jueves, 10 de octubre de 2024

Domingo de Soto y Juan de Robles - Deliberación en la causa de los pobres (1545)

 


Domingo de Soto y Juan de Robles, ambos prominentes teólogos y juristas del Renacimiento español, abordaron cuestiones cruciales sobre la justicia social y el papel de los pobres en la sociedad a través de sus respectivos escritos y debates. Su discusión sobre la situación de los pobres refleja una preocupación compartida por la ética social y el impacto de la ley en los más vulnerables, pero también revela diferencias significativas en sus enfoques y conclusiones.

DELIBERACIÓN EN LA CAUSA DE LOS POBRES

Contexto:

La Ley Tavera, promulgada en 1541 por el cardenal Juan Pardo de Tavera, presidente del Consejo de Castilla durante el reinado de Carlos V, fue una legislación clave que abordaba la organización de la asistencia a los pobres en España. Su principal objetivo era regular la mendicidad y crear un sistema más eficiente de distribución de la limosna, evitando el abuso del sistema de caridad por parte de falsos mendigos y garantizando que los recursos llegaran a los necesitados verdaderos.

Contexto

Durante el siglo XVI, España se enfrentaba a una crisis de pobreza. La situación fue exacerbada por diversos factores, entre ellos el crecimiento demográfico, la migración interna hacia las ciudades, las guerras y el declive económico en algunas regiones rurales. Como resultado, la mendicidad se convirtió en un problema generalizado, con muchos mendigos (reales y falsos) que saturaban las ciudades pidiendo limosna. Esta situación generaba tensiones tanto entre la población como entre las autoridades, ya que la caridad no siempre se distribuía de manera equitativa ni eficiente.

Objetivos de la Ley Tavera

El objetivo principal de la ley era regular y organizar la ayuda a los pobres para evitar abusos y mejorar la administración de los recursos. Los puntos clave de la Ley Tavera fueron:

  1. Control de la mendicidad: La ley estipulaba que los mendigos no debían vagar por las calles pidiendo limosna, una práctica que se veía como una molestia para los ciudadanos y, en algunos casos, como un fraude. Solo los mendigos autorizados, aquellos que eran reconocidos oficialmente como verdaderos necesitados, podían recibir ayuda.

  2. Creación de juntas de caridad: La Ley Tavera promovía la creación de juntas de caridad o juntas de beneficencia, las cuales se encargarían de censar a los pobres y distribuir las limosnas de manera organizada. Estas juntas eran compuestas por autoridades locales, eclesiásticas y civiles, que se encargaban de supervisar quiénes eran los verdaderos necesitados y distribuir la ayuda adecuadamente.

  3. Censura de pobres verdaderos y falsos: Para garantizar que las limosnas llegaran a quienes realmente las necesitaban, la ley proponía un censo de los pobres. Se hacía un registro de los mendigos en las localidades y se identificaba a los verdaderamente necesitados, excluyendo a los que podían trabajar o a aquellos que fingían ser pobres.

  4. Reinserción de los pobres válidos al trabajo: Otro aspecto clave de la ley era que aquellos que eran físicamente aptos para trabajar debían ser reinsertados en el mercado laboral o, al menos, en actividades productivas, en lugar de depender exclusivamente de la limosna. Esto tenía como objetivo reducir la mendicidad y promover la autosuficiencia.

  5. Distribución centralizada de la caridad: La ley proponía que la distribución de la limosna no fuera realizada por los ciudadanos de manera individual y desorganizada, sino que fuera gestionada de forma centralizada por las juntas de caridad, asegurando una administración más justa y eficiente de los recursos.

Impacto y consecuencias

La Ley Tavera fue un intento de reforma asistencial que buscaba humanizar la ayuda a los pobres, evitar los abusos de los mendigos falsos y organizar de manera más efectiva los recursos destinados a los más desfavorecidos. Aunque tuvo un impacto positivo en algunas áreas, no fue completamente efectiva a nivel general debido a la magnitud del problema de la pobreza y la resistencia de ciertos sectores a cambiar las prácticas tradicionales de caridad.

La ley también marcó un cambio de mentalidad en cuanto a la asistencia social en España, ya que, en lugar de una limosna indiscriminada, se promovió un sistema más racional y organizado. Además, inspiró futuras reformas y legislaciones sobre la caridad y el tratamiento de los pobres.

Así el rey Felipe pide a Domingo de Soto y Juan de Robles que analicen esta situación.


DOMINGO DE SOTO

CAPÍTULO 1

DEDICATORIA AL PRÍNCIPE FELIPE

Domingo de Soto se dirige respetuosamente al Príncipe de España, Felipe II, para presentarle su obra y justificar la importancia de su contenido, que trata sobre la organización de la limosna y la protección de los pobres. Soto comienza destacando la benignidad y la disposición del príncipe a escuchar diferentes opiniones, una cualidad que atribuye a los grandes gobernantes. De este modo, fundamenta su atrevimiento a ofrecer sus pensamientos, no con ánimo de contradicción, sino con el objetivo de contribuir a una mejor deliberación sobre un tema tan vital como la asistencia a los pobres.

El autor aclara que, si bien no tiene autoridad para establecer cambios en lo que ya se ha propuesto en torno a la organización de las limosnas, considera que una revisión detallada de los inconvenientes podría llevar a mejores soluciones. La limosna, señala, no solo debe ser vista como un acto de dar pan o dinero, sino como un deber cristiano más amplio que incluye cualquier tipo de socorro, ya sea material o espiritual, para quien lo necesite.

Soto defiende la idea de que aquellos que están en posiciones de poder, como el príncipe, deben actuar como jueces y protectores de los pobres, y sugiere que es responsabilidad de todos, en diferentes niveles, defender y apoyar a los más necesitados. Invoca a autoridades bíblicas y eclesiásticas como San Gregorio y San Isidoro, quienes afirmaban que la caridad debe ir más allá de lo material, extendiéndose al uso de las habilidades y talentos personales para el beneficio de los desfavorecidos. También subraya la importancia de esta causa para la salvación tanto de los ricos como de los pobres, ya que dejar de ayudar a los necesitados tiene consecuencias espirituales negativas.

Soto concluye su dedicación instando a que la causa de los pobres sea tratada con la máxima seriedad por parte de aquellos en el poder, como el Príncipe Felipe, a quien describe como el juez más adecuado para resolver este problema, dado su alto rango y proximidad a las decisiones reales.

CAPÍTULO 2

QUÉ ES LA NARRACIÓN

En las Cortes de Valladolid de 1523, los procuradores solicitaron al rey Carlos V que los pobres no vagaran por el reino pidiendo limosna, sino que fueran atendidos en sus lugares de origen. Aunque el rey aprobó la propuesta, esta no se implementó en la práctica. Posteriormente, en las Cortes de Madrid de 1528, se reiteró la queja sobre la falta de aplicación de estas medidas. El rey volvió a responder favorablemente, pero una vez más no se tomó acción concreta.

En las Cortes de 1534, se propuso una nueva medida en la que se ordenaba que en cada ciudad hubiera un diputado encargado de emitir cédulas a los mendigos, previa verificación de que fueran verdaderamente pobres. Se dispuso también que los mendigos capaces de trabajar fueran prohibidos de pedir limosna, mientras que los pobres legítimos debían ser atendidos en sus diócesis. Este fue otro intento por controlar la mendicidad y asegurar que la asistencia llegara a quienes realmente lo necesitaban.

En 1540, el Consejo Real de Madrid, basándose en una ley de 1387, emitió instrucciones detalladas para la ejecución de las leyes anteriores sobre la mendicidad. Estas incluían seis puntos clave: la verificación previa de la pobreza antes de permitir que una persona pidiera limosna; la prohibición de mendigar fuera de la localidad de origen, salvo en casos extremos como plagas o hambre; la necesidad de obtener una cédula emitida por el cura o un diputado local; la obligación de confesión para obtener dicha cédula; y restricciones adicionales para los peregrinos que viajaban a Santiago, limitando su capacidad de pedir fuera de los caminos establecidos. Asimismo, se instó a reformar los hospitales para que pudieran atender a los pobres sin que tuvieran que mendigar en las calles.

Tras estas disposiciones, las ciudades empezaron a aplicar medidas más estrictas contra la mendicidad descontrolada, y se nombraron mayordomos, diputados y alguaciles encargados de supervisar la distribución de la limosna, con el objetivo de asegurar que los pobres vergonzantes, aquellos que no querían mendigar abiertamente, recibieran una mejor atención.

CAPÍTULO 3

DE LOS VAGABUNDOS

Domingo nos dice que el consejo pretende analizar dos cosas:

  • Averiguar aquello que es lícito
  • Dentro de lo lícito lo que más conviene

Por lo demás, existen dos tipos de pobres:

Vagabundos baldíos y holgazanes: Estos son individuos que, sin ser realmente pobres, fingen pobreza para pedir limosna. Según el texto, estos vagabundos han sido objeto de regulaciones tanto en leyes antiguas del reino como en el derecho común, divino y natural, que prohíben que sean tolerados sin castigo. En otras palabras, se considera que su conducta es reprobable y debe ser sancionada.

Pobres legítimos fuera de sus naturalezas: Se refiere a aquellos que, siendo verdaderamente pobres, salen de sus lugares de origen (sus naturalezas) y recorren el reino pidiendo limosna.

De Soto menciona que este tipo de comportamiento es un tema nuevo, que no tiene base en el derecho común o en leyes antiguas del reino. Además, el autor considera que no está alineado con los principios del Evangelio ni con la buena razón, lo que sugiere que es una situación que necesita un mejor análisis o reconsideración.

