabilidad frente a las “lenguas”: la murmuración, la calumnia, la crítica injusta y el rumor. Es decir, el ser humano se vuelve esclavo no solo de su semejante, sino de la parte más baja y destructiva de él, aquella que actúa con ligereza, frivolidad y malicia.
Calumnia
El maldiciente no reconoce al próximo ni la excelencia ni la relevancia ni dejar de criticar lo que desconoce. Nunca se atribuye a sí mismo nada malo.
Pide Marie de Gournay que se levanten aquellos juicios que tenían sobre ella. No ha querido ella insultarlos al estilo de Sócrates quien no discutía con necios o como Demetrio que no se altera por un necio más que se alteraría por sus pedos (Nos dice que se siente obligada a hablar en sus propios términos).
Defensa contra la calumnia
Reconoce que solo una firmeza de espíritu extraordinaria, como la de Sócrates, podría mantenerse siempre imperturbable frente a las críticas y acusaciones. La mayoría de las personas, incluso las virtuosas, no logran desentenderse de ellas, pues la virtud misma se paga “a alto precio” y, cuanto más se valora, más duele ver cómo se mancilla por rumores o acusaciones injustas.
Para reforzar su argumento, cita dos autoridades: Salomón, que en Proverbios compara la calumnia con un mal que “seca los huesos” y debilita la sabiduría; y Aristóteles, quien calificaba la vergüenza como el peor de los males externos. Estas referencias le permiten situar su experiencia personal en el marco de una tradición que reconoce el poder devastador de la difamación sobre la integridad moral.
Recurre a una imagen natural: el armiño, animal que prefiere morir antes que manchar su blanco pelaje, y que incluso teme más el juicio de sus pares que la propia muerte. Con esta metáfora, Gournay ilustra la dimensión universal de la vergüenza: no es solo un sentimiento humano, sino un instinto tan profundo que hasta los animales parecen reconocerlo. La calumnia, entonces, no es un mal menor, sino un monstruo que hiere la dignidad en lo más esencial.
Primero recuerda que Platón aconsejaba a los ciudadanos no despreciar la fama, es decir, no considerarla algo indiferente, sino un bien digno de cuidado. Luego introduce la figura ejemplar de Eleazar, el anciano sacerdote judío narrado en el Segundo Libro de los Macabeos, quien prefirió aceptar la tortura y la muerte antes que exponerse siquiera a la sospecha de haber quebrantado la Ley mosaica comiendo carne de cerdo.
Lo notable es que, según el relato, sus propios amigos le ofrecieron un subterfugio: reemplazar la carne prohibida por otra semejante, de modo que públicamente pareciera que obedecía al tirano, pero sin violar en verdad su conciencia. Eleazar rechazó esa salida porque lo que estaba en juego no era solo la pureza de su práctica religiosa, sino también la murmuración y el juicio público. La sola apariencia de haber cedido habría bastado para manchar su ejemplo y escandalizar a otros.
La fortuna —o más bien, la falta de ella— condiciona la reputación y el trato social. La autora sostiene que quienes padecen desgracia, enfermedad o vejez rara vez son estimados. En un mundo donde se valora la apariencia del éxito, la mala fortuna se convierte en una mancha que eclipsa cualquier mérito verdadero.
Gournay ilustra esta dinámica con su propia experiencia: cuando las cosas parecían marchar mejor en su vida, tuvo amigos y reconocimiento; pero apenas desapareció esa ilusión de prosperidad, muchos de esos mismos conocidos se alejaron. Peor aún, para justificar su abandono, se vieron en la necesidad de desacreditarla, reduciendo a “patraña o nada” las virtudes que en otro tiempo le reconocieron. Así, el descrédito se alimenta de falsos amigos y de la complicidad de un entorno que prefiere la murmuración antes que la justicia.
La grandeza verdadera se manifiesta en el amigo que permanece en la desgracia. Si alguien se mantiene sereno, sin reclamar apoyos, su virtud resplandece con más fuerza que la debilidad del “desertor”. Al usar esta palabra, “desertor”, Gournay marca el carácter traidor de quienes abandonan al otro por conveniencia, mostrando que la verdadera medida de la amistad y la virtud no se da en la prosperidad, sino en la adversidad.
Sociedad
Gournay se pregunta que tipo de sociedad y época es esta en que se pasa de lo particular a lo general, se tiene en estima lo material y se desprecia a la persona. Quien mide a los demás solo por la fortuna revela que no posee verdadera virtud propia. En efecto, si la estima que se otorga a alguien depende exclusivamente de sus bienes, posición o éxito, entonces el que otorga esa estima también se muestra como dependiente de la Fortuna. Es un “pobre hombre”, porque carece de criterios más altos —como la virtud, la sabiduría o la constancia— y se limita a reflejar el vaivén de la suerte externa.
Quienes hoy la han abandonado fueron antes los mismos que la colmaron de elogios y frecuentaron su casa mientras pudieron creerla próspera. Incluso recibieron beneficios y favores de su parte, por lo que ahora no pueden justificar su alejamiento alegando que “la conocieron mejor” y se decepcionaron. Esa excusa, dice, no es más que un disfraz piadoso de su propia deslealtad.
Al citar la sentencia: “Quien desee abandonar a un amigo buscará la ocasión para hacerlo: será reprobado para siempre”, Gournay da un paso más: convierte su experiencia particular en una lección universal sobre la traición. Quien abandona a un amigo no lo hace por descubrir un defecto, sino porque necesita un pretexto, y ese acto lo marca para siempre con la reprobación.
Con ironía concede al amor, por costumbre, el privilegio de justificarse con la divisa “tanto más, en todo lugar”. Pero cuando se trata de relaciones de amistad, virtud u obligación, la traición no puede excusarse ni en el amor ni en la costumbre: solo en la necedad y la cobardía. Así, el alegato termina reafirmando su dignidad frente al abandono, y denunciando a los desertores como saqueadores de amistades y enemigos de la virtud.
Señala que muchos, al alejarse de alguien en desgracia, intentan revestir su deserción con excusas que aparentan solidez y sinceridad. Otros, incluso, exhiben su apariencia de seriedad —la barba, los gestos, la pose externa— para hacerse pasar por personas perspicaces y juiciosas ante el mundo. Pero detrás de esta máscara, denuncia Gournay, se oculta una verdad amarga: muy pocos están dispuestos a reconocer que el deber y la buena fe nos obligan especialmente hacia los desafortunados.
La autora va más allá: afirma que la mayoría de la gente —tres cuartas partes del género humano, o al menos de los franceses de su tiempo— tiene un sentido del deber tan ridículo que la ingratitud y la perfidia no se consideran vicios castigables, sino incluso virtudes sociales. En este ambiente, el ingrato y el falso son reputados como hombres “galantes”, es decir, refinados y aceptados en los círculos mundanos. De este modo, quien sufre la ofensa queda doblemente desarmado: no solo padece el abandono, sino que además ve que el traidor recibe aprobación en lugar de censura.
