Domingo de Soto y Juan de Robles, ambos prominentes teólogos y juristas del Renacimiento español, abordaron cuestiones cruciales sobre la justicia social y el papel de los pobres en la sociedad a través de sus respectivos escritos y debates. Su discusión sobre la situación de los pobres refleja una preocupación compartida por la ética social y el impacto de la ley en los más vulnerables, pero también revela diferencias significativas en sus enfoques y conclusiones.
DELIBERACIÓN EN LA CAUSA DE LOS POBRES
Contexto:
La Ley Tavera, promulgada en 1541 por el cardenal Juan Pardo de Tavera, presidente del Consejo de Castilla durante el reinado de Carlos V, fue una legislación clave que abordaba la organización de la asistencia a los pobres en España. Su principal objetivo era regular la mendicidad y crear un sistema más eficiente de distribución de la limosna, evitando el abuso del sistema de caridad por parte de falsos mendigos y garantizando que los recursos llegaran a los necesitados verdaderos.
Contexto
Durante el siglo XVI, España se enfrentaba a una crisis de pobreza. La situación fue exacerbada por diversos factores, entre ellos el crecimiento demográfico, la migración interna hacia las ciudades, las guerras y el declive económico en algunas regiones rurales. Como resultado, la mendicidad se convirtió en un problema generalizado, con muchos mendigos (reales y falsos) que saturaban las ciudades pidiendo limosna. Esta situación generaba tensiones tanto entre la población como entre las autoridades, ya que la caridad no siempre se distribuía de manera equitativa ni eficiente.
Objetivos de la Ley Tavera
El objetivo principal de la ley era regular y organizar la ayuda a los pobres para evitar abusos y mejorar la administración de los recursos. Los puntos clave de la Ley Tavera fueron:
Control de la mendicidad: La ley estipulaba que los mendigos no debían vagar por las calles pidiendo limosna, una práctica que se veía como una molestia para los ciudadanos y, en algunos casos, como un fraude. Solo los mendigos autorizados, aquellos que eran reconocidos oficialmente como verdaderos necesitados, podían recibir ayuda.
Creación de juntas de caridad: La Ley Tavera promovía la creación de juntas de caridad o juntas de beneficencia, las cuales se encargarían de censar a los pobres y distribuir las limosnas de manera organizada. Estas juntas eran compuestas por autoridades locales, eclesiásticas y civiles, que se encargaban de supervisar quiénes eran los verdaderos necesitados y distribuir la ayuda adecuadamente.
Censura de pobres verdaderos y falsos: Para garantizar que las limosnas llegaran a quienes realmente las necesitaban, la ley proponía un censo de los pobres. Se hacía un registro de los mendigos en las localidades y se identificaba a los verdaderamente necesitados, excluyendo a los que podían trabajar o a aquellos que fingían ser pobres.
Reinserción de los pobres válidos al trabajo: Otro aspecto clave de la ley era que aquellos que eran físicamente aptos para trabajar debían ser reinsertados en el mercado laboral o, al menos, en actividades productivas, en lugar de depender exclusivamente de la limosna. Esto tenía como objetivo reducir la mendicidad y promover la autosuficiencia.
Distribución centralizada de la caridad: La ley proponía que la distribución de la limosna no fuera realizada por los ciudadanos de manera individual y desorganizada, sino que fuera gestionada de forma centralizada por las juntas de caridad, asegurando una administración más justa y eficiente de los recursos.
Impacto y consecuencias
La Ley Tavera fue un intento de reforma asistencial que buscaba humanizar la ayuda a los pobres, evitar los abusos de los mendigos falsos y organizar de manera más efectiva los recursos destinados a los más desfavorecidos. Aunque tuvo un impacto positivo en algunas áreas, no fue completamente efectiva a nivel general debido a la magnitud del problema de la pobreza y la resistencia de ciertos sectores a cambiar las prácticas tradicionales de caridad.
