sábado, 13 de diciembre de 2025

Plutarco - Sobre la superstición

En Sobre la superstición (Peri deisidaimonías), Plutarco lanza una de sus críticas más provocadoras: el miedo irracional a los dioses es más dañino que el ateísmo mismo. Lejos de atacar la religión en sí, el autor desmonta una religiosidad deformada por el terror, que paraliza la razón, envilece el alma y convierte a los dioses en tiranos caprichosos. A través de ejemplos históricos y míticos, Plutarco muestra cómo la superstición nace de una falsa piedad y conduce a la angustia permanente, defendiendo una relación con lo divino fundada en la razón, la moderación y el verdadero respeto. Este breve tratado, intenso y apasionado, revela a un Plutarco joven, audaz y profundamente preocupado por los excesos morales que nacen cuando el temor sustituye al pensamiento.

SOBRE LA SUPERSTICIÓN

El miedo que corrompe la piedad

Plutarco abre el tratado estableciendo una distinción decisiva: la ignorancia respecto de los dioses se bifurca en dos errores opuestos pero igualmente falsos, el ateísmo y la superstición. El primero surge en naturalezas “duras”, el segundo en almas “blandas”, usando una metáfora médica y agrícola que atraviesa todo el texto. Ambos errores son productos de una opinión falsa, pero la superstición resulta más dañina porque une el error intelectual con la pasión. Plutarco sigue aquí una línea claramente socrática, según la cual la ignorancia es fuente de los vicios, como se advierte en Platón (Protágoras 360a), y entiende la pasión como una herida inflamada del alma, idea cercana a la ética estoica de la apatheia, que buscaba la liberación de las emociones perturbadoras.

Para explicar esta diferencia, Plutarco compara errores puramente intelectuales con errores cargados de afectividad. Sostener que “los átomos y el espacio vacío son los principios de todas las cosas” —alusión directa a Epicuro— es una falsedad, pero no produce angustia ni desgarro interior. En cambio, creer que la riqueza es el mayor bien “roe el alma, no deja dormir y llena de tormentos”, mostrando que no toda falsedad es igualmente dañina. El criterio no es solo la verdad o falsedad del juicio, sino su capacidad de generar pasiones destructivas. En este punto, Plutarco insiste en que los errores morales que exaltan el placer o la ganancia producen “enfermedades y pasiones, como larvas y gusanos”, una imagen médica que refuerza la idea de corrupción interna del alma.

Desde aquí, el autor formula su tesis central: la superstición es peor que el ateísmo. El ateo, aunque yerra al negar la divinidad, no vive aterrorizado; su error conduce a una suerte de insensibilidad. La superstición, en cambio, reconoce a los dioses, pero los concibe como seres hostiles y dañinos, lo que engendra un miedo constante y humillante. Plutarco define con precisión esta diferencia: “el ateísmo es un razonamiento falso, y la superstición emoción nacida de un razonamiento falso”. El término griego deisidaimonía, que significa literalmente “temor a los dioses”, ya tenía en su época un sentido peyorativo heredado de Menandro, y designa una religiosidad deformada por el pánico y no por el respeto racional.

El análisis del temor ocupa un lugar central en el texto. Todas las pasiones son censurables, dice Plutarco, pero la mayoría conserva cierto impulso activo o creativo; solo el miedo es completamente paralizante. Por eso afirma que el terror “ata y perturba el alma”, recurriendo a una etimología simbólica para mostrar su efecto: inmoviliza la razón y la vuelve impotente. El supersticioso teme absolutamente todo —la noche, el silencio, el sueño, los fenómenos naturales— porque ve en cada cosa una amenaza divina. A diferencia de otros miedos concretos, este no admite refugio ni escape, ya que el objeto temido es omnipresente.

Esta impotencia se manifiesta de modo extremo en el sueño. Plutarco subraya que incluso los esclavos y los prisioneros hallan alivio al dormir, citando a Eurípides: “¡Oh amado hechizo del sueño, protector contra la enfermedad!” (Orestes 211–212). El supersticioso, en cambio, no descansa ni dormido: sus sueños se pueblan de visiones infernales, castigos y apariciones, comparables al tormento de los impíos en el más allá. Lejos de liberarse al despertar, el supersticioso se entrega a charlatanes e impostores, criticados también por Platón (República 364b), que mercantilizan el miedo mediante rituales absurdos y humillantes.

Plutarco denuncia con dureza estos ritos supersticiosos: purificaciones degradantes, imitaciones acríticas de cultos extranjeros, postraciones “bárbaras” y palabras mágicas incomprensibles. Todo ello, lejos de honrar a los dioses, los ofende, porque sustituye la piedad racional por gestos vacíos. De forma irónica, recuerda que los dioses dieron gratuitamente el sueño como alivio, y el supersticioso lo convierte en castigo permanente. Citando a Heráclito, señala que mientras los hombres despiertos comparten un mundo común y los dormidos se refugian en uno propio, el supersticioso no posee ninguno: ni la vigilia le trae razón, ni el sueño le concede descanso (Heráclito, fr. 89 Diels-Kranz).

El tratado culmina así en una crítica ética y religiosa profunda: la superstición no es exceso de religión, sino su corrupción. Al convertir a los dioses en fuentes de terror constante, destruye la razón, pervierte la piedad y condena al alma a una vigilia perpetua del miedo. Plutarco no defiende el ateísmo, pero lo considera un mal menor frente a una religiosidad sin inteligencia, donde el temor reina sin descanso y la razón “sueña”, mientras el miedo permanece siempre despierto.

La superstición como tiranía interior

Plutarco refuerza su idea central con una comparación política muy concreta: así como un tirano humano puede ser temido mientras domina su ciudad, pero deja de serlo cuando uno cruza a una polis libre, el “tirano” supersticioso —un poder divino imaginado como “sombrío e inexorable”— no admite exilio ni frontera. Por eso menciona a Polícrates de Samos y a Periandro de Corinto como ejemplos de tiranías históricas (Polícrates, s. VI a. C.; Periandro, s. VII–VI a. C.), para subrayar el contraste: frente a un tirano humano siempre existe la posibilidad de escapar; frente al “gobierno” temido de los dioses, el supersticioso se siente perseguido en cualquier lugar. La imagen se vuelve todavía más dura cuando Plutarco recurre al derecho y la costumbre: incluso al esclavo desesperado le queda una salida institucional —pedir ser vendido y cambiar de amo—, mientras que la superstición “no permite un cambio de los dioses”. La idea es psicológica y moral: el supersticioso convierte la religión en un régimen sin salida, porque teme precisamente a los dioses a quienes su propia tradición llama “salvadores” y “bienhechores” (epítetos frecuentes en la religión griega; cf. Sófocles, Edipo Rey 150; Tucídides 1.126.6). Es decir, teme a quienes, en teoría, deberían ser el refugio de la esperanza.

Luego Plutarco introduce una cita trágica para medir la gravedad del fenómeno: “Para un hombre y para una mujer es una desgracia terrible convertirse en esclavo y tener unos amos crueles” (trágico adespoto; cf. Nauck, Trag. Graec. Frag., Adespota 376). La función de la cita es retórica: aceptar la esclavitud humana como “terrible” es razonable, pero Plutarco pide subir un escalón: más terrible sería “pensar” que se está bajo amos imposibles de evitar, de los que no se puede huir ni contra los que se puede sublevar. Con esto desplaza el problema desde la opresión externa a la opresión interna: la superstición no solo produce miedo, sino que imagina una relación con lo divino como servidumbre absoluta.

En el siguiente movimiento, el texto da un giro particularmente irónico: los templos, que para cualquiera funcionan como asilo simbólico, para el supersticioso son lugar de tortura. Plutarco recuerda que el esclavo tiene un altar de refugio, que incluso hay santuarios “respetados” o “refugios” para delincuentes (la nota discute ambas lecturas), y que quien huye del enemigo recupera ánimo al aferrarse a una estatua o templo. Pero el supersticioso se espanta sobre todo ante aquello mismo que debería consolar. La tesis es punzante: no hace falta alejarlo del templo, porque “en ellos sufre ya castigo y tormento”. La religión, deformada por el temor, se vuelve auto-castigo, una penitenciaría mental.

El clímax llega cuando Plutarco afirma que la muerte, límite universal de la vida (“El límite de la vida para todos los hombres es la muerte”: Demóstenes, Sobre la corona 18.97), no pone límite a la superstición: al contrario, la prolonga más allá de la vida. Aquí el supersticioso se fabrica un más allá poblado de horrores: puertas del Hades (idea ya homérica: cf. Odisea 11.571; Ilíada 5.646; 9.312; 23.74), ríos de fuego (motivo presente también en descripciones posteriores; cf. Luciano, Historia verdadera 2.30), efluvios de la Estigia (Homero, Odisea 10.514), oscuridad infernal (Aristófanes, Ranas 273), fantasmas y apariciones (Aristófanes, Ranas 285 ss.; Virgilio, Eneida 6.289), además de jueces y verdugos (creencias órficas y pitagóricas sobre juicio de las almas; cf. L. Ruhl, “De mortuorum iudicio”, 1903). La idea que sostiene todo ese “paisaje” no es descriptiva sino crítica: la superstición se procura a sí misma, por anticipación, todos los males que teme, y lo hace “sin poder evitarlo”. Es una maquinaria de sufrimiento preventivo.

Con ese contraste preparado, Plutarco concede algo importante al ateísmo: es penoso por su ignorancia, porque equivale a apagar “el conocimiento de la divinidad”, lo más brillante del alma. Sin embargo, insiste en que en el ateísmo no está “directamente” lo ulceroso y envilecedor de la pasión. Para explicar esto recurre a Platón mediante una paráfrasis: la música, creadora de armonía y orden, no se da para la molicie, sino para corregir los extravíos del alma (cf. Platón, República 2.376e y 3.410c; y la nota indica adaptación libre de Timeo 47d). Aquí la música funciona como analogía: así como la insensibilidad musical (por sordera) es un mal menor frente a una música que desquicia, la “ceguera” religiosa del ateo es menos dañina que una religión vivida como pánico.

