lunes, 10 de noviembre de 2025

Plutarco - La Desaparición de los Oráculos

En Sobre la decadencia de los oráculos, Plutarco nos conduce al corazón silencioso de los oráculos, donde el eco de la voz divina parece extinguirse. En este diálogo, el filósofo de Queronea no solo se pregunta por qué los santuarios proféticos han enmudecido, sino que explora una cuestión más profunda: si los dioses han abandonado a los hombres o si es la humanidad la que ha perdido la capacidad de escucharlos. A través de la conversación entre sabios, Plutarco entrelaza religión, metafísica y psicología para revelar que los oráculos no mueren, sino que se transforman con el espíritu del tiempo, invitando al lector a reflexionar sobre la fragilidad del vínculo entre lo humano y lo divino.

DIÁLOGOS PÍTICOS: LA DESAPARICIÓN DE LOS ORÁCULOS

Lamprias comienza evocando la leyenda del ombligo del mundo (ὀμφαλός), una piedra sagrada en Delfos que marcaba el centro de la tierra, lugar donde se habrían encontrado dos águilas (o cisnes) enviadas por Zeus desde los extremos del mundo. Este relato mítico no es tratado por Lamprias como simple fábula, sino como un símbolo de la centralidad espiritual de Delfos: el punto donde el cielo y la tierra se comunican.

La intervención de Epiménides de Creta, un sabio y taumaturgo legendario, añade una reflexión sobre los límites del conocimiento humano. Cuando intenta verificar empíricamente la leyenda del “ombligo”, el oráculo le responde con un enigma: “No hay en verdad un ombligo en medio de la tierra ni del mar; y si alguno hay, es claro para los dioses pero oscuro para los mortales.” Con esto, Lamprias sugiere que las verdades sagradas no se someten a la demostración racional, sino que pertenecen a un orden de conocimiento reservado a los dioses.

“El dios había apartado de sí a aquél que trataba de poner a prueba una vieja leyenda tocándola como si fuera una pintura”, es decir, Epiménides había intentado “tocar” lo sagrado con manos humanas, reducir el mito a un hecho tangible. Lamprias advierte así que el misterio de los oráculos —su aparente silencio o ambigüedad— no debe entenderse como decadencia, sino como el límite natural de la mente humana frente al lenguaje divino.

Dejandonos los datos, Plutarco introduce la escena narrativa del diálogo y a los personajes que lo protagonizan, presentándolos en el contexto de los Juegos Píticos —las festividades celebradas en honor de Apolo en Delfos.

Los interlocutores son Demetrio el gramático y Cleómbroto de Lacedemonia, dos viajeros provenientes de los confines opuestos del mundo, que se encuentran “casualmente” en Delfos. Este encuentro simbólico —dos sabios procedentes de los extremos de la tierra que convergen en el centro del mundo— reproduce la imagen inicial de las águilas o cisnes enviados por Zeus, reforzando la idea de Delfos como punto de unión entre los límites del conocimiento humano y la sabiduría divina.

Cleómbroto se presenta como un filósofo teólogo y viajero, un hombre que, sin buscar riqueza, se dedica a reunir observaciones y saberes para una filosofía que él mismo define como teología. Su visita al santuario de Amón, en el desierto de Libia, evoca el interés helenístico por los cultos orientales y por la ciencia de los templos egipcios. De allí trae un relato que fascina a Lamprias: la lámpara inextinguible, símbolo de la luz divina que no se apaga, aunque su brillo parezca disminuir con el paso del tiempo. Los sacerdotes interpretaban este fenómeno como prueba del acortamiento de los años, es decir, una irregularidad en el movimiento del cosmos.

El problema con los datos

Ante la historia de la lámpara inextinguible del templo de Amón, Demetrio —representante del saber racional y filológico— reacciona con ironía: considera absurdo extraer conclusiones cósmicas o teológicas a partir de un simple fenómeno físico, como la duración del aceite en una lámpara. Su crítica alude al peligro de confundir lo pequeño con lo grande, de querer deducir el orden del universo a partir de observaciones triviales. La cita de Alceo, que habla de “pintar al león por la garra”, expresa precisamente esa desproporción: intentar representar lo inmenso a partir de un fragmento mínimo.

Sin embargo, Cleómbroto —el filósofo viajero y teólogo— responde defendiendo el valor de la observación religiosa. Argumenta que los sacerdotes egipcios no son ingenuos ni menos rigurosos que los matemáticos: su atención constante a los signos del templo, incluso a una lámpara, revela una forma distinta de conocimiento. En lugar de buscar la verdad mediante el cálculo abstracto, la buscan en la persistencia vigilante ante los signos divinos, que puede revelar irregularidades que escapan a la ciencia.

Demetrio, con mentalidad racionalista, sostiene que no se deben extraer conclusiones cósmicas a partir de hechos mínimos —como el aceite de una lámpara—, pues eso sería atribuir a lo insignificante una importancia desmedida. Sin embargo, Cleómbroto refuta esta idea con brillante ironía, diciendo que si no se admitiera que lo pequeño puede señalar lo grande, muchas ciencias quedarían sin fundamento, porque buena parte del conocimiento humano se basa justamente en indicios y proporciones.

Lamprias pone ejemplos que ridiculizan el escepticismo excesivo de los gramáticos, que pretenden deducir grandes tesis a partir de una sola palabra de Homero.

Menciona que los gramáticos sostenían que los héroes homéricos se afeitaban el cuerpo porque en la Ilíada (X, 173) aparece la expresión “la vida de los aqueos está sobre el filo de un rasurador”.

Esa frase era una metáfora proverbial, equivalente a decir que estaban “al borde del peligro”, pero los exégetas filológicos la tomaban literalmente, como si Homero estuviera describiendo una práctica de higiene o costumbre corporal (el uso del rasurador).

El segundo ejemplo proviene de la Odisea (III, 367). En ese pasaje, Homero usa la expresión “una deuda es debida no reciente ni escasa”. Los gramáticos interpretaban el verbo griego ophéllo —que puede significar tanto “deber” como “aumentar”— de manera creativa: sostenían que Homero, al usar esa palabra, daba a entender que los antiguos prestaban dinero con intereses, porque la deuda “aumentaba”.

Cleómbroto les muestra así su incoherencia: si aceptan que una palabra encierra una verdad histórica o física, ¿por qué negar que una lámpara pueda encerrar un signo del cosmos?

Luego introduce ejemplos de la naturaleza: las telarañas abundantes o las hojas de higuera con forma semejante a patas de corneja anuncian un verano pestilente, y nadie lo considera irracional; o el hecho de que un pequeño reloj de sol permita medir con exactitud el movimiento del Sol. Con estas imágenes, Lamprias enseña que el universo está lleno de correspondencias y señales: lo microcósmico refleja lo macrocósmico.

En ese momento, Amonio interrumpe diciendo:

''Di no sólo para el sol sino para el firmamento entero. Pues será necesario que su paso de solsticio a solsticio se reduzca y no continúe siendo una parte tan grande del horizonte como dicen los matemáticos, sino que se haga más pequeña al contraerse progresivamente la parte sur con la norte, y que el verano sea para nosotros más corto y más frío de temperatura, al dar aquél la vuelta más adentro y tocar paralelos menores16 en los puntos del solsticio; más todavía, que los indicadores de los relojes de sol de Siene no aparezcan ya sin sombra en el solsticio de verano, que muchas estrellas fijas se hayan corrido hacia abajo y que algunas estén en contacto y fundidas entre sí al faltar el espacio intermedio. 

Y si por el contrario afirman que los demás cuerpos son uniformes y el sol indisciplinado en sus movimientos, no podrán expresar la causa que, de entre tantos, solamente a éste acelera, y confundirán la mayor parte de los fenómenos, y en todo caso los que conciernen a la luna, hasta el punto de no necesitar medidas de aceite que prueben la diferencia. 

Pues la probarán los eclipses, al superponerse con mayor frecuencia aquél sobre la luna y la luna sobre la sombra (de la tierra), y los demás fenómenos serán evidentes sin que haya necesidad de desplegar con más detalle la falsedad del argumento''

Pero Cleombroto le confirma que él mismo ha visto la medida del aceite en el templo de Amón y que, efectivamente, el registro del último año era menor que los anteriores.

El caso de la lámpara

Amonio le pregunta ¿cómo puede sorprendernos que una lámpara sagrada gaste cada vez menos aceite, si en muchos otros pueblos del mundo se conservan también fuegos inextinguibles que arden desde tiempos inmemoriales? Amonio se refiere aquí a los fuegos perpetuos del culto antiguo —por ejemplo, los de Vesta en Roma, Hestia en Grecia o los altares zoroastrianos de Persia—, que eran mantenidos constantemente encendidos como símbolos de la presencia divina y del alma del cosmos.

Sin negar la maravilla del hecho, Amonio propone buscar causas naturales para explicar el fenómeno antes que atribuirlo a una alteración cósmica. Sugiere varias hipótesis posibles:

  • Factores climáticos: en los lugares fríos y húmedos, el fuego puede quemar con más intensidad, al concentrarse y condensarse en sí mismo, mientras que en zonas secas y calurosas se vuelve más débil y se disipa con rapidez.

  • Naturaleza del aceite: la diferencia podría deberse también a la calidad del aceite. Si en los primeros años provenía de árboles jóvenes, sería más aguado y de menor poder combustible; con el tiempo, al madurar los olivos, el aceite se habría vuelto más puro y denso, rindiendo más aunque se usara en menor cantidad.

Amonio no desacredita el relato sagrado, pero lo traduce a términos naturales, mostrando que los fenómenos religiosos pueden tener causas físicas sin perder su valor simbólico. Su intención no es ridiculizar la fe, sino defender la inteligencia dentro de la religión.

La decadencia de los oráculos

Luego de que Amonio terminara, Lamprias le pide a Cleombroto que mejor hablen sobre el oráculo de Amón que antes tuvo mucha popularidad pero ahora está disminuyendo. Sin embargo, Clembroto se quedó en silencio. Demetrio diría que no hace falta hablar sobre lo que allí pasa, pues está ocurriendo en todos lados, los oráculos están desapareciendo. Solo, quizás, el oráculo de Lebadea ha quedado en pie porque Beocia le permite la adiviniación. 

En tiempos de las Guerras Médicas (siglo V a. C.), los oráculos estaban en pleno esplendor. Lamprias recuerda tres de ellos: el de Apolo Ptoeo, el de Anfiarao y el de Tégiras, todos en Beocia. Cada uno sirve como ejemplo de la antigua eficacia profética y del modo en que los dioses se comunicaban con los hombres.

En el oráculo del Ptoeo, se cuenta que el intérprete, que solía responder en dialecto eolio, pronunció una profecía en una lengua extranjera —la de los bárbaros—, incomprensible para los presentes salvo para un emisario persa. Lamprias insinúa aquí que la inspiración divina se adaptó incluso al lenguaje del consultante, pero también advierte que los bárbaros no pueden recibir plenamente el mandato divino en griego, símbolo de que la lengua sagrada es un límite espiritual: la revelación pertenece al mundo helénico, mediado por la palabra griega y la razón.

El oráculo de Anfiarao ofrece otro episodio: un lidio enviado por los persas sueña con un siervo del dios que primero lo expulsa del templo, luego lo empuja y finalmente lo golpea con una piedra. Este sueño se cumple literalmente cuando Mardonio, general persa, muere en la batalla de Platea golpeado por una piedra. El oráculo, pues, se confirma en los hechos, y Lamprias lo presenta como prueba de la antigua precisión de la adivinación.

El tercer ejemplo es el oráculo de Tégiras, donde según la tradición nació Apolo. Durante la guerra del Peloponeso, los habitantes de Delos, expulsados de su isla, recibieron una profecía que les ordenaba sacrificar en el lugar natal del dios. Desconcertados —pues creían que ese lugar era Delos—, la Pitia les dijo que una corneja (Κόραξ) les indicaría el camino. Al llegar a Queronea, una mesonera llamada justamente “Corneja” les dio noticia del santuario de Tégiras; comprendieron el sentido del oráculo, ofrecieron los sacrificios y poco después recuperaron su isla.

Nos comenta que ha habido otras manifestaciones más recientes pero que ya ahora han cesado. Vale preguntarse por aquello. 

¿Son los dioses responsables?

Decidieron ir hacia el Pórtico de Cnidios, pasaron dentro y vieron a unos amigos que los estaba esperando. Demetrio, al observar que todos estaban relajados, se preguntaba si alguno de ellso tenía alguna reflexión que hacer, al menos, para Demetrio, no era así. 

En ese momento Heracleón de Megara le responde que estaban exhaustos de discutir unos problemas gramaticales y morfológicos del griego antiguo que eran típicos de las discusiones entre los gramatikoi, los filólogos o profesores de lengua. Lo que se preguntaban, decían, era porqué el verbo βάλλω pierde una λ en su forma futura βαλῶ. 

Obviamente, la pregunta no tiene sentido práctico, porque el griego no distingue entre la “primera” y la “segunda” lambda; el resultado es simplemente una simplificación fonética. Pero los gramáticos antiguos discutían este tipo de cosas con extrema seriedad, como si fuera un asunto filosófico.

Por eso Heracleón ironiza: “No estamos aquí para averiguar cuál de las dos lambdas se pierde en el futuro de bállo”, es decir, no estamos aquí para pelear por nimiedades filológicas.

Por otro lado, hay adjetivos como cheírōn y béltior que tienen otras particularidades.

Lo curioso es que cheírōn y béltior no derivan directamente de los adjetivos positivos kakós (“malo”) y agathós (“bueno”).
Es decir, en griego no se dice:

  • malo → kakóteros (inexistente), sino cheírōn;

  • bueno → agathóteros (raro), sino béltior.

Esto confundía a los gramáticos, que discutían de qué raíz venían esos comparativos y superlativos “irregulares”.

Heracleón se burla de esa obsesión, diciendo que tales cuestiones “ponen en tensión el rostro”, o sea, que hacen fruncir el ceño y discutir sin fin por temas triviales, como si el estudio de una sílaba fuera más importante que la sabiduría o la teología.

Luego de esto, Demetrio les pide por favor que discutan el tema a saber que versa sobre los oráculos y su desaparición. 

Para eso, entra en escena Dídimo. Dídimo sostiene que no hay nada sorprendente en la desaparición de los oráculos, porque el mundo se ha corrompido. Según él, la maldad humana ha hecho que no solo Respeto (Aidós) y Justicia divina (Diké) —como ya había profetizado Hesíodo— abandonen la tierra, sino que también la Providencia divina misma se haya retirado, llevándose consigo las voces oraculares. Los dioses callan porque los hombres se han degradado.

Luego lanza una crítica muy aguda contra los consultantes de su tiempo: dice que el trípode délfico (el asiento de la Pitia) está “abarrotado de preguntas indecentes e impías”. En lugar de buscar sabiduría o consejo moral, los hombres preguntan por tesoros, herencias y matrimonios ilegítimos; es decir, los oráculos se usan para fines egoístas o frívolos. Con esto, Dídimo acusa al propio pueblo griego de haber profanado el sentido sagrado de Delfos, transformándolo en una oficina de adivinación vulgar.

Para reforzar su argumento, cita a Pitágoras, quien había dicho que los hombres se “superan a sí mismos” al acercarse a los dioses. Pero, según Dídimo, ocurre lo contrario: los hombres se rebajan moralmente al comparecer ante el dios con sus pasiones y miserias, exhibiéndolas sin pudor.

Heracleón lo agarra del manto para hacerlo callar, Lamprias lo calma recordándole que Apolo es un dios benévolo y paciente, “el más benigno para los mortales”, como dijo Píndaro.

Lamprias, con un tono conciliador, afirma que el dios —ya sea el Sol visible o el principio soberano que está por encima de él— no puede considerar indignos a los hombres de su voz, porque él mismo es causa de su nacimiento, de su pensamiento y de su ser. Es decir, si la divinidad es fuente de todo, no puede retirarse de su creación: sería contradictorio que un dios tan generoso negara precisamente la mántica (el don de la adivinación), que es una forma de comunicación con los hombres.

Refuta la idea de que la providencia se haya vuelto rencorosa o castigadora. La presenta como una madre indulgente, que cuida y provee todo para los humanos, y que no podría privarlos de la palabra profética “después de haberla concedido desde el principio”. Si los oráculos han disminuido, no es por ira divina, sino por causas naturales o espirituales más sutiles.