Concepto de vagabundo

Se define el término "vagabundo" distinguiéndolo de personas que, aunque no tienen casa fija, se desplazan por razones legítimas. Un vagabundo, según De Soto, no solo es alguien que carece de hogar, sino alguien que vaga sin una necesidad o propósito útil, lo cual implica ociosidad y falta de oficio. Esta ociosidad le otorga al término una connotación negativa. Por el contrario, quienes viajan por motivos de trabajo, oficio o necesidad no deben ser considerados vagabundos ni merecen reprensión.

Domingo de Soto reflexiona sobre los vagabundos, distinguiendo entre aquellos que, teniendo la capacidad de trabajar, eligen no hacerlo y se dedican a mendigar. Soto argumenta que estos vagabundos deben ser castigados, basando su razonamiento en la ley divina, la ley natural y las leyes positivas.

Desde la ley divina, Soto justifica que los vagabundos que pueden trabajar, pero no lo hacen, deben ser castigados. Toma como referencia el pasaje del Génesis 3:19, donde Dios, tras expulsar a Adán del Paraíso, le manda que gane el pan con el sudor de su frente. Este mandato subraya que el trabajo es un deber para todos los hombres. Además, cita a San Pablo en 1 Tesalonicenses 3:10, donde reprende a los que viven ociosos y afirma: "El que no quiera trabajar, que no coma". Soto también menciona a Jesucristo en Mateo 10:10, donde dice que el "obrero es digno de su sustento", subrayando que solo quienes trabajan merecen ser alimentados. Estos textos bíblicos muestran que la ociosidad no tiene justificación en la vida cristiana.

En cuanto a la ley natural, Soto argumenta que la ociosidad es contraria a la naturaleza misma, ya que todo en el mundo fue creado para un propósito. Cita a Aristóteles, quien en su obra "Política" (Libro VII) divide la sociedad en aquellos que deben dedicarse al ocio para actividades como la contemplación y el gobierno, y aquellos que deben trabajar para sustentar la república. Soto refuerza su argumento con Séneca, quien en sus cartas morales (Epístola 119) compara la ociosidad en los hombres con el óxido que corroe el hierro, sugiriendo que la inactividad humana es destructiva. También recurre a Platón en su obra "La República", donde el filósofo ateniense afirma que la ociosidad es una "pestilencia" para la sociedad, y por eso la república debe eliminar a los ociosos.

Desde la perspectiva de las leyes positivas, Soto menciona las disposiciones del emperador Justiniano, recogidas en el Código de Justiniano (Libro XI), que prohíben que aquellos que tienen capacidad para trabajar mendiguen, ya que perjudican a los verdaderos pobres. Esta ley establece que quienes sean hallados sanos y mendigando deben ser obligados a trabajar. Además, Soto se refiere a las Leyes de la Partida en España, en las que se prohíbe que los vagabundos baldíos y ociosos sean tolerados, considerándolos enemigos de la república. Menciona también una ley de 1387, promulgada por el rey Juan I en Briviesca, que ordena que los vagabundos sanos sean obligados a trabajar o castigados con azotes.


CAPÍTULO 4

DE LOS POBRES EXTRANJEROS

Primero, Soto explica que no existe ningún precedente legal, ya sea en las leyes divinas, naturales o positivas, que obligue a los pobres legítimos a no salir de su tierra para pedir limosna. Al contrario, en el derecho común y en leyes anteriores del reino, siempre se ha hecho distinción entre pobres verdaderos y falsos, sin importar si eran nativos o extranjeros. Cita ejemplos de las leyes del emperador Justiniano y de los reyes españoles, como Enrique IV en las Leyes de Toro (1407), que protegían a los pobres enfermos, ancianos y verdaderamente necesitados, permitiéndoles permanecer en las ciudades, sin importar su origen.

Segundo, Soto apela a la justicia y la razón natural. Argumenta que el destierro es una pena severa que solo se justifica cuando alguien ha cometido un crimen. Si un pobre legítimo no ha cometido ningún delito, no puede ser expulsado de una ciudad por pedir limosna. Además, los pobres tienen derecho natural y divino a pedir ayuda cuando lo necesitan, y ningún príncipe o ley puede limitar ese derecho sin proporcionarles suficiente sustento.

Tercero, Soto argumenta que el mantenimiento de los pobres es una responsabilidad compartida. Así como en una ciudad los ricos ayudan a los pobres locales, los obispados y regiones ricas deben ayudar a los pobres de otras áreas más pobres, ya que todo el reino forma un solo cuerpo. Invoca la solidaridad cristiana y la interdependencia entre los miembros de la sociedad, citando a San Pablo (1 Corintios 12), que dice que todos los cristianos somos parte de un mismo cuerpo.

Cuarto, Soto menciona la hospitalidad, un valor profundamente arraigado en las culturas y religiones del mundo. Cita a Platón y a Teofrasto, que enaltecieron la hospitalidad, así como a San Pablo, quien la elogia en su Carta a los Hebreos. Soto concluye que, según las Escrituras, la hospitalidad es una obra de misericordia, y los peregrinos y extranjeros pobres deben ser acogidos, no expulsados.

Finalmente, Soto refuerza su argumento con referencias bíblicas, como en Éxodo 23:9, donde se insta a no oprimir a los peregrinos, y en Levítico 23:22 y Deuteronomio 10:18, donde se ordena ayudar a los pobres y extranjeros, dejándoles espigas durante la cosecha. Con esto, concluye que es un deber cristiano acoger y ayudar a los pobres, sean locales o forasteros, y que no se debe limitar su movimiento cuando buscan ayuda en otras tierras.


CAPÍTULO 5

DONDE SE RESPONDE A LAS RAZONES EN CONTRARIO

Soto responde a una ordenación introducida en Hipre, Flandes, que restringía la entrada de pobres extranjeros, salvo que hubieran sufrido grandes desastres. El autor argumenta que, aunque dicha medida haya sido aprobada en esa región, no debe considerarse como ley general, y advierte que prohibir a los pobres extranjeros solicitar ayuda no tiene sustento en la Sagrada Escritura ni en el Derecho.

Soto comienza rechazando la justificación de dicha ordenación, sosteniendo que negar la entrada a los pobres extranjeros para pedir limosna carece de apoyo legal, ya que no existe en las leyes divinas, naturales o positivas ninguna disposición que lo respalde. Menciona que incluso el Concilio Turonense II, celebrado casi mil años antes, solo recomendaba a cada ciudad proveer adecuadamente a sus pobres para que no tuvieran que mendigar en otras tierras, sin imponer ninguna prohibición a los pobres para que no salieran de sus lugares de origen.

Soto recurre a la tradición cristiana, citando ejemplos como el de San Cipriano, quien exhortaba a los obispos a cuidar de sus pobres, e incluso ofrecía mantener a los pobres de otras ciudades si estas no podían hacerlo. Destaca que en los primeros tiempos de la Iglesia no se evitaba que los pobres emigraran; más bien, se les proveía abundantemente para que no tuvieran necesidad de abandonar sus tierras. Por ello, le sorprende que se haya solicitado al Papa una bula para prohibir que los pobres salgan de sus naturalezas a pedir limosna.

Soto analiza las posibles razones detrás de la petición de prohibir a los pobres extranjeros. Señala que algunos podrían argumentar que una región no está obligada a mantener a los pobres de otras tierras. No obstante, él responde que, aunque no estén obligados a mantenerlos, no se les puede negar el derecho a pedir limosna, ya que esto forma parte del derecho natural y divino. Además, añade que las tierras más ricas, al contar con más recursos, tienen la obligación moral de ser más generosas con los pobres.

También responde a la idea de que los ricos deben priorizar la ayuda a sus compatriotas antes que a los extranjeros, citando a San Pablo en Gálatas 6:10, donde se recomienda hacer el bien a todos, comenzando por los más cercanos, pero sin excluir a los forasteros.

Finalmente, Soto aborda la preocupación de que los pobres extranjeros puedan traer pestilencias o cometer delitos. Reconoce que hay delincuentes en todos los grupos sociales, pero sostiene que no se puede privar a los pobres de sus derechos solo por el comportamiento de unos pocos. Concluye que, dado que no todas las tierras son iguales en riqueza, número de pobres o caridad, no se puede imponer una ley general que prohíba a los pobres salir de sus tierras para pedir limosna en otras regiones.


CAPÍTULO 6

DE LOS PEREGRINOS DE SANTIAGO

En este pasaje, Domingo de Soto reflexiona sobre el tratamiento de los peregrinos que viajan a Santiago de Compostela, y en particular sobre una ley que les prohíbe desviarse más de cuatro leguas del camino establecido. Soto defiende que la peregrinación es, por naturaleza, una obra de virtud y religión, y aunque algunos abusen de ella, no debería ser desalentada de manera generalizada, especialmente para los peregrinos extranjeros, quienes suelen tener un verdadero celo religioso.

Soto advierte que en otros países podría tomarse un mal ejemplo si a los peregrinos se les tratase de manera estricta, como si fueran ganado, y critica la restricción severa, recordando que el camino a Santiago es estéril y pobre, lo que limita las posibilidades de dar suficientes limosnas a tantos peregrinos. Además, señala que algunos peregrinos extranjeros podrían desear visitar la Corte de Castilla u otros lugares importantes, y no habría una razón justa para impedirles hacerlo, aunque podrían establecerse límites de tiempo para su estadía.

De Soto aclara que no cree que el Consejo de Su Majestad tenga la intención de restringir la libertad de movimiento de los peregrinos de buena fe, sino que estas medidas están dirigidas contra los que se convierten en vagabundos al quedarse inactivos en la Corte o el reino. Concluye que la distinción que debe hacerse no es entre pobres naturales y extranjeros, sino entre pobres verdaderos y falsos. Los verdaderos pobres, ya sean naturales o extranjeros, merecen ayuda, mientras que los vagabundos y holgazanes, sean del lugar o forasteros, deben ser castigados.


