domingo, 20 de abril de 2025

Jean Bodin - Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas (Libro V)

El Libro V del Colloquium heptaplomeres de Jean Bodin inicia con una puesta en escena dramática que no solo conmociona por su contenido —el asesinato de Mustafá a manos de su padre, el sultán Solimán—, sino que introduce de inmediato una meditación filosófica y teológica sobre la verdad, el poder, la percepción y la fe. A partir de este punto, los interlocutores despliegan una de las discusiones más densas y fascinantes del diálogo: una confrontación sin concesiones entre judíos, cristianos, musulmanes, escépticos y racionalistas sobre la autenticidad de los textos sagrados, la divinidad de Cristo, la legitimidad de las religiones reveladas y la posibilidad de una religión natural fundada en la razón y la sinceridad del corazón. Con agudeza, ironía y erudición, Bodin nos presenta un verdadero juicio sobre las religiones del mundo.

Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas

LIBRO V

Este primer momento del libro V comienza con la continuación de una escena anterior: la lectura de la tragedia de Octavius. En ella se narra un hecho histórico trágico, el asesinato del príncipe Mustafá, hijo mayor del sultán otomano Solimán el Magnífico. El relato es crudo: el asesinato ocurre en su cama por orden del padre, y su cuerpo es expuesto ante el ejército reunido en Brusa. El heraldo, proclamando que debe haber "un único comandante supremo en el cielo y en la tierra", justifica el crimen en nombre de la unidad del poder. Esta proclamación remite tanto a la idea teocrática del poder político como al peligro de las disputas sucesorias.

En este segundo momento, Coronaeus interrumpe la lectura para presentar un ejercicio filosófico práctico en forma de juego: mezcla manzanas reales con otras artificiales hechas de tal manera que incluso los más atentos no pueden distinguirlas. Fridericus, al morder una falsa, admite su engaño. Coronaeus aprovecha para plantear una reflexión epistemológica: si los sentidos, particularmente la vista, pueden ser tan fácilmente engañados por objetos triviales, ¿cómo puede aspirar la mente a alcanzar la verdad en los asuntos profundos si se basa en ellos?

Esto da pie a una conversación filosófica entre los personajes. Senamus recuerda a Aristóteles, quien decía que no son los sentidos los que se equivocan, sino la mente que interpreta. Pero Toralba interviene para decir que ni Aristóteles ni los escépticos (los Académicos) tienen toda la razón: unos creen que los sentidos nunca se equivocan, y los otros que siempre se equivocan. Él piensa que la verdad está en un punto medio.

Curtius, viendo aún las manzanas falsas, comenta que el arte parece igualar a la naturaleza, pero Salomon responde que no, que el arte es como una chispa humana, mientras que la naturaleza es una chispa divina. Incluso si el arte puede engañar al ojo humano, no puede engañar a los animales, como en la famosa historia del rey Salomón y la reina de Saba, donde solo las abejas pudieron distinguir la flor verdadera.

Fridericus, algo molesto por haber sido engañado, desea que aquellos que fingen lo falso y ocultan lo verdadero queden al descubierto. Pero Coronaeus lo detiene: solo Dios tiene el poder de ver los pensamientos ocultos. Si todos pudieran ver lo que otros piensan, los malvados aprovecharían para dañar a los justos, y la justicia perdería su sentido. Pone el ejemplo de Momus, el personaje mitológico que criticó a los dioses por no poner ventanas en el pecho humano, como símbolo de la excesiva exigencia.

La conversación se dirige entonces a un tema más teológico: ¿puede un hombre justo profesar públicamente una religión y creer otra en privado? Senamus clasifica a las personas en diez tipos según cómo se relacionan con la religión. Algunos adoran a Dios sinceramente sin temor; otros lo adoran en privado, aunque se inclinan ante ídolos por miedo; otros lo hacen por costumbre, ignorancia, o simple hipocresía. Incluso hay quienes, como los ateos y blasfemos, ridiculizan toda religión.

Octavius defiende la idea de que alguien puede adorar verdaderamente a Dios en su corazón aunque por miedo se postre ante falsos dioses, recordando la carta de Jeremías a los exiliados en Babilonia. Pero Curtius no está de acuerdo. Para él, no se puede separar cuerpo y alma en el culto; si se cree con el corazón, también hay que confesar con la boca. Cita a un apóstol y a Tertuliano para reforzar la idea de que ocultar la fe equivale a negarla.

Octavius, figura central del argumento, sostiene una postura pragmática: según él, hay circunstancias —como la persecución, la tortura o el exilio— en las que una persona puede simular externamente una religión falsa, siempre que conserve su fidelidad interior al Dios verdadero. Apoya su postura con ejemplos bíblicos como el de Naaman, quien acompañaba a su rey a templos paganos, pero mantenía su devoción a Dios en privado, y aun así fue aprobado por el profeta Eliseo.

Curtius, en cambio, defiende una ética más rígida y coherente: considera que quien se postra ante ídolos, aunque diga adorar a Dios en secreto, está dando un mal ejemplo público y deshonrando la fe. Para él, no hay excusa válida para traicionar visiblemente la verdad, ni siquiera el miedo. La cita de la Escritura que usa —“quien me niegue delante de los hombres, yo le negaré delante de mi Padre”— subraya su perspectiva de que el testimonio externo de fe es inseparable del compromiso interno.

Fridericus refuerza este argumento al señalar que incluso si alguien mantiene su fe interior intacta, su comportamiento externo puede llevar a otros a error y alejar a los ignorantes del camino de Dios.

Por otro lado, Coronaeus introduce una idea intermedia: aunque reconoce los peligros del fingimiento religioso, considera que la superstición —es decir, el error religioso sinceramente vivido— es preferible al ateísmo absoluto. El supersticioso, al menos, tiene temor reverente; el ateo, en cambio, no reconoce límite moral alguno.

Salomon introduce una distinción fundamental: según él, es peor degradar la adoración del Dios verdadero al mezclarla con cultos a criaturas (ídolos, santos, estatuas), que simplemente negarlo por completo, como haría un ateo. Su razonamiento se basa en una lógica relacional: un siervo fugitivo o un soldado desertor pecan menos que quien, conociendo a su señor o comandante, lo insulta sirviendo a otro. En este sentido, la idolatría consciente sería una forma más grave de ofensa que la ignorancia total, pues implica conocimiento y desprecio.

Octavius está de acuerdo, pero añade un matiz: aquellos que, aunque adoran estatuas o elementos creados, lo hacen sinceramente, creyendo que están rindiendo culto al Dios verdadero —tal como fueron enseñados por sacerdotes o líderes religiosos— pueden ser excusados. El error sincero no debería castigarse como la hipocresía deliberada. Trae como ejemplo a los antiguos samaritanos que combinaban el culto al Dios de Israel con sus divinidades tradicionales, actuando por formación y costumbre, no por desprecio.

Fridericus responde recordando que Cristo mismo habló con severidad sobre quienes, conociendo la verdad, no la siguen. Según él, incluso si se actúa por ignorancia, se peca, aunque el castigo puede ser menor. Pero quien ha tenido la oportunidad de conocer la verdad y no la sigue —por ejemplo, adorando “estatuas y huesos podridos” junto con Dios—, comete una falta grave.

Senamus introduce una visión moderada, declarando que quienes son sinceramente engañados por sus sacerdotes, y rinden culto a objetos o reliquias creyendo que así veneran a Dios, son disculpables. Toralba, sin embargo, establece una diferencia: quienes no tienen educación ni acceso al conocimiento pueden errar legítimamente, pero los sabios, o los que han estudiado la naturaleza y la razón, no tienen excusa para no reconocer al Dios único y verdadero. Aquí se retoma la idea paulina de que la creación misma revela a Dios (cf. Romanos 1:19-20).

Salomon concluye que aunque la razón natural puede guiar al hombre hacia la verdad, es necesaria la inspiración divina para alcanzar el verdadero conocimiento de Dios. Incluso los más sabios pueden errar si no reciben esta luz sobrenatural. Así, se cierra el círculo del debate: el error se puede excusar si es involuntario y sincero, pero la obstinación o el desprecio consciente del Dios verdadero constituyen la ofensa más grave.

Gracia de Dios y Aristóteles

Toralba inicia destacando los límites de la razón natural sin la asistencia de la "luz divina", poniendo como ejemplo a Aristóteles, cuya sabiduría filosófica fue incapaz de alcanzar una comprensión profunda de Dios. En contraste, defiende que Platón, por su búsqueda sincera y reverente, alcanzó una comprensión más elevada de lo divino, gracias a la iluminación divina. Esto lo lleva a sostener que la auténtica contemplación, en cuanto reconocimiento y amor a Dios, culmina en el gozo supremo del alma: el disfrute del Creador.

Salomon complementa esta visión afirmando que los profetas y justos del Antiguo Testamento (como Moisés, Isaías o Ezequiel) accedieron a ese gozo supremo a través de visiones o inspiración directa, aunque pocos pudieron experimentarlo plenamente en vida. También señala que el conocimiento de Dios debe conducir al culto, el culto al amor, y el amor al gozo; este gozo es la cumbre de la experiencia espiritual.

Senamus, en cambio, plantea una objeción desde Aristóteles: si la felicidad del ser humano está en la acción virtuosa, entonces ¿quién puede alcanzar la felicidad mientras duerme o sufre? Pero Toralba responde que Aristóteles confundió el fin del hombre (servir a la gloria de Dios) con su bien supremo, que no se encuentra ni en la acción ni en la contemplación puramente filosófica, sino en el goce de Dios mismo. Así, distingue entre el fin (servir a Dios) y el sumo bien (disfrutar de Dios), y afirma que solo en la unión con el Creador se encuentra la verdadera felicidad.

Octavius aporta que Mahoma, al igual que Moisés, intentó restaurar la ley natural y la adoración del único Dios verdadero frente a la decadencia religiosa. Mientras tanto, Fridericus y Curtius vuelven a poner a Cristo como el intérprete supremo de la ley divina, reafirmando su fe cristiana —aunque divergen en cuestiones confesionales específicas (como la confesión o la Eucaristía).

Finalmente, Coronaeus defiende la solidez y antigüedad de la Iglesia católica romana, invocando su continuidad histórica y el testimonio de mártires y padres de la Iglesia. Pero Senamus, con una postura universalista, afirma que todas las religiones sinceras —incluyendo las gentiles, la mosaica, la cristiana y la musulmana— no son desagradables a Dios si se practican con pureza de corazón. Incluso dice haber visitado todos los templos para no parecer ateo y fomentar el respeto por lo divino. Concluye que los pueblos más religiosos, sin importar la superstición que practiquen, son los más bendecidos por Dios, mientras que aquellos que abandonan la religión —incluso la falsa— son castigados con guerras, enfermedades o ruina.

Religión natural

Toralba reaviva el debate central sobre la universalidad de la religión natural. Sostiene que si esta es verdaderamente la religión verdadera —como incluso Salomon y Octavius han reconocido— entonces no hay necesidad de intermediarios humanos o revelaciones posteriores como Cristo, Mahoma o los dioses paganos. Para demostrarlo, cita el ejemplo paradigmático de Job, quien, sin haber conocido la ley mosaica ni ninguna revelación cristiana o islámica, adoró a Dios con una pureza y justicia inigualables. Según Toralba, Job representa el modelo supremo de la piedad natural, fundada no en libros sagrados sino en la ley escrita en el corazón humano.

Fridericus, aunque reconoce la autoridad del libro de Job, objeta que, si Toralba valora tanto ese texto, está empleando indirectamente la misma autoridad que critica, y por tanto no puede separarse por completo del marco de los teólogos.

Toralba responde que, aunque aprecia los textos santos por su valor moral y alegórico, su confianza no está basada en su autoridad sino en la razón. Argumenta que la fe debe ser racionalmente defendida —incluso contra los escépticos epicúreos— no con la autoridad de la Escritura sino con hechos, causas y razones.

Curtius apela a una visión más devota y propone que, en temas divinos, la demostración no basta: se requiere la fe. Cita a San Lucas: “Señor, aumenta mi fe”.

Salomon adopta una posición intermedia: reconoce que la fe auténtica nace por medio de la voz profética, más segura que cualquier conocimiento humano. En ausencia de profecía directa, cree que debemos remitirnos a los antiguos profetas y a la autoridad de la iglesia verdadera que preserva esas enseñanzas.

A continuación, Octavius señala que los musulmanes rechazan el Evangelio por considerarlo corrompido, mientras que los cristianos afirman su autenticidad. Fridericus utiliza entonces el propio Corán para argumentar en contra de los musulmanes: en ciertas azoras, Mahoma reconoce la autoridad previa del Antiguo y Nuevo Testamento, lo cual debilita el rechazo islámico de las Escrituras cristianas.

Salomon insiste en que, frente a las dudas, deben mantenerse los escritos antiguos y la tradición de la iglesia verdadera como testimonio permanente de la revelación divina, incluso si los textos llegaran a desaparecer. La permanencia de la Ley de Moisés a través de siglos de exilio, persecución y ruina nacional, según él, da testimonio del poder providencial que la preserva.

Fridericus, retomando una perspectiva cristiana tradicional, afirma que la Iglesia, antes entre los judíos, fue transferida a los cristianos después de que los judíos rechazaran al Mesías. A su juicio, esta transferencia es legítima y necesaria, mientras que los ruegos de los judíos son vistos como dañinos por la dureza de corazón que mostraron.

Salomon, sin confrontar directamente, insiste en que los judíos desean sinceramente la salvación de las naciones y oran por ella.

Fridericus, cortante, responde que la oración judía no es bienvenida, y cita al profeta Isaías como prueba de que el plan divino se extiende más allá de Israel, incorporando a otras naciones como Egipto y Asiria, y eligiendo de entre ellas a nuevos levitas y sacerdotes para proclamar su nombre.

