EL ARTE DE LA GUERRA
Libro Cuarto
Peligro al extender el frente
Seguimos con Fabrizio quien será preguntado por Zanobi y ya no por Luis.
Por cierto que existe peligro al extender el frente, sobre todo cuando no se cuenta con un ejército numeroso. En caso contrario, conviene preferir la línea de batalla profunda y poco extensa a la larga y débil. Cuando las fuerzas sean inferiores a las del enemigo, se tiene que buscar otras defensas, como la de apoyar el ejército en un río o un terreno pantanoso, para evitar ser envuelto, o resguardar sus flancos con fosos como hacía César en las Galias.
Se debe alargar o estrechar el frente de batalla, según el número de vuestras fuerzas y de las del enemigo; si las de éste son inferiores, deben preferirse las llanuras extensas, sobre todo si el ejército está bien disciplinado, a fin de poder, no sólo desplegar cómodamente las líneas, sino también envolver al enemigo, pues en terreno desigual y montañoso, donde sea imposible desarrollar las fuerzas, ninguna ventaja produce la superioridad de estas. De aquí que los romanos casi siempre buscaban terreno llano para pelear y se apartaban del montañoso.
Debe hacer lo contrario el que tenga pocas tropas o mal ejercitadas, pues necesita pelear en posiciones donde el corto número pueda resistir o la falta de experiencia no perjudicar.
De todos los generales, los más elogiados por la manera de disponer sus ejércitos para dar batalla, son Aníbal y Escipión, cuando combatieron en Zaina. Aníbal mandaba un ejército formado de cartagineses y auxiliares de varias comarcas. Puso al frente de él ochenta elefantes, detrás (ellos a las tropas auxiliares, seguidas de los cartagineses, y en último lugar a los italianos, de quienes desconfiaba. Ordenó así el ejército porque los auxiliares, teniendo delante al enemigo y a la espalda a los cartagineses, no podían huir, y obligados a pelear, habían de rechazar o al menos cansar a los romanos. Hecho esto con sus tropas frescas, alcanzaría fácilmente la victoria contra un enemigo ya fatigado.
Frente al ejército de Aníbal dispuso el suyo Escipión colocando los astarios, los príncipes y los triarios según la costumbre romana, para concentrarse unas líneas en otras y apoyarse mutuamente. En el frente de su línea de batalla hizo muchos intervalos, y para que no los viera el enemigo y creyese sólidamente unida toda la línea, los cubrió con volites, ordenándoles que retrocedieran al acercarse los elefantes, y por los intervalos ordinarios de las legiones se pusieran detrás de ellas, dejando paso a los paquidermos; así se libró de la impetuosidad de estos animales y, al llegar a las manos, logró la victoria.
Cuando se nombra esta última batalla Zanobi pregunta por qué Escipión, durante el combate, no mandó retirar la línea de los astarios para incorporarla a la de los príncipes, sino que la dividió: colocó cada parte en los extremos de la linea de batalla, dejando así espacio a los príncipes para que avanzaran.
Fabrizio contesta que Anibal había puesto lo mejor de su ejército en la segunda línea, y Escipión, para oponerle también en su segunda línea una fuerza igualmente sólida, unió los príncipes y los triarios, colocando éstos en los intervalos de la línea de aquéllos, y no quedando, por consiguiente, espacio para recibir a los astarios; por eso los dividió y puso a los extremos de la línea. Esta maniobra de abrir la primera línea para dejar espacio a la segunda, no debe practicarse sino cuando se ha adquirido gran superioridad, pues sólo entonces se hace fácilmente, como lo hizo Escipión. Si se intenta cuando la primera línea está desordenada o es rechazada, ocasiona inmediata derrota; por ello conviene tener siempre detrás de la primera línea otras que la apoyen y donde los soldados de aquélla puedan refugiarse.
El caso de Asia
Los antiguos pueblos de Asia usaban, entre otras pesadas máquinas para ofender al enemigo, unos carros a cuyos lados ponían hoces, de modo que no sólo servían para romper con su ímpetu las filas, sino también para matar con las hoces a los adversarios. Para defenderse de estos carros se empleaban varios medios: o hacer el frente de batalla muy denso para resistir su ímpetu, o dejarles paso franco, como a los elefantes, o aplicar algún recurso extraordinario, como el practicado por el romano Sila contra Arquelao, que disponía de muchos de estos carros armados de hoces. Para contener su ímpetu mandó Sila clavar estacas en tierra al frente de su línea de batalla, y, tropezando en ellas los carros, perdían su impetuosidad. Conviene sabor que Sila ordenó su ejército en este caso de distinta manera que la acostumbrada, pues puso a retaguardia los vélites y la caballería y al frente a todos los armados con armas pesadas, dejando entre ellos intervalos para que, si era preciso, avanzaran los de detrás. Empezado el combate, alcanzó la victoria valiéndose de la caballería, a la cual abrió paso oportunamente.
