Domingo de Soto aborda en este texto la cuestión de si los preceptos del Decálogo son mandamientos de justicia. Considera que esta pregunta es relevante porque los mandamientos del Decálogo, al formar parte de la ley antigua, son principios fundamentales tanto de la ley en general como de la virtud de la justicia en particular. Según la interpretación de Santo Tomás, el Decálogo puede entenderse como una síntesis de los principios básicos que rigen las relaciones humanas y el culto a Dios, temas directamente relacionados con la justicia. Aunque el autor ya había tratado el tema anteriormente, considera necesario profundizar en los aspectos específicos de cada mandamiento.
En el desarrollo del texto, Soto presenta una serie de argumentos en contra de que los preceptos del Decálogo pertenezcan exclusivamente a la justicia. Primero, se plantea que el fin del legislador es inculcar todas las virtudes en los ciudadanos, no solo la justicia, por lo que limitar los mandamientos a esta virtud parecería insuficiente. En segundo lugar, se observa que la ley también incluye preceptos judiciales y ceremoniales que no se encuentran explícitamente en el Decálogo, pero que son esenciales para el bienestar común y la organización social. Finalmente, se señala que las dos tablas del Decálogo se resumen en el amor a Dios y al prójimo, lo que sugiere una relación más cercana con la virtud de la caridad que con la justicia.
A pesar de estas objeciones, Soto defiende que todos los preceptos del Decálogo pertenecen esencialmente a la justicia. Argumenta que la justicia es la virtud que regula las relaciones entre las personas, estableciendo deberes claros hacia los demás. Esta claridad y objetividad hacen que los mandamientos del Decálogo puedan identificarse como principios básicos de la ley. Según Soto, los preceptos de la primera tabla están orientados al culto de Dios, que constituye la forma más elevada de justicia, mientras que los de la segunda tabla se centran en las relaciones entre los iguales, regulando aspectos de justicia distributiva y conmutativa.
El autor también aborda una posible contradicción en los escritos de Santo Tomás, quien parece considerar los preceptos del Decálogo como principios básicos de la ley en un lugar, pero como conclusiones derivadas de principios naturales en otro. Soto aclara que no hay contradicción real, ya que los preceptos del Decálogo pueden entenderse como primeros principios dentro del contexto de la ley promulgada, aunque sean conclusiones derivadas de principios universales de la naturaleza. Esta dualidad refleja su papel como fundamentos prácticos de la ley y como derivaciones de la razón natural.
Para responder a las objeciones iniciales, Soto señala que Dios estableció el Decálogo como base fundamental de la ley, dejando a los sabios la tarea de desarrollar otros aspectos de las virtudes humanas. Además, explica que los preceptos judiciales y ceremoniales no pertenecen al Decálogo porque derivan del derecho positivo, no de principios naturales universales. Por último, aunque los mandamientos están relacionados con la caridad en términos de su finalidad, su esencia se centra en la justicia, ya que regulan acciones concretas y claras entre las personas.
Finalmente, Soto destaca la particular importancia de la religión dentro de la justicia. Señala que el culto a Dios, regulado por los mandamientos de la primera tabla, constituye la forma más elevada de justicia debido a la dignidad sublime de su objeto. Sin embargo, esta justicia es especial porque no implica reciprocidad: los seres humanos no pueden devolver a Dios lo que Él les ha otorgado, y esta imposibilidad es una señal de la excelencia divina. Así, el Decálogo se presenta como una expresión completa de los principios de la justicia en relación con Dios y con los demás, constituyendo la base fundamental de la ley moral y natural.
Artículo 2º: Si el primer precepto del Decálogo está redactado de manera conveniente
De Soto examina si el primer precepto del Decálogo está redactado adecuadamente. Aunque algunos argumentan que debería haber sido afirmativo (como "Honra a tu padre y a tu madre"), Domingo de Soto concluye que está correctamente formulado en términos negativos: "No tendrás dioses ajenos delante de mí", complementado por las cláusulas adicionales: "No harás para ti escultura, no las adorarás ni las honrarás".
De Soto argumenta que la forma negativa del precepto refleja la necesidad de eliminar los impedimentos para la verdadera religión antes de promover la virtud. Al igual que un agricultor limpia el terreno antes de sembrar, la prohibición de la idolatría establece el fundamento para el culto verdadero a Dios. Este enfoque sigue un orden natural y lógico, basado en la pedagogía divina.
Se aclara que el precepto del amor a Dios no forma parte del Decálogo como tal, ya que es un principio general que sustenta todos los mandamientos de la primera tabla. Este primer precepto se centra exclusivamente en la latría (el culto debido únicamente a Dios) y se opone directamente a la idolatría. La negación de dioses ajenos implica afirmativamente la existencia de un solo Dios verdadero.
De Soto analiza la estructura de los tres primeros mandamientos:
- El primero se dirige al corazón, para evitar la infidelidad.
- El segundo regula la palabra, prohibiendo la irreverencia hacia el nombre de Dios.
- El tercero regula la acción, estableciendo la santificación del Sábado.
Se añade que estos mandamientos reflejan atributos de las tres personas de la Trinidad: unidad (Padre), verdad (Hijo) y santidad (Espíritu Santo).
Artículo 3º: Si el precepto segundo está convenientemente redactado
Domingo de Soto analiza las críticas sobre la posición del segundo mandamiento en el Decálogo y su formulación. Se plantea si este precepto debía ocupar un lugar más alto, dado que la fe es más fundamental que la religión. Argumenta que el segundo mandamiento prohíbe tanto el error en la fe como el falso culto a otros dioses, estableciendo un orden lógico en los mandamientos: primero se prohíben los obstáculos a la religión verdadera (como la idolatría) y luego la irreverencia hacia el Dios verdadero.
Soto explica que este mandamiento no prohíbe todo uso del nombre de Dios, sino únicamente su uso indebido, como en juramentos vanos o falsos. La prohibición no es absoluta, ya que el juramento legítimo, realizado con verdad, justicia y necesidad, es incluso una virtud religiosa. Recurre a textos bíblicos como Deuteronomio y Jeremías para justificar esta interpretación.
El autor clasifica los juramentos en tres tipos: el vano (sin causa ni necesidad), el falso (carente de verdad) y el inicuo (contrario a la justicia, como prometer actos ilícitos). Detalla que un juramento falso es siempre pecado mortal, mientras que uno vano, aunque no mortal, es peligroso por su tendencia a caer en el perjurio. Soto subraya la necesidad de evitar la frivolidad en los juramentos, ya que ello atenta contra la reverencia al nombre de Dios.
Se responde a objeciones como la aparente contradicción entre la prohibición de Cristo de jurar (en Mateo 5) y la práctica del juramento legítimo. Soto aclara que Cristo no condena todos los juramentos, sino su abuso.
Cristo, según esta interpretación, se refería a erradicar los juramentos vanos y el hábito de usarlos de manera ligera. También, como explica San Jerónimo (citado por Soto), Jesús condena específicamente el jurar por las criaturas, una práctica asociada con la idolatría, donde se atribuía divinidad a objetos o seres creados. Esto conecta con el contexto histórico de la época, donde muchas personas hacían juramentos por cosas materiales como el cielo, la tierra o los ídolos, en lugar de reconocer al único Dios verdadero.
