miércoles, 4 de junio de 2025

Michel de Montaigne - Ensayos (Libro I) (Capítulo I - X) (1580)


El Libro I de los Ensayos de Montaigne abre las puertas a un universo íntimo y reflexivo donde el autor, con aguda sinceridad y curiosidad humanista, explora la condición humana sin pretensiones dogmáticas. Es una invitación a pensar desde la experiencia, a dudar con elegancia y a descubrir, en lo cotidiano, los grandes temas de la vida: la muerte, la costumbre, la amistad, el juicio y el error. Leer estos ensayos es entrar en conversación con un espíritu libre que, lejos de imponer, nos acompaña en el arte de aprender a vivir.

ENSAYOS

Para el lector

En este prólogo al Libro I de los Ensayos, Montaigne explica que su obra no tiene un fin trascendental ni busca la aprobación del público, sino que está dirigida principalmente a sus familiares y amigos. Su intención es que, una vez muerto, puedan conservar una imagen fiel de su carácter y forma de ser. Señala que no usa adornos ni artificios literarios, sino que se presenta tal como es, con sus defectos e imperfecciones. Afirma que él mismo es el contenido del libro, y advierte al lector que, si busca algo elevado o útil, tal vez no lo encontrará aquí. Termina despidiéndose de manera sencilla, reafirmando que se trata de una obra personal y sin pretensiones.

LIBRO I: 

Capítulo I: Por diversos caminos se llega a semejante fin

El modo para ablandar los corazones

Montaigne comienza señalando que el modo par ablandar los corazones, no es haciendo daño a la persona, sino más bien conmoverlos por sumisión a la conmiseración y a la piedad. 

El filósofo nos pone el ejemplo de Eduardo de Gales, quien, tras tomar violentamente la ciudad de Limoges, no se conmovió por los ruegos de mujeres y niños. Sin embargo, su actitud cambió al encontrarse con tres caballeros franceses que resistían con valentía.

Fue entonces, ante esa muestra de virtud, que su ira cedió y se volvió misericordioso con los habitantes de la ciudad. 

Scanderberg, príncipe del Epiro, quien perseguía con intención de matar a un soldado. A pesar de las súplicas del hombre, fue su decisión de enfrentarlo con la espada lo que finalmente impresionó a Scanderberg y lo llevó a perdonarlo. 

Luego cita el caso del emperador Conrado III, quien sitiaba al duque de Baviera, Guelfo. Conrado se mostró inflexible ante las súplicas, pero accedió a dejar salir a las damas nobles con su honor. Ellas, en un acto de coraje y dignidad, cargaron a sus esposos e hijos sobre sus hombros al abandonar la ciudad. Este gesto conmovió tanto al emperador que lloró y dejó de lado su enemistad, tratando con humanidad al duque y sus hombres. 

Ante estos ejemplos, Montaigne nos dice que el se inclinaría sin chistar a la misericordia y a la mansedumbre. En efecto, es mejor dejarse llevar por la compasión que por la comisión de un delito. 

Sin embargo, hay quienes señalan que dejarse conmover por la piedad es un signo de debilidad, ante otro valor que es la fortaleza. Ahora bien, en cierto sentido es verdad que la fortaleza o la firmeza causan en el enemigo una impresión de respeto más profundo que la sumisión. Para ilustrarlo, relata el caso de los capitanes de Tebas, condenados por prolongar una campaña militar más allá del tiempo fijado. Uno de ellos, Pelópidas, fue apenas perdonado por su actitud sumisa; en cambio, Epaminondas, al defenderse con orgullo y desafiar al pueblo, causó tal impresión que ni siquiera se atrevieron a juzgarlo, y lo despidieron con alabanzas.

Narra cómo Dionisio el Antiguo, tirano de Siracusa, quiso vengarse cruelmente de Fitón, un capitán que defendió heroicamente su ciudad. Tras hacerle saber que había hecho ejecutar a su familia, y luego de someterlo a un castigo público lleno de insultos y torturas, Fitón no se quebró: mantuvo la serenidad, proclamó con orgullo la noble causa de su resistencia y denunció a Dionisio como tirano. Su firmeza y dignidad, lejos de fortalecer la autoridad de Dionisio, provocaron el efecto contrario: los soldados del tirano comenzaron a sentir simpatía por el prisionero y a despreciar la victoria lograda por medios tan crueles. Temiendo una rebelión, Dionisio terminó ejecutando a Fitón en secreto. Montaigne muestra con este ejemplo que la verdadera fuerza no reside solo en el poder físico o político, sino en la entereza del espíritu, capaz de inspirar admiración incluso en medio del sufrimiento extremo.

No obstante, Montaigne nos señala que el hombre es un ser vacilante, de quien nada uniforme se puede establecer o decir. Por ejemplo, Zenón de la ciudad de los mamertinos, quien, enfrentado al enojo de Pompeyo, asumió toda la responsabilidad por las faltas de su pueblo, pidió ser solo él el castigado. Este gesto de valentía y entrega conmovió a Pompeyo, quien decidió perdonar a toda la ciudad. En contraste, menciona el caso del huésped de Sila, quien realizó una acción similar en Perusa, pero cuyo sacrificio no logró conmover al dictador romano, ni obtuvo el perdón para él ni para los suyos. 

Y en contraste al ejemplo anterior, Montaigne nombra el ejemplo de Alejandro Magno ante la resistencia heroica de Betis, defensor de Gaza. A pesar del valor admirable de Betis —herido, solo y aún combatiendo— Alejandro, irritado por la dificultad de la victoria y quizá por su propio orgullo herido, se negó a concederle una muerte digna. Ante el altivo silencio del prisionero, no halló en sí admiración ni respeto, sino furia, y mandó torturarlo salvajemente. Montaigne se pregunta si fue la grandeza del valor de Betis lo que, en lugar de despertar respeto, provocó envidia o rabia en el monarca, que no toleró ver en otro la misma virtud que él encarnaba. Esto se pone aún más en duda con el recuerdo de la masacre de Tebas, donde ni la valentía ni la entereza de los vencidos, que murieron sin clamar por piedad, bastaron para frenar la sed de venganza de Alejandro.