También recuerda que en tiempos antiguos existía más maldad y mayor población, y aun así había oráculos en muchas partes del mundo. Por lo tanto, la corrupción moral no puede ser la explicación del silencio actual: el dios no actúa con rencor, sino conforme a leyes más profundas.

Lamprias invita a Dídimo a “firmar un armisticio pítico con la maldad”, es decir, a dejar de combatir verbalmente contra los vicios y participar en una búsqueda más serena de la verdad. La expresión “pítico armisticio” es una imagen ingeniosa: propone una tregua sagrada para que el diálogo filosófico pueda desarrollarse en paz. Dídimo se retira.

Amonio interrumpe a Lamprias y le pide atención y prudencia, porque lo que se discute —la desaparición de los oráculos— implica directamente la justicia y coherencia del dios. Si se busca una explicación natural o casual para su cese, se corre el riesgo de atribuir la función oracular a algo no divino, negando así su origen sagrado.

Amonio plantea una premisa fundamental:

“Ninguna otra fuerza existe tan poderosa como para destruir una obra de los dioses.”
Por tanto, si los oráculos han cesado o se han debilitado, no puede deberse a una causa humana o material, sino a una decisión divina. Pero esta decisión no puede ser arbitraria ni rencorosa, como sostenía Dídimo: el dios no puede ser incoherente consigo mismo.

Amonio critica precisamente esa inconsistencia: según el cínico, Apolo habría castigado a los hombres cerrando los oráculos por su maldad; pero al mismo tiempo seguiría protegiéndolos y manifestando su providencia en todo lo demás. Esa idea convierte al dios en un monarca caprichoso, que a unos abre las puertas y a otros se las cierra sin razón —“como si un rey o tirano cerrara unas puertas a los malvados y por otras los recibiera”.

Amonio da así un paso hacia una teología más coherente y racional: el dios no actúa por emociones humanas ni por venganza, sino conforme a un orden universal y armónico. La desaparición de los oráculos debe, por tanto, tener una causa divina, pero natural dentro del designio divino —no un castigo ni una negligencia.

Amonio agrega algo más: “Lo divino actúa siempre con medida (metron), sin exceso ni carencia.”

Por tanto, si los oráculos han disminuido, ello no debe interpretarse como abandono o castigo, sino como una adaptación armónica a las condiciones del mundo.

Amonio plantea una hipótesis concreta: tras las numerosas guerras que asolaron Grecia —las Guerras Médicas, el Peloponeso, las campañas macedónicas y romanas—, la población de la Hélade había quedado reducida y dispersa. Donde antes hubo ciudades activas y pobladas, ahora quedan pueblos vacíos o en ruinas. Así, dice, ¿qué sentido tendría mantener oráculos en lugares donde ya casi no hay hombres?

Plutarco pone un ejemplo muy gráfico: antiguamente, en la batalla de Platea, la pequeña ciudad de Mégara envió tres mil hoplitas (soldados pesados); ahora, en toda Grecia, apenas podría reunirse ese mismo número. Esa comparación subraya la magnitud del despoblamiento y la pérdida de vitalidad cívica del mundo griego.

Desde ese punto de vista, el dios no ha abandonado los oráculos por ira, sino porque no hay ya suficientes hombres para recibirlos. Sería irracional —dice Amonio— mantener templos oraculares activos “en Tégiras o junto al Ptoon”, donde hoy solo se ven pastores aislados durante el día.

Por lo demás, uno de los oráculos también fue abandonada pero por la presencia de una serpiente hembra. Una vez que los alrededores de ese oraculo fueron poblados, tres pitonisas se turnaban para hacer su trabajo. 

Al terminar Amonio, Cleombroto se acerca a Lamprias y le dice si cree que es el Dios quien desaparece los oráculos, a lo que Lamprias dice que no. 

Lamprías afirma:

“Ninguna sede profética es suprimida por causa de un dios.”

La causa —dice— está en la materia. Así como el dios crea y ordena las cosas, la naturaleza, que incluye la materia corruptible, introduce disolución y pérdida. Es la condición material del mundo la que explica el envejecimiento y la extinción de las cosas sagradas.

Por eso añade una idea poderosa, tomada de Sófocles:

“Mueren también las obras de los dioses, pero no los dioses.”

Los oráculos, los templos, las voces proféticas son obras divinas en el mundo material, pero como todo lo que pertenece a la materia, están sujetas al tiempo, al desgaste y a la desaparición. La divinidad, en cambio, es eterna.

Lamprías también rechaza la visión ingenua según la cual el dios hablaría físicamente a través de la boca de los intérpretes, como si se introdujera en sus cuerpos. Compara esta creencia con la de los antiguos “ventrílocuos” llamados Euricles o Pitones, que fingían tener dentro una voz ajena. Plutarco ridiculiza la idea de que Apolo “posea” a la Pitia literalmente.

Cleombroto acepta parcialmente lo que dice Lamprias, pero con ciertos matices. Cleómbroto comienza afirmando que hay dos extremos igualmente erróneos:

  • Los que creen que el dios no es responsable de nada en el mundo.

  • Y los que creen que el dios lo causa todo directamente.
    Ambas posturas son desmesuradas, pues o bien niegan la providencia divina, o bien la vuelven arbitraria y material.

Para resolver esa tensión, Cleómbroto recuerda dos descubrimientos fundamentales en la historia de la filosofía:

  1. El de la materia, que Platón identificó como el principio subyacente de los cuerpos (Timaeus 49a-52d), lo que permitió explicar el mundo físico sin culpar al dios del mal ni del cambio.

  2. El de la raza de los démones, que los antiguos magos, órficos y egipcios ya conocían, y que Platón sistematizó: seres espirituales intermedios que transmiten las influencias divinas a los hombres y las súplicas humanas a los dioses.

Cleómbroto destaca que esta doctrina no es solo griega: aparece en la tradición persa (Zoroastro), en la tracia órfica y en los ritos egipcios y frigios, donde se mezclan símbolos de muerte y purificación, expresando el tránsito del alma entre niveles de existencia.

Luego cita a Hesíodo, quien distinguió cuatro clases de seres racionales:

  1. Dioses (eternos).

  2. Démones (intermediarios protectores).

  3. Héroes (semidivinos, aún ligados al cuerpo).

  4. Hombres (mortales).
    Esta jerarquía expresa el continuo que une lo humano con lo divino.

Por último, Cleómbroto añade una interpretación cosmológica: así como los elementos pasan de tierra a agua, de agua a aire y de aire a fuego, las almas ascienden en pureza —de hombres a héroes, de héroes a démones, y de algunos démones a dioses—. Otras, en cambio, al no dominarse, descienden y vuelven a encarnarse, viviendo una existencia “oscura y difusa como vapor”.

Cleómbroto, para sostener que también los démones son seres sujetos a la generación y la corrupción, cita un pasaje enigmático de Hesíodo, en el que una Náyade —una ninfa de los manantiales— expresa en forma de acertijo la duración de las vidas de distintos seres:

  • Nueve generaciones de hombres dura la vida de una corneja.

  • Un ciervo vive tanto como cuatro cornejas.

  • Un cuervo, tanto como tres ciervos.

  • Un fénix, tanto como nueve cuervos.

  • Y las Ninfas, hijas de Zeus, viven tanto como diez fénix.

La idea es que incluso los seres divinos o semidivinos, como las Ninfas, tienen una duración limitada, aunque extraordinariamente larga. De allí deduce Cleómbroto que lo mismo ocurre con los démones: viven muchos miles de años, pero no son eternos.

Luego explica que algunos intérpretes tomaban la “generación de los hombres” como equivalente a un año, por lo que el cálculo total de la vida de las Ninfas sería de 9.720 años. Sin embargo, otros entendían “generación” como un período humano completo. Aquí interviene Demetrio el gramático, interrumpiendo a Cleómbroto con un análisis técnico —una típica intervención filológica— sobre el significado exacto del verso hesiódico.

Demetrio sostiene que hay dos interpretaciones del término geneá (“generación”):

  • Los que leen “de jóvenes hombres” la equiparan a 30 años, siguiendo a Heráclito, que consideraba ese el tiempo necesario para que quien engendra tenga un hijo que ya puede engendrar.

  • Los que leen “de viejos hombres” la fijan en 108 años, porque ese número tiene una simetría matemática: es la suma del 1, los dos primeros números planos (2 y 3), sus cuadrados (4 y 9) y sus cubos (8 y 27). Este número, que aparece también en Platón, expresa una proporción armónica de la generación del alma.

Después, Demetrio interpreta el pasaje de Hesíodo de forma cosmológica: cree que el poeta alude a la conflagración universal (ekpýrosis), el ciclo estoico en que el mundo se consume periódicamente en fuego. Cuando eso ocurre, desaparecen no solo los seres materiales, sino también los démones ligados a los elementos húmedos —las Ninfas de los ríos y prados—.

Cleómbroto responde a Demetrio y retoma la interpretación del pasaje de Hesíodo sobre la duración de las ninfas y démones, pero con un tono filosófico y equilibrado.

Primero, se distancia de los estoicos, que interpretaban esos versos como alusiones a la conflagración universal (la destrucción del cosmos en el fuego del ekpýrosis). Cleómbroto critica esa visión apocalíptica y defiende la eternidad ordenada del universo, en consonancia con el pensamiento platónico: el cosmos no se destruye, sino que se renueva cíclicamente.

Luego, trata de aclarar el enigma numérico de Hesíodo. Observa que algunos exageran el sentido literal de los tiempos mencionados (las vidas de la corneja, el ciervo, el cuervo, el fénix y las ninfas) porque no comprenden que el poeta usa la palabra geneá (“generación”) en un sentido simbólico. Cleómbroto sugiere que geneá puede significar también “año”, porque el año contiene el ciclo completo de nacimiento y fin de las cosas que produce la tierra: “el principio y el fin de todo aquello que aportan las estaciones”.

A partir de esa equivalencia, explica que a veces el lenguaje utiliza el mismo término tanto para lo que mide como para lo medido. Así como llamamos medida a una cótila, una ánfora o un medimno (términos griegos de capacidad), y también decimos que una “unidad” es a la vez medida y número, del mismo modo geneá (generación) puede aplicarse al año porque el año es la medida natural de la vida humana.

Para concluir, Cleómbroto desarrolla una explicación numérica simbólica del famoso número 9.720, que había aparecido antes como la supuesta duración de la vida de las ninfas o démones. Plutarco, como buen platónico pitagorizante, no ve en este número una cantidad literal, sino un símbolo armónico, una expresión matemática del orden cósmico.

Dice que ese número surge:

  • De la suma de los cuatro primeros números (1 + 2 + 3 + 4 = 10), el número perfecto,

  • Multiplicado por cuatro o por diez, lo que da 40.

  • Luego, si este 40 se multiplica por tres cinco veces, se obtiene 9.720.

La importancia no radica en la operación aritmética exacta, sino en la idea de que este número encierra proporción, medida y plenitud —los atributos que los pitagóricos asociaban con la armonía del universo. A diferencia de otros números arbitrarios o “irregulares”, este tiene una estructura simbólica que lo hace digno de lo divino, pues refleja la perfección matemática de la creación.

Luego, Cleómbroto se muestra conciliador: dice que no es necesario discrepar con Demetrio, porque tanto si el tiempo de vida de los démones es mayor o menor, regular o irregular, el punto esencial queda firme —y aquí introduce la enseñanza clave—:

“Existen ciertas naturalezas intermedias entre dioses y hombres, que sufren experiencias mortales y cambios necesarios.”

Estas naturalezas son los démones, seres espirituales que participan de lo divino, pero que también están sujetos al tiempo y a la muerte. No son eternos como los dioses, ni del todo perecederos como los hombres, sino intermedios. Y, por eso mismo, los griegos tenían razón en venerarlos y llamarlos “démones”, como enseñaban sus antepasados.

Cleómbroto apoya su explicación sobre la naturaleza intermedia de los démones con un argumento geométrico tomado de Jenócrates, discípulo de Platón, y la refuerza con imágenes astronómicas y poéticas.

Primero, cita la comparación geométrica de Jenócrates:

  • El triángulo equilátero, con sus tres lados iguales, representa lo divino, porque expresa unidad, equilibrio y perfección.

  • El triángulo escaleno, cuyos lados son todos desiguales, simboliza lo mortal, lo variable, lo inestable.

  • El triángulo isósceles, que tiene dos lados iguales y uno desigual, representa lo semidivino o demónico, porque combina lo semejante y lo diferente, lo eterno y lo corruptible.

Esta figura resume la idea fundamental: los démones poseen una naturaleza mixta, “con sentimientos de mortal y poder de dios”. Son intermedios entre ambos órdenes del ser, así como el isósceles participa del equilibrio del equilátero y de la irregularidad del escaleno.

Luego Cleómbroto amplía la analogía con ejemplos visibles en la naturaleza. En el cielo, hay seres completamente divinos —el sol y los astros fijos, que mantienen un movimiento perfecto y constante— y seres efímeros, mortales —los relámpagos, cometas y estrellas fugaces, que aparecen y desaparecen. Entre ambos extremos está la luna, que refleja la condición de los démones: un cuerpo intermedio, cambiante y luminoso, que participa del cielo y de la tierra.

Cita a Eurípides, quien había comparado la muerte humana con una estrella que cae del cielo, evocando la idea de que el alma, al morir, regresa al éter. Así, los fenómenos celestes no son solo imágenes naturales, sino símbolos visibles del destino espiritual.

Por eso, dice Cleómbroto, la luna es la verdadera “representación demónica”:

  • Su luz no es propia, sino reflejada del sol (como los démones reflejan la luz del dios).

  • Sufre aumentos y disminuciones, como los démones que participan del ciclo de ascenso y caída.

  • Por su posición intermedia entre la tierra y el cielo, algunos la llamaron “estrella terráquea”, otros “tierra olímpica”, y otros la identificaron con Hécate, la diosa triple que pertenece al mundo celestial, terrenal e infernal.

En síntesis, Cleómbroto convierte la cosmología en una metáfora de la jerarquía espiritual:

  • El sol y las estrellas fijas → dioses.

  • Los relámpagos y cometas → hombres mortales.

  • La luna → démones, mediadores entre ambos.

Así, el cosmos entero se presenta como una imagen viviente de la armonía divina, donde cada nivel del ser tiene su correspondencia geométrica, astronómica y mística.

Cleómbroto continúa con su teoría. 

“Así como, si se suprimiera el aire entre la tierra y la luna, se rompería la unidad del universo, quedando un vacío sin conexión, del mismo modo, si se niega la existencia de los démones, se rompe el vínculo entre los dioses y los hombres.”

La imagen es magistral: el aire cumple una función de mediador físico, que une y transmite los movimientos entre los cuerpos celestes y los terrestres; del mismo modo, los démones son mediadores espirituales, que permiten la comunicación entre los mundos divino y humano.
Negar su existencia equivale a dejar un “vacío metafísico” en el cosmos: los dioses quedarían demasiado lejos para relacionarse con los hombres, y los hombres, sin intermediarios, perderían acceso a lo sagrado.

A continuación, Plutarco señala el doble error de quienes niegan o malinterpretan esta mediación:

  • Por un lado, están los que dicen que los oráculos carecen de inspiración divina, reduciéndolos a simples engaños o fenómenos naturales.

  • Por otro, los que piensan que los dioses mismos hablan directamente a través de los hombres, arrastrando al dios al plano material y profanando su majestad.

Ambas posiciones son, para Plutarco, falsas y peligrosas. El dios supremo —Apolo— no desciende ni se mezcla con la materia; sus mensajes se comunican por medio de los démones, que actúan como “servidores”, “ayudantes” o “secretarios” divinos (hyperétai kai grammateis, diría Platón).

La mención de las mujeres tesalias que “bajan la luna” (una referencia a creencias mágicas populares) funciona como metáfora irónica: así como las hechiceras pretendían hacer descender el astro del cielo, los supersticiosos “bajan” al dios, obligándolo a mezclarse con los asuntos humanos. Pero el dios, dice Plutarco, permanece trascendente: lo que interviene en la adivinación y en los ritos mistéricos no es el dios mismo, sino su jerarquía de espíritus mediadores.