La ley también marcó un cambio de mentalidad en cuanto a la asistencia social en España, ya que, en lugar de una limosna indiscriminada, se promovió un sistema más racional y organizado. Además, inspiró futuras reformas y legislaciones sobre la caridad y el tratamiento de los pobres.
Así el rey Felipe pide a Domingo de Soto y Juan de Robles que analicen esta situación.
DOMINGO DE SOTO
CAPÍTULO 1
DEDICATORIA AL PRÍNCIPE FELIPE
Domingo de Soto se dirige respetuosamente al Príncipe de España, Felipe II, para presentarle su obra y justificar la importancia de su contenido, que trata sobre la organización de la limosna y la protección de los pobres. Soto comienza destacando la benignidad y la disposición del príncipe a escuchar diferentes opiniones, una cualidad que atribuye a los grandes gobernantes. De este modo, fundamenta su atrevimiento a ofrecer sus pensamientos, no con ánimo de contradicción, sino con el objetivo de contribuir a una mejor deliberación sobre un tema tan vital como la asistencia a los pobres.
El autor aclara que, si bien no tiene autoridad para establecer cambios en lo que ya se ha propuesto en torno a la organización de las limosnas, considera que una revisión detallada de los inconvenientes podría llevar a mejores soluciones. La limosna, señala, no solo debe ser vista como un acto de dar pan o dinero, sino como un deber cristiano más amplio que incluye cualquier tipo de socorro, ya sea material o espiritual, para quien lo necesite.
Soto defiende la idea de que aquellos que están en posiciones de poder, como el príncipe, deben actuar como jueces y protectores de los pobres, y sugiere que es responsabilidad de todos, en diferentes niveles, defender y apoyar a los más necesitados. Invoca a autoridades bíblicas y eclesiásticas como San Gregorio y San Isidoro, quienes afirmaban que la caridad debe ir más allá de lo material, extendiéndose al uso de las habilidades y talentos personales para el beneficio de los desfavorecidos. También subraya la importancia de esta causa para la salvación tanto de los ricos como de los pobres, ya que dejar de ayudar a los necesitados tiene consecuencias espirituales negativas.
Soto concluye su dedicación instando a que la causa de los pobres sea tratada con la máxima seriedad por parte de aquellos en el poder, como el Príncipe Felipe, a quien describe como el juez más adecuado para resolver este problema, dado su alto rango y proximidad a las decisiones reales.
CAPÍTULO 2
QUÉ ES LA NARRACIÓN
En las Cortes de Valladolid de 1523, los procuradores solicitaron al rey Carlos V que los pobres no vagaran por el reino pidiendo limosna, sino que fueran atendidos en sus lugares de origen. Aunque el rey aprobó la propuesta, esta no se implementó en la práctica. Posteriormente, en las Cortes de Madrid de 1528, se reiteró la queja sobre la falta de aplicación de estas medidas. El rey volvió a responder favorablemente, pero una vez más no se tomó acción concreta.
En las Cortes de 1534, se propuso una nueva medida en la que se ordenaba que en cada ciudad hubiera un diputado encargado de emitir cédulas a los mendigos, previa verificación de que fueran verdaderamente pobres. Se dispuso también que los mendigos capaces de trabajar fueran prohibidos de pedir limosna, mientras que los pobres legítimos debían ser atendidos en sus diócesis. Este fue otro intento por controlar la mendicidad y asegurar que la asistencia llegara a quienes realmente lo necesitaban.
En 1540, el Consejo Real de Madrid, basándose en una ley de 1387, emitió instrucciones detalladas para la ejecución de las leyes anteriores sobre la mendicidad. Estas incluían seis puntos clave: la verificación previa de la pobreza antes de permitir que una persona pidiera limosna; la prohibición de mendigar fuera de la localidad de origen, salvo en casos extremos como plagas o hambre; la necesidad de obtener una cédula emitida por el cura o un diputado local; la obligación de confesión para obtener dicha cédula; y restricciones adicionales para los peregrinos que viajaban a Santiago, limitando su capacidad de pedir fuera de los caminos establecidos. Asimismo, se instó a reformar los hospitales para que pudieran atender a los pobres sin que tuvieran que mendigar en las calles.