Salomon sostiene con firmeza que, a pesar de las persecuciones y calamidades sufridas, Dios nunca ha olvidado a Israel, su herencia, su pueblo escogido y su “primogénito”. Recurre a múltiples pasajes bíblicos —como Jeremías, Éxodo, y Deuteronomio— para demostrar que la alianza con el pueblo de Israel es eterna, incluso si este ha sido castigado por sus pecados. También recuerda los testimonios de autores no judíos como Tácito, quien elogia la fe monoteísta de los hebreos y su rechazo a la idolatría.

Fridericus, sin embargo, sostiene que el rechazo del pueblo judío a Cristo, a quien considera el Mesías y Dios hecho hombre, es la causa de su dispersión y de las desgracias históricas que han sufrido. Cita como evidencia la destrucción del templo en el año 70 d.C. y el exilio posterior, interpretándolo como castigo divino por haber dado muerte a Cristo. Salomon, por su parte, contraargumenta que tales calamidades ya habían ocurrido antes —como las invasiones de los caldeos y las masacres bajo reyes como Antíoco Epífanes y Ptolomeo— y que, por lo tanto, el sufrimiento no puede considerarse prueba suficiente para invalidar una religión.

Curtius interviene planteando que si la religión judía fuera la verdadera, no se entendería por qué tantos de sus propios miembros, incluidos los apóstoles y primeros obispos, abrazaron el cristianismo. Salomon responde que, dado el nivel de marginación y pobreza que han soportado los judíos, sorprende más bien que no hayan sido más los que desertaran de su fe. Y admite que los castigos que han recibido fueron consecuencia de haberse apartado de Dios, aunque niega que hayan sido por rechazar a Cristo como Mesías.

El tema del sufrimiento es entonces reinterpretado por Salomon como señal del vínculo especial que Dios mantiene con su pueblo. Aludiendo al profeta Amos y a Balaam, señala que Dios castiga más severamente a Israel precisamente porque lo eligió y lo ama con un celo exclusivo. Esta elección divina, afirma, se traduce en que los israelitas están exentos de la influencia de los astros y de la astrología —a diferencia de las otras naciones— pues tienen a Dios mismo como guía directo de sus destinos. Termina su intervención recitando un poema donde narra, en un estilo elevado y heroico, los momentos en que ha sido salvado por la intervención divina frente a peligros y enemigos, resaltando el carácter providencial de la protección otorgada por Dios a su pueblo.

Coronaeus, impresionado por la elocuencia del poema, reflexiona que, si los favores divinos han sido tan grandes, es lógico que los castigos también lo sean cuando se incumple la alianza. Así, cierra el pasaje con la noción de reciprocidad entre la elección especial de Israel y la severidad de sus pruebas.

Salomon sostiene una visión profundamente teológica y nacional sobre el sufrimiento de Israel. Afirma que cada vez que los judíos pecan, son castigados inmediatamente por Dios, y ese castigo —que incluso afecta a los sacerdotes, ropas y casas, como ocurre con la lepra— es una muestra del amor de Dios hacia ellos. Citando las Escrituras, defiende que los sufrimientos, las dispersiones, los exilios y la falta de una patria no son señales de rechazo, sino signos de su especial elección como “pueblo sacerdotal” y “herencia de Dios”. Israel, sostiene, fue diseminado entre las naciones para servir como instrumento de purificación espiritual del mundo, instruyendo a los pueblos sobre la unicidad divina y ayudando así a acabar con la idolatría. Incluso cuando el Templo fue destruido, explica Salomon, los sacrificios allí realizados —como los setenta animales por las setenta naciones— eran expiatorios para toda la humanidad. Israel, sin tierra, como los levitas, es llamado “santo” no por castigo, sino por designio divino.

Curtius, sin embargo, pone en duda que el pueblo judío pueda ser considerado la verdadera Iglesia de Dios, pues acusa a los judíos de haber matado a los profetas, a los apóstoles y a Cristo mismo, y de haber rechazado su enseñanza. Desde su visión cristiana, la verdadera Iglesia es la de los “elegidos”, fundada sobre la fe en Cristo, y como tal es invisible —una comunidad espiritual conocida sólo por Dios—. Los que niegan esa fe se excluyen a sí mismos de esa Iglesia, incluyendo a los judíos, paganos y musulmanes.

Salomon, en respuesta, defiende que el término “Iglesia” (qahal o ekklesía) se aplica también visiblemente al pueblo de Israel, y que no puede aceptarse una iglesia “invisible” si no hay una comunidad real que guarde la alianza. Si otros pueblos desean unirse a esa alianza —como los moabitas o idumeos en tiempos antiguos— pueden ser incluidos, pero aquellos que rechazan al Creador y adoran criaturas quedan excluidos.

Octavius introduce aquí un argumento provocador, afirmando que la verdadera Iglesia podría ser la de los ismaelitas (musulmanes), por varias razones: su inmensa expansión territorial y demográfica, su culto exclusivo a Dios, su rechazo absoluto de ídolos, su claridad doctrinal y su origen en Abraham. Con esto plantea un modelo de pureza monoteísta que incluso supera, en su opinión, a las religiones judaica y cristiana, confundidas por imágenes, disputas y supersticiones.

Coronaeus objeta esa afirmación y recuerda que si se usara el criterio de cantidad o expansión, entonces la “Iglesia de Satanás” también sería legítima. Apela a la tradición cristiana como fundada por Cristo, continuada por los apóstoles y sostenida por siglos de mártires y teólogos, con una línea ininterrumpida hasta la Iglesia de Roma. Incluso, asegura que Lutero admitía esto.

Fridericus interviene y plantea que entre las cuatro grandes religiones —judaísmo, cristianismo, islam y paganismo— solo una puede ser verdadera, y que la más absurda de todas es el paganismo. El islam, por su parte, es desechado como “demasiado tonto para refutarse”. Por tanto, el verdadero debate, afirma, es con el judaísmo, por su antigüedad y por el valor que le otorga a sus textos.

El Mesías

Fridericus desafía entonces a Salomon: si se pudiera probar que Cristo es Dios y Mesías, ¿aceptaría el judaísmo la verdad del cristianismo? Salomon responde que sí, pero que eso aún está por probarse. Fridericus insiste en que es algo sencillo de demostrar, y para ello comienza preguntando si el Mesías aún debe venir, a lo que Salomon responde que sí. Aquí, Fridericus acusa a los rabinos de haber introducido de forma estratégica una cláusula en su credo sobre la venida futura del Mesías, para evitar que se reconozca a Jesús como tal. También recuerda varios falsos mesías —como Barcochab y otros— que han decepcionado a los judíos.

Menciona a varios judíos convertidos al cristianismo, como Emmanuel Tremellius, Isaac de Colonia y Paul de Burgos, para mostrar que incluso entre los sabios hebreos ha habido quienes han llegado a reconocer a Cristo como el verdadero Mesías y Dios encarnado.

Salomon realiza defensa del judaísmo frente a la acusación de haber abandonado la verdadera religión. Compara la apostasía de los que abandonan la ley divina con la traición de los antiguos israelitas al adorar el becerro de oro, momento en el que Dios le dice a Moisés: “Tu pueblo se ha apartado de mí”, en vez de “Mi pueblo”, como solía hacerlo. Esto, argumenta, prueba que quien se aparta de la adoración del Dios eterno queda excluido de Su Iglesia. Por tanto, para Salomon, los judíos que permanecen fieles a la ley y al monoteísmo estricto no pueden ser considerados apóstatas.

Curtius contraataca: si se acepta esa lógica, entonces los judíos también se han excluido a sí mismos de la verdadera Iglesia por haber rechazado a Cristo, a quien él presenta como Dios y salvador. Para él, la verdadera Iglesia nace con los apóstoles y discípulos de Cristo.

Salomon rechaza esta afirmación y acusa a los primeros teólogos cristianos de malinterpretar el hebreo, lo que, en su opinión, ha llevado a numerosos errores. Menciona el caso de San Justino Mártir, quien supuestamente no supo interpretar correctamente palabras hebreas como hosanna o hallelujah. Esto es parte de un argumento más amplio: los cristianos no entendieron adecuadamente el concepto de “Mesías” (Mashíaj), que en hebreo simplemente significa “ungido” y se aplica a reyes, sacerdotes y profetas. Cita pasajes de las Escrituras hebreas donde se utiliza esta palabra para referirse no solo al rey David, sino incluso a personas como Samuel, Jerubaal o Jephté. Así, sostiene que ha habido múltiples Mesías a lo largo de la historia, y que no existe fundamento textual para decir que debe haber uno solo.

Más aún, Salomon critica el cristianismo por sostener que el Mesías es Dios. Desde su punto de vista, eso es un error más grave que confundir al Mesías con un simple rey terreno. Para él, el Mesías será un líder humano, un redentor político, al estilo de Moisés o los Macabeos, destinado a reunir a los judíos en su tierra y restaurar su independencia. No espera una figura divina ni redentora universal, sino un conductor militar y espiritual del pueblo de Israel.

Curtius y Fridericus responden con firmeza. Curtius argumenta que es absurdo reducir el misterio mesiánico a un caudillo político; según él, esa comprensión nunca permitirá alcanzar la verdad divina, que solo es accesible por revelación. Fridericus refuerza este punto preguntando por qué entonces, si el Mesías es solo un hombre, algunos rabinos —como Moisés Hardusa— habrían equiparado el nombre del Mesías con el de Dios mismo, el inefable YHWH.

Salomon admite que hay interpretaciones dentro del judaísmo que entienden al Mesías como un “rey inmortal”, pero sigue rechazando su divinidad. Curtius pasa entonces a uno de los textos más debatidos en la tradición exegética judeocristiana: Génesis 49:10, donde Jacob profetiza que “el cetro no se apartará de Judá hasta que venga Shiloh”. Según él, Shiloh es un nombre oculto para el Mesías, lo que es confirmado —dice— por traducciones caldeas y rabínicas. Critica las múltiples interpretaciones que buscan evitar identificar a Shiloh con el Mesías, incluyendo la explicación de David Kimhi que vincula el término con la placenta o “el hijo de aquella”. Considera estas alternativas como esfuerzos desesperados por desviar el sentido mesiánico del pasaje.

Curtius acusa a los rabinos de manipular la Escritura para evitar admitir que Jesús fue ese Mesías prometido. Resalta que incluso el Talmud y los Targumes reconocen que Shiloh es un nombre mesiánico, y que otras interpretaciones son posteriores e inconsistentes con la historia. También señala que algunas figuras judías, como el rabino Salomón (Rashi), intentaron ubicar el reino mesiánico en Babilonia, una idea que considera absurda dadas las circunstancias geopolíticas de la época.

Este intercambio profundiza en las diferencias fundamentales entre judaísmo y cristianismo:

  • En el judaísmo rabínico, el Mesías es humano, no divino.

  • En el cristianismo, el Mesías es Jesús, Dios encarnado, redentor universal.

  • En ambos, el Mesías es esperado como agente escatológico, pero difieren radicalmente en su naturaleza, misión y momento de venida.

El núcleo del desacuerdo, como señala Salomon, está en asumir como probado que Jesús es Dios. Para él, sin esa prueba, toda la estructura teológica cristiana se tambalea. Por eso, la controversia no es solo filológica o histórica, sino teológica y ontológica: ¿quién es Jesús? ¿Un hombre sabio y mártir? ¿El hijo de Dios? ¿El Mesías?

Salomon responde que, si bien Jesús fue un personaje importante para muchos, las profecías citadas por los cristianos no pueden aplicarse a él. Argumenta que el último rey legítimo de la tribu de Judá fue Sedequías, y que después de él el poder estuvo en manos de los sacerdotes de la tribu de Leví, especialmente los macabeos. Menciona a Antígono, el último asmoneo, como el último ungido (Cristo) legítimo antes de la llegada de Herodes, que no era judío y fue impuesto por Roma. Dice que desde entonces, durante siglos, nadie de Judá tuvo el gobierno, lo cual contradiría la profecía del cetro de Judá, si esta se aplicara a Jesús. Añade que es absurdo pensar que Jesús sea el Mesías anunciado si ni siquiera vino durante el tiempo en que aún existía algún tipo de soberanía judía.

Curtius le reprocha que los judíos se aferran a interpretaciones oscuras y que incluso cuando los textos hebreos son claros, los tergiversan para oscurecer la verdad. Cita la profecía de Isaías sobre la virgen que dará a luz a un hijo llamado Emanuel, y cómo el evangelista Lucas la aplica a Jesús. Salomon responde que en hebreo se utiliza el término ha‘almah, que no significa virgen, sino joven mujer. Asegura que si Isaías hubiera querido referirse a una virgen, habría usado la palabra betulah, como se hace en otros pasajes bíblicos. Además, interpreta que Isaías está hablando de la esposa del rey Acaz, madre de Ezequías, y que el hijo predicho no era Jesús sino ese rey justo que vendría a liberar a Jerusalén de sus enemigos. Según Salomon, esa señal tuvo un cumplimiento inmediato en la historia, y no hay necesidad de buscar un cumplimiento futuro.

Coronaeus objeta que los títulos que Isaías aplica al niño (Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz) no pueden referirse a Ezequías. Salomon responde que el término “El” puede entenderse como “fuerte”, y que los epítetos indican cualidades reales, no divinas, propias de un rey justo. Fridericus insiste en que hay otras profecías más claras, como la de Jeremías donde se dice que el Mesías será llamado “YHWH nuestra justicia”, un nombre que no puede aplicarse a un mero humano. Salomon le contesta que esa frase también se utiliza para nombrar a Jerusalén y a altares, sin que eso implique que una ciudad o altar sean divinos. Según él, es una forma de hablar que exalta simbólicamente la acción de Dios.