Capítulo II: De la Tristeza

Para Montaigne, la tristeza no es nada bueno. Acuerda con los italianos que la llamaron ''malignidad'' y menciona que los estoicos tenían prohibida la tristeza a sus discípulos. Es una disposición ''loca'', cobarde y baja, de acuerdo al filósofo. 

Nos da el ejemplo de Psamenito, rey de Egipto que habiendo sido derrotado y prisionero por Cambises rey de Persia, viendo como aprisionaban a su hija, llevaban a su hijo hacia la muerte, él permaneció inmóvil, sin decir ninguna palabra, los ojos fijos en la tierra. Sin embargo, cuando mataron a uno de sus amigos, rompió en llanto y se golpeó la cabeza. 

Por otro lado, un príncipe que, tras la muerte de dos hermanos muy cercanos —su sostén y su esperanza—, mostró una admirable entereza, pero que luego, al enterarse de la muerte de un simple servidor, no pudo contener el llanto. Algunos interpretaron esto como una falta de sensibilidad hacia sus hermanos, pero en realidad, como explica Montaigne, fue la acumulación de dolor lo que lo quebró. Esta explicación se vincula con la historia de Psamenito: cuando Cambises le pregunta por qué no lloró ante la muerte de sus hijos pero sí por la de su amigo, el rey egipcio responde que los primeros dolores fueron tan grandes que excedieron toda posibilidad de manifestación, mientras que el tercero, más leve, rompió el dique emocional ya colmado.

Recuerda al pintor antiguo que, incapaz de representar con gestos humanos el sufrimiento del padre de Ifigenia ante su sacrificio, optó por cubrirle el rostro, reconociendo así que hay dolores tan abrumadores que escapan toda forma de expresión visible. Esta imposibilidad de representar lo insoportable también se manifiesta en la figura mitológica de Níobe, convertida en piedra tras perder a todos sus hijos, como símbolo de un dolor tan grande que paraliza completamente el cuerpo y el alma. 

Montaigne subraya que el sufrimiento profundo puede dejar al alma “tullida”, sin reacción, como congelada por la intensidad del golpe. Solo cuando esa presión comienza a ceder, la persona es capaz de llorar o suspirar: el alma se “ensancha”, recobra cierta movilidad y encuentra en el llanto una forma tardía de liberación.

A través de la historia de Raïsciac, que descubre en el campo de batalla que el soldado valiente al que admiraba era su propio hijo y cae muerto de la impresión, Montaigne ejemplifica cómo ciertas pasiones, cuando alcanzan su cúspide, sobrepasan toda posibilidad de expresión verbal o gestual. Lo mismo ocurre —señala— con los enamorados, que en el clímax del deseo o del amor experimentan un colapso momentáneo de su capacidad de acción o habla. La pasión extrema no grita ni razona: simplemente desborda. Montaigne remata con la frase latina “Curae leves loquuntur, ingentes stupent” (“Las penas leves hablan; las graves, quedan mudas”), sintetizando su visión de que las emociones más profundas no encuentran lenguaje posible. Así, una dicha inesperada o una tragedia insoportable producen el mismo efecto: una suspensión del alma que, abrumada, no puede sino callar o desmayarse.

Así, Montaigne dice que las emociones muy fuertes —como la alegría, el amor o la vergüenza— pueden ser tan intensas que algunas personas incluso han muerto por ellas. Cuenta historias reales: una mujer que muere de felicidad al ver a su hijo con vida, Diodoro Cronos que muere de vergüenza por no poder responder en un debate, o un papa que se emociona tanto por una victoria militar que le da fiebre y muere. Montaigne muestra que el cuerpo humano es frágil frente a estas emociones. Y al final dice que él trata de no dejarse llevar por sentimientos tan intensos, y que se esfuerza por mantenerse tranquilo y reflexionar, para no verse dominado por sus pasiones.

 Capítulo III: Como lo porvenir nos preocupa más que lo presente

Montaigne comienza hablando de aquellos que advierten a los demás de las preocupaciones de lo venidero, cuando en verdad deberían preocuparse del presente, de lo que acontece ahora. Sin embargo, Montaigne considera que esto es un error, de hecho, es natural que el hombre siempre esté preocupado del futuro, que se lo imagine, que tengamos temor o deseo del más allá. En fin es propio de la naturaleza humana tener estas preocupaciones. 

Ahora bien, muchos sabios nos hablan de que el presente es importante. Así lo dice Platón en una de sus obras:

«Cumple con tu deber y conócete.»


Este debe se realiza en el presente y en consecuencia, el futuro no será ningún problema o angustia. El mismo Epicuro dispensaba a sus discípulos de preocuparse del futuro.

Los tiranos

Montaigne defiende con fuerza la práctica de juzgar a los soberanos después de su muerte, especialmente cuando durante su vida su poder impidió que se les hiciera justicia. Para él, aunque durante el gobierno debamos obediencia a los reyes, la estima y el afecto solo se deben a aquellos que muestran virtud. Una vez que han muerto, la memoria de sus acciones debe quedar sujeta al juicio libre de la justicia y la razón, y no ser protegida por lealtades mal entendidas o por favores personales.

Montaigne sostiene que esta práctica tiene un valor moral y cívico: permite distinguir entre la obediencia que se presta por necesidad al poder establecido y el reconocimiento auténtico que solo merece quien gobierna bien. Critica a quienes elogian a los malos príncipes solo por haber recibido beneficios personales, pues eso destruye la justicia pública en nombre de la conveniencia privada..