Tras estas disposiciones, las ciudades empezaron a aplicar medidas más estrictas contra la mendicidad descontrolada, y se nombraron mayordomos, diputados y alguaciles encargados de supervisar la distribución de la limosna, con el objetivo de asegurar que los pobres vergonzantes, aquellos que no querían mendigar abiertamente, recibieran una mejor atención.
CAPÍTULO 3
DE LOS VAGABUNDOS
Domingo nos dice que el consejo pretende analizar dos cosas:
- Averiguar aquello que es lícito
- Dentro de lo lícito lo que más conviene
De Soto menciona que este tipo de comportamiento es un tema nuevo, que no tiene base en el derecho común o en leyes antiguas del reino. Además, el autor considera que no está alineado con los principios del Evangelio ni con la buena razón, lo que sugiere que es una situación que necesita un mejor análisis o reconsideración.
Concepto de vagabundo
Se define el término "vagabundo" distinguiéndolo de personas que, aunque no tienen casa fija, se desplazan por razones legítimas. Un vagabundo, según De Soto, no solo es alguien que carece de hogar, sino alguien que vaga sin una necesidad o propósito útil, lo cual implica ociosidad y falta de oficio. Esta ociosidad le otorga al término una connotación negativa. Por el contrario, quienes viajan por motivos de trabajo, oficio o necesidad no deben ser considerados vagabundos ni merecen reprensión.
Domingo de Soto reflexiona sobre los vagabundos, distinguiendo entre aquellos que, teniendo la capacidad de trabajar, eligen no hacerlo y se dedican a mendigar. Soto argumenta que estos vagabundos deben ser castigados, basando su razonamiento en la ley divina, la ley natural y las leyes positivas.
Desde la ley divina, Soto justifica que los vagabundos que pueden trabajar, pero no lo hacen, deben ser castigados. Toma como referencia el pasaje del Génesis 3:19, donde Dios, tras expulsar a Adán del Paraíso, le manda que gane el pan con el sudor de su frente. Este mandato subraya que el trabajo es un deber para todos los hombres. Además, cita a San Pablo en 1 Tesalonicenses 3:10, donde reprende a los que viven ociosos y afirma: "El que no quiera trabajar, que no coma". Soto también menciona a Jesucristo en Mateo 10:10, donde dice que el "obrero es digno de su sustento", subrayando que solo quienes trabajan merecen ser alimentados. Estos textos bíblicos muestran que la ociosidad no tiene justificación en la vida cristiana.
En cuanto a la ley natural, Soto argumenta que la ociosidad es contraria a la naturaleza misma, ya que todo en el mundo fue creado para un propósito. Cita a Aristóteles, quien en su obra "Política" (Libro VII) divide la sociedad en aquellos que deben dedicarse al ocio para actividades como la contemplación y el gobierno, y aquellos que deben trabajar para sustentar la república. Soto refuerza su argumento con Séneca, quien en sus cartas morales (Epístola 119) compara la ociosidad en los hombres con el óxido que corroe el hierro, sugiriendo que la inactividad humana es destructiva. También recurre a Platón en su obra "La República", donde el filósofo ateniense afirma que la ociosidad es una "pestilencia" para la sociedad, y por eso la república debe eliminar a los ociosos.
Desde la perspectiva de las leyes positivas, Soto menciona las disposiciones del emperador Justiniano, recogidas en el Código de Justiniano (Libro XI), que prohíben que aquellos que tienen capacidad para trabajar mendiguen, ya que perjudican a los verdaderos pobres. Esta ley establece que quienes sean hallados sanos y mendigando deben ser obligados a trabajar. Además, Soto se refiere a las Leyes de la Partida en España, en las que se prohíbe que los vagabundos baldíos y ociosos sean tolerados, considerándolos enemigos de la república. Menciona también una ley de 1387, promulgada por el rey Juan I en Briviesca, que ordena que los vagabundos sanos sean obligados a trabajar o castigados con azotes.