Por último, Cleómbroto recuerda que Hesíodo ya había hablado de estos démones como

santos dadores de riqueza”,

Atribuyéndoles la función de recompensar a los hombres y mantener el orden moral del mundo, como ministros de la justicia divina. Algunos démones presiden los sacrificios y ritos; otros castigan las injusticias graves.

Explica que, al igual que entre los hombres hay diferencias morales y espirituales, también las hay entre los démones. Algunos son más puros, luminosos y cercanos a lo divino; otros, en cambio, conservan dentro de sí restos de lo pasional, lo emotivo y lo irracional. En los más nobles, ese residuo es débil y casi apagado —“como un poso”—; en los más inferiores, es intenso y difícil de extinguir.

Esta gradación dentro del mundo espiritual refleja la estructura jerárquica del cosmos que Plutarco hereda del platonismo:

  • Dioses → principio absolutamente racional, incorruptible y bueno.

  • Démones superiores → espíritus benéficos, inspiradores de justicia y sabiduría.

  • Démones inferiores → seres aún afectados por pasiones, cóleras y deseos, que pueden perturbar los fenómenos religiosos y morales.

La clave está en que los démones no son dioses, sino espíritus intermedios que todavía participan de la naturaleza emocional del alma. Por eso, dice Plutarco, las huellas de esas pasiones demónicas se conservan en los ritos, sacrificios y mitos antiguos: los relatos de dioses airados, sacrificios sangrientos o ritos extáticos no hablan propiamente de los dioses supremos, sino de estos démones inferiores que aún padecen afectos humanos.

Continúa diciendo que es ridículo que todos lso avatares que han tenido los hombres y la naturaleza sea producto de los dioses. Cleómbroto nos dice que más bien son todos producto de demones. 

Interviene un nuevo intelocutor presente que es Filipo, identificado como ''el historiador'', e interroga a Cleómbroto sobre a qué ritos se refiere cuando habla de prácticas que no parecen propias de los dioses. Cleómbroto responde explicando los rituales del oráculo délfico, en particular el Septérion, ceremonia que se realizaba cada ocho o nueve años en Delfos para conmemorar la victoria de Apolo sobre la serpiente Pitón.

El Septérion era uno de los ritos más antiguos de Delfos. Según la tradición, Apolo había matado a la serpiente Pitón —monstruo ctónico que custodiaba el oráculo antiguo— y, tras el homicidio, el dios debía purificarse de la contaminación (míasma) producida por el derramamiento de sangre.

Durante el ritual, los jóvenes Labiadas, encargados del servicio sagrado, representaban esa historia simbólicamente:

  • Encendían antorchas,

  • Conducían a un niño “de padre y madre vivos” (símbolo de pureza) hacia una barraca o choza,

  • Incendiaban la estructura y huían sin mirar atrás,

  • Luego el muchacho emprendía un viaje ritual hasta Tempe, en Tesalia, donde realizaba ceremonias de purificación.

Todo esto se entendía como una dramatización de la huida y purificación de Apolo después de matar al monstruo Pitón.

Cleómbroto, sin embargo, da una lectura muy distinta:

“La barraca [...] no es la guarida de la serpiente, sino representación de la morada de un tirano o de un rey.”

Esto significa que, en su opinión, el mito de Pitón no debe entenderse como la lucha del dios contra una bestia, sino como una alegoría política y espiritual: Apolo habría destruido un poder tiránico, y el rito recordaría esa liberación.

Pero Cleómbroto va más lejos. Considera absurdo pensar que Apolo, dios puro y solar, necesitara purificarse por matar a un monstruo malvado. Según la concepción filosófica de Plutarco, el dios no puede contaminarse, porque es incorpóreo e inmutable. Por eso, sostiene que esa purificación no tiene que ver con el dios mismo, sino con una culpa demónica asociada al oráculo.

Menciona a los álástores y palamnaíos, espíritus vengadores de la sangre derramada, figuras que en la tradición griega se asocian a los démones justicieros que persiguen a los culpables de homicidio. Los ritos de fuego, huida y libaciones —dice— son exactamente los que se practican para aplacar a espíritus iracundos, no a dioses luminosos.

Agrega a  Empédocles, el filósofo siciliano que en su poema Sobre la naturaleza hablaba de ciclos cósmicos regidos por el Amor y la Discordia. La cita (“de los relatos unas cimas con otras encadenando, no recorrer ningún camino”) significa que Empédocles hilvanaba ideas dispersas sin un orden sistemático. Plutarco aclara, con modestia, que no quiere hacer lo mismo: que su argumento, aunque extenso, ha seguido un camino coherente y que ahora llega naturalmente a su desenlace.

Ese desenlace consiste en afirmar que los démones son los verdaderos agentes de los oráculos:

“Con la total desaparición de los espíritus demónicos asignados a las sedes proféticas y oraculares, desaparecen también tales instituciones.”

Cada oráculo —como el de Delfos, Dodona, Tégiras o Amón— habría tenido su espíritu tutelar, un daimon encargado de sostener la voz profética, de mantener viva la inspiración. Cuando estos démones mueren, se debilitan o emigran, los oráculos enmudecen.

Plutarco emplea una imagen magistral: compara al oráculo con un instrumento musical. El instrumento en sí (el templo, el lugar, la Pitia, el rito) sigue existiendo, pero no puede sonar sin quien lo toque. Solo cuando el daimon “se pone al frente” y está presente, vuelve la voz profética, igual que un instrumento vuelve a producir melodía cuando alguien lo ejecuta.

La analogía refuerza tres ideas centrales:

  1. El dios no cambia ni se ausenta. Su sabiduría y poder son eternos.

  2. Los démones son los mediadores activos. Ellos son los que “dan voz” al dios en el mundo sensible.

  3. La decadencia de los oráculos no es un signo de abandono divino, sino de mutación cíclica en la jerarquía espiritual del cosmos.


El mundo no está abandonado por lo divino, sino que está sujeto a los ritmos de nacimiento y desaparición de los seres intermedios, los démones, cuyas existencias rigen los ciclos de manifestación de lo sagrado.

Heracleón, aceptando en parte la exposición de Cleómbroto admite que los oráculos pueden estar bajo la tutela de démones, pero se escandaliza ante la parte más audaz de la tesis de Cleómbroto: la idea de que los démones pueden ser castigados, exiliados o incluso morir. Considera esa afirmación “demasiado osada y bárbara”, porque, según la piedad tradicional, lo divino (y todo lo que participa de lo divino) debería ser imperecedero.

Cleómbroto, sin embargo, responde con un razonamiento estrictamente platónico:
si alguien concede que los démones existen, pero les niega toda mortalidad o posibilidad de corrupción, entonces deja de distinguirlos de los dioses.
En efecto —dice—, si los démones fueran incorruptibles, impasibles e intachables, ¿en qué se diferenciarían de los dioses?

Los démones son intermedios no solo en rango, sino en naturaleza. No pueden ser eternos ni completamente puros, porque su función misma consiste en moverse entre lo divino y lo humano, entre lo incorpóreo y lo material. Por eso sufren pasiones, se contaminan, envejecen y, finalmente, perecen.

La osadía que Heracleón considera “bárbara” es, en realidad, una consecuencia lógica del platonismo religioso de Plutarco:

  • Si hay un mundo jerárquico de seres,

  • Y si lo divino es absolutamente bueno y eterno,

  • Entonces debe haber una escala descendente de espíritus cada vez más mezclados con la materia,

  • Y por tanto, más sujetos a cambio, error y muerte.

Esta mortalidad espiritual explica, una vez más, la decadencia de los oráculos: los démones que los animaban cumplen un ciclo vital y desaparecen, lo que provoca el silencio de sus voces proféticas.

Filipo le dice a Cleómbroto que la existencia de demones la han afirmado filósofos como Platón, Crisipo, Jenócrates y Demócrito. Además, aprovecha de relatar la historia de Emiliano, el retor, padre de Epiterses. Contaba una historia del siguiente tenor:

Durante un viaje marítimo hacia Italia, el barco en el que iba Epiterses se detuvo frente a la isla de Paxos. En medio del silencio de la noche, una voz misteriosa —no humana— gritó tres veces el nombre de Tamus, un timonel egipcio del barco.

Cuando finalmente respondió, la voz le ordenó que, al pasar frente a Palodes, anunciara solemnemente:

El gran Pan ha muerto.

Tamus, temeroso, prometió hacerlo solo si las condiciones del mar eran tranquilas. Y al llegar a Palodes, en plena calma, pronunció la frase. En ese instante, se escuchó desde la costa un gran lamento, no de una sola persona, sino de muchos, como si una multitud invisible llorara la muerte del dios.

El hecho se conoció por muchos incluso por Tiberio quien lo mandó a llamar. Tiberio creyó la histioria y trató de averiguar más, y sus filólogos, que eran muchos, señalaron que habían nacido de Hermes y Penélope. 

Los que estaban ahí y eran conocidos de Filipo afirmaron con él todo aquello. 

Lamprias narra que un emisario romano viajó a unas islas sagradas cerca de Britania, donde presenció tormentas y truenos que los habitantes interpretaron como la muerte de un ser superior, un daimon. Dijeron que, al morir estos espíritus, el mundo se estremece, como cuando se apaga una lámpara que deja tras de sí oscuridad y perturbación.

También mencionan que en una de esas islas está Crono (Saturno), dormido y vigilado por Briareo, rodeado de démones que lo sirven: símbolo de un antiguo orden divino que ha quedado inactivo. Los oráculos desaparecen porque mueren o se retiran los démones que los animaban. El cosmos vive ciclos de nacimiento y decadencia espiritual; los dioses permanecen, pero sus intermediarios cambian, y cuando éstos se apagan, el mundo entero —como el cielo en tormenta— resiente su silencio.

Cleombroto menciona que los estoicos creían que había solo un dios (Zeus) eterno y que los demás están sujetos a corrupción. Por otro lado, están los epicúreos que no tiene diosse sino que todo lo atribuyen a una serie de elementos que chocan de forma espontánea, no tienen origen no tienen estructura del universo. 

Amonio, haciendo un comentario muy breve, dice que a Epicúreo se le artibuía el pensamiento de que los demones no pueden ser longevos si al mismo tiempo son malos, pero esto llevaría a pensar que por edades, aquellos que viven más son mejores que los que viven menos. Claro, lo que es malo siempre es destructivo, dura menos. Si esto es así, Gorgias sería superior al mismo Epicúreo. Por lo tanto, la virtud no tiene que ver necesariamente con la edad de las personas. 

Cleómbroto advierte de una historia que puede parecer más absurda que todo lo dicho antes. Sin embargo, dice que tiene una base en reflexiones naturales y en ideas enigmáticas de Platón, aunque fue criticada por otros filósofos.

Luego cuenta cómo conoció a un hombre misterioso, casi mítico:

  • Se reunía con humanos solo una vez al año en las orillas del mar Eritreo (Mar Rojo).

  • Vivía el resto del tiempo con ninfas y démones.

  • Era un hombre extraordinariamente bello y sano.

  • Mantenía su salud con un fruto medicinal amargo cada mes.

  • Sabía muchas lenguas y hablaba con Cleómbroto en un dialecto dórico poético.

  • Al hablar, su boca despedía un perfume agradable.

  • Era un sabio errante dedicado a la investigación espiritual.

  • Una vez al año entraba en trance profético junto al mar y reyes enviaban mensajeros a consultarlo.

En pocas palabras, Cleómbroto presenta a un ser intermedio, casi demónico o profético, como testimonio vivo de un mundo donde los démones aún se comunican con algunos hombres.

Afirma que todo arte adivinatorio proviene de los démones, no directamente de los dioses, y que Delfos es el ejemplo supremo de ello. Según él, los relatos sobre Dioniso y Pitón reflejan precisamente acontecimientos demónicos, no divinos: luchas, muertes, exilios y retornos de seres intermedios.


Así, el mito de Apolo y Pitón se reinterpreta:

  • Apolo, tras matar al demonio Pitón, no fue exiliado a Tempe por nueve años, como decía la leyenda,

  • sino que fue expulsado a otro mundo, permaneciendo fuera durante nueve grandes ciclos cósmicos (no simples años),

  • y luego regresó purificado y verdaderamente “Febo” (radiante), retomando el oráculo que Temis había custodiado en su ausencia.

Esto significa que los mitos tradicionales, en realidad, aluden a ciclos cósmicos de purificación de los démones: seres que, al caer en culpa, son expulsados de su esfera, y que tras largos períodos de tiempo regresan purificados a su función espiritual.

Cleómbroto amplía la idea comparándola con otros mitos universales:

  • Las guerras de los Titanes y de Tifón contra Osiris,

  • O las rebeliones de Crono contra Urano,
    son también conflictos entre démones, no entre verdaderos dioses.
    Los dioses supremos permanecen inmutables; lo que cambia, lucha y cae son los démones, que cometen faltas, son castigados y se exilian a otros planos de existencia.

Incluso los cultos antiguos que han desaparecido o se han debilitado —como el de Crono entre los Solimos de Licia— se explican por la migración o extinción de sus démones tutelares. Los pueblos, sin saberlo, perciben la ausencia de esos espíritus, sustituyendo sus nombres o reinterpretando sus figuras como “dioses duros” o vengativos.

No debemos creer que todas las entidades a las que los pueblos llaman “dioses” son verdaderamente dioses en sentido pleno. Muchas de esas figuras son, en realidad, démones, es decir, seres intermedios entre los hombres y la divinidad suprema. El hecho de que reciban nombres divinos no significa que compartan la naturaleza eterna, perfecta e incorruptible del dios. Esta distinción responde a un problema teológico fundamental: ¿cómo explicar que ciertos cultos, oráculos o fenómenos religiosos muestren imperfecciones, caprichos, desapariciones o fallas? La respuesta de Plutarco es sofisticada: es porque no siempre es el dios quien actúa directamente, sino estas inteligencias subordinadas.

El extranjero explica que es natural que estos démones adopten el nombre del dios al que están asociados o cuya esfera administran. Así como entre los hombres encontramos nombres como Dionisio, Apolonio o Hermeo —derivados de dioses mayores—, así también algunos démones son llamados con nombres divinos “por participación” o por costumbre. En otras palabras, el nombre no describe su esencia, sino su relación jerárquica. Algunos fueron nombrados con acierto; otros, en cambio, recibieron nombres que no les corresponden del todo, lo que muestra cómo las tradiciones populares a veces confunden las categorías espirituales.

Este planteamiento ofrece una solución teológica elegante. Por un lado, preserva la pureza, trascendencia y majestad del dios: no se lo rebaja haciéndolo responsable de hechos vulgares, errores proféticos, rituales sangrientos o decadencia oracular. Por otro lado, explica la experiencia religiosa tal como se vivía en el mundo antiguo, donde existían oráculos, ritos mistéricos, apariciones, señales y fenómenos espirituales irregulares. La intermediación demónica permite justificar tanto la grandeza como la corrupción posible de los cultos.

La idea, además, enlaza con la tradición platónica y con corrientes órficas y pitagóricas: hay una escala ontológica. Dios arriba; debajo, los démones, que participan parcialmente del poder divino pero también tienen rasgos pasionales, mutables e incluso mortales; más abajo, los héroes; y por último los hombres. Esta jerarquía anticipa el esquema neoplatónico posterior y puede verse como un antecedente de doctrinas angélicas en religiones monoteístas: una cosmología escalonada que evita atribuir al Dios supremo cualquier mancha o contacto directo con la corrupción del mundo sensible.

Después del relato sorprendente sobre démones, muertes misteriosas y retornos cíclicos, Heracleón pide que se explique qué relación tiene todo eso con Platón. Entonces Cleómbroto responde que, para entender esa doctrina, hay que recordar algo importante: Platón rechazaba la idea de infinitos mundos, pero no cerró por completo la puerta a la existencia de más de uno. De hecho, consideró plausible que pudiera haber hasta cinco mundos, cada uno vinculado a uno de los elementos fundamentales, aunque —al final— se inclinó por sostener que existe uno solo.

Enseguida, Cleómbroto añade que muchos filósofos posteriores tuvieron miedo de abrir esta puerta, porque la multiplicación de mundos los conducía a un problema:

  • Si admites muchos mundos,

  • admites materia no limitada,

  • y entonces te acercas a la idea de una infinitud caótica.