Soto además argumenta que los mandamientos del Decálogo son una expresión del derecho natural, y por tanto, no prohíben algo necesario para el orden social, como el juramento legítimo. Este tipo de juramento se fundamenta en la razón y en la necesidad de asegurar la verdad en asuntos importantes, lo cual era reconocido incluso en el Antiguo Testamento (Deuteronomio 6:13: "Temerás al Señor tu Dios, y por su nombre jurarás").
Asimismo, el uso de la frase "de ningún modo" por parte de Cristo, según Soto, no implica una prohibición absoluta, sino una advertencia enfática contra todas las formas de jurar en vano. La intención es subrayar que el nombre de Dios no debe usarse en cualquier situación ni de manera ligera, pero esto no excluye su uso legítimo en circunstancias donde la verdad y la justicia lo demanden.
El autor enfatiza que el mandamiento no solo prohíbe los juramentos indebidos, sino cualquier uso vano del nombre de Dios, incluso en conversaciones cotidianas. Esta reverencia, según Soto, realza la majestad divina y refuerza la idea de que el nombre de Dios debe ser utilizado únicamente con respeto y propósito legítimo.
Domingo de Soto concluye que el juramento, si es verdadero, justo y necesario, no solo no contradice el segundo mandamiento, sino que es una forma de reconocer a Dios como fuente de verdad. Aun así, advierte sobre los peligros del uso excesivo o irreverente del juramento, pues traiciona la dignidad del nombre divino.
Articulo 4º: Si está bien puesto el tercer precepto sobre la santificación del sábado
De Soto comienza examinando las razones por las cuales algunos teólogos han cuestionado la pertinencia del tercer mandamiento dentro del Decálogo. Se plantea que, si el precepto se interpreta en un sentido espiritual, entonces no es un mandamiento particular, sino una obligación general que corresponde a todos los fieles. San Ambrosio, comentando el pasaje de Lucas 13 donde se menciona al jefe de la sinagoga que se indignó porque Cristo curó en sábado, explica que la ley no prohíbe hacer el bien en sábado, sino las “obras serviles”, lo cual puede interpretarse como una prohibición general del pecado. En ese caso, el mandamiento no sería exclusivo del sábado, sino una obligación universal.
Desde una perspectiva literal, otros argumentan que el tercer precepto es ceremonial, pues en Éxodo 31 se menciona que el sábado es una señal entre Dios y su pueblo a lo largo de las generaciones, recordando la creación del mundo. Dado que los preceptos del Decálogo son de naturaleza moral y no ceremonial, se podría concluir que el sábado no debería formar parte del Decálogo.
Otras objeciones señalan que la observancia del sábado no se mantiene en la ley evangélica, ya que los cristianos no lo guardan como lo hacían los judíos. En la actualidad, los cristianos preparan alimentos y realizan otras actividades en domingo que los judíos tenían prohibidas en sábado. Además, en el Antiguo Testamento se encuentran ejemplos de transgresiones del sábado sin que ello constituyera pecado, como la circuncisión en el octavo día (aunque cayera en sábado) o el viaje de Elías durante cuarenta días, en el cual no interrumpió su recorrido en los días de descanso.
Domingo de Soto responde a estas objeciones argumentando que el precepto de la santificación del sábado está bien ubicado en el Decálogo y que su inclusión es coherente tanto con la ley natural como con la ley divina. Su respuesta se estructura en tres conclusiones fundamentales:
Según Soto, los primeros dos mandamientos tienen como finalidad eliminar los obstáculos que impiden el verdadero culto a Dios, como la idolatría y la irreverencia. Una vez que estos impedimentos han sido removidos, se hace necesario establecer el precepto que define la forma positiva del culto divino: la dedicación de un día especial a Dios. Por lo tanto, el tercer precepto cumple una función lógica dentro del Decálogo, pues establece un tiempo específico para la adoración, luego de haber prohibido los cultos falsos.
Soto explica que el culto divino no solo incluye prácticas internas, como la meditación y la oración mental, sino también expresiones externas, como la participación en ceremonias religiosas y el descanso del trabajo servil. La santificación del sábado consiste en la abstención del trabajo ordinario para poder dedicar ese tiempo a Dios. En este sentido, el precepto no impone directamente la oración o la meditación, pero sí crea las condiciones para que estas prácticas se realicen. Así como el incienso simboliza la elevación de la oración al cielo, el descanso sabático simboliza la entrega del tiempo humano a Dios.
Soto subraya que el tercer precepto también cumple una función de recuerdo. La observancia del sábado conmemora la creación del mundo, siguiendo el modelo divino en el cual Dios descansó el séptimo día. La memoria de la creación es fundamental porque es el primer y más grande beneficio otorgado a la humanidad, y recordar este evento nos ayuda a valorar y reconocer otros dones divinos.
Soto reconoce que sus propias conclusiones pueden generar dudas. En relación con la primera conclusión, algunos objetan que el precepto parece expresarse de manera negativa (“no harás obra alguna”), lo cual lo haría similar a los dos primeros mandamientos, que prohíben la idolatría y la irreverencia. Soto responde que, aunque el precepto contiene una prohibición, su esencia es afirmativa, ya que su objetivo es la santificación del día, es decir, su dedicación a Dios. La prohibición del trabajo servil es solo un medio para alcanzar este fin.
Sobre la segunda conclusión, algunos teólogos, como Escoto, sostienen que el tercer precepto no solo prescribe el culto exterior, sino que también impone una obligación interna de amor a Dios. Según esta interpretación, en el día de descanso el hombre debe recogerse espiritualmente y dirigir su amor a Dios de manera especial. Además, hay quienes argumentan que la prohibición del trabajo servil debe entenderse como una prohibición del pecado, ya que el pecado es la verdadera esclavitud. Según esta lógica, quien peca en día de fiesta comete dos faltas: una por la transgresión en sí y otra por profanar el día sagrado.
Soto rechaza esta interpretación y sostiene que el precepto se refiere exclusivamente al culto externo. Explica que todos los mandamientos del Decálogo, excepto los que mencionan la concupiscencia, regulan acciones externas, no estados internos del alma. Además, señala que la Iglesia ha determinado el contenido del precepto limitándolo a la asistencia a la misa y al descanso laboral, sin imponer una obligación específica de amor o contrición en ese día.
Domingo de Soto aclara que el precepto es en parte moral y en parte ceremonial. Es moral en cuanto establece la necesidad de dedicar un tiempo a Dios, pero es ceremonial en cuanto especifica qué día debe ser guardado como sagrado. Esto justifica el cambio del sábado al domingo realizado por la Iglesia, dado que la resurrección de Cristo representa un beneficio superior al de la creación del mundo. Así, el domingo se convierte en el nuevo día de descanso, significando la luz de la gracia en contraposición a la luz de la creación.