Cuando Curtius cita el Salmo 110 (“Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha”), Salomon niega que sea un salmo de David, apoyándose en la tradición rabínica que identifica sólo 18 salmos como suyos. Además, argumenta que la expresión hebrea utilizada no refiere a Dios, sino a un señor humano. Por tanto, niega que el pasaje se refiera al Mesías. Fridericus y Curtius se irritan con lo que consideran una obstinación de los judíos por rechazar incluso los pasajes más claros. Finalmente, Curtius cita la expresión “el Señor dijo a mi Señor” como una confirmación de que el Mesías debía ser superior a David, pero Salomon responde que los cristianos aplican pasajes poéticos a Jesús sin justificación, como cuando citan “su voz ha salido por toda la tierra” refiriéndose a los apóstoles, cuando en realidad el salmo habla de los astros. También recuerda que el salmo que dice “lo hiciste un poco menor que los ángeles” no puede aplicarse a un ser divino.

Salomon argumenta que ciertas interpretaciones cristianas de los Salmos y los profetas se basan en traducciones erróneas o lecturas manipuladas del hebreo original. En el caso del Salmo que dice “lo hiciste un poco menor que los dioses/elohim”, sostiene que elohim debe entenderse como “ángeles”, tal como lo interpretaron los traductores caldeos y los Setenta. Del mismo modo, objeta la famosa cita del Salmo 22 “horadaron mis manos y mis pies”, diciendo que el texto hebreo habla de leones atacando (ka'ari), no de perforaciones, y que la versión cristiana cambió el sentido para ajustarla a la crucifixión.

Fridericus defiende la autoridad de los Setenta, argumentando que sus manuscritos eran más antiguos y menos corrompidos que los de los masoretas judíos. Pero Salomon responde que la tradición hebrea conservó meticulosamente el texto sagrado mediante un sistema riguroso de numeración de versos, capítulos, palabras, e incluso letras, desarrollado por los masoretas como Ben Asser y Ben Neftalí. Reivindica que los judíos conservaron el texto bíblico sin corrupción, y que sus traducciones caldeas —como las de Onkelos, Jonathan y la llamada Jerusalén— ayudan a interpretar pasajes ambiguos. Alega que los traductores griegos, aunque útiles, cometieron errores por la diferencia entre idiomas y por las lecturas que a veces se ajustaban a interpretaciones alegóricas.

Fridericus señala que Salomon no menciona el Nuevo Testamento, y que este debe prevalecer como una alianza nueva sobre la antigua, tal como en cualquier contrato. Salomon objeta que eso sólo sería válido si ambas alianzas procedieran del mismo autor, pero que el Nuevo Testamento contiene numerosas variantes y contradicciones. Cita a Epifanio y Tertuliano para mostrar que los primeros dos capítulos del Evangelio de Lucas no existían en la versión de Marción, discípulo de Juan, quien rechazó el texto como corrupto. Añade que los otros evangelistas tampoco mencionan el nacimiento virginal, la estrella, ni la visita de los magos, lo que parece extraño si realmente hubieran ocurrido. También sostiene que el capítulo 3 de Lucas inicia con una fórmula típica de introducción histórica, lo cual refuerza que los dos capítulos anteriores no pertenecen al autor original.

Octavius introduce la versión del Corán sobre la anunciación a María. Dice que Gabriel le anuncia a María el nacimiento de Jesús como enviado de Dios, hombre sabio y justo, no como Dios ni hijo de Dios. Repite que el Corán niega que Dios tenga hijo alguno. Según los musulmanes, Jesús es espíritu de Dios, pero no divino. Añade que nacimientos sin padre humano se creen también en otras culturas: entre los británicos (Merlín), los alemanes (Wechselkinder), y los pueblos indígenas del Caribe (Concoto).

Toralba, en tono conciliador, sostiene que el nacimiento virginal no debería ser tan problemático si se acepta la idea de seres que nacen sin padre —como peces o aves— o incluso casos históricos y mitológicos de fecundaciones sobrenaturales. Cita a filósofos como Anaximandro, Empédocles y Platón, que creían que los hombres surgieron del barro animado por fuego celestial, y a pensadores árabes como Avicena que sostenían ideas similares. Incluso menciona que autores antiguos creían en yeguas fecundadas por el viento. Por lo tanto, según él, no es tan inverosímil que María concibiera sin contacto con varón, si la causa es divina.

Senamus, sin embargo, objeta que la dificultad no es la concepción sin hombre, sino el parto sin romper el himen, algo que va contra el curso natural. Recuerda que Tertuliano dijo que María dio a luz según las leyes normales del cuerpo humano, cosa que los teólogos posteriores refutaron, porque si Cristo era Dios y hombre a la vez, debía nacer de modo sobrenatural.

Octavius reafirma la postura del islam: Jesús es un hombre extraordinario y profeta, pero no Dios ni hijo de Dios. El Corán lo honra como Ruh Allah (espíritu de Dios), pero niega su divinidad. Añade que los musulmanes creen que existen muchos nacimientos extraordinarios similares, y que incluso José, en su historia, hablaba de ángeles que se unían a mujeres y engendraban hijos violentos, como dice también el Libro de Enoc y otros textos judíos antiguos.

Salomon sostiene que si los ismaelitas (musulmanes) realmente reconocen que Jesús es el espíritu y la palabra de Dios, entonces no deberían negarle su divinidad. Sin embargo, Octavius aclara que los musulmanes consideran a Jesús superior a todos los profetas, incluso a Mahoma, pero no lo reconocen como Dios. Cita pasajes del Corán que presentan a Jesús como "luz", "verdad clara", y "camino recto", pero niegan que sea hijo de Dios, señalando que tales afirmaciones fueron añadidas por interpoladores al Evangelio.

Salomon refuerza esta objeción diciendo que el mismo Jesús, según el Evangelio, habría negado ser diferente de los demás hombres, al citar el Salmo "vosotros sois dioses", que Jesús usa para justificar su afirmación como Hijo de Dios. El argumento de Salomon es que esto muestra que el título "Hijo de Dios" no implicaba divinidad, sino una forma elevada de designar a los hombres justos o magistrados. Fridericus y Curtius, por su parte, sostienen que Jesús hablaba en parábolas y con doble sentido, y que a sus discípulos revelaba su verdadera condición divina, mientras que a los fariseos solo les daba respuestas que no les permitieran acusarlo directamente.

Salomon continúa con una crítica filológica: si Jesús no era hijo natural de José, las genealogías de Mateo y Lucas serían inútiles. Pero si lo era, entonces no habría nacido de una virgen. También señala contradicciones entre los evangelios: uno lo hace descendiente de Salomón, otro de Natán. Menciona incluso que Justino Mártir sugiere que José fue adoptado por Elí, y que Suidas afirma que Jesús fue elegido como sacerdote por su sabiduría y piedad. Fridericus responde que era común que descendientes de linajes reales empobrecidos trabajaran en oficios humildes, como lo hicieron Dionisio el Tirano o el hijo de Juba. Salomon insiste en que, aun así, no hay pruebas de que José fuera parte del linaje real ni que fuera costumbre elegir sacerdotes de la casa de David, cosa prohibida por la ley mosaica.

Curtius rebate que los nombres y genealogías bíblicas muchas veces cambian de forma, como ocurre con Azarías/Uzzías o Esdras/Nehemías. El argumento de fondo es que, independientemente del detalle exacto, ambos evangelistas tratan de mostrar que Jesús procede de David. Salomon responde que, aun concediendo eso, sigue sin estar claro si nació en Belén, como exigía la profecía. Cita la burla “¿Puede salir algo bueno de Nazaret?”, y afirma que Jesús se identificó como “Jesús de Nazaret”.

Coronaeus interviene para decir que los teólogos ya han resuelto esa objeción: Jesús nació en Belén durante el censo, porque José y María fueron a inscribirse allí, aunque luego se crió en Nazaret. Añade que Orígenes y Justino Mártir dicen que aún en sus tiempos se visitaba la gruta donde nació. Pero Salomon objeta que eso no cuadra con los registros históricos. Según Dion Casio, Augusto hizo un censo en el penúltimo año de su reinado, cuando Jesús ya tenía 14 años. Curtius replica que hubo dos censos, uno durante el gobierno de Quirino (Cyrenius), que es el que menciona Lucas. Salomon responde con datos de Josefo: Quirino no fue gobernador en ese momento, sino años después, y que José, al no ser ciudadano romano, no habría tenido que inscribirse. Además, cuestiona que ningún censo romano haya requerido que las personas viajen a su lugar de origen, y menos aún que una mujer embarazada lo hiciera. Añade que ni Moisés ni David incluyeron a mujeres o menores de veinte años en sus censos, y que los registros romanos y de Livio también excluían a mujeres. Concluye que ningún decreto romano exigía tanto esfuerzo y gasto como lo que se relata en los evangelios, y por eso algunos teólogos han preferido “cortar el nudo” antes que intentar desatarlo.

Nacimiento de Jesús

Salomon cuestiona la posibilidad astronómica de que una estrella apunte a un lugar específico como un establo, critica la incoherencia cronológica entre los Evangelios y la historia romana (por ejemplo, la gobernación de Cirenio o el tipo de censo), y pone en duda la lógica de hacer viajar a mujeres embarazadas por motivos administrativos.

Octavius, quien representa la visión islámica, introduce la idea de que el Corán tiene un relato distinto sobre el nacimiento virginal, que reconoce a Jesús como profeta e incluso como el "espíritu de Dios", aunque no como Dios. También critica las contradicciones entre los Evangelios, mencionando que originalmente había muchos más, y que los cristianos conservaron solo cuatro, desechando otros que eran considerados santos por algunos (como los evangelios de Tomás, Nicodemo, los hebreos, entre otros). Octavius compara este desorden con el método del islam: un califa organizó el Corán seleccionando cuidadosamente sus partes y destruyendo copias dudosas, lo que dio estabilidad a su tradición religiosa.

Fridericus y Curtius, representantes de la visión cristiana, intentan defender la armonía de los Evangelios y el carácter divino de Jesús, incluso apelando a autoridades como Agustín o Ambrosio. Pero Salomon responde que si ya hay dificultades para armonizar solo cuatro evangelios, tener quince solo aumentaría la confusión. En resumen, hay una crítica a la credibilidad textual del Nuevo Testamento frente a la rigurosidad (real o supuesta) con que el islam organizó el Corán, y a la luz de las exigencias de razón, evidencia histórica y teológica.

Naturaleza de Cristo

Salomon y Octavius cuestionan la consistencia interna y la fidelidad textual de los Evangelios, así como sus afirmaciones teológicas. Salomon acusa a los evangelistas de contradecirse, usando como ejemplo el relato de la conversión de Pablo en Hechos de los Apóstoles, donde en un pasaje se dice que sus acompañantes oyeron la voz pero no vieron a nadie, y en otro que vieron la luz pero no oyeron la voz. Curtius intenta responder explicando que pudo tratarse de una confusión en la copia griega por la similitud entre las palabras para "luz" y "voz".

Se discute además la manipulación de los textos sagrados en los primeros siglos del cristianismo. Epifanio, Orígenes, Jerónimo y Tertuliano son citados como autores que denunciaron modificaciones o corrupciones hechas por herejes (como los arrianos o Marción). Octavius, desde la perspectiva islámica, considera que esto justifica el rechazo del Nuevo Testamento por parte del islam, dado su nivel de alteración. Se expone el ejemplo de un error histórico en Mateo 23:35, donde Jesús atribuye la muerte de Zacarías al hijo de Baraquías, cuando en realidad el muerto fue Zacarías hijo de Joyadá. Asimismo, se mencionan discordancias en los cálculos de la duración del ministerio público de Jesús, su edad al morir, y el momento exacto de la Última Cena respecto al calendario pascual judío, lo cual lleva a discrepancias litúrgicas posteriores.

El pasaje también aborda el versículo 1 Juan 5:7 (“Tres son los que dan testimonio en el cielo...”), considerado una interpolación tardía, ya que no aparece en los manuscritos más antiguos. Octavius argumenta que si esta frase hubiese sido original, los Padres de la Iglesia como Agustín o Jerónimo la habrían citado en su lucha contra los arrianos, cosa que no ocurre. Además, Salomon cita supuestas contradicciones teológicas en el Evangelio de Juan, como cuando Jesús dice que su propio testimonio no es válido, y luego afirma lo contrario.

Salomon y Toralba presentan argumentos críticos señalando las contradicciones aparentes entre la afirmación cristiana de que Cristo es Dios y las emociones humanas que se le atribuyen en los evangelios: miedo, tristeza, angustia, deseo de evitar el sufrimiento y la muerte. Señalan que si Cristo era verdaderamente Dios, entonces no podía ignorar nada ni experimentar temor, sufrimiento o debilidad, ya que eso implicaría una imperfección incompatible con la divinidad. Incluso citan episodios como la oración en Getsemaní (“Padre, si es posible, pase de mí esta copa”), el sudor de sangre, y el grito final en la cruz (“¿Por qué me has abandonado?”), para argumentar que en esos momentos Jesús se muestra como un hombre común, quebrado por el dolor.

Además, se comparan sus reacciones con la valentía de mártires y sabios paganos como Zenón, Anaxarco o los hermanos macabeos, quienes, según se dice, soportaron el martirio sin quejarse. Por contraste, afirman, Cristo muestra un comportamiento más débil, lo cual, en su opinión, es difícil de conciliar con su supuesta naturaleza divina.

Curtius y Coronaeus, defensores del cristianismo, responden que Cristo sí experimentó miedo y sufrimiento verdaderos, pero voluntarios: Él eligió padecer como hombre sin dejar de ser Dios. Sufrió en su humanidad, sin que ello afectara su divinidad. Usan una distinción tradicional: mientras que como hombre pudo no saber o temer, como Dios no ignoraba ni temía nada. La frase de Pablo en Hebreos 5:7 (“fue oído a causa de su temor reverente”) es interpretada como prueba de que su oración fue atendida no en evitar la muerte, sino en obtener la resurrección.

Octavius, desde la perspectiva islámica, expone la doctrina coránica que sostiene que Jesús no murió realmente en la cruz, sino que fue salvado por Dios y alguien más (como Simón de Cirene o un doble) murió en su lugar. Esta postura es apoyada por figuras como Marción, Hilario y otros herejes antiguos que afirmaban que Cristo tenía un cuerpo incorruptible o que no sufrió.