CAPÍTULO 7

DEL FIN QUE SE DEBE PROPONER EN ESTAS INSTITUCIONES

Domingo de Soto se centra en la segunda parte de su argumento: cómo las leyes que regulan la ayuda a los pobres deben ejecutarse de manera más acorde con la piedad y la religión cristiana. Soto comienza recordando los seis puntos propuestos en las leyes del reino, entre los cuales se encuentran la obligación de examinar a los pobres, que no se les permita pedir fuera de su tierra, y la necesidad de obtener cédulas o certificaciones para mendigar. Reflexiona sobre si estas medidas son justas o si, en cambio, responden más al cansancio o al rechazo hacia los pobres que a un genuino interés en su bienestar.

Soto argumenta que el fin principal de cualquier medida hacia los pobres no debe ser el hastío o el castigo de los vagabundos, sino la compasión y el amor hacia los necesitados. Cita a Aristóteles en su obra Ética para subrayar que el propósito de cualquier acción debe guiar los medios empleados, y en este caso, el objetivo debe ser asegurar que los pobres sean mejor atendidos y no perseguidos o limitados de manera innecesaria. Soto advierte que algunas de las leyes actuales parecen reflejar más un deseo de deshacerse de los pobres que una verdadera caridad cristiana.

Se pregunta cómo habrían reaccionado santos como San Ambrosio o San Crisóstomo si hubieran visto que los pobres son sometidos a tantas restricciones, como la necesidad de ser examinados, obtener cédulas, y permanecer en sus tierras. Para él, estas leyes no parecen nacer de un amor verdadero hacia los pobres, sino de un rechazo hacia su presencia. Soto advierte que los cristianos deben evitar caer en la trampa de menospreciar a los pobres, pues este desprecio podría llevarlos a cometer graves errores ante Dios, citando el Libro de la Sabiduría (5:3-5), donde los ricos se arrepienten al ver a los pobres elevados en el Reino de Dios.

Soto destaca que, a lo largo de la Sagrada Escritura, la pobreza ha sido continuamente alabada, mientras que la riqueza, aunque lícita, no recibe el mismo elogio. Cita a David y otros pasajes bíblicos que piden a Dios que proteja y ayude a los pobres. Incluso Jesucristo comenzó su predicación alabando a los pobres de espíritu y condenando la idolatría de las riquezas. En este contexto, Soto insiste en que las leyes no deben hacer que los pobres sean vistos como una molestia, sino que deben honrar el estado de pobreza, ya que el propio Jesucristo escogió vivir como pobre en la Tierra.

Por último, Soto critica que el fin de las leyes no debe ser simplemente aliviar a la sociedad de los vagabundos, ya que la verdadera caridad no consiste solo en reducir el número de pobres visibles. Incluso si se expulsa a los vagabundos, advierte que esto no necesariamente beneficiará al estado ni mejorará la situación de los pobres avergonzados. Concluye que el objetivo principal de todas las leyes sobre los pobres debe ser remediar sus necesidades de la manera más eficaz posible, asegurando que las medidas sean más misericordiosas y no meramente punitivas.


CAPÍTULO 8

DEL PRECEPTO DE LA LIMOSNA

De Soto comienza argumentando que las limosnas que los ricos entregan a los pobres no son simplemente actos de generosidad voluntaria, sino un deber moral impuesto por Dios. Siguiendo la tradición de los Padres de la Iglesia, como San Ambrosio y San Jerónimo, quienes afirmaban que no compartir con los pobres lo que uno posee en exceso es, en cierto modo, un acto de robo, de Soto sostiene que los bienes materiales, aunque distribuidos de forma desigual, están destinados al beneficio común.

El filósofo subraya la idea de que los ricos no tienen derecho a retener lo que les sobra cuando otros carecen de lo necesario. De hecho, los bienes han sido confiados a ellos por Dios con el propósito de mantener a los más desfavorecidos, y esta distribución desigual tiene una finalidad divina: fomentar la caridad entre los hombres. De Soto explica que Dios podría haber repartido los bienes de manera más equitativa, pero prefirió permitir esta desigualdad para fortalecer los lazos de caridad entre los miembros de la sociedad. Este concepto se enmarca dentro de una visión orgánica de la humanidad, donde todos los individuos son partes de un mismo cuerpo social, y al igual que los miembros del cuerpo se sostienen unos a otros, los ricos deben socorrer a los pobres cuando estos lo necesiten.

Domingo de Soto también recurre a las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino, citando su afirmación de que los ricos están obligados a hacer limosnas no solo en situaciones de extrema necesidad, sino también cuando el prójimo tiene carencias moderadas. Esta obligación se extiende más allá de casos de urgencia, pues según el Evangelio, se debe amar al prójimo como a uno mismo, lo cual implica ayudar siempre que sea posible. De hecho, De Soto se refiere a una cita del Evangelio de San Juan (1 Jn 3, 17) donde se advierte que quien tiene bienes materiales y no ayuda a su hermano necesitado no puede estar en caridad con él. En este sentido, retener más de lo necesario para el propio bienestar, mientras otros sufren, es un acto contrario a la ley de Cristo.

El salamantino también menciona que San Lucas (Lc 3, 11) nos insta a compartir con los que no tienen: "El que tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene". De Soto destaca que este mandato no está dirigido solo a quienes tienen grandes riquezas, sino a todos aquellos que poseen más de lo necesario. La caridad no es una opción reservada a los más pudientes, sino una obligación que concierne a todos los que tienen algún exceso, por pequeño que sea. De Soto refuerza la idea de que la caridad y la limosna no dependen de grandes fortunas, ya que incluso el que tiene dos túnicas debe dar una a quien no tiene ninguna.

Al tratar el concepto de justicia distributiva, De Soto sigue la enseñanza de los padres de la Iglesia, quienes afirmaban que los bienes del mundo fueron creados por Dios para el beneficio común de la humanidad. En este sentido, cuando los ricos retienen sus bienes sin compartirlos con los pobres, están violando la ley divina, que establece que en tiempos de necesidad, los bienes deben ser compartidos de manera común. El texto menciona cómo San Jerónimo, en el canon hospitalem, asegura que quien retiene más bienes de los que necesita está cometiendo un acto de rapiña, apropiándose de lo que en justicia pertenece a los pobres.

Domingo de Soto, siguiendo a los teólogos y doctores de la Iglesia, critica con dureza la avaricia de los ricos, quienes se excusan diciendo que no están tomando lo ajeno al guardar sus bienes. San Ambrosio, sobre el pasaje de San Lucas, reprende a los ricos argumentando que nada de lo que poseen es verdaderamente suyo, ya que al nacer no trajeron nada al mundo. Esta crítica subraya que los bienes materiales son propiedad común de la humanidad y que retener en exceso es una violación de este principio. Ambrosio llega incluso a decir que Dios no es un distribuidor injusto por haber dado más bienes a unos que a otros, ya que su intención es que los ricos actúen con generosidad, experimenten la virtud de la misericordia y ayuden a los pobres, quienes a su vez ganan méritos a través de su paciencia.

Finalmente, Domingo de Soto advierte sobre las consecuencias eternas de no cumplir con este deber de caridad. El texto cita el pasaje del Evangelio de San Mateo (Mt 25, 42-45), donde Jesús dice: "Tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me diste de beber", refiriéndose a las obras de misericordia como criterio para el juicio final. De Soto insiste en que quienes no practican la caridad, aun teniendo la capacidad de hacerlo, están en peligro de condenarse. Este es uno de los puntos que más preocupaba a San Agustín, quien en su comentario sobre San Mateo expresó su asombro de que Cristo, en su juicio, no menciona otros pecados más grandes que la falta de misericordia como causa de condenación. Esto implica que la omisión de la caridad hacia los pobres es un pecado tan grave que puede llevar a la perdición eterna.

CAPÍTULO 9

DEL EXAMEN DE LOS VERDADEROS POBRES

Soto argumenta que, aunque es razonable y justo evitar que los vagabundos y falsos pobres se beneficien indebidamente, es fundamental que en el proceso de discernimiento se apliquen criterios que favorezcan más la misericordia que el rigor.

El autor señala que, aunque es necesario que los pobres sean examinados para determinar si realmente son necesitados, no se debe actuar con un rigor excesivo que nazca del desprecio o el odio hacia los pobres. La justicia es un principio que debe aplicarse con prudencia y en equilibrio con la misericordia. Soto advierte contra un exceso de celo en la persecución de los falsos mendigos, ya que podría tener su origen en un deseo de castigar a los pobres, más que en un auténtico interés por el bien común.

Además, Soto destaca las diferencias en la manera en que se trata a los ricos y a los pobres en términos de justicia. Mientras que los ricos tienen medios para defenderse de las acusaciones e injusticias mediante el poder, las influencias o el soborno, los pobres, desprovistos de recursos, no pueden defenderse y solo les queda sufrir en silencio.

También aborda la cuestión de los pobres legítimos, explicando que la pobreza no necesariamente implica una discapacidad física o enfermedad, sino que puede ser el resultado de la debilidad, la vejez, la falta de trabajo, o incluso la pérdida de la hacienda. En este sentido, Soto sostiene que siempre se debe favorecer al pobre en situaciones de duda, antes que privarlo de la posibilidad de recibir limosna.

Soto menciona la parábola del trigo y la cizaña del Evangelio de Mateo como una metáfora para su argumento, sugiriendo que es mejor tolerar la presencia de algunos pobres falsos antes que excluir a los verdaderos necesitados. En esta línea, critica la excesiva severidad que a menudo se emplea contra los pobres, especialmente cuando se compara con la indulgencia con que se trata a los ricos, que pueden cometer fraudes mucho mayores sin que se les juzgue con el mismo rigor.

Por último, Domingo de Soto alerta sobre la dureza del corazón de los ricos y cita a San Crisóstomo, quien denuncia la hipocresía de quienes critican a los pobres por fingir enfermedades o desgracias para obtener limosnas, mientras que esos mismos ricos disfrutan de lujos y placeres sin preocuparse por las necesidades ajenas. Concluye que, en muchos casos, el fingimiento de los pobres no es más que un reflejo de la crueldad e indiferencia de los ricos, quienes con su inhumanidad los obligan a recurrir a tales engaños.