El texto remata esa analogía con Píndaro: “Cuantas cosas no ama Zeus… se asustan cuando la voz escuchan de las Piérides” (Píndaro, Pítica 1.13; “Piérides” = Musas). La imagen de seres que se irritan con el orden musical prepara la comparación final: Tiresias es desgraciado por no ver; pero Atamante y Ágave son más desgraciados porque ven mal, ven “leones y ciervos” donde hay seres queridos (cf. Ovidio, Metamorfosis 3.320 ss. y 4.481–542; Eurípides, Bacantes 1105, 1174, 1212 ss.; Apolodoro, Biblioteca 1.84; 3.28; 3.36). Y a Heracles, en su locura, le habría convenido no ver a sus hijos antes que reconocerlos como enemigos y matarlos (Eurípides, Heracles 922–1025). La estructura lógica es clara: no ver (ateísmo) es un mal; ver de modo delirante (superstición) es un mal mayor. Por eso Plutarco afirma que el ateo “no ve a los dioses”, mientras el supersticioso “nota su presencia” pero la interpreta como amenaza: teme la bondad como si fuera temible, la protección como funesta, el afecto paternal como tiránico.

Desde allí, Plutarco critica una consecuencia práctica: el supersticioso termina idolatrando formas materiales y antropomórficas —modela a los dioses como cuerpos humanos— y desprecia a filósofos y políticos que enseñan que la majestad divina se une a la bondad y benevolencia. En esa denuncia se percibe un eco cínico (la nota menciona a Antístenes), pero Plutarco lo utiliza con un objetivo moral: mostrar que el supersticioso degrada a los dioses al nivel de sus propios miedos. La síntesis que ofrece es muy afilada: el ateísmo es indiferencia que “no conoce el bien”; la superstición es un exceso sensitivo que supone que “el bien es malo”. Por eso el supersticioso vive una contradicción grotesca: teme a los dioses y, al mismo tiempo, se refugia en ellos; los adula y los vitupera; les suplica y los censura (y la nota recuerda incluso prácticas mágicas de maldecir a dioses y daimones: cf. L. Radermacher, “Reden und Fluchen”, 1908).

Finalmente, Plutarco baja el argumento a la experiencia cotidiana del sufrimiento. Cita a Píndaro sobre la condición divina, libre de enfermedad, vejez y trabajos, “escaparon al ruidoso estrecho de Aqueronte” (Píndaro, fr. 143 Christ; también citado por Plutarco en Moralia 763C y 1075A), para contrastar con la mezcla inestable de la vida humana. Luego propone observar al ateo y al supersticioso ante la desgracia: el ateo, aun si se queja, suele atribuir sus males a fortuna, casualidad o causas humanas; el supersticioso, en cambio, ante un mal pequeño, se sienta y fabrica males mayores, irremediables, y termina acusando a la divinidad, como si una ruina “demónica” se hubiera arrojado sobre él. La diferencia práctica es decisiva: el ateo, cuando enferma, recuerda excesos y errores de vida; cuando fracasa en política, busca causas en sí y en su entorno. Y ese examen de conciencia lo ejemplifica en una pregunta que funciona como espejo moral: “¿Dónde falté?, ¿qué hice?, ¿qué obligación mía no cumplí?” 

Providencia, culpa y parálisis 

Para la tradición estoica, el mundo está regido por la providencia y no por la fortuna, mientras que los cínicos tendían a pensar lo contrario, atribuyendo el curso de lo humano al azar. Esto se consigna explícitamente en la nota: la providencia aparece vinculada a Zenón de Citio, y la tesis “fortuna” se asocia a Dion Crisóstomo. Con esa referencia, se entiende que Plutarco discute con —y aprovecha— materiales de diatriba cínico-estoica, pero los reordena para su objetivo: mostrar cómo la superstición, a diferencia del ateísmo, destruye la agencia humana y transforma cualquier golpe de la vida en señal de condena.

Plutarco define el mecanismo supersticioso con una frase clave: para el supersticioso toda enfermedad, pérdidas, muertes y fracasos “quieren decir golpes de la divinidad y ataques de un espíritu”. Las notas recuerdan que los griegos solían pensar que las enfermedades provenían de los dioses (Homero, Odisea V 394 ss.), y que existía una tradición que asocia esos males a influencias demoníacas o “espirituales”. Sin embargo, en Plutarco esto no es una simple creencia “religiosa”: es una lectura que paraliza. El supersticioso, por miedo a “luchar contra la divinidad”, renuncia a curarse, a pedir ayuda, a resistir. De allí las escenas concretas: estando enfermo, echa al médico; estando triste, cierra la puerta al filósofo que pretende consolarlo. Y se autodenomina con un lenguaje de condena: “Déjame… pagar mi pena… yo, el impío, el maldito, el odiado por los dioses y espíritus divinos”, frase que la nota vincula a Sófocles (Edipo Rey 1340) como probable fuente del tono y el vocabulario. El punto es devastador: la superstición convierte el sufrimiento en “merecido” y vuelve sospechosa cualquier forma de alivio.

Plutarco contrapone a ese cuadro el luto y la reacción del ateo. Aun quien no cree en dioses, cuando está abatido puede llorar, cortarse el cabello o quitarse el manto, signos de duelo ampliamente atestiguados en la cultura griega (sobre esos signos, la nota remite a Rohde, Psique, págs. 222 ss.). Pero eso, para Plutarco, sigue siendo un dolor humano, no una auto-humillación religiosa. El supersticioso, en cambio, desplaza el duelo hacia una teatralización penitencial: se sienta fuera de su casa “con un saco” y harapos sucios, se revuelca en el barro, “da vueltas desnudo” y confiesa faltas mínimas. Las notas ayudan a entender el trasfondo ritual: los harapos imitan penas del inframundo y buscan ablandar a los dioses; la desnudez era frecuente en ritos mágicos porque el vestido se consideraba portador de males. En vez de curar o pensar, el supersticioso se hunde en la lógica del “castigo” y de la “impureza”.

Hay un absurdo en el contenido de esas confesiones: cree haber ofendido por comer o beber algo prohibido, o por caminar por un camino “que no le permitía su espíritu divino”. Aquí Plutarco se apoya en el imaginario que también describe Teofrasto, donde el supersticioso interpreta señales nimias como presagios; por ejemplo, el episodio del gato que cruza el camino (Teofrasto, Caracteres XVI 3). Y aun cuando el supersticioso “está feliz”, su felicidad queda tomada por una higiene del miedo: se deja fumigar con azufre —purificación antigua ya en Homero (Odisea XXII 481; 492–495)—, y se cuelga amuletos; la nota cita a Bión con una imagen sarcástica de viejas que “atan y cuelgan” cualquier cosa como si fuera remedio (y recuerda paralelos en Plutarco, Vida de Pericles 38 [173A], y en la voz “Amuleto” de Riess en la RE). Es un mundo donde la serenidad no existe: o hay culpa, o hay amuletos, o hay ritos de apaciguamiento.

La comparación con Teribazo vuelve visible el núcleo del argumento. Teribazo lucha mientras cree que lo atacan; pero cuando le dicen que es una orden del rey, baja la espada y ofrece las manos para ser atado. Plutarco usa el episodio para describir la rendición supersticiosa ante la desgracia: las personas “normales” combaten sus males, inventan escapes, buscan soluciones; el supersticioso, en cambio, se dice: “padeces estas cosas por la providencia y porque lo manda la divinidad”, y por eso abandona toda esperanza y rechaza a quienes quieren ayudarlo. La ironía aquí es que “providencia”, que en el estoicismo podía significar un orden racional del cosmos (Von Arnim, SVF I, Zenón fr. 176), se transforma, en la mente supersticiosa, en decreto de castigo: un fatalismo religioso que no consuela, sino que inmoviliza.

Después Plutarco prueba su tesis con ejemplos históricos y trágicos de cómo la superstición vuelve “funestos” males que podrían ser soportables. Midas el Viejo se suicida bebiendo sangre de toro por estar perturbado por sueños, y la nota recuerda la creencia antigua de que la sangre de toro era venenosa (Plinio, Historia Natural XXVIII 147; Plutarco, Vida de Flaminio 20 [380E]). Aristodemo de Mesenia se quita la vida interpretando señales —perros que aúllan, hierba creciendo en el hogar paterno— que los adivinos cargan de sentido ominoso (Pausanias IV 13, 1 y 4). Y el caso de Nicias funciona como ejemplo político-militar: por miedo al eclipse de luna se queda inactivo en Sicilia, es cercado, cae prisionero con miles de hombres y muere ignominiosamente (Tucídides VII 35–87; Diodoro XIII 21; Plutarco, Vida de Nicias 23 [538D]; Plinio, Historia Natural II 54). La tesis se formula de modo casi científico: el eclipse, como fenómeno natural, “no es algo terrible”; lo terrible es “la sombra de la superstición” que ciega la razón justo cuando más se necesita.

Por eso Plutarco propone un modelo alternativo de relación con lo divino: la plegaria no puede ser excusa para no actuar. Lo ilustra con una cadena de autoridades poéticas y épicas. El timonel, al ver señales de tormenta, ruega a los “dioses Salvadores” (los Dioscuros, Cástor y Pólux), pero mientras ruega gobierna el timón y toma medidas técnicas para salvarse, según versos de Arquíloco (fr. 54 Bergk) y una adaptación citada también en Plutarco (Mor. 475F) y en Nauck (Adespota 377). Hesíodo aconseja orar antes de arar y sembrar, “teniendo la mano sobre el arado” (Trabajos y Días 465–468): la oración va unida al trabajo. Homero muestra a Áyax pidiendo que recen por él antes del combate singular con Héctor, mientras él se pone las armas (Ilíada VII 193 ss.). Y Agamenón ordena afilar la lanza y ajustar el escudo (Ilíada II 382), al mismo tiempo que suplica a Zeus “concédeme arrasar el palacio de Príamo” (adaptación de Ilíada II 413–414). Con esto Plutarco fija una norma: “dios es la esperanza para el valor, no pretexto para la cobardía”. Esa frase condensa toda su ética: la religión auténtica fortalece la acción racional; la superstición la sustituye por miedo.

