sábado, 1 de marzo de 2025

Avicebrón - La Fuente de la Vida (Fons vitae) (Tratado I y II)

Esta obra, escrita en forma de diálogo, expone una metafísica neoplatónica en la que desarrolla la teoría de la materia y la forma, postulando que toda la realidad, incluidas las sustancias espirituales, está compuesta por materia universal y forma. Su pensamiento influyó en la escolástica cristiana y en filósofos como Tomás de Aquino y Duns Escoto, aunque su identidad judía no fue reconocida en un principio. Fons Vitae es un intento de conciliar la teología con la filosofía y representa una de las síntesis más sofisticadas del neoplatonismo en la tradición medieval. 


LA FUENTE DE LA VIDA

TRATADO PRIMERO

De las cosas previas para la determinación de la materia y formas universales y para la determinación de la materia y forma en las substancias compuestas


El primer tratado comienza con una conversación entre un maestro y du discípulo tratando de iniciar un diálogo sobre el propósito del hombre en este mundo. 

Para ponerse de acuerdo, el Maestro le dice que existen dos clases de conocimiento del hombre; 

  1. Aquel conocimiento que cae dentro de su inteligencia
  2. Aquel conocimiento que no cae dentro de su inteligencia

De las primera tenemos nuevamente una división:
  1. Las que conoce necesariamente (per se nota)
  2. Las que no conoce necesariamente (no son per se nota)


Las primeras no necesitan de prueba, pero las segunda sí necesitan de prueba. Estas se deben establecer mediante el arte de la dialéctica y la investigación. 

Teniendo esto como base, el Discípulo le pregunta al maestro: ¿qué es lo que el hombre debe buscar en esta vida?

El Maestro responde que como la mejor parte del hombre es la inteligencia, entonces el hombre debe buscar la ciencia principalmente. En primer lugar debe conocerse a sí mismo para luego conocer las cosas externas, y luego debe estudiar la ciencia de la causa final para saber su propósito en este mundo. 

El Discípulo le pregunta porque la esencia del hombre tiene causa final. El Maestro le dice que eso es evidente pues todo está bajo la voluntad del mismo, es decir, toda acción u obra tiene origen en la voluntad. 

En consecuencia, la finalidad del hombre es ascender a lo más elevado para que cada cual retorne a lo que es semejante. Esto solo se puede hacer a través de la ciencia y de la obra, pues estas dos disciplinas liberan al alma de la naturaleza. 

Pero, el Discípulo se pregunta ¿Cuál es la prueba de que la ciencia y la obra son la esencia del ser humano? el Maestro le dice que la prueba se toma de su propia definición, es decir, la perfección de la potencia; hacer efectivo aquello que es posible. Pasar de la ignorancia hasta la ciencia.

Y de entre todas las ciencias, el hombre, ¿a cuál debe atenerse para alcanzar su fin? El Maestro le dice que debe se la ciencia de todas las cosas según lo que son y esta ciencia no es otra que la ciencia de la esencia primera. 

Sin embargo, esta ciencia no es posible en su totalidad, pues la parcialidad de ella sólo es posible conocerla por sus efectos y manifestaciones. 

El Discípulo pregunta ¿por qué no es posible conocer esta ciencia en su totalidad? El Maestro responde que es una ciencia infinita, que está por sobre el conocimiento del hombre, y sin embargo puede saber de ella por que esta esencia y el alma son semejantes. 

Para conocer esta esencia se debería comprender que existe una universalidad múltiple compuesto de una materia y forma universal, pues tanto en la materia y la forma encontramos todo lo que son las cosas. 

Para que esto sea posible, debe existir una sola sustancia que las contenga a todas. 

Sustancia

Las sustancias fueran distintas en su esencia, al menos una de ellas no sería sustancia. Sin embargo, la diferencia entre ellas no radica en su esencia, sino en las formas que las diversifican. Esto lleva a la conclusión de que toda la diversidad puede reducirse a dos principios fundamentales: la materia universal y la forma universal. Se sostiene que si todas las cosas provinieran de una única raíz, deberían compartir la misma esencia, lo cual no ocurre, por lo que es necesario reconocer la existencia de dos raíces: la materia, que sustenta, y la forma, que es sustentada.

