Mostrando entradas con la etiqueta virtudes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta virtudes. Mostrar todas las entradas

sábado, 13 de diciembre de 2025

Plutarco - Moralia: Cómo percibir los propios progresos en la virtud

En Sobre cómo percibir los propios progresos en la virtud, Plutarco se enfrenta directamente a la rigidez estoica y defiende una idea profundamente humana: la virtud no aparece de golpe, sino que se construye paso a paso. Frente a la tesis de que solo el sabio perfecto es virtuoso, introduce la prokopé, el progreso moral gradual, perceptible y consciente. A través de ejemplos concretos y señales prácticas —el dominio de las pasiones, la firmeza ante la crítica, el deseo de imitar a los mejores y la atención incluso a los pequeños detalles—, Plutarco muestra que avanzar en la virtud no exige perfección, sino vigilancia interior y constancia. La excelencia moral, así entendida, no es un ideal inalcanzable, sino un camino que puede reconocerse mientras se recorre.

SOBRE CÓMO PERCIBIR LOS PROPIOS PROGRESOS EN LA VIRTUD

El progreso moral como experiencia gradual y perceptible

Plutarco comienza planteando una dificultad central: nadie puede percibir un progreso real en la virtud si ese avance no conlleva una disminución efectiva del vicio y de la ignorancia. Mientras el mal siga oprimiendo al alma con el mismo peso, no hay sensación de mejora. El progreso moral, para ser auténtico, debe sentirse como un alivio interior y como un cambio real en la disposición del alma.

Para aclarar esta idea, recurre a analogías tomadas del aprendizaje y de la medicina. En disciplinas como la música o la gramática, nadie diría que progresa si sigue siendo igual de ignorante que antes. Del mismo modo, un enfermo no puede reconocer mejoría si la enfermedad no cede poco a poco. Así, el progreso siempre se reconoce por la pérdida gradual de lo negativo y la aparición de su contrario.

A partir de aquí, Plutarco critica la doctrina estoica que sostiene que el paso del vicio a la virtud es instantáneo y total. Según esta postura, el sabio abandona todo vicio de una sola vez, sin etapas intermedias. Plutarco muestra que esta tesis genera paradojas, pues elimina la posibilidad de un progreso consciente y deja al individuo sin criterios claros para reconocer su propia transformación moral.

Frente a esta visión extrema, propone entender el progreso moral como un camino o un viaje. El alma se va desprendiendo poco a poco de ciertas disposiciones y adquiere otras nuevas, muchas veces sin advertir de inmediato la cercanía de la meta. Esta concepción permite explicar por qué alguien puede avanzar en la virtud sin sentirse aún plenamente sabio, y al mismo tiempo ser consciente de que ya no es el mismo de antes.

Plutarco refuerza su argumento señalando que, si el cambio moral fuera súbito y absoluto, sería imposible no notarlo. Una transformación radical del vicio a la virtud sería tan evidente como un cambio físico o de condición extrema. El hecho de que el progreso moral no se experimente así demuestra que la virtud se adquiere gradualmente.

No todos los vicios son iguales ni todas las faltas tienen el mismo peso. La experiencia cotidiana confirma esta diferencia, pues distinguimos claramente entre errores leves y conductas gravemente injustas.

La continuidad del esfuerzo como signo del progreso en la virtud

Cuando el vicio disminuye, la razón actúa como una luz que va disipando la oscuridad interior, “como con la disminución de la sombra”. Por eso, no es irracional que quien avanza desde una condición profundamente viciosa llegue a tomar conciencia de su cambio, pues este progreso tiene causas observables y racionales.

La primera señal del progreso es la continuidad y regularidad del avance. Plutarco compara la vida filosófica con una navegación en mar abierto: así como el navegante calcula la distancia recorrida considerando el tiempo y la fuerza del viento, el filósofo puede medir su progreso observando si su marcha es constante, sin interrupciones bruscas ni avances espasmódicos. El progreso auténtico no se da por impulsos aislados, sino por un movimiento estable, “suave y en línea recta”, guiado por el razonamiento.

Plutarco introduce una cita de Hesíodo, señalando su valor moral: «si colocares aunque sea un poco sobre otro poco e hicieras esto con frecuencia» (Hesíodo, Trabajos y días, 361-362). Esta máxima, comúnmente aplicada al aumento de la riqueza, es elevada aquí al ámbito ético: la virtud crece por acumulación constante de pequeños avances, hasta que la razón adquiere un hábito sólido y eficaz.

Plutarco advierte, sin embargo, que la irregularidad en el ejercicio filosófico no solo detiene el progreso, sino que provoca retrocesos. Cuando el alma cede por pereza, el vicio “se pone encima” y la arrastra hacia atrás. Para explicar esta dinámica, utiliza una imagen tomada de la astronomía: los matemáticos dicen que los planetas “se detienen” cuando dejan de avanzar, pero en la vida moral no existe un verdadero estado de reposo. Si el progreso cesa, el movimiento del alma se inclina inevitablemente hacia lo peor, pues la naturaleza nunca permanece inmóvil.

Este carácter incesante de la lucha moral es reforzado mediante una referencia oracular, citada por Plutarco: «luchar contra los cirreos todos los días y todas las noches» (Esquines, Contra Ctesifonte, 107-108). La enseñanza es clara: la vigilancia contra el vicio debe ser permanente. Relajarse, admitir placeres o distracciones como si fueran “heraldos de tregua”, implica abrir la puerta al retroceso. La constancia en la lucha es condición para avanzar con ánimo firme.

Plutarco matiza su postura y reconoce que pueden existir intervalos en el estudio filosófico. Estos no son necesariamente negativos, siempre que los períodos posteriores sean más largos y estables que los iniciales. Esto indica que la negligencia va siendo vencida por el ejercicio. En cambio, es un mal signo cuando, tras un entusiasmo inicial, aparecen frecuentes interrupciones y desalientos, como si el fervor se enfriara.

Para ilustrar este fenómeno, Plutarco recurre a una imagen natural: el crecimiento de la caña, que al comienzo avanza rápidamente, pero luego se ve frenado por nudos y resistencias internas. Así ocurre con quienes hacen incursiones intensas pero desordenadas en la filosofía: al no percibir un cambio real hacia lo mejor, se cansan y abandonan. Frente a ellos, cita una imagen homérica: «Pero al otro además le salieron alas» (Homero, Ilíada, XIX, 386), símbolo de aquel que, impulsado por la utilidad de la filosofía, elimina excusas y avanza con decisión.

No es signo de auténtico amor alegrarse solo con la presencia del amado, sino sufrir su ausencia. Del mismo modo, muchos parecen entusiasmados con la filosofía mientras participan en discusiones, pero la olvidan fácilmente cuando se alejan. En cambio, quien ha sido verdaderamente tocado por ella experimenta inquietud y desasosiego cuando se ve separado, como se indica en una cita trágica atribuida a Sófocles: el deseo filosófico actúa como un aguijón persistente que empuja de vuelta al estudio y a la virtud. Así, cuanto mayor es el beneficio recibido de la filosofía, mayor es la inquietud que produce su ausencia, y más auténtico resulta el progreso moral.

La firmeza interior como señal decisiva del progreso en la virtud

Plutarco retoma la idea del progreso moral apoyándose en una autoridad antigua: Hesíodo, cuya enseñanza afirma que el camino de la virtud no es escarpado ni imposible, sino que se vuelve “fácil, suave y cómodo” gracias al ejercicio constante (Trabajos y días). Al comienzo, sin embargo, el estudio de la filosofía está marcado por dificultades, errores y vacilaciones, semejantes a las de quienes han dejado la tierra conocida y aún no divisan el puerto al que se dirigen. En ese estado intermedio, muchos retroceden, pues han abandonado lo familiar sin haber alcanzado todavía lo mejor.