La escena de los judíos inmóviles en sábado durante un asedio funciona como ejemplo polémico de “inacción por rito”: por observar el sábado, permanecen sentados mientras los enemigos toman los muros, “enredados en su superstición como en una red”. La nota discute a qué episodio histórico alude Plutarco (1 Macabeos 2, 37; Josefo, Antigüedades judías XII 6, 2; otras hipótesis incluyen Pompeyo 63 a. C. o Tito 70 d. C., o Antonio 38 a. C.), y recuerda la prohibición de trabajar en sábado (Éxodo 20, 8–11). Más allá de la identificación exacta, el uso retórico es claro: Plutarco apunta al mismo defecto que viene denunciando: convertir la práctica religiosa en una trampa que impide actuar cuando la razón y la prudencia lo exigen.

En la parte final del fragmento, el autor compara la actitud del ateo y del supersticioso incluso en contextos “felices” —fiestas, convites, iniciaciones y ritos mistéricos. El ateo se ríe con sarcasmo y llama locos a los demás, pero “no está aquejado de ningún otro mal”: su defecto es intelectual y moral, no necesariamente angustioso. El supersticioso, en cambio, no logra alegrarse: aunque la ciudad esté llena de inciensos e himnos, su alma está llena de gemidos. Se corona —práctica común en ceremonias y que además se creía protectora contra espíritus malignos (Stenzel, “Opferblut und Opfergerste”, Hermes 1906, 231)—, pero palidece; sacrifica, pero tiembla. Así, Plutarco ironiza sobre el dicho pitagórico de que “nos hacemos mucho mejores cuando nos acercamos a los dioses” (Pitágoras, Carmen aurea 42; citado también en Plutarco, Moralia 515F; recogido por Cicerón, De legibus II 11, y Séneca, Epístolas 94, 42): en el supersticioso ocurre lo contrario, se vuelve más miserable y sucio, como si entrara al templo no como a un lugar de bien, sino como a una guarida de bestias y monstruos.

Anaxágoras fue perseguido por decir que el sol era una masa de metal incandescente (dato biográfico clásico), pero nadie llamó impíos a los cimerios por no creer en el sol en absoluto. El ejemplo está calibrado para el punto que viene sosteniendo: el ateo yerra por negación; el supersticioso yerra por atribución monstruosa. Por eso su pregunta implícita es demoledora: ¿cómo puede ser impiedad negar a los dioses, pero no serlo creer en dioses crueles, tiránicos y funestos? En esa tensión se condensa el proyecto del tratado: rescatar una idea de divinidad compatible con la bondad y con la razón, y denunciar una religiosidad que, por miedo, termina degradando a los mismos dioses que pretende honrar.

Superstición, blasfemia y ateísmo

Anaxágoras, instalado en Atenas y cercano a Pericles, fue acusado de impiedad por sostener una explicación natural del sol (masa incandescente mayor que el Peloponeso), y el propio Pericles lo habría salvado y hecho salir de la ciudad (Diels, Fragmente der Vorsokratiker, II A 72). En cambio, recuerda la tradición de los cimerios, pueblo proverbial por vivir en tinieblas perpetuas, “sin ver jamás el sol” (Homero, Odisea XI 13–19). Con esto se prepara una ironía: ¿por qué se persigue al que “rebaja” el sol a fenómeno físico, pero no se acusa de impiedad a quienes, en la práctica, viven como si no existiera? Esa asimetría es el trampolín para el argumento central de este fragmento: la superstición es más sacrílega que la negación, porque no solo “niega” o “omite” a los dioses, sino que les atribuye lo peor.

Plutarco formula entonces una comparación personal fulminante: preferiría que dijeran “Plutarco no existe” antes que lo describieran como un ser caprichoso, iracundo y vengativo por nimiedades, que devora a alguien por no visitarlo o golpea a un niño por un descuido. La lógica es transparente: negar una existencia puede ser falso, pero atribuir a alguien una naturaleza moral monstruosa es una calumnia más grave. Para ilustrarlo, Plutarco alude a la rabia de Hécuba contra Aquiles (“ojalá pudiera yo, abrazándolo, devorar por medio su hígado”), eco homérico de Ilíada XXIV 212–213, y a un motivo mítico donde Ártemis castiga con el jabalí calidonio la falta de sacrificios (Homero, Ilíada IX 533 ss.; Pausanias I 27, 9). El punto no es “histórico”, sino ético: incluso si esas imágenes existen en la tradición poética, la superstición las fija como retrato literal del carácter divino y convierte la piedad en terror.

A continuación aparece el episodio de Timoteo cantando a Ártemis en Atenas con adjetivos violentos (“loca, posesa, fatídica, rabiosa”), y el comentario mordaz de Cinesias: “ojalá tengas tú una hija parecida” (Bergk, Poet. Lyr. Frag., III; Plutarco, Mor. 22A). La broma funciona como argumento: si sería espantoso tener una hija así, ¿por qué sería piadoso atribuírselo a una diosa? Plutarco remacha: los supersticiosos aceptan —o producen— cosas “iguales o peores” sobre Ártemis, y el texto incluye un fragmento poético muy mutilado sobre purificaciones tras contacto con ahorcados, partos, duelo, cruces de caminos y relación con un asesino (Bergk, Poet. Lyr. Frag., III, p. 680; Lobeck, Aglaophamus; Abernetty, De Plutarchi… 53–58). El contenido subyacente es claro aunque el verso esté corrupto: la diosa se vuelve una especie de policía ritual, irritada por impurezas de la vida cotidiana, lo que convierte el culto en obsesión persecutoria.

Plutarco amplía el mismo reproche a otros dioses: Apolo (temido por la peste: Homero, Ilíada I 10), Hera (engañosa: Ilíada XIX 100 ss.), Afrodita (placer y tormento: Eurípides, Hipólito 5 ss.). No está diciendo que esos dioses “sean” así, sino que el supersticioso los teme como si fueran así, y por eso su relación con ellos es psicológicamente incompatible con la confianza y la gratitud. Ese desplazamiento permite una tesis decisiva: no solo es impío “decir vilezas” de los dioses; también es impío pensarlas. De hecho, Plutarco sostiene que la blasfemia es odiosa porque revela hostilidad interior: el habla injuriosa nace de una opinión injuriosa. Por tanto, creer que los dioses son “locos, infieles, inconstantes, vengativos, crueles y ofendidos por bagatelas” es una impiedad interna, aunque se cubra de sacrificios.

Por eso el texto explica el “odio religioso” como consecuencia inevitable: si el supersticioso cree que sus mayores males provienen de los dioses, necesariamente los odiará y temerá; y si los odia y teme, es su enemigo, aunque los adore externamente. Plutarco introduce aquí una analogía política brillante: igual que se honra a un tirano con estatuas de oro mientras se lo odia en silencio, el supersticioso realiza rituales por miedo. Cita Antígona 291 (“agitando la cabeza”) como gesto de resentimiento reprimido, y luego enumera cortesanos y guardaespaldas que halagaban a reyes o emperadores mientras albergaban deseos de venganza: Hermolao con Alejandro (Plutarco, Vida de Alejandro 55 [696C]), Pausanias con Filipo (Aristóteles, Política 1311b2; Eliano, Varia Historia III 45; Diodoro XV 94–95), Quereas con Calígula (conspiración del 41 d. C.). Y remata con un verso homérico: “En verdad yo me vengaría de ti, si tuviera fuerza para ello” (Homero, Ilíada XXII 20). La conclusión psicológica es finísima: el ateo no cree; el supersticioso no quiere creer, pero cree contra su voluntad, porque teme no creer.

El ejemplo de Tántalo intensifica esa psicología del miedo: si pudiera escapar de la piedra que pende sobre su cabeza, celebraría la “libertad” del ateo; pero su debilidad lo mantiene prisionero. La referencia al mito incluye las variantes del castigo (piedra, hambre y sed) y remite a Homero (Odisea XI 583 ss.), Platón (Protágoras 315C) y Eurípides (Orestes 4 ss.). Plutarco usa el mito como imagen de un estado mental: el supersticioso vive bajo una amenaza suspendida, constante, sin descanso.

Luego llega un giro causal muy importante: la superstición no solo es peor que el ateísmo; además, engendra ateísmo. Plutarco sostiene que el ateísmo no nace porque la gente vea defectos en el cosmos —que Platón describe como “muy grande, muy bueno, muy hermoso y perfecto” (Timeo 92c)— ni por desorden astral o estacional, ni por los movimientos de sol y luna (y cita el lenguaje platónico “artesanos del día y de la noche”, Timeo 40c; también en Plutarco, Mor. 937E, 938B, 1006E). Nace, más bien, por el espectáculo de la superstición: gestos indecorosos, encantamientos y magias, vueltas rituales (posible práctica de giros en purificaciones), golpes de tambor para “ahuyentar” espíritus en eclipses (Plinio, Historia Natural II 54), “purificaciones impuras” y reglas de abstinencia (katharmoí / hagneioi), y castigos bárbaros delante de templos. Esa conducta hace que algunos concluyan: “mejor que no existan dioses” si los dioses se complacen en eso. Aquí Plutarco introduce un juicio moral de gran calado: la superstición calumnia a los dioses y, al hacerlo, vuelve razonable —aunque no verdadero— el rechazo ateo.