Así, Domingo de Soto propone que, en lugar de centrar tanto esfuerzo en controlar y castigar a los pobres, se debe ejercer más misericordia y buscar soluciones más justas para aliviar su sufrimiento, reconociendo las injusticias estructurales que a menudo los llevan a la pobreza.


CAPÍTULO 10

DEL EXAMEN DE LA VIDA Y COSTUMBRES DE LOS POBRES

Soto analiza la tendencia a juzgar la vida y costumbres de los pobres, considerando si son personas moralmente aptas para recibir ayuda. Aunque admite que la corrección fraternal es valiosa y necesaria, cuestiona la mezcla entre justicia y misericordia cuando se trata de la limosna.

Soto señala que la misericordia, representada por la limosna, no debe condicionarse a la moralidad del pobre. El simple hecho de estar en necesidad es suficiente para que un pobre merezca limosna. Cita a San Crisóstomo para respaldar esta idea, argumentando que la misericordia debe ser indiscriminada, como el sol y la lluvia que Dios envía tanto sobre buenos como malos. La limosna, en su raíz, no es una recompensa por la virtud, sino un acto de compasión hacia la pobreza.

Asimismo, Soto critica a quienes se excusan de dar limosna al señalar los vicios de los pobres. Destaca que la caridad no es una herramienta para castigar a los pobres por su comportamiento, y que la verdadera misericordia consiste en socorrer la necesidad, no en escudriñar la vida de la persona.

En este contexto, San Ambrosio y San Agustín son citados para reforzar que la caridad no debe limitarse a los justos, sino que debe alcanzar incluso a los pecadores. San Agustín subraya que, si bien no se debe favorecer el pecado del pobre, tampoco se debe negar la limosna si esta ayuda no contribuye directamente a la perpetuación de sus vicios.

Soto también rechaza la idea de imponer condiciones espirituales estrictas para recibir limosna, como exigir que los pobres se confiesen antes de obtener ayuda. Argumenta que esto generaría odio hacia los sacramentos y provocaría confesiones falsas, violando la pureza del sacramento. También advierte que es injusto someter a los pobres a penas tan severas, como privarlos de alimento si no cumplen con ciertos requisitos religiosos.

Finalmente, Soto advierte que, si bien es justo combatir los abusos entre los pobres vagabundos y mendigos falsos, no debe reducirse la limosna ni enfriarse la caridad por temor a que algunos se aprovechen. La limosna es esencial para la salvación cristiana y para la redención de los pecados, según el Evangelio, y debe ser practicada generosamente, sin demasiadas restricciones que limiten su eficacia.


CAPÍTULO 11

SI LOS MENDIGANTES ES MEJOR RECOGERLOSQUE PERMITIRLES MENDIGAR

Soto sostiene que el Príncipe o autoridad pública tiene el poder de prohibir a los pobres pedir limosna solo si garantiza que todas sus necesidades están completamente cubiertas. De no ser así, ningún gobernante tiene derecho a impedir que los pobres mendiguen, ya que la ley natural y divina les otorga ese recurso para sobrevivir. Soto se apoya en Aristóteles, quien afirma en su Ética que el propósito de la gobernación es hacer buenos a los súbditos, lo que implica que no puede prohibirles algo que es moralmente necesario, como buscar su propio sustento cuando están en necesidad.

Soto plantea que, si bien idealmente la república podría asegurar que nadie pasara necesidad, en la práctica es imposible lograr esto en el mundo actual. Aunque el Evangelio nos llama a amar a nuestros prójimos y a compartir nuestros bienes, la realidad es que la pobreza siempre estará presente, como afirma Jesucristo al decir "a los pobres siempre los tendréis con vosotros". Este reconocimiento de la pobreza como parte inmutable de la condición humana justifica que la mendicidad no puede prohibirse, pues sería condenar a los pobres a la miseria sin remedio.

Uno de los argumentos más potentes de Soto es que prohibir la mendicidad impone una obligación moral al Estado o a la autoridad que establece esa prohibición. Si un pobre podría obtener una cantidad determinada de recursos pidiendo limosna y se le priva de ese derecho, entonces el Estado queda moralmente obligado a compensarlo por lo que ha dejado de obtener. Esto introduce una complicación práctica importante, pues es difícil calcular exactamente cuánto necesitaría cada pobre y cuál sería el método adecuado para cubrir esas necesidades de manera justa. Además, Soto enfatiza que el derecho de los pobres a pedir limosna no se limita solo a la comida, sino también a otras necesidades, como vestimenta o atención médica, lo que hace aún más difícil regularlas.

El autor también critica el enfoque de centralizar la caridad a través de un pequeño grupo de jueces o administradores que determinen quiénes son los pobres legítimos. Esto, dice Soto, puede llevar a errores e injusticias, ya que las necesidades de los pobres son diversas y difíciles de tasar. Además, estos jueces podrían estar mal informados o ser parciales, lo que afectaría negativamente a aquellos que dependen de sus decisiones. Aquí Soto evoca nuevamente la enseñanza cristiana sobre la caridad sin restricciones, citando a San Crisóstomo, quien argumenta que la caridad debe ser ejercida sin distinción y que todos los pobres, independientemente de su condición, deben recibir ayuda, pues la misericordia no distingue entre buenos y malos.

Soto destaca que uno de los efectos más dañinos de restringir la mendicidad es la disminución de la caridad en la sociedad. Al prohibir que los pobres pidan directamente, la generosidad de los ciudadanos tiende a reducirse. La presencia visible del pobre es fundamental para fomentar la compasión y la misericordia entre los cristianos. Cita el Evangelio de San Lucas, donde Jesús utiliza la parábola del amigo que insiste en pedir pan hasta que finalmente se lo conceden, no por amistad, sino por su persistencia. Soto subraya que la mendicidad directa toca el corazón de las personas, mientras que los sistemas centralizados de caridad suelen ser mucho menos efectivos para despertar la compasión.

Además de las razones teológicas, Soto apela a la experiencia histórica y a las costumbres de la Iglesia. Menciona a San Gregorio y a San Luis de Francia como ejemplos de gobernantes y santos que nunca cenaban sin antes haber compartido la mesa con los pobres. También recuerda a la emperatriz Flacilla, quien personalmente servía a los pobres y enfermos, reconociendo en ellos la figura de Jesucristo. Soto advierte que deshumanizar a los pobres alejándolos de la vista de los ricos y poderosos es contrario a la tradición cristiana de servir a los más necesitados de manera directa y personal.

Finalmente, Soto concluye que la prohibición de la mendicidad no solo es injusta, sino que también priva a los ricos de la oportunidad de practicar la caridad y a los pobres de mejorar su situación. Al restringir su derecho a pedir, se les quita también la posibilidad de acumular lo necesario para salir de la pobreza. En última instancia, para Soto, la presencia de los pobres en la vida diaria es un recordatorio constante de las enseñanzas cristianas sobre el amor al prójimo y la obligación de cuidar a los más necesitados.


CAPÍTULO 12

DONDE SE EXAMINAN LAS CAUSAS QUE PARECEN MOVER A LO CONTRARIO

Domingo de Soto comienza su análisis abordando la interpretación errónea que algunos hacen de un pasaje del Deuteronomio (capítulo 15), que dice que "en ninguna manera habrá entre vosotros menesteroso ni mendigo". Este versículo ha sido utilizado como fundamento por aquellos que buscan restringir la mendicidad, pero Soto, citando a Santo Tomás de Aquino (2.2, quest. 187), aclara que el mandato no va dirigido a los pobres para que no pidan, sino a los ricos, exigiéndoles que actúen con tanta caridad que no dejen a los pobres en la necesidad de mendigar. Así, la obligación recae sobre quienes tienen medios, para que socorran a los más necesitados y no sobre los pobres que, al verse privados de ayuda, recurren a la mendicidad. Este razonamiento también es respaldado por San Crisóstomo, quien en su exposición sobre el Evangelio de San Mateo, señala que la verdadera intención es asegurar que no haya personas en tal miseria que necesiten pedir.

Soto señala además que el término "mendigo" no se refiere solo a aquellos que piden puerta a puerta, sino a todos los que viven de limosna, ya sea que pidan activamente o reciban ayuda en sus hogares. Esto incluye a los pobres que, aunque no mendigan, dependen de la generosidad de otros. En este contexto, menciona que la prohibición de la mendicidad no es un precepto divino que obligue bajo pecado mortal, sino un consejo sobre cómo debería funcionar una república bien organizada.

En cuanto a las colectas mencionadas por San Pablo en sus epístolas (Romanos 15 y 1 Corintios 16), Soto aclara, apoyándose nuevamente en Santo Tomás y otros intérpretes, que estas contribuciones no tenían el propósito de sustituir la mendicidad en las ciudades, sino que respondían a una situación de emergencia: una gran hambruna en Jerusalén. San Pablo organizó estas colectas para ayudar a los necesitados en esa región, pero no con la intención de eliminar la práctica de pedir limosna localmente. San Crisóstomo, en sus homilías, también aconseja a los cristianos que mantengan un cepo para los pobres en sus casas, como una forma de preparar sus corazones para la oración mediante la caridad, lo que subraya la continuidad de las limosnas en el ámbito cotidiano.

Soto continúa señalando que en la Iglesia primitiva, aunque había una red de hospitales y sistemas de apoyo para los pobres, nunca se prohibió la mendicidad. De hecho, en el tiempo de Jesucristo y los Apóstoles, los pobres mendigaban públicamente, como lo demuestran las numerosas menciones de ciegos, cojos y enfermos que seguían a Jesús. El propio Cristo, en el Evangelio de San Lucas (capítulo 14), insta a invitar a los pobres a los banquetes, dejando claro que no estaban confinados en instituciones. San Agustín, en su sermón para el Adviento, también alienta a los ricos a ser más generosos con los pobres en tiempos de festividades, lo que confirma la existencia de mendicantes durante ese tiempo.