El texto también examina las circunstancias en las que es lícito trabajar en día festivo. Soto distingue seis categorías de actividades permitidas:
- Actividades religiosas, como la administración de los sacramentos y la predicación.
- Actividades intelectuales y espirituales, como la enseñanza y el consejo.
- Actividades no serviles, como el arte y la música.
- Trabajos necesarios para la subsistencia, como la preparación de alimentos y la medicina.
- Actividades permitidas por la Iglesia, como la pesca en ciertos periodos del año.
- Costumbres aceptadas, como las ferias y mercados en días festivos.
Soto también analiza si es lícito trabajar en día festivo por lucro y concluye que, si el trabajo está permitido por necesidad o costumbre, también es lícito recibir pago por él. Argumenta que el lucro no convierte automáticamente un trabajo en servil, pues incluso actividades nobles como la enseñanza y la música se realizan con un fin económico.
Artículo 5º: Si el cuarto precepto sobre honrar a los padres está redactado convenientemente
De Soto examina si el cuarto mandamiento, que ordena honrar a los padres, está formulado correctamente. Se argumenta que, al referirse solo a los padres, el precepto omite otras formas de justicia, como el respeto a la patria y a los parientes, y no menciona el deber de sustento hacia los progenitores. También se cuestiona la promesa de longevidad para quienes obedecen el mandato, ya que en la realidad se observa que muchas personas obedientes mueren jóvenes y rebeldes alcanzan la vejez.
En defensa de la formulación del precepto, se sostiene que es adecuado que siga inmediatamente a los mandamientos sobre el amor a Dios, pues los padres son el vínculo más cercano al ser humano después de Dios. Aristóteles y Cicerón refuerzan esta idea al afirmar que es imposible retribuir a los padres de manera equitativa, lo que hace que este precepto sea central en la justicia. Se explica además que, en la estructura del Decálogo, solo se incluyen principios fundamentales que pueden ser comprendidos sin necesidad de la sabiduría especializada, y el deber hacia los padres es universal y evidente.
Respecto a la inclusión exclusiva de los padres y no de otros parientes o la patria, se argumenta que estos últimos están implicados indirectamente, pues los padres son quienes transmiten la pertenencia a un lugar y a un linaje. Sobre la omisión del deber de sustento, se responde que el honor es un deber absoluto para todos, mientras que la asistencia material depende de la necesidad de los padres. En cuanto a la promesa de larga vida para los obedientes, se sostiene que es un premio adecuado, aunque Dios, en su juicio oculto, puede permitir excepciones porque los verdaderos castigos y recompensas se otorgan en la vida futura.
Menciona cómo diferentes sociedades han castigado la ingratitud hacia los padres, ejemplificando con la severidad de los romanos ante el parricidio. Sin embargo, se reconoce que los bienes temporales no siempre se distribuyen según el mérito en esta vida, pues la justicia definitiva se cumplirá en la otra.
Artículo 6º: Si los restantes seis preceptos se dan con modo y orden conveniente
Domingo de Soto examina si los seis últimos preceptos del Decálogo han sido formulados con el debido orden y conveniencia. Inicialmente, se plantea la objeción de que estos mandamientos no abarcan todos los posibles daños que pueden infligirse a la sociedad, y que, además, la concupiscencia mencionada en el noveno y décimo mandamiento podría ser entendida de dos maneras: como un simple impulso natural de la sensualidad, o como el consentimiento de la voluntad hacia el pecado. Si se interpreta en el primer sentido, prohibirla sería imposible, ya que la inclinación al deseo es inherente a la naturaleza humana. En el segundo caso, la voluntad de cometer pecado ya está incluida en cada uno de los mandamientos previos, por lo que no sería necesario formular una prohibición especial para la concupiscencia.
Para responder a estas objeciones, Soto defiende que los seis preceptos han sido establecidos con debida razón y cumplen con la estructura de la justicia, que consiste en dos principios: hacer el bien y evitar el mal. Explica que los primeros mandamientos del Decálogo están dirigidos a Dios y a los padres, ya que son los primeros a quienes se debe respeto y obediencia. Luego, los restantes preceptos prohíben los males más generales que pueden cometerse contra los demás. Soto argumenta que, aunque se deben diversas cosas a diferentes personas (como tributos o respeto a superiores), el Decálogo se centra en lo fundamental y universal, es decir, lo que es debido a todos los seres humanos por razón común.
Soto también refuta la postura del Burgense sobre el mandamiento del amor al prójimo. Mientras este último sostiene que dicho precepto no es universalmente evidente porque la amistad no fue reconocida por los filósofos para todos, Soto sigue la interpretación de Santo Tomás de Aquino. Sostiene que el amor al prójimo se divide en dos niveles: el más claro y evidente es el amor a los padres, que se expresa en el cuarto mandamiento; mientras que el amor general a los demás se expresa negativamente en los restantes preceptos.
Respecto a la crítica de que hay otros daños además del homicidio, adulterio, hurto y falso testimonio, Soto responde que estos cuatro abarcan, de manera general, los principales perjuicios contra las personas y sus bienes. Cualquier otra ofensa se puede reducir a estas categorías: los ataques contra la persona se incluyen en el homicidio, las ofensas sexuales en el adulterio, los daños a la propiedad en el hurto, y las injurias verbales en el falso testimonio.
Finalmente, Soto justifica la necesidad de prohibir expresamente la concupiscencia en los últimos mandamientos. Explica que, aunque en cada precepto ya se prohíbe el acto y su deseo, la concupiscencia de la carne y de los bienes materiales tiene una fuerza especial sobre el alma, ya que estas inclinaciones no dependen de la razón, sino que surgen espontáneamente. Mientras que crímenes como el homicidio suelen nacer del odio o la ira, la concupiscencia tiene una atracción propia que hace más difícil su control. Por ello, fue sabio que la Ley expresara de manera específica la prohibición de estos deseos, además de prohibir las acciones en sí mismas.
CUESTIÓN QUINTA: DE LOS PRECEPTOS CEEREMONIALES
Artículo 1°: Si los preceptos ceremoniales fueron de cuatro clases, a saber, sacrificios, sacramentos, cosas sagradas y observancias
Domingo de Soto, siguiendo la doctrina de Santo Tomás, analiza la división de los preceptos ceremoniales en cuatro categorías: sacrificios, sacramentos, cosas sagradas y observancias. En el inicio del texto, se plantea si esta división es adecuada, argumentando en contra de ella con diversas objeciones. Entre estas, se menciona que no todas las ceremonias parecen dirigirse directamente al culto divino, como la prohibición de ciertos alimentos o tejidos. También se cuestiona si las ceremonias debían ser figuras simbólicas de verdades superiores y si la multiplicidad de preceptos no resultaba excesiva y contraria a la simplicidad de la ley.
Frente a estas objeciones, el autor responde con cuatro conclusiones. La primera establece que todos los preceptos ceremoniales pertenecían al culto divino, aunque con distintos niveles de relación. Mientras que los preceptos morales derivaban de principios naturales, los ceremoniales y judiciales eran determinaciones específicas de la ley divina. El culto a Dios era una exigencia natural, pero la manera de rendirlo dependía de una disposición arbitraria, ya sea humana o divina.