Octavius, también por autores críticos como Celso, pone en duda la resurrección de Cristo, su divinidad y la autenticidad de muchos pasajes de los Evangelios. Recurre al testimonio de Celso, quien comparaba la resurrección de Cristo con la de figuras mitológicas como Cleomedes, y se escandalizaba de que el anuncio de la resurrección dependiera del testimonio de una mujer (María Magdalena), lo cual se consideraba poco creíble en la cultura antigua.

Octavius y Salomon insisten en que numerosos pasajes usados por los cristianos como base doctrinal son dudosos o faltan en manuscritos antiguos. Citan la crítica textual de Epifanio, quien señala que Marción eliminó o alteró muchos de esos versículos. También aluden a contradicciones aparentes en las Escrituras que podrían debilitar la fe cristiana. Octavius incluso recurre al Corán, mencionando un versículo donde Jesús niega que haya pedido ser adorado como Dios, lo cual refuerza la tesis islámica de que Jesús es un gran profeta, pero no divino.

Fridericus y Curtius, en defensa del cristianismo, argumentan que estas omisiones o manipulaciones heréticas no afectan la esencia de la fe ni la divinidad de Cristo. Afirman que si bien puede haber copias alteradas, el consenso de la Iglesia, el testimonio de los santos, las palabras de Cristo mismo y de sus apóstoles (como Tomás: “Señor mío y Dios mío”) confirman con claridad que Jesús es verdaderamente Dios y hombre. Destacan además que solo Dios puede perdonar los pecados, y que Cristo lo hace repetidamente en los Evangelios. También subrayan que juzgará al mundo, función reservada únicamente a Dios.

El pasaje finaliza con una exhortación a mantener una fe firme y constante en la divinidad de Cristo, más allá de las objeciones filológicas, históricas o heréticas, y deja abierta una futura discusión sobre cómo se relacionan en Cristo la naturaleza divina y la humana (lo que se abordará en el próximo libro del Colloquium).

Conclusión

Este tramo del Colloquium no es solo un ejercicio retórico ni una defensa doctrinal; es un campo de batalla intelectual donde cada argumento es una flecha dirigida al corazón mismo de la verdad religiosa. ¿Es Jesús Dios o un profeta? ¿Puede alguien adorar a Dios en secreto mientras rinde culto externo por miedo? ¿Cuál es la religión verdadera —si acaso hay una— en un mundo fragmentado por credos? A través de una polifonía de voces lúcidas y enfrentadas, Bodin no impone una respuesta, pero nos obliga a pensar, a cuestionar y a mirar la fe con ojos menos dogmáticos y más humanos. Leer este libro es exponerse a una tormenta teológica que, lejos de destruir, purifica la inteligencia y el espíritu.

viernes, 18 de abril de 2025

Jean Bodin - Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas (Libro IV)

 Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas

LIBRO IV

El pasaje comienza situando el contexto: es el día siguiente a los debates del libro anterior, y los personajes se reúnen para compartir una comida. Octavius, uno de los interlocutores, ha traído una tragedia que escribió sobre un tema muy serio: el parricidio de tres hijos del príncipe Solimannus. Coronaeus le pide a otro de los personajes que lea la obra en voz alta, y todos quedan admirados por la erudición del autor y la seriedad del tema. Alaban especialmente el estilo del lenguaje, la gravedad de los pensamientos expresados, la buena estructura de la obra y la variedad métrica. Tras esta lectura y comida, todos dan gracias a Dios y cantan himnos, sintiendo una profunda alegría espiritual.

Esto sirve de transición hacia una nueva discusión, ahora sobre la música y la armonía. Coronaeus se maravilla de cómo ciertos acordes musicales que combinan una octava, una quinta y una cuarta producen una sensación de extrema dulzura. Se pregunta por qué estos acordes, que contienen tensiones (por ejemplo, la nota más alta siendo opuesta a la más baja), resultan agradables, mientras que otros sonidos más “uniformes” y sin oposición no causan placer. Es decir, se pregunta por qué las combinaciones de sonidos opuestos son más placenteras que la simple igualdad de tonos.

Fridericus responde que esto tiene que ver con las proporciones numéricas: ciertas relaciones (como 2:3 o 3:4) producen placer porque los números armonizan entre sí. Curtius, sin embargo, se muestra escéptico, diciendo que aunque las progresiones geométricas como 2, 4, 8, 16 son perfectamente proporcionadas, no generan esa misma armonía auditiva. En cambio, sí lo hacen secuencias como 2, 3, 4, 6. Esto sugiere que no toda proporción numérica genera placer, sino sólo aquellas que tienen cierta relación musical específica.

Octavius aporta otra visión, diciendo que la armonía no es simplemente matemática. Lo que produce placer es que muchos sonidos se mezclen adecuadamente; cuando no lo hacen, uno domina al otro y eso genera disonancia, molestando al oído. Aquí introduce la idea del “equilibrio dinámico” entre fuerzas o sonidos opuestos.

Senamus, por su parte, duda de que el placer provenga de la armonía de números o de sonidos. Pone como ejemplo que los colores variados son más agradables que uno solo, pero que si se mezclan todos, no generan belleza. También señala que algunos sabores opuestos (como el aceite y el vinagre) son agradables por separado, pero no pueden mezclarse. Y, finalmente, dice que el canto variado de los pájaros, sin ninguna proporción numérica clara, también es muy placentero.

Toralba introduce aquí una idea central: el placer (ya sea en sonidos, colores, sabores u olores) proviene de una armonía entre opuestos, una mezcla equilibrada. Demasiado calor o demasiado frío molesta; demasiada luz o demasiada oscuridad también. Pero una combinación justa de ambos extremos produce agrado. Este equilibrio no siempre se da por arte humano, sino que muchas veces es fruto de la armonía natural de los elementos. Toralba aplica esta lógica también al pensamiento estoico de Séneca, quien decía que nada malo podía afectar al hombre virtuoso porque los contrarios no se mezclan. Toralba lo rebate mostrando que los contrarios sí se mezclan (como el agua hirviendo y el polvo seco), si se logra una composición natural o artificial equilibrada. Así, las sustancias y elementos que parecen incompatibles pueden combinarse si se hace con arte o si la naturaleza lo permite.

El ejemplo final es el del oxímel (una mezcla de vinagre y miel): un sabor agridulce que resulta muy agradable al paladar, justamente porque combina dos extremos —el ácido y el dulce— en una proporción justa. Esto refuerza la idea de que el placer está en la justa mezcla de contrarios.

La armonía en los estados

Toralba explica que, aunque Aristóteles sostuvo que no hay contrariedad entre las sustancias, sí puede haber oposición entre las formas, lo que permite que sustancias contrarias se combinen, no por arte, sino por naturaleza. Se utiliza el ejemplo del oxímel —mezcla de miel y vinagre— para ilustrar cómo los opuestos pueden formar una unidad armoniosa. Fridericus extiende esta idea al ámbito musical, donde los tonos extremos se funden mediante tonos intermedios que producen la más dulce armonía. Toralba generaliza esta lógica a todo el cosmos: el universo está gobernado por una sabiduría divina que entrelaza contrarios —frío y calor, sombra y luz, salud y enfermedad— para crear un equilibrio fundamental.

La conversación gira luego hacia la política y la convivencia social. Curtius señala que incluso el conflicto y la disonancia cumplen una función necesaria, como ocurre con el verdugo en el Estado o con las notas disonantes en la música que realzan el placer del oyente. La armonía, según él, no se alcanza por la eliminación de la oposición, sino por su mediación sabia. Toralba añade que en las ciudades, la virtud y la justicia no pueden brillar sin el contraste de la maldad; incluso los debates del Coloquium adquieren sentido por el contraste de opiniones. Senamus, sin embargo, objeta que un Estado sin maldad sería más feliz. Curtius le responde con el ejemplo histórico de Cicerón, quien mantuvo la amistad con Atticus a pesar de sus diferencias filosóficas, mostrando que la armonía no exige uniformidad de pensamiento.

Los conflictos y oposiciones políticas, como las de la República Romana o las guerras civiles entre Pompeyo, César y Craso, revelan que la mediación —la figura del “tercero”— es fundamental para la estabilidad. El consenso perfecto puede ser peligroso si no hay equilibrio de fuerzas, y muchas veces la estabilidad del Estado depende de esas tensiones controladas. 

Salomon sostiene que, así como los elementos opuestos pueden coexistir en la naturaleza bajo la unidad del poder divino, también los adversarios pueden ser unidos por la autoridad suprema en una monarquía, como lo hizo Alejandro Magno al reconciliar a sus generales. Senamus plantea si incluso los ángeles están exentos de conflicto, a lo que Salomon responde que sí existe una forma de "conflicto de virtudes" en el mundo inteligible, tal como ocurre entre líderes humanos virtuosos, y que hay jerarquías de armonía que se replican desde los ángeles hasta el mundo elemental. Cita el libro de Daniel como prueba de que incluso entre los ángeles hay resistencia y oposición, pero orientadas siempre hacia el bien.

Fridericus expresa asombro de que pueda haber armonía entre tantas sectas religiosas, recordando que autores como Epifanio y Tertuliano contaban más de 120, e incluso 300, religiones. Curtius introduce la idea de que cuando hay solo dos bandos en conflicto, se genera guerra civil, pero que la multiplicidad de sectas puede mantener el equilibrio porque se neutralizan mutuamente. Octavius refuerza esta noción observando que los turcos y persas han logrado una sorprendente estabilidad al permitir la convivencia de múltiples religiones. Fridericus, sin embargo, defiende la unidad religiosa como el fundamento de la verdadera armonía y cita el ejemplo de Arato, quien unificó más de 300 ciudades griegas bajo un mismo sistema legal, religioso y cultural.

Octavius cuestiona si es posible que quienes adoraban a tantos dioses pudieran tener una religión común, mientras Coronaeus insiste en que deberíamos desear una sola religión verdadera como medio para lograr la paz. Senamus propone permitir todas las religiones en el Estado, como en Oriente, argumentando que antes no había controversias porque todas se aceptaban mutuamente. Salomon responde que los hebreos eran la excepción, pues adoraban a un solo Dios y rechazaban los demás cultos. Senamus replica que precisamente por eso los judíos causaron disturbios en los reinos antiguos, como bajo Antíoco, y que tanto ellos como los cristianos eran acusados por Celsus de romper la armonía con su exclusivismo.

Fridericus replica que permitir todas las religiones equivale a destruir la verdadera. Senamus responde que si los demonios también son ministros de Dios, ¿por qué no venerarlos también? Cita incluso que los romanos ofrecían sacrificios no solo a dioses benéficos, sino también a divinidades del mal, como la Fiebre o la Envidia. Salomon cierra la discusión admirando la sutileza de los griegos y latinos, que daban nombres divinos incluso a las pasiones humanas, mostrando así cómo las sociedades han intentado integrar, no eliminar, la pluralidad de lo sagrado. 

Tolerancia religiosa

Salomon comienza señalando que tanto los elementos naturales como los astros y los ángeles, aunque sean opuestos entre sí, están todos sometidos a una única majestad divina, lo que refuerza la idea de que el orden y la armonía pueden existir en la diversidad, siempre que haya una autoridad superior que los una. Senamus, escéptico, pregunta si acaso hay guerras entre ángeles, a lo que Salomon responde que sí existe una especie de conflicto entre virtudes, y que incluso en las esferas superiores hay una forma de tensión noble, como lo demuestra el episodio del libro de Daniel donde un ángel es resistido por el príncipe de Persia.

Fridericus apela a la autoridad del Senado romano que en su tiempo prohibía religiones extranjeras, afirmando que los príncipes cristianos deberían hacer lo mismo. Pero Senamus le recuerda que los propios romanos adoptaron cultos foráneos como los de Isis, Osiris, Anubis y Cibeles, y que incluso el Panteón, el templo mejor conservado de Roma, fue dedicado por Agripa a todos los dioses. Salomon introduce una lectura más simbólica: que los antiguos, al dedicar templos a virtudes como la justicia, la paz, la piedad o la esperanza, en realidad rendían culto a las cualidades del Dios verdadero, aunque sin conocerlo. Por ello, cree que estos gestos religiosos del pasado pueden verse como una pedagogía de la virtud, una forma de dirigir a los hombres hacia el bien, aunque estuvieran en el error.

Curtius critica con agudeza el hecho de que los antiguos consagraran templos no sólo a virtudes, sino también a vicios —como la lujuria, la avaricia, la embriaguez o incluso la fiebre— argumentando que esto servía para legitimar los excesos como si los dioses mismos los aprobaran. Salomon responde que el error más grave fue incluir a Dios verdadero entre los dioses profanos, lo que equivale a profanar lo sagrado. Para él, era preferible apartar completamente a Dios del panteón pagano antes que mezclarlo con divinidades falsas.

Curtius refuerza su punto con el ejemplo de los sacerdotes romanos que se negaron a permitir que Honor y Virtud compartieran un mismo templo, temiendo confundir los cultos; lo que prueba que incluso los romanos comprendían que no debía haber mezcla en el culto. Octavius, en cambio, presenta un enfoque más tolerante: señala que los reyes del islam y otras regiones permitían múltiples religiones al mismo tiempo, basándose en una idea teológica compartida por el teólogo Elhari y, en parte, por Tomás de Aquino: que Dios juzga según la intención de la voluntad y la pureza del alma, no solamente por el conocimiento racional del objeto adorado. Esta visión plantea que si alguien adora con sinceridad, aunque no sepa con precisión a quién, su acción puede ser aceptable ante Dios.

Curtius plantea entonces un dilema lógico: si basta con la voluntad pura, ¿toda acción con buena intención es buena? ¿Puede alguien ser recompensado por error? Senamus responde astutamente con el ejemplo de Escévola, el joven que intentó matar al rey Porsena pero mató a su mensajero. Según Curtius, el intento bastaría para juzgarlo culpable. Entonces Senamus plantea la simetría: si alguien honra a un enviado de Dios creyendo que es Dios mismo, ¿acaso no merece también recompensa por su intención justa? Menciona a las parteras egipcias que mintieron para salvar niños hebreos por "temor de Dios", aunque adoraban a Apis, el toro, lo que sugiere que Dios premió su voluntad, no su teología.