CAPÍTULO 4
DE LOS POBRES EXTRANJEROS
Primero, Soto explica que no existe ningún precedente legal, ya sea en las leyes divinas, naturales o positivas, que obligue a los pobres legítimos a no salir de su tierra para pedir limosna. Al contrario, en el derecho común y en leyes anteriores del reino, siempre se ha hecho distinción entre pobres verdaderos y falsos, sin importar si eran nativos o extranjeros. Cita ejemplos de las leyes del emperador Justiniano y de los reyes españoles, como Enrique IV en las Leyes de Toro (1407), que protegían a los pobres enfermos, ancianos y verdaderamente necesitados, permitiéndoles permanecer en las ciudades, sin importar su origen.
Segundo, Soto apela a la justicia y la razón natural. Argumenta que el destierro es una pena severa que solo se justifica cuando alguien ha cometido un crimen. Si un pobre legítimo no ha cometido ningún delito, no puede ser expulsado de una ciudad por pedir limosna. Además, los pobres tienen derecho natural y divino a pedir ayuda cuando lo necesitan, y ningún príncipe o ley puede limitar ese derecho sin proporcionarles suficiente sustento.
Tercero, Soto argumenta que el mantenimiento de los pobres es una responsabilidad compartida. Así como en una ciudad los ricos ayudan a los pobres locales, los obispados y regiones ricas deben ayudar a los pobres de otras áreas más pobres, ya que todo el reino forma un solo cuerpo. Invoca la solidaridad cristiana y la interdependencia entre los miembros de la sociedad, citando a San Pablo (1 Corintios 12), que dice que todos los cristianos somos parte de un mismo cuerpo.
Cuarto, Soto menciona la hospitalidad, un valor profundamente arraigado en las culturas y religiones del mundo. Cita a Platón y a Teofrasto, que enaltecieron la hospitalidad, así como a San Pablo, quien la elogia en su Carta a los Hebreos. Soto concluye que, según las Escrituras, la hospitalidad es una obra de misericordia, y los peregrinos y extranjeros pobres deben ser acogidos, no expulsados.
Finalmente, Soto refuerza su argumento con referencias bíblicas, como en Éxodo 23:9, donde se insta a no oprimir a los peregrinos, y en Levítico 23:22 y Deuteronomio 10:18, donde se ordena ayudar a los pobres y extranjeros, dejándoles espigas durante la cosecha. Con esto, concluye que es un deber cristiano acoger y ayudar a los pobres, sean locales o forasteros, y que no se debe limitar su movimiento cuando buscan ayuda en otras tierras.
CAPÍTULO 5
DONDE SE RESPONDE A LAS RAZONES EN CONTRARIO
Soto responde a una ordenación introducida en Hipre, Flandes, que restringía la entrada de pobres extranjeros, salvo que hubieran sufrido grandes desastres. El autor argumenta que, aunque dicha medida haya sido aprobada en esa región, no debe considerarse como ley general, y advierte que prohibir a los pobres extranjeros solicitar ayuda no tiene sustento en la Sagrada Escritura ni en el Derecho.
Soto comienza rechazando la justificación de dicha ordenación, sosteniendo que negar la entrada a los pobres extranjeros para pedir limosna carece de apoyo legal, ya que no existe en las leyes divinas, naturales o positivas ninguna disposición que lo respalde. Menciona que incluso el Concilio Turonense II, celebrado casi mil años antes, solo recomendaba a cada ciudad proveer adecuadamente a sus pobres para que no tuvieran que mendigar en otras tierras, sin imponer ninguna prohibición a los pobres para que no salieran de sus lugares de origen.
Soto recurre a la tradición cristiana, citando ejemplos como el de San Cipriano, quien exhortaba a los obispos a cuidar de sus pobres, e incluso ofrecía mantener a los pobres de otras ciudades si estas no podían hacerlo. Destaca que en los primeros tiempos de la Iglesia no se evitaba que los pobres emigraran; más bien, se les proveía abundantemente para que no tuvieran necesidad de abandonar sus tierras. Por ello, le sorprende que se haya solicitado al Papa una bula para prohibir que los pobres salgan de sus naturalezas a pedir limosna.