¿Y qué tiene que ver esto con lo que había dicho anteriormente? Así como vivimos pensando en lo que vendrá, también Montaigne invita a considerar la posteridad como espacio de justicia, un tiempo futuro donde se puede restaurar el equilibrio que el poder impidió en vida. Al juzgar a los príncipes tras su muerte, se le da valor a una verdad que quizás no fue posible decir en el presente por temor o sumisión. Esto confirma lo que él decía: la naturaleza humana está orientada hacia el futuro.

Una costumbre que no estaba dentro de esta línea era la de los espartanos quienes elogiaban a sus reyes sin importar como se habían comportado en su mandato. Solo se alaba a los monarcas por su título y no por su virtud. 

Luego, Montaigne enlaza esta crítica con una reflexión filosófica inspirada en Aristóteles y Solón. Según Solón, no se puede considerar feliz a ningún hombre antes de su muerte, pues el destino final puede arruinar una vida que parecía buena. Montaigne va más allá y plantea que incluso después de morir, la felicidad del hombre puede ser cuestionada si su memoria se ve empañada o su descendencia cae en desgracia.

Dignidad de los muertos

Montaigne continúa hablando de la vida póstuma. Destaca el profundo respeto que ciertas culturas y líderes militares han tenido por la dignidad de los muertos, especialmente cuando se trata de grandes hombres o guerreros. Cita el caso de Beltrán Duguesclin, cuyas virtudes guerreras fueron tan reconocidas que incluso sus enemigos dejaron las llaves del castillo rendido sobre su cadáver, rindiéndole un homenaje póstumo. Luego menciona a Bartolomé de Alviani, cuyo cuerpo fue transportado por su ejército sin pedir permiso a una ciudad enemiga (Verona), porque habría sido deshonroso que quien en vida no temía a sus enemigos, mostrara "temor" una vez muerto. Teodoro Trivulcio, rechazando el salvoconducto, defendía así la integridad y valor simbólico del cadáver como parte del honor militar.

Montaigne conecta este comportamiento con las antiguas leyes griegas, según las cuales pedir al enemigo el cadáver de un soldado equivalía a cederle la victoria, pues implicaba una forma de sometimiento. Por eso, cuando Nicias hizo tal petición, se consideró que perdió la victoria, mientras que Agesilao, al evitarlo, aseguró el triunfo.

Otro ejemplo, Eduardo I de Inglaterra pidió que sus huesos fueran llevados a las guerras contra Escocia, creyendo que su sola presencia garantizaría la victoria. Juan Ziska, líder husita en Bohemia, pidió que hicieran un tambor con su piel para continuar infundiendo valor a sus tropas. Y entre algunos pueblos indígenas de América, se llevaban a la guerra los restos de guerreros valientes, convencidos de que su fuerza espiritual o suerte en vida seguiría actuando.

Entonces, el filósofo distingue dos tipos de creencia: la que atribuye a los restos poder por la fama del difunto (como en Europa) y la que les adjudica poder real y activo, casi mágico, como ocurría según él entre ciertos pueblos indígenas. En ambos casos, se manifiesta una constante humana: la necesidad de dar sentido al heroísmo y de prolongar el valor más allá de la vida, ya sea como recuerdo, inspiración o como poder simbólicamente operativo.

Las apariencias

El emperador Maximiliano —bisabuelo del rey Felipe II— es un ejemplo curioso para Montaigne de mantener las apariencias.  Aunque Maximiliano era un hombre de gran talento y belleza física, tenía una aversión casi supersticiosa a mostrar su cuerpo, incluso en actos cotidianos como orinar o recibir atención médica. Ordenó incluso que, tras su muerte, le ataran los calzoncillos con los ojos vendados del encargado. Montaigne contrasta esta actitud con la suya propia, admitiendo que, aunque es libre en palabras, también siente un pudor natural. 

En seguida, Montaigne señala un hecho personal. El filósofo expresa su desagrado ante la actitud de un pariente suyo, un noble de vida destacada tanto en la paz como en la guerra, que en sus últimos días se preocupó excesivamente por la pompa de su funeral. Le molestó que este hombre dedicara sus últimas energías no a la reflexión espiritual o a despedirse humildemente de la vida, sino a asegurarse de que su entierro fuera solemne y concurrido, hasta el punto de solicitar al propio soberano que sus servidores formaran parte del cortejo. Esta actitud le parece a Montaigne un signo extremo de vanidad, que incluso en el umbral de la muerte seguía más preocupado por las apariencias y los honores sociales que por el recogimiento interior.

Al contrario, existen ciertos ejemplos de una mirada absolutamente diversa. Montaigne critica, sin burlarse, a quienes en sus últimos momentos ordenan entierros extremadamente sobrios, como Marco Emilio Lépido, que pidió una ceremonia casi sin acompañamiento. Montaigne se pregunta si esto realmente es frugalidad o simplemente una privación innecesaria, ya que el muerto no participa ni se entera de lo que sucede. Propone que, si hay que dejar instrucciones, estas se ajusten con sensatez al nivel económico de cada cual, como hizo el filósofo Lycón. En su caso, afirma que se conformará con las costumbres comunes y lo que decidan los que estén con él al morir. Recurre a citas latinas para reforzar que los funerales sirven más a los vivos que al muerto, como también lo expresó un Padre de la Iglesia. Menciona con admiración a quienes, como Sócrates, no se preocupaban por su sepultura, o incluso a aquellos que preparaban su tumba en vida, disfrutando del símbolo de su muerte como un modo de afirmación serena de su destino.

Asín, naturalmente, el futuro preocupa más que el presente. 