Un punto importante que Soto destaca es que en los tiempos antiguos, cuando la caridad cristiana era más activa y la Iglesia ejercía un mayor control sobre la distribución de bienes a los pobres, no se prohibía la mendicidad. Cita a varios santos, como San Clemente, quien tenía una lista de todos los pobres a quienes proveía raciones, asegurando así que no tuvieran necesidad de pedir. San Gregorio y otros prelados también practicaban este tipo de caridad organizada, pero siempre de manera que cubriera completamente las necesidades de los pobres, evitando así que tuvieran que mendigar. A pesar de estos esfuerzos, nunca se impuso una prohibición generalizada de la mendicidad.

Soto subraya que en su tiempo, la Iglesia ya no contaba con los mismos recursos ni la misma estructura de apoyo para los pobres que existía en la Iglesia primitiva. Los concilios y decretos de tiempos pasados, como el de Gelasio o el Concilio Toledano, ordenaban que una parte significativa de los ingresos de la Iglesia se destinara al sustento de los pobres. Sin embargo, a pesar de esta provisión y de la red de hospitales, nunca se consideró necesario prohibir la mendicidad. Soto advierte que en la época moderna, sin estos recursos y con una menor caridad general, intentar imponer tales restricciones sería un error.

Finalmente, Soto critica la idea de que las políticas aplicadas en otras partes de Europa, como en Colonia o Venecia, puedan servir como ejemplo para España. Argumenta que esos lugares cuentan con recursos públicos mucho mayores que permiten un mejor cuidado de los pobres. En España, donde la provisión depende en gran medida de la limosna directa, prohibir la mendicidad haría más daño que bien. Soto concluye que esta política, si no se gestiona con cuidado, puede disminuir las limosnas y enfriar la caridad entre los cristianos, ya que la vista de los pobres y su presencia constante son estímulos poderosos para el ejercicio de la misericordia.

Para Soto, la experiencia demuestra que, cuando los pobres no pueden pedir limosna directamente, las contribuciones caritativas disminuyen. Insiste en que la autoridad debe considerar estos efectos antes de seguir adelante con la prohibición. Y si se encuentra que las limosnas se han reducido y los pobres están peor que antes, entonces será necesario reevaluar estas leyes y buscar soluciones que preserven tanto la justicia como la caridad en la sociedad cristiana.


JUAN DE ROBLES

Primera parte

El texto es una carta escrita por Fray Juan de Medina, dirigida al príncipe Felipe de España. En ella, Medina explica que, por encargo del Cardenal de Toledo, redactó los fundamentos para una orden de limosna que se había establecido en Zamora, Salamanca y Valladolid. Medina defiende la implementación de esta orden, argumentando que la falta de regulación en la distribución de limosnas genera muchos problemas en España. Cita la ley de 1540, que ordenaba a los pueblos organizar la distribución de la caridad de manera que los pobres no tuvieran que mendigar. Medina sostiene que la orden es conforme a la ley divina y la tradición apostólica y que los beneficios observados respaldan su eficacia.

Además, responde a las críticas, subrayando que en estos asuntos se debe proceder más por la experiencia que por la especulación. Concluye pidiendo que se evalúen los argumentos presentados y que se favorezca la continuación de esta orden, ya que considera que es para el bien común. Acepta cualquier decisión que se tome, confiando en la voluntad de Dios y el juicio del príncipe.

Prólogo de las ordenanzas

El prólogo de las Ordenanzas de la Institución para Remedio de los Verdaderos Pobres justifica la creación de dicha institución. Se argumenta que es un mandato divino, natural y humano ayudar a los necesitados sin que estos tengan que mendigar. Se critica que la falta de caridad en los ricos ha forzado a los pobres a mendigar, lo que refleja una falta de compasión. Además, se señala que muchos vagabundos han abusado de la caridad fingiendo pobreza, lo que perjudica a los verdaderos necesitados y genera desconfianza.

Para corregir estos abusos, se propone organizar la limosna de forma ordenada, asegurando que solo los verdaderamente necesitados reciban ayuda, evitando que los falsos pobres se aprovechen. Esto está en consonancia con la ley divina y la tradición apostólica, que aboga por socorrer a los pobres sin que tengan que mendigar, así como con las leyes civiles que buscan corregir a los vagabundos. La finalidad de estas ordenanzas es garantizar el sustento de los pobres verdaderos y erradicar el abuso de la mendicidad.

Se mencionan leyes previas, como las del rey Don Juan II y las de Carlos V, que ordenaban castigar a los falsos mendigos y organizar los hospitales para concentrar la ayuda a los verdaderos pobres. Finalmente, las ordenanzas buscan cumplir con estas leyes y se presentan de manera resumida en cinco capítulos para facilitar su comprensión.


CAPÍTULO 1 

QUE SE TENGA MUCHO CUIDADO QUE NINGÚN POBRE VERDADERO TENGA NECESIDAD DE ANDAR PÚBLICAMENTE MENDIGANDO; Y QUE PARA ESTO SE LES DÉ LO QUE HAN MENESTER EN SUS ESTANCIAS UN DÍA PARA TODA LA SEMANA, A RAZÓN DE DOCE MARAVEDÍS CADA DÍA PARA UN HOMBRE Y DIEZ PARA UNA MUJER Y SEIS PARA UN MUCHACHO, EN CASO QUE NO LO PUEDA GANAR CON SU TRABAJO

En primer lugar, Robles se basa en el mandamiento del Deuteronomio, interpretado por San Jerónimo y otros teólogos como Santo Tomás de Aquino, que instruye a los ricos a socorrer a los pobres sin que estos tengan que mendigar. Este mandato no es solo un consejo, sino una obligación moral: los ricos deben cuidar a los necesitados para que no se vean forzados a pedir limosna públicamente. La idea central es que mendigar es indigno y no solo implica vergüenza para los pobres, sino que también refleja una falta de caridad y compasión por parte de los ricos.

Se critica la concepción errónea de que la pobreza y la mendicidad son inevitables o incluso beneficiosas en términos espirituales. Aunque algunas interpretaciones sugieren que la pobreza podría ser una bendición al generar compasión en los ricos, el autor rechaza esta idea, afirmando que es mejor para la sociedad y para los pobres que se les provea lo necesario sin tener que sufrir la humillación de mendigar. Dejar a los pobres en esa situación, según el texto, no es un bien, sino una falta de compasión y de organización social.

Robles también denuncia la proliferación de falsos mendigos que abusan de la caridad pública. Estos vagabundos, fingiendo enfermedades o necesidades que no tienen, engañan a la gente y reciben limosnas que deberían ir a los verdaderos pobres. Este comportamiento es calificado como un robo y un pecado grave. El autor explica que quienes mendigan sin necesidad, fingiendo pobreza, perjudican a los pobres legítimos porque desvían los recursos destinados a ellos. Además, estos falsos mendigos generan desconfianza en la sociedad, lo que puede llevar a que los verdaderamente necesitados sean ignorados o reciban menos ayuda.

Para solucionar estos problemas, se propone establecer un sistema organizado de limosna, donde se evalúen cuidadosamente las necesidades de los pobres y se les proporcione lo necesario de manera regular y sin que tengan que pedirlo. Robles defiende que, si se organiza bien la distribución de limosnas, no habrá necesidad de mendigar, lo que no solo preservaría la dignidad de los pobres, sino que también eliminaría la figura del falso mendigo que abusa de la caridad pública. La propuesta incluye que los pobres reciban limosnas de manera semanal, considerando las particularidades de cada uno, como su capacidad para trabajar y sus necesidades estacionales. De esta manera, se evitaría que derrochen lo que reciben y se aseguraría que tengan lo necesario para su subsistencia.

Robles refuerza la idea de que organizar la caridad no solo beneficia a los pobres, sino también a la comunidad, ya que se elimina el estigma de la mendicidad y se previenen los daños sociales que esta causa. El mendigar no solo es una afrenta personal, sino que pone a los pobres en situaciones peligrosas y los expone a pecados, como el robo o el engaño, debido a la desesperación que genera la pobreza extrema. Así, el texto defiende que es un deber tanto cristiano como social erradicar la mendicidad mediante un sistema justo de limosnas.

En términos teológicos, el texto establece que la caridad es más efectiva cuando se organiza de forma que los pobres reciban un beneficio real y duradero, en lugar de depender de la caridad al azar, que podría ser insuficiente o mal distribuida. Se cita la práctica de los Apóstoles, quienes recogían y distribuían las limosnas entre los necesitados según sus necesidades, como un ejemplo ideal de cómo debería gestionarse la caridad. Este modelo apostólico, según el autor, debería inspirar a los gobernantes cristianos a implementar un sistema similar en sus reinos.

Finalmente, el autor también resalta que esta propuesta no solo es justa, sino que está alineada con la voluntad de Dios, quien, según las Escrituras, prefiere que sus hijos no sufran la humillación de la mendicidad. Al establecer un sistema ordenado de limosnas, los príncipes cristianos no solo estarían cumpliendo con la ley divina, sino que también estarían ejerciendo justicia al proteger a los pobres de los peligros físicos y morales que conlleva la pobreza extrema.