Soto analiza las posibles razones detrás de la petición de prohibir a los pobres extranjeros. Señala que algunos podrían argumentar que una región no está obligada a mantener a los pobres de otras tierras. No obstante, él responde que, aunque no estén obligados a mantenerlos, no se les puede negar el derecho a pedir limosna, ya que esto forma parte del derecho natural y divino. Además, añade que las tierras más ricas, al contar con más recursos, tienen la obligación moral de ser más generosas con los pobres.
También responde a la idea de que los ricos deben priorizar la ayuda a sus compatriotas antes que a los extranjeros, citando a San Pablo en Gálatas 6:10, donde se recomienda hacer el bien a todos, comenzando por los más cercanos, pero sin excluir a los forasteros.
Finalmente, Soto aborda la preocupación de que los pobres extranjeros puedan traer pestilencias o cometer delitos. Reconoce que hay delincuentes en todos los grupos sociales, pero sostiene que no se puede privar a los pobres de sus derechos solo por el comportamiento de unos pocos. Concluye que, dado que no todas las tierras son iguales en riqueza, número de pobres o caridad, no se puede imponer una ley general que prohíba a los pobres salir de sus tierras para pedir limosna en otras regiones.
CAPÍTULO 6
DE LOS PEREGRINOS DE SANTIAGO
En este pasaje, Domingo de Soto reflexiona sobre el tratamiento de los peregrinos que viajan a Santiago de Compostela, y en particular sobre una ley que les prohíbe desviarse más de cuatro leguas del camino establecido. Soto defiende que la peregrinación es, por naturaleza, una obra de virtud y religión, y aunque algunos abusen de ella, no debería ser desalentada de manera generalizada, especialmente para los peregrinos extranjeros, quienes suelen tener un verdadero celo religioso.
Soto advierte que en otros países podría tomarse un mal ejemplo si a los peregrinos se les tratase de manera estricta, como si fueran ganado, y critica la restricción severa, recordando que el camino a Santiago es estéril y pobre, lo que limita las posibilidades de dar suficientes limosnas a tantos peregrinos. Además, señala que algunos peregrinos extranjeros podrían desear visitar la Corte de Castilla u otros lugares importantes, y no habría una razón justa para impedirles hacerlo, aunque podrían establecerse límites de tiempo para su estadía.
De Soto aclara que no cree que el Consejo de Su Majestad tenga la intención de restringir la libertad de movimiento de los peregrinos de buena fe, sino que estas medidas están dirigidas contra los que se convierten en vagabundos al quedarse inactivos en la Corte o el reino. Concluye que la distinción que debe hacerse no es entre pobres naturales y extranjeros, sino entre pobres verdaderos y falsos. Los verdaderos pobres, ya sean naturales o extranjeros, merecen ayuda, mientras que los vagabundos y holgazanes, sean del lugar o forasteros, deben ser castigados.
CAPÍTULO 7
DEL FIN QUE SE DEBE PROPONER EN ESTAS INSTITUCIONES
Domingo de Soto se centra en la segunda parte de su argumento: cómo las leyes que regulan la ayuda a los pobres deben ejecutarse de manera más acorde con la piedad y la religión cristiana. Soto comienza recordando los seis puntos propuestos en las leyes del reino, entre los cuales se encuentran la obligación de examinar a los pobres, que no se les permita pedir fuera de su tierra, y la necesidad de obtener cédulas o certificaciones para mendigar. Reflexiona sobre si estas medidas son justas o si, en cambio, responden más al cansancio o al rechazo hacia los pobres que a un genuino interés en su bienestar.
Soto argumenta que el fin principal de cualquier medida hacia los pobres no debe ser el hastío o el castigo de los vagabundos, sino la compasión y el amor hacia los necesitados. Cita a Aristóteles en su obra Ética para subrayar que el propósito de cualquier acción debe guiar los medios empleados, y en este caso, el objetivo debe ser asegurar que los pobres sean mejor atendidos y no perseguidos o limitados de manera innecesaria. Soto advierte que algunas de las leyes actuales parecen reflejar más un deseo de deshacerse de los pobres que una verdadera caridad cristiana.