A partir de esta base, se establecen tres grandes ciencias: la ciencia de la materia y la forma, que estudia la estructura fundamental de la realidad; la ciencia de la voluntad, que media entre la materia y la forma; y la ciencia de la esencia primera, que estudia la causa suprema de todas las cosas. Se argumenta que en el ser no hay más que estos tres principios: materia y forma (lo creado), esencia primera (la causa de todo) y voluntad (que actúa como mediadora). Para ilustrar estos conceptos, se presentan ejemplos como el cuerpo humano y su organización para la materia y la forma, el alma como representación de la voluntad, y la inteligencia como símbolo de la esencia primera. Aunque en la enseñanza se comienza con la materia y la forma, en realidad, la esencia primera es lo más fundamental.

Se plantea un esquema de cinco tratados para abordar el estudio de la materia y la forma. Primero, se debe analizar lo que antecede a su estudio; segundo, la materia corporal que sostiene las cualidades; tercero, la materia espiritual que sostiene la forma corporal; cuarto, la demostración de las sustancias simples; y quinto, la consideración final de la materia y la forma en sí mismas. Se enfatiza la importancia de estudiar la sustancia del alma y sus características, ya que el alma es el sujeto del conocimiento. Para conocer la materia y la forma, se proponen dos métodos: el modo universal y común, basado en la identificación de sus propiedades esenciales, y el modo especial y propio, que observa cómo todas las cosas sensibles constan de materia y forma. Se argumenta que la existencia de cualidades opuestas requiere un soporte común que las unifique, lo que justifica la existencia de la materia universal.

Se sostiene que la materia universal no es distinta de las cosas que la componen, sino que las diferencias surgen por la forma. Para ilustrarlo, se usa el ejemplo del oro en diferentes objetos: aunque las formas varían, la materia sigue siendo la misma. Se presenta la forma universal con tres propiedades esenciales: subsistir en otro, perfeccionar la esencia en la que se encuentra y otorgarle ser. Se aclara que la materia, en sí misma, solo tiene existencia en potencia hasta que recibe una forma. Luego, se analiza cómo la materia y la forma operan en distintos niveles de la realidad: la materia particular artificial (como una estatua), la materia particular natural (como los organismos vivos), la materia universal natural (los elementos) y la materia celeste (el cielo, incorruptible). A pesar de sus diferencias, todas estas materias comparten el concepto fundamental de "materia", así como todas las formas comparten el concepto de "forma".

Se concluye que en las cosas sensibles no hay más que materia y forma. Aunque son diversas, forman una unidad dentro de la estructura de la realidad. Se establece que, así como los elementos comparten la corporeidad, las formas también comparten una estructura común. Después del estudio de la materia y la forma en los cuerpos sensibles, debe investigarse la sustancia que sostiene la cantidad, lo que lleva al estudio de las sustancias inteligibles. Así, se estructura una visión filosófica que busca comprender la esencia de la realidad a través de la interrelación entre materia, forma, voluntad y esencia primera.


TRATADO SEGUNDO

De la substancia que sostiene la corporeidad del mundo

Materia corporal

De acuerdo al Maestro, la materia corporal es aquella substancia que sostiene la corporeidad del mundo. El mundo es esencia corporal y el cuerpo es la materia de las formas. 

Para comprender esto de mejor manera, el Maestro le dice que imagine aquellas cosas que sostienen y aquellas que son sostenidas. En este sentido, la materia sería sosteniente y la forma la sostenida; y luego tenemos una jerarquía en que existe una materia superior que es la forma inferior. Si se sigue examinando hasta lo más inferior podemos llegar a la materia primera. 

La corporeidad es manifiesta, perceptible, pero se sostiene de una materia oculta. Esto es lo que se ha conocido como ''Materia Universal'' o ''Hyle Universal''. 

Materia espiritual

El Discípulo queda asombrado por este concepto y le pide ejemplos de este. 

El Maestro le explica que ya la utilización de la palabra ''cuerpo'' señala que existe algo que sostiene y que es sostenido, en este sentido, la corporeidad es forma y materia. Luego, al cuerpo le atribuimos figura y color, así como añadimos términos como el declarante y el declarado, lo largo y lo ancho, en fin, cosas que se contraponen.