A la víctima solo le queda “lanzar sus quejas al viento”, un desahogo impotente que no cambia su situación. El deber y la justicia, que deberían ser un escudo, se reducen apenas a la estrategia de esquivar golpes.
Con respecto a aquellso que se consideran como locos o temerarios, Marie no les presta atención, pues hablan sin conocimientos ni reflexión. Es decir, pueden confundir “una marta con un zorro”, es decir, no tienen criterio ni instrucción, y su odio los ciega.
Pero frente a quienes sí la han frecuentado, Gournay afirma con fuerza que no podrían, ni aun deseándole mal, tacharla de falsa, superficial, negligente en sus deberes, imprudente en sus compañías o deshonesta en su conducta. Deja claro que su vida ha sido marcada por la inocencia, la decencia y la rectitud. Su defensa no es solo un alegato personal, sino también un intento de fijar para la posteridad la verdad de su carácter.
Ella admite, sin embargo, tres rasgos: ser sensible, firme y vehemente. Reconoce que estas cualidades pueden parecer espinosas para algunos, pero reivindica su valor: en un alma iluminada por la razón, estas no son defectos, sino semillas de virtudes que benefician a la sociedad. Por otro lado, reconoce ser buena amiga, nadie podría tener una mala relación con ella, ni siquiera aquellos quienes los acusan. Si tales verdades fueron tales antes, con mayor razón lo serán ahora. Esto porque las personas que no suelen guiarse por la razón se empeñan por sus propias fuerzas en los mismo propósitos, comienzan a envejecer y con ellos su juicio. En cambio, las personas que se dedican al ejercicio de la razón, todos sus defectos físicos y mentales se enmiendan.
Hay un reproche que Marie identifica y es aquel que hizo al tratar de retenerlos para estar con ellos. La autora señala que la verdadera amistad no se sostiene con el interés, porque si bien un amigo solo tiene interés, solo lo ligara un vínculo de deber, no de amistad verdadera. Un amigo por interés, no es otra cosa que un esclavo, un adulador a sueldo que no quiere la compañía. Estos siempre aparentan erudición.
Sin embargo, no la tienen. Marie nos dice que la prueba para verificarlo sería encerrarlos en un cuarto con un libro de Tácito y que redacten cierto texto de acuerdo con el filósofo. No podrían porque necesitarían de más libros para redactar su propio pensamiento. No son originales, no tienen la autenticidad de los autores que escriben.
El mito de la amistad
Relata que en los tiempos antiguos la amistad irradiaba felicidad por el mundo, pero la adulación, imitándola falsamente, intentó ocupar su lugar incluso en la mesa de Júpiter. Para evitar esa confusión, los dioses dispusieron que la verdadera amistad siempre viniera acompañada de la adversidad, ya que la adulación no puede soportarla. La idea es clara: la amistad auténtica se reconoce porque permanece en la desgracia, mientras que la adulación huye cuando desaparece la prosperidad.
En lo personal, Gournay confiesa no arrepentirse de haber intentado retener a algunos falsos amigos, porque aunque no mostraron virtud verdadera, los veía en camino hacia ella. Le duele que su inteligencia haya sido usada más para disimular defectos que para corregirlos, pero aún así reconoce su potencial. La distinción entre saber y vivir conforme al saber refuerza su crítica: el conocimiento sin práctica no tiene valor.
Nadie puede considerarse verdaderamente virtuoso si no desea esa misma virtud en los demás —amigos, vecinos o incluso extraños—. La auténtica virtud no es egoísta: su primera cualidad es querer que reine en el mundo entero. Por eso, quien solo la practica en sí mismo y no la ama en el prójimo, en realidad no es virtuoso, sino ambicioso.
Con apoyo en las palabras de Cristo (“los que hacen la voluntad de Dios son mi madre y mis hermanos”), Gournay refuerza la idea de que la verdadera hermandad se funda en la virtud compartida. De allí que su mayor “venganza” contra los desertores no sea la ira, sino la certeza de que cuando intentó retenerlos, lo hizo porque supo reconocer sus méritos más que ellos los suyos. Al declararse capaz de no haberles imputado descrédito en una situación inversa, reafirma su rectitud moral y su superioridad ética sobre quienes la abandonaron.
Quelonis, esposa e hija de reyes espartanos, que en una guerra civil se unió a su padre Leónidas vencido, pero cuando la Fortuna lo liberó y cambió el rumbo, retornó con más fuerza al lado de su esposo Cleómbroto. Este relato ilustra que la fidelidad y el afecto verdadero no desaparecen, sino que se manifiestan con mayor vigor tras la adversidad. Así, Gournay deja una última enseñanza: la verdadera amistad y la verdadera virtud se prueban en las pruebas, en la desgracia, y renacen más puras cuando cambia la Fortuna.
Cita a Flaminio, quien se apartó de los demás para socorrer a quienes lo necesitaban, y recuerda la gran peste de Atenas, donde murieron sobre todo personas honorables, pues sentían vergüenza de abandonar a sus amigos en la desgracia. Con ello subraya una idea central: solo la virtud heroica resiste la tentación de huir cuando la adversidad golpea a un amigo.
Gournay reconoce que todos somos tentados a escapar de la aflicción ajena, pero quienes permanecen fieles en esos momentos son los verdaderos virtuosos. Al contraponer esta fidelidad con los “fraudulentos y falsos benevolentes” que la dejaron sola, convierte su queja en un juicio moral: los que desertan muestran su miseria, mientras que los pocos que permanecen junto a ella —a quienes alaba expresamente— encarnan el candor, la religión y la verdadera benevolencia.
Adversidad
La adversidad revela la verdad del ser humano. Mientras la prosperidad enmascara los corazones y obliga a los demás a representar una farsa de cortesías, respeto y apariencias, la desgracia desnuda la naturaleza de las personas. El afortunado nunca llega a ver con claridad a sus semejantes, porque siempre encuentra a su alrededor interés, halagos y disimulos. El desafortunado, en cambio, se convierte en un testigo privilegiado: al no inspirar esperanza ni temor, descubre el verdadero rostro del género humano.
De ahí que Gournay reivindique el valor de la adversidad. Aunque dolorosa, permite conocer quiénes son los amigos de verdad y quiénes solo eran cómplices de la Fortuna. La prudencia que nace de esta experiencia enseña que la fidelidad, la benevolencia y la rectitud solo se aprecian plenamente en la desgracia. El infortunio, entonces, se convierte en un revelador moral: desnuda los corazones y expone la farsa social que protege al poderoso.
Afirma que el afortunado apenas percibe una fracción de la perfidia y la malicia del mundo, porque la prosperidad actúa como un velo que suaviza la mirada. El infortunado, en cambio, queda expuesto a toda su crudeza: la cobardía, la ingratitud y la ligereza de las gentes, que no solo lo abandonan sino que lo culpan por quejarse.