El texto empuja ese argumento al extremo con ejemplos etnográficos e históricos. Pregunta si no habría sido mejor que ciertos pueblos (gálatas y escitas) no tuvieran noticia de dioses, antes que creer en divinidades que se complacen en sacrificios humanos (César, Guerra de las Galias VI 16; Heródoto IV 70–72). Luego pasa a Cartago: habría sido más útil que adoptaran “ateos” célebres (Critias o Diágoras) como legisladores que continuar con sacrificios de niños a Crono (equivalente de El/Baal/Moloch/Saturno), práctica discutida por la erudición antigua y mencionada por Plutarco también en Mor. 175A y 522A; Diodoro X 14 sugiere persistencia. La descripción es deliberadamente insoportable: compra de hijos a pobres, sacrificio consciente, madres obligadas a no llorar (si lloraban perdían el dinero), flautas y tambores para tapar los gritos. Plutarco contrasta esto con Empédocles, que critica sacrificar animales desde la doctrina de la transmigración (Diels, Frag. Vorsokr., I: Empédocles B 137): allí el padre mata al “hijo” sin saberlo; en Cartago lo hacen sabiéndolo. La comparación es ética: la superstición puede hacer que lo impensable parezca piedad.

Plutarco añade una hipótesis para mostrar el absurdo: si en vez de dioses nos gobernaran Tifones o Gigantes —figuras míticas asociadas a crueldad y violencia (Hesíodo, Teogonía 820 ss.; Píndaro, Pítica I 15 ss.; sobre Tifón/Set; y sobre Gigantes: Hesíodo Teog. 132 s., 531 s.; Apolodoro Bibl. 1.1.2; Diodoro V 21, 5)—, ¿qué ritos exigirían? La respuesta implícita es: exactamente los que la superstición ya imagina. A propósito de crueldades rituales, menciona a Amestris, esposa de Jerjes, enterrando vivos a doce hombres para “hacerse propicio” al Hades (Heródoto VII 114; paralelo en III 35). Y contrasta esa imagen con Platón, que define a Hades como un dios humano, sabio y rico que guía las almas por persuasión y razón (probablemente Crátilo 403A–404B). La tensión es deliberada: la superstición inventa un Hades al que se soborna con atrocidades; la filosofía lo describe como orden racional.

El fragmento de Jenófanes funciona como cierre ejemplar: viendo a egipcios golpearse y llorar en fiestas religiosas, dice: “si éstos son dioses, no lloréis; y si son hombres, no les hagáis sacrificios” (Diels, Frag. Vorsokr., I A 13; citado también en Plutarco Mor. 379B y 763C; Aristóteles Retórica 1400b5). La frase ataca la incoherencia emocional que Plutarco viene persiguiendo: rituales que mezclan duelo y sacrificio, compasión y violencia, temor y adoración.

El cierre doctrinal del pasaje es una advertencia moral: la superstición es una “enfermedad” que mezcla más errores y emociones contradictorias que ninguna otra. Pero Plutarco añade una precaución clave: hay que huir de ella sin caer en el extremo contrario. Lo explica con la imagen de quien huye de ladrones o fuego y, por pánico, cae en precipicios: del mismo modo, algunos, al huir de la superstición, caen en un ateísmo “cruel y obstinado”, saltando por encima de la piedad que está en el medio. Aquí aparece explícitamente la doctrina del justo medio aristotélico (Aristóteles, Ética a Nicómaco II 1106b16; paralelo latino: Horacio, Epístolas I 18, 9: virtus est medium vitiorum et utrimque reductum). El resultado final es nítido: Plutarco no quiere reemplazar religión por negación, sino rescatar una piedad racional y benévola, situada entre dos vicios: el ateísmo por carencia y la superstición por exceso deformante.

Conclusión

En Sobre la superstición, Plutarco cierra con una advertencia tan simple como brutal: cuando la piedad se pudre en miedo, ya no honra a los dioses, los calumnia. El ateísmo es una ceguera triste, pero la superstición es peor porque inventa divinidades crueles, vuelve la vida una cárcel sin salida y alarga el terror más allá de la muerte; por eso, incluso alimenta al mismo ateísmo que pretende evitar. La salida no está en saltar de un extremo al otro, sino en recuperar el “medio” de la verdadera religiosidad: una relación con lo divino guiada por la razón, la confianza y la serenidad, donde la fe no sea excusa para la cobardía ni la devoción se confunda con castigo.

Plutarco - Si el vicio puede causar infelicidad

Este breve pero intenso tratado de Plutarco, Sobre si el vicio puede causar infelicidad, nos introduce de lleno en una de las preguntas más inquietantes de la ética antigua: si la desdicha humana proviene de la fortuna o, más radicalmente, de la propia corrupción moral. Aunque el texto nos ha llegado mutilado y envuelto en dudas filológicas, su tono, su vocabulario —marcado por la noción de autárkeia— y su enfoque moralizante lo sitúan con fuerza en la tradición estoica temprana del autor. Aquí Plutarco no teoriza desde la abstracción, sino que apunta directamente al núcleo de la vida buena: la idea de que ninguna circunstancia externa puede hacer verdaderamente infeliz a quien vive conforme a la virtud, mientras que el vicio, aun rodeado de prosperidad, encierra en sí mismo la semilla de la desdicha.

SI EL VICIO PUEDE CAUSAR INFELICIDAD

El vicio como fuente interior de la desdicha humana 

En este pasaje Plutarco despliega, mediante una densa red de ejemplos míticos y épicos, una tesis central: la infelicidad no procede primariamente de los peligros externos ni de la adversidad material, sino del desorden interior que introduce el vicio en el alma. El comienzo abrupto y fragmentario del texto no impide reconocer la estrategia moral del autor, que contrapone la prudencia y el retiro voluntario a la ambición desmedida y al deseo de aparentes bienes. La alusión a Eurípides remite al mito de Faetón, quien rehúsa un matrimonio ventajoso y acaba pereciendo tras conducir temerariamente el carro de Helios, incendiando incluso el palacio de Mérope (Eurípides, Faetón, frs. 771–786). Plutarco sugiere que habría sido preferible atravesar un “incendio real” antes que exponerse al vértigo de una vida dominada por el deseo y la envidia, aunque esta se presente envuelta en promesas de riqueza, comparables a las de Tántalo, símbolo clásico del goce imposible y del castigo eterno.

A continuación, el autor refuerza su argumento con ejemplos homéricos que exaltan la prudencia frente a la gloria peligrosa. Evoca a Equépolo, el “prudente sicionio”, que ofrece una yegua a Agamenón para evitar seguirlo a la guerra de Troya y así permanecer en su hogar, gozando de bienestar y ocio sin penas (Homero, Ilíada XXIII, 297–298). Frente a esta figura de sensatez, Plutarco critica a los hombres de su tiempo —cortesanos y hombres de negocios— que, sin ser llamados, se precipitan a antesalas humillantes y fatigosas en busca de honores insignificantes: un caballo, un broche, una vana señal de felicidad. La mención de Protesilao y su esposa abandonada en Fílace, con la casa inconclusa y el rostro ensangrentado por el dolor (Homero, Ilíada II, 700–701), refuerza la idea de que la ambición arrastra no solo al individuo, sino también a quienes dependen de él, dejándolos sumidos en la pérdida y la inestabilidad.

Plutarco profundiza luego en el carácter ilusorio de la fortuna externa: el ambicioso, aun cuando logra aquello que desea, vive como un equilibrista sobre la cuerda floja de su suerte, temiendo siempre la caída. En ese estado, llega incluso a considerar dichosos a quienes viven sin fama pero con seguridad, mientras estos, a su vez, lo miran con admiración cuando lo ven “por encima de sus cabezas”, imagen que probablemente vuelve a aludir a Faetón atravesando el cielo en el carro solar. La escena revela una paradoja moral: la envidia es mutua y la felicidad auténtica no reside ni en el brillo de la fama ni en la precariedad admirada desde abajo, sino en la estabilidad interior que el vicio hace imposible.

En el segundo apartado, Plutarco formula explícitamente su tesis: el vicio es el creador absoluto de la infelicidad. A diferencia de los tiranos, que necesitan instrumentos, verdugos y artificios para causar sufrimiento, el vicio actúa sin mediaciones externas, desgastando directamente el alma. Produce tristeza, lamentos, irritación y arrepentimiento, afectos que no pueden ser contenidos por la razón una vez que han tomado el control. Para probarlo, Plutarco recurre a una comparación contundente: muchos hombres soportan en silencio los tormentos físicos —mutilaciones, azotes, torturas— porque el alma, guiada por la razón, puede reprimir el dolor corporal. Sin embargo, nadie puede imponer silencio a la ira, calma al miedo o quietud al arrepentimiento, porque estos padecimientos nacen del interior y desbordan toda disciplina racional.

El vicio es más violento que el fuego o el hierro. Con ello, Plutarco no exagera retóricamente, sino que fija una jerarquía moral del sufrimiento: los males del cuerpo, por extremos que sean, pueden ser resistidos; los del alma viciosa, en cambio, desgarran al ser humano desde dentro y lo condenan a una infelicidad permanente. Así, el tratado apunta a una conclusión profundamente clásica: la verdadera libertad y la verdadera felicidad no dependen de la fortuna ni del poder, sino del gobierno interior del alma.

La impotencia de la Fortuna frente a la fuerza destructiva del Vicio

Desarrolla una de las imágenes más elaboradas y persuasivas del tratado: la comparación entre un concurso público de artesanos y la competencia entre Fortuna y Vicio para producir una vida infeliz. Así como los artesanos presentan cuentas, modelos y promesas de eficacia para obtener una contrata, Plutarco imagina que la infelicidad se licita públicamente. La Fortuna se presenta cargada de instrumentos: guerras, piratería, tiranos, tempestades, enfermedades, cárceles y muertes violentas. Sin embargo, el argumento se afila cuando el autor concede hipotéticamente todo ese poder a la Fortuna solo para demostrar, acto seguido, que incluso así resulta superflua: el Vicio, desnudo y sin ayuda externa, es plenamente capaz de arruinar la vida humana desde dentro. La imagen recuerda deliberadamente las grandes estatuas colosales del poder imperial —como la ecuestre de Domiciano vista por Plutarco en Roma— para subrayar que la grandeza externa impresiona, pero no es decisiva en la miseria moral (Estacio, Silvae I, 1, 107; Suetonio, Domiciano 15, 2).