El Discípulo entiende que todas las dualidades pueden separarse, pero no lo largo y lo ancho. Sin embargo, el maestro le dice que bien la figura y el color se separan, pero se mantienen en el sentido que solo se modifican, pues un cuerpo no puede dejar de tener figura ni tampoco puede dejar de tener color. Por lo tanto, la figura y el color, realmente no se separan al igual que lo largo y lo ancho.

Así, no toda realidad es sensible sino que también existen realidades inteligibles, por lo tanto, no toda realidad es sensible. Hay algo común entre aquella cosa que es sensible y la otra cosa que no lo es. Para descubrir este elemento, ambos llegan a concretar ciertos supuestos:

  • El cuerpo es sensible
  • El cuerpo existe por sí mismo
  • Si el cuerpo existe por sí mismo debe haber algo que lo sustente
  • En este sentido, el cuerpo sería la forma de algo más
Por lo tanto, la corporeidad no es la forma más básica de la existencia, sino que hay algo más que subyace en ella. Esto es un giro en la tradición aristotélica, pues el estagirita sostenía que el cuerpo es materia y la forma aquello que lo define. Pero Avicebrón nos dice que el cuerpo es la forma de la materia, de esta materia prima que hemos estado hablando.

La materia no sería un principio único, sino que existen mas tipos de materia de forma jerarquizada.

Materia particular natural → Se refiere a las materias individuales en el mundo físico (por ejemplo, la madera, la piedra, el agua).

Materia universal natural → Es el principio común que subyace a todas las materias particulares (la materia prima en términos aristotélicos).

Materia universal celeste → Se refiere a la materia que compone los cuerpos celestes, como los astros y los planetas.

Materia universal corporal → Es el principio que sostiene toda la materia física, tanto terrestre como celeste.

Materia universal espiritual → Es el nivel más alto de la materia, que ya no es física, sino un principio metafísico que sustenta toda la realidad.

Esta misma jerarquía se aplicaría a la forma de acuerdo con el Maestro. 

En cuanto a los accidentes, en términos aristotélicos, son susceptibles de conocerse siempre que exista aquello por lo que existe. Por ejemplo, el color rojo (accidente) en la manzana (cuerpo).

Los accidentes comparten todos un mismo principio material. ¿Cómo es esto posible? pregunta el Discípulo. Porque nuestra mente puede separar los accidentes de la sustancia; por ejemplo, podemos pensar una mesa sin color o sin una forma específica, pero no podemos imaginar un color sin algo que lo sostenga.

Naturaleza de la inteligencia

El Maestro dice que si la inteligencia es capaz de conocerse a sí misma es porque en ella está presente la forma de la verdad. Así, el alma puede comprender la verdad, pero en ciertas ocasiones no la comprende totalmente. Por cierto, es el alma humana la que está más cerca de la verdad en contraste con el alma animal. 

De pronto, el Maestro dice algo increíble: La inteligencia conoce todas las cosas porque las tiene todas dentro de sí. Pero ¿cómo es esto posible? Para resolverlo Avicebrón lo trata paso a paso:

  1. La inteligencia conoce todas las cosas porque las recibe (de no ser así no podría conocerlas)
  2. Las formas de las cosas son distintas
  3. Si la inteligencia pudiera solamente recibir una forma, entonces no podría recepcionar muchas (como efectivamente lo hace)

Por lo tanto, la inteligencia no tiene una sola forma de recibir a las formas, sino que una múltiple. Junto con esto, la inteligencia no solo capta las formas, sino que también todas sus diferencias. 

La diferencia entre los sentidos y la inteligencia, es que la permanencia de lo percibido en la primera es de corto plazo, en cambio en la segunda es permanente. 

En consecuencia, el conocimiento consiste en separar aquellos objetos o conceptos que en la realidad aparecen juntos. No solamente eso, además, el conocimiento es capaz de darles jerarquías poniendo las más importantes en lo alto y las menos en lo bajo. 

La sustancia que sostiene los nueve predicados

El estudio de lo inferior siempre nos da pistas del estudio de lo superior. De esta forma, aquella disciplina por la que se trata de ver lo superior a través de lo inferior se llama ''ciencia de lo oculto''. 
De ahí que se establezca una diferencia entre la materia universal y la forma universal; mientras que la primera sostiene todo lo que existe, la segunda da estructura y sentido a la materia. 

