jueves, 8 de julio de 2021

Nicolás Maquiavelo - El arte de la guerra (Libro Primero) (1520)

Uno de los tratados militares más importantes de la historia nos lo trae hoy Nicolás Maquiavelo. Puede sonarnos mucho a la obra de Sun-Tzu, quien también fue un estratega militar y filósofo de la antigua China. Sin embargo, esta obra dista de ser parecida a la del pensador chino, todo lo contrario, vemos que esta obra está inspirada ya en otros dos fundamentales textos de Maquiavelo como son ''El Príncipe'' y ''Discursos sobre la primera década de Tito Livio''. Este es otro de los tantos tratados que contribuye a la filosofía de la guerra, por lo tanto, es imprescindible saber su contenido. 


EL ARTE DE LA GUERRA

Libro Primero

El libro comienza rindiendo un homenaje a Cosme Rucellai, más conocido como Pedro de Cosme de Médici, quien fuera gobernante de Florencia entre 1464 y 1469. De acuerdo con Maquiavelo, Cosme siempre fue muy valiente, daba la vida por sus amigos y no temía en acometer empresa alguna.

Para recordarlo, el filósofo florentino nos hablara sobre una conversación que tuvo con Fabrizio Colonna, 1520), famoso capitán mercenario, luchó del lado francés contra tropas papales, italianas y españolas y también del lado papal y español contra los franceses. Maquiavelo fue testigo de las conversaciones entre Cosme y Fabrizio, donde éste último siempre le pedía consejos para las batallas. 

Pasó que en esas conversaciones se encontraban:

  • Zanobi Boundelmonti
  • Bautista de la Palla
  • Luis Alamanni
Jóvenes todos y aficionados a los mismos estudios que Kucellai. Sus excelentes dotes no necesitan elogio, porque todos los días y a todas horas las ponen de manifiesto. Fabrizio fue honrado con las mayores distinciones que, dada la época y el sitio, se le podían conceder.

Sentados en el pasto de su jardín, comienzan a conversar sobre el arte de la guerra. 

La imitación a los antiguos

Fabricio asegura que son los antiguos aquellos que hicieron grandes cosas, en contraste a los tiempos de hoy. Cosme le pide por favor que le enseñe cuáles eran aquellas cosas que había de imitar a los antiguos. 

Nos dice Fabricio: En honrar y premiar la virtud, no despreciar la pobreza, estimar el régimen y la disciplina militares, obligar a los ciudadanos a amarse unos a otros, y a no vivir divididos en sectas;’ preferir los asuntos públicos a los intereses privados, y en otras cosas semejantes que son compatibles con los actuales tiempos.

Sin embargo, Cosme le objeta a Fabricio que si bien los antiguos tienen buenos antecedentes y los actuales malos, porqué él no ha hecho lo que hacen los antiguos. Fabricio responde que para él aún no ha llegado la ocasión oportuna de ejecutar aquello que los antiguos hacían con tan sensatez. Cosme se muestra un poco incrédulo ante su respuesta pero le da la oportunidad para explicarse. 

Fabricio dice que la guerra es una arte que no se puede vivir, como particular, honradamente, y que corresponde ejercitarlo a las repúblicas y los reinos. No es propio de un hombre realizar la guerra de forma privada, al contrario esta se debe hacer de forma pública. De hecho, cuando el hombre piensa privadamente, es ahí donde ocurre la rapiña, la revuelta y la conspiración.

No obstante, hay hombres que solo viven de la guerra y no puede vivir en paz, de hecho, impiden la paz. En su propias palabras:

''La guerra hace al ladrón, y la paz lo ahorca''

Porque los que no saben vivir de otro modo, ni encuentran quien los mantenga, ni tienen la virtud de acomodarse a vida pobre, pero honrada, acuden por necesidad a robar en los caminos, y la justicia se ve obligada a ahorcarlos.

Con este razonamiento, Cosme queda algo confuso y no sabría explicar de dónde procede la gloria de César, Pompeyo, Escipión, Marcelo, y tantos otros capitanes romanos a quienes la fama celebra como dioses, pues con la explicación de Fabrizio, pareciera ser que los soldados son miserables. Fabrizio aclara que el hombre de bien no puede tener el ejercicio de las armas como oficio, y otra, que en una república o un reino bien organizado no se permite a los ciudadanos o súbditos militar por su cuenta. Pero de todas formas, Fabricio dice que en el caso de César y Pompeyo y todos los capitanes romanos posteriores a las guerras púnicas lograron fama de valientes, pero no de buenos, y los anteriores a ellos la conquistaron de valientes y de buenos, por cuanto éstos no ejercieron la guerra como su única profesión, y aquéllos sí.