CAPÍTULO 2

QUE NIGÚN POBRE AUNQUE SEA EXTRANJERO SE EXCLUYA DE ESTA LIMOSNA, ANTES SI VINIERE ENFERMO SEA CURADO HASTA QUE SANE. Y QUE EL EXTRANJERO QUE QUISIERE VIVIR EN EL PUEBLO CON LA ORDEN QUE EN ÉL ESTÁ DADA, SEA TRATADO COMO NATURAL DE ÉL. Y QUE EL QUE PASARE DE CAMINO CON TANTA NECESIDAD QUE SI NO ES FAVORECIDO NO PUEDE PASAR ADELANTE, SEA PROVEÍDO LUEGO EN LLEGANDO SIN MÁS TESTIGOS DE SU POBREZA, DE SOLA SU RELACIÓN, NO HABIÉNDOSE O PRESUMIÉNDOSE DE LO CONTRARIO. Y QUE SE PUEDA DETENER EL TIEMPO QUE AL ADMINISTRADOR QUE TIENE CARGO DE LAS PASAJEROS PARECIERE QUE LO HA MENESTER

En este fragmento, Robles expone que, aunque la caridad cristiana nos obliga a ayudar a todos los necesitados, hay una mayor obligación moral y social de asistir primero a los pobres locales, es decir, a aquellos que pertenecen a nuestra comunidad o nación. Basándose en enseñanzas bíblicas y teológicas, como el Deuteronomio y las cartas de San Pablo, Robles argumenta que, al ser todos miembros del cuerpo de Cristo, debemos cuidarnos mutuamente, pero de manera ordenada y priorizando a aquellos con los que estamos más vinculados por lazos de vecindad, familia o nación.

A pesar de esta preferencia por los pobres locales, Robles también insiste en que no debemos desatender a los extranjeros o peregrinos, siguiendo la tradición cristiana de hospitalidad. Cita la Biblia para respaldar que los extranjeros deben ser acogidos, alimentados y tratados con misericordia, especialmente si están de paso o en peregrinación por motivos religiosos. Sin embargo, Robles sugiere que esta acogida debe ser moderada, y establece una diferencia entre los extranjeros que pasan de forma temporal y aquellos que, por pereza o falta de voluntad, desean permanecer ociosos en una comunidad. En este último caso, el autor apoya la idea de ayudarles brevemente y luego exhortarles a seguir su camino.

Robles también alude a las pragmáticas del Emperador y las leyes del reino, que buscan evitar que los vagabundos y falsos pobres se aprovechen de la caridad pública. Propone que, si cada comunidad se ocupa de sus propios pobres, sería justo castigar a quienes pidan limosna fuera de su lugar de origen, como una medida para evitar el vagabundeo. No obstante, reconoce que esta medida solo es válida si cada comunidad efectivamente provee a sus necesitados, ya que sería injusto impedir que un extranjero pidiera ayuda si no se le garantiza el sustento en su lugar de origen.

En la segunda parte del texto, Robles reflexiona sobre la diferencia entre las leyes humanas y divinas, señalando que las leyes civiles buscan mantener la prosperidad y el orden social, mientras que las leyes del Evangelio promueven la humildad y el sacrificio. Aunque estas leyes tienen fines diferentes, Robles insiste en que no son contradictorias: los príncipes y gobernantes buscan la paz y la riqueza de sus reinos, mientras que Dios llama a los creyentes a renunciar a las riquezas y a soportar con paciencia las dificultades. Ambas leyes tienen su lugar, y no es prudente juzgar las leyes civiles con los mismos criterios que las leyes espirituales, ya que responden a propósitos distintos.



CAPÍTULO 3 

QUE ESTA LIMOSNA NO SE DÉ FUERA DE EXTREMA O GRAVE NECESIDAD A LOS QUE NO MOSTRAREN QUE SE CONFIESAN Y COMULGAN CUANDO LA IGLESIA MANDA, NI A LOS QUE SE SABE QUE NOTORIAMENTE VIVEN MAL

La limosna, cuando no se da en situaciones de extrema necesidad, es voluntaria, por lo que quien la ofrece puede imponer condiciones justas, como exigir que el receptor haya cumplido con preceptos religiosos como la confesión y comunión. Si la necesidad es extrema, la limosna se convierte en una obligación moral, sin condiciones, como lo señala San Juan en sus epístolas y el ejemplo del buen samaritano.

Juan de Robles argumenta que es válido preferir dar limosna a personas virtuosas, ya que la caridad también debe beneficiar el alma del receptor. Sostiene que la limosna debería favorecer a los buenos y virtuosos, ya que tienen el potencial de interceder espiritualmente por el donante. Este principio se refleja en la doctrina de la Iglesia y en las enseñanzas de los padres de la Iglesia, como San Jerónimo y San Cipriano, quienes afirman que las limosnas se deben otorgar con prudencia, prefiriendo a quienes han demostrado su virtud.

Robles también expone que, aunque todos tienen derecho a la misericordia en casos de grave necesidad, fuera de esas circunstancias, es prudente que la limosna sea dada a quienes más lo merecen. La misericordia, en este caso, no contradice la justicia, sino que debe estar ordenada de tal manera que prefiera a los buenos sobre los malos. Así, argumenta que las obras de caridad deben ser realizadas con discernimiento y que es justo exigir ciertas condiciones morales a los receptores de las limosnas para que también sean beneficiados espiritualmente.

Finalmente, defiende la práctica de exigir que los pobres que reciben limosnas estén confesados y comulgados, una costumbre que, según él, no es una imposición injusta, sino una forma de guiarlos hacia el bien espiritual.

CAPÍTULO 4 

QUE NO SE DÉ LIMOSNA A GENTE OCIOSA Y VAGABUNDA QUE PUEDA TRABAJAR; ANTES ÉSTOS DEBEN SER POR LAS JUSTICIAS CORREGIDOS Y COMPELIDOS A QUE TRABAJEN Y GANEN POR SÍ DE COMER

Robles argumenta que las limosnas no deben darse a aquellos que, pudiendo trabajar, eligen no hacerlo, basándose en la enseñanza de San Pablo: "el que no quiere trabajar, que no coma". El trabajo es una obligación moral desde el Génesis, y la ociosidad genera vicios. Por lo tanto, negar limosna a los que pueden trabajar es justo y actúa como una corrección misericordiosa.

Asimismo, Robles cita a San Agustín y otros autores para reforzar que la caridad debe realizarse con discernimiento. Dar limosna a quienes tienen medios propios es contraproducente, ya que fomenta la pereza. En cambio, ayudar a los verdaderos pobres, que no tienen recursos ni otra opción, es el deber de la sociedad.

Robles también subraya que la misericordia siempre debe acompañarse de justicia y discernimiento. Dar indiscriminadamente puede generar más mal que bien, haciendo a las personas dependientes o viciosas. La caridad, por lo tanto, debe ser sabia y bien administrada, favoreciendo la corrección y el bien de aquellos que la reciben.


CAPÍTULO 5

QUE DE LO QUE SOBRARE DESPUÉS DE REMEDIADOS LOS QUE JUSTAMENTE MENDIGABAN Y LOS PASAJEROS, SE PROVEAN LOS ENVERGONZANTES SEGÚN LA POSIBILIDAD DE LA LIMOSNA. ESPECIALMENTE LAS PERSONAS POBRES Y ENFERMAS QUE NI SE CURAN EN HOSPITALES NI EN SUS CASAS TIENEN CON QUÉ PODER CURARSE. Y QUE ESTA PROVISIÓN Y LIMOSNA SE HAGA SIN ASONADAS, PORQUE NO SE HAGAN POBRES LOS QUE NO LO SON, Y LOS QUE LO SON, NO RECIBAN AFRENTA EN RECIBIR. Y QUE LOS MUCHACHOS HUÉRFANOS Y DESAMPARADOS SEAN RECOGIDOS Y DOCTRINADOS HASTA QUE SEAN PUESTOS CADA UNO EN EL OFICIO A QUE MÁS SE INCLINARE. Y LOS QUE MURIEREN SIN TENER CON QUÉ SEAN DECENTEMENTE ENTERRADOS, SEAN SEPULTADOS CONVENIENTEMENTE SEGÚN LA CALIDAD DE CADA UNO


La institución tiene como prioridad atender a los mendigos legítimos, quienes, al ser privados del acto de mendigar por esta orden, deben ser provistos con lo que necesitan. Solo después de cumplir con esta obligación, los recursos sobrantes se destinan a otras obras de caridad urgentes, como curar a enfermos sin recursos, atender a huérfanos, y enterrar a quienes mueren sin medios. La finalidad es mejorar las condiciones de los necesitados sin permitir abusos por parte de los que fingen pobreza.

La caridad, según Robles, debe ser administrada con discernimiento, destinando los recursos a quienes verdaderamente lo necesitan y evitando que los falsos mendigos se aprovechen. Las limosnas recolectadas están destinadas a suplir las necesidades de los más vulnerables, promoviendo obras de misericordia que son fundamentales en la doctrina cristiana, como ayudar a los enfermos y huérfanos, y asegurar entierros dignos para los muertos. 

El cuidado de enterrar a los muertos es encomendado por la Sagrada Escritura, y Robles menciona ejemplos bíblicos como el de Tobías, quien se distinguió por enterrar a los muertos, y el reconocimiento que hizo David a los vecinos de Jabes de Galaad por enterrar a Saúl de manera adecuada.

La falta de un entierro digno es vista como una maldición, y Robles menciona que Dios castigó a Jezabel con la ausencia de un entierro y amenazó con el mismo destino a los falsos profetas y malos judíos en los textos de Jeremías. En resumen, la caridad cristiana tiene el deber de suplir esta necesidad cuando nadie más puede hacerlo, ya que dejar a una persona sin enterrar es visto como algo cruel y contrario a los principios de misericordia y dignidad.