Salomon responde que una cosa es excusar errores sinceros, y otra muy distinta es recompensarlos. Adorar estatuas o ídolos no puede ser considerado piedad, aunque la intención haya sido buena. Los errores pueden ser perdonados, pero no siempre recompensados. De hecho, afirma que practicar varias religiones contradictorias implica inevitablemente impiedad, incluso si se hace en nombre de la tolerancia.

Senamus desafía esta idea con el ejemplo del emperador Alejandro Severo, quien adoraba simultáneamente a Abraham, Orfeo, Hércules y Cristo en su santuario doméstico. A juicio de los historiadores, esto no lo hacía impío, sino prudente y piadoso, pues su intención era unir al pueblo en la reverencia común por lo divino, sin causar división.

Curtius no niega su integridad, pero objeta que sin la verdadera religión, ninguna virtud es completa. Octavius entonces menciona a Jonás, enviado a los ninivitas sin predicarles una religión nueva, sólo para llamarles al arrepentimiento. Ellos, aunque siguieron adorando a sus dioses, se alejaron del mal, y Dios los perdonó. Esta escena bíblica sugiere que Dios puede aceptar la conversión moral incluso sin una conversión doctrinal.

Fridericus responde con firmeza a Senamus, señalando que el arrepentimiento y el ayuno de los ninivitas fueron los motivos por los que Dios mostró misericordia, no su culto idolátrico. Senamus, sin embargo, replica con una observación provocadora: si los ritos religiosos de las naciones no fueran agradables a Dios, ¿por qué los pueblos sufrían calamidades cuando dejaban de practicarlos? Además, observa que aquellos que veneran con mayor esmero a estatuas y a hombres muertos parecen gozar de prosperidad, poder y victorias. Apoya su argumento con la autoridad de Polibio, quien afirmó que el poder romano se consolidó más por la religión que por las armas, y con una célebre frase de Cicerón, quien sostuvo que Roma venció no por fuerza o número, sino por el respeto a los dioses y la observancia de los ritos.

Senamus también cita a Papiniano, quien afirmaba que la defensa de la religión es la más alta forma de razón. Añade que cuando el cristianismo se expandió y los antiguos cultos fueron abandonados, el mundo entró en crisis, lo cual llevó a muchos paganos a culpar a los cristianos por los males del imperio. Justino y san Agustín, según se recuerda, escribieron en defensa del cristianismo para responder a esta acusación de impiedad destructiva.

Salomon interviene con un ejemplo bíblico: cuando los israelitas abandonaron el culto a Dios bajo Jeroboam, también sufrieron miserias. Pero incluso entre los hebreos, muchos comenzaron a argumentar que sus desdichas provenían de haber dejado de adorar a los astros. Luego, se menciona un patrón más inquietante: aquellos personajes que destruyeron templos o saquearon lo sagrado —como Flaco, Antiochus, Menelao, Craso, Herodes, Gabinio, y otros— murieron todos de forma violenta. La historia parecía enseñar que el sacrilegio traía consecuencias funestas.

Religión verdadera y falsa

Senamus, provocador como siempre, plantea que incluso la religión falsa puede tener efectos beneficiosos, al mantener el orden social mediante el temor reverencial. Fridericus y Curtius, por su parte, enfatizan que solo la verdad religiosa debe guiar al hombre, y que la ignorancia de la ley divina no puede excusar a nadie, dado que esta ha sido revelada de múltiples formas a lo largo del tiempo.

La discusión se torna más grave cuando se plantea si es lícito, o incluso prudente, hablar abiertamente sobre religión. Toralba y Salomon coinciden en que el tema es tan sagrado que merece el mayor respeto; además, alterar las creencias religiosas tradicionales puede derivar en catástrofes sociales, guerras y pérdida de la cohesión cívica. Se cita el caso del gobernador Florus, cuya torpe intromisión en temas religiosos habría contribuido a la caída de Jerusalén y la destrucción del Templo. También se recuerda que la conversión religiosa de pueblos enteros no necesariamente asegura un beneficio inmediato, y que muchas veces genera un vacío espiritual entre lo viejo que se abandona y lo nuevo que aún no se asimila, dejando a las almas expuestas, incluso, a tormentos demoníacos.

Octavius y Coronaeus, sin embargo, insisten en la necesidad del diálogo abierto entre hombres sabios y bienintencionados. En esta línea, se apela a Salomon, el personaje más sabio y reservado del grupo, para que hable libremente sobre su fe. Aunque este guarda silencio, Toralba lo justifica diciendo que cualquier palabra suya podría ser interpretada como una traición a su religión o una afrenta a otras. Luego, Coronaeus interviene con tono conciliador, afirmando que en un grupo como el suyo, tan armonioso en espíritu, nadie se sentirá ofendido, y que nada será más grato que hablar con libertad y con respeto sobre lo divino.

Salomon —representante del judaísmo— finalmente accede a intervenir en la conversación sobre religión, aunque con reservas. Explica que, según la tradición de su pueblo, discutir públicamente la religión puede sembrar duda, y la duda conlleva a la impiedad. La religión, sostiene, no es materia de argumentación sino de fe, tradición y reverencia. Hablar de ella con ligereza, como si se tratara de geometría o retórica, es cometer una injusticia contra lo sagrado. Se opone así a los intentos de Fridericus de iniciar una disputa racional, como también a las comparaciones con el diálogo de Justino Mártir con Trifón, que considera ofensivo por caricaturizar al judío.

El texto luego revisa ejemplos históricos de sociedades que han prohibido el debate religioso para mantener la paz: desde la República de Florencia y el Imperio Persa, hasta el edicto de paz de Augsburgo. En todos estos casos, se recuerda que la discusión pública sobre religión ha generado disturbios, guerras civiles y persecuciones. Algunos incluso son ejecutados por violar tales edictos. Toralba retoma esta línea y defiende que la fe debe mantenerse por certeza interior o inspiración divina, y no por discusión lógica, ya que si la fe se basa solo en razones, entonces desaparece en cuanto se sustituye el razonamiento. La fe verdadera, según la teología, es infundida y no puede ser impuesta ni deshecha por argumentación humana.

Curtius y Coronaeus, sin embargo, reivindican el valor de conversar sobre religión, especialmente cuando se trata de dialogar con quienes han salido del “recto camino”. Dicen que es un deber moral atraerlos hacia la verdad, no con violencia, sino con razones, testimonios y pruebas. Aquí se abre la tensión: ¿es más piadoso guardar silencio o tratar de convencer al otro? ¿Es legítimo discutir si no se está dispuesto a cambiar? ¿Puede uno abordar el tema sin correr el riesgo de alterar el orden civil o la armonía entre los pueblos?

Sin embargo, Senamus, fiel a su escepticismo radical, pone en duda que tales discusiones conduzcan a algo concreto. ¿Quién será el árbitro?, pregunta. Si ni siquiera se puede acordar cuál es la iglesia verdadera, cómo se resolverán disputas entre religiones. Ni el testimonio ni los documentos parecen suficientes cuando cada parte apela a su propia tradición. En respuesta, Coronaeus cita a Agustín: que no creería en el Evangelio si no lo respaldara la autoridad de la Iglesia. Pero esto no resuelve la cuestión, porque el verdadero problema, como bien observa Senamus, es precisamente qué o quién constituye esa verdadera Iglesia. 

En la discusión ronda una pregunta fundamental ¿cómo se puede discernir cuál es la verdadera religión entre tantas? Salomon sostiene que los hebreos fueron los primeros en conservar la verdadera alianza con Dios, la ley eterna escrita por Su mano, y que por tanto su religión es la más antigua y pura. Fridericus y Octavius recuerdan que tanto cristianos como musulmanes reconocen el origen divino del judaísmo, pero difieren sobre la validez del Nuevo Testamento. Toralba, en su habitual racionalismo, advierte que si la religión se fundamenta solo en textos y autoridades humanas, caeremos en el dogmatismo pythagórico del "Él lo dijo" (ipse dixit), y entonces debe haber sabios que disciernan, aunque Senamus responde con escepticismo: ¿quién decide quién es sabio?

El relato de Elías y los profetas de Baal es citado por Salomon como una demostración del verdadero Dios: solo el Dios de Israel responde con fuego desde el cielo, mientras que los dioses paganos permanecen mudos. Sin embargo, él mismo admite que ni siquiera los milagros son suficientes para convencer a los impíos: tras el prodigio, el pueblo volvió a caer en idolatría.

Fridericus lamenta que hoy no exista un nuevo Elías para decidir, con una señal visible, cuál religión es la verdadera. Salomon rechaza esa esperanza, afirmando que los milagros no se hacen para probar doctrinas sino por mandato divino, y que el verdadero discernimiento viene por la experiencia, la razón, y sobre todo, la profecía. Cita a Maimónides (Moses Rambam), quien enseñaba que solo tres fuentes pueden forzar el asentimiento: la razón, la experiencia sensorial, y las palabras de los profetas. Todo lo demás puede creerse, pero no obliga.

Senamus introduce aquí el famoso oráculo de Apolo que respondió que la mejor religión era "la más antigua". Toralba y Coronaeus aprovechan esto para sostener que la mejor religión debe ser la más antigua —una posición conservadora pero eficaz para defender la continuidad del catolicismo frente a las reformas. Pero Salomon responde que es absurdo confiar en oráculos, ya que el mismo Dios prohibió consultar a demonios como Apolo. La prueba verdadera de una religión, insiste, es que provenga de la revelación divina, transmitida por profetas o confirmada por señales en el Urim y el Tumim, instrumentos sacerdotales hebreos.

Senamus, algo irónicamente, afirma que el mismo Apolo elogió a los hebreos. Salomon lo refuta de inmediato, acusando a los cristianos de haber inventado tales testimonios paganos para atribuir antigüedad a su fe. Fridericus, sin embargo, contraataca diciendo que si Apolo (como demonio) elogió tanto a hebreos como a caldeos, es porque buscaba confundir a ambos.

Los oráculos antiguos

Octavius sostiene que muchos oráculos "cristianos" fueron probablemente invenciones griegas diseñadas para confirmar determinadas doctrinas. Cita como ejemplo el supuesto oráculo que habría hablado a Augusto sobre el nacimiento del Mesías, que no fue mencionado por autores como Suetonio, Dión Casio ni Tácito, lo cual pone en duda su veracidad. También menciona que Cicerón ya afirmaba que los oráculos de Apolo habían enmudecido mucho tiempo antes, lo que contradice su supuesta vitalidad en siglos posteriores.

Curtius añade que Plutarco atribuía el silencio de los oráculos a la muerte de los demonios, y que Porfirio afirmaba que Apolo era silenciado por Zeus, no por un niño hebreo. Critica con dureza la credulidad de quienes consultan a mujeres poseídas por demonios, y ridiculiza la práctica de interpretar sus balbuceos como revelaciones divinas. Relata casos grotescos, como el de una bruja que "hablaba por sus partes íntimas", revelando el carácter absurdo de muchas experiencias oraculares.

Octavius y Senamus recuerdan ejemplos de oráculos célebres: el de Mopsus que acertó sobre el color de un animal a sacrificar, o el de Delfos que impidió excavar un istmo porque "si Júpiter hubiera querido una isla, la habría hecho", y otros que, como en el caso de la duplicación del altar cúbico en Atenas, exigieron tareas matemáticamente imposibles como la duplicación del cubo. Este último caso sirvió, según el relato, para que Platón promoviera el estudio de la geometría como vía de purificación de las costumbres.

Los personajes ilustran la ambigüedad y manipulación de los oráculos: los demonios responden con astucia, buscando confundir a quienes los consultan. Por ejemplo, se cuenta cómo un demonio prefirió callar antes que pronunciarse sobre la misa, sabiendo que cualquier respuesta sería usada a favor o en contra por las distintas facciones cristianas. Otro ejemplo es el nombre divino revelado por las sibilas, un enigma numérico y fonético que algunos identificaron con phaosphoros ("portador de luz", nombre de Apolo o Lucifer), y que lleva a nuevos equívocos entre la verdad y el engaño demoníaco.

Salomon reafirma que los oráculos de Apolo y de Bahai (nombre sincretizado de divinidades solares como Baal) deben ser considerados demoníacos, dado que sus profetisas —como la pitonisa de Delfos— profetizaban en estados de frenesí, con síntomas corporales que reflejan posesión: boca espumosa, cuello hinchado, ojos desorbitados, y hasta mensajes salidos de los genitales, lo que considera una profanación grotesca del don profético. En cambio, señala que los verdaderos profetas bíblicos —como Moisés, Samuel o Isaías— hablaban con claridad y calma, recibiendo revelación divina en sueños o visiones nocturnas, nunca con exaltación. Solo Moisés vio a Dios estando despierto, lo que lo convierte en un profeta sin parangón.

Curtius y Senamus, desde una mirada más escéptica, admiten que muchos sueños pueden parecer proféticos, incluso en hombres malvados o no creyentes. Relatan cómo personajes históricos como Pisístrato o Caracalla tuvieron sueños premonitorios antes de su muerte. Se menciona incluso al obispo cristiano Synesio de Cirene, quien escribió sobre la posibilidad de que animales también recibieran revelación en sueños, siguiendo un principio neoplatónico de simpatía universal.

Salomon, sin negar estos casos, afirma que no todo sueño es profético. Muchos son causados por preocupaciones, deseos o alimentos pesados. Sin embargo, destaca que el alma sobria, libre de codicia, lujuria y distracción, puede recibir verdaderas revelaciones en sueños, que son señales de la voluntad divina para evitar males, advertir peligros o fortalecer en la fe. Así, la profecía no está restringida a un pasado bíblico lejano, sino que puede continuar como don divino en personas puras.