Gobiernos

Fabrizio dice que los que tienen buen régimen no dan poder absoluto al rey, sino en el mando de los ejércitos, único caso en que son precisas las determinaciones rápidas y la unidad de acción. En los demás nada puede hacer, sino aconsejado, y los que le aconsejan temerán que tenga a su lado quien en tiempo de paz desee la guerra, por no poder vivir sin ella. El nervio de los ejércitos es indudablemente la infantería, y si el rey no la organiza de modo que en tiempo de paz vuelvan los soldados contentos a sus casas y a sus ordinarias ocupaciones, necesariamente está perdido, pues la infantería más peligrosa es la formada por gente cuyo oficio es la guerra.

Los romanos, mientras fueron buenos y sabios nunca consintieron que los ciudadanos tuvieran por única ocupación el ejercicio de las armas, no porque no pudiesen mantenerlos en todo tiempo, pues casi constantemente tenían guerras, sino por evitar el daño que pudiera causar el oficio de soldado.

Milicia ciudadana

Mantener a los hombres de arma con sueldos en tiempos de paz es muy difícil y hasta en ciertos casos dañino. Tienen por oficio la guerra, y si fueran en gran número en los Estados que los conservan, causarían grandes perturbaciones; pero siendo pocos e imposibilitados de formar ejército ellos solos, les es casi imposible causar perjuicios graves. No obstante, los han producido algunas veces, como ya lo dije hablando de Francisco Sforza, de su padre, y de Bracio de Pcrusa. Por tanto, la costumbre de mantener hombres de armas Fabrizio no la aprueba, por ser perniciosa y poder ocasionar grandes inconvenientes.

¿Cómo mantener entonces a estos soldados que son tan necesarios para el Estado? Fabrizio responde con una milicia ciudadana semejante a la de los antiguos, que organizaban la caballería con súbditos suyos, y, hecha la paz, enviaban a los soldados a sus casas, a ocuparse en sus oficios, según explicaré detenidamente más adelante. Si ahora esta parle del ejército tiene por oficio la milicia aun en tiempo de paz, es por efecto de la corrupción de las instituciones militares.

El fin de una guerra

Básicamente es para ganar las tierras y riquezas del enemigo. Para conseguir esto, es preciso organizar un ejército; y para crear un ejército se necesita encontrar hombres, armarlos, ordenarlos, adiestrarlos, ejercitarlos en grandes y pequeñas agrupaciones, saberlos acampar y enseñarles a resistir al enemigo a pie firme o caminando. Todo esto constituye el arte de la guerra campal, que es la más necesaria y la más honrosa. A quien sepa vencer al enemigo en una batalla, se le perdonarán los demás errores que cometa en la dirección de la campaña; pero quien no sepa hacerlo, aunque en todo lo demás del ejercicio de las armas sea excelente, no terminará una guerra con honor. Una batalla ganada borra todas las malas operaciones que hayas hecho, y si la pierdes, es inútil todo lo realizado antes de darla.

La elección (no reclutamiento queriendo poner énfasis al lenguaje antiguo) debe ser de hombres de comarcas templadas para que tengan valor y prudencia, porque las cálidas los producen prudentes, pero no valerosos, y las frías, animosos, pero imprudentes. La regla de fácil aplicación consiste en que las repúblicas o los reinos saquen los soldados de su propio país, sea cálido, frío o templado, porque ejemplos antiquísimos demuestran que en todas partes el ejercicio hace buenos soldados y, donde la naturaleza no los produce, los forma el trabajo, que, para esto, vale más que la naturaleza.

¿Quienes son los que siempre se alistan? no son súbditos; lejos de ser los mejores, suelen ser los peores de cada provincia, pues los más escandalosos, vagos, desenfrenados, irreligiosos, desobedientes a sus padres, blasfemos, jugadores y llenos de toda clase de vicios, son los que quieren dedicarse al oficio de soldado, y las costumbres de tales hombres no pueden ser más dañosas a una verdadera y buena milicia.