Su crítica es fuerte: en su tiempo —dice— se cree que quien no sabe vengar una injuria merece todas las que recibe, y que incluso la queja justa es un vicio. De este modo, la sociedad convierte la debilidad en culpa, negando a los desfavorecidos el derecho a la generosidad y al coraje, virtudes reservadas, según la opinión común, solo a los poderosos. En este marco, la queja del débil es tachada de nimiedad, su indignación de ridícula, y su resentimiento de enfermedad del ánimo.
Gournay denuncia que estas actitudes no provienen de una prudencia verdadera, sino de espíritus “groseros y de baja ley”, incapaces de distinguir entre lo justo y lo injusto. Al despreciar el coraje del débil, aumentan la ignominia del injusto y convierten la virtud en un objeto de burla. Lo hacen, además, movidos por interés: quienes se mofan del sufrimiento ajeno son los mismos que aprovechan los favores y recursos de los demás como si fueran “vacas lecheras”.
Lo pernicioso del género humano
Una de las cosas que abrió los ojos a Narie con respecto a la adversidad, es el carácter pernicioso del ser humano. un juez, al ser advertido de que el anciano condenado a pagar el impuesto de los plebeyos era en realidad un gentilhombre, responde con frialdad: «Bien lo sé, pero él es pobre».
Cita al autor del Guzmán de Alfarache, obra picaresca escrita por Mateo Alemán, a quien describe como un hombre docto, sagaz conocedor de la vida humana y suficientemente honesto como para haber experimentado en carne propia la miseria.
El pasaje que recoge es estremecedor: el pobre virtuoso es presentado como una moneda que no circula, un desecho social, objeto de burla y sospecha constante. Nada de lo que hace se interpreta con benevolencia: si aconseja, lo murmuran; si obra con virtud, lo acusan de engaño; si comete una falta leve, lo llaman blasfemo. Vive marginado, despojado de sus derechos, sin ayuda ni consuelo, y reducido a esperar una recompensa en la otra vida por las afrentas de esta. La metáfora final —el pobre virtuoso como carne muerta comida por perros— muestra crudamente cómo la sociedad convierte al desdichado en presa de los necios.
Gournay subraya además otra enseñanza de Alemán: la corrupción llega hasta el mismo hogar, donde los pobres y virtuosos deben servir a criados malos, mientras los ricos y viciosos son servidos por buenos criados. La balanza social está tan invertida que nunca se da el “milagro” de que un rico sea tonto o un pobre sea sabio a ojos del mundo.
Las mujeres eruditas eran tachadas de “descerebradas”, sobre todo en ambientes cortesanos. Frente a ello, confiesa con ironía que decidió relegar su “leve ciencia” para intentar, al menos, ganar reputación de sentido común. Pero inmediatamente muestra que ni siquiera esa estrategia podía salvarla, porque lo que de verdad pesó contra su nombre no fue su saber, sino la revelación de su pobreza: mientras su fortuna se mantuvo oculta, el “viento popular” le era favorable; cuando salió a la luz su escasez de recursos, vinieron el desprecio y el abandono.
Aquí introduce un paralelismo histórico: al declive del Imperio romano lo acompañó la pérdida de su dignidad, porque el amor desmedido por la riqueza corrompió sus cimientos. La dignidad dejó de medirse por las virtudes y se empezó a medir por el monedero, exactamente lo que, según ella, ocurre en su propio tiempo. La cita final de los versos lo resume: la gloria y el reconocimiento ciudadano ya no dependen de la virtud, sino de la riqueza.
Ciencias
En cuanto a las ciencias y las letras, o intenta justificar aquí el valor de las letras y las ciencias, sino que se pregunta por qué, si no se le concede el lugar de sabia, tampoco se le deja disfrutar tranquilamente del “pasaporte de la ignorancia”. Su queja es clara: tanto su supuesta erudición como su supuesta ignorancia sirven por igual de motivo de burla.
Con un tono entre irónico y resignado, recuerda que aprendió latín de manera autodidacta, cotejando traducciones con los textos originales, sin maestros, sin manuscritos, sin acceso a los saberes “oficiales” que daban prestigio. Y aunque logró algo tan notable, se reprocha a sí misma no dominar la gramática con precisión, no hablar con seguridad, no tener griego ni hebreo, ni conocimientos de lógica, física, metafísica o matemáticas, ni siquiera coleccionar medallas antiguas, objeto de moda entre los eruditos de su tiempo. Es decir, frente a los doctos de academia, se presenta como una “sabia incompleta”, vulnerable a la mofa.
El clímax llega con su súplica: que se le permita, al menos, descansar en un lugar definido, sea entre doctos, ignorantes, humanos o bestias, en vez de estar siempre en medio, objeto de crítica por ambas partes. Y remata con un giro cómico-filosófico al evocar a Aristipo, quien, frente a una dificultad lógica, respondió: “¿Por qué voy a desatar esta dificultad, si atada me estorba?”. Así, se compara a sí misma con quien no necesita resolver lo insoluble: su falta de lógica formal se vuelve aquí un argumento de ingenio.
Reconoce que, además de ser mujer estudiosa —ya un motivo de burla en su tiempo—, se la señalaba por practicar una disciplina considerada “locura”. Sin embargo, su defensa no es ingenua, sino bien construida.
Primero, relativiza el juicio de locura: recuerda que emperadores, reyes y grandes sabios se han interesado en la alquimia, lo que basta para demostrar que no es una práctica marginal ni absurda. Luego señala un punto más profundo: es un error juzgar como insensato aquello cuyos secretos permanecen ocultos. La alquimia, aunque no entregue resultados visibles a todos, contiene un valor en sí misma como investigación cuidadosa de la naturaleza.
Valor de la alquimia
Gournay muestra tolerancia a la alquimia. Nos dice que siempre es valedera siempre que se cumplan dos condiciones:
- Quien la cultive evite los grandes dispendios, es decir, no arruinar sus bienes ni comprometer la seguridad presente en nombre de una promesa incierta del futuro
- Que no piense que ganará millones y millones como dicen que ese arte promete
Reconoce que la práctica de este arte fue vista con recelo y que su coincidencia temporal con la merma de sus recursos dio pie a que la “cháchara mundana” la señalara como culpable. Pero Gournay insiste: la alquimia fue accesoria, no la causa real de su infortunio.
Su defensa se articula en tres niveles:
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La verdad como principio moral: afirma que no puede callar ni falsear, aunque le perjudique. Reivindica que nunca ha mentido, salvo para evitar disputas, y presenta sus confesiones como prueba de su sinceridad.
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El desglose de gastos: ofrece una explicación detallada, casi contable, de lo invertido en la alquimia. Reconoce un gasto mayor el primer año —porque era inexperta y porque la instalación era más costosa—, seguido de siete años en que cada operación suponía entre 100 y 120 escudos. Después, los costos se redujeron drásticamente a dos o tres escudos anuales gracias a un horno prestado.