Capítulo IV: Como el alma descarga sus pasiones sobre objetos falsos, cuando los verdaderos la faltan

Montaigne nos relata la anécdota de un noble francés, afectado por la gota y privado de comer carnes saladas, bromea diciendo que necesita culpar a algo por su sufrimiento. Aunque sabe que las salchichas o el jamón no son la verdadera causa de su dolor, maldecirlas le da consuelo.

Del mismo modo, ocurre con el alma y el ánimo humano. Dice que, así cuando lanzamos un golpe con el brazo y no golpeamos nada nos duele por el esfuerzo desperdiciado, o como si la vista quiere contemplar algo pero no encuentra un punto concreto donde fijarse (por ejemplo, un objeto lejano en un paisaje sin forma), el alma también necesita algo concreto donde fijar su atención o emociones.

Luego añade una cita de Virgilio que refuerza esta idea:

"Como el viento pierde fuerza si no encuentra la resistencia de los densos árboles, y se dispersa en el vacío."

Es decir: el alma, como el viento, necesita algo que le haga resistencia, algo que la contenga o le dé forma. Si no lo tiene, se pierde en el vacío, se dispersa o se desgasta sin sentido. En otras palabras, Montaigne sugiere que cuando no tenemos una causa clara para nuestras emociones o pasiones (como el enojo o la tristeza), buscamos cualquier objeto —aunque sea absurdo— para depositarlas y así aliviar un poco el desorden interior.

El alma necesita con urgencia un objeto concreto en el cual depositar sus emociones. Si no encuentra un motivo real o adecuado, buscará cualquier otro —aunque sea insignificante o absurdo— antes que quedarse inactiva.

Para ilustrarlo, recuerda una observación de Plutarco: incluso el afecto que sentimos puede dirigirse a cosas banales, como perros o monos, si no tiene un destinatario más digno. Es decir, la necesidad emocional no desaparece por falta de objeto, sino que se desvía hacia lo que sea que esté a la mano.

Montaigne afirma que es preferible que el alma se ilusione o se engañe con un objeto trivial que quedarse vacía, sin dirección. Esta propensión a aferrarse a lo que sea se observa incluso en los animales: cuando son heridos, muchas veces atacan con rabia el objeto inanimado que los ha dañado o incluso a sí mismos, como si eso les aliviara. La cita en latín describe justamente a una osa herida que, enfurecida, se revuelca y se ataca a sí misma con la lanza que la ha herido.

Cuando sufrimos y no tenemos un culpable claro o accesible, buscamos cualquier cosa contra la cual descargar nuestra pena o enojo, aunque no tenga sentido.

Pone como ejemplo a quienes, en medio del duelo por un ser querido, rasgan sus ropas o se golpean el pecho como si eso tuviera relación real con la causa de su dolor. Dice que no son “las rubias trenzas que desgarras” ni “el pecho que golpeas” los responsables de la muerte de tu hermano: estás simplemente buscando algo contra lo cual expresar lo que no puedes contener.

Luego menciona a Tito Livio, el historiador romano, quien cuenta cómo el ejército romano, tras la muerte de sus dos grandes jefes en España, lloró repentinamente y empezó a golpearse la cabeza. Esta imagen muestra una reacción instintiva, corporal, colectiva, donde el dolor, sin tener un lugar claro hacia dónde dirigirse, se convierte en gestos físicos de desesperación.

El filósofo Bión cuenta de un rey que, llevado por el dolor, se arrancó los cabellos, y lo comenta con burla: “¿acaso pensaba que quedar calvo le aliviaría el sufrimiento?” Es una forma de decir que esos gestos son absurdos, aunque humanos.

El emperador César Augusto, enojado por haber sido sorprendido por una tormenta mientras navegaba, desafió públicamente al dios Neptuno, quitando su imagen de entre los dioses en los juegos circenses, como si así pudiera vengarse de la divinidad. Montaigne lo juzga con más severidad, porque su acto es deliberado y simbólicamente ofensivo, no solo una exageración popular.

Sigue con otro episodio más dramático: tras la derrota catastrófica en la batalla del bosque de Teutoburgo, Augusto, desesperado, golpeaba su cabeza contra una pared gritando “¡Varo, devuélveme mis legiones!”, como si eso pudiera revertir la pérdida.

Capítulo V: Si el jefe de una plaza sitiada debe o no salir a parlamentar

En este capítulo, Montaigne reflexiona sobre una cuestión militar y ética: si un jefe que está sitiado debe salir a parlamentar con el enemigo, y lo hace trayendo a colación un ejemplo histórico de la guerra entre Roma y Macedonia.

Relata el caso de Lucio Marcio, general romano, quien, enfrentado al rey Perseo de Macedonia, fingió querer negociar la paz. Este ardid le permitió ganar tiempo para preparar a sus tropas, lo que finalmente condujo a la derrota del rey. Aunque la estrategia fue eficaz, Montaigne destaca que el Senado romano la condenó como contraria a las costumbres tradicionales de Roma, que valoraban el combate abierto y honesto, sin engaños, sin emboscadas ni tretas.

De esta forma, el filósofo contrapone la ética militar romana —basada en la franqueza y el valor— con la astucia griega y la engañosa política cartaginesa (púnica), que preferían vencer por engaño antes que por fuerza directa. Para los romanos, la verdadera gloria consistía en vencer con honor, no mediante artimañas.

Como decía Virgilio en la Eneida:

“¿Quién va a preguntarse si fue el engaño o el valor lo que venció al enemigo?”  

(Dolus an virtus quis in hoste requirat?)


Para Montaigne, los romanos antiguos —a quienes admira— no habrían aceptado ese principio, porque para ellos el modo de vencer era tan importante como la victoria misma.