A partir de aquí, Plutarco construye una refutación sistemática de los supuestos “males” con los que la Fortuna cree poder abatir al ser humano. Frente a la pobreza, evoca a Metrocles de Maronea, filósofo cínico que vivía sin posesiones, durmiendo entre ovejas o en pórticos de templos, y que se atrevió a discutir sobre la felicidad incluso ante el rey de los persas, dueño de riquezas inmensas (Plutarco, De tranquillitate animi 468A; Jenofonte, Ciropedia VIII, 6, 22). El mensaje es claro: la carencia material no produce infelicidad en quien ha educado su alma en la autosuficiencia, mientras que la abundancia no garantiza serenidad alguna.

Plutarco continúa desmontando los instrumentos clásicos del miedo recurriendo a figuras paradigmáticas de la filosofía. Ante la esclavitud y la venta del cuerpo, aparece Diógenes de Sínope, quien, capturado por piratas y puesto en venta, proclamó con ironía: “¿Quién quiere comprar un amo?” (Diógenes Laercio, VI, 29). La anécdota no es meramente pintoresca: muestra que la verdadera servidumbre no es corporal, sino moral. Quien domina sus deseos sigue siendo libre incluso encadenado, mientras que el vicioso es esclavo aun en el trono.

El veneno, símbolo supremo de la violencia injusta, es neutralizado mediante el ejemplo de Sócrates. Plutarco recuerda cómo bebió la cicuta serenamente, sin perder la compostura, y cómo fue considerado dichoso incluso por quienes sobrevivieron, pues se pensaba que no descendería al Hades sin un destino divino (Platón, Fedón 117b–c; 58e; Jenofonte, Apología 32; Plutarco, De exilio 607F). La muerte, cuando es afrontada con justicia y razón, deja de ser un mal y se convierte en culminación de una vida filosófica.

El fuego, la forma más extrema del castigo corporal, tampoco vence al alma virtuosa. Plutarco menciona a Decio Mus, general romano que se sacrificó voluntariamente en la pira como cumplimiento de un voto por la soberanía de Roma (Plutarco, Parallela minora 310A–B; Tito Livio, VII, 9; X, 28). A esto añade ejemplos aún más radicales tomados de costumbres extranjeras: las viudas indias que disputaban el honor de arder junto al esposo muerto, celebradas como dichosas por su comunidad (probablemente según relatos de Megástenes). Estas referencias no buscan aprobar tales prácticas, sino subrayar que incluso el fuego pierde su carácter aterrador cuando el alma interpreta el sufrimiento como noble o significativo.

Aquello que para la mayoría representa degradación —el manto raído, la alforja, la mendicidad— es presentado como principio de felicidad y libertad para Diógenes y Crates (Crates de Tebas). Incluso la crucifixión o el empalamiento carecen de poder sobre filósofos como Teodoro, para quien era indiferente pudrirse sobre o bajo la tierra. Plutarco amplía aún más el horizonte citando a pueblos bárbaros —escitas, hircanos, bactrianos— que consideran dichoso ser devorado por animales tras la muerte, mostrando que el terror al destino del cuerpo es una construcción cultural, no una necesidad natural.

Ninguno de los males que la Fortuna puede infligir —pobreza, esclavitud, dolor, muerte o deshonra— basta por sí mismo para producir infelicidad. Solo el Vicio, al corromper el juicio, el deseo y la relación del alma consigo misma, tiene un poder absoluto para hacer miserable la vida humana. Así, la infelicidad no se impone desde fuera: se fabrica desde dentro.

Fortuna y vicio: por qué solo el alma corrompida se vuelve verdaderamente desdichada

Las desgracias no afectan por igual a todos, sino únicamente a ciertos tipos de personas. Las cosas externas —pérdidas, fracasos, golpes del destino— hacen desgraciados solo a los cobardes, irracionales y no ejercitados, es decir, a quienes no han formado su alma mediante la razón y el hábito filosófico, y conservan desde la infancia opiniones rígidas e irreflexivas. La infelicidad no es, por tanto, un efecto automático de la Fortuna, sino el resultado de una disposición interior defectuosa. En esta línea, Plutarco afirma de manera explícita que la Fortuna no es cumplidora de infelicidad si no colabora con ella el Vicio, desplazando el foco causal desde lo externo hacia el interior moral del sujeto.

Para explicar esta colaboración, Plutarco recurre a dos símiles artesanales de gran fuerza didáctica. Así como el hilo solo puede atravesar el hueso cuando este ha sido previamente ablandado con ceniza y vinagre, o como el marfil solo puede ser doblado por el artesano cuando la cerveza lo ha vuelto flexible, la Fortuna solo puede dañar al alma cuando esta ya ha sido reblandecida y debilitada por el Vicio. La adversidad no crea por sí misma la miseria: simplemente hiere aquello que ya estaba dañado. Estos ejemplos, además de revelar el conocimiento técnico de Plutarco sobre prácticas artesanales antiguas, refuerzan su idea central de que la infelicidad es siempre un fenómeno mediado por la condición moral del alma.

El símil siguiente profundiza aún más esta idea mediante la imagen del llamado “veneno del Parto”. Plutarco aclara que este no daña a quienes lo transportan o lo tocan, sino únicamente a quienes ya están heridos, pues en ellos sus emanaciones resultan mortales. Del mismo modo, la Fortuna solo oprime verdaderamente a quien posee heridas previas en el alma, es decir, pasiones desordenadas, temores, deseos excesivos o falsas creencias. Lo que ocurre externamente se vuelve “triste y lamentable” no por su naturaleza objetiva, sino porque encuentra un terreno interior previamente sensibilizado por el Vicio. La desgracia, así entendida, no es un impacto directo, sino una resonancia interna.

Plutarco formula una pregunta clave para cerrar el razonamiento: ¿necesita realmente el Vicio de la Fortuna para producir infelicidad? La respuesta es negativa. El Vicio no provoca catástrofes naturales ni guerras, no levanta caminos desiertos ni arruina cosechas, no suscita acusadores como Méleto y Ánito contra Sócrates (Platón, Apología 30c–d), ni como Calíxeno contra los generales de las Arginusas (Jenofonte, Helénicas I, 7, 8 ss.). Tampoco priva del mando ni de la riqueza. Y, sin embargo, golpea con mayor fuerza precisamente a los ricos, a los prósperos y a los herederos, demostrando que la infelicidad no depende de la carencia de bienes, sino del mal uso de ellos.

El vicio penetra en todas partes, por tierra y por mar; crece en el interior del hombre; lo funde en deseos, lo inflama de cólera, lo desgasta con supersticiones y lo desgarra incluso con la mirada. Esta enumeración final muestra que el Vicio no actúa como un agente externo y visible, sino como una fuerza interior invasiva, que acompaña al hombre en cualquier circunstancia y transforma incluso la prosperidad en fuente de tormento. 

Conclusión

Plutarco concluye, con una lucidez implacable, que la infelicidad no viene de fuera, sino que se gesta en el interior del alma: la Fortuna solo hiere a quien ya ha sido debilitado por el vicio, mientras que la virtud vuelve inofensivos incluso el dolor, la pobreza, el deshonor y la muerte. Ninguna desgracia externa tiene poder sobre quien se ha ejercitado en la razón y en la autarquía, pero el vicioso, aun rodeado de bienes, vive en permanente caída, desgarrado por deseos, temores y arrepentimientos. Así, este tratado nos deja una advertencia tan antigua como vigente: no temamos a la Fortuna, sino al Vicio, porque solo él posee el arte de volver la vida verdaderamente desdichada.

Plutarco - Cómo percibir los propios progresos en la virtud

En Sobre cómo percibir los propios progresos en la virtud, Plutarco se enfrenta directamente a la rigidez estoica y defiende una idea profundamente humana: la virtud no aparece de golpe, sino que se construye paso a paso. Frente a la tesis de que solo el sabio perfecto es virtuoso, introduce la prokopé, el progreso moral gradual, perceptible y consciente. A través de ejemplos concretos y señales prácticas —el dominio de las pasiones, la firmeza ante la crítica, el deseo de imitar a los mejores y la atención incluso a los pequeños detalles—, Plutarco muestra que avanzar en la virtud no exige perfección, sino vigilancia interior y constancia. La excelencia moral, así entendida, no es un ideal inalcanzable, sino un camino que puede reconocerse mientras se recorre.

SOBRE CÓMO PERCIBIR LOS PROPIOS PROGRESOS EN LA VIRTUD

El progreso moral como experiencia gradual y perceptible

Plutarco comienza planteando una dificultad central: nadie puede percibir un progreso real en la virtud si ese avance no conlleva una disminución efectiva del vicio y de la ignorancia. Mientras el mal siga oprimiendo al alma con el mismo peso, no hay sensación de mejora. El progreso moral, para ser auténtico, debe sentirse como un alivio interior y como un cambio real en la disposición del alma.

Para aclarar esta idea, recurre a analogías tomadas del aprendizaje y de la medicina. En disciplinas como la música o la gramática, nadie diría que progresa si sigue siendo igual de ignorante que antes. Del mismo modo, un enfermo no puede reconocer mejoría si la enfermedad no cede poco a poco. Así, el progreso siempre se reconoce por la pérdida gradual de lo negativo y la aparición de su contrario.

A partir de aquí, Plutarco critica la doctrina estoica que sostiene que el paso del vicio a la virtud es instantáneo y total. Según esta postura, el sabio abandona todo vicio de una sola vez, sin etapas intermedias. Plutarco muestra que esta tesis genera paradojas, pues elimina la posibilidad de un progreso consciente y deja al individuo sin criterios claros para reconocer su propia transformación moral.

Frente a esta visión extrema, propone entender el progreso moral como un camino o un viaje. El alma se va desprendiendo poco a poco de ciertas disposiciones y adquiere otras nuevas, muchas veces sin advertir de inmediato la cercanía de la meta. Esta concepción permite explicar por qué alguien puede avanzar en la virtud sin sentirse aún plenamente sabio, y al mismo tiempo ser consciente de que ya no es el mismo de antes.