Se pregunta cómo habrían reaccionado santos como San Ambrosio o San Crisóstomo si hubieran visto que los pobres son sometidos a tantas restricciones, como la necesidad de ser examinados, obtener cédulas, y permanecer en sus tierras. Para él, estas leyes no parecen nacer de un amor verdadero hacia los pobres, sino de un rechazo hacia su presencia. Soto advierte que los cristianos deben evitar caer en la trampa de menospreciar a los pobres, pues este desprecio podría llevarlos a cometer graves errores ante Dios, citando el Libro de la Sabiduría (5:3-5), donde los ricos se arrepienten al ver a los pobres elevados en el Reino de Dios.
Soto destaca que, a lo largo de la Sagrada Escritura, la pobreza ha sido continuamente alabada, mientras que la riqueza, aunque lícita, no recibe el mismo elogio. Cita a David y otros pasajes bíblicos que piden a Dios que proteja y ayude a los pobres. Incluso Jesucristo comenzó su predicación alabando a los pobres de espíritu y condenando la idolatría de las riquezas. En este contexto, Soto insiste en que las leyes no deben hacer que los pobres sean vistos como una molestia, sino que deben honrar el estado de pobreza, ya que el propio Jesucristo escogió vivir como pobre en la Tierra.
Por último, Soto critica que el fin de las leyes no debe ser simplemente aliviar a la sociedad de los vagabundos, ya que la verdadera caridad no consiste solo en reducir el número de pobres visibles. Incluso si se expulsa a los vagabundos, advierte que esto no necesariamente beneficiará al estado ni mejorará la situación de los pobres avergonzados. Concluye que el objetivo principal de todas las leyes sobre los pobres debe ser remediar sus necesidades de la manera más eficaz posible, asegurando que las medidas sean más misericordiosas y no meramente punitivas.
CAPÍTULO 8
DEL PRECEPTO DE LA LIMOSNA
De Soto comienza argumentando que las limosnas que los ricos entregan a los pobres no son simplemente actos de generosidad voluntaria, sino un deber moral impuesto por Dios. Siguiendo la tradición de los Padres de la Iglesia, como San Ambrosio y San Jerónimo, quienes afirmaban que no compartir con los pobres lo que uno posee en exceso es, en cierto modo, un acto de robo, de Soto sostiene que los bienes materiales, aunque distribuidos de forma desigual, están destinados al beneficio común.
El filósofo subraya la idea de que los ricos no tienen derecho a retener lo que les sobra cuando otros carecen de lo necesario. De hecho, los bienes han sido confiados a ellos por Dios con el propósito de mantener a los más desfavorecidos, y esta distribución desigual tiene una finalidad divina: fomentar la caridad entre los hombres. De Soto explica que Dios podría haber repartido los bienes de manera más equitativa, pero prefirió permitir esta desigualdad para fortalecer los lazos de caridad entre los miembros de la sociedad. Este concepto se enmarca dentro de una visión orgánica de la humanidad, donde todos los individuos son partes de un mismo cuerpo social, y al igual que los miembros del cuerpo se sostienen unos a otros, los ricos deben socorrer a los pobres cuando estos lo necesiten.
Domingo de Soto también recurre a las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino, citando su afirmación de que los ricos están obligados a hacer limosnas no solo en situaciones de extrema necesidad, sino también cuando el prójimo tiene carencias moderadas. Esta obligación se extiende más allá de casos de urgencia, pues según el Evangelio, se debe amar al prójimo como a uno mismo, lo cual implica ayudar siempre que sea posible. De hecho, De Soto se refiere a una cita del Evangelio de San Juan (1 Jn 3, 17) donde se advierte que quien tiene bienes materiales y no ayuda a su hermano necesitado no puede estar en caridad con él. En este sentido, retener más de lo necesario para el propio bienestar, mientras otros sufren, es un acto contrario a la ley de Cristo.
