ENSAYOS
LIBRO II: Capítulo I - X
Capítulo I: De la inconstancia de nuestras acciones
Montaigne observa que quienes estudian el comportamiento humano se enfrentan a una gran dificultad: los actos de una misma persona suelen ser tan contradictorios entre sí, que parece imposible que provengan de un mismo individuo. Esa falta de coherencia interna, esa multiplicidad contradictoria en nuestras acciones, es según él una característica fundamental del ser humano. Lo ejemplifica con figuras históricas: Mario, que encarnó tanto la ferocidad guerrera como la delicadeza amorosa; el papa Bonifacio VIII, que fue astuto como un zorro, feroz como un león y terminó despreciado como un perro; y el emperador Nerón, conocido por su crueldad, pero que alguna vez mostró compasión al firmar una sentencia de muerte.
Montaigne señala que estos contrastes no son excepciones, sino que abundan y que cualquier persona, si se observa honestamente, puede reconocerlos en sí misma. Por eso, le parece sorprendente que los sabios o estudiosos traten de forzar una coherencia o una “armonía” en las acciones humanas, cuando lo más propio de nuestra naturaleza es, precisamente, la vacilación, la contradicción, la inconstancia.
Reconoce que puede haber cierta razón en juzgar a una persona según los rasgos más constantes de su vida. Sin embargo, sostiene que esta tarea es ilusoria, pues nuestras costumbres y pensamientos son inherentemente inestables. Critica así a los autores que pretenden construir una imagen coherente del ser humano, eligiendo una idea central —una “clave de interpretación”— y forzando los hechos a encajar en ella. Cuando estos no encajan, simplemente los omiten o los disimulan. De este modo, la pretensión de coherencia no revela al ser humano, sino que lo falsea.
En este contexto, pone como ejemplo al emperador Augusto, cuya vida estuvo marcada por cambios tan rápidos y variados que ni los más audaces historiadores han logrado emitir sobre él un juicio unificado. De ahí que Montaigne declare que la inconstancia es la verdadera constante del ser humano, mientras que su opuesto —la firmeza en principios rectores— es una excepción muy rara. Para conocer mejor a una persona, propone juzgarla “al por menor”, es decir, en el detalle y la multiplicidad concreta de sus actos, y no bajo abstracciones unificadoras.
Afirma además que vivir según principios seguros es precisamente el ideal de la filosofía, pero que pocos lo han logrado. Cita a un autor antiguo (probablemente Séneca) que define este ideal como querer y no querer constantemente una misma cosa, a lo cual Montaigne agrega un matiz importante: solo es deseable la constancia cuando la voluntad es justa, pues un deseo injusto, si es constante, se convierte en obstinación viciosa. Para él, el vicio se caracteriza precisamente por su desorden y falta de medida, lo que impide que tenga verdadera coherencia o estabilidad.
Refuerza su tesis con una cita atribuida a Demóstenes: “El fundamento de toda virtud es la deliberación; su fin, la constancia”. Pero señala que los humanos rara vez siguen la razón; más bien, vivimos movidos por impulsos y apetitos inmediatos. No sabemos con claridad lo que queremos, cambiamos de propósito constantemente, deseamos hoy lo que despreciamos ayer y viceversa. Todo ello nos hace semejantes al camaleón o al objeto flotante que es arrastrado por la corriente, sin rumbo propio.
Afirma que los hombres no desean nada de forma libre, absoluta ni constante: flotamos entre opiniones e impulsos que nos empujan en direcciones opuestas, sin plan de vida ni voluntad unificada. Propone que si alguien consiguiera verdaderamente regirse por principios fijos y una estructura estable de vida, su conducta sería armónica y ordenada, como la de un músico que domina todos los acordes de su instrumento. Ejemplifica esto con Catón el Joven, símbolo del estoicismo romano, cuya vida fue congruente con sus principios. Pero admite que tal ejemplo es raro: la mayoría de los hombres se guía por juicios particulares y actúa según la ocasión, sin coherencia general.
Expone entonces la historia de una joven que intentó suicidarse para evitar el acoso de un soldado, un gesto que parecía testimonio de gran virtud. Pero luego se supo que su vida anterior y posterior no era tan “casta” como aparentaba. Montaigne concluye, con ironía amarga, que no debemos deducir de un solo acto heroico una naturaleza virtuosa, pues el comportamiento humano está lleno de excepciones, momentos pasajeros, contradicciones. Somos, como diría él, "de barro y ceniza".