CAPÍTULO 6

QUE PARA HACER TODAS LAS OBRAS PÍAS SUSODICHAS HAYA DOS MANERAS DE RECOGER LIMOSNAS: UNA PÚBLICA, LA CUAL SEA LA QUE CADA UNO QUISIERE PROMETER O DAR LUEGO Y QUE EN ÉSTA (PORQUE ALGUNOS NO QUIERAN DAR MÁS DE LO QUE PUEDEN, NI OTROS RECIBAN AFRENTA POR DAR POCO) NINGUNO PUEDA DAR CADA DÍA MÁS DE A RAZÓN DE DOS MARAVADÍS Y DESDE ABAJO LO QUE QUISIERE HASTA UNA BLANCA. Y PORQUE ESTA LIMOSNA ES VOLUNTARIA, CUANDO ALGUNO NO QUISIERE DAR MÁS, AVISE AL RECEPTOR QUE NO LA QUIERE DAR EN ADELANTE Y DESPUÉS DE ESTO NO SE LE PIDA MÁS. LA OTRA SEA SECRETA, PARA LA CUAL HAYA CEPOS EN ALGUNAS IGLESIAS, DE MANERA QUE NINGUNO ESTÉ LEJOS DE ALGUNO DE ELLOS

La primera forma es una tradición apostólica, en la que los Apóstoles, especialmente San Pablo, recolectaban limosnas para distribuirlas entre los pobres, quitándoles así la necesidad de mendigar. Los obispos tenían la responsabilidad de gestionar los bienes de la Iglesia para proveer a los necesitados, entendiendo que estos bienes eran patrimonio de los pobres. Esta práctica continuó durante siglos, como lo demuestra San Agustín, quien sostenía que los prelados debían priorizar las necesidades de los pobres antes que las suyas o las de sus familiares. Este sistema garantizaba que los pobres cristianos fueran provistos de lo necesario para vivir dignamente sin tener que pedir ayuda pública.

La segunda forma de recolectar limosnas es la recolección secreta, basada en las palabras de Cristo en Mateo 6, donde se aconseja hacer el bien en secreto. Esta práctica consistía en colocar cepos en las iglesias para que los fieles pudieran donar de manera anónima y discreta. Este método es similar a la tradición judía de recoger limosnas en el templo, una costumbre que también se utilizaba para financiar obras religiosas, como la construcción del tabernáculo o del templo.


CAPÍTULO 7 

QUE PARA ADMINISTRAR ESTE SANTO NEGOCIO SE ELIJAN DE MEDIO EN MEDIO AÑO PERSONAS SIN NECESIDAD Y DE BUENA CONCIENCIA, POR LOS ESTADOS DEL PUEBLO. Y QUE EL DINERO ESTÉ EN PODER DE UN SOLO RECEPTOR QUE HA DE HABER Y POR SOLA SU MANO SE REPARTA. Y QUE (POR SER EL NEGOCIO DE MUCHAS MENUDENCIAS) CADA MES SE TOME CUENTA AL RECEPTOR, ESTANDO PRESENTES EL PRELADO Y EL CORREGIDOR22 O QUIEN ELLOS EN SU LUGAR NOMBRAREN. Y QUE PARA ENCAMINAR A LOS PASAJEROS AL LUGAR DONDE HAN DE RECIBIR SU LIMOSNA Y PARXPONERLOS CON AMOS SI QUISIEREN QUEDAR A SERVIR EN EL PUEBLO, Y PARA ESTORBAR QUE NO PIDAN LOS QUE SON MANTENIDOS EN SUS ESTANCIAS, SE PONGA UN ALGUACIL O DOS, CON SEÑALES O RECATONES CONOCIDOS EN LAS VARAS


Robles describe la organización de la administración de las limosnas dentro de una orden benéfica. Se propone la creación de tres oficios clave: administradores, un receptor y uno o dos ejecutores. Los administradores deben ser personas de confianza y moral, encargadas de recolectar y distribuir las limosnas para los pobres de manera justa, inspirándose en el modelo de San Pablo. La comunidad elegiría a estos administradores para garantizar la transparencia. El receptor manejaría los fondos y los ejecutores se encargarían de asegurar que los beneficiarios no pidan públicamente limosna, ya que sus necesidades estarían cubiertas.

A pesar de las preocupaciones sobre la posible corrupción o mal manejo de los fondos, el autor responde que en toda administración hay riesgos, pero esto no debe impedir que se organice el bienestar público. Como señala Santo Tomás, incluso en casos de malos administradores, otros pueden corregir sus errores en el futuro.

Aunque se reconoce que sería ideal que esta labor estuviera en manos de eclesiásticos, se acepta que seglares puedan dirigirla si muestran el espíritu necesario para llevarla a cabo. El texto finaliza deseando que el éxito de esta obra inspire a los eclesiásticos a tomar el liderazgo en este tipo de iniciativas.



Segunda parte

DE LOS INCONVENIENTES QUE ALGUNOS HALLAN EN ESTA SANTA INSTITUCIÓN

Robles aborda las críticas que algunas personas doctas y respetables tienen hacia la obra benéfica que busca organizar la ayuda a los pobres para que no necesiten mendigar. Se argumenta que, a pesar de los inconvenientes que puedan surgir, la obra debe seguir adelante, ya que ha demostrado su eficacia y ha sido apoyada por autoridades importantes, como la Universidad de Salamanca, la Universidad de Lovaina, y la Universidad de París, así como por figuras relevantes como el príncipe en Valladolid y el Papa en Roma.

El autor señala que, si bien toda ley o institución tiene inconvenientes, como ocurre con las guerras o leyes penales, no por ello deben abandonarse. En lugar de eso, se debe sopesar cuidadosamente los beneficios frente a los inconvenientes. En este caso, los beneficios de la obra son claros: una mayor caridad cristiana y el alivio de la necesidad de mendigar para los pobres.

Finalmente, se llama a que, con la guía de las autoridades, como el Consejo Real, se analicen los posibles inconvenientes y se busque el menor mal, como aconseja San Pablo. Se invita a un debate constructivo y a la reflexión sobre los beneficios de la obra, para llegar a una mayor concordia y unidad en el Reino.

DEL PRIMERO Y PRINCIPAL ARGUMENTO QUE CONTRA ESTA SANTA INSTITUCIÓN SE HACE DICIENDO QUE ES NUEVA INVENCIÓN

Robles aborda el principal argumento contra la institución de la caridad, que la califica de una "nueva invención". El autor explica que proveer a los pobres de modo que no necesiten mendigar no es nuevo, ya que durante siglos esta práctica se ha usado en la Cristiandad, siguiendo la tradición apostólica. Ejemplos como el Concilio Turonense y otros concilios eclesiásticos antiguos muestran que esta forma de ayudar a los pobres ha existido durante mucho tiempo.

El filósofo también se defiende de la acusación de novedad en la prohibición de que los pobres mendiguen públicamente cuando están debidamente provistos. Esta prohibición, establecida por la justicia y el rey, se justifica porque mendigar cuando se tiene lo necesario es una forma de hurto, según la enseñanza de San Pablo. Asimismo, no hay novedad en corregir esta mala práctica, pues corregir lo injusto siempre ha sido parte de las leyes tanto civiles como religiosas.

Robles menciona que la idea de que la prohibición sea una novedad carece de fundamento. El autor compara la institución de esta obra con otros movimientos cristianos que, aunque comenzaron como nuevas instituciones, como las órdenes de San Benito, Santo Domingo y San Francisco, fueron aceptados y abrazados por la Iglesia sin ser tachados de innovaciones impropias.

Finalmente, Robles subraya que las necesidades de los pobres varían según los tiempos y las circunstancias, por lo que no debe considerarse una novedad buscar soluciones adaptadas para su alivio. Cristo mismo predicó la importancia de atender las necesidades de los pobres, y el objetivo de esta obra es justamente ese: dar a los pobres lo que necesitan sin que tengan que mendigar, lo cual es una manifestación del verdadero espíritu cristiano.

DEL SEGUNDO ARGUMENTO O INCONVENIENTE: QUE ES QUE CON ESTA ORDEN QUE SE TOMA SE DISMINUYEN LAS LIMOSNAS Y LAS QUE SE DAN NO BASTAN PARA REMEDIO DE LOS POBRES

El argumento principal que se presenta aquí es que, con la implementación de esta nueva orden para la distribución de limosnas, se ha observado una disminución en la cantidad de donaciones, y se teme que las limosnas no sean suficientes para cubrir las necesidades de los pobres. Robles responde a esta objeción, afirmando que la reducción de las limosnas no es culpa de la orden, sino de quienes buscan aprovecharse de ella, usando la piedad como medio de ahorro personal, como criticaba San Pablo.

El objetivo de esta institución es proveer a los pobres que tienen una causa legítima para mendigar, librándolos del trabajo y la humillación que supone pedir. Asimismo, la limosna que se recoge también se destina a otros necesitados, como enfermos, huérfanos y aquellos que no pueden costear su propio entierro. Hasta ahora, se ha logrado satisfacer esas necesidades con las limosnas recogidas, ya que, al eliminar a los falsos mendigos, los recursos son mejor distribuidos.

Robles también responde a la idea de que la mendicidad servía para suavizar el corazón de los ricos, argumentando que no es justo permitir que los falsos pobres engañen para extraer limosnas. Además, según San Agustín y Alexander de Ales, la limosna que se da bajo coacción o por mera molestia no tiene mérito espiritual. Por lo tanto, la orden actual, que asegura una distribución justa y equitativa, es preferible a la anterior, que permitía abusos y fraude.

Aquí señala que, si bien la caridad puede no estar tan ferviente como en los tiempos de los primeros cristianos, las circunstancias han cambiado. Hoy en día, hay más medios y oportunidades para que las personas puedan ganarse la vida, y hay menos persecuciones que generen pobreza extrema. Por ello, no hay razón para que el sistema de limosnas no funcione adecuadamente.

Robles concluye que, mientras las limosnas recolectadas sean suficientes para cubrir las necesidades básicas de los pobres que mendigaban, la obra es evangélica y válida. Si en algún momento las limosnas fueran insuficientes, entonces se podría reconsiderar. Sin embargo, la experiencia ha demostrado que hasta el momento las donaciones han sido adecuadas. Por ello, se debe continuar trabajando para superar los obstáculos, confiando en que una mayor cooperación y conformidad en la enseñanza y la predicación ayudarán a garantizar el éxito de esta obra.