El Maestro pone un ejemplo, la substancia que sostiene los nueve predicados (según Aristóteles, las categorías como cantidad, calidad, relación, etc.). La materia que sostiene esas cualidades en nuestro mundo físico sería, en esta comparación, imagen de la materia universal que sostiene todo lo que existe.

''Así como el sol está en lo alto y sus rayos llegan hasta lo más bajo de la Tierra, la forma universal (en lo alto) se refleja o manifiesta en las formas particulares que vemos aquí abajo''

Ahora bien, el Discípulo quiere saber las diferencias o semejanzas. La materia universal (la base de todo lo que existe) tiene propiedades que también vemos reflejadas en la materia sensible:

  • Ambas son una, aunque sostienen diversidad.
  • Ambas son existentes por sí.
  • Ambas son soporte para las formas.

Esto no es tan extraño, dice el Maestro, porque si todo lo inferior proviene de lo superior, es lógico que conserve su huella.

La forma de la inteligencia es lo que da existencia a las realidades espirituales superiores. La forma de la cantidad (que hace posible lo extenso, lo medible) da existencia a los cuerpos físicos.

Así como la forma de la inteligencia es una y simple, en contraste, la forma de la cantidad es compuesta, pues surge de la suma de múltiples unidades. Sin embargo, ambas ocupan un lugar privilegiado en sus respectivos niveles de realidad: la forma de la inteligencia, en el plano superior, es la más cercana a la materia elevada; mientras que la forma de la cantidad es la más próxima a la materia inferior en el mundo sensible.

Además, existe una relación inseparable entre cada forma y su materia correspondiente. La forma de la inteligencia nunca se aparta de su materia superior, del mismo modo que la forma de la cantidad está indisolublemente unida a la materia corpórea. Esta unión se expresa también en su manera de abarcar y penetrar lo que sostienen: así como la inteligencia envuelve y recorre toda la esencia de la materia más elevada, la cantidad impregna y circunda toda la materia inferior, dándole extensión y medida.

En términos funcionales, ambas formas actúan como soportes fundamentales. La forma de la inteligencia sostiene y organiza todas las formas espirituales o inteligibles; del mismo modo, la forma de la cantidad sostiene las formas corporales y todos los accidentes que hacen posible la existencia concreta de los cuerpos en el mundo físico.

Si buscamos entender los fines o límites de cada forma, encontramos otro paralelismo. La ciencia es el término y perfección de la inteligencia, así como la figura lo es de la cantidad. Y, de hecho, así como los cuerpos solo pueden unirse a través de su figura, las inteligencias solo se relacionan por medio de su ciencia. Es decir, la figura es al cuerpo lo que la ciencia es al espíritu: aquello que define, delimita y permite la comunión.

Ambas formas, al llevarse al extremo de su análisis, se resuelven en su principio más simple. La cantidad se reduce a la unidad y al punto, mientras que la inteligencia, al contemplarse a sí misma, se resuelve en la materia superior y en la unidad primera. Y si la inteligencia observa la materia de la cantidad, reconoce en ella la más noble de las formas físicas, aquella más próxima a la sustancia misma, y que contiene bajo sí a todas las formas y accidentes inferiores. De manera semejante, al contemplarse a sí misma, la forma de la inteligencia se reconoce como la más alta de todas las formas espirituales, que sostiene bajo su dominio las demás.

Pasividad y actividad de la sustancia

Para avanzar en el conocimiento de la materia y de la forma, dice el Maestro, no basta con estudiar los predicados (esos aspectos del ser como cantidad, calidad, relación, etc., que describe Aristóteles). Lo que realmente importa es conocer los géneros y especies, sus diferencias, propiedades, y cómo se relacionan entre sí. ¿Por qué? Porque todas esas categorías son, al fin y al cabo, formas que reposan sobre una misma substancia que las sostiene como su sujeto. Y es a esa substancia a la que hay que dirigir toda la atención, porque no es algo sensible que percibimos con los sentidos, sino algo inteligible, algo que solo la mente puede captar.

Ahora bien, aunque esta substancia última es inteligible, no ocupa el lugar más alto ni noble entre las realidades espirituales. Más bien está en el nivel más bajo de las substancias inteligibles. ¿Por qué? Porque, a diferencia de las sustancias superiores que son activas (es decir, generan, influyen, actúan), esta es pasiva. No tiene capacidad de actuar por sí misma; más bien, es aquello sobre lo que otros actúan.