Cita ejemplos contundentes:
Abraham, en sueños, intercede por Sodoma y Gomorra con igual o mayor eficacia que si lo hubiera hecho despierto.
Salomón, en sueños, pidió sabiduría y fue escuchado por Dios, quien le concedió una sabiduría sin igual.

Fridericus advierte contra basar la religión en sueños o revelaciones privadas, remitiéndose a la advertencia paulina de no aceptar siquiera a un ángel que enseñe otra doctrina que la del Evangelio.

Senamus, buscando una vía común, propone que la religión más antigua debe ser también la más verdadera, lo cual Toralba y Salomon aceptan en términos generales. Toralba afirma que Adán y sus descendientes inmediatos (Abel, Set, Enoc, Noé, Sem, etc.) practicaron una religión basada en la adoración pura al Dios único, anterior a toda idolatría y corrupción. Esta religión, afirma, es tanto la más antigua como la más verdadera.

Salomon, desde la tradición hebrea, matiza esta afirmación recordando la ambigüedad del término hebreo "huhal", que puede significar tanto "comenzar" como "profanar". Así, lo que parece el inicio del culto en tiempos de Set también podría interpretarse como su corrupción, cuando los hombres empezaron a adorar criaturas en vez del Creador.

Se menciona también cómo Abraham, fiel a esa religión original, fue perseguido por rechazar el culto a los astros, e incluso lanzado a un horno por orden de Nimrod, considerado el primer tirano. La idolatría de los caldeos, egipcios y otros pueblos habría sido una degeneración del culto puro original, que Moisés vendría a restaurar, como intérprete de la alianza de Dios con Abraham.

Finalmente, Toralba remata con un argumento filosófico: si Dios es el mejor, más alto y más puro de los seres, sólo a Él debe dedicarse el culto, y no a criaturas. El alma humana, por su parte, sólo se realiza y perfecciona cuando se vuelve a su fuente, es decir, a Dios. Esta idea, presente también en filósofos paganos como Simplicio o Platón, refuerza la convicción de que la verdadera religión consiste en ese retorno a la unidad original, a la raíz divina que todo lo ha creado.

Religión natural

Toralba y Senamus defienden que la religión natural, basada en la adoración del único Dios y en la obediencia a la ley moral, es no solo la más antigua sino también la más pura. Esta religión no requiere templos, sacrificios ni ritos complejos, sino que se manifiesta en la práctica de la justicia, la humildad, el dominio de los deseos y el rechazo de la idolatría. En esta línea, recuerdan que los antiguos patriarcas como Abel, Enoc, Noé, Sem y Abraham adoraban al Dios único sin necesidad de leyes rituales o estructuras religiosas complejas.

Salomon, en defensa de la ley mosaica, sostiene que Dios instituyó los sacrificios y ceremonias como una forma pedagógica de reeducar a un pueblo acostumbrado a sacrificar animales —y en algunos casos humanos— a los demonios y a las imágenes. Las prácticas del pueblo hebreo, según explica, no contradicen la religión natural, sino que la restauran y la protegen frente a la corrupción aprendida entre los pueblos paganos. La Ley, afirma, se divide en tres grandes partes: la moral, que se resume en el Decálogo; la ritual, que incluye los sacrificios y las purificaciones; y la política, que regula la convivencia social. Sin embargo, también deja claro que los sacrificios no eran en sí mismos agradables a Dios, sino que debían acompañarse de un corazón puro y obediente. El mensaje constante de los profetas, desde Samuel a Isaías, es que la obediencia es mejor que los holocaustos, y que el culto que agrada a Dios es el que nace de la justicia y la misericordia.

En este sentido, Salomon interpreta que la destrucción del templo de Jerusalén fue una señal providencial para enseñar al pueblo que la salvación no dependía de sacrificios animales, sino de la obediencia al pacto del Decálogo. Cita pasajes de los profetas que refuerzan esta idea y que denuncian la confianza puesta en los ritos externos como forma de redención. También recuerda que Dios nunca ordenó sacrificios al sacar a su pueblo de Egipto, sino que lo primero que proclamó fue la ley moral, inscrita en las tablas de piedra, y depositada en el arca del pacto. Esa ley, afirma, sigue siendo el verdadero fundamento de la salvación, y su cumplimiento —expresado en la pureza interior, la justicia hacia los demás y la alabanza sincera a Dios— es superior a cualquier rito.

Octavius plantea que si los judíos ya no realizan sacrificios desde hace siglos, estas leyes se han vuelto inútiles. Pero Salomon responde que todos los ritos y objetos sagrados encierran enseñanzas profundas sobre la naturaleza y sobre el alma humana, y que los sacrificios enseñaban a los hombres a confesar sus pecados, a rogar por ayuda divina, a agradecer, a alabar, y finalmente a ofrecer a Dios la pureza del corazón. Así, la religión verdadera no consiste tanto en los actos externos como en el conocimiento interior de Dios y la entrega sincera del espíritu. 

Cada mandamiento se vincula armónicamente con un cuerpo celeste en función de su simbolismo y función natural: el primer mandamiento, la adoración exclusiva a Dios, se asocia al primer orbe, el más alto y divino; la prohibición de imágenes corresponde al segundo cielo, aquel que no contiene estrellas y que representa el vacío de toda representación material; la prohibición de jurar en vano se vincula con el tercer orbe, probablemente el de las estrellas fijas, para evitar invocar el nombre de Dios o de cuerpos celestes de manera frívola. El sábado, vinculado con Saturno, remite a la tradición de descanso y contemplación. Los otros mandamientos se reparten simbólicamente entre los planetas restantes, con referencias precisas a cómo cada cuerpo celeste encarna virtudes o vicios que el decálogo busca ordenar o reprimir. Esta lectura establece una relación entre el orden moral y el orden cósmico, como si el universo entero estuviese reflejado en la ley mosaica.

Fridericus se maravilla de esta interpretación y la considera no solo una confirmación de la armonía entre el cosmos y la ley divina, sino también una defensa de la visión astronómica tradicional previa a Ptolomeo, quien alteró el orden planetario. A esto, Salomon añade que los secretos más elevados del universo están ocultos en la ley divina, especialmente en el decálogo, y cita a Abraham Aben Esra, quien lo consideraba el compendio mismo de la ley natural. Dios habría querido renovar esta ley natural, olvidada por los hombres, mediante la promulgación solemne del decálogo, grabado en piedra y proclamado en medio de truenos y llamas en el monte Horeb. Salomon, inspirado, recita un poema exaltado en el que representa la majestad aterradora de Dios durante esa teofanía, la destrucción de los tiranos y la salvación de los humildes bajo su poder. Su exaltación sugiere que no hay fuerza más poderosa ni justicia más alta que aquella contenida en la alianza del decálogo.

Toralba cierra la reflexión afirmando que el decálogo no es otra cosa que la ley natural misma. Esta ley no se enseña, sino que se halla inscrita en el alma humana; se aprende por intuición y se manifiesta en el respeto a Dios como creador y conservador del mundo. A diferencia de las leyes humanas, que cambian según el tiempo, el lugar o las personas, esta ley es eterna y universal. Viola su esencia quien deposita su confianza en objetos creados, imágenes o poderes pasajeros. Esta ley natural prohíbe adorar imágenes, porque la razón misma, siguiendo a Heráclito y a figuras como Numa Pompilio, reconoce que Dios no puede representarse con figura alguna. La idolatría es así no solo una ofensa religiosa, sino también una negación del principio racional que reconoce a Dios como incorpóreo. Toralba se muestra sorprendido de que, incluso en tiempos ilustrados, tantas personas sigan venerando estatuas, actuando, como diría Heráclito, como quien conversa con puertas.

Símbolos

Curtius observa que algunos pueblos antiguos, como los persas, escitas, africanos y romanos primitivos, no usaban imágenes en su culto, como lo afirma Marco Varrón. Salomon responde que no hace falta mayor prueba, pues el término hebreo que se usaba para los ídolos era una palabra detestable que significaba “estiércol”, mostrando el desprecio radical que sus antepasados sentían por la idolatría. Toralba, por su parte, plantea que todos los mandamientos del decálogo, salvo el del sábado, coinciden con la ley natural, lo que confirmaría su origen divino y su universalidad. Se pregunta por qué los judíos guardan el séptimo día como día sagrado y no el sexto, como los musulmanes, o el primero, como los cristianos. Argumenta que si trabajar en ese día no era pecado antes de Moisés, no debería serlo después, ya que lo injusto no puede depender del tiempo.

Fridericus se burla diciendo que Salomon ha perdido la voz, pero Salomon responde que no puede revelar lo que considera una “señal del emperador”. Ante la insistencia amistosa del grupo, Salomon revela que el sábado es un “signo” entre Dios e Israel, y que su significado escapa a otras naciones. Para ilustrar su punto, propone una analogía legal: así como portar armas puede ser lícito por naturaleza pero tornarse delito por un edicto del príncipe, de igual forma Dios puede ordenar algo que no era injusto antes y convertirlo en pecado por su sola voluntad. Toralba acepta que debe obedecerse al soberano, y Salomon concluye que con mayor razón debe obedecerse a Dios, cuya ley jamás puede ser injusta.

Curtius distingue entre la ley natural y la ley civil: esta última depende de mandatos positivos, mientras que la natural es inmutable. Fridericus pregunta por qué, entonces, no se menciona el sábado antes de Moisés. Salomon responde que no es seguro que no se conociera previamente y que en los tiempos antiguos la vida piadosa hacía innecesario un día específico de reposo. Fue cuando las generaciones se alejaron de la contemplación que fue necesario imponer un día sagrado para el estudio de lo divino y la virtud. Senamus insiste: ¿por qué el séptimo día y no otro? Además, cuestiona el último mandamiento, que prohíbe el deseo, algo que parece escapar al control legal.

Sábado y la ley natural

Salomon responde que es inapropiado exigir razones a Dios y que la excelencia de la ley divina radica precisamente en que va más allá de la conducta visible, regulando también el deseo. Nadie ve el alma salvo Dios, que juzga incluso los pensamientos. Así, quien desea algo prohibido ya ha pecado, aunque no lo haya ejecutado. Por tanto, la ley no solo poda las ramas, sino que corta las raíces del pecado. Con respecto al sábado, Salomon recuerda que el propio Dios explicó su santidad: Él creó todo en seis días y descansó el séptimo, lo bendijo y lo consagró. Incluso cuando el pueblo construía el tabernáculo, el sábado debía ser guardado. Quien lo violara debía morir, y quien encendiera fuego ese día sería castigado.

Relata cómo Dios sancionó la profanación del sábado incluso en detalles aparentemente menores, como salir a recoger leña o buscar maná en el día de descanso. La severidad con que se defendía el sábado —al punto de exigir la pena de muerte— demuestra, según Salomon, que su observancia no es opcional, sino parte de una alianza eterna. Isaías y Jeremías proclamaron bendiciones para quienes lo guardaran y prometieron el acceso al monte santo de Dios —es decir, al cielo— para los que lo consideraran su delicia. Finalmente, Ezequiel lo llamó un sacramento, una señal sagrada entre Dios e Israel, lo que explica su especial tratamiento en la jurisprudencia rabínica.

Curtius plantea que un teólogo sagaz —probablemente Juan Calvino— se admiró de que el descanso sabático estuviera tan profundamente arraigado en tantas leyes y profecías divinas, como si en ese día se concentraran los principales puntos de la ley y de la salvación. Afirmaba incluso que el sábado no había sido abrogado por Cristo, y criticaba a quienes sostenían lo contrario. Octavius sugiere que musulmanes y cristianos cambiaron el día de descanso más por motivos identitarios y políticos que teológicos: los musulmanes eligen el sexto día para no coincidir con los judíos ni con los cristianos, y estos eligen el primero para diferenciarse de los judíos. Irónicamente, si el viernes fue el día del sufrimiento de Mahoma y de Cristo, sería más lógico, dice Octavius, que los cristianos guardaran ese día como santo.

Toralba manifiesta su asombro ante esta contradicción: tanto cristianos como musulmanes reconocen la autoridad eterna del decálogo —como si fuera ley natural—, pero cambian arbitrariamente el único precepto que contiene una indicación específica de día. Fridericus pregunta si acaso los cristianos deben seguir los ritos judíos, y Salomon responde que, si se niega la validez del cuarto mandamiento, se pone en entredicho la integridad de todo el decálogo. Toralba responde que todos los otros mandamientos coinciden con la ley natural, excepto el cuarto, como admitió el propio Abraham Aben Esra.

Salomon retoma el argumento y cita el caso del hombre que recogió leña en sábado: Dios ordenó su ejecución, y luego mandó que los israelitas cosieran filacterias en sus vestidos como recuerdo constante de sus leyes. Fridericus objeta que se puede alabar a Dios y recordar la creación cualquier día, incluso el primero. Salomon le responde con una analogía: si alguien celebra su cumpleaños en un día preciso y no en cualquier otro, ¿por qué los cristianos cambian el “cumpleaños del mundo”, que es el séptimo día, por otro día? Señala que Dios solo bendijo y santificó el séptimo día, nunca el primero ni el sexto. Reprocha que los cristianos, por edicto imperial, hayan mantenido el antiguo “día del sol” romano bajo un nuevo nombre, conservando así una raíz pagana. Curtius replica que ese nombre no se debe al culto solar sino a razones de comprensión popular. Pero Salomon insiste en que, con el olvido de los no sabios o con la impiedad, Dios quiso fijar la memoria de la creación mediante el descanso sabático.

Además, recuerda que no solo el séptimo día fue consagrado, sino también el séptimo mes, en el cual, según la tradición, ocurrió la creación. En ese mes se debía comenzar la lectura pública de la ley, y cada siete años se interrumpía la agricultura. Este simbolismo numerológico —el siete— era tan fuerte que los sacerdotes interpretaban las leyes a la luz de antorchas y luminarias, siguiendo una costumbre que Heródoto atribuía también a los egipcios. El mes era llamado por los caldeos “Etanim”, es decir, el mes de los hombres ilustres, porque en él ocurrían nacimientos y muertes notables. El día de la creación, dice Salomon, es tan especial en la naturaleza que nadie debería dudar de que la ley del sábado es coherente con ella.