Continúa con ejemplos de soldados cuyo valor o cobardía varía según las circunstancias. Un soldado valiente mientras sufría una enfermedad, pierde su bravura al sanar. Otro que había luchado con fiereza tras ser saqueado, se rehúsa a pelear una vez recuperadas sus pertenencias. Otro más, que había sido humillado por Mahoma, se lanza en combate como un acto de despecho más que de coraje auténtico. Estos actos no provienen de la razón o del carácter constante, sino de impulsos momentáneos: ira, humillación, pérdida, miedo, vino, trompetas.
Para Montaigne, esto no significa necesariamente hipocresía o falsedad, sino que la naturaleza humana es mutable, inestable, contradictoria. Por eso algunos pensadores antiguos postularon que teníamos dos almas o dos fuerzas opuestas que nos arrastraban en sentidos contrarios: una hacia el bien, otra hacia el mal. Montaigne, sin aceptar literalmente esta explicación, comprende su origen en la observación del comportamiento humano, pues la diversidad de nuestros actos parece tan extrema que resulta difícil atribuirlos todos a un mismo espíritu.
No solo los eventos externos lo afectan, sino que él mismo se transforma interiormente sin cesar, debido a la inestabilidad de su propia disposición. El “yo” no es una entidad fija, sino una multiplicidad de estados de ánimo que se suceden con rapidez. Cambia de juicio, de humor, de inclinación; por eso no puede ofrecer un autorretrato claro ni definitivo. Lo que ve en sí mismo es un conjunto de cualidades opuestas que se manifiestan en distintos momentos, dependiendo de las circunstancias. Esta observación lo lleva a concluir que no puede resumirse en una palabra —ni valiente ni cobarde, ni generoso ni avaro—, y que "distingo" es el principio más universal de su lógica: todo depende del momento y del matiz.
Con notable escepticismo, añade que muchas veces el bien es producto del vicio, si se juzga solo por la acción y no por la intención. Así, una acción valerosa no basta para probar que alguien es valiente: quien es verdaderamente valiente lo es siempre, en todos los escenarios. Un acto aislado de coraje puede ser solo un accidente, no el fruto de una virtud estable. Por eso se burla de quienes se aterrorizan ante una cuchilla de afeitar, pero resisten con firmeza en el campo de batalla; o de quienes lloran por una pérdida doméstica mientras antes habían soportado con valentía el peligro físico. Lo que cambia no son los hechos, sino la raíz interna que los motiva.
Montaigne insiste en que la verdadera virtud se distingue por su regularidad, por emanar de una razón firme. Cita la sentencia: "Nada puede ser constante si no procede de un principio racional cierto" (Nihil enim potest esse aequabile, quod non a certa ratione proficiscatur). Así, incluso Alejandro Magno, ejemplo máximo de valor militar, no escapa a la crítica: sus arrebatos de superstición, su miedo ante conspiraciones y su desproporcionado remordimiento tras matar a Clito quiebran la imagen de constancia y fortaleza que de él se construye.
Por tanto, la conducta humana —según Montaigne— es un tejido de elementos heterogéneos, desconectados y a menudo contradictorios. Pretender construir con ellos una imagen heroica o virtuosa es un fraude. La virtud verdadera no admite simulacros ni componendas, y cuando es fingida, “nos arranca la máscara del semblante”. Es como un color que está tan adherido al alma, que no puede ser eliminado sin destruirla.
Citando una sentencia antigua: "no es de extrañar que el azar tenga tanto poder sobre nosotros, si vivimos por azar". Con esto retoma una idea que atraviesa todo el ensayo: la falta de dirección clara en la vida humana, la ausencia de un proyecto unificado que organice las acciones particulares en torno a un fin superior. Para él, solo quien tiene un propósito puede ordenar sus actos con coherencia. Lo contrario es actuar por fragmentos, improvisando a cada paso, sin saber hacia dónde se va. Utiliza una imagen potente: ¿de qué sirve tener colores si no se sabe lo que se quiere pintar? Sin un diseño, sin una visión del conjunto, nuestras decisiones no pueden ser más que dispersas.