La segunda conclusión señala que las ceremonias de la ley antigua debían prefigurar a Cristo y su ley evangélica. Se argumenta que, así como el ser humano tiene cuerpo y alma, el culto divino se compone de elementos exteriores e interiores. En la vida terrenal, donde la humanidad no tiene acceso directo a la presencia de Dios, se requiere de signos sensibles para comprender las verdades divinas. Por ello, las ceremonias del Antiguo Testamento sirvieron como preparación para la llegada de Cristo.
En la tercera conclusión, Soto justifica la abundancia de ceremonias en la ley antigua. Explica que la multiplicidad de ritos tenía un propósito tanto para los pecadores como para los justos. Los primeros, inclinados a la idolatría, necesitaban una serie de prácticas religiosas que los alejaran del paganismo. Los segundos, dedicados a la contemplación, encontraban en la variedad de ceremonias una forma de persistir en la devoción y descubrir los misterios de Cristo a través de ellas.
La cuarta y última conclusión reafirma la división de los preceptos ceremoniales en cuatro categorías: sacrificios, sacramentos, cosas sagradas y observancias. Cada una responde a un aspecto específico del culto: los sacrificios como ofrendas a Dios, los sacramentos como medios de santificación, las cosas sagradas como instrumentos de culto (templos, utensilios, etc.), y las observancias como normas de conducta para los fieles. Soto explica que incluso las restricciones alimentarias y vestimentarias formaban parte del culto, pues preparaban a los fieles para la reverencia a Dios.
Finalmente, el autor responde a las objeciones iniciales. Defiende que las ceremonias eran necesarias porque los misterios divinos no pueden divulgarse indiscriminadamente. Además, su abundancia se justifica como una forma de mantener la disciplina religiosa del pueblo. En conclusión, la ley antigua organizaba su culto mediante estas cuatro clases de ceremonias, preparatorias para la revelación cristiana, mientras que en la nueva ley el sacrificio de Cristo es el centro del culto y reúne en sí mismo todos los aspectos de la adoración.
Artículo 2°: Si pueden dárseles legítimas causas a cada una de estas especies de ceremonias
De Soto inicia con la pregunta sobre si las ceremonias tienen causas legítimas. Se plantea una objeción inicial basada en la idea de que, si los preceptos evangélicos eliminaron las observancias de la antigua ley, entonces estas ceremonias carecían de razón, pues, de haberla tenido, deberían haberse mantenido.
Se presenta una segunda objeción que afirma que las ceremonias no tenían una causa literal, sino solo figurativa y simbólica. Si su única razón de ser era prefigurar los misterios de la fe cristiana, entonces no tenían una justificación en sí mismas, salvo en su significado futuro.
Domingo de Soto responde con dos conclusiones principales. La primera es que todos los ritos de la ley de Moisés tenían una causa legítima, ya que procedían de Dios, y todo lo que procede de Dios es ordenado y tiene un fin adecuado. Se apoya en Aristóteles y en la enseñanza de Santo Tomás para reforzar la idea de que toda acción divina tiene un propósito racional. La segunda conclusión es que las ceremonias no solo tenían un significado literal, sino también un sentido místico. Se explica que el sentido literal se refiere a las palabras mismas y sus significados inmediatos, mientras que el sentido místico alude a la realidad espiritual o futura que representan.
Se presentan ejemplos para ilustrar la doble interpretación de las ceremonias. Se menciona la historia de Abraham y sus hijos como representación de los dos testamentos, la profecía de Isaías sobre la concepción de la Virgen y la vara de Aarón como prefiguración de Cristo. De este modo, se argumenta que las ceremonias tenían un valor tanto en su contexto inmediato como en su función simbólica dentro del cristianismo.
Se expone que las ceremonias servían para evitar la idolatría, conmemorar beneficios divinos y prefigurar los misterios cristianos. Por ejemplo, el cordero pascual representaba la liberación de Egipto y, al mismo tiempo, prefiguraba el sacrificio de Cristo.
Se responde a la objeción de que las ceremonias no eran racionales, aclarando que, aunque no eran de naturaleza moral, sí estaban justificadas por su función simbólica y pedagógica. Se hace una distinción entre los deberes de caridad, que son de orden moral, y las ceremonias, que eran expresión de la relación con Dios en la antigua ley.
Se detalla cómo Santo Tomás clasifica las ceremonias en cuatro tipos y analiza sus causas desde una perspectiva teológica. Se argumenta que los sacrificios tenían la función de elevar la mente humana a Dios y expiar los pecados. Se menciona también que el templo y las festividades poseían tanto un significado literal (como actos de culto) como un sentido místico (como prefiguraciones de la Iglesia y del Reino de Dios).
Se concluye que, aunque las ceremonias tuvieron un papel legítimo en la antigua ley, su función cesó con la llegada de Cristo. Se cita la tradición de que los judíos en el exilio en Babilonia se resistieron a celebrar sus festividades fuera de Jerusalén, lo que demuestra que la ley mosaica estaba ligada a un contexto específico que ya no tenía validez en el cristianismo.
De Soto cierra afirmando que todas estas explicaciones fueron abordadas con gran diligencia por Santo Tomás, y que su exposición es suficiente para esclarecer el papel de las ceremonias en la antigua ley. Se concluye que las observancias tuvieron causas tanto literales como místicas, y que su significado ha sido plenamente comprendido dentro de la tradición cristiana.
Artículo 3°: Si las ceremonias de la ley antigua existieron antes de la ley o justificaron bajo la ley
Se plantea la cuestión de si las ceremonias religiosas de la ley antigua existieron antes de ser formalmente establecidas y si podían justificar a quienes las practicaban. Para demostrar su existencia previa, se mencionan ejemplos bíblicos como los sacrificios de Caín y Abel, los altares de Abraham y Jacob, la circuncisión de Abraham y el sacerdocio de Melquisedec. Asimismo, se argumenta que estas ceremonias tenían valor para agradar a Dios, lo que parece indicar que tenían una función justificadora.
Sin embargo, se contrapone la enseñanza de San Pablo en la carta a los Gálatas, donde se afirma que si la ley antigua pudiera justificar, entonces la muerte de Cristo habría sido innecesaria. Esta objeción sugiere que las ceremonias no tenían en sí mismas el poder de justificar, sino que apuntaban a algo superior.
Domingo de Soto distingue dos períodos anteriores a la ley mosaica: el tiempo antes de Abraham y el que transcurre desde Abraham hasta Moisés. Sostiene que, aunque no había una ley revelada, todas las civilizaciones tenían ceremonias y ritos religiosos instituidos por la razón natural, ya que la naturaleza misma lleva a los humanos a adorar a Dios. Cada pueblo, conforme a su propia comprensión, estableció sus propias normas religiosas, al igual que se instituyeron leyes para el orden social. En todas las culturas, el sacerdocio estuvo presente, generalmente vinculado al derecho de primogenitura, como en el caso de Melquisedec o Jacob.