DEL TERCERO INCONVENIENTE: QUE ES QUE QUITANDO QUE NO PIDAN POBRES PÚBLICAMENTE SE QUITAN MUCHAS OCASIONES DE MERECER Y MUCHAS COSTUMBRES BUENAS DEL PUEBLO

Es innegable que la presencia visible de los pobres en las calles, con sus sufrimientos y miserias, ofrecía numerosas ocasiones de compasión y, por ende, oportunidades para la misericordia y el mérito. Sin embargo, el autor argumenta que es preferible remediar sus miserias, liberándolos de su sufrimiento, en lugar de dejarlos en esa situación solo para suscitar compasión. Según San Pablo (Romanos 3), no está bien permitir el mal para que se derive un bien de él, por lo que es preferible eliminar las causas del sufrimiento antes que mantenerlas para fomentar la misericordia.

Asimismo, se quitan muchas ocasiones de merecimiento cuando los enfermos son atendidos en hospitales o cuando los tiranos y perseguidores de la fe desaparecen, pero esto no se ve como algo negativo, sino como un avance en la justicia y el bienestar general. De la misma manera, eliminar a los mendigos de las calles no debe verse como una pérdida, sino como una mejora en el bienestar del pueblo.

Robles señala que en las Escrituras (Deuteronomio 15), Dios nos asegura que, aunque desaparezcan los mendigos, siempre habrá pobres que necesiten ayuda. Las obras de misericordia no dependen únicamente de la presencia física de los mendigos, ya que hay muchas otras maneras de ejercer la caridad, como a través de las colectas y las instituciones que el pueblo apoya continuamente. Además, la compasión no es el objetivo final de la misericordia, sino el remedio a las miserias ajenas, que es la verdadera virtud.

Se critica la idea de que la Semana Santa se vea afectada por la ausencia de los mendigos, ya que el verdadero sentido de esta celebración es la devoción y el respeto hacia la Pasión de Cristo, no las voces y gritos de los mendigos. La Semana Santa debe realizarse en un ambiente de paz y recogimiento, y el proporcionar a los pobres lo que necesitan para no estar en las calles refleja un mayor respeto hacia los misterios de esta celebración.

El argumento también subraya que no es un acto de verdadera misericordia desear que haya miserables solo para tener la oportunidad de practicar la caridad. Así como no sería correcto que un médico deseara más enfermos solo para ejercer su profesión, es igualmente inhumano querer mantener a los pobres en la miseria con ese fin. La verdadera caridad debe buscar el bienestar del prójimo, y no aprovecharse de su sufrimiento.

DEL CUARTO INCONVENIENTE: QUE ES QUE SE QUITA A LOS POBRES LA LIBERTAD SIN CULPA SUYA

El argumento principal que presentan aquellos que critican esta santa orden es que, al aplicar las disposiciones para regular la mendicidad, se quita a los pobres su libertad sin haber cometido falta alguna. Sin embargo, Robles responde que no es la limosna la que quita libertades, sino la justicia, que a menudo debe limitar las libertades de ciertos individuos o grupos para el bien común. Esto ocurre sin que esas personas hayan cometido una falta, pero sí por una causa justificada.

Existen muchos ejemplos de cómo la ley restringe libertades por el bien público, como cuando se impide a alguien vender bienes en determinadas circunstancias, o cuando en tiempos de guerra o pestilencia se restringen derechos por el bien de la comunidad. Estas restricciones no implican injusticia, ya que están diseñadas para proteger el bienestar general. Del mismo modo, el impedir a los pobres mendigar, cuando ya se les ha proporcionado lo necesario, no es una falta de libertad, sino una corrección de un mal uso de su libertad.

Robles también señala que muchas personas que mendigan no están realmente en necesidad y, en algunos casos, incluso evitan ser curadas de sus enfermedades para seguir mendigando. A estas personas se les debe aplicar la ley que regula a los vagabundos, aquellos que vagan sin causa justificada y que, por tanto, encubren su maldad bajo el pretexto de la libertad.

La República, al regular la mendicidad, busca separar a los verdaderos pobres de los falsos mendigos, garantizando que aquellos que realmente necesitan ayuda la reciban sin caer en el engaño o el abuso de los recursos públicos. El autor concluye que no es justo permitir que las personas mendiguen simplemente para cambiar de estado o condición, ya que esto abre la puerta al abuso y al engaño.


DEL QUINTO INCONVENIENTE: QUE ES QUE LOS POBRES QUE SON PROVEÍDOS DE LA LIMOSNA PÚBLICA SON MAL TRATADOS Y MAL PROVEÍDOS, ASÍ LOS NATURALES COMO LOS EXTRANJEROS

Este argumento se refiere a la acusación de que los pobres, tanto locales como extranjeros, reciben un mal trato y una mala provisión bajo la nueva orden de limosnas. Sin embargo, el autor señala que esta acusación es fácil de refutar mediante la experiencia, ya que el estado real de los hechos es fácilmente comprobable.

Antes de la implementación de la orden, muchos pobres no encontraban suficiente sustento, teniendo que mendigar con esfuerzo y vergüenza, mientras que ahora son proveídos sin necesidad de mendigar ni pasar trabajos. Las provisiones que reciben son asignadas en función de sus necesidades, evaluadas por personas encargadas del gobierno de la república, siguiendo el ejemplo de los apóstoles. Si algunos pobres recibían más antes, esto no significa que la nueva provisión sea injusta, ya que solo se les da lo necesario.

Robles también reconoce que algunos pobres se quejan de que no reciben lo suficiente, pero estas quejas muchas veces son infundadas, basadas en una falsa percepción o en la omisión de la razón por la que reciben menos. En cuanto a la queja de que los pobres son empadronados públicamente, el autor admite que hubo ciertos excesos iniciales, pero que esto fue corregido para garantizar que el registro se hiciera en privado, con la debida discreción.

Respecto al trato a los extranjeros, se asegura que ahora se les facilita recibir lo necesario, eliminando la necesidad de recorrer largas distancias para obtener pequeñas limosnas. Por tanto, el argumento de que se les maltrata es infundado. La prueba de la satisfacción de los pobres es evidente: en recientes consultas, todos afirmaron estar contentos con las provisiones que reciben, prefiriendo esto a la antigua necesidad de mendigar.

Finalmente, Robles responde a la acusación de que la orden solo sirve para evitar la molestia de los mendigos, explicando que tal juicio es injusto. De hecho, los nobles que supervisan la obra asumen una gran carga y sacrifican su tiempo y recursos personales para el bienestar de los pobres.


Tercera parte

DE LOS PROVECHOS MANIFIESTOS QUE DE ESTA SANTA INSTITUCIÓN LA EXPERIENCIA HA MOSTRADO QUE SE SIGUEN

  1. Los pobres que antes mendigaban ahora están asegurados en su sustento sin tener que pasar por trabajos y penurias diarias.
  2. Se han curado a enfermos pobres, tanto de enfermedades comunes como contagiosas, algunos considerados incurables, quienes ahora trabajan para mantenerse.
  3. Los huérfanos y muchachos desamparados han sido acogidos, educados y puestos bajo el cuidado de amos.
  4. Los pobres han sido liberados de los males de una vida ociosa y sin orden, evitando caer en vicios.
  5. Se protege a los verdaderos pobres de caer en delitos y otras faltas por la vergüenza de pedir, lo que, según San Ambrosio, es causa de muchos vicios.
  6. Los hijos de mendigos no se crían en una libertad perniciosa, lo que antes los conducía a la delincuencia y el vicio.
  7. Se ha eliminado la mala reputación que los pobres mendigos daban a las ciudades, al no tener que pedir públicamente.
  8. Se ha evitado que los falsos pobres engañen a la gente, permitiendo que los verdaderos pobres reciban la limosna.
  9. Hay menos escasez de trabajadores, ya que muchos antes preferían vivir del trabajo ajeno a mendigar.
  10. Se ha evitado que muchos se lesionen deliberadamente o a sus hijos para recibir limosnas, un problema común anteriormente.
  11. Los extranjeros que mendigaban en los reinos no pueden sacar dinero engañosamente, y se ha evitado la llegada de espías en traje de pobres.
  12. Se han corregido muchas malas costumbres y prácticas que fomentaban los mendigos vagabundos, especialmente en la juventud desamparada.
  13. Hay menos enfermedades contagiosas, ya que los mendigos enfermos no propagan dolencias entre la población.
  14. Las iglesias están libres de las voces y distracciones de los mendigos, permitiendo una mejor concentración en los servicios religiosos.
  15. Los mendigos ahora siguen los preceptos cristianos, confesándose y comulgando, y los jóvenes aprenden la doctrina cristiana.
  16. Las limosnas del pueblo son más abundantes y mejor gestionadas, ya que la gente está segura de que se emplean correctamente.
  17. Las limosnas se hacen con más mérito, siendo más voluntarias que forzadas por las demandas de los mendigos.
  18. Los pobres pasajeros reciben la ayuda que necesitan sin tener que deambular por la ciudad en busca de auxilio.
  19. Se reducen los escrúpulos de conciencia de los ricos al no ver mendigos en extrema necesidad.
  20. Los hospitales pueden ahora atender a los verdaderos pobres, sin ser ocupados por mendigos vagabundos.

Además de estos beneficios, la obra promueve la caridad bien organizada, como San Pablo enseña, y pone en evidencia la importancia de apoyar esta institución para mejorar el bienestar de los pobres y el orden de la comunidad cristiana.


Conclusión

Soto y Robles abogan por un modelo de caridad ordenado, que busca no solo la ayuda material de los pobres, sino también la regeneración moral y social de la comunidad, con la implicación de las autoridades y los ciudadanos en la creación de un sistema que erradique los males de la mendicidad y promueva la justicia social.

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