Pero ¿cómo podemos saber que esta substancia es pasiva? Aquí el Maestro ofrece una clave fundamental: todo agente necesita un sujeto sobre el cual ejercer su acción. Pero esta substancia es el último nivel del ser; no hay nada "por debajo" de ella que pueda recibir su acción. Está al final de la escala, como un límite que no puede actuar sobre nada porque no tiene nada inferior a sí misma. Además, la cantidad (es decir, la extensión y medida que la rodea) también le impide actuar, como si fuera una prisión que la mantiene inmóvil y encerrada.

La comparación es muy gráfica: así como una llama pierde su ligereza y su brillo cuando está mezclada con humedad, o como la luz queda bloqueada por un aire cargado de nubes, así esta substancia pierde toda capacidad de moverse o actuar porque está sofocada por la cantidad que la envuelve.

Sin embargo, aunque sea pasiva y quieta, cuando está en la disposición adecuada —cuando su "complexión" es fina y sutil, preparada para recibir—, entonces puede dejarse penetrar por las sustancias superiores, por las inteligencias activas. En esos momentos excepcionales, la acción de lo espiritual puede irrumpir en el cuerpo, como la luz del sol atravesando un obstáculo y logrando iluminar incluso lo que parecía opaco.

Y por si fuera poco, su incapacidad de actuar no depende solo de esa cantidad que la aprisiona, sino también de su lejanía respecto del origen del movimiento. La fuerza del primer motor, del principio que da movimiento y vida a todo, no llega hasta ella. Está demasiado abajo en la escala del ser como para recibir esa chispa que la convierta en activa. Por eso permanece quieta, detenida, y cuando algo la mueve, lo hace desde fuera: ella no genera movimiento, sino que lo padece.

Para reconocer que la cantidad impide el movimiento de la substancia última, el Maestro nos invita a observar los cuerpos visibles. La prueba está a simple vista: cuanto más crece un cuerpo en cantidad (es decir, en extensión o tamaño), más difícil es su movimiento; aumenta su peso y gravedad. Esto revela que la cantidad no es solo un accidente neutro, sino que ejerce un efecto directo: hace más pesada a la substancia y limita su capacidad de moverse. Así, la cantidad actúa como causa eficiente del peso, siendo además un freno natural al dinamismo de aquello que sostiene.

Ahora bien, el Discípulo objeta de manera muy perspicaz: si esto fuera cierto, y la cantidad realmente impidiera todo movimiento, entonces ningún cuerpo podría moverse, ni siquiera los cuerpos celestes o los elementos que forman el mundo natural, que claramente son móviles y agentes. El Maestro responde que esto es verdad solo en parte, porque existe algo más que cuerpos y cantidad: una fuerza espiritual activa que penetra los cuerpos e impulsa el movimiento. Sin esa fuerza que viene de lo superior, nada se movería. La prueba está en que algunos cuerpos, cuando no reciben esa influencia, permanecen inmóviles.

De este modo, queda claro que esta substancia última es paciente y no agente. Es decir, no actúa por sí misma, sino que recibe la acción de otros. Y por si faltara una prueba más, el Maestro ofrece un argumento metafísico definitivo: si el primer ser (el más alto, el motor inmóvil) es puro acto que no es movido ni hecho, entonces su opuesto, en el extremo más bajo del ser, debe ser lo contrario: lo que es puro paciente, lo que es movido pero no mueve, lo que recibe pero no actúa. Así, por necesidad lógica, esta substancia última no puede ser agente ni conjunta (agente y paciente a la vez), sino solo paciente.

Luego, el Discípulo pide más claridad sobre los términos. ¿Por qué a veces el Maestro llama a esta realidad substancia y otras veces materia? La respuesta es sencilla pero fundamental. Usamos el término materia cuando nos referimos a algo dispuesto a recibir forma pero que todavía no la tiene; en cambio, usamos substancia cuando esa materia ya ha recibido una forma concreta y se ha determinado como un ser específico.