En cuanto a las ceremonias, se argumenta que todas las naciones tenían sacrificios, altares y prácticas de purificación para limpiar el pecado original, aunque estas variaban de una cultura a otra. No todas tenían la misma revelación divina ni una comprensión natural del pecado original, por lo que sus ceremonias fueron más una respuesta intuitiva que una institución universal.
Además del instinto natural, algunas figuras excepcionales, como Job, las sibilas o Hermes Trismegisto, fueron iluminadas con un conocimiento más profundo de lo divino y establecieron ceremonias más elaboradas. Sin embargo, estas no pueden considerarse verdaderos sacramentos en el sentido estricto, pues no estaban codificadas en una ley divina revelada.
Se reconoce que ciertos rituales, como la circuncisión, fueron instituidos antes de la ley mosaica y continuaron bajo ella. Jesús mismo en el Evangelio de Juan afirma que la circuncisión no proviene de Moisés, sino de los patriarcas, lo que refuerza la idea de su preexistencia.
Los sacramentos de la ley mosaica tenían un efecto puramente externo: limpiaban el cuerpo de impurezas físicas, pero no el alma de sus pecados. Estas impurezas incluían enfermedades como la lepra, el contacto con cadáveres o situaciones naturales como la menstruación o el parto. Los sacrificios y rituales relacionados servían para la purificación corporal, no para la remisión de pecados.
La diferencia con los sacramentos cristianos radica en que estos últimos aplican directamente la gracia de Cristo, cuya muerte es la fuente de la redención. En la ley antigua, los sacrificios no justificaban por sí mismos, sino que la fe en Dios era el elemento esencial. Así lo muestra el Levítico, donde se indica que el perdón venía por la oración del sacerdote, no por la eficacia del sacrificio en sí mismo. San Pablo, en su carta a los Gálatas, llama a estos ritos "elementos débiles y necesitados", ya que solo la fe podía justificar.
Las ceremonias de purificación de la ley mosaica, aunque tenían un fundamento en la higiene y la salud pública, tenían un significado más profundo: prefiguraban la limpieza del pecado que traería Cristo. Por eso, los sacerdotes eran quienes debían juzgar la pureza de los leprosos y otros enfermos, aunque su función no era curar sino declarar la sanación. Cristo mismo respetó este principio al enviar a los leprosos curados a presentarse ante los sacerdotes.
Se rechaza la idea de que estos ritos tuvieran una eficacia milagrosa automática. La curación de enfermedades, salvo casos excepcionales, se realizaba por medios naturales y médicos. El verdadero propósito de estos rituales era anticipar el papel del sacerdocio cristiano en la expiación de los pecados.
Las ceremonias de la ley antigua no justificaban por sí mismas, sino que apuntaban a una realidad superior. Eran necesarias dentro del contexto de la antigua alianza, pero su poder residía en la fe de quienes las practicaban y en su relación con la futura redención en Cristo. La gracia de Dios era el verdadero medio de salvación, y los sacrificios y rituales solo tenían sentido en función de esta fe. En definitiva, la ley mosaica preparaba el camino para la plenitud de la redención en Cristo, quien estableció sacramentos verdaderamente eficaces para la salvación del alma.
Artículo 4º: Si las ceremonias de la ley vieja cesaron de tal manera en la muerte de Cristo que desde entonces no pueden ser observadas sin pecado mortal
Domingo de Soto, en este artículo, trata sobre la abolición de las ceremonias de la ley mosaica y si su observancia tras la muerte de Cristo constituye pecado mortal. Para argumentarlo, primero expone la postura de que las ceremonias no debieron cesar completamente con la muerte de Cristo y que su práctica posterior no implicaría pecado. Se apoya en la autoridad de la Escritura, como el libro de Baruc, donde se menciona que la ley es eterna, incluyendo sus ceremonias. También cita el Evangelio, cuando Cristo envió al leproso a los sacerdotes conforme a la ley antigua, lo que podría interpretarse como una aprobación de las ceremonias. Además, menciona ejemplos apostólicos, como la circuncisión de Timoteo por Pablo y la purificación de Pedro, lo que sugiere que incluso después de la venida del Espíritu Santo, las ceremonias continuaron en cierta medida.
Sin embargo, en contraposición, se presenta el argumento de San Pablo en su carta a los Gálatas, donde advierte que si alguien se circuncida, Cristo no le servirá de nada, lo que implica que la observancia de las ceremonias mosaicas después de la Pasión es incompatible con la redención cristiana. A partir de aquí, Domingo de Soto establece cuatro conclusiones necesarias. La primera es que la ley de Moisés debía cesar con la ley de Cristo, afirmación que fundamenta con numerosas citas de San Pablo, quien señala que con la llegada del sacerdocio de Cristo, la ley mosaica queda obsoleta. Explica que la ley antigua servía como una sombra del Mesías prometido, mientras que la ley evangélica, al traer la presencia de Cristo, exige un culto nuevo y superior. Así como la fe y la esperanza cesan con la presencia de la verdad celestial, la ley mosaica debía desaparecer con la venida de Cristo.
En la segunda conclusión, afirma que no solo las ceremonias y los preceptos judiciales de la ley mosaica han cesado, sino que la totalidad de la ley quedó anulada en su fuerza obligatoria. Aunque algunos preceptos morales se mantienen, lo hacen no por la autoridad de la ley mosaica, sino porque pertenecen al derecho natural, que obliga a todos los hombres. Explica que la ley mosaica fue dada exclusivamente al pueblo judío y que Cristo, con su redención, liberó a los hombres de su vínculo. En este sentido, ningún precepto del Antiguo Testamento obliga a los cristianos por su propia fuerza, sino solo como testimonio que coincide con la ley evangélica.
La tercera conclusión establece que la observancia de las ceremonias mosaicas después de la promulgación del Evangelio no solo es ilícita, sino que constituye pecado mortal y herejía. La razón de esto es que las ceremonias eran signos de la llegada futura del Mesías, y al mantenerlas después de su venida, se estaría negando implícitamente su cumplimiento en Cristo. Santo Tomás y San Agustín sostienen que confesar con hechos algo contrario a la fe es igual de grave que confesarlo con palabras, por lo que la observancia de ceremonias como la circuncisión sería una negación del cumplimiento de la redención. Agustín argumenta que así como ya no se espera la venida de Cristo, tampoco se deben seguir practicando ritos que lo prefiguraban.
Domingo de Soto reconoce que ha habido debate sobre el momento exacto en que la ley mosaica dejó de tener vigencia. Jerónimo sostenía que dejó de obligar inmediatamente con la Pasión de Cristo, mientras que Agustín distinguía tres períodos: antes de la Pasión, cuando la ley aún tenía plena vigencia; después de la Pasión, pero antes de la suficiente divulgación del Evangelio, cuando la observancia era lícita sin ser necesaria; y finalmente, después de la completa promulgación del Evangelio, cuando la ley mosaica se volvió mortífera. Esta última postura, defendida por Agustín, fue ampliamente aceptada en la escolástica y ratificada por el Concilio de Florencia, que permitió la observancia de los legales solo en el período intermedio, mientras no se considerasen necesarios para la salvación.