Así, Montaigne plantea una reflexión moral sobre la guerra: no todo lo eficaz es honorable, y el respeto por la ética puede valer más que el éxito militar.

Apoya su reflexión anterior sobre la ética en la guerra con la autoridad de Polibio y Cicerón.

Primero cita a Polibio, quien dice que los aqueos (una antigua confederación de ciudades griegas) rechazaban todo tipo de engaño en la guerra. Para ellos, una victoria solo era digna si se lograba venciendo abiertamente la resistencia del enemigo, sin recurrir a trampas ni subterfugios.

Refuerza esta visión con una sentencia de Cicerón, quien afirma que:

“El hombre santo y sabio sabrá que la verdadera victoria es aquella que se obtiene guardando la buena fe y la dignidad intacta”
(Eam vir sanctus et sapiens sciet veram esse victoriam, quae, salva fide et integra dignitate, parabitur).

Cita nuevamente la Eneida de Virgilio:

“Quiera el destino que reine él o yo, lo sabremos por medio de la virtud”
(Vosne velit an me, regnare erra, quidve ferat, fors, virtute experiamur).

 

Aquí Eneas, el protagonista, expresa su deseo de que el resultado se decida mediante la virtud, no por el azar ni por la traición.

Posteriormente, para seguir ilustrando al lector, Montaigne compara dos formas de concebir la guerra: la antigua, más ética y transparente, y la moderna, más pragmática y engañosa.

Destaca que los florentinos antiguos, por respeto a la lealtad, anunciaban un mes antes el inicio de sus campañas militares, tocando la campana llamada MartinellaSu función era anunciar públicamente y con anticipación la intención de Florencia de iniciar una campaña militar, generalmente un mes antes de movilizar tropas.

Frente a esto, Montaigne critica la práctica moderna, que valora solo el resultado, incluso si se logra por medios engañosos. Cita a Lisandro, general espartano, quien decía:

“Donde no basta la piel del león, hay que añadir la del zorro”,

Es decir, cuando la fuerza no basta, se debe recurrir al engaño.

Luego aborda una regla militar contemporánea: que el gobernador de una plaza sitiada no debe salir a parlamentar, pues eso puede ser peligroso o interpretado como señal de debilidad. Montaigne cita casos concretos donde esta regla fue violada y mal vista, como en la defensa de Mouson, una plaza fuerte que servía como fortaleza; los señores de Montmord y de l'Assigny estaban a cargo de defender la plaza de Mouson contra el ataque del duque de Nassau (muy probablemente Juan VI de Nassau, general calvinista que combatió en varias guerras en el norte de Europa).

Sin embargo, también muestra un caso de excepción que justifica romper esa regla: el del conde Guido de Rangan, quien mantuvo el control y seguridad al salir a parlamentar, de modo que no solo no fue perjudicado, sino que aprovechó la situación para obtener ventaja. 

Por otro lado, existe el caso de Eumenes, quien, sitiado por Antígono, se negó a salir a parlamentar hasta que obtuvo garantías suficientes, demostrando que no reconocía la fuerza del enemigo mientras él conservara su espada. También está, el caso de Enrique de Vaux, quien, ante la inminente destrucción del castillo de Commercy y sin posibilidad de resistir, aceptó parlamentar con el enemigo y se rindió, confiando en su buena fe. Aunque su vida fue salvada, Montaigne sugiere que esta entrega, nacida de la desesperación, no tiene la misma nobleza que la de Eumenes. 

Finalmente, Montaigne concluye que, si bien él confía en la buena fe de los demás, nunca quisiera hacerlo en un momento en que pudiera parecer que actúa por temor o cobardía, prefiriendo entregarse a la franqueza con dignidad y no por necesidad.

Capítulo VI: Hora peligrosa de los parlamentos

Para Montaigne, respetar la palabra empeñada es un ejercicio de alta importancia. Toma como punto de partida un caso reciente en Mussidán, donde, durante negociaciones de capitulación, las fuerzas francesas y sus aliados sorprendieron y atacaron a los sitiados, acción que fue calificada como “traición” por los vencidos. Montaigne no niega que ese comportamiento sea habitual en su época, pero sugiere que no por ser frecuente deja de ser reprobable. Hay aquí una tensión entre la costumbre contemporánea y un ideal ético que, según él, se ha perdido.

Incluso si un pacto se ha establecido formalmente, todavía es arriesgado fiarse de él, especialmente si implica permitir la entrada del ejército vencedor en la ciudad. La entrada de los soldados puede desatar fuerzas incontrolables como el deseo de venganza o la codicia, que escapan incluso al control de los comandantes. la palabra empeñada, por justa que sea, puede ser anulada por la violencia estructural e incontrolable del colectivo armado. Lo que está en juego es la tensión entre la voluntad individual del jefe militar (que puede actuar con moderación y honor) y la naturaleza caótica, pasional e interesada de las tropas.

Hay una anécdota de Lucio Emilio Regilo que Montaigne señala. A pesar de que el pretor romano pactó con los habitantes de Phoces una entrada pacífica y respetuosa, el espectáculo de victoria y la presencia del ejército romano rompieron ese equilibrio. La autoridad del pretor fue insuficiente para contener el saqueo: los soldados, llevados por la avaricia y la pulsión de castigo, desobedecieron y arrasaron parte de la ciudad. Incluso en las estructuras más disciplinadas, como el ejército romano, las pasiones humanas pueden sobrepasar las intenciones del mando y destruir el sentido de justicia y de honor que supuestamente guían los actos de guerra.