Plutarco refuerza su argumento señalando que, si el cambio moral fuera súbito y absoluto, sería imposible no notarlo. Una transformación radical del vicio a la virtud sería tan evidente como un cambio físico o de condición extrema. El hecho de que el progreso moral no se experimente así demuestra que la virtud se adquiere gradualmente.

No todos los vicios son iguales ni todas las faltas tienen el mismo peso. La experiencia cotidiana confirma esta diferencia, pues distinguimos claramente entre errores leves y conductas gravemente injustas.

La continuidad del esfuerzo como signo del progreso en la virtud

Tanto medida que el vicio disminuye, la razón actúa como una luz que va disipando la oscuridad interior, “como con la disminución de la sombra”. Por eso, no es irracional que quien avanza desde una condición profundamente viciosa llegue a tomar conciencia de su cambio, pues este progreso tiene causas observables y racionales.

La primera señal del progreso es la continuidad y regularidad del avance. Plutarco compara la vida filosófica con una navegación en mar abierto: así como el navegante calcula la distancia recorrida considerando el tiempo y la fuerza del viento, el filósofo puede medir su progreso observando si su marcha es constante, sin interrupciones bruscas ni avances espasmódicos. El progreso auténtico no se da por impulsos aislados, sino por un movimiento estable, “suave y en línea recta”, guiado por el razonamiento.

En este contexto, Plutarco introduce una cita de Hesíodo, subrayando su valor moral: «si colocares aunque sea un poco sobre otro poco e hicieras esto con frecuencia» (Hesíodo, Trabajos y días, 361-362). Esta máxima, comúnmente aplicada al aumento de la riqueza, es elevada aquí al ámbito ético: la virtud crece por acumulación constante de pequeños avances, hasta que la razón adquiere un hábito sólido y eficaz.

Plutarco advierte, sin embargo, que la irregularidad en el ejercicio filosófico no solo detiene el progreso, sino que provoca retrocesos. Cuando el alma cede por pereza, el vicio “se pone encima” y la arrastra hacia atrás. Para explicar esta dinámica, utiliza una imagen tomada de la astronomía: los matemáticos dicen que los planetas “se detienen” cuando dejan de avanzar, pero en la vida moral no existe un verdadero estado de reposo. Si el progreso cesa, el movimiento del alma se inclina inevitablemente hacia lo peor, pues la naturaleza nunca permanece inmóvil.

Este carácter incesante de la lucha moral es reforzado mediante una referencia oracular, citada por Plutarco: «luchar contra los cirreos todos los días y todas las noches» (Esquines, Contra Ctesifonte, 107-108). La enseñanza es clara: la vigilancia contra el vicio debe ser permanente. Relajarse, admitir placeres o distracciones como si fueran “heraldos de tregua”, implica abrir la puerta al retroceso. La constancia en la lucha es condición para avanzar con ánimo firme.

En el pasaje siguiente, Plutarco matiza su postura y reconoce que pueden existir intervalos en el estudio filosófico. Estos no son necesariamente negativos, siempre que los períodos posteriores sean más largos y estables que los iniciales. Esto indica que la negligencia va siendo vencida por el ejercicio. En cambio, es un mal signo cuando, tras un entusiasmo inicial, aparecen frecuentes interrupciones y desalientos, como si el fervor se enfriara.

Para ilustrar este fenómeno, Plutarco recurre a una imagen natural: el crecimiento de la caña, que al comienzo avanza rápidamente, pero luego se ve frenado por nudos y resistencias internas. Así ocurre con quienes hacen incursiones intensas pero desordenadas en la filosofía: al no percibir un cambio real hacia lo mejor, se cansan y abandonan. Frente a ellos, cita una imagen homérica: «Pero al otro además le salieron alas» (Homero, Ilíada, XIX, 386), símbolo de aquel que, impulsado por la utilidad de la filosofía, elimina excusas y avanza con decisión.

No es signo de auténtico amor alegrarse solo con la presencia del amado, sino sufrir su ausencia. Del mismo modo, muchos parecen entusiasmados con la filosofía mientras participan en discusiones, pero la olvidan fácilmente cuando se alejan. En cambio, quien ha sido verdaderamente tocado por ella experimenta inquietud y desasosiego cuando se ve separado, como se indica en una cita trágica atribuida a Sófocles (fr. 757): el deseo filosófico actúa como un aguijón persistente que empuja de vuelta al estudio y a la virtud. Así, cuanto mayor es el beneficio recibido de la filosofía, mayor es la inquietud que produce su ausencia, y más auténtico resulta el progreso moral.

La firmeza interior como señal decisiva del progreso en la virtud

Plutarco retoma la idea del progreso moral apoyándose en una autoridad antigua: Hesíodo, cuya enseñanza afirma que el camino de la virtud no es escarpado ni imposible, sino que se vuelve “fácil, suave y cómodo” gracias al ejercicio constante (cf. Trabajos y días, 289). Al comienzo, sin embargo, el estudio de la filosofía está marcado por dificultades, errores y vacilaciones, semejantes a las de quienes han dejado la tierra conocida y aún no divisan el puerto al que se dirigen. En ese estado intermedio, muchos retroceden, pues han abandonado lo familiar sin haber alcanzado todavía lo mejor.

Para ilustrar este peligro inicial, Plutarco recurre a ejemplos concretos. Menciona a Sestio, el romano que dejó honores y cargos públicos por la filosofía, pero que, impaciente ante la dureza del aprendizaje, estuvo a punto de arrojarse desde lo alto. El ejemplo muestra que el progreso no fracasa por la filosofía misma, sino por la incapacidad de soportar el período de transición, cuando el alma aún no ha adquirido estabilidad.

Un relato similar se presenta con Diógenes de Sínope, quien, al comenzar su vida filosófica, se vio sacudido por violentas dudas al comparar su existencia austera con las fiestas, banquetes y placeres de los atenienses. Plutarco destaca el momento decisivo en que Diógenes se reprocha a sí mismo su debilidad, al observar a un ratón alimentarse sin quejarse de las migajas:
«¿Qué estás diciendo, Diógenes? (…) te quejas y lamentas tu situación?».
Este episodio muestra cómo el progreso se afirma cuando la inteligencia logra imponerse sobre la aflicción y el desaliento.

Cuando las depresiones y dudas son poco frecuentes y la razón logra superarlas rápidamente, como quien deja atrás un recodo del camino, el progreso moral se apoya ya sobre una base firme. No es la ausencia total de crisis lo que prueba el avance, sino la capacidad de superarlas sin abandonar el rumbo.

Plutarco amplía la reflexión considerando las presiones externas. El estudiante de filosofía no solo lucha contra su propia debilidad, sino también contra los consejos “sensatos” de los amigos y las burlas de los enemigos, que a menudo elogian los éxitos mundanos de otros: cargos públicos, matrimonios ventajosos, prestigio social. No turbarse ante estas comparaciones es, para Plutarco, un signo claro de progreso, pues revela que el alma ha aprendido a valorar algo distinto de lo que admira la mayoría.

Aquí se introduce una distinción crucial: despreciar los honores y éxitos externos no es virtud si proviene de la soberbia o de la insensatez. Solo quien ha aprendido verdaderamente a admirar la virtud puede dejar de envidiar lo que otros celebran. Por eso Plutarco recuerda el verso de Solón, que resume esta jerarquía de valores:

«No cambiaremos con ellos la riqueza por la virtud, pues ésta es siempre inmutable, pero la riqueza unas veces la posee un hombre, otras otro».

La estabilidad de la virtud contrasta con la fragilidad de los bienes externos.

Diógenes compara su vida errante con las residencias estacionales del rey persa; Agesilao afirma que el Gran Rey no es superior a él si no es más justo; Aristóteles recuerda a Alejandro que no basta dominar a muchos hombres, sino que importa tener una concepción correcta de los dioses. Cada uno de estos casos subraya que la verdadera medida del valor humano no está en el poder ni en la fama, sino en la justicia, la sabiduría y la rectitud interior.

La transformación del juicio y del uso de la palabra como signo del verdadero progreso moral

Plutarco señala que un signo claro de progreso en la virtud aparece cuando el filósofo en formación deja de compararse con los bienes externos —honores, éxito, prestigio— y, al hacerlo, logra desprenderse de la envidia, los celos y la humillación que suelen afectar a muchos principiantes. Esta liberación interior no es menor: quien ya no se inquieta ante los logros ajenos muestra que ha comenzado a medir su vida con un criterio distinto, propiamente filosófico, y esto constituye una prueba sólida de avance moral.

Un segundo indicio decisivo del progreso se manifiesta en el cambio del modo de hablar y de interesarse por los discursos. Plutarco observa que los principiantes suelen sentirse atraídos por aquello que promete fama: algunos se lanzan, por ambición, a las ciencias naturales; otros, “como perritos —dice Platón— alegrándose con arrastrar y rasguñar” (Platón, República 539b), corren tras disputas, dificultades y juegos dialécticos; muchos se refugian en la dialéctica para deslizarse rápidamente hacia la sofística; otros, finalmente, coleccionan máximas y anécdotas sin provecho real, recordando la ironía de Anacarsis sobre quienes solo usan el dinero para contarlo.

Para ilustrar este uso estéril del lenguaje filosófico, Plutarco recuerda una broma de Antífanes, quien decía que en cierta ciudad las palabras se congelaban al ser pronunciadas y solo se escuchaban mucho tiempo después, cuando se deshelaban. Así —añade— muchos entienden las palabras de Platón solo en la vejez, cuando ya no pueden aprovecharlas. Esta observación subraya que el progreso filosófico no consiste en repetir discursos, sino en asimilarlos hasta que formen carácter.

El verdadero avance comienza cuando el juicio adquiere firmeza y el estudiante deja de buscar lo brillante y artificioso para orientarse hacia discursos que transforman el alma. Plutarco apoya esta idea con una referencia a Esopo, señalando que los mejores discursos son aquellos cuyas huellas conducen “más hacia dentro que hacia fuera de nosotros” (Esopo, Fábulas, 142). De modo análogo, recuerda a Sófocles, quien tras imitar primero la grandilocuencia de Esquilo, comprendió que lo mejor del lenguaje es aquello que expresa el carácter. Del mismo modo, el filósofo progresa cuando pasa del lucimiento verbal a un discurso que educa la pasión y forma el ethos.