En la cuarta y última conclusión, sostiene que la ley mosaica cesó con la Pasión de Cristo y que la ley evangélica comenzó a obligar inmediatamente. Se apoya en la idea de que la abolición de una ley necesariamente implica la entrada en vigor de otra, del mismo modo que la sombra desaparece con la presencia del sol. San Pablo en la carta a los Romanos establece que la liberación del pecado con la muerte de Cristo coincide con la liberación de la ley mosaica, y pone como analogía el matrimonio: así como la viuda queda libre de la ley con la muerte del esposo, la Iglesia quedó libre de la ley mosaica con la muerte de Cristo.
Frente a esta doctrina, Escoto sostiene una postura diferente en tres aspectos. Primero, argumenta que el bautismo no comenzó a ser obligatorio inmediatamente después de la Pasión, sino solo tras la suficiente promulgación del Evangelio. Segundo, considera que la circuncisión dejó de ser obligatoria desde la institución del bautismo, no desde la Pasión. Tercero, afirma que la ley mosaica siguió obligando a los judíos hasta que cada uno de ellos recibiera la predicación del Evangelio. Domingo de Soto refuta estos puntos señalando que, si la ley antigua cesó con la Pasión, no tiene sentido decir que los judíos siguieran obligados a ella por ignorancia. Además, considera contradictorio sostener que la circuncisión dejó de ser obligatoria antes de la Pasión mientras el resto de la ley seguía en vigor. Finalmente, rechaza la idea de que la promulgación progresiva del Evangelio determinara el fin de la ley mosaica, pues la ley cristiana ya había sido establecida solemnemente por Cristo antes de la Pasión.
En cuanto a la observancia de las ceremonias en tiempos apostólicos, Domingo de Soto explica que los Apóstoles, especialmente Pablo, observaron algunos ritos judíos no porque fueran obligatorios, sino para evitar escándalos y facilitar la transición del judaísmo al cristianismo. Sin embargo, insiste en que una vez establecida firmemente la Iglesia, la práctica de los ritos mosaicos se volvió ilícita. Rechaza la interpretación de Cayetano, quien aprobaba que algunos cristianos imitaran la circuncisión de Cristo, sosteniendo que Pablo condenó abiertamente la circuncisión como un obstáculo para la salvación en su carta a los Gálatas.
Finalmente, Domingo de Soto concluye que la ley mosaica fue abolida totalmente con la Pasión de Cristo, aunque por razones pastorales se permitió su práctica por un breve período entre los judíos conversos. La observancia de sus ceremonias después de la suficiente promulgación del Evangelio constituye herejía y pecado mortal. La ley evangélica comenzó a obligar inmediatamente con la muerte de Cristo, aunque su promulgación universal tomó tiempo. La razón última de la cesación de la ley mosaica es que su propósito era prefigurar la venida de Cristo, y mantenerla después de su cumplimiento sería negar su eficacia redentora.
CUESTIÓN QUINTA: DE LOS MANDATOS JUDICIALES
Artículo 1°: Si los preceptos judiciales distinguense rectamente de los ceremoniales
Domingo de Soto analiza la distinción entre los preceptos judiciales y los ceremoniales, basada en la doctrina tomista. Se plantea si esta diferencia es válida y se presentan objeciones en su contra. Algunos argumentan que la distinción no es clara, ya que ciertos preceptos judiciales también afectan la vida individual, como sucede con algunas normas ceremoniales sobre alimentación y vestimenta. Además, se señala que tanto los preceptos judiciales como los ceremoniales pueden interpretarse alegóricamente, lo que cuestiona la supuesta exclusividad de los ceremoniales como "figuras de lo futuro". Finalmente, se argumenta que si los ceremoniales han cesado porque prefiguraban a Cristo, los judiciales deberían haber cesado también.
Frente a estas objeciones, Domingo de Soto defiende la distinción entre estos preceptos mediante tres conclusiones principales. Primero, los judiciales no derivan de principios naturales, como los morales, pero sí regulan la convivencia social, a diferencia de los ceremoniales, que se refieren al culto divino. Segundo, los ceremoniales fueron establecidos como figuras del futuro, es decir, como signos del Mesías venidero, mientras que los judiciales solo pueden entenderse como figurativos en un sentido indirecto. Por ejemplo, el pago de los diezmos prefiguraba la perfección en Cristo y la liberación del siervo hebreo al séptimo año simbolizaba la libertad celestial. Sin embargo, las leyes judiciales no fueron diseñadas con un propósito profético explícito.
La tercera conclusión de Domingo de Soto establece que, aunque los preceptos judiciales dejaron de ser obligatorios tras la resurrección de Cristo, pueden ser restaurados en la nueva ley, a diferencia de los ceremoniales, cuyo restablecimiento sería ilícito. Explica que la prohibición de observar los ceremoniales se debe a que eran señales de lo venidero y, tras la llegada de Cristo, su significado ha quedado obsoleto. En cambio, los judiciales, al no haber sido instituidos con un fin profético, pueden ser reinstaurados legítimamente por la autoridad eclesiástica o civil. Ejemplos de esto son el mantenimiento de los diezmos, la aplicación de penas como el pago cuádruple por hurto y ciertas normas del derecho penal.
Finalmente, en respuesta a las objeciones, Domingo de Soto aclara que el ámbito de los judiciales no se restringe solo a los litigios en el foro, sino que incluye la regulación de contratos y otras relaciones entre ciudadanos. También distingue entre la finalidad de los ceremoniales y los judiciales: mientras los ceremoniales organizan el culto a Dios y regulan la disposición personal del individuo en este ámbito (como la alimentación y la vestimenta de los ministros), los judiciales regulan las relaciones sociales sin necesidad de imponer normas sobre la vida privada. En conclusión, los preceptos judiciales pueden ser restaurados en la legislación civil y eclesiástica sin inconveniente, mientras que los ceremoniales han sido definitivamente abolidos.
Artículo 2º: Si los preceptos judiciales son convenientemente distribuidos en cuatro géneros
Estos son los siguientes:
- Los que informan a los príncipes en orden a los súbditos
- Los que informan a los súbditos en orden entre sí
- instituyen al pueblo en orden a las gentes extrañas
- Conciliaban entre la familia doméstica
Debemos considerar, antes que todo, que la suprema autoridad la tiene el sacerdote y luego los reyes. De ahí que algunos pasajes bíblicos nos hablen de historias donde ciertos elegidos de Dios conducían al pueblo, y los reyes eran elegidos por las personas.
Cuando entres en la tierra que el Señor tu Dios te da, y la poseas y habites en ella, y digas: «Pondré un rey sobre mí, como todas las naciones que me rodean»
(Deuteronomio 17:14)
De acuerdo con De Soto, con los demás puntos hay leyes absurdas que se oponen todo el tiempo. No obstante, en las Sagradas Escrituras nada hay que sobre. Así, los reyes fueron instituídos desde lo alto, los ciudadanos fueron dados con leyes de comprabentas, entre otros contratos que se hacen libremente entre los hombres. Por otro lado, se hicieron leyes para enfrentar a los extranjeros y recibir a los peregrinos. Finalmenete, para la familia fueron hechas las leyes sobre consortes, hijos y siervos.