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El equilibrio con la austeridad personal: explica que, para compensar esos desembolsos, restringió otros gastos propios de su condición social, de modo que lo invertido en la alquimia fue absorbido por ahorros en otros ámbitos. Concluye que, en términos reales, la alquimia no le costó nada, pues el sacrificio fue voluntario y equilibrado.
Todo esto lo puede corroborar su compañera de 50 años de vida, Nicole Jamin, su dama de compañía.
Calumnias en cuanto a personas
Señala que se la acusó de tener un paje, de poseer muebles ricos, de mantener una mesa opulenta o incluso de tener varias damas de compañía. Frente a estas habladurías, responde con detalle: solo tuvo una dama de compañía por necesidad y, en una ocasión, contrató a una joven que tocaba el laúd, no por lujo, sino para aprender algunas canciones y aliviar su tristeza. Estuvo con ella apenas ocho meses antes de devolverla con su madre. Si en ocasiones se la vio acompañada de alguna dama, fue por deber o piedad, sin que mediara sueldo ni ostentación.
Con honestidad también admite que, a veces, tuvo dos lacayos, lo que reconoce como exceso motivado por la vanidad juvenil. Pero incluso allí introduce una justificación: tenía múltiples asuntos y, por tanto, la presencia de ambos estaba bien empleada. Esta confesión es clave, porque en vez de presentarse como irreprochable, se muestra humana y transparente, lo que refuerza la autenticidad de toda su defensa.
Se defiende de la acusación de llevar una vida ostentosa, respondiendo con minuciosidad casi doméstica. Afirma que, lejos de tener una “mesa opulenta”, rara vez invitaba a una o dos personas, y siempre de manera sobria. Su estilo de vida fue marcado por la frugalidad: un lecho de lana en cualquier estación, tapicería liviana y mobiliario simple, con la única excepción de unos quinientos escudos que admite haber gastado con excesiva generosidad en ocasiones puntuales.
Se detiene también en justificar el uso de un carruaje, explicando que no era un lujo, sino una necesidad en la París de su tiempo, tanto por las distancias como por la suciedad de las calles. Además, recuerda que la presión social hacía del carruaje un requisito casi obligatorio para las mujeres de cierto rango: no tenerlo era motivo de vergüenza. De este modo, lo que podía parecer boato era, en realidad, una imposición del contexto social.
La autora no solo denuncia la calumnia, sino que señala su origen: otras mujeres, bellas en su juventud y acostumbradas a buscar el favor de los poderosos, difundieron esos rumores para desacreditarla. Con tono firme, Gournay subraya que, a diferencia de ellas, rechazó riquezas ofrecidas incluso de manera digna, reservándolas para quienes realmente las necesitaban.
Ser acusado de mal gobierno doméstico no es una mancha menor, sino una deshonra total. La prudencia en la administración del patrimonio es, para ella, una prueba básica de humanidad. Quien no sabe preservarlo, afirma, no merece ni el título de ser humano. Así, la calumnia sobre su supuesta ostentación no es solo una injusticia contra su persona, sino un atentado contra su dignidad moral más profunda.
No solo denuncia que las calumnias dañan su honor, sino que muestran un efecto mucho más amplio: la privan de su sustento y, con ello, también impiden que ella pueda hacer el bien a otros gracias a su natural inclinación a la piedad. En otras palabras, la maledicencia no solo la hiere personalmente, sino que perjudica a terceros que podrían beneficiarse de su generosidad si su fortuna no hubiese sido quebrantada por esos rumores.
Reconoce, además, su desengaño: ya casi ha perdido la esperanza de recibir ayuda real, pues los charlatanes le han arrebatado la estima de “las gentes de honor” que podrían interceder ante los reyes. Esta es una confesión importante, porque revela que su defensa pública no es simple vanidad, sino una lucha por sobrevivir con dignidad en un contexto donde la reputación decide la protección y el sustento.
Con lucidez, Gournay añade que, en principio, querría despreciar las habladurías y no dignarse responderlas, pues nadie que destaque está libre de chismes vulgares. Pero también admite que cuando esas habladurías pueden arruinar a alguien —como en su caso— dejan de ser simples palabras y se convierten en un instrumento de destrucción social. De ahí su amarga ironía: vivir con más reputación que el vecino no significa tener más valor, sino agradar a más locos y a menos sabios, salvo que un accidente fortuito haga al pueblo “más dichoso que prudente” en la distribución de la fama.
De algún modo, se consuela al pensar que quienes la critican al menos la consideran lo bastante sólida y con aspiraciones de gloria como para creer que prefiere sufrir sus chismes antes que imitar sus malos ejemplos. Podría, dice, extinguir en parte esas calumnias si decidiera amoldarse a los gustos del vulgo, pero para ella ese “precio” sería una pérdida moral. Aunque confiesa que ciertas circunstancias patrimoniales la han obligado a adaptarse en parte a lo mundano, sostiene que no renuncia a sus principios.
Cita a Ronsard para reforzar su punto: quienes solo poseen cuerpo aceptan con gusto las tareas mundanas, mientras que quienes tienen espíritu las rechazan. En su época, se rechazan la solvencia y la fortaleza de carácter, y en el caso de las mujeres, este rechazo llega al ultraje, salvo que estén protegidas por linaje o riqueza. Denuncia así el modelo degradado que se impone al sexo femenino, inferiorizado incluso respecto al masculino, que a su vez está ya en franca decadencia, especialmente en la corte.
La sentencia final es lapidaria: “La censura perdona a los cuervos y sacude a las palomas”. Es decir, los poderosos y corruptos son tolerados, mientras los débiles y justos son golpeados. Aun así, Gournay reconoce que no todo ha sido abandono: menciona a Carlos I de Gonzaga-Clèves, duque de Nevers, como su primer defensor en la corte, un príncipe cuya gloria natural no dependía de su linaje ni de su ducado, sino de su virtud personal.
Marie de Gournay sostiene que el valor de una persona se revela tanto en los amigos que elige como en los enemigos que suscita. Los reproches de los “bufones” que la atacan, lejos de ser una mancha, se convierten en prueba de su mérito, porque los malos siempre se sienten molestos ante la presencia de un alma buena.
Para reforzar esta idea, recurre a ejemplos clásicos y bíblicos: Diógenes, que prefería jugar con niños antes que gobernar con compañeros indignos; Homero, que mostró la bajeza de Tersites señalando que era odiado por Aquiles y Ulises; los santos de la Iglesia primitiva, que consideraban un elogio ser odiados por Nerón; y Aristóteles, que dedicó un altar a Platón con la inscripción de que “las almas impuras no pueden alabarlo sin ofender”. Todas estas referencias subrayan que la enemistad de los indignos es en sí misma un sello de honor.