Para ilustrar este peligro inicial, Plutarco recurre a ejemplos concretos. Menciona a Sestio, el romano que dejó honores y cargos públicos por la filosofía, pero que, impaciente ante la dureza del aprendizaje, estuvo a punto de arrojarse desde lo alto. El ejemplo muestra que el progreso no fracasa por la filosofía misma, sino por la incapacidad de soportar el período de transición, cuando el alma aún no ha adquirido estabilidad.

Un relato similar se presenta con Diógenes de Sínope, quien, al comenzar su vida filosófica, se vio sacudido por violentas dudas al comparar su existencia austera con las fiestas, banquetes y placeres de los atenienses. Plutarco destaca el momento decisivo en que Diógenes se reprocha a sí mismo su debilidad, al observar a un ratón alimentarse sin quejarse de las migajas:

«¿Qué estás diciendo, Diógenes? (…) te quejas y lamentas tu situación?».

Cuando las depresiones y dudas son poco frecuentes y la razón logra superarlas rápidamente, como quien deja atrás un recodo del camino, el progreso moral se apoya ya sobre una base firme. No es la ausencia total de crisis lo que prueba el avance, sino la capacidad de superarlas sin abandonar el rumbo.

Plutarco amplía la reflexión considerando las presiones externas. El estudiante de filosofía no solo lucha contra su propia debilidad, sino también contra los consejos “sensatos” de los amigos y las burlas de los enemigos, que a menudo elogian los éxitos mundanos de otros: cargos públicos, matrimonios ventajosos, prestigio social. No turbarse ante estas comparaciones es, para Plutarco, un signo claro de progreso, pues revela que el alma ha aprendido a valorar algo distinto de lo que admira la mayoría.

Aquí se introduce una distinción crucial: despreciar los honores y éxitos externos no es virtud si proviene de la soberbia o de la insensatez. Solo quien ha aprendido verdaderamente a admirar la virtud puede dejar de envidiar lo que otros celebran. Por eso Plutarco recuerda el verso de Solón, que resume esta jerarquía de valores:

«No cambiaremos con ellos la riqueza por la virtud, pues ésta es siempre inmutable, pero la riqueza unas veces la posee un hombre, otras otro».

La estabilidad de la virtud contrasta con la fragilidad de los bienes externos.

Diógenes compara su vida errante con las residencias estacionales del rey persa; Agesilao afirma que el Gran Rey no es superior a él si no es más justo; Aristóteles recuerda a Alejandro que no basta dominar a muchos hombres, sino que importa tener una concepción correcta de los dioses. Cada uno de estos casos nos muestra que la verdadera medida del valor humano no está en el poder ni en la fama, sino en la justicia, la sabiduría y la rectitud interior.

La transformación del juicio y del uso de la palabra como signo del verdadero progreso moral

Plutarco señala que un signo claro de progreso en la virtud aparece cuando el filósofo en formación deja de compararse con los bienes externos —honores, éxito, prestigio— y, al hacerlo, logra desprenderse de la envidia, los celos y la humillación que suelen afectar a muchos principiantes. Esta liberación interior no es menor: quien ya no se inquieta ante los logros ajenos muestra que ha comenzado a medir su vida con un criterio distinto, propiamente filosófico, y esto constituye una prueba sólida de avance moral.

Un segundo indicio decisivo del progreso se manifiesta en el cambio del modo de hablar y de interesarse por los discursos. Plutarco observa que los principiantes suelen sentirse atraídos por aquello que promete fama: algunos se lanzan, por ambición, a las ciencias naturales; otros, “como perritos —dice Platón— alegrándose con arrastrar y rasguñar”, corren tras disputas, dificultades y juegos dialécticos; muchos se refugian en la dialéctica para deslizarse rápidamente hacia la sofística; otros, finalmente, coleccionan máximas y anécdotas sin provecho real, recordando la ironía de Anacarsis sobre quienes solo usan el dinero para contarlo.

Para ilustrar este uso estéril del lenguaje filosófico, Plutarco recuerda una broma de Antífanes, quien decía que en cierta ciudad las palabras se congelaban al ser pronunciadas y solo se escuchaban mucho tiempo después, cuando se deshelaban. Así —añade— muchos entienden las palabras de Platón solo en la vejez, cuando ya no pueden aprovecharlas.

El verdadero avance comienza cuando el juicio adquiere firmeza y el estudiante deja de buscar lo brillante y artificioso para orientarse hacia discursos que transforman el alma. Plutarco apoya esta idea con una referencia a Esopo, señalando que los mejores discursos son aquellos cuyas huellas conducen “más hacia dentro que hacia fuera de nosotros” (Esopo, Fábulas). De modo análogo, recuerda a Sófocles, quien tras imitar primero la grandilocuencia de Esquilo, comprendió que lo mejor del lenguaje es aquello que expresa el carácter. Del mismo modo, el filósofo progresa cuando pasa del lucimiento verbal a un discurso que educa la pasión y forma el ethos.

Plutarco amplía este criterio más allá de la filosofía estricta y exhorta a observar la propia actitud al leer poesía e historia. El progreso se reconoce cuando uno deja de buscar solo placer, dificultad o rareza, y comienza a recoger aquello que contribuye a la mejora del carácter y al dominio de las pasiones. Aquí introduce una imagen de Simónides: así como la abeja se posa en las flores buscando “la rubia miel”, mientras otros solo se complacen en el color y el aroma, así el verdadero filósofo extrae lo útil incluso de lo que otros consideran mero entretenimiento.

Desde esta perspectiva, Plutarco critica a quienes leen a Platón o Jenofonte solo por la pureza de su estilo, comparándolos con quienes se contentan con el olor agradable de las medicinas sin conocer ni desear su poder curativo. En cambio, quien progresa de verdad es capaz de aprender de todo: discursos, espectáculos, acciones y situaciones cotidianas, recogiendo siempre lo apropiado para la virtud.

Para reforzar esta enseñanza, Plutarco ofrece una serie de ejemplos paradigmáticos. Esquilo, al ver una lucha de púgiles, observa: «El golpeado calla y los espectadores gritan», mostrando qué es el verdadero ejercicio. Brásidas, mordido por un ratón, concluye: «No hay nada tan pequeño y débil que no se salve, si tiene el valor de defenderse». Diógenes, al ver a un hombre beber con las manos, arroja su copa. Todos estos gestos revelan una disposición del alma ya entrenada para extraer lecciones morales de cualquier experiencia.

Este progreso se afianza plenamente cuando las palabras se mezclan con los hechos. No basta con hablar bien de la virtud; es necesario ponerla a prueba en placeres, disputas, peligros, juicios y cargos públicos, como si el individuo demostrara sus doctrinas viviéndolas y, al mismo tiempo, las fuera creando al usarlas. Por ello, critica duramente a quienes aprenden filosofía solo para exhibirla en el ágora o en banquetes, comparándolos con vendedores de medicinas o con el pájaro homérico que alimenta a otros pero “mal le va a él mismo” (Homero), porque no asimila nada para su propio bien. El verdadero progreso, concluye Plutarco, es interior, práctico y transformador.

La interiorización de la virtud y el abandono de la ostentación como culminación del progreso moral

Plutarco afirma que un signo decisivo del progreso en la virtud aparece cuando el uso del discurso deja de estar motivado por la ambición, el placer o el afán de victoria, y se orienta sinceramente a aprender y enseñar. Quien progresa abandona la afición a las disputas agresivas, deja de concebir los razonamientos como armas —“como guantes de boxeo y bolas de hierro”— y ya no se complace en vencer al adversario, sino en alcanzar la verdad. El cambio no es solo intelectual, sino ético: el discurso se vuelve medio de formación, no de combate.