Ilustra su crítica con ejemplos históricos: los jueces que declararon apto a Sófocles para administrar su casa solo por haber escrito una buena tragedia, o los enviados que en la isla de Paros designaron a los campesinos más laboriosos como magistrados, asumiendo que la diligencia privada garantiza la virtud pública. Montaigne rechaza estas analogías simplistas: el hecho de actuar bien en un ámbito no asegura una coherencia moral o racional en la vida completa, pues estamos hechos de piezas múltiples, cambiantes, contradictorias. De ahí que declare: “somos seres fragmentarios de una contextura tan informe y diversa”, tan divididos incluso dentro de nosotros mismos como lo estamos frente a los demás. Con ironía clásica, cita a Séneca: “Magnam rem puta, unum hominem agere” — "considera una gran hazaña el que un solo hombre se comporte siempre como uno solo".
Continúa Montaigne mostrando cómo incluso las pasiones más bajas, como la ambición, la codicia o el deseo sexual, pueden generar conductas que exteriormente parecen virtuosas: valentía, templanza, generosidad, prudencia. La ambición puede hacer valiente al cobarde, la codicia puede hacer audaz al perezoso, el deseo puede hacer osado al tímido. Cita un verso de Virgilio para ilustrar cómo una joven, movida por el deseo amoroso, se escapa sigilosamente de casa por la noche, superando el miedo y la obediencia.
A partir de esta observación, concluye que no basta con juzgar al ser humano por sus acciones exteriores, pues estas pueden ser producto de causas viciosas o fortuitas. Para comprender al hombre, es necesario introducir la sonda en el fondo de su alma, discernir los motivos reales que lo mueven. Pero esa empresa es sumamente difícil, sujeta a mil errores y conjeturas. Por eso termina con una advertencia melancólica: pocos deberían atreverse a juzgar con ligereza, porque comprender el alma humana es una empresa elevada, compleja y muchas veces inaccesible.
Capítulo II: De la embriaguez
Montaigne comienza este ensayo distinguiendo entre los vicios. Aunque todos son moralmente reprobables, no todos son iguales ni deben ser juzgados con la misma severidad. Critica a los estoicos por sostener que todos los pecados son iguales, ya que esa concepción —llevada al extremo— termina por igualar el sacrilegio con una falta menor, como robar una col de una huerta. Para él, esa confusión en la medida y jerarquía de los pecados es peligrosa, pues permite que crímenes atroces como el asesinato o la traición se oculten bajo la excusa de que hay otros también culpables, pero en menor grado. De ahí la importancia de aprender a distinguir con precisión entre las faltas, tal como los filósofos —como Sócrates— diferenciaban entre los bienes y los males.
A partir de esta idea general, Montaigne se concentra en uno de esos vicios: la embriaguez, al que califica como uno de los más groseros y corporales. A diferencia de otros vicios —como la ambición, la lascivia o incluso el robo— en los que el ingenio, la astucia o el coraje pueden jugar un papel, la embriaguez se presenta como una degradación puramente física. No hay nada noble ni elevado en ella; no es más que pérdida del dominio de sí mismo y del entendimiento, un hundimiento del alma en lo más bajo del cuerpo. Describe con crudeza sus efectos: lentitud, tropiezos, torpeza de lengua, pérdida de la razón. El vino —dice— hace aflorar los secretos más profundos del bebedor, como el mosto que al hervir lleva a la superficie las impurezas del fondo del tonel.
Sin embargo, y como es habitual en Montaigne, su crítica no es rígida ni dogmática. Revisa numerosos ejemplos históricos que matizan su posición. Relata cómo Augusto y Tiberio confiaban asuntos importantes a hombres conocidos por su afición al vino, y cómo incluso grandes conspiradores, como los asesinos de Julio César, estaban lejos de ser abstemios. En un curioso contraste, recuerda también un episodio oscuro en que el vino fue usado como medio de abuso sexual, así como otro caso cercano, contado por una dama de su confianza, sobre una aldeana embarazada tras haber sido violada mientras dormía ebria. En ambos casos, la embriaguez no solo expone al ridículo, sino a la pérdida de dignidad y a consecuencias irreparables.