El salamantino también menciona que San Lucas (Lc 3, 11) nos insta a compartir con los que no tienen: "El que tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene". De Soto destaca que este mandato no está dirigido solo a quienes tienen grandes riquezas, sino a todos aquellos que poseen más de lo necesario. La caridad no es una opción reservada a los más pudientes, sino una obligación que concierne a todos los que tienen algún exceso, por pequeño que sea. De Soto refuerza la idea de que la caridad y la limosna no dependen de grandes fortunas, ya que incluso el que tiene dos túnicas debe dar una a quien no tiene ninguna.
Al tratar el concepto de justicia distributiva, De Soto sigue la enseñanza de los padres de la Iglesia, quienes afirmaban que los bienes del mundo fueron creados por Dios para el beneficio común de la humanidad. En este sentido, cuando los ricos retienen sus bienes sin compartirlos con los pobres, están violando la ley divina, que establece que en tiempos de necesidad, los bienes deben ser compartidos de manera común. El texto menciona cómo San Jerónimo, en el canon hospitalem, asegura que quien retiene más bienes de los que necesita está cometiendo un acto de rapiña, apropiándose de lo que en justicia pertenece a los pobres.
Domingo de Soto, siguiendo a los teólogos y doctores de la Iglesia, critica con dureza la avaricia de los ricos, quienes se excusan diciendo que no están tomando lo ajeno al guardar sus bienes. San Ambrosio, sobre el pasaje de San Lucas, reprende a los ricos argumentando que nada de lo que poseen es verdaderamente suyo, ya que al nacer no trajeron nada al mundo. Esta crítica subraya que los bienes materiales son propiedad común de la humanidad y que retener en exceso es una violación de este principio. Ambrosio llega incluso a decir que Dios no es un distribuidor injusto por haber dado más bienes a unos que a otros, ya que su intención es que los ricos actúen con generosidad, experimenten la virtud de la misericordia y ayuden a los pobres, quienes a su vez ganan méritos a través de su paciencia.
Finalmente, Domingo de Soto advierte sobre las consecuencias eternas de no cumplir con este deber de caridad. El texto cita el pasaje del Evangelio de San Mateo (Mt 25, 42-45), donde Jesús dice: "Tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me diste de beber", refiriéndose a las obras de misericordia como criterio para el juicio final. De Soto insiste en que quienes no practican la caridad, aun teniendo la capacidad de hacerlo, están en peligro de condenarse. Este es uno de los puntos que más preocupaba a San Agustín, quien en su comentario sobre San Mateo expresó su asombro de que Cristo, en su juicio, no menciona otros pecados más grandes que la falta de misericordia como causa de condenación. Esto implica que la omisión de la caridad hacia los pobres es un pecado tan grave que puede llevar a la perdición eterna.
CAPÍTULO 9
DEL EXAMEN DE LOS VERDADEROS POBRES
Soto argumenta que, aunque es razonable y justo evitar que los vagabundos y falsos pobres se beneficien indebidamente, es fundamental que en el proceso de discernimiento se apliquen criterios que favorezcan más la misericordia que el rigor.
El autor señala que, aunque es necesario que los pobres sean examinados para determinar si realmente son necesitados, no se debe actuar con un rigor excesivo que nazca del desprecio o el odio hacia los pobres. La justicia es un principio que debe aplicarse con prudencia y en equilibrio con la misericordia. Soto advierte contra un exceso de celo en la persecución de los falsos mendigos, ya que podría tener su origen en un deseo de castigar a los pobres, más que en un auténtico interés por el bien común.
Además, Soto destaca las diferencias en la manera en que se trata a los ricos y a los pobres en términos de justicia. Mientras que los ricos tienen medios para defenderse de las acusaciones e injusticias mediante el poder, las influencias o el soborno, los pobres, desprovistos de recursos, no pueden defenderse y solo les queda sufrir en silencio.