Señala como pruebas claras de avance la moderación, la mansedumbre y la serenidad en la conversación. No iniciar los diálogos con espíritu de disputa ni terminarlos con ira, no humillar al vencido ni amargarse por la derrota, es propio de quien ha avanzado realmente. Ilustra esta actitud con una anécdota de Aristipo, quien, tras ser derrotado por sofismas, dice al vencedor:

«Yo, el vencido, me iré a casa a dormir más dulcemente que tú, que eres el vencedor.»

La superioridad moral se manifiesta aquí en la tranquilidad del alma, no en el triunfo dialéctico.

Plutarco añade otro criterio: la confianza sobria en la propia capacidad, sin cobardía ante un público numeroso ni desánimo ante uno escaso. El filósofo que progresa no rehúye hablar cuando la ocasión lo exige, incluso sin preparación retórica, porque su lucha no es por el aplauso, sino por el bien. Por eso recuerda que Homero no se preocupaba por la irregularidad métrica inicial de un verso, confiado en su arte, y sugiere que quien busca la virtud debe aprovechar las circunstancias sin someterse al miedo escénico ni al deseo de aprobación.

A continuación, Plutarco desplaza la atención desde las palabras hacia los actos, afirmando que el progreso auténtico se reconoce cuando la verdad prevalece sobre la ostentación y la necesidad sobre lo festivo. Así como el amor verdadero no necesita testigos, con mayor razón el amor al bien y a la sabiduría no requiere espectadores. El que proclama en voz alta su propia modestia o difunde cuidadosamente sus buenas acciones demuestra, en realidad, que sigue mirando hacia fuera y que aún no es espectador interior de la virtud.

Por ello, Plutarco sostiene que es propio de quien progresa guardar silencio sobre sus acciones nobles: un voto justo entre muchos injustos, el rechazo de un favor vergonzoso, el desprecio de regalos, la resistencia a placeres ilícitos o incluso a deseos intensos. Tales actos deben permanecer dentro del alma. Así lo muestra Agesilao, y Plutarco lo refuerza con una sentencia de Demócrito:

«se ha acostumbrado a conseguir dentro de él mismo las satisfacciones».

La autosuficiencia moral es aquí señal de una razón que ya ha echado raíces.

Las espigas llenas se inclinan hacia la tierra, mientras las vacías se levantan rígidas y erguidas. Del mismo modo, los jóvenes que apenas comienzan en la filosofía suelen mostrarse altivos, ostentosos y despectivos; pero cuando empiezan a llenarse de bienes verdaderos, su orgullo se vacía, su actitud se suaviza y su práctica se traslada del exterior al interior del alma. La crítica se vuelve más severa consigo mismos y más benévola con los demás.

Este cambio se manifiesta incluso en el rechazo del título de filósofo. Quien progresa de verdad no se apropia del nombre ni de la fama, y si otro se lo atribuye, responde con rubor y modestia, recordando las palabras homéricas:

«Ciertamente yo no soy un dios. ¿Por qué me comparas a los inmortales?».

La auténtica transformación interior se reconoce no por la arrogancia, sino por la reserva y el pudor.

Mientras el placer deja huellas visibles y agitadas —como dice Esquilo sobre el “ojo ardiente”—, el progreso filosófico verdadero produce una calma profunda. A este estado aplica las palabras de Safo:

«mi lengua se ha roto, y al punto un juego suave recorre mi cuerpo».

El alma se aquieta, la mirada se vuelve serena y el discurso digno de ser escuchado.

Al comienzo hay ruido, empujones y ansias de fama; pero quien ha entrado y ha visto la gran luz adopta silencio, respeto y obediencia a la razón “como a un dios”. Por eso recuerda la broma de Menedemo: muchos llegan creyéndose sabios, luego se llaman filósofos y, con el tiempo, se vuelven personas ordinarias; pero cuanto más avanzan en el razonamiento, más abandonan su orgullo y su propia opinión. Así, el progreso culmina no en la exaltación del yo, sino en su serena disolución ante la verdad.

La aceptación de la censura y el dominio interior incluso en los sueños como prueba suprema del progreso moral

Plutarco compara el progreso moral con la conciencia de la enfermedad en el ámbito médico. Así como quienes padecen males leves buscan por sí mismos al médico, mientras que los gravemente enfermos rechazan toda ayuda porque no reconocen su estado, del mismo modo son casi incurables quienes, tras cometer faltas, reaccionan con hostilidad ante la censura. En cambio, la disposición a escuchar reproches, a soportar la corrección y a someterse a la amonestación es señal clara de que el alma aún es sanable y está avanzando en la virtud.

Por ello, no es mala señal —afirma Plutarco— que quien ha errado se ofrezca a sí mismo a la censura, confiese su falta y busque a alguien que lo guíe y lo tome de la mano. Aquí recuerda una sentencia atribuida a Diógenes, según la cual al que necesita salvación le conviene buscar “un amigo honrado o un enemigo fogoso”, porque tanto la corrección amistosa como la reprensión severa pueden arrancarlo del vicio. El progreso se manifiesta en preferir la verdad dolorosa a la tranquilidad engañosa.

Plutarco contrapone esta actitud a la de quienes ocultan cuidadosamente los vicios del alma mientras exhiben con falsa modestia defectos externos sin importancia. Quien tolera bromas sobre su aspecto, pero es incapaz de soportar una crítica moral, no ha avanzado nada en la virtud. El que verdaderamente progresa es el que se enfrenta a sus pasiones —envidia, mezquindad, amor desordenado al placer— y acepta ser corregido, pues le duele más ser malo en realidad que parecerlo ante los demás.

Para ilustrar esta huida ilusoria, Plutarco recuerda una aguda ironía de Diógenes dirigida a un joven sorprendido en una taberna:

«Cuanto más adentro huyas, más te hallarás en la taberna»

Así también, cuanto más se niegan y esconden las faltas morales, más profundamente se hunde el alma en el vicio. Reconocer la pobreza interior es ya un paso hacia la riqueza moral.

El filósofo que progresa, dice Plutarco, debe tomar como modelo a Hipócrates, quien publicó abiertamente sus errores médicos para que otros no los repitieran. Resulta absurdo —sugiere— que un hombre que desea salvar su alma tema confesar su ignorancia o someterse a examen, cuando incluso el gran médico consideró un deber hacer público su yerro. La confesión del error no es humillación, sino ejercicio de lucidez moral.

Plutarco menciona luego a Bión y Pirrón como ejemplos extremos de dominio interior. De Bión se dice que consideraba gran progreso el poder escuchar insultos sin alterarse, como si las injurias fueran bendiciones irónicas. De Pirrón, relata la célebre escena en que, durante una tormenta en el mar, señaló a un cerdito que comía tranquilamente y dijo que el sabio debía alcanzar, mediante la razón, una indiferencia semejante frente a los acontecimientos. Estas actitudes no son simples signos de progreso, sino de una firmeza casi perfecta del alma.

Plutarco introduce luego un criterio más sutil, atribuido a Zenón: el examen de los sueños. Según este, el progreso puede reconocerse cuando, incluso durante el sueño, el alma no se ve arrastrada por impulsos vergonzosos, violentos o injustos, sino que permanece serena, iluminada por la razón. En esta línea recuerda a Platón, quien mostró cómo, cuando la parte irracional del alma no ha sido educada, se desborda en los sueños con deseos desordenados que la ley reprime durante la vigilia.