Montaigne observa que la antigüedad fue mucho más indulgente con la embriaguez. Filósofos como Sócrates o Catón eran conocidos bebedores. Incluso entre los estoicos —habitualmente austeros— algunos defendían el consumo de vino para aliviar el alma o despertar los sentidos. Cita a médicos que recomendaban emborracharse una vez al mes para estimular el estómago y evitar su pereza, y comenta con ironía que en ciertas culturas, como la persa, los consejos más serios se daban tras beber.
Pese a considerar la embriaguez un vicio, Montaigne afirma que es menos grave que otros. No ataca directamente a la sociedad, como lo hacen la maldad o la traición. Es un vicio cobarde, dice, pero más indulgente, y al menos no requiere medios costosos ni causa tanto daño colectivo. En la vejez, incluso, puede ser uno de los últimos placeres naturales accesibles. Un hombre mayor le confesó que el placer de beber era uno de los pocos que aún le quedaban, y Montaigne reflexiona que ese tipo de goce, por ser sencillo y natural, merece cierto aprecio. Aún así, advierte contra el exceso de refinamiento en la elección del vino: un bebedor genuino debe tener el paladar dispuesto a disfrutar cualquier trago, sin dejarse esclavizar por la delicadeza.
Critica también el estilo francés de beber poco y solo en las comidas, defendiendo una actitud más generosa y prolongada en el acto de beber, al estilo antiguo. Relata el caso de un noble capaz de beber diez botellas de vino sin perder el juicio ni la eficacia en sus deberes. A su juicio, hemos reducido la cantidad de ocasiones para disfrutar del vino, y lo atribuye no a una mejora moral, sino a que hemos sustituido ese vicio por otros, como una sexualidad más desenfrenada, que además debilita el cuerpo y la capacidad para gozar el vino.
En un giro más íntimo, Montaigne evoca la figura de su padre, a quien describe con admiración: un hombre galante, culto, físicamente fuerte y casto. Su testimonio sobre la castidad de su época, que contrasta con la relajación actual de las costumbres, sirve para subrayar que ciertos vicios como la concupiscencia han crecido, mientras que otros como la bebida se han reducido, pero no por virtud sino por desplazamiento.
A medida que envejece, Montaigne reconoce que el vino se vuelve más grato, porque el calor vital se va concentrando en la parte superior del cuerpo. Sin embargo, él mismo no es capaz de beber sin tener sed. Bebe solo después de las comidas y encuentra que los últimos tragos le saben mejor que los primeros, una experiencia que vincula con la fisiología de la vejez. Recuerda que Anacarsis se sorprendía de que los griegos bebieran en copas más grandes al final de la comida, pero Montaigne encuentra en ello una lógica natural: el placer va en aumento con la limpieza del paladar.
Cita a Platón, quien prohibía el vino a los jóvenes pero lo permitía a los mayores, siempre que hubiera moderación y una autoridad que pusiera orden. Para Platón, el vino podía incluso devolver la alegría a los ancianos y fomentar la templanza, siempre que se evitara su uso durante el día o en situaciones oficiales. El filósofo Stilpón —dice Montaigne— prolongó artificialmente su vida a fuerza de vino puro, y Arcesilao, debilitado por la edad, sufrió lo mismo, aunque involuntariamente.
Con todo, Montaigne se pregunta si un filósofo puede realmente mantener su razón frente al vino. Reflexiona que hasta los más sabios, como Sócrates o Lucrecio, pueden caer bajo la influencia de una pasión, una enfermedad o una droga. Nadie está completamente a salvo. Incluso los héroes poéticos derraman lágrimas. Montaigne sostiene que la razón no puede suprimir del todo las pasiones ni protegernos de nuestra fragilidad humana. Podemos moderarlas, tal vez, pero no destruirlas.
Cierra con ejemplos extremos de heroísmo estoico y martirio, donde los personajes enfrentan la tortura sin ceder ni quejarse. Aunque admira esas acciones, duda de su normalidad: ¿no hay algo de furor, de locura en tales gestas? La constancia total le parece inalcanzable para un alma humana. Así como los poetas o los guerreros son impulsados por una especie de "fuego sagrado", también estos mártires parecen estar movidos por un estado de exaltación más allá de lo razonable. Platón y Aristóteles —concluye Montaigne— sabían que la inspiración o el valor extremos no pueden surgir sin cierta forma de locura, pues la verdadera cordura consiste en la justa medida, no en el exceso.