De este modo, Gournay convierte la maledicencia en inversión de gloria: las calumnias que recibe, en vez de hundirla, desenmascaran la vileza de quienes las pronuncian y refuerzan su propia dignidad. La elección de amigos y enemigos se revela como una piedra de toque moral, y en ella, afirma implícitamente, su vida ha dado mejores pruebas que la de sus detractores.
utiliza la imagen del templo de Palas Atenea, con sus misterios reservados a los iniciados y otros abiertos al pueblo común, para establecer una analogía: también en la vida hay personas cuya valía solo puede ser reconocida por almas iluminadas, mientras que otras solo son admiradas por la multitud.
El ejemplo de Foción, el estadista ateniense, es revelador: se sintió perturbado y avergonzado al recibir un elogio del pueblo, hasta el punto de temer haber cometido un error. Ese gesto ilustra que las alabanzas del vulgo, lejos de ser un honor, pueden ser una señal de corrupción moral. De ahí la cita de san Jerónimo a Paulino: “los que más gustan al mundo desagradan a Jesucristo”, recordando que la aprobación masiva suele estar en contradicción con la verdadera virtud.
Gournay enlaza esta idea con su propio tratado sobre la incompatibilidad entre los espíritus elevados y los más bajos: la muchedumbre estima lo superficial, mientras que los espíritus verdaderamente grandes se reconocen a sí mismos sin necesitar el clamor público. Critica a los “personajillos ávidos de gloria” que viven esclavizados por la necesidad de ser comentados, incapaces de valorarse sin la aprobación del pueblo. Los llama “locas criaturas” que no aspiran a mérito alguno si no es refrendado por la voz ajena.
En contraposición, los verdaderamente orgullosos —y aquí se sitúa ella misma— saben que su grandeza se custodia en otro lugar, independiente de la aclamación o del escarnio. Estos no ocultan sus reveses ni adornan sus desgracias, porque saben que la muchedumbre está muy por debajo de ellos. En consecuencia, todo gesto artificioso de sofisticación, los “melindres, muecas y jerga” de los vanidosos, resulta repulsivo a las almas rectas.
Segunda parte
Causa de la pobreza
Su padre dejó la casa libre de deudas, pero su madre, durante las guerras de la Liga y la minoría de edad de los hijos, contrajo préstamos significativos, en parte por su afición a la construcción y en parte para sostener al hermano mayor en Italia y luego en la armada real. La madre esperaba razonablemente recuperar esos fondos mediante pagos atrasados y retenciones del Rey sobre rentas generales, de la sal y del clero. Sin embargo, al morir en 1591, las deudas pasivas tuvieron que ser saldadas y ello consumió los activos de ocho años completos.
Así, lo poco que quedaba —dos casas en París y algunos muebles— fue absorbido en el pago de esas deudas, quedando para Marie y sus dos hermanos menores apenas una renta anual de unas 2400 libras cada uno. La situación se agrava con el caso de otra hermana, que renunció a la herencia para recibir su dote matrimonial (ocho mil escudos, de los cuales solo mil estaban adelantados). Este hecho, dice Gournay, es prueba tanto de la precariedad familiar como de la injusticia de culparla a ella de un “gran quebranto”: si una hija renuncia a la herencia es porque entiende que gana con ello, y en efecto, su hermana obtuvo casi la mitad del patrimonio gracias a esa dote.
Si lo llevamos a cifras actuales, podríamos compararlo con un ingreso anual de unos 25.000 a 30.000 dólares (20 a 25 millones de pesos chilenos), es decir, un ingreso medio-bajo que permite subsistir pero que deja a la persona en clara vulnerabilidad frente a cualquier gasto extraordinario.
El contraste con la dote de su hermana es aún más significativo. Esta recibió unos 8.000 escudos, de los cuales solo 1.000 se adelantaron al momento del matrimonio. Esa dote equivalía a varios años de salario de un trabajador cualificado, y en términos actuales podría compararse con una suma cercana a los 200.000 a 250.000 dólares (180 a 220 millones de pesos chilenos). Es decir, mientras la hermana se aseguró un capital sólido y tangible al renunciar a la herencia, Gournay quedó con rentas reducidas y con la carga de sostener su vida intelectual en condiciones precarias.
Los gastos en alquimia, que fueron objeto de burla y calumnia, tampoco representan una ruina en términos reales. Ella misma reconoce que en su primer año gastó una suma considerable —unos 100 a 120 escudos por operación—, lo que equivalía a varios meses de salario de un obrero. En valores de hoy, serían alrededor de 6.000 a 10.000 dólares (5 a 9 millones de pesos chilenos). Sin embargo, Gournay subraya que esos gastos se redujeron drásticamente después, llegando a apenas dos o tres escudos al año, una cantidad mínima que en la práctica no afectaba su sustento.
Una vez liquidadas las deudas —especialmente la dote matrimonial de su hermana y las demás obligaciones heredadas— no solo desaparecieron las dos casas que formaban parte del patrimonio, sino que cada heredero debió aportar además cien escudos de su renta. Eso dejó a cada uno con apenas unas dos mil cien libras anuales de ingresos, una cantidad aún más reducida que la ya precaria de antes.
El problema se agravó porque parte de esas rentas futuras tuvo que ser vendida anticipadamente para pagar hipotecas, lo que significó una disminución todavía mayor del patrimonio disponible. Ella explica que, en su caso, la pérdida fue más dura que para sus dos hermanos menores. Durante los años de guerra, desde la muerte de la madre, había vivido de su propio bolsillo, sin gozar de los bienes familiares, mientras que sus hermanos lo hicieron “honorablemente de bolsillos ajenos”, es decir, con ayuda externa.
Patrimonio precario
Gournay afirma que sus hermanos pudieron sostenerse gracias a su intercesión y a su reputación. Ella, que asumió un rol casi maternal, cuidó de ellos y les brindó apoyo durante su juventud. En consecuencia, no solo soportó una mayor carga económica, sino también afectiva y social.
Nos dice que s muy difícil sostener la economía del hogar en tiempos de guerra, y más aún si tiene que hacerse pidiendo préstamos, pues los acreedores ya no creen en sus deudores. La suerte que tuvo de sus coherederos fue algo mejor que la suya, incluyendo el casamiento de la hermana más joven que se casó con el Señor de la Salle, de Cambrai, quien no cambió su suerte porque así se acordó en el contrato.
Gournay recuerda un momento doloroso: la muerte de su madre. Ella cuenta que, estando en Cambrai, Dios “quiso llamar” a su madre (es decir, que falleció). Entonces relata cómo tanto ella como sus hermanos fueron acogidos por familias nobles. Su hermano fue recibido en la corte del mariscal de Balagny, mientras que su hermana fue acogida por la esposa de este, Renée d’Amboise.
Pese a que el mariscal de Balagny y su esposa Renée d’Amboise tenían un entorno cortesano lleno de pajes (en el caso del mariscal) y de damas de compañía (en el caso de su esposa), lo que les daba excusas legítimas para no hacerse cargo de más personas, no solo recibieron a su hermana, sino también a ella misma. Esto para Gournay es un gesto extraordinario de generosidad, y por eso lo consigna con gratitud “al sepulcro” de la dama.