Cleómenes, rey espartano, justifica su traición argumentando que la tregua de siete días no incluía las noches, por lo que decide atacar mientras los argianos duermen, apenas transcurridos tres días. Esta interpretación literal y capciosa del acuerdo revela una visión cínica del conflicto bélico, donde todo se vale si contribuye a la victoria. Montaigne cita este hecho para ilustrar cómo incluso en la guerra existen límites éticos —aunque frágiles— y cómo la ruptura descarada de ellos no queda sin castigo. Al afirmar que “los dioses vengaron tan pérfida sutileza”, introduce la idea de una justicia superior, posiblemente divina o natural, que finalmente corrige la injusticia humana, incluso cuando ésta se ampara en el silencio o la ambigüedad de las palabras. 

El filósofo comenta un episodio de traición durante una negociación en la ciudad de Casilinum, tomada por sorpresa mientras sus magistrados celebraban un parlamento con el enemigo. Lo notable, observa Montaigne, es que este hecho ocurrió en una época considerada de alto honor militar en Roma, cuando se decía que los capitanes eran los más justos y la disciplina militar era ejemplar. 

A partir de esto, Montaigne señala una tendencia humana muy extendida: aprovechar la ignorancia, debilidad o descuido del otro, especialmente del enemigo. Aquí critica esta práctica con la máxima latina "Neminem id agere, ut ex alterius praedetur inscitia", que significa: "Nadie debe actuar para sacar provecho de la ignorancia de otro". En la guerra, sin embargo, esta máxima parece olvidarse con frecuencia. La tierra —es decir, la experiencia práctica— da legitimidad a ciertos "privilegios" o acciones que la razón o la justicia no aprobarían. Eso sí, existe un filósofo contrario a este punto de vista que es Jenofonte, discípulo de Sócrates quien alababa este tipo de conductas. 

En general, confiar en el enemigo puede llevar a un gran desastre.  El señor de Aubigny, Bernard Stuart (o Stewart), conde de Aubigny, tras lanzar un ataque contra la ciudad de Capua, acepta iniciar un diálogo con Fabricio Colonna, defensor de la plaza. Sin embargo, mientras Colonna conversa desde un baluarte —es decir, no ha rendido la ciudad, sino que apenas inicia gestiones diplomáticas—, las tropas de Aubigny aprovechan la ocasión, penetran la ciudad aprovechando la relajación de la defensa, y cometen una masacre. 

Esta el caso de Juan Romero, que al salir a hablar con el enemigo encontró su plaza ya tomada; o el marqués de Pescara, que tomó Génova incluso cuando los términos de la rendición estaban casi cerrados.

Montaigne cita irónicamente el verso: "Fue siempre loable vencer, ya sea por suerte o por ingenio", lema que justificaría estas acciones, pero inmediatamente marca distancia al mencionar al filósofo Crisipo, quien afirmaba que si bien en una competencia se pueden usar todos los medios legítimos, no se debe hacer tropezar al rival. Del mismo modo, el noble Alejandro Polipercón rechaza un ataque nocturno por considerarlo una victoria deshonrosa. Prefiere, dice, avergonzarse de la mala suerte antes que de una victoria vergonzosa.

Capítulo VII: Que la intención juzga nuestras acciones

Montaigne reflexiona sobre la importancia de la intención al momento de juzgar las acciones humanas, especialmente cuando no se puede cumplir lo prometido o cuando alguien decide traicionar su palabra, aunque lo haga después de su muerte.

Presenta dos ejemplos históricos que contrastan profundamente:

  1. Enrique VII de Inglaterra, que había prometido no matar al duque de Suffolk si se le entregaba, pero luego dejó instrucciones en su testamento para que lo mataran después de su muerte. Para Montaigne, esto es una traición consciente y cobarde, pues aunque no la ejecuta él mismo, deja la acción lista, transfiriendo la culpa a su sucesor.

  2. El conde de Egmont, quien había garantizado seguridad a su compañero, el conde de Horn. Aunque no pudo evitar su ejecución, pidió ser ejecutado primero como señal de honor y responsabilidad. Montaigne considera que la intención de Egmont lo redime, aunque no haya podido cumplir su promesa en los hechos.

La enseñanza central es que la voluntad o la intención moral es lo que realmente determina el valor ético de nuestras acciones, ya que muchas veces no tenemos el poder de llevarlas a cabo. Por eso, una acción puede ser moralmente válida aunque no se realice, si la voluntad era sincera y justa. En cambio, una acción llevada a cabo con mala intención, aunque se disimule o se posponga (como en el caso del testamento del rey), sigue siendo reprochable.

A propósito del testamento, Montaigne condena el acto de retener en vida bienes ajenos y luego devolverlos mediante testamento. Según él, esa devolución carece de mérito moral porque se hace sin verdadero sacrificio ni convicción, sino más bien con desgano y cuando ya no hay nada que perder. Para Montaigne, el arrepentimiento genuino debe implicar un acto de renuncia en vida; de lo contrario, se convierte en una mera formalidad vacía, incapaz de compensar el daño causado.

Más dura aún es su condena hacia quienes conservan en secreto un odio o una mala voluntad contra otra persona y sólo lo revelan cuando están por morir. Este tipo de conducta le parece especialmente ruin, porque demuestra desprecio tanto por el honor propio como por la conciencia moral. Según Montaigne, quienes actúan así no sólo ensucian su memoria, provocando el resentimiento de quienes quedan vivos, sino que también muestran que ni siquiera la cercanía de la muerte fue suficiente para vencer su mezquindad. Al pronunciar un juicio o una acusación cuando ya no estarán presentes para responder por ella, se comportan como jueces injustos, sin respeto por la justicia ni la verdad.

Capítulo VIII: De la ociosidad

La naturaleza, cuando no es guiada ni orientada, tiende al desorden y la inutilidad. Así como un terreno fértil, si no se trabaja, se cubre de hierbas inútiles, o como una mujer, si no recibe la semilla del hombre, no puede engendrar una vida completa y ordenada, del mismo modo la mente, si no es dirigida hacia fines claros y valiosos, se dispersa en fantasías vanas, pensamientos delirantes y deseos sin sentido.