Plutarco amplía este criterio más allá de la filosofía estricta y exhorta a observar la propia actitud al leer poesía e historia. El progreso se reconoce cuando uno deja de buscar solo placer, dificultad o rareza, y comienza a recoger aquello que contribuye a la mejora del carácter y al dominio de las pasiones. Aquí introduce una imagen de Simónides: así como la abeja se posa en las flores buscando “la rubia miel” (Simónides, fr. 47), mientras otros solo se complacen en el color y el aroma, así el verdadero filósofo extrae lo útil incluso de lo que otros consideran mero entretenimiento.

Desde esta perspectiva, Plutarco critica a quienes leen a Platón o Jenofonte solo por la pureza de su estilo, comparándolos con quienes se contentan con el olor agradable de las medicinas sin conocer ni desear su poder curativo. En cambio, quien progresa de verdad es capaz de aprender de todo: discursos, espectáculos, acciones y situaciones cotidianas, recogiendo siempre lo apropiado para la virtud.

Para reforzar esta enseñanza, Plutarco ofrece una serie de ejemplos paradigmáticos. Esquilo, al ver una lucha de púgiles, observa: «El golpeado calla y los espectadores gritan», mostrando qué es el verdadero ejercicio. Brásidas, mordido por un ratón, concluye: «No hay nada tan pequeño y débil que no se salve, si tiene el valor de defenderse». Diógenes, al ver a un hombre beber con las manos, arroja su copa. Todos estos gestos revelan una disposición del alma ya entrenada para extraer lecciones morales de cualquier experiencia.

Este progreso se afianza plenamente cuando las palabras se mezclan con los hechos. No basta con hablar bien de la virtud; es necesario ponerla a prueba en placeres, disputas, peligros, juicios y cargos públicos, como si el individuo demostrara sus doctrinas viviéndolas y, al mismo tiempo, las fuera creando al usarlas. Por ello, critica duramente a quienes aprenden filosofía solo para exhibirla en el ágora o en banquetes, comparándolos con vendedores de medicinas o con el pájaro homérico que alimenta a otros pero “mal le va a él mismo” (Homero), porque no asimila nada para su propio bien. El verdadero progreso, concluye Plutarco, es interior, práctico y transformador.

La interiorización de la virtud y el abandono de la ostentación como culminación del progreso moral

Plutarco afirma que un signo decisivo del progreso en la virtud aparece cuando el uso del discurso deja de estar motivado por la ambición, el placer o el afán de victoria, y se orienta sinceramente a aprender y enseñar. Quien progresa abandona la afición a las disputas agresivas, deja de concebir los razonamientos como armas —“como guantes de boxeo y bolas de hierro”— y ya no se complace en vencer al adversario, sino en alcanzar la verdad. El cambio no es solo intelectual, sino ético: el discurso se vuelve medio de formación, no de combate.

Señala como pruebas claras de avance la moderación, la mansedumbre y la serenidad en la conversación. No iniciar los diálogos con espíritu de disputa ni terminarlos con ira, no humillar al vencido ni amargarse por la derrota, es propio de quien ha avanzado realmente. Ilustra esta actitud con una anécdota de Aristipo, quien, tras ser derrotado por sofismas, dice al vencedor:

«Yo, el vencido, me iré a casa a dormir más dulcemente que tú, que eres el vencedor.»

La superioridad moral se manifiesta aquí en la tranquilidad del alma, no en el triunfo dialéctico.

Plutarco añade otro criterio: la confianza sobria en la propia capacidad, sin cobardía ante un público numeroso ni desánimo ante uno escaso. El filósofo que progresa no rehúye hablar cuando la ocasión lo exige, incluso sin preparación retórica, porque su lucha no es por el aplauso, sino por el bien. Por eso recuerda que Homero no se preocupaba por la irregularidad métrica inicial de un verso, confiado en su arte, y sugiere que quien busca la virtud debe aprovechar las circunstancias sin someterse al miedo escénico ni al deseo de aprobación.

A continuación, Plutarco desplaza la atención desde las palabras hacia los actos, afirmando que el progreso auténtico se reconoce cuando la verdad prevalece sobre la ostentación y la necesidad sobre lo festivo. Así como el amor verdadero no necesita testigos, con mayor razón el amor al bien y a la sabiduría no requiere espectadores. El que proclama en voz alta su propia modestia o difunde cuidadosamente sus buenas acciones demuestra, en realidad, que sigue mirando hacia fuera y que aún no es espectador interior de la virtud.

Por ello, Plutarco sostiene que es propio de quien progresa guardar silencio sobre sus acciones nobles: un voto justo entre muchos injustos, el rechazo de un favor vergonzoso, el desprecio de regalos, la resistencia a placeres ilícitos o incluso a deseos intensos. Tales actos deben permanecer dentro del alma. Así lo muestra Agesilao, y Plutarco lo refuerza con una sentencia de Demócrito:

«se ha acostumbrado a conseguir dentro de él mismo las satisfacciones».

La autosuficiencia moral es aquí señal de una razón que ya ha echado raíces.

Las espigas llenas se inclinan hacia la tierra, mientras las vacías se levantan rígidas y erguidas. Del mismo modo, los jóvenes que apenas comienzan en la filosofía suelen mostrarse altivos, ostentosos y despectivos; pero cuando empiezan a llenarse de bienes verdaderos, su orgullo se vacía, su actitud se suaviza y su práctica se traslada del exterior al interior del alma. La crítica se vuelve más severa consigo mismos y más benévola con los demás.

Este cambio se manifiesta incluso en el rechazo del título de filósofo. Quien progresa de verdad no se apropia del nombre ni de la fama, y si otro se lo atribuye, responde con rubor y modestia, recordando las palabras homéricas:
«Ciertamente yo no soy un dios. ¿Por qué me comparas a los inmortales?».
La auténtica transformación interior se reconoce no por la arrogancia, sino por la reserva y el pudor.

Mientras el placer deja huellas visibles y agitadas —como dice Esquilo sobre el “ojo ardiente”—, el progreso filosófico verdadero produce una calma profunda. A este estado aplica las palabras de Safo:
«mi lengua se ha roto, y al punto un juego suave recorre mi cuerpo».
El alma se aquieta, la mirada se vuelve serena y el discurso digno de ser escuchado.

Al comienzo hay ruido, empujones y ansias de fama; pero quien ha entrado y ha visto la gran luz adopta silencio, respeto y obediencia a la razón “como a un dios”. Por eso recuerda la broma de Menedemo: muchos llegan creyéndose sabios, luego se llaman filósofos y, con el tiempo, se vuelven personas ordinarias; pero cuanto más avanzan en el razonamiento, más abandonan su orgullo y su propia opinión. Así, el progreso culmina no en la exaltación del yo, sino en su serena disolución ante la verdad.

La aceptación de la censura y el dominio interior incluso en los sueños como prueba suprema del progreso moral

Plutarco compara el progreso moral con la conciencia de la enfermedad en el ámbito médico. Así como quienes padecen males leves buscan por sí mismos al médico, mientras que los gravemente enfermos rechazan toda ayuda porque no reconocen su estado, del mismo modo son casi incurables quienes, tras cometer faltas, reaccionan con hostilidad ante la censura. En cambio, la disposición a escuchar reproches, a soportar la corrección y a someterse a la amonestación es señal clara de que el alma aún es sanable y está avanzando en la virtud.

Por ello, no es mala señal —afirma Plutarco— que quien ha errado se ofrezca a sí mismo a la censura, confiese su falta y busque a alguien que lo guíe y lo tome de la mano. Aquí recuerda una sentencia atribuida a Diógenes, según la cual al que necesita salvación le conviene buscar “un amigo honrado o un enemigo fogoso”, porque tanto la corrección amistosa como la reprensión severa pueden arrancarlo del vicio. El progreso se manifiesta en preferir la verdad dolorosa a la tranquilidad engañosa.

Plutarco contrapone esta actitud a la de quienes ocultan cuidadosamente los vicios del alma mientras exhiben con falsa modestia defectos externos sin importancia. Quien tolera bromas sobre su aspecto, pero es incapaz de soportar una crítica moral, no ha avanzado nada en la virtud. El que verdaderamente progresa es el que se enfrenta a sus pasiones —envidia, mezquindad, amor desordenado al placer— y acepta ser corregido, pues le duele más ser malo en realidad que parecerlo ante los demás.

Para ilustrar esta huida ilusoria, Plutarco recuerda una aguda ironía de Diógenes dirigida a un joven sorprendido en una taberna:
«Cuanto más adentro huyas, más te hallarás en la taberna.»
Así también, cuanto más se niegan y esconden las faltas morales, más profundamente se hunde el alma en el vicio. Reconocer la pobreza interior es ya un paso hacia la riqueza moral.

El filósofo que progresa, dice Plutarco, debe tomar como modelo a Hipócrates, quien publicó abiertamente sus errores médicos para que otros no los repitieran. Resulta absurdo —sugiere— que un hombre que desea salvar su alma tema confesar su ignorancia o someterse a examen, cuando incluso el gran médico consideró un deber hacer público su yerro. La confesión del error no es humillación, sino ejercicio de lucidez moral.

Plutarco menciona luego a Bión y Pirrón como ejemplos extremos de dominio interior. De Bión se dice que consideraba gran progreso el poder escuchar insultos sin alterarse, como si las injurias fueran bendiciones irónicas. De Pirrón, relata la célebre escena en que, durante una tormenta en el mar, señaló a un cerdito que comía tranquilamente y dijo que el sabio debía alcanzar, mediante la razón, una indiferencia semejante frente a los acontecimientos. Estas actitudes no son simples signos de progreso, sino de una firmeza casi perfecta del alma.