Gournay recuerda el proceso judicial en el Parlamento contra los herederos del señor de Chasteaupoissy, quienes intentaron deshacerse de una de las casas que habían comprado de la herencia de su familia. Ese litigio, dice, basta como prueba pública de las deudas y problemas económicos que arrastraba. Además, confiesa que por un mal negocio con sus coherederos —esperando recuperar parte de las rentas de los “ocho años de guerra”— terminó cargando sobre sí más pérdidas de las que le correspondían.
Por cierto, en el Antiguo Régimen francés, el Parlamento era ante todo un tribunal de justicia, no un órgano político en el sentido moderno. Para que un caso llegara hasta allí debía existir previamente una causa concreta: un juicio, un litigio o una demanda que se hubiera iniciado en instancias inferiores.
Los procesos comenzaban en tribunales menores —como los bailliages o sénéchaussées—, y si alguna de las partes no quedaba conforme con la sentencia, podía interponer apelación. Esa apelación era la que conocía el Parlamento, que actuaba como corte de segunda o última instancia. En otros casos, asuntos de gran envergadura, como herencias importantes o pleitos entre nobles, podían llegar directamente al Parlamento.
Afortunadamente, una buena amiga suya el ayudó a salir de esa crisis económica en la que se encontraba
También, gracias a los 1.200 escudos provenientes de la venta de la cuarta parte de la herencia de su hermano menor, el señor de Neufvy pudo sostenerse económicamente. Pero enseguida introduce la nota amarga: ese dinero solo existió porque él había muerto.
Luego menciona al hermano mayor, quien también falleció sin dejar hijos. Los pocos bienes que quedaron, una vez canceladas sus deudas privadas, se consumieron en un segundo viaje a Italia y Palestina. Aquí la autora marca una distinción: esas deudas eran personales, pero las deudas comunes de la familia tuvieron que ser asumidas por los hermanos menores, entre los que ella estaba incluida.
A continuación recuerda cómo se realizaron los repartos sucesorios, el pago de las deudas maternas y la renuncia de la herencia por parte de su hermana, la primera en casarse. Todo esto quedó registrado en una notaría (la de La Morlière) hacia 1596. Ese detalle le da un aire de precisión jurídica y documental a su relato, como si dijera: “lo que cuento no es invención, está escrito y puede comprobarse”.
Viajó a Guyena. Allí, su viuda y su hija la invitaron a acompañarlas en el duelo y compartir la herencia mutua que él había dispuesto. Sin embargo, ese vínculo también se quebró pronto, pues el padrastro murió tres años después de su primer encuentro con ellas. Y con ironía amarga, Gournay concluye que parece como si Fortuna se hubiera ensañado con ella, impidiendo que disfrutara por mucho tiempo de un bien tan valioso.
Nos dice que cualquiera que la hubiese tratado en esa época podría haber dudado de que su situación económica fuera tan mala como ahora la presenta. Esto porque, hasta entonces, aparentaba estar más tranquila, sostenida en la esperanza de recuperar ocho años de atrasos en las rentas que se debían a la herencia familiar. Esos atrasos eran, como lo dice expresamente, su única fuente de ingresos, pero finalmente se perdieron.
Además, agrega otra dificultad: su hermana, casada con una dote de ocho mil escudos pactada por la madre, debía haberse reconocido como heredera y no como acreedora de la sucesión. Sin embargo, en el reparto de bienes se la declaró acreedora, lo que implicaba que sus derechos se ejercieran en contra de la propia herencia, agravando las cargas de Marie.
Gournay califica de “burda calumnia” las acusaciones de que se había apropiado indebidamente de grandes sumas, como los “cincuenta mil escudos” que se le reprochaban. Y responde con ironía: ¿cómo podría haber malgastado tal fortuna si incluso su propia hermana, “hija de mi padre y de mi madre”, prefirió quedarse con sus ocho mil escudos de dote a costa mía? Es decir, hasta en su familia se hicieron arreglos que le resultaron en perjuicio.
Al mismo tiempo, aclara que nada de esto debe confundirse con otra hermana, a la que describe como “muy buena y virtuosa” y que era religiosa en Chantelou. Su condición de monja la excluía de la herencia y la mantenía al margen de estas disputas patrimoniales.
Publicación de las criticas
Hace una pausa reflexiva y se dirige directamente al lector para anticipar las críticas que su escrito puede suscitar. Ella sabe que los “lenguaraces” —es decir, los habladores, los maliciosos de su tiempo— no dejarán de comentar sus confesiones sobre herencias, deudas y dificultades. Reconoce que su narración se aparta de las “convenciones al uso”, es decir, de lo que era habitual que una mujer (y menos una escritora) dijera públicamente en esa época.
Ante ello, apela a la paciencia y pide comprensión. Dice que los sabios aprobarán su franqueza y lamentarán la necesidad que la obliga a publicar este alegato. Justifica su escritura no como un acto de vanidad ni de ostentación, sino como un intento de aliviar el corazón con la verdad. Mientras otros se defienden con astucia o arrogancia, ella lo hace con sencillez y honestidad.
Gournay nunca habría querido publicar todo esto, pero las calumnias se hicieron tantas que se vio en la necesidad de acallarlas. Por lo demás no tiene nada que perder con los charlatanes
Para reforzar su punto, introduce imágenes históricas y ejemplares. Recuerda al hijo de Creso, que aun siendo mudo gritó al ver a su padre en peligro: así ella, aunque de naturaleza y educación modesta, se ve obligada a alzar la voz. Luego evoca al anciano rey que, reducido y sin salida, sacrificó a su propio hijo para aplacar al cielo y conmover al enemigo: del mismo modo, dice, ella sacrifica su virtud más querida —la modestia— para defenderse de las habladurías.
Con esto, Gournay se presenta como alguien que, aunque preferiría callar, está forzada por la necesidad y por la justicia a hablar. No lo hace por orgullo, sino porque las calumnias le roban lo que más valora: la aprobación de las personas de honor y el reconocimiento de los sabios.
Dice que de las actitudes afectadas, de las muecas sociales y de los cumplidos mundanos debe hablarse igual que aquel griego que describía las leyes como telas de araña: capaces de atrapar a los insectos pequeños, pero incapaces de retener a los grandes, que las rompen con facilidad. Con esta imagen denuncia la hipocresía de las convenciones sociales: afectan sobre todo a los más débiles, mientras que los poderosos se escapan de ellas o las manipulan.
Luego matiza: no todos los ricos o poderosos son iguales. Los menos sabios son quienes incumplen descaradamente la ley y las normas, mientras que los sabios —sean pobres o poderosos— procuran rechazar esos gestos vacíos y cumplidos superficiales siempre que no les acarreé un daño mayor. Así, distingue entre la arrogancia del que abusa de su posición y la prudencia del que sabe mantenerse al margen de las apariencias.