Coronaeus le ruega que no detenga la explicación y que siga desarrollando su argumento: si los demás mandamientos se justifican como parte de la ley natural, ¿por qué no el sábado? Salomon, con temor reverente, responde que teme profanar estos misterios divinos con palabras humanas, y que no habría hablado tanto si no supiera que sus interlocutores veneran los temas sublimes. Pero Coronaeus insiste: ya que todos son amantes de lo divino, que no les niegue esos secretos.

Séptimo Día y sabiduría

Salomon desarrolla aquí una serie de observaciones, símbolos y fenómenos asociados al séptimo día que, en su conjunto, muestran que el sábado no es solo una orden ritual, sino un reflejo de un orden cósmico profundo.

Salomon comienza destacando que, según los profetas y las tradiciones antiguas, en el séptimo día se renueva la fuerza del cuerpo y la sabiduría del alma. No solo se trata de una jornada de descanso físico, sino de una disposición del alma para la contemplación, para el acceso a la luz divina y a la comprensión espiritual. Incluso los demonios —según esta visión— se ven restringidos en su acción durante ese día por mandato de los ángeles. Esto se prueba, dice, en acontecimientos como la décima plaga de Egipto, que ocurrió en la noche del séptimo día, mostrando el despliegue del juicio divino.

Se mencionan fenómenos físicos y médicos: el sol brilla con mayor claridad, los cielos se despejan, y los enfermos mejoran en ese día. También hay una dimensión simbólica: la circuncisión se realiza al octavo día para que el sábado haya intervenido y fortalecido al infante. Así, la naturaleza misma reconoce y reacciona al sábado. Los sabios rabínicos afirman que los demonios no molestan a los justos ese día, lo que se ha convertido incluso en un proverbio.

Además, el alma del justo es alimentada por los banquetes espirituales del sábado —la meditación, la oración, la alabanza— y se dispone mejor para recibir la luz divina, que brilla más en este día que en los demás. En esta mística elevación, el alma se une a Dios: David la llama “muerte preciosa” y Salomón la describe como “el beso de Dios”.

Luego se refuerza esta visión con un dato curioso: el historiador Josefo relata que un río en Siria fluía solo los días sábado, lo que vendría a ser un testimonio natural del poder de ese día.

Pero el debate no termina allí. Curtius y Fridericus cuestionan por qué el sábado habría de ser más sagrado que otros días, especialmente si en ciertas regiones del mundo los días pueden durar meses, como cerca de los polos. Salomon responde que en esas zonas extremas la humanidad no habita con regularidad, y aun si lo hiciera, podrían observar igualmente el ciclo solar.

Fridericus plantea una última objeción: si el séptimo día es tan sagrado, ¿por qué también se honra la luna nueva cada treinta días? Salomon responde que no hay contradicción: el sábado celebra la creación, mientras que el día trigésimo celebra el cuidado providente de Dios sobre la creación, que sigue vigilando los ritmos del mundo: sus aumentos, disminuciones y cambios. Por eso también otras culturas —como los griegos y los romanos— veneraban la luna nueva.

Así, el argumento de Salomon es que el sábado no es una imposición arbitraria ni exclusivamente judía, sino una institución de carácter cósmico y espiritual, cuyo origen es anterior a cualquier ley positiva, y cuyas señales se encuentran en el cuerpo, en el alma, en la naturaleza y en los cielos.

Curtius y Fridericus critican la rigidez con que los judíos han observado el sábado incluso ante circunstancias que exigían acción inmediata, como la defensa de Jerusalén ante el asedio de Pompeyo o la invasión de Ptolomeo. Desde su perspectiva, la negativa a actuar en el día sagrado fue una superstición que llevó al desastre, una ceguera legalista que despreció la protección de la vida y la seguridad. Agatharchides y otros autores clásicos usaron esto como motivo de burla, y lo mismo hizo Plutarco, comparando el sábado con el día consagrado a Saturno, asociado a la melancolía y la inacción.

Salomon responde que tales críticas ignoran el trasfondo ético y espiritual del judaísmo. Defiende que los judíos fueron fieles a su religión incluso bajo presión, y que lo que a ojos de sus enemigos parecía necedad era en realidad un acto de reverencia. Además, explica que, aunque la tradición prohíbe ciertas acciones en sábado, en casos de necesidad o peligro extremo no se considera una violación de la ley socorrer o salvar una vida. De hecho, cita el caso de Ptolomeo Filadelfo, quien, tras su ocupación, benefició a Jerusalén y a los judíos, demostrando que la fidelidad religiosa no necesariamente implica pérdida o desastre.

Senamus menciona a Judas Macabeo como un ejemplo de reinterpretación del sábado: él entendió que defender a su pueblo y sus templos incluso en sábado era un deber superior, abriendo así una vía legítima de acción militar en día sagrado. Este acto representa una forma de evolución interna del pensamiento religioso ante situaciones de amenaza.

Fridericus y Curtius no se detienen ahí. También objetan la inacción ante emergencias domésticas, como no socorrer a un familiar ahogado o herido por respeto al sábado. Alegan que Cristo mismo criticó esta rigidez cuando curó en sábado y fue atacado por los fariseos, replicando que el sábado fue hecho “para el hombre”, y no el hombre para el sábado. En su enseñanza, el bienestar humano prima sobre la observancia ritual, lo cual ejemplifica con la parábola del buen samaritano.

Salomon, sin embargo, responde que la ley judía no prohíbe actuar por necesidad. Reconoce que en casos urgentes, la acción está permitida, pero critica el uso indebido del sábado para legitimar cualquier actividad. También defiende que Cristo y Pablo nunca derogaron el sábado como tal, sino que lo reinterpretaron. Incluso señala que algunos cristianos primitivos, como Tertuliano, seguían observándolo junto al domingo.

Finalmente, Coronaeus adopta una postura de conciliación: si el enfermo puede esperar sin peligro, conviene respetar el día sagrado; si no, el deber moral es atenderlo, pero sin relativizar el valor del descanso divino. Y cierra afirmando que no se apartará de la doctrina de la Iglesia romana, viendo en el mandato bíblico de no remover los “mojones antiguos” una metáfora de respeto a la tradición eclesiástica.

El Sábado

Curtius inicia señalando que, aunque al principio los cristianos mantenían costumbres judaicas —como la circuncisión y la observancia del sábado—, pronto abandonaron esas prácticas, citando a Pablo como figura clave en esta transición. Se recuerda su reprensión a Pedro y la exhortación a los colosenses: “Que nadie los juzgue por sabbaths”, lo cual marca un punto de inflexión en el rechazo de la ley mosaica por parte del cristianismo emergente.

Coronaeus señala que el cambio definitivo ocurrió con el papa Víctor, quien en el año 196 ordenó sustituir el sábado por el domingo (la domenica), principalmente por razones prácticas: la doble observancia entorpecía el comercio y las actividades públicas.

Pero Salomon no busca persuadir a los cristianos de volver al sábado. Más bien, expresa su dolor espiritual por la forma en que tanto el sábado como el domingo han sido profanados por actividades que considera inmorales: bailes, ebriedad, juegos, cacerías, e incluso fornicaciones. Según él, sería mejor trabajar que dedicar el día sagrado a tales excesos.

Senamus critica la actitud de los judíos, acusándolos de tener una visión triste de los días festivos, que en la antigüedad grecolatina eran días de júbilo y celebración. Salomon responde que, si bien se abstienen de danzas comunes en el sábado, ese día es profundamente alegre para ellos. Citan salmos con música, celebran comidas festivas ante Dios, y sobre todo, dedican largas horas al estudio de la Ley. En este contexto, menciona que incluso está permitido recorrer un corto trayecto —dos millas— para recibir enseñanza teológica. La melancolía que los demás perciben en los judíos, dice, no es por tristeza religiosa, sino por el dolor que les provoca ver cómo se violan los mandamientos sin temor a Dios.

A partir de aquí, Salomon lanza una dura crítica al cristianismo institucional: la idolatría que denuncia no es solo por la adoración de estatuas, sino por la eliminación del segundo mandamiento del decálogo en los catecismos. Cuestiona a Martín Lutero por suavizar la prohibición de imágenes y acusa a la Iglesia de invocar a muertos, reliquias y hasta demonios. Añade que el nombre de Dios se profana diariamente, y que muchos miembros del clero, bajo pretexto de castidad, cometen pecados sexuales. La crítica es tan frontal y apasionada que deja en silencio a todos los presentes, incluyendo a Coronaeus, firme defensor del catolicismo.

Finalmente, Octavius introduce una comparación con los musulmanes, presentándolos como un ejemplo de monoteísmo estricto y devoción pura. Dice que veneran a Dios con oraciones diarias, se abstienen de toda representación figurativa en templos, y que incluso en la vida privada son rigurosos con la alabanza nocturna. Narra la experiencia con un huésped africano que, en medio de la noche, se levantó para orar y le reprochó su silencio, citando los Salmos y el libro de Job como testimonio del deber espiritual nocturno.

Plegarias y prácticas de devoción

El punto de partida es un elogio de Coronaeus a la liturgia romana, particularmente la costumbre de rezar y cantar siete veces al día, en la tradición del salmista David: “Te alabo siete veces al día”. Él critica que ni judíos ni protestantes como los luteranos o zwinglianos observan tales hábitos devocionales, con la única excepción de los anglicanos.

Salomon responde que, si bien la Ley divina ordenaba a los levitas y sacerdotes alabar a Dios por la mañana y por la tarde, las oraciones continuas y privadas eran consideradas aún más loables. Sostiene que la mención bíblica de las “siete veces” no indica una cantidad literal, sino un símbolo de frecuencia indefinida. Cita el ejemplo de la madre de Samuel, quien dijo haber dado a luz “siete hijos”, en un uso simbólico del número.

Octavius describe brevemente la oración principal del islam, la Salat (llamada aquí Lassala), que considera sencilla pero efectiva. Se trata de un llamado a la alabanza del Dios único y a pedir su guía. También destaca que, fuera de esta oración común, los musulmanes tienen múltiples oraciones individuales según su voluntad.

Coronaeus interviene para defender la Pater Noster (Padrenuestro) cristiana y niega que deba ceder ante la oración musulmana o la Shema hebrea. Salomon aclara que la Shema no es una oración en sí, sino una confesión de fe diaria en el Dios único, transmitida por Moisés al pueblo de Israel. Cita el pasaje de Deuteronomio 6:4-9 y explica el significado ritual de portar la Shema en pequeños pergaminos, conocidos como tefilín, que los judíos atan a su brazo izquierdo y entre los ojos, como recordatorio constante de la Ley. Además, explica que esos pergaminos contienen otros pasajes esenciales del Éxodo y Deuteronomio, todos orientados a reforzar la conciencia del monoteísmo y la redención divina.

Fridericus acusa a los judíos de superstición por creer que portar los pergaminos trae salvación, del mismo modo en que algunos católicos llevan pasajes del Evangelio de San Juan como amuletos. Cita a San Agustín, quien condenó el uso de tales objetos como supersticiones paganas.

Salomon responde que si alguien de su pueblo cree en esos objetos como garantía de salvación por sí solos, está equivocado. El propósito es pedagógico y devocional: ver los tefilín o las mezuzot (pequeños tubos con la Shema que se fijan a las puertas) sirve para recordar la Ley de Dios y apartarse de la idolatría.

Octavius vuelve a elogiar la sobriedad del islam. Subraya que los musulmanes rechazan completamente los amuletos, imágenes y esculturas. Para garantizar la pureza en la oración, incluso construyen sus mezquitas separando los espacios de hombres y mujeres, evitando así toda distracción y manteniendo el recogimiento.

Salomon comienza destacando que muchas de las prácticas que los musulmanes observan hoy —como la separación entre hombres y mujeres en la oración y la modestia femenina— fueron tomadas de las tradiciones hebreas. Señala que esta separación tenía por fin evitar la provocación de deseos impuros incluso dentro del templo. Para reforzar su punto, cita el ejemplo bíblico de los hijos de Elí, sacerdotes que deshonraron a las mujeres frente al tabernáculo, y cómo esta práctica fue luego corregida con mayor separación y recato.

Fridericus añade que los primeros cristianos también fueron acusados de libertinaje sexual durante sus reuniones religiosas nocturnas, motivo por el cual apologistas como Orígenes, Justino, Atenágoras y Tertuliano se vieron obligados a defender la pureza de su fe. Tertuliano, en particular, condenó los “besos de caridad” entre hombres y mujeres dentro de las iglesias, por ser ocasión de tentación. Coronaeus comenta que tales prácticas fueron luego eliminadas por los papas, y se muestra esperanzado en una reforma más estricta.

Octavius observa que muchas costumbres judías y musulmanas coinciden: ambas religiones practican la circuncisión, rechazan ídolos, no comen sangre ni cerdo, realizan frecuentes abluciones, y veneran al único Dios eterno. Incluso recuerda cómo los etíopes cristianos también practican la circuncisión y conservan muchas leyes judías, y que Heródoto ya mencionaba esta práctica entre los egipcios.

Curtius duda de la utilidad de la circuncisión, a lo que Salomon responde que tiene un significado espiritual como signo del pacto con Dios, además de beneficios físicos y morales, como limitar la lujuria, según el rabino Moisés.

Octavius retoma las diferencias: los musulmanes no guardan el sábado ni celebran la pascua, ni esperan un Mesías, salvo algunos chiítas (imamitas). Aunque pueden orar hacia cualquier dirección, suelen orientarse hacia La Meca, al igual que el profeta Daniel oraba hacia Jerusalén.

Senamus recuerda que diversas culturas antiguas daban importancia a la orientación del culto: los griegos y persas rendían culto mirando hacia el oriente, por ser dirección del sol naciente (Mitra), mientras que los judíos oraban hacia el occidente. Esta costumbre, vista como contracultural, provocaba críticas.