Muchas veces sucede que los alistados no son tantos como se necesitan, y el príncipe se ve obligado a tomarlos todos, en cuyo caso no hay elección posible; lo que haces es asoldar infantería. De esta mala manera se organizan los ejércitos en Italia y en otras partes, excepto en Alemania, porque el alistamiento no se hace por obediencia al príncipe, sino por voluntad del que quiere servir en la milicia. Júzguese si es posible establecer la antigua disciplina en ejércitos formados de esta manera y con tales hombres.

Para organizar un ejército donde no lo haya, es preciso reclutar a todos los hombres aptos y en edad para ser soldados, a fin de poderlos instruir como diré más adelante; pero haciendo la elección donde hay ya ejército organizado, y sólo para el reemplazo, los tomaría de diez y siete años, pues los de mayor edad estarán ya reclutados.

El caso de los florentinos

Cosme le menciona que los florentinos, su ejército, se considera uno de los más débiles. Esto se debe a que la opinión general y los desastres que se han ocasionado en Florencia con respecto a los ejércitos. Se dice que en sus ejércitos, los soldados, como son propios, son menos libres y además son menores de edad. 

Sin embargo, Fabrizio no está de acuerdo. El mismo nos dice que en cuanto a la inutilidad, aseguro que no hay milicia más útil que la propia, y no se puede organizar milicia propia sino del modo que he referido. Respecto a la fuerza, hay que tener en cuenta que los llamados por orden del príncipe a empuñar las armas, no van al servicio, ni completamente obligados, ni por su espontánea voluntad, porque esto último tendría los inconvenientes, ya expresados, de haber elección ni el número suficiente de voluntarios. Por otra parte, como el empleo de excesiva fuerza para el reclutamiento produciría muy mal resultado, se debe adoptar un término medio entre la violencia y la libertad, y que el recluta acuda a las filas por obediencia a las órdenes del soberano, y porque lema más su indignación que los trabajos de la vida militar. De esta suerte resultará una mezcla de fuerza y voluntad que no ha de tener las malas consecuencias del descontento.

Esto no quiere decir que el ejército sea invencible, pero sí será un ejército mejor preparado. 

Cuidado en la elección

Cosme vuelve al tema de la elección y claro, se debe tener un cuidado especial en esto. Fabrizio recomienda que se elija a los que presente más utilidad como por ejemplo, los campesinos, habituados a los trabajos de la tierra, son los mejores por ser la ocupación que más se adapta a las faenas del ejército. Después conviene tener bastantes herreros, carpinteros, herradores y canteros, porque en muchas circunstancias necesita el ejército operarios de estos oficios, y los soldados que los prestan son, por tanto, de doble aprovechamiento.

Organización de las tropas

Como no es posible saber con certeza absoluta todo sobre los elegidos, entonces se tendrá que analizar por conjeturas, que se forman atendiendo a la edad, el oficio y la constitución física del recluta.

Dicen los que han escrito de esta materia que conviene tengan los ojos vivos y animados, el cuello nervioso, el pecho ancho, los brazos musculosos, los dedos largos, poco vientre, las caderas robustas, piernas y pies delgados, condiciones todas que hacen a los hombres ágiles y fuertes, las dos principales cualidades de un soldado. Se cuidará especialmente de que sus costumbres sean honradas; de lo contrario, lo que se elige es un instrumento de escándalo y un principio de corrupción. No habrá quien crea que un hombre disoluto y embrutecido por los vicios es capaz de alguna virtud laudable.

Los cónsules, encargados de todo lo concerniente a la guerra, queriendo organizar los ejércitos, al empezar a desempeñar su cargo (porque era costumbre que cada uno de ellos tuviera dos legiones formadas exclusivamente de romanos, que eran el nervio de sus tropas) nombraban veinticuatro tribunos militares, adjudicando seis a cada legión, los cuales hacían en ella el oficio de los que hoy llamamos condestables. Reunían después a todos los ciudadanos romanos aptos para llevar las armas, y colocaban separadamente los tribunos de cada legión. En seguida se sorteaban las tribus para determinar en cuál debía empezar la elección; en ella escogían cuatro de los mejores, uno por el tribuno de la primera legión; de los tres restantes, otro por el tribuno de la segunda; de los dos que quedaban, otro por el tribuno de la tercera, y el último correspondía a la cuarta legión.

Después se escogían otros cuatro, el primero por el tribuno de la segunda legión, el segundo por el de la tercera, el tercero por el de la cuarta, y el cuarto iba a la legión primera. Después se escogían otros cuatro, el primero para la legión tercera, el segundo para la cuarta, el tercero para la primera, y el cuarto para la segunda. Así continuaba la elección hasta completar las legiones.