La imagen de la luz temblorosa reflejada en el agua —tomada de Virgilio— sugiere cómo la imaginación se expande sin límite, elevándose hasta el techo de nuestra razón como reflejos luminosos que no pueden tocarse ni sostenerse. Esta agitación mental, sin dirección ni fundamento, produce toda clase de "ensueños y locuras", como lo indica la segunda cita latina, tomada de Horacio: “como los sueños de un enfermo, se forman imágenes vanas”.

Cuando el alma no tiene un fin claro, se dispersa y se pierde. Cita el aforismo latino “Quien vive en todas partes, en ninguna vive”, subrayando que la dispersión constante —en pensamiento o acción— es una forma de vacío interior.

Luego se refiere a su propia experiencia personal: retirado del mundo y recogido en su casa, decide entregarse al reposo y la soledad. Pensó, al principio, que dar libertad total a su espíritu —dejándolo vagar donde quisiera— le permitiría madurarlo y fortalecerlo. Sin embargo, observa que ocurre lo contrario: el ocio produce inestabilidad mental ("variada es siempre la mente en el ocio", dice la cita de Ovidio). Así como un caballo sin jinete corre sin control, su mente sin disciplina genera una multitud de fantasías y monstruos sin orden ni sentido.


Capítulo IX: Los mentirosos

La memoria

Antes de hablar de los mentirosos, Montaigne nos habla de la memoria y de cómo la suya ha ido perdiendo el vigor que tenía antes. Reconoce abiertamente que carece de memoria y que en esto se siente excepcionalmente deficiente, tanto que se considera único en esa debilidad. Aunque admite que no destaca en ninguna otra facultad, cree que su falta de memoria lo hace particularmente singular, incluso digno de notoriedad.

En su cultura, la falta de memoria se asocia con la falta de entendimiento, lo cual aumenta su frustración. Sin embargo, él distingue entre ambas cosas, y sugiere incluso que las personas de juicio débil suelen tener memorias más agudas. A pesar de sus olvidos, asegura que jamás incumple con su sentido del deber y afecto, especialmente hacia sus amigos. La memoria falla, pero no así su voluntad moral.

Luego, defiende que su mala memoria le ha permitido escapar de ciertas ambiciones y defectos, como la vanidad o la charlatanería. Afirma que si tuviera mejor memoria, hablaría más y de forma más pesada, como muchos oradores que ahogan el interés de sus relatos con detalles innecesarios. En cambio, su olvido le impone una economía natural del discurso y una mayor independencia de juicio, pues no se basa tanto en opiniones ajenas memorizadas. 

También sostiene que la mala memoria le protege de cultivar el rencor: olvida más fácilmente las ofensas, lo cual lo hace más sereno. Contrapone su actitud a la de Darío, quien necesitaba que un criado le recordara constantemente su enemistad con los atenienses. Incluso los libros y lugares le resultan nuevos al verlos repetidamente, lo cual convierte el olvido en una fuente inagotable de sorpresa.

La mentira

Luego de dejar en claro esto, Montaigne se resuelve a habla de la mentira. Montaigne distingue entre decir algo falso por error (decir mentira) y mentir con conocimiento (mentir), siendo esta última forma la verdaderamente grave, porque implica faltar a la conciencia. Quien miente debe tener una memoria perfecta para sostener las distintas versiones de su falsedad. Como eso rara vez ocurre, termina contradiciéndose y delatándose. 

Para él, la mentira es uno de los vicios más destructivos, pues atenta contra el lazo fundamental que une a los seres humanos: la palabra. Sin verdad, no hay confianza ni convivencia posible. Critica duramente que se eduque a los niños sin dar prioridad a erradicar este vicio, que cuando se instala, es muy difícil de corregir. Incluso observa cómo personas por lo demás admirables pueden mentir habitualmente, lo cual muestra lo profundo del problema. A modo de ejemplo, Montaigne menciona a un sastre que trabaja en su casa y que sólo dice la verdad cuando le conviene. 

La mentira tiene infinitas formas, mientras que la verdad es una sola, por lo que distinguirla requiere mucha atención. Para demostrar esto, Montaigne cita a los pitagórico: Según esta doctrina antigua, el bien es una realidad única, estable y claramente definida, mientras que el mal es infinito, incierto y múltiple en sus formas. Esta idea, que proviene de la tradición pitagórica, sostiene que hay un solo camino hacia la virtud y la verdad, pero muchos senderos hacia el error y el vicio.

Aplicando este principio a su reflexión sobre el lenguaje, Montaigne afirma que si la mentira tuviera una sola forma, sería fácil reconocerla y rechazarla. Sin embargo, ocurre lo contrario: el engaño se disfraza de mil maneras distintas, cambia según la ocasión y la conveniencia, y por ello se vuelve difícil de combatir. La verdad, en cambio, tiene una sola cara, un solo camino, lo que le otorga firmeza y coherencia. Por eso, quien miente necesita una memoria prodigiosa para no contradecirse, mientras que el que dice la verdad tiene menos que recordar, pues su relato permanece constante.

Ya en el plano político e histórico, relata episodios concretos en los que la mentira diplomática condujo a consecuencias trágicas o comprometedoras. 

El primer caso es con Francisco I. Todo comienza cuando Francisco I decide mantener un ojo en los asuntos del ducado de Milán, del cual había sido expulsado. Para ello, envía a un caballero milanés llamado Maravilla, quien era caballerizo de su casa real. Este hombre es enviado con una doble misión: oficialmente, viaja por asuntos privados, pero en realidad actúa como embajador encubierto ante Francisco Sforza, duque de Milán. El objetivo era tener presencia e información en la corte milanesa sin levantar sospechas, ya que el poder de Sforza dependía en buena medida del emperador Carlos V y no le convenía mostrar vínculos con Francia.