Para explicar este dominio interior, Plutarco usa la imagen de las bestias de carga bien entrenadas: aun cuando se sueltan las riendas, no abandonan el camino. Del mismo modo, cuando la razón ha habituado al elemento pasional del alma a la obediencia, ni en sueños ni en la enfermedad se precipita hacia excesos. El hábito virtuoso se impone incluso cuando la vigilancia consciente se relaja.

Plutarco afianza esta idea con el ejemplo de Estilpón, quien soñó que Posidón lo reprochaba por no haberle ofrecido un sacrificio costoso. Sin temor, el filósofo respondió con moderación, y el dios, sonriente, lo recompensó. Este tipo de sueños claros, tranquilos y sin perturbación son, dice Plutarco, resplandores del progreso moral; en cambio, los sueños llenos de terror, culpa y desorden revelan un alma aún dominada por las pasiones.

La medición del progreso moral por la moderación de las pasiones y la imitación activa de la virtud

Distingue con claridad entre la indiferencia perfecta, que es algo elevado y casi divino, y el progreso moral, que no consiste en eliminar de inmediato las pasiones, sino en reducirlas, contenerlas y ordenarlas. Por ello, propone un criterio de examen doble: comparar nuestras pasiones con las que teníamos antes y compararlas también entre sí. Hay progreso cuando los deseos, los miedos y los enojos se vuelven más moderados que en el pasado, porque la razón ha aprendido a apagar lo que los exacerba.

Este examen interior se afina aún más cuando observamos qué pasiones predominan sobre otras. Plutarco considera mejor sentir vergüenza que miedo, emulación antes que envidia, amor a la fama antes que al dinero. No se trata de la ausencia total de pasión, sino de su reorientación hacia formas más nobles y menos destructivas. Así como en la música se prefieren ciertos modos frente a otros, también en la vida moral el progreso se reconoce cuando los excesos se suavizan y la desmesura comienza a desaparecer.

Para explicar esta corrección de los extremos, Plutarco recurre a una imagen musical: cuando a Frinis se le añadieron dos cuerdas a la lira, los éforos preguntaron si había que cortar las superiores o las inferiores; en el caso moral —dice Plutarco— deben corregirse ambos extremos para alcanzar el justo medio. El progreso no elimina la energía del alma, pero sí templa su violencia, pues “suaviza, antes que nada, los excesos y la intensidad de las pasiones”, como recuerda citando a Sófocles.

En el capítulo siguiente, Plutarco vuelve a insistir en una idea central del tratado: el verdadero progreso se manifiesta cuando los razonamientos se convierten en acciones, y las palabras dejan de engendrar más palabras para producir hechos. Una señal clara de ello es el celo activo hacia aquello que admiramos: no basta con alabar la virtud, es necesario desear practicarla y rechazar sinceramente lo que censuramos.

Para ilustrar esta diferencia entre admiración pasiva y emulación auténtica, Plutarco recuerda el célebre ejemplo de Temístocles, quien confesaba que el trofeo de Milcíades no le dejaba dormir. Con ello mostraba que no solo alababa la hazaña, sino que la había convertido en estímulo para su propia acción. En cambio, mientras la admiración permanezca inactiva y no conduzca a la imitación, el progreso moral es escaso o inexistente.

Plutarco profundiza esta idea afirmando que la alabanza verdadera de la virtud debe herir y espolear, no generar envidia ni quedarse en emoción estéril. No basta, como decía Alcibíades, con conmoverse y llorar al escuchar al filósofo; el progreso real se da cuando uno se compara con las acciones del hombre bueno, se reconoce inferior, pero lejos de abatirse, se llena de esperanza, deseo y ardor por alcanzar ese modelo.

Este impulso es descrito con una imagen poética tomada de Simónides, según la cual el que progresa corre “como un potro recién destetado junto a la yegua”, esforzándose por seguirla y unirse a ella. Tal imagen expresa la esencia del progreso auténtico: un amor activo por la virtud, que honra a los mejores no con palabras, sino intentando hacerse semejante a ellos.

Quien siente envidia o rivalidad hacia los hombres mejores que él no admira la virtud, sino que codicia su poder o su reputación. En cambio, el que ama su conducta y busca imitarla con respeto y entusiasmo muestra que su progreso es verdadero. 

El amor pleno a la virtud y la vigilancia minuciosa de la vida como señales finales del progreso moral

Plutarco sostiene que el progreso en la virtud alcanza un grado elevado cuando el amor por los hombres buenos se vuelve total e integrador. No basta con considerar bienaventurado al sabio ni con admirar sus palabras, como señala Platón; hay verdadero progreso cuando también se ama su figura, su manera de caminar, su mirada y su sonrisa, hasta el punto de querer unirse y fundirse con él. Este deseo de identificación profunda indica que la virtud ya no es solo un ideal abstracto, sino una forma de vida encarnada que atrae y transforma.

Este amor a la virtud no se debilita ante la adversidad. Plutarco insiste en que no debemos admirar a los hombres buenos solo cuando gozan de prosperidad, sino también cuando sufren exilio, prisión, pobreza o condena injusta. Así como los amantes acogen incluso las imperfecciones y los gestos frágiles de quienes aman, del mismo modo debemos amar la virtud en Arístides desterrado, Anaxágoras encarcelado, Sócrates pobre o Foción condenado. En este punto, Plutarco corona su argumento con un verso de Eurípides:

«¡Ah!, ¡cuán bueno es todo para los generosos!»

Mostrando que para quien ama verdaderamente la virtud nada de lo que la acompaña puede resultar indigno.

Este entusiasmo tiene además un efecto práctico: el recuerdo de los hombres virtuosos actúa como un modelo vivo que orienta la acción. Plutarco describe una práctica común entre quienes desean obrar bien: preguntarse ante cada decisión ¿qué habría hecho Platón?, ¿qué habría dicho Epaminondas?, ¿cómo se habría comportado Licurgo o Agesilao?. Estas figuras funcionan como un espejo moral ante el cual se corrigen hábitos, se refrena una pasión o se reprende un lenguaje indecoroso. Así, la memoria de los buenos se convierte en un auxilio constante frente a las dificultades.

Plutarco compara este recurso con un contraste elocuente: mientras algunos recitan de memoria los nombres de los Dáctilos Ideos como si fueran encantamientos contra el miedo, quienes progresan en la virtud encuentran un apoyo mucho más firme en la presencia interior de los hombres buenos, que los reanima y sostiene en todas las pruebas. Por ello, considera este hábito —recordar y evocar a los virtuosos como guías— una señal inequívoca de avance moral.

Un signo aún más revelador aparece cuando el individuo no se turba ni se avergüenza ante la presencia inesperada de un hombre excelente, sino que sale a su encuentro con confianza serena. Plutarco contrasta esta actitud con la anécdota de Alejandro Magno, quien, seguro de sus obras, preguntó irónicamente si la noticia que traían era que Homero había resucitado, convencido de que nada le faltaba salvo la gloria póstuma. De modo semejante, el joven que progresa en la virtud siente un deseo profundo de mostrarse tal como es ante los hombres buenos: abrirles su casa, su mesa, su familia, su trabajo y sus escritos, e incluso lamentar que un padre o maestro muerto no pueda verlo ahora en esta condición.

Por el contrario, Plutarco observa que quienes han descuidado su vida moral temen incluso en sueños encontrarse con sus familiares y maestros. El progreso auténtico, en cambio, se reconoce en el deseo de tener como espectadores a los mejores, pues la conciencia no se avergüenza de sí misma.