Para reforzar su crítica, recuerda el ejemplo del sabio Dandamis, filósofo de la India, quien reprochó incluso a Sócrates por someterse en exceso a las leyes de su patria. Si un sabio podía cuestionar al propio Sócrates por esa obediencia, ¿qué pensaría de nosotros, que nos sometemos a los formalismos sociales, a los cumplidos artificiales y a los gestos extravagantes? Según Gournay, incurrimos en ello de manera todavía peor.
Declara que le debe esta Apología a su interlocutor y a los pocos amigos que aún le quedan, en agradecimiento por haberla defendido de los calumniadores. Con su escrito quiere justificar a esos defensores: mostrar que ellos la apoyaron no por parcialidad ni por mentiras, sino porque había justicia en su causa. Así, busca que los reproches se vuelvan contra sus agresores y no contra quienes, con razón, le brindaron apoyo.
Plantea que, en esas condiciones, no le quedaba otra salida que vender parte de sus bienes, aunque fuese en condiciones muy desfavorables. Con una expresión irónica (“para decirlo en buen francés”), admite que tuvo que dar lo suyo “a cambio de unas migajas”. El motivo es claro: la necesidad actúa como una tiranía, obligando al necesitado a desprenderse de su patrimonio en términos ruinosos.
A esto se suma un segundo factor: cuando alguien compra bienes que provienen de una herencia endeudada, sin subasta legal, el precio baja mucho más. ¿Por qué? Porque el comprador teme que existan deudas ocultas o cargas asociadas a la propiedad, lo que lo lleva a pagar menos. En su caso, además, la herencia era especialmente insegura y “azarosa”, lo que aumentaba la desconfianza.
Marie explica también que celebrar un contrato de venta legal resultaba prácticamente imposible, porque requería un aval que garantizara la ausencia de deudas sobre los bienes vendidos. En su familia, dadas las múltiples deudas, esa garantía era inalcanzable.
Por eso, al vender, solo pudo ofrecer su buena fe como respaldo. Reconoce que quienes le compraban lo hacían con temor, pero insiste en que ninguno tuvo jamás motivos para arrepentirse de haber confiado en ella. Aquí se refuerza su defensa moral: aunque vendiera en condiciones precarias, siempre actuó con honestidad y rectitud.
Reconocimiento de sí mismo
Ahora bien recuerda que Aristóteles consideraba cobardía valorarse por debajo de lo que uno realmente vale. También alude a Sócrates, Escauro, Rutilio y al propio rey David, todos ellos citados como ejemplos de sabios y virtuosos que se permitieron hablar bien de sí mismos sin ser acusados de jactancia. Con esto busca demostrar que la autodefensa y el elogio de las propias cualidades no es arrogancia, sino una práctica legítima cuando se hace con necesidad y rectitud.
En segundo lugar, introduce un argumento social y de género: en Francia, dice, la única manera de hacerse visible es gastar; así los hombres, especialmente los hermanos menores con pocas rentas, se lanzan a aparentar mediante gastos desmesurados y todos lo disculpan. Pero, en el caso de las mujeres, no existe otro camino para ser reconocidas más que hablar y escribir sobre sí mismas, puesto que sus actividades no tienen el mismo reconocimiento público que las de los varones. Aquí Gournay transforma su autobiografía en una denuncia: las mujeres carecen de espacio de validación social, y la escritura es su único medio para lograrlo.
A continuación, pasa de la teoría a su propia experiencia, mostrando que no habla en vano: recuerda el reconocimiento que recibió de escritores extranjeros en Flandes, Holanda e Italia, como Cesare Capaccio y Carlo Pinto. Añade la hospitalidad que se le brindó en Bruselas y Amberes, donde incluso se guardaban retratos suyos. Evoca también la acogida de autoridades y consejeros y, sobre todo, el honor de haber recibido palabras elogiosas del Rey Jacobo de Gran Bretaña, quien la consideró digna de los más altos favores.
La gloria de los príncipes los obliga a amar la virtud y a reconocerla en aquellos que saben representarla dignamente. No se trata solo de un deber moral, sino también de una conveniencia política: al recompensar a alguien que encarna la virtud, el soberano no solo gratifica a esa persona en el presente, sino que estimula a otros a seguir ese ejemplo en el futuro. En otras palabras, la virtud, cuando es reconocida públicamente, se convierte en semilla de progreso.
Para reforzar su idea, cita a Julio César, quien habría dicho que es más ilustre ampliar los límites de los intelectos de la patria que los de su imperio. Gournay subraya que un príncipe merece aún mayor gloria si sabe ensanchar no solo las fronteras territoriales, sino las fronteras espirituales e intelectuales de su pueblo. Y esto no solo respecto de un individuo excepcional como Cicerón, sino también con muchos otros, gracias a la bondad y apertura hacia los espíritus extraordinarios.
Luego, conecta esta reflexión con su propia época: señala que el joven rey de Francia (probablemente Luis XIII en sus primeros años) muestra esa disposición generosa y loable, a la que ella aludirá con mayor detalle más adelante. Aquí prepara el terreno para hablar de su relación con la corte y de los favores que pudo recibir.
Aclara que su propósito no es la ostentación ni la vanagloria. Dice que si no estuviera obligada por la gratitud hacia quienes la han honrado con favores, nunca se habría visto llevada a exponer públicamente los beneficios que el destino le concedió. Es decir, presenta sus agradecimientos y elogios no como autoelogio, sino como justa retribución moral hacia quienes la apoyaron.
Empresas azarosas como la suya —tener que administrar una herencia que excedía sus fuerzas y su condición— no deben juzgarse con dureza si fracasan, pues quienes las emprenden lo hacen con buena intención. Afirma que “quien contra un mal seguro ofrece un mal incierto, no lo pierde todo”: es decir, intentar salir de la pobreza mediante estrategias inciertas es preferible a resignarse a la ruina segura.
Los verdaderos sabios, incluso si carecen de dinero, no son pobres de verdad, porque poseen virtudes, talentos, lealtad, capacidad de consejo y compañía. Estas cualidades son tan valiosas que constituyen, dice, una especie de “hipoteca moral” sobre la riqueza de los poderosos: los ricos, aunque tengan bienes, dependen de la sabiduría y la virtud de los sabios para dar sentido a su vida. Es una inversión del valor: lo que carecen los sabios en bienes materiales lo compensan con virtudes invaluables, de las que los ricos suelen estar privados.
Para ilustrar este argumento, recuerda un episodio célebre: al rey Alejandro Magno se le propuso competir en una carrera, pero la rechazó porque sus rivales no eran reyes; en cambio, al presentársele la filosofía, se lanzó con entusiasmo a los filósofos sin preguntar por su origen. Con esto, Alejandro mostraba que la verdadera realeza no estaba en la sangre, sino en la cercanía con la sabiduría. En su compañía, los filósofos eran “reyes” en dignidad, y a su vez, ellos lo coronaban simbólicamente como “rey de reyes”, dándole aquello que ninguna corona podía darle: el alimento espiritual y la grandeza de carácter.