Salomon responde que los judíos lo hacen no para evitar parecer adoradores del sol, sino porque es la dirección en la que Dios ordenó que se construyera el tabernáculo, basado en la estructura del universo. Así como el movimiento de los cuerpos celestes va de este a oeste, el culto debe acompañar esa dirección. Además, esta disposición revela secretos de la naturaleza, como la superioridad simbólica del norte (la derecha) sobre el sur (la izquierda), vinculado con la sabiduría y la fortaleza.

Toralba amplía la reflexión señalando que no hay consenso entre los sabios antiguos sobre cuál es la “derecha” del universo. Pythagoras, Platón y Aristóteles pensaban que el este era la derecha; Plinio y Varrón decían que era el oeste; otros, como Philo y Lucano, asignaban el norte como lado derecho. Salomon sostiene que la disposición del tabernáculo y los sacrificios según esta lógica natural permite descubrir verdades sobre el alma humana, las regiones del mundo, el equilibrio de los humores (como el hígado a la derecha y el bazo a la izquierda), y hasta los movimientos de los animales y los ejércitos.

Octavius y los musulmanes

Octavius inicia describiendo cómo los musulmanes orientan su oración dependiendo de su ubicación geográfica: los que están al norte del Trópico de Cáncer rezan mirando hacia el sur (hacia La Meca, Medina o el Monte Moriah), mientras que los del sur rezan hacia el norte. En el rito, besan el suelo y ambas manos dos veces con la cabeza inclinada, mostrando humildad —una práctica que, según Octavius, los cristianos rara vez imitan.

Curtius señala que en la antigüedad besar la mano era símbolo de respeto y silencio piadoso, y que algunos aún golpean su pecho o su frente como señal de arrepentimiento, ubicando el origen del pecado en el corazón o el pensamiento. Pero condena la práctica de besar el suelo por sus vínculos con antiguas formas de idolatría a la tierra, como el culto a Cibeles.

Salomon responde que en la tradición judía se ora de pie, de rodillas o con el rostro inclinado hacia el suelo solo en casos extremos, como muestra de humildad, pero nunca sentados o recostados, a menos que la enfermedad lo exija. Cita a Moisés y Elías como ejemplos de oración prolongada y fervorosa, y señala que Plutarco se equivocó al afirmar que Numa enseñó a orar sentado. Explica que la postración, más que ritualística, es expresión de la sumisión interior.

Octavius defiende a los musulmanes, afirmando que su inclinación al besar el suelo no tiene relación con idolatrías antiguas, sino con respeto. Destaca su disciplina en los templos, su ayuno en el día sagrado y su festividad mayor, Elmeide, que incluye reconciliación, besos en las manos y expresión sincera de amor familiar. El perdón es un deber tan grande que quien no perdona después de aceptar la mano de otro, aunque no sea castigado por ley, será condenado moralmente. Añade que los musulmanes se destacan en la ayuda a los pobres, con más albergues que necesitados, y menciona haber visto a turcos regalando dinero por las calles. El principio más sagrado es la zakat (dar limosna), que observan con rigor.

Relata que incluso los ermitaños (chorabitas) invitan a los viajeros a hospedarse y los agasajan sin esperar nada a cambio, dándoles gracias con expresiones piadosas. Subraya que entre ellos es común que las personas ricas construyan templos y albergues públicos. En cambio, critica que muchos cristianos hacen caridad más por vanidad o redención de pecados que por verdadero amor. Cita a San Basilio para afirmar que la limosna es la más provechosa de las artes.

Octavius elogia también la educación religiosa en la infancia musulmana: los niños memorizan el Corán antes de la pubertad y son educados lejos de fábulas o espectáculos inmorales, sin canciones obscenas. Concluye afirmando que, al comparar la religión, leyes, costumbres e instituciones musulmanas con las cristianas, considera que los musulmanes no solo parecen tener religión verdadera, sino que realmente la poseen, en virtud de que su ley es conforme a la naturaleza, como enseñaron filósofos como Al-Ghazali (Agazel) y Avicena.

El resto de los interlocutores guarda silencio, impactados por la aparente “defección” de Octavius del cristianismo hacia los ismaelitas (musulmanes). La tensión es tal que Fridericus rompe el silencio para sugerir que no hay necesidad de refutarlo, insinuando que Octavius no cree sinceramente en lo que ha dicho, sino que hablaba con propósito retórico o por mero ejercicio dialógico.

Fridericus lanza una crítica contra Mahoma, afirmando que fue un hábil creador de religiones, cuya biografía está llena de elementos legendarios: se le atribuyen prodigios desde su nacimiento (vientos, pájaros, nubes y ángeles que lo alimentan), su ascenso al cielo con Gabriel, el uso de la fuerza militar tras el fracaso de la persuasión, y una muerte envuelta en escándalo. Se le acusa de codicia, de haber prometido una resurrección que no cumplió, de apropiarse de la esposa de su amigo Zaid, y de haber prohibido el vino tras una historia fantástica con ángeles ebrios seducidos por una prostituta.

Además, se ridiculiza su descripción del paraíso, lleno de placeres sensuales, comidas exóticas y mujeres bellas, durante 70.000 años. Averroes habría criticado este paraíso como digno de cerdos, mientras que Avicena defendía que la verdadera dicha no era corporal sino espiritual.

Fridericus argumenta que estas historias provienen de textos apócrifos como Ta Elimel Nebi y Edit el Nebi, rechazados incluso por teólogos musulmanes, de la misma forma que los cristianos rechazan algunas leyendas hagiográficas como las de Bonaventura. Señala que el Alcorán (Corán), al ser bien leído y sin prejuicios, no contiene contradicciones ni absurdos, sino una moral recta centrada en Dios, la piedad filial, la justicia y el cuidado de los débiles, según opinaban incluso críticos cristianos como Dionisio Cartujano y el cardenal Rafael Riario.

En tono sarcástico, Fridericus se burla del supuesto ascenso de Mahoma al cielo montado en una mula, comparándolo con otras historias inverosímiles de apoteosis romanas, como la de Augusto o Drusila, la hermana de Calígula, lo que da pie a Octavius para responder que muchas de estas historias son ajenas a las verdaderas escrituras musulmanas y no deben confundirse con el Corán.

Coronaeus expresa su perplejidad: le sorprende que Octavius, siendo un hombre sabio y de doctrina sólida, pueda simpatizar con las “supersticiones” de los musulmanes, a las que considera más dignas de compasión que de burla, especialmente porque provienen —según él— de un pueblo sometido a dura servidumbre.

Luego de esto, Octavius comienza a relatar algunos sucesos que tuvo con respecto al islam. Octavius relata cómo fue capturado, vendido como esclavo y posteriormente liberado tras convertirse al islam, influenciado por los argumentos de un dominico que había abandonado el cristianismo y escrito una apología del islam en árabe. Este relato da cuenta de un proceso de conversión sincera, no motivado por coacción, sino por convencimiento racional.

Fridericus reacciona con una metáfora sarcástica tomada del oráculo de Trofonio, sugiriendo que Octavius ha sido como los hombres que, al entrar en el santuario, eran poseídos por la locura. Octavius, sin alterarse, reafirma que lo importante no son las acusaciones lanzadas contra Mahoma, sino la devoción verdadera al único Dios eterno.

Toralba introduce entonces una tesis central: que la religión más antigua y auténtica es la que proviene de la ley natural, suficiente por sí sola para la salvación. Cita a Cicerón, a Pablo en su epístola a los Romanos, y evoca a los patriarcas bíblicos —Abel, Enoch, Noé, Abraham, Job— como modelos de hombres justos sin necesidad de ley positiva escrita ni de ritos complejos.

Salomon respalda esta posición, destacando que la ley natural bastó a los patriarcas antes de Moisés. Señala que incluso la circuncisión era un signo distintivo, pero no una condición de salvación, y que los sacrificios prescribían un lugar específico que, tras la destrucción del templo, ya no se puede observar. Sin embargo, también sostiene que ninguna religión puede subsistir sin ciertos ritos y ceremonias, que ayudan a mantener unida y disciplinada a la comunidad creyente. Atribuye la longevidad del cristianismo romano a su variedad ritual, a la riqueza estética de su culto (música, vestimentas, arte sacro), heredada en parte de los judíos, griegos y latinos, e incluso de tradiciones egipcias como el luto ritual de Isis.

Curtius critica esta pompa religiosa como teatral y superficial, comparándola con la belleza engañosa de animales salvajes. Para él, la verdadera piedad se halla en la sinceridad, no en el esplendor exterior.

Octavius concluye retomando la postura de Toralba y Salomon, y afirma que el islam no difiere sustancialmente de ellos. Destaca que el Corán llama a imitar la fe de Abraham y que los ritos musulmanes son necesarios pero sobrios, sin imágenes ni espectáculos que distraigan del culto a Dios. Justifica la presentación sensorial del paraíso coránico como una pedagogía para retener a los malvados mediante premios y castigos, pero insiste en que la ley islámica propone la justicia universal, la compasión hacia los débiles, y la purificación del alma, simbolizada en los lavados corporales.

Toralba sostiene que quienes sobrecargan la religión con ritos excesivos la corrompen en superstición, pero que aquellos que los eliminan completamente destruyen la religión desde su raíz, como un viñador que en lugar de podar las ramas, corta la vid desde el suelo. Por ello, incluso las nuevas religiones deben conservar ciertos ritos y promesas si quieren perdurar, como los beneficios y el respeto hacia los sacerdotes, afirmando que la falta de diezmos atrae pobreza y ruina, según la promesa de Dios en el libro de Malaquías.

Octavius secunda esta idea señalando que Mahoma se preocupó de que los sacerdotes del islam vivieran con dignidad, evitando así que la pobreza desprestigiara la religión. Curtius, sin embargo, critica duramente a Mahoma, acusándolo de falsario al confundir a la Virgen María con la hermana de Moisés y Aarón, lo que evidencia ignorancia histórica. Denuncia la veneración de tumbas en el islam y relata, apoyándose en el testimonio de León el Africano, un episodio escandaloso ocurrido en El Cairo, donde un acto público de adulterio fue celebrado ritualmente y presentado como si fuera una experiencia religiosa.

Salomon reacciona con repugnancia ante estos relatos y lamenta que la religión pueda ser manipulada con promesas falsas, recordando que Dios, al contrario, suele dar incluso más de lo prometido, y que la verdadera recompensa es la vida eterna, no placeres sensuales. Onkelos, el traductor caldeo, había interpretado que incluso cuando la ley promete vida, se refiere a la vida eterna. Salomon también advierte que quien cree que las recompensas son fábulas, probablemente también considerará los castigos como tales, con lo cual se entrega al vicio sin freno.

Octavius, en una defensa audaz, apela a la pedagogía política de Platón y Xenofonte, según la cual es lícito mentir al pueblo si con ello se consigue el bien común; en este caso, Mahoma habría ideado esas recompensas para atraer a pueblos inclinados a la lujuria, como los de las regiones del sur, hacia una religión monoteísta y virtuosa. Añade que el Corán exalta la castidad en numerosas ocasiones, y que si bien describe un paraíso placentero, eso no implica que fomente el vicio en esta vida. Según él, Mahoma diseñó tales recompensas no como incitación al placer, sino como freno al pecado y estímulo para la obediencia.

Salomon, sin conceder totalmente, afirma que el monoteísmo del islam deriva de la ley divina, pero critica que Mahoma haya mezclado verdades con invenciones bajo la excusa de una revelación por medio del ángel Gabriel. Octavius, por su parte, insiste en que la misión de Mahoma fue necesaria para alejar a los pueblos asiáticos y africanos del politeísmo y del culto idolátrico a Cristo o Júpiter, y que el islam se basó en dos estrategias eficaces: ofrecer libertad a los esclavos y prohibir la crítica doctrinal bajo pena de guerra. Rememora cómo los ejércitos islámicos conquistaron vastos territorios e incluso atrajeron a cristianos arrianos, nestorianos y sabellianos al afirmar que Cristo era un profeta pero no Dios.

Curtius reacciona con firmeza y desprecio hacia esta aparente tolerancia teológica, y rechaza los concilios arrianos como falsas conspiraciones heréticas que niegan los dogmas fundamentales de la Trinidad y la divinidad de Cristo, fundamentos que, recuerda, fueron confirmados por el concilio de Nicea. Para él, los sínodos que aceptaron el arrianismo no fueron verdaderos concilios sino alianzas de impíos, y afirma que los herejes no deben ser considerados autoridad religiosa alguna, por más numerosos que hayan sido.

Cuando Octavius se dispone a replicar invocando la antigüedad del cristianismo, Coronaeus interrumpe para cerrar la sesión, recordando que el debate ha sido extenso y que sería mejor posponerlo hasta después de la comida. Anuncia que el próximo encuentro abordará una cuestión aún más sutil y polémica: si es lícito que un hombre justo piense algo distinto en su interior de lo que profesa públicamente.

Conclusión

El Lib ro IV del Colloquium heptaplomeres se erige como un profundo examen de las religiones reveladas —judaísmo, cristianismo e islam— a través de un debate plural en el que se confrontan no solo doctrinas y ritos, sino también la validez de la ley natural como fundamento suficiente para la salvación humana. A lo largo de sus diálogos, los interlocutores exploran el sentido del sábado, la función de los símbolos y ceremonias, la crítica a la idolatría, y el papel pedagógico de las promesas celestiales. La figura de Mahoma es evaluada con pasión, admiración y escepticismo, al tiempo que se reflexiona sobre los límites entre fe, razón y utilidad política. La discusión culmina en la afirmación, compartida por Salomon, Toralba y Octavius, de que la ley natural —anterior y superior a los ritos positivos— puede bastar para alcanzar la virtud, aunque reconocen que los ritos, sabiamente aplicados, tienen un valor disciplinante y simbólico. Así, el Libro IV no solo pone en crisis la legitimidad exclusiva de cada religión, sino que propone una visión tolerante, racional y universalista de la relación entre el ser humano y lo divino.