Finalmente, Plutarco añade un signo decisivo y aparentemente pequeño: no considerar insignificante ningún error. Así como quien ha perdido la esperanza de enriquecerse descuida los pequeños gastos, mientras que quien está cerca de la meta cuida cada moneda, del mismo modo el que progresa en la virtud se inquieta incluso por las faltas menores. No acepta excusas como «¿en qué se diferencia esto de aquello?» o «ahora así, después mejor», sino que se disgusta ante el menor desliz, porque no quiere manchar lo que ha empezado a purificar.

Para expresar esta actitud, Plutarco recurre a una imagen arquitectónica: los hombres negligentes construyen como sea, colocando piedras al azar; pero quienes progresan en la virtud, para quienes ya ha sido puesto «un cimiento de oro» (Píndaro), ordenan cada acción con cuidado, usando la razón como plomada. Por eso recuerda el dicho de Policleto, según el cual la tarea más difícil es aquella en que la arcilla llega a la uña, es decir, cuando el trabajo exige la máxima precisión. Así, el progreso moral culmina en una vida cuidadosamente medida, donde nada se deja al azar y cada acto busca estar a la altura de la virtud amada.


Conclusión

En Sobre cómo percibir los propios progresos en la virtud, Plutarco nos enseña que el avance moral no es un salto milagroso ni un gesto para la galería, sino una transformación lenta, interior y verificable. El progreso se reconoce cuando el vicio pierde fuerza, cuando las pasiones se suavizan y se ordenan, cuando dejamos de competir por palabras y aplausos y comenzamos a medirnos por actos, silencios y coherencia. Amar la virtud incluso en la adversidad, aceptar la corrección, vigilar hasta los errores pequeños, aprender de todo lo que acontece y buscar parecerse a los hombres buenos más que admirarlos desde lejos: estos son los signos de una razón que ha echado raíces en el alma. Allí donde ya no hay ostentación, sino celo por imitar lo noble, y donde la conciencia se vuelve el principal testigo, puede decirse con justicia que el progreso en la virtud ha comenzado de verdad.

Plutarco - La virtud y el vicio

Plutarco, siempre atento a la formación moral de las personas y a la vida en comunidad, dedica Sobre los vicios y la virtud a mostrar cómo los defectos humanos pueden desviarnos del buen juicio, mientras que la virtud —entendida como armonía del carácter y dominio racional de uno mismo— es la única guía segura para vivir bien. A través de ejemplos históricos, comparaciones agudas y reflexiones éticas, Plutarco invita a reconocer los vicios no como fatalidades, sino como oportunidades de corrección y fortalecimiento interior, subrayando que la verdadera grandeza no está en el poder exterior, sino en la integridad del alma.

LA VIRTUD Y LOS VICIOS

Así como la ropa no produce calor, sino que simplemente retiene el que el cuerpo genera, los bienes externos —casas, esclavos, riquezas, honores— no producen felicidad por sí mismos. Solo la virtud, que brota desde el interior como una fuente, permite que la vida resulte agradable y que incluso circunstancias duras como la pobreza, el exilio o la vejez se vivan con serenidad. Para reforzar esta idea, compara cómo un buen perfume puede embellecer un manto gastado, mientras que un cuerpo corrompido, como el de Anquises en la cita épica, arruina incluso el lino más fino: del mismo modo, la virtud embellece cualquier condición, y el vicio corrompe incluso lo que parece magnífico. 

Luego ilustra cómo el vicio, a diferencia de cualquier problema externo —como una mala esposa, de la que uno puede separarse—, es inseparable: habita dentro del alma, envejece, atormenta y agota, acompañando al individuo día y noche como un huésped insolente y costoso. En los sueños, donde caen las máscaras sociales y desaparecen la vergüenza y la ley, el vicio revela su rostro más crudo: libera deseos ilícitos, fantasías desordenadas y pasiones que solo inquietan y perturban, sin producir ningún placer real.

El vicio no produce placer verdadero, porque nunca trae consigo descanso, independencia interior ni libertad de preocupaciones. Aunque pueda generar momentos de gratificación, estos son inestables y fugaces, porque el alma viciosa carece de un fundamento interno que le permita sostener la alegría. La metáfora del mar es precisa: incluso si la superficie parece en calma, basta un escollo inesperado —una preocupación, un temor, una mala noticia— para que el alma quede agitada y turbada. El placer del vicio, entonces, es frágil, dependiente de circunstancias externas y siempre vulnerable a cualquier motivo de inquietud.

A continuación, Plutarco ofrece una comparación médica para mostrar la inutilidad de intentar aliviar un alma enferma con bienes materiales. Amontonar riquezas, levantar edificios, sumar esclavos o generar deudores no sirve de nada si el interior sigue dominado por temores, pasiones y deseos desordenados. Es como dar vino a un febril o miel a un bilioso: lo que debería fortalecer, destruye; lo que parece un regalo, resulta tóxico. De la misma manera, el alma viciada no puede disfrutar de las cosas buenas, pues su propia condición interna sabotea cualquier intento de bienestar. Solo cuando el alma recupera la "salud" —cuando se ordena, se templa y se libera de pasiones perturbadoras— comienza a agradecer incluso lo más simple, como el enfermo que, al mejorar, disfruta con gusto de un pedazo de pan con queso.

Plutarco afirma que es el razonamiento filosófico el que otorga esta salud interior. Quien comprende qué es lo bueno, lo honrado y lo virtuoso se vuelve verdaderamente independiente, porque ya no necesita de condiciones externas para vivir bien. La virtud transforma la experiencia humana: hace agradable tanto la riqueza como la pobreza, la fama como el anonimato, la vida pública como la retirada privada. El sabio vive contento en cualquier situación porque su bienestar no depende del azar, de los bienes o de las opiniones ajenas, sino de la estabilidad interna de su carácter. Así, Plutarco concluye que la filosofía no ofrece un escape del mundo, sino la capacidad de habitarlo con equilibrio, libertad y alegría.

Conclusión

En suma, Plutarco nos recuerda que ningún palacio, tesoro o honor puede aliviar a un alma enferma: el vicio convierte en tormento incluso lo que parece un premio, mientras que la virtud transforma cualquier condición —rica o pobre, pública o humilde— en un espacio habitable y pleno. La verdadera libertad no está en tener más, sino en necesitar menos; no en acumular exterioridades, sino en gobernar el propio interior. Solo quien sana su ánimo mediante la razón y la templanza disfruta realmente de la vida, porque lleva su tranquilidad consigo, como un fuego que ilumina desde dentro y no depende del clima del mundo.

lunes, 15 de julio de 2024

Francesco Petrarca - Secretum (De secreto conflictu mearum curarum) (1347 - 1353)

Uno de los grandes diálogos imaginarios entre el mismo Francesco Petrarca y el gran san Agustín de Hipona. Sin embargo, por el título ya podemos saber que no era un texto pretendido para el público, pues es un examen de conciencia de aquellas cosas que Petrarca tenía en consideración. Si bien las ideas agustinas se respetan dentro del texto del filósofo, es cierto que de Agustín se extrae todo aquello de lo que Petrarca estaba interesado. Un viaje al examen de la conciencia que nos recuerda la gran sabiduría del maestro, del doctor de la Gracia. 


SECRETUM 

Proemio

Petrarca reflexionaba absorto sobre cómo llegó a esta vida y cómo la dejará. Mientras está desvelado, aparece una mujer de belleza inefable, con aspecto de virgen. Él, atónito y sin atreverse a mirarla directamente, la escucha decir que ha venido para auxiliarlo en sus extravíos y que ha llegado desde muy lejos para elevar su mirada de lo terrenal a lo eterno. La mujer se identifica como la Verdad, a quien el narrador había descrito anteriormente en su obra llamada ''África''.