Capítulo III: Costumbre de la isla de Cea
Desde este punto de vista teológico y social, quitarse la vida sería un acto de deserción, una huida culpable del deber. El suicida rompe el pacto con la comunidad, evade la carga que debe soportar, y desatiende la voluntad del Creador. Así, las leyes humanas lo castigan como un homicida, y las creencias religiosas lo condenan en el más allá. Montaigne cita un verso de Virgilio (Eneida, VI) que ilustra este castigo: las almas de los que se quitan la vida injustamente vagan tristes en el Hades, porque rechazaron la luz y se entregaron a la muerte sin causa.
Frente al elogio del suicidio como acto de libertad, Montaigne presenta otra visión: la verdadera fortaleza no está en romper las cadenas, sino en soportarlas con entereza. Pone como ejemplo a Régulo, quien, aun sabiendo que iba al martirio, prefirió cumplir su palabra antes que buscar su salvación personal, en contraste con Catón, quien eligió la muerte. Así, la virtud genuina no huye del dolor ni de la desgracia: al contrario, encuentra en la adversidad su alimento natural, como el roble que, al ser podado, se hace más fuerte.
Las citas de Séneca y de Marcial refuerzan esta idea: la virtud no teme a la vida, ni se retira frente a los males, sino que los enfrenta. Montaigne sostiene que es más fácil desdeñar la muerte en medio del dolor que aceptar la miseria con dignidad y paciencia. En consecuencia, quitarse la vida para huir del sufrimiento puede ser un signo de cobardía, no de valor.
Esta actitud crítica hacia el suicidio se acentúa cuando Montaigne observa que, con frecuencia, el temor a los males por venir lleva a los hombres a cometer actos desesperados, como quitarse la vida antes de tiempo. Pero muchas veces, en ese acto de huida, se precipitan justo en aquello que querían evitar. Parafraseando a Horacio y a Lucrecio, advierte que el miedo mismo puede ser la causa directa de la muerte, cuando en realidad, es ese miedo el origen de las preocupaciones, no la vida en sí misma.
Incluso entre quienes aceptan que el suicidio puede ser lícito, existen grandes dudas sobre en qué circunstancias está verdaderamente justificado. Señala que los estoicos llamaban al suicidio "acto razonado de libertad" (εὔλογον ἐξαγωγήν), pero advierte que, aunque a veces las causas parezcan válidas, es necesario aplicar una medida o juicio razonable. No toda causa es suficiente, y no toda muerte voluntaria se justifica como acto filosófico o heroico.
Critica las inclinaciones caprichosas o impulsivas que han llevado no solo a individuos, sino incluso a pueblos enteros, a la muerte. Menciona el caso conocido de las vírgenes milesias, que se suicidaban una tras otra por imitación, hasta que las autoridades detuvieron esta tragedia ordenando colgar los cadáveres públicamente, lo que bastó para detener la cadena de muertes. Este ejemplo ilustra la fuerza del contagio emocional y la falta de verdadera justificación racional en algunos suicidios colectivos.
Montaigne narra luego un episodio histórico: el diálogo entre Terción (Terycion) y Cleómenes, rey espartano derrotado en batalla. Terción lo insta a suicidarse para evitar la deshonra y el castigo de sus enemigos. Sin embargo, Cleómenes —con firmeza estoica y valentía lacedemonia— rechaza la idea. Afirma que mientras haya un atisbo de esperanza, uno no debe precipitarse hacia la muerte, y que vivir con resistencia es también un acto de coraje. La verdadera virtud, dice, está en luchar y servir hasta el final, no en huir.
Este argumento no convence a Terción, quien finalmente se quita la vida. Más tarde, Cleómenes hace lo mismo, pero solo después de haber agotado todos los esfuerzos por enfrentar su destino. Para Montaigne, esto prueba que no todos los males merecen de inmediato una respuesta tan extrema como el suicidio, y que, debido a lo incierto de los acontecimientos humanos, es muy difícil determinar el momento exacto en que ya no queda ninguna esperanza.