Para desordenar al enemigo durante la lucha es preciso hacer algo que lo asuste, o anunciar la llegada de nuevos refuerzos, o imaginar algún ardid que aparente recibirlos, de modo que, engañado por la apariencia, se atemorice y sea fácil vencerlo. Estas estratagemas las emplearon los cónsules Minucio Rufo y Acilio Glabrión. También Cayo Sulpicio hizo montar a los mercaderes y logreros que seguían al ejército en mulos y otros animales inútiles para el combate, pero formados de modo que asemejaban un cuerpo de caballería, y les mandó presentarse sobre una colina, mientras él luchaba con los galos, logrando con este ardid la victoria. Lo mismo hizo Mario cuando combatía contra los teutones.
Las arengas
A veces ha sido muy oportuno durante la batalla hacer correr la noticia de la muerte del general enemigo o de la derrota de una parte de su ejército, debiéndose a este recurso el salir victorioso. Se desordena fácilmente la caballería enemiga oponiéndole animales que desconozca o con cualquier ruido extraordinario.
Ocurre muchas veces que los soldados desean pelear y el general, por lo numeroso que es el enemigo, o por la posición que ocupa, o por otro cualquier motivo, comprende la desventaja para la lucha y necesita quitarles aquel deseo. Sucede también que la necesidad o la ocasión os obliga a luchar, y que vuestros soldados están desconfiados y poco dispuestos al combate.
En el primer caso es preciso asustarlos y en el segundo, enardecerlos. Si para lo primero no bastan las persuasiones, el medio más eficaz consiste en sacrificar algunos soldados haciéndoles atacar al enemigo, porque de este modo los que entran en acción y los que no han combatido os creerán. También puede hacerse premeditadamente lo que, por acaso, sucedió a Fabio Máximo.
Deseaba el ejército de Fabio combatir con el de Aníbal, e igual deseo mostraba el jefe de su caballería; Fabio no quería dar la batalla, y esta diferencia de opinión les hizo dividir el ejército. Fabio contuvo a los suyos en el campamento y el general de la caballería atacó a los cartagineses, corriendo gran peligro y no siendo derrotado por el oportuno auxilio de Fabio. Este ejemplo demostró al jefe de la caballería y a todo el ejército que lo más atinado era obedecer a Fabio. Para enardecer a los soldados hay que irritarles contra el enemigo, repitiéndoles frases ofensivas y ultrajantes que éste diga de ellos, hacerles creer que estáis en inteligencia con él, y que una parte se ha vendido.
Conviene acampar al alcance de los contrarios y tener con ellos algunas escaramuzas, porque lo que diariamente se ve, con facilidad se desprecia; mostrar, en fin, viva indignación reprobándoles en una arenga preparada al efecto su cobardía, y, para avergonzarlos, decirles que, si no quieren seguiros, iréis solo a combatir al enemigo. Si queréis que los soldados se porten como bravos en la batalla, es de todo punto indispensable no permitirles, hasta terminar la campaña, enviar a sus casas el botín capturado o que lo depositen en algún sitio, para que sepan que, si huyendo salvan la vida, no salvan lo que poseen, por cuya defensa pelean a veces con tanta obstinación como por la vida.
Luego, Zanobi pregunta si la arenga debe ser realizada a todo el ejército o solo al jefe. Fabrizio contesta que arengar a pocos es muy fácil, pero cuando se debe hacer a muchos ahí está la dificultad. A Alejandro Magno le fue preciso arengar y hablar públicamente a su ejército; de otra suerte no hubiese conseguido que le siguiesen soldados a quienes el botín había hecho ricos, por los desiertos de Arabia y por la India con tantas fatigas y peligros. E1 príncipe o la república que determine organizar una nueva milicia y mantenerla con reputación, ha de acostumbrar a los soldados a oír las arengas del general, y al general a saber hablarles.
Las arengas que venían con un sentido religioso eran aún más efectivas que aquellas en las que no había.
Conclusión
Nuevamente recalca Maquiavelo, o más propiamente Fabrizio, la necesidad que tienen los dirigentes de considerar la religión. Recordemos que tanto en ''El Príncipe'' como en los ''Discursos sobre la primera década de Tito Livio'', Maquiavelo nos relataba que el ser humano está más dispuesto a obedecer la ley religiosa que la ley humana. Es por eso que en las arengas es mucho mejor añadirles el sentido religioso que no hacerlo.
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