Sin embargo, el emperador descubre la verdadera función de Maravilla y, con el pretexto de una muerte misteriosa, el duque de Milán ordena que le corten la cabeza en secreto, de noche, tras un proceso que duró solo dos días. Este asesinato político genera indignación en Francisco I, quien reclama justicia ante los príncipes cristianos y al propio duque.

Para defenderse, el duque de Milán envía como embajador a Francisco Taverna, un hombre reconocido por su elocuencia. Taverna intenta justificar la ejecución asegurando que Maravilla era simplemente un súbdito privado, que se encontraba en Milán por motivos personales y que el duque no sabía que pertenecía a la casa del rey ni mucho menos que era su embajador. Sin embargo, Francisco I, hábil y perspicaz, lo acorrala con preguntas, contradicciones y objeciones hasta hacerlo tropezar. En un momento, el mismo Taverna, ya confundido, justifica que la ejecución se hiciera de noche "por respeto" al rey de Francia, con lo que sin querer reconoce que Maravilla era efectivamente su representante.


Capítulo X: Hablar pronto o tardío

No todos los hombres, dice, han sido dotados por igual en la oratoria: algunos tienen una lengua pronta y ágil, capaz de replicar al instante; otros, por el contrario, necesitan tiempo y calma para formular un discurso sólido.

A partir de esta distinción, Montaigne propone que a cada estilo corresponde mejor una profesión. El predicador, que habla en un entorno controlado y dispone de tiempo para redactar y revisar su discurso, se beneficiará más del estilo reflexivo y pausado. En cambio, el abogado —que debe responder rápidamente, refutar argumentos en el momento y adaptarse al curso de un juicio— necesita una elocuencia más inmediata y ágil.

Para ilustrarlo, narra un episodio diplomático ocurrido durante una entrevista entre el papa Clemente y el rey de Francia. El orador designado era el señor Poyet, un abogado célebre por su elocuencia forense. Sin embargo, aunque había preparado cuidadosamente su discurso (e incluso algunos sospechaban que lo traía escrito desde París), el papa envió a última hora un nuevo argumento que debía tratarse, opuesto al discurso que Poyet ya tenía elaborado. Incapaz de improvisar con soltura sobre ese nuevo tema, el orador fue reemplazado en la ceremonia por el cardenal del Bellay. 

En Francia se encuentran mejores abogados que predicadores, lo que podría interpretarse como un elogio indirecto a la agilidad mental frente al discurso religioso, más rígido o solemne. Para Montaigne, la improvisación es una virtud del espíritu, mientras que la lentitud y el reposo pertenecen al juicio. Ambos estilos tienen su valor, pero deben saberse aplicar según la ocasión.

Un ejemplo de esto es Severo Casio, un orador que hablaba mejor sin preparación previa. Casio sacaba ventaja de las interrupciones, y sus enemigos temían hacerlo enojar, pues su cólera no debilitaba su discurso, sino que lo intensificaba. Este tipo de elocuencia, dice Montaigne, pertenece a aquellos cuyo ingenio no responde bien al trabajo meticuloso ni a la meditación prolongada.

Montaigne observa que, en algunas personas, lo que no se produce libremente, como un juego del espíritu, no puede obtenerse por más esfuerzo que se haga. Por el contrario, quienes trabajan laboriosamente en su discurso suelen transmitir esa misma rigidez, y el resultado puede volverse seco, falto de naturalidad o de vida. Así como el agua no puede fluir con fuerza por un canal demasiado estrecho, el pensamiento demasiado contenido, forzado por la voluntad de acierto, encuentra obstáculos que lo sofocan.

El tipo de elocuencia espontánea necesita, más que emoción o turbación, una ocasión que la estimule, un entorno que la despierte. No vive en la calma ni en el aislamiento, sino que requiere la chispa del momento, el desafío de la situación. En su caso personal, Montaigne confiesa que su mente rinde mejor en lo inesperado que en lo planeado, que se expresa con más viveza hablando que escribiendo, y que su inspiración lo ayuda más que su razón.

Reconoce incluso que a veces escribe cosas cuyo sentido no comprende del todo en el momento, y que sólo después —cuando la casualidad se lo revela— entiende su profundidad o alcance. A veces otro capta antes que él lo que quiso decir. Si eliminara esas frases, apenas le quedaría algo en sus textos. Esa revelación posterior, casi misteriosa, le demuestra cuán limitado es su propio entendimiento sobre lo que ha producido. Así, Montaigne elogia esa clase de genio que brota sin esfuerzo consciente, casi como un don, y celebra la vitalidad del pensamiento cuando este se expresa más por impulso que por cálculo.

Conclusión

En estos capítulos Montaigne hace una exposición clara de lo que es la naturaleza humana para él. A través de ejemplos históricos y de observaciones personales, Montaigne pone en cuestión la coherencia entre nuestras intenciones y nuestros actos, mostrando cómo el poder, la pasión, el miedo o la costumbre pueden torcer la voluntad e incluso justificar la traición o la mentira. Frente a este panorama, el autor defiende la integridad interior, la fidelidad a la palabra dada y la honestidad consigo mismo como valores fundamentales. Su estilo, profundamente introspectivo y lúcido, revela una conciencia que no se presenta como ejemplar, sino como humana, imperfecta y contradictoria, pero empeñada en comprenderse a sí misma. En este esfuerzo por mirar hacia adentro y hacia los demás sin disimulo, Montaigne funda una ética del juicio personal y del respeto por la verdad, que sigue resonando con fuerza en nuestra época.

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