Por eso, muchos prefirieron cerrar la cosmología, mantener un solo cosmos y evitar complicaciones metafísicas.

Lamprías cuestiona a Cleómbroto con cierta ironía amable, preguntándole si realmente verificó las ideas del misterioso extranjero sobre el número de mundos, o si acaso lo escuchó superficialmente. Cleómbroto, casi ofendido, afirma que lo escuchó con el máximo interés, pues aquello —el conocimiento sobre la naturaleza del cosmos y lo divino— era precisamente lo que buscaba con tanto fervor en sus viajes. No era un oyente pasivo, sino uno que perseguía estas doctrinas con hambre intelectual y espiritual.

A partir de allí, Cleómbroto revela la sorprendente cosmología transmitida por aquel extranjero. Según este hombre, el universo no consta de un solo mundo, como defendía Platón en el Timeo, ni de cinco, como algunos pitagóricos conjeturaron, ni tampoco de infinitos, como pensaban ciertos filósofos atomistas. Existen exactamente ciento ochenta y tres mundos. Estos no están dispuestos al azar, sino ordenados en la forma de un gran triángulo cósmico: sesenta mundos en cada uno de sus lados, y tres más situados en los vértices. La descripción no es meramente cuantitativa; es simbólica, iniciática, vinculada al valor sagrado de la geometría. Los mundos se tocan y se mueven armoniosamente, como si participaran de una danza cósmica eterna, girando suavemente en torno a un centro.

Ese centro, explica el extranjero, es la “llanura de la verdad”. Allí reposan inmóviles los principios, las Formas eternas, los modelos de todas las cosas que han sido, son y serán. Es el núcleo metafísico del ser: el ámbito inteligible, fuente de toda realidad sensible, al cual la eternidad circunda como un océano inmóvil. Desde esa eternidad fluye el tiempo hacia los mundos, como una corriente que los arrastra y los pone en movimiento. Aquí resuena claramente Platón: el tiempo como imagen móvil de la eternidad, el mundo sensible como copia del inteligible. Pero la visión va más allá: no es un cosmos único, sino múltiples realidades orbitando en torno al lugar de la verdad.

El extranjero agrega que las almas humanas, si han vivido de manera justa y piadosa, contemplan esa llanura una vez cada diez mil años. La visión del Bien, de las Formas, de la verdad pura, no es constante ni garantizada: es el fruto de ciclos morales y ontológicos larguísimos. Lo que llamamos ritos iniciáticos —las ceremonias, las purificaciones, los misterios— no son otra cosa que sueños, sombras y reminiscencias de esa visión originaria. A través de la liturgia del alma, el hombre trata de recordar su patria metafísica. Y la filosofía, dice el extranjero, tiene como meta precisamente ese recuerdo. Quien filosofa correctamente, filosofaría para despertar en sí mismo la memoria del mundo inteligible; si no persigue esa memoria, la filosofía se vuelve un ejercicio vacío.

Heracleón, que escucha esta narración, comenta que todo esto le sonaba a revelación mística, a un discurso iniciado, más que a una argumentación demostrativa. Y tiene razón: Plutarco presenta este episodio como un punto en el que la razón queda a la sombra de la mitología filosófica, donde el conocimiento adopta la forma de teología simbólica. El extranjero no argumenta en términos estrictamente lógicos; revela, sugiere, inicia. El conocimiento, en su boca, es un acto sagrado, no solo un proceso dialéctico.

Lamprías interviene con una referencia literaria a Homero. Recuerda el pasaje de La Odisea donde los pretendientes observan a Ulises tensar y disparar el arco con una habilidad que revela al héroe bajo su disfraz. Con esta cita, Lamprías sugiere que también el misterioso extranjero del relato previo mostró su verdadera naturaleza: lejos de ser un bárbaro, era un griego instruido, profundamente impregnado de cultura helénica y familiarizado con tradiciones filosóficas y místicas sofisticadas. El tono es ligeramente irónico y elegante, elogiando al extranjero mientras se disipa el aura de exotismo que había creado Cleómbroto.

Lamprías revela entonces que el número de mundos que el extranjero mencionó —ciento ochenta y tres— no proviene de tradiciones “orientales”, sino que remite a doctrinas dórico-sicilianas. En concreto, atribuye esta cosmología a un tal Petrón de Hímera, un autor griego antiguo, vinculado quizá a círculos pitagóricos o órficos occidentales. Aunque su obra no se ha conservado, sabemos de ella indirectamente gracias a Hipis de Regio, citado a su vez por Fanias de Ereso. Este encadenamiento de testimonios muestra cómo Plutarco maneja erudición antiquaria para desmitificar o contextualizar lo que parecía un conocimiento arcano.

La teoría atribuida a Petrón afirmaba la existencia de ciento ochenta y tres mundos que se “tocan por elemento”. Lamprias comenta que la afirmación fue transmitida sin aclaración suficiente, y que no se añade fundamento adicional para sostenerla.

Demetrio, desde su escepticismo intelectual, cuestiona la autoridad de las doctrinas extraordinarias sobre múltiples mundos. Su argumento es que incluso Platón —quien abrió la puerta a tales especulaciones— no ofreció una explicación convincente o plenamente razonable. Con esto, Demetrio trata de desacreditar los relatos que acaba de oírse narrar: si ni el mayor filósofo griego pudo fundamentar satisfactoriamente esta teoría, ¿cómo podríamos conceder credibilidad a versiones aún más extravagantes?

Heracleón contraataca elegantemente apoyándose en el propio campo de Demetrio: la tradición gramatical y literaria. Le recuerda que son precisamente los gramáticos quienes rastrean esta cosmología hasta Homero. Según esa lectura alegórica, el poeta habría dividido el cosmos en cinco regiones: cielo, agua, aire, tierra y Olimpo. Dos de ellas son compartidas —la tierra como ámbito inferior y el Olimpo como esfera superior—, mientras que las tres intermedias serían asignadas a los tres grandes dioses. Con este movimiento, Heracleón muestra que la idea de múltiples “mundos” o regiones cósmicas no es un capricho tardío, sino que tiene raíces profundas en la poesía arcaica.

A continuación, Heracleón enlaza esta exégesis homérica con la cosmología platónica. Platón —dice— también alude a cinco “mundos” o esferas, asociando cada una a una forma geométrica fundamental dentro de su doctrina de los sólidos regulares. Así, se corresponderían la tierra con el cubo, el agua con el icosaedro, el aire con el octaedro, y el fuego con el tetraedro. Por último, el conjunto del cosmos es envuelto por una quinta figura: el dodecaedro, asignado a la región que rodea todo lo demás y que simboliza la multiplicidad armónica de los movimientos del alma del mundo. Heracleón presenta este modelo como un puente entre la poesía sagrada, la ciencia pitagórica y la metafísica platónica.

Demetrio corta abruptamente el vuelo especulativo. Con cierto fastidio intelectual, declara que no es el momento de invocar a Homero, como si fuera una autoridad mística para sostener teorías cosmológicas. Su gesto es de un racionalista clásico: rechaza tanto el exceso mitológico como el exceso alegórico. Para él, los relatos poéticos no deben imponerse en discusiones filosóficas serias. Es un movimiento de crítica directa a Heracleón, quien había intentado legitimar las ideas sobre múltiples mundos recurriendo a la exégesis literaria.

Demetrio sostiene que Platón jamás quiso decir que hubiese cinco mundos independientes. Según él, Platón solo distinguía cinco partes del cosmos, vinculadas a los elementos, pero no “mundos” separados. Aquí Demetrio reivindica la ortodoxia platónica: un solo cosmos, perfecto, cerrado, completo, autosuficiente y único —“unigénito”, como dice el Timeo. Para Demetrio, si Platón llamó al universo “único” y “motivo de contento divino”, sería absurdo atribuirle una doctrina secreta de cinco cosmos. Más aún: si Platón rechazó la idea de ~infinitos mundos~, sostener exactamente cinco sería, a su juicio, aún más arbitrario y especulativo.

Cuando Demetrio pregunta si acaso Lamprías piensa distinto, no lo hace inocentemente: lo reta, lo provoca, lo invita a tomar postura. Pero Lamprías evita entrar en polémica. Con tono diplomático, propone dar por cerrada la digresión cosmológica y volver al tema central: la decadencia de los oráculos. Plutarco, mediante esta maniobra narrativa, muestra cómo la curiosidad puede desviar la discusión a terrenos fascinantes, pero recuerda al lector que el propósito original del diálogo es otro.

Demetrio, sin embargo, insiste en no abandonar de golpe la cuestión. Dice que vale la pena examinar brevemente la plausibilidad del asunto antes de regresar a la cuestión principal. Su postura es típicamente académica: no teme enfrentar ideas extrañas, pero tampoco permitirá que la conversación se desvíe indefinidamente hacia lo fantasioso. Hay en él una combinación de rigor, orgullo intelectual y método crítico que contrasta con el tono místico-narrativo que Cleómbroto había introducido.

Lamprías retoma la palabra para responder a Demetrio con una defensa sutil pero firme de la posibilidad de múltiples mundos. Lo primero que señala es un principio lógico: negar la infinitud no implica necesariamente afirmar la unicidad. Es decir, si se refuta que haya infinitos mundos, eso no cierra la puerta a que existan dos, tres o un número finito mayor a uno. Lamprías opera aquí con precisión filosófica, recordando que la alternativa no es binaria entre uno e infinitos; puede haber pluralidad ordenada sin caer en caos cósmico. De este modo responde de raíz al argumento de Demetrio, que había reducido el debate a una falsa dicotomía.

Luego introduce una reflexión teológica. Si Dios es absolutamente bueno —dice— no debe carecer de ninguna virtud, y especialmente no de aquellas virtudes vinculadas a la justicia, el amor y la relación con otros. Estas virtudes, afirma Lamprías, solo pueden ejercerse en comunidad. Un Dios que existe completamente solo, en un cosmos sin otros seres semejantes a él ni otros mundos, sería un Dios incompleto en su bondad social. Aquí se detecta una resonancia platónico-estoica pero también una intuición casi precristiana: la perfección divina implicaría comunión y comunicación, no aislamiento metafísico.

Lamprías argumenta entonces que debe existir una pluralidad de mundos y de seres divinos para que la divinidad pueda ejercer plenamente sus virtudes relacionales. Un solo universo sería una especie de monarca solitario sin interlocutores, un reino sin otros reinos, un dios sin compañía. Esta soledad absoluta no sería digna de la naturaleza divina. 

Lamprías refuerza su argumento a favor de la multiplicidad de mundos mediante un razonamiento basado en la analogía natural. Observa que en la naturaleza todo se organiza en clases y especies, como semillas guardadas en vainas. Nada existe como un individuo absolutamente único dentro de su género: para cada tipo de ser hay múltiples miembros, y solo así podemos aplicar conceptos comunes y establecer categorías. Esta observación refleja una concepción aristotélica–platónica de la realidad como orden jerárquico y estructurado, donde la singularidad absoluta es ajena al funcionamiento de la naturaleza.

Desde ese principio, Lamprías argumenta que el mundo —siendo también un ente natural— no debería ser único. Si no existe un solo hombre, ni un solo caballo, ni una sola estrella, ni siquiera un solo dios o demon, ¿por qué habría de ser el cosmos una excepción radical a esta regla universal de multiplicidad dentro de la unidad? El razonamiento es audaz: si aceptamos que incluso los seres divinos tienen pluralidad, resulta inconsistente mantener que el mundo sea una singularidad sin compañeros en el orden de la existencia.

Lamprías lleva entonces la reflexión a un ejemplo empírico: la tierra y el mar. Aunque los llamamos en singular, reconocemos que no son un bloque compacto sin distinción, sino realidades compuestas de partes múltiples y semejantes entre sí. Podríamos decir que la tierra es una y múltiple, igual que lo es el mar; sin embargo, cuando hablamos del “mundo”, no es posible dividirlo en partes semejantes que conserven su esencia. Una parte del mundo no sería “otro mundo”, sino solo un fragmento heterogéneo compuesto de distintas naturalezas. En consecuencia, si el universo fuese único, sería una anomalía respecto de todas las demás categorías naturales.

Aquí Lamprías apela a la “doctrina de las partes semejantes”, que proviene de la física antigua (presente en Aristóteles y el estoicismo temprano). Las partes semejantes conservan la naturaleza del todo. Pero el mundo, como totalidad ordenada, no admite partes semejantes que puedan llamarse “mundos menores”. Por eso, si existe un género “mundo”, debe haber múltiples individuos de ese género para que el concepto tenga sentido. De lo contrario, el universo resultaría un ser solitario, un ejemplar único y sin par, lo cual contradice la lógica natural de la pluralidad estructural.

Lamprías continúa defendiendo la posibilidad de múltiples mundos contra una objeción clásica: si el cosmos no es único, su estabilidad peligra. Algunos filósofos antiguos temían que, si existieran varios mundos, la materia residual o fuerzas externas podrían chocar entre ellos, provocando caos cósmico y destruyendo su orden. Esta objeción procede en parte de concepciones presocráticas y estoicas, donde la unidad del cosmos garantizaba su coherencia e inmunidad frente a perturbaciones externas.

Lamprías desmonta ese miedo afirmando que no hay razón para imaginar una materia infinita y caótica flotando entre mundos. Cada mundo —dice— dispone de su porción propia de materia, perfectamente ajustada y organizada, con límites definidos. No hay restos de materia “sin dueño” ni fragmentos errantes capaces de irrumpir violentamente en otro cosmos. La clave está en que cada mundo está regido por una “razón proporcional”, es decir, un logos ordenante que asegura la cohesión interna del conjunto. Esta idea conecta con Platón, con el pensamiento pitagórico y también con la noción estoica de logos spermatikós: toda estructura cósmica está gobernada por una racionalidad que la mantiene íntegra.

Además, la naturaleza, afirma Lamprías, no posee ni magnitud infinita ni movimiento irracional. Todo está contenido, medido y rítmicamente ordenado. Incluso si hubiera algún tipo de transferencia o influencia entre mundos —como una suerte de “intercambio astral”—, esta se produciría de forma armónica, semejante a cómo la luz de las estrellas se mezcla sin conflicto en el firmamento. La metáfora astronómica es deliberada: sugiere que la multiplicidad no amenaza al orden, sino que lo embellece, lo extiende y lo llena de simetría y correspondencias.

El pasaje culmina con una visión luminosa y panteónica: múltiples mundos contemplándose entre sí, en simpatía cósmica, y múltiples dioses benignos —uno en cada mundo— encontrando ocasión para el encuentro, la amistad y el intercambio. No es solo una física alternativa, sino una teología de la pluralidad y la armonía. Donde otros veían riesgo, Lamprías ve comunión; donde otros temían división, él imagina relación divina y concordia universal. Esta cosmología, más que destructiva, es celebratoria: el cosmos no es un monarca solitario, sino una comunidad de mundos.

La postura aristotélica que niega la existencia de múltiples mundos por razones físicas. Plutarco expone la tesis con justicia —sin caricaturizarla— para dialogar con ella desde dentro. Aristóteles sostenía que cada cuerpo natural tiene un “lugar propio” según su naturaleza: la tierra cae hacia el centro, sobre ella se dispone el agua, luego el aire y, por encima, el fuego. Este orden explica el equilibrio del cosmos. Si hubiese más de un mundo, argumenta Aristóteles, esa estructura colapsaría: la tierra no podría caer hacia múltiples centros a la vez, ni el agua descansar siempre sobre tierra en todos los mundos posibles; habría cuerpos situados fuera de su lugar natural. Eso —según la física aristotélica— es imposible. Por tanto, concluye Aristóteles, solo puede existir un universo.

Lamprías responde con serenidad: esta objeción solo tiene fuerza dentro del marco de Aristóteles, es decir, en una cosmología donde los cuatro elementos buscan un único centro absoluto. Quien acepta esa física, naturalmente rechazará la pluralidad de mundos. Pero Lamprias sugiere que tal física no es la única posible ni la más adecuada para pensar lo divino. Si concebimos a la naturaleza como racional y medida, pero no limitada por un único centro material, entonces no hay contradicción en imaginar muchos mundos, cada uno regido por su propia proporción (logos) y equilibrio interno. En ese caso, las leyes aristotélicas —centradas en nuestro cosmos— no se aplican universalmente. Aristóteles explica correctamente nuestro mundo, sí; pero no prueba que solo exista este mundo.