También aborda la cuestión de los pobres legítimos, explicando que la pobreza no necesariamente implica una discapacidad física o enfermedad, sino que puede ser el resultado de la debilidad, la vejez, la falta de trabajo, o incluso la pérdida de la hacienda. En este sentido, Soto sostiene que siempre se debe favorecer al pobre en situaciones de duda, antes que privarlo de la posibilidad de recibir limosna.
Soto menciona la parábola del trigo y la cizaña del Evangelio de Mateo como una metáfora para su argumento, sugiriendo que es mejor tolerar la presencia de algunos pobres falsos antes que excluir a los verdaderos necesitados. En esta línea, critica la excesiva severidad que a menudo se emplea contra los pobres, especialmente cuando se compara con la indulgencia con que se trata a los ricos, que pueden cometer fraudes mucho mayores sin que se les juzgue con el mismo rigor.
Por último, Domingo de Soto alerta sobre la dureza del corazón de los ricos y cita a San Crisóstomo, quien denuncia la hipocresía de quienes critican a los pobres por fingir enfermedades o desgracias para obtener limosnas, mientras que esos mismos ricos disfrutan de lujos y placeres sin preocuparse por las necesidades ajenas. Concluye que, en muchos casos, el fingimiento de los pobres no es más que un reflejo de la crueldad e indiferencia de los ricos, quienes con su inhumanidad los obligan a recurrir a tales engaños.
Así, Domingo de Soto propone que, en lugar de centrar tanto esfuerzo en controlar y castigar a los pobres, se debe ejercer más misericordia y buscar soluciones más justas para aliviar su sufrimiento, reconociendo las injusticias estructurales que a menudo los llevan a la pobreza.
CAPÍTULO 10
DEL EXAMEN DE LA VIDA Y COSTUMBRES DE LOS POBRES
Soto analiza la tendencia a juzgar la vida y costumbres de los pobres, considerando si son personas moralmente aptas para recibir ayuda. Aunque admite que la corrección fraternal es valiosa y necesaria, cuestiona la mezcla entre justicia y misericordia cuando se trata de la limosna.
Soto señala que la misericordia, representada por la limosna, no debe condicionarse a la moralidad del pobre. El simple hecho de estar en necesidad es suficiente para que un pobre merezca limosna. Cita a San Crisóstomo para respaldar esta idea, argumentando que la misericordia debe ser indiscriminada, como el sol y la lluvia que Dios envía tanto sobre buenos como malos. La limosna, en su raíz, no es una recompensa por la virtud, sino un acto de compasión hacia la pobreza.
Asimismo, Soto critica a quienes se excusan de dar limosna al señalar los vicios de los pobres. Destaca que la caridad no es una herramienta para castigar a los pobres por su comportamiento, y que la verdadera misericordia consiste en socorrer la necesidad, no en escudriñar la vida de la persona.
En este contexto, San Ambrosio y San Agustín son citados para reforzar que la caridad no debe limitarse a los justos, sino que debe alcanzar incluso a los pecadores. San Agustín subraya que, si bien no se debe favorecer el pecado del pobre, tampoco se debe negar la limosna si esta ayuda no contribuye directamente a la perpetuación de sus vicios.
Soto también rechaza la idea de imponer condiciones espirituales estrictas para recibir limosna, como exigir que los pobres se confiesen antes de obtener ayuda. Argumenta que esto generaría odio hacia los sacramentos y provocaría confesiones falsas, violando la pureza del sacramento. También advierte que es injusto someter a los pobres a penas tan severas, como privarlos de alimento si no cumplen con ciertos requisitos religiosos.
Finalmente, Soto advierte que, si bien es justo combatir los abusos entre los pobres vagabundos y mendigos falsos, no debe reducirse la limosna ni enfriarse la caridad por temor a que algunos se aprovechen. La limosna es esencial para la salvación cristiana y para la redención de los pecados, según el Evangelio, y debe ser practicada generosamente, sin demasiadas restricciones que limiten su eficacia.
CAPÍTULO 11
SI LOS MENDIGANTES ES MEJOR RECOGERLOSQUE PERMITIRLES MENDIGAR