Entonces, ¿qué nombre conviene usar al hablar del sujeto que sostiene la forma del mundo? Según el Maestro, lo más preciso es llamarlo materia (o hyle, del griego ὕλη), porque en este contexto lo consideramos como algo preparado para recibir la forma del mundo, pero todavía sin haberla asumido plenamente. El ejemplo del oro es esclarecedor: antes de recibir la forma de un sello, el oro es materia dispuesta; una vez sellado, ya es substancia determinada. Sin embargo, el Maestro aclara que no debemos enredarnos demasiado con los nombres: ya sea que hablemos de materia, substancia o hyle, nos referimos siempre a lo mismo, al sujeto último que sostiene la forma de la cantidad, base de todo cuerpo.

El Discípulo pregunta con insistencia qué es esa substancia última. El Maestro responde que su papel esencial es sostener la forma de la cantidad, pero, al indagar más allá de su función y querer conocer su naturaleza y esencia, el Maestro aclara que esta proviene de una substancia superior: la substancia de la naturaleza. Es decir, la materia última no existe por sí misma, sino que es resultado y grado inferior de una cadena descendente de fuerzas y esencias superiores, lo que confirma la idea central de que lo inferior proviene de lo superior.

Para demostrar esto, el Maestro recurre a una analogía: todo lo que imprime una forma o signo en algo, primero debe contener esa forma de algún modo. Si la naturaleza imprime figuras y accidentes en la substancia, entonces esas figuras deben existir previamente en la naturaleza. Así, entre la naturaleza y la substancia hay una conveniencia (una afinidad o continuidad), lo que lleva a concluir que la esencia de la substancia deriva de la esencia de la naturaleza.

Ahora bien, si uno quisiera objetar diciendo que sólo existen la substancia última y su Creador, el Maestro responde que esa es una cuestión que se aclarará cuando se estudie la ciencia del ser de las substancias simples, dejando claro que aún queda camino por recorrer antes de discutir el vínculo directo entre el Creador y esta substancia inferior.

Cuando el Discípulo pide conocer la cualidad de esta substancia, el Maestro precisa que en sí misma no tiene cualidades, pues todas sus cualidades están contenidas en los nueve predicados que se sostienen en ella. Sin embargo, si se quisiera decir que su simplicidad y capacidad de sustentar accidentes son cualidades suyas, no sería incorrecto. Aun despojada de accidentes, la substancia no puede estar absolutamente vacía: necesita al menos alguna forma que la distinga y le dé identidad.

Respecto al "por qué" de esta substancia, el Maestro vincula la respuesta a la voluntad. Saber por qué algo es, es adentrarse en su causa última, y estas causas están regidas por la voluntad suprema, que organiza, mueve y dispone todas las formas dentro de la materia. Así, la voluntad no solo crea la materia y la forma, sino que las limita, las equilibra y mantiene su orden, como un principio ordenador que define los límites de todas las oposiciones dentro del mundo. Las divisiones entre substancias simples y compuestas, entre alma e inteligencia, entre lo vivo y lo inerte, son reflejo de la acción de esa voluntad que, como un arquitecto cósmico, dispone cada cosa en su sitio.

Cuando el Discípulo pregunta finalmente dónde "está" esa substancia, el Maestro responde que no debemos imaginarla como un cuerpo que ocupa un lugar físico. Ella misma es el lugar de la cantidad, aunque no como los lugares corpóreos que conocemos. Aquí se introduce la idea crucial de que hay dos modos de entender el lugar: uno corporal (material, visible) y otro espiritual (inteligible, sutil). La substancia no tiene superficie ni extensión como los cuerpos, pero es el soporte que hace posible que la cantidad exista y se ordene.

Para evitar confusión, el Maestro aconseja no trasladar de manera directa las características de lo inferior a lo superior, ni pensar que las formas superiores se manifiestan abajo tal como son arriba. Cada nivel adapta y refleja las formas que recibe de los superiores, pero con transformaciones propias de su grado de ser.

Así, la estructura del ser se despliega en una jerarquía de subsistencias que descienden desde lo más elevado hasta lo más bajo:

  1. En lo más alto está la subsistencia de todas las cosas en la ciencia del Creador.
  2. Luego, la subsistencia de la forma universal en la materia universal.
  3. Después, las substancias simples que existen unas en otras.
  4. Luego, los accidentes simples en las substancias simples.
  5. Luego, la cantidad en la substancia.
  6. Luego, las superficies en los cuerpos.
  7. Luego, las líneas en las superficies.
  8. Luego, los puntos en las líneas.
  9. Finalmente, los colores y figuras en las superficies, y así sucesivamente hasta los cuerpos homogéneos y compuestos.