Se dirige a Demetrio con cortesía —“mi querido Demetrio”—, manteniendo el tono dialógico entre amigos filósofos. Reconoce que la explicación anterior (la de un único mundo por la naturaleza de los elementos y sus lugares naturales) puede sonar persuasiva, pero no verdaderamente convincente en términos racionales estrictos.

Lamprías primero plantea una pregunta central: ¿a qué se refiere Aristóteles cuando habla del “centro”? Si el universo no contiene vacío —como afirma Aristóteles—, no puede hablarse de un espacio absoluto dentro del cual los cuerpos busquen naturalmente el centro. Pero si, en cambio, se acepta la existencia del vacío —como suponían algunos atomistas—, entonces ese vacío, siendo infinito, no puede poseer ni centro ni límite. Por tanto, en cualquiera de las dos hipótesis, el concepto de “centro universal” pierde consistencia metafísica.

Además, aunque alguien intentase afirmar —forzando la lógica, dice Lamprías— la existencia de un centro en un vacío infinito, todavía quedaría un problema mayor: ¿qué diferencia física habría entonces entre los distintos movimientos hacia ese supuesto centro? ¿Por qué los cuerpos se moverían en esa dirección y no en otra? Plutarco señala aquí una dificultad fundamental en la física aristotélica: su explicación del movimiento natural presupone propiedades espaciales que, sin un contorno real y absoluto, no pueden sostenerse racionalmente.

Lamprías insiste: los cuerpos no poseen, por sí mismos, una inclinación automática hacia un punto incorpóreo, abstracto e indiferenciado. Ni el vacío tiene fuerza para atraerlos, ni los cuerpos, al carecer de alma o principio propio de movimiento voluntario, podrían dirigirse por su propia iniciativa hacia un lugar inexistente o sin cualidades. Este argumento es profundamente platónico: sugiere que el movimiento en el cosmos no puede explicarse sin referencia a un principio psíquico o racional (nous, psiqué, logos).

Si no existe vacío (como dice Aristóteles) y el centro no puede ser entendido como un punto geométrico absoluto en un espacio homogéneo —porque tal noción no tiene sentido en un cosmos lleno y finito—, entonces el “centro” debe entenderse en un sentido corpóreo, no espacial. Es decir, no es un lugar independiente, sino el resultado de las relaciones internas entre los cuerpos que componen el cosmos.

El argumento es sutil: el mundo es una unidad orgánica formada por cuerpos múltiples y desiguales. En una estructura así, los movimientos naturales de cada cuerpo no obedecen a una coordenada externa, sino a la tensión y proporción interna de la mezcla universal. Dicho de otro modo, las diferencias cualitativas entre los elementos —su densidad, composición y mutua alteración— generan los movimientos “hacia arriba” y “hacia abajo” como consecuencia de procesos físicos internos, no por atracción hacia un punto vacío abstracto.

Lamprías refuerza su postura apelando a un fenómeno evidente: cuando un cuerpo se descompone (disgregación), su materia se disipa y asciende; cuando se condensa (combinación y compresión), desciende. “Arriba” y “abajo”, entonces, no son direcciones absolutas en un espacio neutro: son el efecto de estados corporales y transmutaciones internas. El centro es, así, el lugar de mayor densidad y condensación, y la periferia el lugar donde la materia se disgrega y aligera.

El “centro” deja de ser un punto absoluto en un espacio único y pasa a ser aquello que resulta de la estructura y naturaleza interna de cada cosmos. Si existen varios mundos, cada uno posee tierra, mar y elementos que se ordenan según sus propias leyes, sin depender de un centro común exterior. No hay necesidad de imaginar que todas las cosas pesadas del universo convergen hacia un solo punto; eso sería tan absurdo —dice irónicamente— como creer que la sangre de todos los hombres corre hacia una sola vena universal, o que todos los cerebros comparten una única membrana.

Lamprias remata la idea con un recurso casi satírico: sería ridículo pensar que un “mundo” es aquel en cuyo interior una luna se ubica de forma disparatada —como si dijéramos que un ser humano tuviera el corazón en la frente y el cerebro en los talones—. La armonía de un mundo exige disposición natural interna: tierra abajo, fuego arriba, aire y agua en su orden. Por tanto, la pluralidad de mundos no viola la naturaleza; al contrario, cada mundo reproduce un orden completo y coherente en sí mismo, con su propio “arriba”, “abajo”, “centro” y “periferia”.

Si existiese materia o cuerpos pesados fuera de nuestro cosmos, ellos deberían o bien moverse hacia el “centro” del universo, o permanecer quietos. Pero ninguna opción tiene sentido: si tienen peso, deben caer; si no caen, entonces no son de la misma naturaleza que la materia dentro del cosmos. Plutarco concluye que este problema desaparece si cada mundo tiene su propia estructura y su propio centro: aquello que llamamos “peso” o “arriba/abajo” es relativo a la organización interna de cada cosmos, y no una dirección absoluta en el vacío.

Luego critica a Epicuro: si el universo fuera un vacío infinito, no existe arriba ni abajo, por lo tanto no puede explicarse por qué los átomos caen “hacia abajo”. Es absurdo hablar de “debajo de los pies” en un infinito, dice Plutarco, porque en un infinito no hay orientación absoluta. También cuestiona a Crisipo y los estoicos: si el universo es infinito, no se puede hablar de un “centro” universal estable. Crisipo, según Lamprias, imagina un centro del infinito sin fundamento racional, como si el centro fuese una región física real.

Así, Lamprias afirma que cada mundo posee su propio centro, su propio orden y su propio modo natural de disposición de los elementos. El cosmos no cuelga de ningún punto absoluto externo; se organiza desde sí mismo. Esta noción es fundamental para su teoría pluralista.

Responde a otro argumento estoico: si hay muchos mundos, ¿habría entonces muchos Zeus, muchos destinos y múltiples providencias? Lamprias responde con ironía: los estoicos ya creen en infinitos ciclos del universo donde nacen y mueren mundos y dioses una y otra vez; eso sí sería multiplicar dioses al infinito. Además, no es necesario imaginar muchos Zeus; puede haber un dios supremo que gobierne muchos mundos a la vez, del mismo modo que una sola alma puede regir un cuerpo compuesto por múltiples órganos. Alternativamente, incluso podría haber un dios rector para cada mundo, coordinados bajo una misma razón divina.

Critica a los estoicos por someter a los dioses a la materia, quemándolos al final de cada ciclo cósmico junto al mundo (ekpýrosis). Ese dios que muere con la materia, clavado a ella como estatua soldada a su base, no es más racional —dice Plutarco— que el dios que comanda múltiples mundos libres y ordenados.

La existencia de una pluralidad de cosmos es más digna de los dioses y más coherente con su naturaleza perfecta. Sostiene que los dioses, por ser libres, autónomos e independientes, no están encerrados en un solo mundo ni obligados a habitarlo perpetuamente. Así como los hermanos Tindáridas (Cástor y Pólux) ayudan a los marineros sin necesidad de subir al barco ni arriesgar su existencia, los dioses pueden asistir a distintos mundos desde lo alto, interviniendo sin quedar enredados en la materia ni afectados por sus peligros.

La comparación con Zeus es ilustrativa: en Homero, Zeus desplaza su mirada entre Troya y Tracia; pero el Zeus verdadero, dice Lamprias, contempla no solo una región sino múltiples mundos. No se limita a sí mismo ni queda envuelto en un vacío interminable, sino que observa los muchos órdenes —cosmos— llenos de hombres, dioses menores y astros. La divinidad experimenta gozo en esa variedad: las alternancias y ciclos celestes muestran que el cambio y el movimiento son queridos por la divinidad, no evitados.

Lamprias opone esta concepción a la idea de infinitud absoluta. Para él, el infinito no tiene estructura ni finalidad y, por tanto, expulsa a la providencia, dejando todo al azar. En cambio, una multiplicidad finita y numerable de mundos permite que la providencia opere con orden, belleza y racionalidad. Un dios que gobierna muchos mundos no es inferior al que gobierna uno: al contrario, su poder y su acción se manifiestan en una escala más amplia y noble. La multiplicidad ordenada es, según Lamprias, más digna de la grandeza divina que el encierro del dios en un único universo, sujeto a remodelaciones innumerables dentro de una sola esfera.

Filipo toma la palabra después de escuchar una larga discusión sobre la pluralidad de mundos y la naturaleza divina. Él adopta una postura prudente: no afirma poseer la verdad, pero señala que, si se admite que la divinidad no está limitada a un solo mundo, entonces surge una pregunta legítima: ¿por qué solo cinco mundos y no más? Su observación va dirigida contra quienes afirmaban que el universo estaba compuesto por cinco mundos, idea derivada de la doctrina platónica de los cinco sólidos perfectos. Filipo no niega esta teoría, pero encuentra problemático justificar por qué la divinidad habría limitado su creación a ese número específico.

A continuación, Filipo añade que, si bien Platón y sus seguidores relacionaron el número cinco con los cinco poliedros regulares (los llamados “cuerpos platónicos”), esa correspondencia no parece suficiente para convencer racionalmente. Desde su punto de vista, el cinco no posee las propiedades matemáticas destacables —como ser cuadrado, triangular, perfecto o cúbico— que otras cifras sí tienen en la tradición pitagórica. Y, si el número carece de una base matemática especial, ¿por qué atribuirle un valor cosmológico tan singular?

Lamprias interviene para apoyar una posible defensa racional de la idea de múltiples mundos, pero haciéndolo desde un argumento matemático-platónico. Cita a Teodoro de Solos, un pensador pitagórico-platonizante, quien intentó profundizar en las teorías geométricas de Platón sobre los “cuerpos perfectos” o “cuerpos platónicos”.

Platón había afirmado que los cuatro elementos (fuego, aire, agua y tierra) se correspondían con cuatro sólidos regulares —pirámide (tetraedro), octaedro, icosaedro y cubo—, mientras que el quinto, el dodecaedro, estaba vinculado al cosmos en su totalidad. Lamprias expone que, según Teodoro, estas figuras son las más bellas porque están formadas por proporciones perfectas. Sin embargo, no todas son iguales en complejidad: la pirámide (tetraedro) es la más simple y pequeña, mientras que el dodecaedro es la más compleja y grande. Entre las otras dos, el icosaedro es más complejo que el octaedro, ya que contiene más triángulos.

Parte del supuesto de Teodoro de Solos: si las formas geométricas fundamentales del cosmos son cinco (los cinco sólidos regulares), entonces no es extraño que haya cinco mundos, cada uno estructurado prioritariamente por una de estas formas. Así se evita que una sola figura —como la pirámide, asociada al fuego— monopolie el origen de toda la realidad. La pluralidad de mundos sería, entonces, una medicina metafísica contra la “singularidad”: ninguna figura domina el orden universal; cada mundo tiene su propio principio geométrico inicial.

Lamprias resume luego el razonamiento platónico: los elementos —fuego, aire, agua— pueden transformarse entre sí porque comparten una base geométrica común constituida por triángulos fundamentales. El fuego se compone de pirámides (tetraedros) hechas de 24 triángulos; el aire, de octaedros formados por 48. Así, una partícula de aire podría descomponerse en dos partículas de fuego, y una partícula de fuego, al comprimirse, volverse aire o incluso agua. Todo nace del más simple, pero no como único principio absoluto, sino como elemento primero en un ciclo de mutación continua entre formas y sustancias.

De este modo, Lamprias concluye que no existe un solo cuerpo primario, sino que cada figura elemental actúa como principio en su propio mundo. Lo que vale para uno no vale para todos: cada cosmos está gobernado por una forma predominante, y todas las formas comparten la capacidad de transformarse unas en otras.

Amonio lo interrumpe para refutar aquella idea. Primero, Ammonio señala que Teodoro sostiene dos cosas que se destruyen mutuamente: por un lado, que los cuerpos más simples y finos (como la pirámide/fuego) se forman antes; pero por otro, admite que en ciertos mundos pueden generarse antes los cuerpos más complejos y pesados. Si la naturaleza siempre produce primero lo más simple, no puede afirmarse al mismo tiempo que lo pesado pueda surgir primero en algunos casos. La teoría se vuelve incoherente al manejar dos principios opuestos.

Luego, Ammonio pasa a una crítica más técnica: aunque Teodoro pretende fundar cinco mundos sobre cinco cuerpos geométricos, en realidad su explicación solo funciona para cuatro. El cubo —figura asociada tradicionalmente a la tierra en Platón— queda “escondido” o “camuflado”, pues su estructura se basa en triángulos isósceles, mientras que los otros cuerpos derivan de triángulos rectángulos escalenos. Esto implica que el cubo no puede transformarse en las otras figuras ni ellas en él; entonces, en cualquier mundo donde el cubo sea primero, no podría haber fuego, aire ni agua, rompiendo la armonía del sistema. Es decir, la teoría destruye la posibilidad misma de cosmos mixtos.

Con humor, Ammonio agrega que ni siquiera el dodecaedro queda libre de problemas, pues algunos matemáticos derivan su estructura de un triángulo distinto al que Platón asigna para los otros tres cuerpos. Con esto, Ammonio remata: si Teodoro quiere sostener su modelo, debe resolver estas contradicciones o presentar una alternativa más coherente.

Lamprias, para refutar a Ammonio, retomar su explicación. Comienza señalando que es preferible exponer y defender una idea propia antes que una teoría ajena —una afirmación claramente platónica, que subraya la responsabilidad intelectual personal. Su argumento parte de la distinción central entre dos naturalezas: la sensible, sujeta a cambio y movimiento, y la inteligible, estable y eterna. Lo paradójico, dice, sería aceptar que la naturaleza inteligible pudiera fragmentarse, mientras se exige que el mundo sensible permanezca uno e indivisible. Lo más divino y estable tiende a la unidad, por lo que es razonable que la pluralidad y dispersión afecten más bien al ámbito material.

El interlocutor apela a Platón para reforzar su argumento: en la Sofista, el filósofo ateniense no solo niega que el universo inteligible sea una unidad absoluta, sino que distingue cinco realidades fundamentales —ser, identidad, alteridad, movimiento y reposo—. Si estas cinco categorías existen en el plano inteligible, no resulta extraño suponer que el mundo sensible imite esa estructura. De este modo, los cinco elementos geométricos-platónicos (cuerpo cúbico, pirámide, octaedro, icosaedro y dodecaedro) serían imágenes materiales de esas cinco potencias inteligibles.

Luego, establece la correspondencia simbólica: el cubo, estable y sólido, representa el reposo; la pirámide, aguda y móvil, simboliza el fuego y el movimiento; el dodecaedro, que integra en sí formas más complejas, es reflejo del ser total; mientras que el icosaedro —diverso y mutable— encarna la alteridad, y el octaedro, más homogéneo, remite a la identidad. Cada una de estas figuras no sería pura, sino que participa en grados diferentes de su modelo inteligible, reproduciendo en el plano físico la jerarquía y diversidad de lo eterno. Si la naturaleza busca equilibrio y proporción, resulta razonable que existan exactamente cinco mundos, en correspondencia con esas cinco estructuras primeras. La multiplicidad cósmica no es azar ni capricho matemático, sino imitación del orden inteligible.

No se trata de complicar, sino de comprender el fundamento metafísico que, según la tradición platónico-pitagórica, estructura el cosmos. Luego invita a atender un punto fundamental: existen dos principios superiores o arquetípicos que están en la base de toda realidad. Uno es el Uno, principio de unidad, límite, orden y medida. El otro es la Dualidad indeterminada, principio de multiplicidad, indefinición, exceso y carencia, llamado también infinito o ápeiron. Esta dualidad es la raíz de toda irregularidad y desorden, mientras que el Uno impone forma, límite y estructura.

El argumento sigue una línea pitagórica: la cantidad en sí no es número; solo se convierte en número cuando el Uno limita y organiza lo indefinido de la dualidad. Si quitas el Uno, la multiplicidad se disuelve en caos: lo ilimitado vuelve a su naturaleza indeterminada. El Uno, entonces, no destruye la materia, sino que la forma y ordena. Materia (o infinitud) y forma (o unidad) deben coexistir en el número; son principios cooperantes, no enemigos. De esa relación surge tanto la diversidad como la posibilidad de conocimiento.