Plutarco introduce luego un criterio más sutil, atribuido a Zenón: el examen de los sueños. Según este, el progreso puede reconocerse cuando, incluso durante el sueño, el alma no se ve arrastrada por impulsos vergonzosos, violentos o injustos, sino que permanece serena, iluminada por la razón. En esta línea recuerda a Platón, quien mostró cómo, cuando la parte irracional del alma no ha sido educada, se desborda en los sueños con deseos desordenados que la ley reprime durante la vigilia.

Para explicar este dominio interior, Plutarco usa la imagen de las bestias de carga bien entrenadas: aun cuando se sueltan las riendas, no abandonan el camino. Del mismo modo, cuando la razón ha habituado al elemento pasional del alma a la obediencia, ni en sueños ni en la enfermedad se precipita hacia excesos. El hábito virtuoso se impone incluso cuando la vigilancia consciente se relaja.

Plutarco afianza esta idea con el ejemplo de Estilpón, quien soñó que Posidón lo reprochaba por no haberle ofrecido un sacrificio costoso. Sin temor, el filósofo respondió con moderación, y el dios, sonriente, lo recompensó. Este tipo de sueños claros, tranquilos y sin perturbación son, dice Plutarco, resplandores del progreso moral; en cambio, los sueños llenos de terror, culpa y desorden revelan un alma aún dominada por las pasiones.

La medición del progreso moral por la moderación de las pasiones y la imitación activa de la virtud

Distingue con claridad entre la indiferencia perfecta, que es algo elevado y casi divino, y el progreso moral, que no consiste en eliminar de inmediato las pasiones, sino en reducirlas, contenerlas y ordenarlas. Por ello, propone un criterio de examen doble: comparar nuestras pasiones con las que teníamos antes y compararlas también entre sí. Hay progreso cuando los deseos, los miedos y los enojos se vuelven más moderados que en el pasado, porque la razón ha aprendido a apagar lo que los exacerba.

Este examen interior se afina aún más cuando observamos qué pasiones predominan sobre otras. Plutarco considera mejor sentir vergüenza que miedo, emulación antes que envidia, amor a la fama antes que al dinero. No se trata de la ausencia total de pasión, sino de su reorientación hacia formas más nobles y menos destructivas. Así como en la música se prefieren ciertos modos frente a otros, también en la vida moral el progreso se reconoce cuando los excesos se suavizan y la desmesura comienza a desaparecer.

Para explicar esta corrección de los extremos, Plutarco recurre a una imagen musical: cuando a Frinis se le añadieron dos cuerdas a la lira, los éforos preguntaron si había que cortar las superiores o las inferiores; en el caso moral —dice Plutarco— deben corregirse ambos extremos para alcanzar el justo medio. El progreso no elimina la energía del alma, pero sí templa su violencia, pues “suaviza, antes que nada, los excesos y la intensidad de las pasiones”, como recuerda citando a Sófocles.

En el capítulo siguiente, Plutarco vuelve a insistir en una idea central del tratado: el verdadero progreso se manifiesta cuando los razonamientos se convierten en acciones, y las palabras dejan de engendrar más palabras para producir hechos. Una señal clara de ello es el celo activo hacia aquello que admiramos: no basta con alabar la virtud, es necesario desear practicarla y rechazar sinceramente lo que censuramos.

Para ilustrar esta diferencia entre admiración pasiva y emulación auténtica, Plutarco recuerda el célebre ejemplo de Temístocles, quien confesaba que el trofeo de Milcíades no le dejaba dormir. Con ello mostraba que no solo alababa la hazaña, sino que la había convertido en estímulo para su propia acción. En cambio, mientras la admiración permanezca inactiva y no conduzca a la imitación, el progreso moral es escaso o inexistente.

Plutarco profundiza esta idea afirmando que la alabanza verdadera de la virtud debe herir y espolear, no generar envidia ni quedarse en emoción estéril. No basta, como decía Alcibíades, con conmoverse y llorar al escuchar al filósofo; el progreso real se da cuando uno se compara con las acciones del hombre bueno, se reconoce inferior, pero lejos de abatirse, se llena de esperanza, deseo y ardor por alcanzar ese modelo.

Este impulso es descrito con una imagen poética tomada de Simónides, según la cual el que progresa corre “como un potro recién destetado junto a la yegua”, esforzándose por seguirla y unirse a ella. Tal imagen expresa la esencia del progreso auténtico: un amor activo por la virtud, que honra a los mejores no con palabras, sino intentando hacerse semejante a ellos.

Quien siente envidia o rivalidad hacia los hombres mejores que él no admira la virtud, sino que codicia su poder o su reputación. En cambio, el que ama su conducta y busca imitarla con respeto y entusiasmo muestra que su progreso es verdadero. 

El amor pleno a la virtud y la vigilancia minuciosa de la vida como señales finales del progreso moral

Plutarco sostiene que el progreso en la virtud alcanza un grado elevado cuando el amor por los hombres buenos se vuelve total e integrador. No basta con considerar bienaventurado al sabio ni con admirar sus palabras, como señala Platón (Leyes 711e); hay verdadero progreso cuando también se ama su figura, su manera de caminar, su mirada y su sonrisa, hasta el punto de querer unirse y fundirse con él. Este deseo de identificación profunda indica que la virtud ya no es solo un ideal abstracto, sino una forma de vida encarnada que atrae y transforma.

Este amor a la virtud no se debilita ante la adversidad. Plutarco insiste en que no debemos admirar a los hombres buenos solo cuando gozan de prosperidad, sino también cuando sufren exilio, prisión, pobreza o condena injusta. Así como los amantes acogen incluso las imperfecciones y los gestos frágiles de quienes aman, del mismo modo debemos amar la virtud en Arístides desterrado, Anaxágoras encarcelado, Sócrates pobre o Foción condenado. En este punto, Plutarco corona su argumento con un verso de Eurípides:
«¡Ah!, ¡cuán bueno es todo para los generosos!»,
mostrando que para quien ama verdaderamente la virtud nada de lo que la acompaña puede resultar indigno.

Este entusiasmo tiene además un efecto práctico: el recuerdo de los hombres virtuosos actúa como un modelo vivo que orienta la acción. Plutarco describe una práctica común entre quienes desean obrar bien: preguntarse ante cada decisión ¿qué habría hecho Platón?, ¿qué habría dicho Epaminondas?, ¿cómo se habría comportado Licurgo o Agesilao?. Estas figuras funcionan como un espejo moral ante el cual se corrigen hábitos, se refrena una pasión o se reprende un lenguaje indecoroso. Así, la memoria de los buenos se convierte en un auxilio constante frente a las dificultades.

Plutarco compara este recurso con un contraste elocuente: mientras algunos recitan de memoria los nombres de los Dáctilos Ideos como si fueran encantamientos contra el miedo, quienes progresan en la virtud encuentran un apoyo mucho más firme en la presencia interior de los hombres buenos, que los reanima y sostiene en todas las pruebas. Por ello, considera este hábito —recordar y evocar a los virtuosos como guías— una señal inequívoca de avance moral.

Un signo aún más revelador aparece cuando el individuo no se turba ni se avergüenza ante la presencia inesperada de un hombre excelente, sino que sale a su encuentro con confianza serena. Plutarco contrasta esta actitud con la anécdota de Alejandro Magno, quien, seguro de sus obras, preguntó irónicamente si la noticia que traían era que Homero había resucitado, convencido de que nada le faltaba salvo la gloria póstuma. De modo semejante, el joven que progresa en la virtud siente un deseo profundo de mostrarse tal como es ante los hombres buenos: abrirles su casa, su mesa, su familia, su trabajo y sus escritos, e incluso lamentar que un padre o maestro muerto no pueda verlo ahora en esta condición.

Por el contrario, Plutarco observa que quienes han descuidado su vida moral temen incluso en sueños encontrarse con sus familiares y maestros. El progreso auténtico, en cambio, se reconoce en el deseo de tener como espectadores a los mejores, pues la conciencia no se avergüenza de sí misma.

Finalmente, Plutarco añade un signo decisivo y aparentemente pequeño: no considerar insignificante ningún error. Así como quien ha perdido la esperanza de enriquecerse descuida los pequeños gastos, mientras que quien está cerca de la meta cuida cada moneda, del mismo modo el que progresa en la virtud se inquieta incluso por las faltas menores. No acepta excusas como «¿en qué se diferencia esto de aquello?» o «ahora así, después mejor», sino que se disgusta ante el menor desliz, porque no quiere manchar lo que ha empezado a purificar.

Para expresar esta actitud, Plutarco recurre a una imagen arquitectónica: los hombres negligentes construyen como sea, colocando piedras al azar; pero quienes progresan en la virtud, para quienes ya ha sido puesto «un cimiento de oro» (Píndaro), ordenan cada acción con cuidado, usando la razón como plomada. Por eso recuerda el dicho de Policleto, según el cual la tarea más difícil es aquella en que la arcilla llega a la uña, es decir, cuando el trabajo exige la máxima precisión. Así, el progreso moral culmina en una vida cuidadosamente medida, donde nada se deja al azar y cada acto busca estar a la altura de la virtud amada.


Conclusión

En Sobre cómo percibir los propios progresos en la virtud, Plutarco nos enseña que el avance moral no es un salto milagroso ni un gesto para la galería, sino una transformación lenta, interior y verificable. El progreso se reconoce cuando el vicio pierde fuerza, cuando las pasiones se suavizan y se ordenan, cuando dejamos de competir por palabras y aplausos y comenzamos a medirnos por actos, silencios y coherencia. Amar la virtud incluso en la adversidad, aceptar la corrección, vigilar hasta los errores pequeños, aprender de todo lo que acontece y buscar parecerse a los hombres buenos más que admirarlos desde lejos: estos son los signos de una razón que ha echado raíces en el alma. Allí donde ya no hay ostentación, sino celo por imitar lo noble, y donde la conciencia se vuelve el principal testigo, puede decirse con justicia que el progreso en la virtud ha comenzado de verdad.