Para defender estos puntos, De Soto va explicando como estos se justifican.
- Todos los ciudadanos eligen los magistrados
- Se elija el mejor régimen
De Soto señala que la aristocracia como un sistema basado en la elección de varones sabios y nobles para gobernar, siguiendo el modelo del Antiguo Testamento. La mención de la democracia se hace en términos de la capacidad del pueblo de elegir magistrados, lo que sugiere un reconocimiento de la voluntad popular dentro de un sistema mixto de gobierno. No obstante, la monarquía no es presentada como el modelo ideal, sino como una imposición tardía y problemática.
En el ámbito jurídico, se distingue entre la autoridad pública del príncipe y la voluntad privada de los ciudadanos, una distinción que refleja el pensamiento aristotélico sobre la relación entre el bien común y los intereses individuales. Se menciona que Dios estableció jueces y normas estrictas para la administración de justicia en Israel, lo que refuerza la idea de que la autoridad política debe estar sujeta a la ley divina.
El apartado sobre la sucesión hereditaria refleja la concepción tradicional según la cual la transmisión del patrimonio sigue la línea masculina, justificándolo con la noción de que la virtud generativa reside en el varón. La virtud generativa reside en el varón y que este es el adquiridor mientras que la mujer es la conservadora, citando a Aristóteles.
De este modo, la herencia sigue la naturaleza de la generación: la transmisión del patrimonio está ligada a la sangre y, por lo tanto, debe pasar a los hijos varones, pues la virtud y la continuidad de la familia dependen de ellos. En este punto, Soto se alinea con la tradición medieval y escolástica, donde la primogenitura masculina era vista como la forma más estable de preservar la riqueza y el linaje.
Sin embargo, Soto también reconoce que en ausencia de varones, las hijas pueden heredar, aunque se impone la restricción de que no contraigan matrimonio con alguien fuera de su tribu o linaje, para evitar la dispersión del patrimonio. Este principio se vincula a la legislación mosaica en la que, para evitar la fragmentación de las posesiones tribales, las mujeres solo podían casarse dentro de su misma comunidad (como se menciona en el libro de Números en la Biblia). No obstante, el texto también menciona que en el cristianismo esta norma se suaviza, permitiendo que las hijas hereden si no hay hijos varones, aunque con la tendencia a que su primogenitura sea menor en comparación con la de los varones.
Otro punto relevante es la relación entre la herencia y la estabilidad social. Domingo de Soto analiza la cuestión en términos políticos y económicos, destacando la importancia de evitar que las riquezas se concentren en pocas manos o que se produzcan injusticias en la distribución de bienes. En este sentido, menciona el Año del Jubileo del Antiguo Testamento, una norma que evitaba la perpetuidad de las ventas de tierras y garantizaba que las posesiones volvieran a sus propietarios originales después de cierto tiempo. Este concepto encaja con la visión de Soto de que la justicia en la propiedad debe servir al bien común, impidiendo la acumulación excesiva de riquezas en unos pocos y asegurando cierta movilidad dentro del sistema económico.
Extranjeros
En primer lugar, Soto señala que toda república tiene el derecho de protegerse frente a los extranjeros, y menciona que esta defensa puede tomar tres formas: por derecho de paz, por derecho de guerra y por restricción del acceso a la ciudadanía.
Para fundamentar su postura, Soto se basa en la Biblia, citando el Éxodo 23: "No serás molesto al peregrino", lo que implica que los extranjeros deben ser tratados con justicia y hospitalidad. Sin embargo, también menciona que el mismo libro del Éxodo (27) habla de la guerra de Dios contra Amalec, donde se ordena la expulsión de ciertos grupos enemigos. Esta aparente contradicción se resuelve en su doctrina distinguiendo entre extranjeros pacíficos que buscan habitar como huéspedes y extranjeros hostiles que representan un peligro para la comunidad.
Siguiendo a Aristóteles (Política, libro III), Soto argumenta que los extranjeros no pueden ser recibidos temerariamente en una república, salvo que sean descendientes de varias generaciones de ciudadanos, es decir, que su linaje tenga raíces en la comunidad. De lo contrario, sugiere que podrían ser una amenaza para la estabilidad política y cultural del reino. Esta idea se basa en la noción de que el Estado no es solo un territorio, sino una comunidad de costumbres, valores y tradiciones que deben ser preservadas.
Asimismo, el texto distingue entre extranjeros que desean ser incorporados a la sociedad bajo su religión y costumbres y aquellos que simplemente habitan temporalmente. Soto reconoce que los prosélitos religiosos tienen mayor posibilidad de integración, ya que su conversión a la fe cristiana elimina muchas diferencias con la población local. En este punto, se alinea con la tradición tomista, que veía la religión como un elemento unificador de la comunidad política.
Por otro lado, Soto menciona que, en la historia bíblica, los edomitas e israelitas fueron aceptados en Egipto, lo que refuerza la idea de que en circunstancias de necesidad y bajo ciertas condiciones, la hospitalidad es un principio moral. No obstante, enfatiza que en casos como los amonitas y moabitas, Dios ordenó su expulsión, lo que sugiere que ciertos grupos, especialmente aquellos considerados hostiles o moralmente corruptos, no pueden ser asimilados.
Vida doméstica
Se establece que, aunque existía la servidumbre, Dios dictó normas para proteger a los esclavos y mitigar su sufrimiento. Se menciona el descanso del sábado como un derecho tanto para los señores como para los siervos, lo que sugiere un intento de humanización dentro del sistema de trabajo. También se hace referencia a la liberación de los esclavos hebreos en el séptimo año, una norma recogida en Éxodo 21, la cual busca evitar la perpetuidad de la esclavitud dentro del pueblo de Israel. Se prohíbe que un esclavo sea tratado con extrema crueldad, permitiendo su libertad si era mutilado por su amo. Además, se incluye una regulación que estipula que si el amo se casaba con su sierva, esta debía ser liberada, lo que indica una cierta preocupación por el destino de la mujer en estas relaciones.
En cuanto a los hijos, el texto enfatiza la obligación de educarlos religiosamente y disciplinarlos. Se permite el castigo corporal, siempre dentro de ciertos límites, citando a Aristóteles (Ética a Nicómaco, libro 10), donde se menciona que la fuerza coercitiva sobre el hijo es legítima cuando este es menor de edad. Sin embargo, en caso de desobediencia extrema, se menciona la pena de castigo público para los hijos que incurrían en graves faltas, lo que refleja una concepción en la que la familia es parte del orden público, y la desobediencia de los hijos afecta no solo a los padres, sino a la comunidad.