Lamprias conecta esto con la diferencia entre números pares e impares, símbolo antiguo de estos principios. La dualidad indeterminada engendra el par (porque puede dividirse infinitamente), y el Uno engendra el impar (que conserva unidad en su centro). De este modo, el dos es el primer par y el tres el primer impar; y la suma de ambos da cinco, que es “común a ambos” pero por naturaleza permanece impar. Este cinco no aparece aquí como un dato arbitrario: es la cifra simbólica de la unión entre lo múltiple y lo unitario, y sirve como justificación metafísica para la idea de cinco mundos o cinco estructuras fundamentales del ser.

La realidad sensible, al ser material y sujeta a cambio, tiene en sí una tendencia congénita a la alteridad, es decir, a dividirse, multiplicarse y diferenciarse. Si fuera pura unidad, no habría mundo sensible. Pero tampoco puede perder la unidad por completo, porque entonces no habría orden ni cosmos, sino caos.

De ese modo, cuando lo sensible se divide —por su propia naturaleza cambiante— no nace solamente el primer número par (que simboliza la pura división) ni tampoco el primer impar (que simboliza la pura unidad), sino el número que resulta de la combinación de ambos principios. Ese número es el tres y su prolongación simbólica, el cinco, porque representa una unidad que domina la multiplicidad sin eliminarla. Esta combinación hace posible que el mundo no se parta en dos realidades absolutamente separadas, sino que sea uno-múltiple, es decir, que exista pluralidad de mundos sin fragmentar el orden total.

El argumento subraya que ni lo par ni lo impar pueden existir solos, porque ambos son principios necesarios del ser:

  • lo par = lo divisible, lo ilimitado, lo indeterminado

  • lo impar = lo unitivo, lo límite, lo determinante

Cuando ambos se emparejan, el principio superior —el impar o principio de unidad— prevalece sobre el ilimitado, imponiéndole forma. Así, la materia, aun tendiendo a dividirse, queda organizada de manera que surgen varios mundos, pero el número de ellos resulta impar, pues la fuerza de lo uno domina sin eliminar por completo la alteridad. No deja que la división avance indefinidamente: corta, ordena y estabiliza la pluralidad dentro de un marco armónico.

Si el Uno fuese absolutamente puro y sin mezcla, no habría división alguna y la materia sería una e indivisible. Pero como el Uno se mezcla con la dualidad indeterminada, la materia recibe división, aunque controlada. La alteridad llega hasta cierto punto, y allí se detiene porque el principio unitario vence y fija el límite. De este modo, no nace un número infinito de realidades, sino una pluralidad finita, impar y proporcionada: una multiplicidad gobernada por el orden.

Recurre a tradiciones pitagóricas, religiosas y naturales para mostrar que el número cinco tiene un rol fundamental en el orden del cosmos. Señala primero que los antiguos llamaban quintar al acto de contar, lo que sugiere que consideraban al cinco como base del orden numérico. Incluso plantea una etimología simbólica: que pánta (“todo”) deriva de pénte (“cinco”), porque el cinco contiene —en cierto modo— a los números que lo componen y marca la primera síntesis entre lo par y lo impar.

Además, expone propiedades matemáticas: el cinco, multiplicado un número par de veces, da diez; multiplicado un número impar de veces, vuelve a sí mismo, lo cual para Plutarco indica estabilidad y simetría. También menciona que el cinco es el primer número formado por la suma de los dos primeros cuadrados (1 y 4), y que aparece en la proporción “uno y medio a uno”, proporción armónica y fundamental en la teoría musical antigua.

Luego, Plutarco extiende su argumento al mundo natural y humano, mostrando que el cinco estructura la realidad sensible. Enumera:

  1. cinco sentidos;

  2. cinco partes del alma (vegetativa, sensitiva, apetitiva, pasional y racional);

  3. cinco dedos en cada mano;

  4. el semen fértil dividido en cinco partes;

  5. imposibilidad natural —según su tradición— de que una mujer dé a luz más de cinco hijos en un mismo parto.

También recurre a mitología y cosmología antigua: los egipcios decían que Rea dio a luz cinco dioses —símbolo de cinco mundos naciendo de una sola materia—; la Tierra tiene cinco zonas; el cielo cinco círculos principales (dos polares, dos trópicos y el ecuador); y cinco las órbitas “planetarias” visibles si se considera que Sol, Venus (Fósforo) y Mercurio (Estilbón) comparten trayecto. Incluso menciona que la música —que es modelo de armonía cósmica— utiliza cinco posiciones de tetracordos y cinco intervalos básicos.

El punto central es que la naturaleza, el alma, el cosmos y la armonía se organizan en torno al cinco, lo que refuerza la idea metafísica de que el número cinco no es casual ni caprichoso, sino expresión de un orden universal. Por eso, Lamprias sugiere que la naturaleza “prefiere” el cinco para estructurar las cosas, más aún que la forma esférica que Aristóteles consideraba suprema. 

¿Por qué Platón asoció cinco mundos posibles a las cinco figuras geométricas (los cinco sólidos regulares)?. Según Lamprias, Platón no lo habría hecho de manera arbitraria, sino porque entendía que cada figura elemental se corresponde con una forma particular de movimiento y de transformación de la materia. Es decir, a cada “cuerpo” elemental le pertenece un modo de desplazarse y estructurar el cosmos, por lo que no bastaría con un único mundo para que se manifiesten plenamente todas esas diferencias naturales.

Plutarco recuerda que Platón establecía que la transformación de un elemento en otro modifica también el lugar que ocupa: si el aire se convierte en fuego (el octaedro colapsa en pirámides), ese nuevo elemento no puede permanecer en su posición anterior; debe desplazarse y ocupar el lugar propio del fuego. Lo contrario sucede cuando el fuego se condensa en aire. Las formas geométricas no son entonces solo figuras matemáticas: son patrones de movimiento y dirección en la materia.

Para ilustrarlo, Lamprias cita la metáfora platónica de los granos de trigo aventados, que se separan y ordenan por peso y naturaleza cuando son agitados. De la misma manera, los elementos, siendo sacudidos por el caos primordial, se agrupan con lo semejante hasta formar un cosmos ordenado. En la ausencia de la divinidad —antes del orden impuesto por el Demiurgo— cada tipo de estructura elemental tendería a moverse hacia su lugar natural, produciendo cinco regiones, correspondientes a las cinco clases de cuerpos.

Así, según esta lectura, el número cinco se justifica porque la materia, dejada a sí misma, se separaría en cinco conjuntos naturales, cada uno con su cualidad dominante: fogosa, etérea, terrosa, y las mezclas aire-agua contaminadas por otros elementos. No habría una sola esfera homogénea, sino cinco agrupamientos fundamentales. Platón, entonces, habría insinuado que la unidad del mundo es producto de la intervención divina, mientras que la estructura matemática de la materia sugeriría la posibilidad de múltiples mundos.

La divinidad no creó la división de la sustancia, sino que la recibió ya fragmentada, en un estado de dispersión y desorden. La materia, por su propia naturaleza, tiende a dividirse y a moverse en direcciones distintas. El papel de la divinidad —el Demiurgo platónico— no fue romper ni partir nada, sino organizar lo que ya estaba dividido. Esta organización se realizó mediante proporción y medida, es decir, según principios matemáticos y armónicos.

Plutarco agrega que la divinidad, para asegurar la estabilidad del cosmos, colocó una “razón” (logos) como gobernador en cada porción de la materia. Es decir, cada región del mundo está administrada y mantenida por un principio racional que actúa como guardián. Basado en esto, el dios creó tantos mundos como clases de cuerpos primarios existían, retomando la discusión previa sobre los cinco sólidos geométricos platónicos. Cada tipo fundamental de cuerpo exige, por su propia naturaleza, un “mundo” o región ordenada donde pueda manifestarse plenamente.

Luego Plutarco hace un gesto de respeto hacia Platón (“sea esto dedicado como homenaje”), pero inmediatamente declara su propia postura. Él afirma que no se atrevería a asegurar un número exacto de mundos, pues considera soberbio declarar categóricamente “son tantos”. Sin embargo, sí sostiene que la idea de que exista más de un mundo, aunque un número limitado, no es más absurda que las otras hipótesis. Su razonamiento es que la materia, siendo disoluble y divisible por naturaleza, difícilmente permanecería limitada a un solo cosmos, pero al mismo tiempo la razón no admite una infinitud de mundos, porque el infinito es ajeno al orden, a la proporción y al gobierno racional.

Invita a sus interlocutores a mantener un espíritu académico (“acordándonos de la Academia”), lo que significa evitar dogmatismos y rechazar el exceso de credulidad. Al enfrentar la cuestión de si hay infinitos mundos, un solo mundo o varios, recomienda mantenerse en una postura crítica, prudente y moderada, como si se caminara “sobre terreno resbaloso”. Es decir: no creer demasiado, pero tampoco descartar de manera tajante lo que la razón deja abierto.

La ausencia de los démones

Lamprías señala que, tras exponer su propia opinión sobre los mundos múltiples, guarda silencio, dejando paso al juicio de los demás.

Demetrio inicia ratificando el consejo de Lamprías. La palabra clave es ratificó, lo que indica que él da respaldo a la prudencia intelectual defendida por Lamprías. Demetrio cita a Eurípides para subrayar que los dioses no engañan “por sofismas”, sino por la complejidad misma de los problemas filosóficos que presentan. Luego, Demetrio sostiene que, aunque se ha hablado de que los oráculos quedan mudos cuando los démones los abandonan, esa afirmación abre un problema mayor: ¿cómo exactamente los démones activan, energizan y vuelven locuaces a profetas y pitonisas?. Es decir, Demetrio obliga a profundizar: aceptar la desaparición de los démones como causa del silencio oracular implica necesariamente comprender su modo de operar cuando están presentes.

Amonio interviene cuestionando la idea misma de lo que son los démones. Pregunta si Demetrio cree que los démones son algo distinto de espíritus que vagan “envueltos en bruma”, citando a Hesíodo. Esta es una postura que sugiere que los démones no son seres elevados con jerarquías claras, sino entidades sutiles, intermedias y errantes. Amonio nos da una analogía teatral: así como dos actores interpretan una tragedia o comedia con diferencias naturales, también dos espíritus, incluso envueltos en cuerpos humanos, difieren en su capacidad. Esta comparación le sirve para explicar que no es extraño que los espíritus puedan transmitir visiones del futuro a otros espíritus, igual que los humanos transmiten información entre sí mediante voz, escritura, gestos o miradas. Para Amonio, la interacción entre démones y profetas no requiere mecanismos inverosímiles: es un intercambio entre seres afines, ambos dotados de naturaleza espiritual.

Amonio, además, desafía directamente a Lamprías (el narrador), recordándole que se rumorea que él mismo discutió extensamente estas cosas con visitantes en Lebadea.

Lamprías comienza reconociendo que Amonio había sido la causa indirecta de que las antiguas discusiones en Lebadea se iniciaran —es decir, coloca a Amonio como detonante intelectual. Luego pasa inmediatamente al núcleo duro de su argumento: si Amonio y Hesíodo llaman démones a los espíritus que no están ligados a un cuerpo, y los designan como “guardianes sagrados de los mortales”, entonces surge una contradicción lógica cuando se pretende que las almas encarnadas carecen de esa facultad profética. Lamprías usa una estructura lógica impecable: si el alma al separarse del cuerpo no adquiere nada nuevo, sino que sólo recupera lo que ya poseía, entonces el poder mántico debe existir siempre en el alma, aunque debilitado mientras está en el cuerpo.

Las almas encarnadas funcionan como ojos que intentan ver a través de niebla o dentro del agua—ven, pero mal; perciben, pero con lentitud. El contacto con lo mortal actúa como un velo, un lastre que entorpece sus facultades superiores. Esta metáfora cumple dos funciones: (1) explica por qué los démones incorpóreos profetizan con claridad y (2) justifica por qué los profetas humanos requieren purificaciones, rituales, trance o estados alterados para acceder parcialmente a esa visión. Lamprías no niega la facultad mántica del alma, sino que la admite como inherente y eterna, con grados de claridad dependientes de su estado ontológico.

El sol no “se enciende” cuando sale de las nubes, siempre brilló; lo que cambia es nuestra percepción. Así también, el alma no recibe el don profético “al morir”, sino que siempre lo tuvo; pero mientras está mezclada con lo mortal, su luz interior se ve oscurecida. Esta imagen del alma como luz bloqueada por las nubes del cuerpo es profundamente platónica. Reforzando esa línea, Lamprías indica que la mezcla con lo mortal es la causa de la ceguera mántica, de la torpeza y del oscurecimiento del conocimiento anticipatorio.

Si el alma posee naturalmente el poder profético —aunque debilitado por el cuerpo—, entonces debemos buscar dentro de ella evidencias de esa potencia. Para ello introduce un argumento magistral: la memoria. La describe como una facultad estrechamente emparentada con la mántica. ¿Por qué? Porque la memoria realiza un acto extraordinario que, filosóficamente, no tiene explicación material: conserva lo que ya no existe. Según Lamprías, nada del pasado subsiste realmente; los hechos se destruyen en el instante mismo en que ocurren, pues todo es arrastrado por el tiempo como por una corriente. Sin embargo, el alma retiene esos acontecimientos, les devuelve forma, presencia y sustancia. Esta capacidad de reconstruir lo que ha dejado de existir es, para él, evidencia del vínculo del alma con un orden superior al tiempo.

Si el alma puede retener cosas que han desaparecido, no es sorprendente que también pueda proyectarse hacia aquello que aún no ha ocurrido. La clave es que los hechos futuros, siendo parte del continuum temporal hacia el que el alma se orienta, “le conciernen más” que los pasados. Estos últimos quedan atrás, de modo que solo la memoria —como facultad— los conserva. Pero lo futuro está por venir, y el alma, que ya posee esta apertura hacia lo no presente, puede anticiparlo.

si el alma posee de manera congénita la facultad profética, aunque debilitada y confusa, existen momentos en que dicha potencia se vuelve plenamente visible. Esos momentos son el sueño y la inminencia de la muerte. Allí el alma, al liberarse parcial o totalmente de las ataduras corporales, recupera claridad para recibir impresiones del futuro. Lamprías subraya que no se trata de algo adquirido después de abandonar el cuerpo, sino de una potencia latente que, cuando las condiciones corporales se modifican, emerge. El sueño purifica parcialmente al cuerpo; la agonía lo disuelve. Ambas alteran la relación entre alma y presente sensible.

Ser un buen adivino no es lo mismo que ser un hombre sensato. Eurípides había dicho que el mejor adivino es aquel que “conjetura como es debido”, es decir, el que razona. Lamprías rechaza esa idea. Conjeturar acertadamente no es profetizar; es razonar bien. El que conjetura es un hombre dotado de inteligencia, lógica y sentido común. En cambio, la capacidad adivinatoria no procede de la parte racional del alma, sino de una capa más oscura, asociada a lo irracional. La mántica, por tanto, no se apoya en la argumentación lógica, sino en un tipo de receptividad emocional, imaginal y presintiva que la razón no gobierna.

La capacidad adivinatoria es como un “documento sin letras”, una tablilla en blanco. No posee contenido propio —no es una facultad que produzca representaciones—, pero es capaz de recibirlas cuando las condiciones se dan. Esta tablilla es vaga, indiferenciada, muda por sí misma. Lo que permite la adivinación es su receptividad, no su actividad. Así, cuando el alma se desprende del presente —ya sea por enfermedad, sueño o trance—, esa receptividad se activa y se orienta hacia lo futuro, que aparece con imágenes o presentimientos.

La inspiración no es un soplo divino en el sentido clásico, sino una alteración del temperamento corporal. Cuando el cuerpo entra en un estado de transformación —por enfermedad, por éxtasis ritual, por sueño profundo o por agonía— la parte racional pierde tensión y control, queda en suspenso. En ese relajamiento, el alma se libera de la tiranía del presente, que siempre ocupa su atención en la vigilia. Al desplazarse la atención de lo inmediato, el alma se vuelve hacia el futuro y lo recibe como visiones o impresiones.