La Verdad le recuerda cómo él construyó una morada para ella en las cimas del Atlas, y ahora ha venido para ayudarlo. Él, aún temeroso, reconoce la figura de la Verdad y se siente abrumado por su luz etérea. A medida que la Verdad habla, lo guía a reflexionar sobre múltiples temas, lo que le aporta una doble bendición: sabiduría y tranquilidad al contemplar su rostro.

Junto a la Verdad aparece un vetusto anciano llamado San Agustín, un hombre de gran majestad y sabiduría, el mismo de Las Confesiones. La Verdad le pide a San Agustín que hable con el narrador y lo ayude a superar su confusión y enfermedad espiritual. San Agustín acepta, reconociendo la autoridad de la Verdad y su afecto por el narrador. Se sientan los tres juntos y tienen un largo coloquio en el que San Agustín le ofrece consejos y sabiduría.

El narrador decide registrar este íntimo diálogo por escrito, no con intención de gloria, sino para recordar y reflexionar sobre las enseñanzas recibidas. El libro, su "secreto", le servirá para recordar esas conversaciones en el futuro. Para facilitar la lectura, el narrador sigue el estilo de Cicerón y Platón, separando sus palabras y las de San Agustín con sus respectivos nombres.

LIBRO PRIMERO

La meditación del hombre

El diálogo comienza con san Agustín preguntando a Petrarca lo que hace, si está dormido y si no recuerda que es un hombre mortal, a lo que Petrarca responde afirmativamente. Agustín le dice que el recuerdo de la muerte es el único remedio que nos puede ayudar a sobrellevar este mundo, por eso es que siempre hay que meditarla. Agustín le advierte a Petrarca que no le pase lo que a los demás: aferrarse a las miserias como si fuera esa la salvación. 

Petrarca todavía no entiende claramente lo que le quiere decir, pero Agustín se lo resume en dos puntos:

  1. El hombre sufre y cae en desgracia
  2. El hombre hace todo lo que esté en sus manos por salir de ella
Obviamente, estos puntos son absolutamente naturales en el hombre. Pero además de que se acuerdan esos puntos hay que agregar un tercero:

  • Teniendo esto en cuenta, el hombre debe buscar la solución por medio de la meditación

Los tres puntos señalados son dependientes uno del otro. 

Sin embargo, Petrarca sigue sin entender claramente lo que Agustín. Agustín le insiste en que se debe entender que para que el hombre salga de su miseria lo debe desear con todo el corazón. Si es así, entonces este hombre no podría fallar en salir de ella. 

En la voluntad está la felicidad

Petrarca le señala que si bien esto puede ser cierto, existen muchos hombres que son infelices, y que no lo son simplemente por no buscar salir de su situación de miseria, sino que son infelices por compulsión y a pesar de ellos mismos.  

En esta parte, Agustín se enfada con Petrarca pensando que tenía mucha más comprensión de lo que se hablaba. Petrarca se siente como un estudiante frente a un maestro muy enojado, pero Agustín está dispuesto a enseñarle.

En primer lugar, Agustín le sorprende que Petrarca no sepa que él suponga que cualquiera pueda ser infeliz contra su voluntad. Petrarca se excusa, pero reconoce que aún no entiende a dónde quiere llegar específicamente. Agustín le cuenta sobre las máximas de Cicerón y otros estoicos quienes establecían que el único modo de ser feliz era perseguir al virtud. Petrarca no está de acuerdo por las causas sobrevinientes mencionadas. 

Agustín le señala nuevamente: nadie es desgraciado sino mediante el vicio. Nadie se precipita en la desgracia sino es por gusto suyo, le dice Agustín. De hecho, Agustín le señala que el pecado es una cuestión individual de los actos y no forzada.

Petrarca reconoce que puede ir cediendo en su opinión con respecto a aquello, pero le pide a Agustín que le conceda solo una cosa: que es tal y como se plantea, que muchos se dejan caer por su voluntad frente a los vicios. Así lo señala Petrarca:

''pues no quise permanecer en pie cuando pude, no soy capaz de incorporarme cuando quisiera.'' ''Mis fuerzas no pasan de ahí''


Agustín le dice que la duda está bien, pero también Petrarca tendrá que concederle algo: que querer y haber querido es lo mismo, pese al tiempo. Petrarca se confunde más y le pide que se explique mejor. 

Agustín le dice que la verdadera razón de que diga ''Mis fuerzas no pasan de ahí'' es en realidad ''no quieren pasar de ahí''. 

Petrarca la dice que había pasado por mucho y que las lágrimas habían sido muchas, que a pesar de eso, la situación no ha cambiado mucho. No obstante, Agustín le pide recordar cómo él mismo sufrió tanto antes de que sucediera la iluminación descrita en las Confesiones, a lo que Petrarca responde afirmativamente. De ahí que el santo le cite una frase de Virgilio:

''El alma queda inmóvil, ruedan vanas las lágrimas''

Con esta cita de Virgilio, Petrarca se da cuenta que las lágrimas y las lamentaciones no hacen que el alma cambie o avance, pues se queda inmóvil, pero esto no es todo. Es solo una demostración de que la voluntad está por sobre la desdicha.

Lo que dice Agustín a Petrarca es que él, en verdad nunca tuvo verdadera intención de salvarse a sí mismo. Se lo hace ver a Petrarca, pues este dice:

''Nunca había comprendido nada tan claro: no, jamás deseé la libertad y el fin de mi infortunio con suficiente ardor''

Sin embargo, Petrarca nos dice que entonces ¿sólo basta con desearlo? No, dice Agustín, por cierto que no, sin embargo, sí es un aliciente para poder empezar a alcanzar la salvación. 

Ahora bien, hay una dificultad. Para ser feliz, se tiene que desear serlo, pero antes se debe acabar con todos los deseos que impidan ser feliz. Todo esos deseos son los que tienen que ver con la carne. 

La muerte

Posteriormente, Agustín introduce en Petrarca la idea de la muerte, lo cotidiano que es la muerte y como se nos presenta en distintos contextos. En lógica, por ejemplo, cuando se define a un hombre se le dice ''animal racional mortal'', con lo que parece que todo ello es correcto. 

Sin embargo, Agustín le pide a Petrarca que investigue más allá la muerte, que se pregunte si la ha ''penetrado hondamente como debiera'' esto, es, analizando o pensando cómo cada miembro de un hombre va pereciendo por alguna enfermedad o alguna dolencia hasta tener el rostro enajenado. Si uno piensa de esta manera, uno verdaderamente está reflexionando sobre la muerte. El caso contrario es pensar la muerte a posteriori, es decir, cuando ya ocurre, pero un caso distinto es pensar en el proceso.  

Luego, la muerte se debe pensar en el ''otro'' sufrimiento, esto quiere decir, en el juicio supremo, donde todos tendremos que pagar por nuestros pecados. Esto no sería una meditación inútil; todo lo contrario. 

Sin embargo, Petrarca le comenta que reflexionar sobre la muerte no le ha traído más que amargura. Por lo demás, hay muchas cosas que a Petrarca no le dejan reflexionar sobre la muerte, algo que no sabe bien explicar pero que está presente. Agustín le dice por un lado que mucha gente piensa sobre la muerte como algo lejano y remoto, que no está presente en absoluto en el momento. 