Plinio distingue solo tres enfermedades que justifican legítimamente el suicidio, siendo la más insoportable la piedra en la vejiga, que impide orinar y causa un sufrimiento físico insoportable. A esta lista, Séneca añade las enfermedades mentales crónicas, aquellas que trastornan el alma durante largos períodos, pues destruyen la facultad racional, considerada la esencia de la vida humana. De este modo, se introduce el criterio de que el sufrimiento —físico o psíquico— puede, en algunos casos, justificar la decisión de poner fin a la vida.
Pero no solo el dolor lleva al suicidio: también lo hace el deseo de evitar una muerte más humillante o dolorosa. Es el caso de Damócrito, líder etolio que, capturado y luego fugado, al verse nuevamente perseguido, prefiere atravesarse con su propia espada antes que caer otra vez prisionero. Aquí, el suicidio es visto como una forma de mantener la dignidad personal.
Montaigne también relata el caso colectivo de la ciudad de Epiro, defendida por Antínoo y Teodoto, que, al verse en la desesperación final, optan por lanzarse a la muerte atacando al enemigo, en un último gesto de valor desesperado. La motivación aquí no es solo evitar la esclavitud, sino morir con honor, combatiendo.
Un caso conmovedor es el del padre siciliano de la isla del Gozo, que, ante la inminente ocupación turca y el destino probable de sus hijas —violar, esclavizar, humillar— decide matarlas junto con su esposa y luego lanzarse él mismo a un ataque suicida. En este gesto se percibe una paradoja trágica: quitar la vida por amor y para evitar una vida de sufrimiento.
De manera similar, las madres judías que, ante la persecución de Antíoco, se lanzaban al vacío junto con sus hijos recién circuncidados, demuestran que el suicidio también puede ser una forma de protesta religiosa y resistencia cultural, para evitar ver profanadas sus creencias o su descendencia.
A continuación, Montaigne relata un caso más sutil: un noble prisionero en Francia que, advertido de que sería condenado a muerte, fue visitado por un sacerdote enviado por su familia. Este le propone un método piadoso —encomendarse a un santo y ayunar durante ocho días— que termina conduciéndolo a la muerte. Es un suicidio disimulado bajo forma religiosa, donde el ayuno se convierte en medio de evasión de la deshonra, tanto para el prisionero como para sus parientes.
Menciona el caso de Libo, al que su tía Escribonia le aconseja el suicidio como un acto de autonomía y prudencia: si ya está sentenciado de facto, es mejor morir por decisión propia que esperar pasivamente a que sus enemigos lo ejecuten. En su lógica, conservar la vida solo serviría para beneficiar a sus verdugos, que luego convertirían su muerte en escarnio.
Montaigne narra el caso de Racías, figura venerable del pueblo judío, apodado “padre de los judíos” por sus virtudes. El relato está tomado del Segundo Libro de los Macabeos (2 Macabeos 14:37-46), y se centra en el momento en que Racías, acorralado por las tropas de Nicanor, un enemigo de la ley de Dios, decide quitarse la vida antes de caer en manos de quienes —según su visión— mancharían su honor y profanarían su persona.
La escena es dramática y progresiva: Racías primero intenta matarse con su espada, pero el golpe no es mortal. Luego se lanza desde una muralla, atravesando a los soldados que le dan paso, y al caer, aún con vida y gravemente herido, reúne sus últimas fuerzas para desgarrarse las entrañas y arrojarlas a sus perseguidores, invocando la venganza divina sobre ellos. Su muerte, aunque sangrienta y violenta, es presentada como un gesto heroico y profundamente religioso, una forma de consagrar su honor ante Dios y su pueblo, más que simplemente evitar el sufrimiento.
Montaigne afirma que, de todas las ofensas contra la conciencia, la más grave —según su opinión— es la que se dirige contra la castidad de las mujeres. Esta gravedad se acentúa, dice, por el componente de placer físico que puede involucrarse involuntariamente en el acto de la violación. Por esta razón, afirma con ironía, la transgresión nunca es del todo completa, pues la fuerza parece ir acompañada de cierta voluntad —aunque esto refleje más una concepción masculina y antigua que un análisis moral moderno. Aquí Montaigne se mueve en un terreno ambiguo, mostrando la tensión entre el discurso moral, religioso y el humor típicamente escéptico de su estilo.