El cuerpo, por sí mismo, solo en raras ocasiones alcanza la disposición adecuada para la adivinación. Esa disposición extraordinaria —que libera el alma y la vuelve receptiva— no dependería únicamente del equilibrio interno del organismo. Según él, la tierra misma produce múltiples emanaciones naturales: algunas dañinas, otras útiles, algunas letales, otras beneficiosas. Entre estas emanaciones se encuentra el “soplo mántico”, una corriente inspiradora que tiene carácter sagrado y divino. Puede venir como aire seco o como flujo húmedo, pero en ambos casos, al mezclarse con el cuerpo humano, transforma la disposición del alma y le permite recibir visiones del futuro. Lamprías concede que esta reacción no puede ser explicada con total precisión, pero puede imaginarse como una modificación de los canales internos del alma, comparables a vías que, al abrirse, dejan entrar la percepción profética.

De la misma manera en que el vino, al “subirse a la cabeza”, libera palabras, impulsos y emociones que estaban reprimidos, así la emanación mántica, por efecto del calor y la dilatación interna, abre canales y deja escapar percepciones que normalmente están ocultas. El vino revela impulsos secretos; la emanación mántica revela presagios. Lamprías cita a Eurípides: el delirio báquico y el trance (mánia) contienen capacidad adivinatoria. La idea es que, cuando el alma entra en un estado no regido por la prudencia racional, se vuelve permeable a representaciones proféticas. No porque enloquezca, sino porque se libera de la censura del juicio racional que normalmente bloquea o atenúa la intuición de lo futuro.

Quizá las emanaciones mánticas obren no desde el calor, sino desde la sequedad. Heráclito servirá de autoridad: “la mejor luz es un alma seca”. La humedad, afirma Lamprías, debilita la percepción tanto en los sentidos como en los instrumentos de visión (espejos, aire, superficies reflectantes). La sequedad, en cambio, afina y purifica. De este modo, la emanación mántica, al secar lo húmedo del cuerpo, permitiría al alma obtener claridad y nitidez, como una lente despejada. No es casual: Plutarco juega aquí con la física antigua, donde la humedad era fuente de confusión de las imágenes y la sequedad de pureza.

Lamprías no se limita a un solo modelo, porque su punto no es explicar un mecanismo físico exacto, sino mostrar que es verosímil que haya causas físicas que alteran el alma. Por eso propone otra posibilidad opuesta: quizá no sea la sequedad sino el enfriamiento y la condensación lo que crea la sensibilidad profética. Aquí usa la imagen metalúrgica: un hierro al rojo vivo se endurece al sumergirse en agua fría. Así también, un soplo mántico frío podría “tensar” la parte presciente del alma, preparándola para recibir impresiones. La idea es que distintas clases de emanaciones pueden producir distintos efectos fisiológicos que liberan la facultad profética.

En la tintura de telas, ciertas sustancias potencian el color cuando se mezclan con otras. El haba intensifica la púrpura; el nitro satura el rojo escarlata. Así, del mismo modo que ciertas sustancias “encajan” químicamente con otras, la emanación mántica —que tiene una naturaleza afín al alma— puede encajar en las partes “porosas” o “rarefactas” del cuerpo y potenciarlas. Plutarco utiliza estos ejemplos materiales para suavizar una idea difícil: la de una fuerza espiritual-natural que actúa sobre el organismo humano y lo cambia. No es magia, no es posesión divina directa; es una afinidad natural.

Inspiración profética

Entre todas las fuerzas, vapores y corrientes que emergen desde la tierra, solamente unas pocas provoquen inspiración profética. La naturaleza produce múltiples exhalaciones: algunas dañinas, otras benéficas, unas mortales, otras curativas; no hay razón para exigir que TODAS tengan el mismo efecto. Es coherente, señala, que solo ciertos vapores —por su composición específica— activen esa facultad adivinatoria innata, pero latente, en el alma. Es decir: la mántica no es un milagro arbitrario, sino el resultado de la interacción entre un alma que ya posee la facultad de prever y una emanación natural que la despierta.

Dice que los propios relatos del santuario de Delfos apoyan esta explicación naturalista: la primera manifestación de la inspiración mántica no se produjo por intervención consciente de un dios, sino por accidente. Un pastor —Coretas— cayó dentro de una grieta o hendidura desde la cual emanaba el vapor mántico. Al salir, comenzó a pronunciar palabras inspiradas. Al principio, la gente se rió de él, creyendo que divagaba; pero más tarde, cuando sus predicciones comenzaron a cumplirse, se dieron cuenta de que había sido afectado por la fuerza del lugar.

La inspiración profética no proviene de una posesión directa por un dios olímpico, sino del carácter del lugar mismo, de la emanación terrestre particular que actúa sobre el alma. La profecía, en esta perspectiva, no es imposición externa, sino activación interna. También revela cómo las comunidades pasan del escepticismo al reconocimiento: primero ridiculizan, luego observan la coincidencia con los hechos, y finalmente, institucionalizan el fenómeno (nace la Pitia).

Incluso los delfios más expertos en tradiciones conservan este nombre —Coretas—, lo que indica que el origen “natural” del oráculo formaba parte de la memoria histórica local. No es un mito lejano ni una invención ad hoc; es una tradición que los habitantes transmitían de generación en generación. De este modo, Lamprías introduce un elemento de autoridad: la voz del pueblo que vive junto al santuario, que ha visto, oído y transmitido lo ocurrido desde antiguo.

Alma y luz

Dice que el alma no se vuelve profética por simple presencia del “vapor” o de la emanación terrestre, sino porque se produce una relación semejante a la que une la vista con la luz. El ojo posee de por sí el poder de ver, es un órgano creado para la visión; sin embargo, por sí solo no funciona, es impotente en la oscuridad. De igual modo, el alma tiene en sí la facultad profética —potencial, congénita—, pero dicha facultad no actúa si no recibe un estímulo externo adecuado. Esta es la clave: la mántica no es una invasión sobrenatural, sino un despertar de una potencia dormida.

Del mismo modo que la vista se vuelve homogénea con la luz y se activa en presencia de ella, el alma se combina con la “luz mántica” —la emanación inspiradora— cuando entra en contacto con ella. Esa armonización hace que la mente pueda recibir imágenes del futuro o del orden invisible. La inspiración no es un acto violento ni irracional; es una afinidad. La luz hace visible lo que ya estaba ahí; la emanación mántica hace perceptible lo que el alma ya podía captar pero mantenía velado.

Apolo

Muchos griegos antiguos identificaban a Apolo con el Sol. No lo hacían por falta de imaginación ni por confundir divinidades, sino porque comprendían que la función del sol respecto del ojo —iluminar la visión— es paralela a la función de Apolo respecto del alma —activar la capacidad profética—. Ambos iluminan: uno físicamente, el otro espiritualmente. En esta visión, el sol es una manifestación visible del poder invisible de Apolo.

El sol “enciende, promueve y estimula” la capacidad visual, así como Apolo “enciende, promueve y estimula” la capacidad profética del alma. En esta armonía se sostiene toda la explicación de la mántica: el alma ve el futuro no porque sea poseída, sino porque recibe una luz adecuada que despierta lo que en ella ya existe. Es una visión natural, no un dictado forzado.

Lamprías explica también por qué los antiguos que identificaban a Apolo con el Sol actuaban con lógica al consagrar el oráculo tanto a Apolo como a la Tierra. Según ellos, el Sol era quien transmitía a la Tierra la disposición adecuada para generar las emanaciones mánticas. La Tierra, en sí misma, no es un ente fugaz o corruptible: es “el firme asiento de todas las cosas”, como dice Hesíodo. La tierra es eterna en su esencia, pero lo que cambia son las fuerzas que la rodean, los flujos, reflujos y alteraciones que se mueven en su interior como ciclos que se desplazan, se renuevan y desaparecen.

Para sostener su afirmación, Lamprías recurre a ejemplos concretos: menciona las minas de plata del Ática, que en tiempos recientes habían dejado de producir, y las minas de cobre de Eubea, famosas por el metal con el que se forjaban espadas en frío. Incluso la roca de Caristo, que antaño producía fibras minerales resistentes al fuego —de las que se fabricaban redes, mantos y redecillas que se limpiaban al pasarlas por una llama—, ha dejado de producir esos filamentos y apenas deja salir pequeños hilos casi imperceptibles. Estas transformaciones naturales ilustran la inestabilidad y variabilidad de los recursos subterráneos, incluido el “flujo mántico”.

Así como los recursos minerales, las aguas y los vapores cambian, también las emanaciones inspiradoras pueden disminuir o extinguirse. Esto explica por qué un oráculo puede quedar silencioso sin que ello implique que los dioses hayan abandonado el lugar. El silencio del oráculo es consecuencia natural de la desaparición de las corrientes internas que lo alimentan. Así, la consagración conjunta a Apolo y a la Tierra era coherente: el Sol (Apolo) confiere potencia, y la Tierra la canaliza mediante sus propias transformaciones.

Peripatéticos

Los peripatéticos, afirma, consideran que todos los fenómenos naturales —desapariciones, desplazamientos y retornos de aguas, vapores, minas y corrientes— tienen como artífice a la emanación terrestre (ἀναθυμίασις), entendida como la respiración o exhalación de la Tierra. Esta emanación explica tanto los procesos de surgimiento como los de agotamiento de ciertas naturalezas. Bajo ese principio, los vapores que alimentan la mántica deben necesariamente estar sometidos a las mismas leyes de cambio, agotamiento y renovación que rigen al resto de los productos subterráneos.

Según esta visión aristotélica, los soplos mánticos no pueden poseer una fuerza eterna ni inmutable. Están sometidos a variación, a ciclos de aparición, intensidad y decadencia. Fenómenos naturales extremos, como lluvias abundantes o caídas de rayos, pueden dispersar o extinguir los vapores necesarios para la actividad profética. De esta manera, Lamprías presenta un enfoque que integra la mántica dentro de la física naturalista de los peripatéticos, alejándola de cualquier interpretación exclusivamente sobrenatural.

Otra posibilidad que destaca Lamprías es el efecto de los terremotos y movimientos subterráneos. Las sacudidas que desorganizan las capas internas de la Tierra pueden desviar o bloquear por completo las emanaciones que alimentan a un oráculo. Se trata de un argumento geofísico: la mántica depende de corrientes subterráneas delicadas, y un seísmo puede alterar sus canales, cerrar sus vías o modificar su curso. Lamprías indica que esto ocurrió en el propio territorio donde se encuentran conversando, refiriéndose al gran terremoto que afectó la región y cuyos efectos, según se dice, aún persisten.

En Orcómeno, durante una peste que causó la muerte de muchos habitantes, el oráculo de Tiresias desapareció “completamente” y jamás volvió a hablar. Este ejemplo es usado para demostrar que un oráculo puede quedar inactivo por fenómenos naturales específicos, sin necesidad de que los dioses se ausenten o castiguen a los hombres. La referencia refuerza la tesis de que el oráculo tiene un fundamento natural que puede deteriorarse o colapsar definitivamente.

Experiencia directa

Demetrio interviene para aportar un testimonio empírico y personal, que contrasta notablemente con los argumentos abstractos, matemáticos o metafísicos previos. Comienza aclarando que desconoce el estado actual de los oráculos cilicios, pues lleva largo tiempo ausente de la región. No obstante, señala que, cuando él residía allí, tanto el oráculo de Mopso como el de Anfíloco se hallaban en pleno funcionamiento y gozaban de prestigio. Con esto reintroduce la idea de que no todos los oráculos estaban “desapareciendo” y que algunos aún manifestaban un vigor difícil de ignorar, contrarrestando así la tesis de que los soplos mánticos están extinguiéndose universalmente.

Relata un episodio específico y sorprendente. Habla del prefecto de Cilicia, un hombre que se encontraba en una especie de escepticismo ambiguo: no era un negador absoluto de lo divino, pero tampoco un creyente firme; era insolente y mezquino, pero su duda no provenía de reflexión filosófica profunda sino de vacilación intelectual. Este prefecto estaba rodeado de epicúreos que, desde un enfoque "naturalista" —en sus propios términos— se burlaban de la mántica. Se menciona explícitamente que estos epicúreos justificaban su actitud en un afán investigativo de fenómenos naturales, siguiendo el ideal de Epicuro de evitar supersticiones. Sin embargo, la narración lmplica que su motivo, aunque aparentemente noble, se había degenerado en simple burla arrogante.

El prefecto decide poner a prueba el oráculo con un método encubierto: envía a un liberto como espía, con una tablilla sellada que contenía la pregunta. La intención de sellar la tablilla era evitar cualquier filtración o manipulación humana, de manera que la respuesta del oráculo no pudiera explicarse por fraude o conocimiento previo. Es un experimento con tono de trampa y desafío, casi una emboscada, diseñado para desacreditar a Mopso. El liberto pasa la noche en el recinto sagrado, siguiendo el ritual habitual de incubación, donde el consultante duerme en espera de un sueño revelador.

Utiliza una analogía: el sueño del liberto consiste en la aparición de un ser hermosamente conformado que pronuncia una sola palabra: “negro”. El mensajero desaparece de inmediato. Esta sobriedad oracular —una palabra única, sin explicación— produce desconcierto en los testigos, incluso entre los creyentes. La palabra no parece inicialmente significativa ni responde claramente a algo que ellos conozcan. Esto intensifica el suspenso del relato y realza el contraste entre la perplejidad inicial y la contundencia de la revelación posterior.

Demetrio describe la reacción del prefecto, quien queda profundamente impresionado cuando rompe el sello de la tablilla y revela que la pregunta que él había escondido era: “¿He de sacrificarte un toro blanco o negro?”. El oráculo respondió con la precisión exacta del color correcto. No fue una respuesta genérica ni ambigua, sino un término unívoco e imposible de deducir por medios humanos. Incluso los epicúreos quedan confundidos y sin palabras. El prefecto, a su vez, cambia su actitud: se postra, realiza el sacrificio y desde entonces venera a Mopso de manera permanente.

Dificultad

Tras el extenso relato de Demetrio, quiere cerrar el argumento con una “coronación”, pero antes de intervenir mira a Filipo y Amonio; percibe que desean tomar la palabra, así que se detiene.

Amonio entra inmediatamente tras la pausa de Lamprías y señala que Filipo tiene algo que decir respecto a la identificación entre Apolo y el sol. Sin embargo, antes de dejarle intervenir expresa un problema mayor: la incoherencia que detecta en el desarrollo conceptual del grupo. Remarca que en el tramo anterior habían aceptado de algún modo que la mántica divina estaba más vinculada a démones que a los dioses mismos; pero ahora, con las explicaciones fisiológicas y materiales sobre soplos, emanaciones, vapores, calores y alteraciones del cuerpo, esos mismos démones parecen expulsados del fenómeno. Esto genera en él una inquietud filosófica: el grupo se mueve entre teorías sin anclarlas en un principio consistente.

Amonio argumenta que si la explicación de la mántica se reduce a procesos físicos —calentamientos, endurecimientos, rarefacciones, vapores subterráneos—, entonces el oráculo no depende ni de los dioses ni de los démones, sino de fuerzas impersonales. Para reforzar esta crítica cita un verso de Eurípides donde el Cíclope afirma que la tierra produce pasto para sus animales “quiera o no quiera”. Con ello Amonio denuncia el riesgo de que la explicación naturalista convierta al oráculo en un mero fenómeno físico, sin teleología divina ni presencia espiritual. Si el oráculo funcionara como un simple fenómeno natural, la religiosidad se vuelve inútil, y todo ritual —oraciones, sacrificios— quedaría vaciado de sentido.

Amonio introduce entonces la objeción ritual más fuerte: si la inspiración profética procede de una emanación física presente en el lugar, no importa el estado de la víctima sacrificada ni su temblor ritual. La práctica delfia exige que la víctima tiemble completamente al ser rociada para que el oráculo sea válido. Pero en un modelo puramente naturalista no hay razón para que eso importe. Si la emanación actúa independientemente de gestos rituales o de la santidad de la Pitia, entonces todos los signos religiosos son superfluos. Amonio empuja el argumento hacia la reductio ad absurdum: si todo depende del vapor, ¿por qué solo una mujer es elegida? ¿Por qué mantenerla pura? ¿Por qué observar reglas estrictas? La lógica naturalista contradice la praxis religiosa.