Número de milicias

En cuanto al número de milicias, Fabrizio nos dice que en ninguna parte se formará buena milicia si no es muy numerosa. Argumenta que primer lugar, no por elegir pocos donde la población es numerosa, como en Toscana, la elección es más selecta y mejores los escogidos, porque si a ella se aplica la experiencia, se tropezará con que es aplicable a muy pocos, por ser pocos los que han estado en la guerra y poquísimos los que en ella han tenido ocasión de probar su valor, por el cual merecieran ser elegidos con preferencia a los demás; de suerte que quien elige tiene que prescindir de la experiencia y fiarse de las conjeturas. 

En este caso hay que ver a qué regla atenerse, si se presentan veinte jóvenes de buena presencia, para escoger a unos y desechar a otros. Todo el mundo convendrá en que lo menos expuesto a equivocaciones, ya que no cabe elegir entre ellos, es armar y ejercitar a los veinte, reservándose preferir a los de más ingenio y valor cuando la práctica de los ejercicios lo demuestre. De modo que, bien mirado, es un error reclutar pocos por tenerlos mejores.

En primer lugar, este número de infantes no basta para formar un buen ejército, y la paga es un gasto insoportable para un Estado. Además, resultaría insuficiente para tener a los soldados contentos y obligados a servir en todo caso; de modo que, haciendo esto, se gastaría demasiado, se tendría poca fuerza armada y nunca la necesaria para defenderos o para realizar alguna empresa. Si se aumenta el sueldo o la milicia, mayor será la imposibilidad de pagarla; y si se disminuye la paga o se reduce el número de hombres, mayor el descontento de éstos y su inutilidad. Por tanto, los que defienden una milicia nacional pagada en tiempo de paz y cuando los milicianos están en sus casas, defienden una cosa inútil e imposible. La paga es indispensable cuando se les lleva a la guerra. En suma, si la organización de la milicia nacional produce algunas molestias en tiempo de paz, lo que creo, en cambio ocasiona todos los bienes consiguientes a una fuerza bien ordenada en un Estado, sin la cual no hay seguridad para ninguna cosa.

Se debe tener sumo cuidado con una milicia poco numerosa. Cada día disminuirá, por la multitud de impedimentos con que tropiezan los hombres, el número de los alistados, de suerte que el de milicianos quedará reducido a casi ninguno. En cambio, si la milicia es numerosa, podéis a vuestra elección valeros de pocos o de muchos, y debiendo serviros como fuerza efectiva y como reputación, mayor será una y otra cuantos más milicianos haya. Añádese a esto que, siendo el objeto de la milicia tener a los hombres ejercitados, si los alistados son pocos y el país extenso, distan tanto unos de otros, que no pueden, sin grandes molestias y perjuicio, reunirse para los ejercicios y, sin los ejercicios, la milicia es inútil, como oportunamente probaré.

Sin embargo, Cosme le dice a Maquiavelo que una armada muy numerosa puede causar estragos en la ciudad, pero Fabrizio nos asegura que es una visión equivocada. Los ciudadanos armados pueden causar desórdenes de dos modos: 
  1. Promoviéndolos entre sí
  2. Contra los desarmados. 
Ambas cosas se evitan fácilmente, cuando la misma milicia no las remedia, como sucede respecto a las perturbaciones en su seno; y sostengo que el dar armas y jefes al pueblo no fomenta, sino impide los desórdenes. Si el país donde ha de ordenarse la milicia es tan poco belicoso que carece de hombres acostumbrados al manejo de las armas y tan unido que no hay en él jefes ni bandos, la milicia lo hará más fuerte contra los extranjeros, pero no creará la desunión, porque en los pueblos bien regidos, los hombres respetan las leyes, lo mismo armados que desarmados. Jamás ocasionan perturbaciones si no las producen los jefes que les dais, y ya diré los medios de evitar este peligro.


Conclusión

Es increíble la practicidad con la que Maquiavelo nos cuenta como debe tenerse una buena milicia. En efecto, este texto debe acompañarse de las lecturas tanto de ''El Príncipe'' como de ''Discursos sobre la primera década de Tito Livio'', pues de otro modo no se podrá comprender las ideas filosóficas, subyacentes a este texto tan práctico. Nos esperan seis libros más de este interesante texto. 


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