Evoca luego ejemplos de mujeres santas como Pelagia y Sofronia, canonizadas por haberse quitado la vida para evitar la violación. La historia eclesiástica honra tales muertes como gestos de fidelidad religiosa y de defensa extrema de la virtud. Estas mujeres prefirieron morir antes que permitir que sus cuerpos fueran profanados, y en ese acto encontraron no solo libertad, sino también santidad. Es un suicidio entendido como acto de fe y de dignidad personal.
En este punto Montaigne comienza a dar numerosos ejemplos históricos. Inicia recordando a Lucio Aruncio, que se suicidó para escapar tanto del futuro como del pasado; y a Granio Silvanio y Estacio Próximo, quienes, aun perdonados por Nerón, prefirieron morir antes que vivir bajo la constante amenaza de nuevas acusaciones. La motivación aquí es evitar una vida bajo sospecha y humillación, incluso después de recibir clemencia.
Presenta luego a Espargapizes, hijo de la reina Tomyris, que se quita la vida tras ser liberado por Ciro, por vergüenza de haber sido capturado; y a Bogez, gobernador de Jonia, que, sitiado por Cimón, rechazó salvarse para no sobrevivir a la pérdida de la ciudad confiada a su custodia. Bogez destruyó riquezas, mató a los suyos y se inmoló en una hoguera, en un acto de honor y lealtad extrema.
Montaigne pasa después a casos singulares: Ninachetuen, dignatario de Malaca, que al prever su destitución por el virrey portugués, preparó una pira ceremonial, pronunció un discurso sobre su honor y se arrojó al fuego. También relata suicidios femeninos por solidaridad con los esposos: Sextilia y Paxea mueren para servir de ejemplo y acompañar a sus maridos; y Coceio Nerva, jurista de prestigio, que se mata no por desgracia personal, sino por el decaimiento de Roma. Incluso hay muertes teñidas de ironía trágica, como la de la esposa de Fulvio, que se anticipa al suicidio de su marido culpándose de la desgracia.
Se incluyen ejemplos de suicidios colectivos. Vibio Virio y 27 senadores de Capua celebran un banquete antes de beber veneno, para evitar la humillación de rendirse a Roma, aunque algunos mueren tan lentamente que casi llegan a ver entrar a los enemigos. En este contexto aparece Taurea Jubelio, que, privado de unirse al sacrificio de sus conciudadanos, se suicida ante el cónsul como último acto de desafío.
Otras escenas muestran a comunidades enteras que prefieren destruirse antes que ser conquistadas: una ciudad india que se quema con todos sus habitantes; Estepa en España, cuyos ciudadanos matan a sus familias, prenden fuego a sus riquezas y se lanzan a las llamas, causando también la muerte de enemigos que intentaban salvar el botín; o los abidenses, que, al recibir de Filipo tres días para morir “ordenadamente”, llevan a cabo una matanza generalizada.
El deseo de la muerte puede surgir a veces como una esperanza de alcanzar un bien mayor, como lo expresó san Pablo, quien ansiaba despojarse de su cuerpo terrenal para unirse con Jesucristo. Esta idea también se refleja en la historia de Cleombrotos Ambraciota, quien, tras leer el Fedón de Platón, experimentó un ardiente deseo de la vida futura y se arrojó al mar sin razón aparente, motivado únicamente por su esperanza. En estos casos, la muerte voluntaria no debe ser confundida con la desesperación, sino que es impulsada por una profunda esperanza o por una inclinación tranquila y firme del juicio.
Un ejemplo similar es el del obispo Santiago del Chastel, quien, durante el viaje a los países de ultramar del rey san Luis, al ver que el ejército se disponía a regresar sin haber completado su misión religiosa, decidió buscar el paraíso. Se despidió de sus amigos y, en un acto de desesperada devoción, se lanzó contra las tropas enemigas, donde fue inmediatamente abatido. Este acto no fue tanto una reflexión sobre la muerte, sino una acción impetuosa y generosa movida por el ardor del combate y el fervor religioso.
Asimismo, en una remota región recién descubierta, se celebraba una procesión en honor a un ídolo local, en la que los habitantes se sometían a actos extremos de sacrificio, como cortarse trozos de carne o arrodillarse ante el paso del carro del ídolo, con la esperanza de alcanzar la veneración y ser considerados santos. Este tipo de sacrificios, aunque dramáticos, también reflejan un impulso de esperanza y devoción en busca de algo más allá de la vida terrenal.
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