Menciona la historia del pastor Coretas. Según la tradición délfica, Coretas habría sido el primero en sentir el poder de la zona oracular al caer dentro de la hendidura. Pero Amonio no acepta esta historia como verdadero relato religioso, sino como mito o ficción, subestimando la diferencia entre ese pastor y cualquier otro. Si la emanación es puramente física —según la tesis naturalista previa—, no habría nada que distinguiera a Coretas del resto de los cabreros. Esto sirve a Amonio para demostrar que, si se acepta una explicación puramente material, el carácter sagrado del oráculo se evapora. No hay necesidad de sacerdocio, pureza ritual o selección de la Pitia. En el fondo, Amonio está defendiendo que la mántica es más que un fenómeno físico: requiere una causa espiritual y jerárquica.

En ese momento, Amonio señala a Filipo como partidario de la identificación entre Apolo y el sol. Esto subraya que en el grupo conviven explicaciones teológicas (Apolo = Sol), físicas (soplos, vapores), espirituales (démones) y filosóficas (formas, proporciones). La tensión entre estas posturas hace de Filipo un punto de equilibrio no expresado: su teoría, que une divinidad y fenómeno físico, podría servir como puente entre ambas visiones, pero Amonio interrumpe antes de que hable para introducir un problema mayor.

Finalmente, se dirige a Lamprias diciéndole “tal como dices tú, no es lógico”.

Una vez que fue emplazado, Lamprias respondió. Lamprías comienza reconociendo que la discusión lo ha “conmocionado” y “confundido”. No se trata de una concesión retórica trivial: expresa el conflicto entre su intento de dar una explicación racional y su temor de que sus argumentos puedan debilitar creencias piadosas sobre lo divino. Frente a los presentes —a quienes considera superiores en experiencia y autoridad— asume una actitud de modestia intelectual. Se preocupa por no parecer arrogante ni excesivamente seguro de su razonamiento; teme haber ido demasiado lejos en su defensa de las causas físicas y haber socavado nociones venerables sobre los dioses.

Para defenderse, Lamprías recurre a Platón como “testigo y abogado”. Invoca el episodio platónico en que Sócrates critica a Anaxágoras por explicar el cosmos únicamente mediante causas físicas, olvidando el “por qué” y el “para qué”. Lamprías afirma que Platón no negó las causas materiales: las integró dentro de un sistema donde la divinidad es la causa del orden racional. Esto le permite sostener que explicar las emanaciones, los soplos o las condiciones físicas del oráculo no implica eliminar a los dioses: las causas materiales son instrumentos que la razón divina utiliza.

Profundiza afirmando que el universo sensible no es “puro” ni enteramente gobernado por causas divinas aisladas de la materia. Al contrario, la génesis y el orden del mundo provienen de la combinación entre la materia y la razón. De este modo, la explicación naturalista de los fenómenos oraculares no resulta incompatible con la acción de lo divino. La materia ofrece su estructura y limitaciones; la razón divina proporciona orden, forma y teleología. En esa interacción —y no en un extremo excluyente— se encuentra la verdad. Con ello responde a Demetrio y Amonio: la providencia divina y los fenómenos naturales no se cancelan, sino que cooperan.

Causas físicas y racionales

Se refiere primero a un ejemplo concreto visible en el santuario: el famoso “hypocreterídion”, el soporte metálico de la crátera. Señala que la creación de ese objeto dependió de varias causas materiales: el fuego que ablanda el hierro, el agua que lo enfría, la maleabilidad del metal, el proceso de fundición. Estas causas físicas son necesarias, pero no son las principales. La causa directriz —la que ordena y orienta todas las demás— es la función racional del arte (tékhne) del herrero. Aunque la obra depende de fuego, hierro y agua, el principio superior que guía la producción es la inteligencia del artífice.

Lamprías refuerza su argumento mencionando la inscripción que identifica a Polignoto, el pintor que representó la caída de Troya. Afirma que sus obras no existirían sin pigmentos triturados y mezclados: la tierra roja de Sinope, el ocre, la tierra aluminosa de Melos, el negro. Sin embargo, el conocimiento del proceso por el cual los pigmentos se mezclan químicamente no anula la existencia del arte, ni lo convierte en materialmente irrelevante. La comprensión de las causas materiales no disminuye la gloria de Polignoto como autor. La causa superior es la concepción artística y la intención que guían el uso de los materiales.

Lamprías pregunta retóricamente si examinar cómo se mezclan los colores o cómo se calienta y solidifica el hierro equivale a “quitar fama” al artista. La respuesta es obvia: no. Conocer la mecánica de la obra no falsea la autoría del artífice. Así como comprender el ablandamiento del hierro por el fuego y su endurecimiento en agua no elimina el papel del herrero, estudiar las emanaciones, humos o propiedades físicas del oráculo no elimina la acción de Apolo, ni la presencia de la razón divina.

Introduce una comparación con la medicina. Algunos pueden discutir las “cualidades” de los medicamentos, pero nadie niega la existencia de la medicina como arte que orienta el uso de las sustancias. Igual, estudiar soplos, emanaciones o alteraciones térmicas no niega la providencia divina: solo describe los medios a través de los cuales opera.

Por último, recurre a Platón: éste explicó la percepción física atribuyendo la visión a un brillo emitido desde los ojos mezclado con la luz solar, y el oído al impacto del aire. Sin embargo, Platón nunca negó que la capacidad de ver y oír forma parte de un diseño racional y providencial. Esto completa el argumento de Lamprías: explicar físicamente un fenómeno no equivale a negar su dimensión divina; solo describe el modo en que las causas físicas se subordinan a la razón ordenadora.

Continúa. Toda génesis tiene dos causas: una superior (racional, ordenadora, divina) y otra inferior (material, corporal, necesaria). A partir de esto contrasta dos tradiciones antiguas: los teólogos primitivos, que atendían exclusivamente a la causa superior, y los fisicistas jóvenes, que solo veían causas materiales. Cita el verso teológico que atribuye todo a Zeus como principio, centro y fin, ilustrando cómo los antiguos reducían el origen de todo a la voluntad divina, sin considerar mediaciones físicas. Según él, estos teólogos omiten “a partir de qué” y “mediante qué” se producen las cosas. Por otra parte, critica a los fisicistas por ignorar el “por qué” y “por medio de qué”: éstos solo observan golpes, mezclas, choques, combinaciones y cambios, sin reconocer un principio rector.

Reconoce que el primer filósofo que integró ambos niveles fue Anaxágoras: combinó una causa racional —el Nous que ordena— con causas naturales subordinadas a ella. Esto, explica Lamprías, es un modelo que libera a los presentes “de sospecha” en la discusión: no se está negando el papel divino al reconocer causas físicas, ni se está ignorando la materia al hablar de dioses y providencia.

Sostiene que atribuir la inspiración profética a la combinación de alma humana y soplos telúricos no es irreligioso. Primero, porque tanto la tierra que produce emanaciones como el sol que activa esas potencias “son un dios” según la tradición griega. La causa física —la emanación— no contradice la teología, sino que participa de la energía divina. Segundo, porque se añade un nivel superior: démones ordenadores que regulan la intensidad del soplo mántico. Éstos actúan como músicos que tensan o aflojan cuerdas: moderan la energía para que no destruya ni dañe a la Pitia, asegurando la armonía entre el cuerpo y la inspiración. Esta imagen convierte el soplo telúrico en un instrumento y a los démones en directores de su uso. 

Aclara que los sacrificios previos no buscan provocar la profecía ni confirmar directamente la presencia del dios. Las pruebas rituales solo sirven para verificar que la víctima está “pura” y en condiciones óptimas; es un filtro práctico, no una señal divina. Señala que es fácil examinar el estado físico del animal, pero la pureza de su “alma” se evalúa mediante estímulos: los toros con harina, los cerdos con garbanzos, y las cabras con agua fría. Si el animal no come o no reacciona, se considera que no está en un estado natural. Incluso si se creyera que el temblor del animal es señal de que el oráculo responderá, esto no contradice su explicación. Toda facultad natural actúa mejor o peor según el momento, y el dios —si da señales— lo hace cuando las condiciones son adecuadas, no porque el animal tiemble.

Emanación

La emanación mántica del santuario no es estable ni constante. No fluye siempre con la misma intensidad, sino que, como un proceso natural, experimenta fases de debilitamiento y de refuerzo. Su argumento se apoya en testimonios de visitantes y servidores del templo, quienes afirman que, de manera irregular y no siempre predecible, la sala donde se sientan los consultantes se llena de un aroma fragante, proveniente del ádyton, como si brotara un perfume costoso desde lo profundo del santuario. Esta variación se explicaría por factores naturales como el calor o algún otro mecanismo físico que active las emanaciones subterráneas.

En paralelo a las variaciones del entorno, Lamprías destaca que la propia Pitia experimenta fluctuaciones personales y fisiológicas. La parte de su alma que recibe la inspiración no mantiene siempre una misma disposición equilibrada o uniforme, sino que está sometida a alteraciones y modulaciones, igual que una armonía musical que cambia de tono o intensidad. Su cuerpo, sujeto a perturbaciones, enfermedades, cansancio o tensiones invisibles, afecta directamente su capacidad receptiva.

Cuando la Pitia está turbada, ansiosa o llena de molestias internas, no debe acercarse al templo ni intentar actuar como instrumento del dios. Igual que un instrumento musical que debe estar bien afinado para producir sonidos armoniosos, el alma de la Pitia requiere estar purificada y equilibrada para recibir la emanación correctamente y transmitirla sin distorsión. Emotionarse demasiado, estar inquieta o sufrir tensiones internas impide la plenitud de la inspiración profética.

El vino no provoca el mismo efecto siempre: a veces embriaga más, otras menos, dependiendo de la disposición corporal previa. De igual modo, los que tocan la flauta o entran en trance musical no son influidos con la misma intensidad cada vez. La variación interna del cuerpo y la mente hace que el frenesí báquico —la exaltación inspirada— sea mayor o menor según el momento.

la facultad imaginativa del alma —aquella que produce imágenes, visiones y representaciones— está sometida directamente a los cambios físicos del cuerpo. La evidencia más clara de esto se encuentra en los sueños, donde las alteraciones corporales provocan variaciones radicales en la intensidad y abundancia de las imágenes oníricas. Un cuerpo agitado o cargado de humores puede producir sueños complejos y multiformes; un cuerpo en quietud o con una disposición particular puede generar noches totalmente silenciosas.

ara mostrar que esta relación es observable empíricamente, Lamprías cita casos conocidos localmente: Cleón de Daulia, quien afirma no haber tenido nunca un sueño en toda su vida, y Trasímedes de Herea, de quien los ancianos relatan lo mismo. Estos ejemplos sirven para subrayar que la ausencia de sueños no es un defecto del alma, sino una característica fisiológica: una disposición corporal particular puede inhibir la capacidad de generar imágenes oníricas.  la causa principal de estos fenómenos es la constitución física del soñador. El cuerpo determina el movimiento, la agitación o la quietud de la imaginación. Quienes no sueñan tienen un cuerpo que mantiene a la imaginación en reposo; quienes sueñan demasiado o con intensidad poseen una disposición distinta, más activa y productiva en términos oníricos.

Lamprias menciona a los "atrabiliarios", es decir, personas dominadas por la bilis negra, según la teoría médica de los humores. En ellas, el humor melancólico —denso, pesado y frío— produce una especie de hiperactividad de la imaginación. Por eso suelen tener sueños vívidos, numerosos y de apariciones dramáticas. Su fisiología agitada conduce a una imaginación turbulenta.

Como un arquero que dispara muchas veces puede acertar el blanco por pura repetición, la imaginación agitada por movimientos constantes "acierta" frecuentemente, es decir, produce sueños impactantes, fuertes y memorables. No porque sea más sabia, sino porque se mueve en múltiples direcciones simultáneamente.

Inspiración

La inspiración profética solo ocurre cuando la facultad imaginativa del alma se armoniza de forma precisa con la emanación mántica del lugar. La imagen del “fármaco” es esencial: así como un remedio actúa solo si los ingredientes se combinan adecuadamente en la dosis correcta, de igual modo el alma debe tener una disposición interior proporcional a la fuerza del soplo inspirador. Si esa armonía falla, no hay profecía; o peor: hay una profecía falsa, desordenada, peligrosa.

No se trata de ausencia de inspiración, sino de inspiración impura y perturbadora. Esto implica que las emanaciones no siempre son benéficas ni adecuadas, y que el alma puede recibirlas en malas condiciones. Así se explican respuestas incoherentes, profecías oscuras o incluso episodios violentos. Esta idea refuerza la tesis fundamental del diálogo: no todo fallo en la adivinación proviene de los dioses, sino del medio —cuerpo y emanación— que no están en condición de transmitir adecuadamente lo divino.

Antes de permitir que la Pitia entre al adyton, los sacerdotes realizan pruebas con la víctima. Si la víctima tiembla al ser rociada con agua fría, es señal de que hay “armonía” en el ambiente. En este caso, sin embargo, se narra que la víctima permaneció inmóvil, rígida, incluso cuando se insistió más allá de lo normal. Esto anticipa que el ambiente no estaba dispuesto para la inspiración divina. Sin embargo, a pesar de esta señal negativa, la Pitia fue igualmente introducida.

Pitia no quería descender: se muestra reticente, retraída, sin disposición espiritual. Esa condición psicológica se une a la mala señal de la víctima. El resultado es un episodio excepcionalmente peligroso: la voz de la Pitia es áspera, ronca, “no comunica”, es decir, no transmite un mensaje divino sino una disonancia oscura. Lamprías compara la situación con “una nave que se precipita muda”, señalando que la fuerza que la impulsa no es divina sino “maligna”. La inspiración no fluye a través de ella; se atasca y se distorsiona.la Pitia grita de forma incomprensible, se arroja al suelo, causa pánico entre los consultantes y hasta entre los sacerdotes.

Los sacerdotes no actúan ciegamente. Observan señales rituales ―especialmente la reacción de la víctima al agua fría― porque creen que los dioses ven el momento óptimo: un instante preciso en el que la Pitia tiene el equilibrio necesario para ser “poseída” sin peligro. Las señales no son superstición, sino intentos de leer si el cuerpo y el alma están alineados con el soplo inspirador. La idea es que el dios conoce ese momento; los sacerdotes solo intentan detectarlo. 

La emanación divina no produce el mismo efecto en todas las personas, ni siquiera en una misma persona en diferentes momentos. La inspiración no es un fenómeno mecánico, sino relacional. El soplo ofrece un “incentivo y un principio”, algo que despierta o inicia el proceso profético, pero solo quienes están en disposición adecuada pueden recibirlo de manera correcta. En quienes no lo están, o no ocurre nada, o se produce un trance distorsionado y peligroso, como el que se narró en el episodio de la Pitia muerta.

Lamprías insiste en que el soplo es divino y demónico, pero no “incesante, inmortal o intemporal”. Es decir, no es una fuerza constante como un mecanismo automático. Tiene ciclos, variaciones, momentos en que surge con potencia y otros en que aflora débil o desaparece. Esto explica por qué los oráculos no hablan siempre o por qué dan respuestas oscuras: la energía mántica se agota, se renueva, fluctúa. 

Finalmente, Lamprías reconoce que el tema es vasto y lleno de objeciones. Cierra pidiendo que estas cuestiones se examinen con frecuencia y profundidad, porque hay aspectos que no pueden discutirse en ese momento. Además, propone posponer el debate sobre si Apolo y el sol son el mismo dios, tema que Amonio había planteado.


Conclusión

En conjunto, el diálogo desarrolla una visión profundamente matizada del fenómeno oracular: Plutarco muestra que los oráculos no son obra directa y continua de los dioses, sino resultado de la interacción entre démones, fuerzas naturales, disposiciones del alma humana y ciclos cósmicos que —como todo lo compuesto y mutable— se desgastan, se desvían y se renuevan. La capacidad profética no surge de la nada, sino de una facultad congénita del alma que se manifiesta solo cuando coincide con una emanación mántica concreta y un cuerpo en disposición adecuada, explicando así tanto la claridad como la interrupción de los oráculos. Al final, la conclusión invita a reconocer la complejidad del fenómeno, a evitar dogmatismos y a admitir que la verdad se encuentra en un punto medio entre causa divina y necesidad natural, manteniendo prudencia, humildad intelectual y reverencia ante el misterio.

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