Marie de Gournay critica la superficialidad de quienes eligen a sus amigos o invitados únicamente en función de su riqueza o títulos nobiliarios. Para ella, esa actitud demuestra que tales personas no saben cumplir con lo que implica realmente la amistad, pues se relacionan desde el interés material y no desde la humanidad compartida. Lo formula con claridad: quien sea “más ser humano que señor” buscará en el otro un ser humano, sin importar su fortuna o condición.
Denuncia también el carácter vacío de esas amistades basadas en el “relumbrón” social. La describe como una relación que puede resumirse en colgar un retrato del amigo rodeado de signos de magnificencia, como si bastara con exhibir la imagen para recordarse a sí mismo que fue honrado con una amistad de alto rango.
Sin embargo, existen personas que valen la pena, como son los sabios, que lamentablemente nunca son tan destacados como aquellas personas que sin serlo, siempre son más alabadas. Con todo los sabios nunca se involucran con ellos, ellos suelen ser ricos, con mucho poder, pero sin tener la sabiduría que tienen los primeros. Un sabio puede convertirse en rico, si se lo propone, pero un rico, o más bien casi ningun rico es realmente sabio.
El mismo Catón dijo que le gustaría debatir la virtud con los virtuosos que debatir la riqueza con los ricos.
La fortuna
Nuestros esfuerzos son apenas una “esclusa de junco” frente al torrente arrollador de la Fortuna. Es decir, la idea de que la voluntad y la prudencia humanas tienen una resistencia frágil frente a la violencia del azar. De inmediato cita un proverbio antiguo que dice que la Fortuna “llena las dos páginas de la vida”, es decir, que todo lo que nos ocurre —tanto lo bueno como lo malo— queda escrito bajo su poder.
Gournay introduce después un ejemplo tomado de un mercader griego, quien afirmaba que había logrado con gran trabajo solo los bienes modestos, mientras que las grandes riquezas le habían llegado fácilmente, como regalo de la Fortuna. Esta observación subraya que los golpes más espectaculares de prosperidad suelen depender de la suerte más que del esfuerzo.
A continuación, recurre a una serie de autoridades clásicas e históricas para reforzar la idea. Cita a Josefo, que sostenía que la diosa Fortuna supera toda prudencia humana; a Salustio, que suscribía lo mismo; a Plinio, quien en lugar de alabarla solo encontraba motivo para injuriarla. También recuerda a su “segundo padre”, que llamaba a la suerte y a la mala suerte “soberanas deidades del mundo”. Incluso menciona cómo algunos autores atacaron la memoria de un flamenco honorable por haber atribuido demasiado poder al destino.
Cita a Teofrasto, para quien “la fortuna rige la vida, no la sabiduría”, y recuerda que incluso Platón atribuía todas las cosas al destino. A su juicio, los estoicos y epicúreos tampoco se alejaban mucho de esa conclusión: aunque partían de sistemas distintos, también acababan reconociendo que gran parte de lo que nos sucede se debe al destino o al azar.
no es feliz quien sirve a la felicidad, ni es desgraciado quien busca la desgracia. Lo ilustra con el famoso ejemplo del tirano Polícrates de Samos, quien, temiendo que su suerte constante le atrajera la envidia de los dioses, arrojó al mar su anillo más preciado para provocar una pérdida que equilibrara tanta prosperidad. Pero la Fortuna le frustró el gesto: el diamante volvió a sus manos dentro de un pez, recordándole que sus designios no podían doblegarse a la voluntad humana.
Luego evoca dos ejemplos de su tiempo: Poltrot de Méré y Jacques Clément, asesinos de figuras importantes de Francia en las guerras de religión. Ambos, a pesar de ser indiscretos y confesar sus intenciones con ligereza, nunca fueron descubiertos antes de consumar sus crímenes. Para Gournay, esto muestra la ironía de la Fortuna, que permite que actos trascendentes y escandalosos se oculten, mientras castiga con rigor a los inocentes o a los virtuosos.
Introduce enseguida una imagen alegórica tomada de una comedia: un árbol gigantesco, plantado en el centro del universo, cuyas ramas sostienen toda clase de bienes y males. Fortuna, sentada en la copa, golpea las ramas con una vara de oro, dejando caer al azar riquezas, miserias, cetros, harapos, dignidades o locuras sobre los hombres, sin orden ni propósito. Esta imagen subraya la arbitrariedad absoluta de la suerte.
Pero Gournay no se queda ahí: recuerda que Aristóteles condenaba esa visión y sostenía que la Fortuna parece conceder honores deliberadamente a los menos prudentes, lo que es aún más desconcertante. También cita al Eclesiástico, donde Salomón observa al valiente sin victoria y al sabio sin pan. A su vez, trae a la memoria a un cortesano romano que dijo: “el genio tiene por hermana a la miseria”, resumiendo la ironía de que el talento rara vez va acompañado de prosperidad.
Alude al gimnosofista Tespesión, quien, observando ejemplos como Palamedes, Sócrates, Aristides o Foción —todos hombres justos que sufrieron injusticias— concluía que los dioses habían decretado que la justicia nunca fuera feliz en este mundo. Con ello, Gournay enfatiza una visión amarga: la virtud, lejos de ser premiada, suele ir unida a la desgracia, mientras que la fortuna reparte honores y bienes al azar o incluso a los menos dignos.
Recuerda que el profeta Ezequiel enseña que Dios “azota a los hijos que reconoce como propios”. Con esta imagen subraya que el sufrimiento no siempre es signo de abandono divino, sino muchas veces de elección y corrección, como un padre que disciplina al hijo que ama.
Luego trae a colación a Cristo mismo, recordando las palabras del Evangelio: “El Hijo del hombre no encontró dónde reposar su cabeza”. Si incluso Jesús vivió sin reposo, en despojo y en persecución, ¿cómo podrían los hombres esperar que su destino fuera más venturoso que el de aquel que es modelo de justicia y perfección?
Finalmente, Mari de Gournay termina su apología señalando al señor de que la defienda ante las habladurías una vez expuestas todas sus razones en contra de aquellos que las profieren.
Conclusión
La Apología de la que escribe concluye como un testimonio de resistencia moral frente a la injusticia y el desprecio. Marie de Gournay no busca conmiseración, sino restablecer la verdad: su vida, marcada por la pobreza, la calumnia y la traición de los falsos amigos, se sostiene en la fuerza de la virtud, la franqueza y la dignidad. Al convertir su defensa en un alegato universal, nos recuerda que la verdadera amistad se prueba en la adversidad, que la fortuna es voluble y que solo la integridad permanece. Su voz, a la vez íntima y pública, se erige como ejemplo de coraje intelectual en una época que negaba a las mujeres la autoridad de la palabra. Su apología, entonces, no es solo un descargo personal: es una lección ética y humana que trasciende su tiempo.
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