A medida que descendemos, lo que era sutil y espiritual se va haciendo más denso y craso, mientras que al ascender, lo que parecía pesado y material se vuelve más tenue y sutil. Así, lo visible es ejemplo de lo invisible, y lo inferior refleja, aunque imperfectamente, lo superior.

Dentro o fuera de la cantidad

El Discípulo sigue buscando comprender la naturaleza de la substancia que sostiene los nueve predicados, es decir, la materia última sobre la que reposan todas las propiedades del mundo físico. Su inquietud gira en torno a si esta substancia está dentro o fuera de la cantidad (extensión), cómo se compone, y qué relación tiene con la totalidad del cosmos.

El Maestro responde que no podemos imaginar la substancia fuera de la cantidad, porque la cantidad es su forma: la manera en que existe y se expresa. Así como el color no impide que exista la cantidad sobre la que reposa, la cantidad no impide que exista la substancia que la sostiene, aunque la cantidad la recubra y la haga visible. La relación entre substancia y cantidad es análoga a la del cuerpo y su color: aunque lo visible sea el color, sin cuerpo no hay color; aunque lo sensible sea la cantidad, sin substancia no hay cantidad.

Luego, avanzan hacia la cuestión de la divisibilidad. Aunque hablemos de una "parte mínima" de la cantidad, incluso esta parte es divisible, porque la cantidad es, por definición, infinita en su posibilidad de división. Esto lleva al reconocimiento de que cada parte del cuerpo del mundo es compuesta: está formada de substancia y accidente, donde la substancia es la materia que sostiene, y el accidente, la cantidad que la configura. Ninguna parte del cuerpo, ni siquiera la mínima concebible, puede ser indivisible, porque eso rompería la lógica de continuidad del mundo físico.

A partir de aquí, el Maestro expone una doctrina clave: toda cantidad es resultado de la multiplicación de unidades. La unidad perfecta y primera es simple, divina, sin división ni mutación. Pero a medida que nos alejamos de esa primera unidad, se produce diversidad, multiplicidad y cambio, generando grados de unidad cada vez más débiles hasta desembocar en la cantidad corporal. Así, la unidad descendente se densifica, se fragmenta, y al hacerlo, da lugar a la corporeidad y al mundo físico.

En este sentido, la materia inferior es densa y oscura porque está más alejada de la unidad divina; mientras que la materia superior, como la de las substancias espirituales, es más sutil, luminosa y simple. Ejemplos como el agua que, al correr y estancarse, se vuelve turbia, o el plomo que pierde su brillo al enfriarse, ilustran cómo la degradación progresiva de la unidad produce multiplicidad y materialidad.

El Discípulo, comprendiendo esta lógica, pregunta si queda alguna parte de esta substancia simple fuera del mundo, sin cantidad. Pero el Maestro responde que no, porque fuera del mundo no hay lugar para la cantidad, y toda esta substancia del mundo está ordenada según la cantidad que la forma y la distingue.

Finalmente, llegamos a una afirmación central: no hay nada, ni siquiera en los niveles inteligibles (espirituales), que no se estructure a través de materia y forma. Así como el mundo sensible está hecho de materia y forma, también las substancias espirituales lo están. Estas son las inteligencias, las almas y la naturaleza, que median entre el Primer Creador y la materia última. Todo lo que existe, visible o invisible, corpóreo o espiritual, se compone de materia y forma, aunque adaptadas a su grado de existencia.

El Maestro concluye comparando la relación entre lo espiritual y lo corporal con la del alma y el cuerpo: la substancia espiritual sostiene y contiene al mundo físico, como el alma sostiene al cuerpo. Están unidas, pero no ligadas como partes de un mismo cuerpo. La relación entre los distintos niveles del ser es siempre análoga y proporcional: lo que vemos en lo sensible nos sirve como ejemplo de lo oculto, de lo inteligible.


Conclusión

El Segundo Tratado del Fons Vitae representa uno de los momentos más decisivos de toda la obra, porque aquí Avicebrón establece con precisión la estructura fundamental del ser, articulando la relación inseparable entre substancia y accidente, materia y forma, y demostrando que incluso aquello que parece simple y mínimo —las partes últimas del cuerpo del mundo— está compuesto de estos dos principios.

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