Pero existe una razón más poderosa que aquella: la ligazón del alma y el cuerpo que Virgilio representa en estos versos:

Vigor de fuego tienen tales gérmenes, origen celestial mientras los cuerpos nocivos no los frenan ni los vínculos terrenos los embotan ni los miembros que han de morir. Por ello temen, quieren, se lamentan y gogan, y por ello dirigen sus miradas hacia el cielo, ciegos sin lumbre en cárcel tenebrosa

Es aquí donde Petrarca recuerda a las pasiones del corazón que se pueden dividir en cuatro partes: relacionadas con el presente y el futuro, y dentro de cada una de estas categorías, según la percepción del bien y del mal. Estas divisiones, representadas como "cuatro vientos contrarios", sugieren que son responsables de perturbar la paz interior del hombre.

Es exactamente de ese modo que la ligazón del alma y el cuerpo hace que la primera se confunda. En consecuencia, Petrarca no puede tener una reflexión real y profunda de la muerte, porque es el cuerpo el que lo contiene a dejar de pensar en ella. 


LIBRO SEGUNDO

Los pecados

Siguiendo con lo que quedo establecido en la conversación anterior, Agustín le recalca que las cuestiones intelectuales, las discusiones de los grandes filósofos, no han hecho más que conocer cosas sin sustancia, cosas que no aportan nada al conocimiento de uno mismo. Por mucho que se conozcan las artes y las ciencias, están no llevan a conocerse a uno mismo. Por otro lado, el cuerpo es otra agravante en la búsqueda de esta reflexión sobre la muerte que ya hemos discutido. 

Por cierto que esto no es un consejo o un análisis que hace Agustín, sino que certeramente un reproche que le hace a Petrarca. Este mismo responderá que es efectivamente un reproche y que necesita reparar en algunos que le ha dado. Petrarca no se siente henchido de conocer las ciencias y de leer muchos libros, sino que siempre se ha considerado pequeño en comparación a los demás. Además, tampoco era un hombre absolutamente dedicado al cuerpo, con excepción de cuando era pequeño y gustaba arreglarse. 

Con este discurso, Agustín le reprocha que aún está pensando en las cosas temporales. En su discurso se han verificado, de acuerdo con Agustín, pecados como la envidia, la ambición y el deseo de los bienes materiales. 

Pero Petrarca le insiste en que no, que de hecho se ha preocupado de la salud de sus amigos, más que envidiarlos. Antes se preocupa de los demás y después de sí mismo. Pero Agustín le dice que está equivocado, que antes debe preocuparse de sí mismo, pues de los amigos solo quiere los elogios, y estos no eternos, siempre se querrán más. 

Ahora bien, el remedio para esto no tiene como fundamento que llegues al extremo de no necesitar nada o poco, como lo hacía Séneca en su estoicismo, que consistía simplemente en beber agua y comer pan. No es la idea de Agustín acabar con la naturaleza de Petrarca, pero sí de frenarla. 

El otro problema de Petrarca es el querer que desaparezcan sus desgracias con bienes temporales, que quisiera ser como los reyes o los gobernadores, pero Agustín le dice que estos tampoco han alcanzado la dicha al tener muchas ocupaciones y por lo tanto, ocuparse de bienes temporales. Le dice Agustín:

Deja ya de esperar imposibles: satisfecho con tu humana suerte, aprende bien a tener y a no tener, a dominar tanto como a subordinarte, que con tu vida de ahora nunca llegarás a sacudirte el yugo de la fortuna

El único modo de ser libre es acercarse al gobierno de la virtud y no de los bienes temporales. 

Agustín le dice, en todo caso, que Petrarca está exento tanto de la ira como de la gula. Aunque Petrarca a veces se enfurece, es capaz de controlarse recordando los consejos de Horacio.

La conversación se centra en la lujuria, identificada como una fuente significativa de distracción y sufrimiento para Petrarca. Agustín le aconseja seguir las enseñanzas de Platón para alejarse de las pasiones corporales y elevar el alma hacia lo divino. Petrarca admite que ha intentado seguir estas enseñanzas, pero ha enfrentado dificultades debido a la barrera del idioma y la ausencia de su maestro.

Agustín anima a Petrarca a seguir pidiendo a Dios con humildad y pureza para vencer estas pasiones, sugiriendo que no ha sido suficientemente sincero en sus súplicas anteriores. Finalmente, se reconoce que las oraciones no siempre han sido efectivas, posiblemente debido a la falta de compromiso total o a la necesidad de una experiencia más profunda para perfeccionar la virtud.

Agustín le recuerda que también debe poner de su parte, siendo consciente de sus debilidades y buscando la ayuda divina para levantarse. Destaca la importancia de evitar las pasiones carnales para alcanzar el conocimiento de Dios, como enseñaba Platón.

Petrarca reconoce la veracidad de estos consejos y menciona una analogía de la "Eneida" de Virgilio, donde el trato con Venus impide ver la ira de las divinidades, sugiriendo que la lujuria bloquea la visión de lo divino. Agustín advierte a Petrarca sobre una enfermedad espiritual llamada "acidia", caracterizada por una profunda tristeza y desesperación. Petrarca admite que esta condición lo afecta gravemente, combinándose con otras desgracias y llevándolo a una profunda miseria.

Agustín insta a Petrarca a no dejarse dominar por esta tristeza y a buscar consuelo en la experiencia de otros. Le aconseja reflexionar sobre su fortuna, considerando que muchos sufren más y recordando que aspirar a posiciones elevadas trae sus propios problemas. Agustín también cita a Séneca, sugiriendo que Petrarca debe estar agradecido por su posición y no dejarse afectar por las opiniones del vulgo. Petrarca reconoce que siempre ha buscado una vida de modestia y tranquilidad, prefiriendo la mediocridad a la agitación de la fortuna elevada.

Es más, le dice Agustín, muchos hombres que tuvieron fortuna y poder tuvieron que verse en la necesidad de estar dependiendo siempre de los demás. Julio César, quien siempre vivió para los demás, no dejó de hacerlo cuando llegó al poder, en efecto, en esos tiempos también trabajaba para quienes lo mataron: el Senado. 

Petrarca, convencido de aquello, le dice que nunca más se considerará desdichado por ser pobre o siervo, pero Agustín le dice que se preocupe mejor por ser sabio. 

Cargas del cuerpo

Se discuten las cargas y las molestias tanto del cuerpo como del espíritu. Petrarca expresa que, aunque su cuerpo es una carga, lo encuentra menos molesto que el de otros. Sin embargo, su ánimo es su mayor fuente de preocupación. Agustín le aconseja que se someta a la razón y que acepte las limitaciones humanas. Petrarca también se queja de la crueldad de la Fortuna y de su difícil vida en una ciudad ruidosa y desordenada, lo cual obstaculiza sus estudios y su tranquilidad.

Agustín le sugiere que busque consuelo en la lectura de obras filosóficas y poéticas que le proporcionen herramientas para controlar sus pasiones y encontrar paz mental. Recomienda que subraye y memorice las sentencias beneficiosas que encuentre en sus lecturas, para que estas le sirvan de guía en momentos difíciles.

Finalmente, Petrarca admite que, aunque encuentra consuelo temporal en las lecturas, su efecto se desvanece cuando deja de leer. Agustín le anima a seguir buscando remedios para sus aflicciones y a aplicar lo aprendido en su vida diaria. La conversación concluye con la promesa de continuar en una próxima sesión.


LIBRO TERCERO

Amor

Agustín aconseja a Francesco a escuchar sus palabras con docilidad y a abandonar su disposición rebelde. Francesco acepta y reconoce sentirse más libre gracias a los consejos de Agustín, aunque admite que aún lo atan dos cadenas: el amor y la gloria. Agustín le advierte que estas cadenas son peligrosas y que debe liberarse de ellas para alcanzar la verdadera libertad.

Francesco se muestra incrédulo y defiende sus sentimientos, argumentando que su amor no es torpe, sino una admiración por la virtud y la belleza divina de una mujer. Agustín insiste en que cualquier amor, por más precioso que parezca, puede ser torpe si se ama incorrectamente. Agustín convence a Francesco de que su amor terrenal, aunque parece noble y virtuoso, es en realidad una cadena que lo mantiene atado y le impide alcanzar la verdadera libertad espiritual. Utiliza la metáfora de las "cadenas de diamante" para describir cómo el amor y la gloria, aunque valiosos en apariencia, esclavizan a Francesco y no le permiten pensar claramente sobre la vida y la muerte. 

Además, Agustín reflexiona sobre la naturaleza temporal del amor terrenal y la inevitable fragilidad del cuerpo humano, sugiriendo que amar algo tan perecedero es una fuente de sufrimiento inevitable. A través de referencias a ejemplos clásicos y filosóficos, argumenta que aferrarse a opiniones erróneas debido a su antigüedad es insensato, y concluye que someter el ánimo a bienes mortales es una gran locura, ya que estos torturan el alma con continuos agobios. De esta manera, Agustín lleva a Francesco a la realización de que su amor terrenal, aunque aparentemente virtuoso, lo aleja de la verdadera libertad y felicidad espiritual.

Agustín le recuerda a Francesco que todos los bienes mortales, incluidos el amor y la gloria, son efímeros y pueden traer sufrimiento. Francesco, aunque admite la posibilidad de la muerte de su amada, se aferra a su amor y defiende su postura, mostrando una resistencia a los intentos de Agustín por cambiar su perspectiva.

Argumenta que la belleza física es el nivel más bajo de la belleza y que el verdadero amor debería dirigirse al Creador, no a las criaturas. Agustín sostiene que el amor de Francesco ha causado grandes miserias y ha obstaculizado su progreso espiritual y moral. Le advierte que este amor lo ha apartado de Dios y lo ha precipitado en un "espléndido abismo" al priorizar lo mundano sobre lo divino.

Siguiendo en el mismo tenor, Agustín le menciona una cita de Cicerón:

''No hay amor que no ceda en poco tiempo a otro nuevo venido a suceder''

Agustín sugiere que al dejar esta pasión singular, Francesco corre el riesgo de convertirse en un mujeriego inconstante y caprichoso, atrapado en múltiples y menos nobles pasiones. Agustín indica que si es inevitable sufrir por amor, al menos es preferible sufrir por una "enfermedad noble" como su amor exclusivo, en lugar de muchas pasiones vulgares. Sin embargo, Petrarca dice que nunca haría tal cosa como desperdiciar al amor que ama por otro amor. 

Gloria

Según San Agustín, la gloria se presenta en dos facetas contrastantes: la terrenal, vinculada a la fama y el reconocimiento humano por acciones mundanas, que él critica por su naturaleza efímera y propensa a la vanidad; y la espiritual, que radica en la aprobación divina y la búsqueda de la vida eterna. Agustín advierte sobre los peligros de perseguir la gloria terrenal en detrimento de los valores espirituales más profundos, señalando que la verdadera gloria debe ser buscada en la virtud y la preparación espiritual para enfrentar la muerte y alcanzar la eternidad junto a Dios, más allá de la admiración o reconocimiento humanos.

Agustín sugiere que su interlocutor dedica mucho tiempo y esfuerzo en estudios y actividades que buscan el reconocimiento y la aceptación del pueblo, incluso sacrificando su integridad y principios. Le insta a reconsiderar su enfoque, sugiriendo que debería centrarse en aplicar lo aprendido en obras concretas y útiles, en lugar de perderse en especulaciones intelectuales sin fin.

No obstante, Petrarca le dice que la gloria humana está bien para el mundo terrenal porque la verdadera gloria se alcanza una vez alcanzando la eternidad. Naturalmente, Agustín le reprocha es el modo de pensar diciendo que antes de la gloria, de lo que se debería preocupar Petrarca es la virtud. De hecho, la gloria es la compañera de la virtud, siendo esta última la superior. Por lo tanto, el camino de la virtud siempre es el más importante. 


Conclusión

"Mi Secreto", de Francesco Petrarca, es un viaje introspectivo al alma del poeta, plasmado en un diálogo con San Agustín. Petrarca explora sus conflictos internos entre el amor, la gloria y la espiritualidad, buscando la paz interior y la redención. Esta obra maestra atemporal invita a la reflexión sobre la condición humana, nuestros demonios internos y la búsqueda del significado de la vida. Del mismo modo, Este texto nos hace conocer más la vida del filósofo.

martes, 12 de diciembre de 2017

Al-Ghazali - La Alquimia de la Felicidad (Capítulo III: Conocimiento del Mundo).

No basta con saber del conocimiento del corazón, del conocimiento del hombre, del conocimiento del alma, e incluso del conocimiento de Dios. Debido a esto, es preciso el interés del Al-Ghazali con explicar el mundo con todas sus falencias y perfecciones. Por supuesto, este conocimiento no es tan importante como el conocimiento de Dios, pero sí es un medio para adentrarnos en dicho saber. Como dice el mismo Al-Ghazali, conozcámonos a nosotros mismos y luego conozcamos a Dios.

Referencias:

(1) Idea que definitivamente nos recuerda a San Agustín de Hipona.  

La Alquimia de la Felicidad


Capítulo III: El conocimiento del Mundo


Todo creyente sabe que la vida en este mundo es pasajera para luego pasar a la vida eterna. Es eterna y perfecta siempre que se este con Dios, pues con él no hay tristeza. 

Que el hombre haya sido creado sin perfección no quiere decir que no la pueda alcanzar, junto con la felicidad que está adherida a la perfección. Cuando el hombre queda prendado del mundo su alma cae en la perdición, pero cuando se acerca a Dios se engrandece. 

No basta con tener todas las especies y riquezas que da este mundo, sino que también se debe embelesar el espíritu con oración y pensamiento hacia Dios. Claro, todas las pasiones y vicios del ser humano deben ser controladas, muchas de ellas son inherentes al ser humano, pero este debe ser capaz de controlarlas; ahí podrá determinarse si ese hombre es realmente bueno. 

Las cosas del mundo

El hombre debe poner especial atención en las cosas que le rodean, y debe darse cuenta que muchas de ellas le sirven. Las necesidades primarias del hombre son:


  1. Alimetarse
  2. Cubrirse (vestirse)
  3. Tener un hogar


Sin embargo, una vez que tiene estos bienes el hombre tiene que enfocarse en las cosas espirituales, donde el fin es obtener el conocimiento de Dios.

El hombre no se debe afanar de las cosas que tiene en la tierra, mientras más cosas tenga mucho menos será capaz de entrar en el Paraíso. Jesús mismo decía que el mundo es como el hombre que bebe agua de mar, mientras tome de a poco no pasara nada pero si toma en exceso enfermará. 

Esto podríamos interpretarlo como diciendo que las cosas del mundo no son del todo malas si se toman con moderación. En efecto, si todas las cosas son hechas por Dios entonces de partida todas son buenas(1)


Conclusión

Muchos profesores me han dicho que existen algunos filósofos que se deben tomar como un veneno, es decir, si se toma de a poco tal vez no te pase nada, si te lo tomas entero enfermarás. Es la misma advertencia que Al-Ghazali nos hace del mundo exterior cuando elegimos el extremo de cada placer o estímulo. Como vemos, no basta con conocernos a nosotros mismos o a Dios, sino que también debemos tener conocimiento del mundo.