Finalmente, respecto a las mujeres y el matrimonio, se menciona la institución del libelo de repudio, es decir, el derecho del esposo a divorciarse de su esposa mediante un documento escrito. Este permiso se justifica señalando que su propósito era evitar la violencia extrema contra las mujeres, ya que, si no existiera la posibilidad de repudio, los hombres podrían optar por asesinarlas. Esta justificación, aunque intenta mostrarlo como una medida de protección, refleja una visión en la que la mujer es objeto de disposición del marido y donde la única forma de garantizar su seguridad es permitiendo que el esposo pueda expulsarla en lugar de atentar contra su vida.
CUESTIÓN SÉPTIMA: DE LA LEY EVANGÉLICA EN CUANTO A SU SUSTANCIA
Artículo 1º: Si la ley nueva es ley escrita o más bien grabada en los corazones
De Soto comienza planteando una distinción fundamental en la teoría de la ley: existen cuatro tipos de leyes (eterna, natural, humana y divina). Sin embargo, el análisis se centrará en la ley divina, que se divide en vieja y nueva. La ley vieja corresponde a la ley mosaica, mientras que la nueva es la ley evangélica. Este punto de partida sienta las bases para el debate sobre la naturaleza de la ley nueva y su forma de inscripción en los corazones humanos.
Domingo de Soto se pregunta si la ley evangélica es una ley escrita o si, más bien, está impresa en el corazón de los creyentes. Esta interrogante es clave en la teología cristiana, ya que afecta la forma en que se entiende la transmisión de la ley divina y su relación con la gracia.
Se presentan tres argumentos principales:
- La ley nueva es el Evangelio, y en el Evangelio se dice explícitamente que "esto ha sido escrito para que creáis".
- La ley escrita es necesaria para la transmisión, como lo evidencia el hecho de que las leyes naturales también son escritas en diversas culturas.
- La ley evangélica, aunque pertenece a los cristianos, sigue la lógica de las leyes transmitidas por escrito, como se ve en la sabiduría del Antiguo Testamento.
En contraste con la postura anterior, el texto menciona el argumento de Jeremías, quien profetizó que la nueva ley sería escrita en los corazones, no en tablas de piedra. San Pablo también confirma esta idea en sus cartas, sugiriendo que la ley de Cristo es interna y espiritual.
A partir de estas consideraciones, Domingo de Soto establece una conclusión ampliamente aceptada en la teología católica: la principal diferencia entre la ley antigua y la nueva es que la primera fue escrita en piedra, mientras que la segunda está grabada en los corazones de los creyentes. No se niega que la ley nueva pueda expresarse por escrito, pero su verdadera inscripción es sobrenatural y es realizada por el Espíritu Santo.
En este contexto, el autor introduce una distinción filosófica relevante sobre la ley, diferenciando dos dimensiones: una directiva, que ilumina el entendimiento para discernir el bien del mal, y otra afectiva o motivadora, que mueve la voluntad hacia el bien. En la ley evangélica, la primera dimensión puede ser escrita, pero la segunda debe estar impresa en los corazones de los fieles por la acción del Espíritu Santo.
A pesar de que la ley nueva está inscrita en el corazón de los creyentes, Domingo de Soto reconoce que su enseñanza requiere de un doble método: la escritura y la predicación oral. Aunque los cristianos llevan la ley en sus corazones, necesitan el apoyo de la enseñanza apostólica y la tradición para interpretarla correctamente y vivirla plenamente. Por esta razón, los Apóstoles y los primeros cristianos recurrieron a la escritura, aunque la ley misma no dependía exclusivamente de este medio.
El texto enfatiza que el propósito final de la ley no es solo normativo, sino transformador: su fin es la gracia y la verdad, manifestadas en Jesucristo. Mientras que la ley antigua imponía preceptos externos, la ley nueva busca la conversión interior del creyente a través de la fe y la acción del Espíritu Santo. Esta diferencia es crucial para entender por qué la ley mosaica requería de una inscripción material, mientras que la ley evangélica puede operar desde el interior del ser humano.
Para responder a posibles objeciones, el autor sostiene que la necesidad de la escritura en la ley antigua se debía a la falta de una presencia inmediata de la gracia en los corazones. En cambio, bajo la ley nueva, la gracia de Cristo y la acción del Espíritu Santo permiten que la ley esté directamente impresa en el alma de los creyentes, superando así la necesidad de una inscripción externa.
Por otro lado, se aclara que la ley natural está grabada en los corazones por vía natural, mientras que la ley de la gracia lo está sobrenaturalmente. Esto significa que la ley de Cristo no es simplemente una continuación de la ley natural, sino una elevación de la misma por medio de la fe.
Finalmente, se concluye que la sabiduría divina, aunque justificó a los justos desde los tiempos de Adán, se considera plenamente inscrita en los corazones solo con la presencia de Cristo y la gracia del Espíritu Santo. De este modo, la ley evangélica no solo guía la acción humana, sino que transforma interiormente al creyente, marcando una diferencia esencial con la ley escrita del Antiguo Testamento.
Artículo 2º: Si la ley nueva justifica
De Soto comienza con una postura negativa, argumentando que la ley nueva, por sí misma, no justifica. Para sostener esto, se citan pasajes bíblicos que indican que la justificación proviene de la obediencia a la ley divina y no de la ley en sí. Se menciona la Epístola a los Hebreos (5:9), donde se dice que Cristo es causa de salvación para quienes lo obedecen. Además, Pablo en Romanos 10 señala que no todos obedecen al Evangelio, lo que sugiere que la ley nueva no puede justificar universalmente.
Otro argumento se basa en que la ley vieja (la mosaica) no justificaba, sino que solo aumentaba la prevaricación al hacer más evidente el pecado. Esto se refuerza con la afirmación de que la ley mosaica traía muerte sin misericordia, y la nueva ley, al revelar más claramente la voluntad divina, agravaría el castigo para los desobedientes.
Se argumenta que justificar es un acto exclusivo de Dios, como se dice en Romanos 8: "Dios es quien justifica". Dado que la ley vieja y la nueva son dadas por Dios, no hay razón para que una justifique más que la otra.
En oposición a los argumentos anteriores, Domingo de Soto presenta la posición afirmativa. Para ello, cita a Pablo en Romanos 1: "No me avergüenzo del Evangelio, pues es virtud de Dios para salvación de todo creyente". Aquí se reconoce que la salvación y la justificación son exclusivas del Evangelio, lo que indica que la ley evangélica sí tiene poder para justificar.
Para aclarar el tema, el texto distingue entre los mandamientos y enseñanzas de la ley y la gracia interna que la acompaña. Se argumenta que, si solo se consideran las enseñanzas y mandamientos externos, la ley evangélica no justifica más que la ley mosaica. Sin embargo, lo que realmente justifica es la gracia concedida a través de Cristo, que permite al ser humano cumplir la ley. En este sentido, la justificación no proviene de la mera observancia de la ley, sino de la fe y la gracia.
San Agustín es citado para reforzar esta idea, señalando que "la letra mata y el espíritu vivifica", lo que significa que la ley por sí sola solo muestra el pecado, pero no puede purificar al hombre. En cambio, la gracia permite superar el pecado y alcanzar la justificación.
La conclusión de De Soto es que la ley evangélica justifica no por su enseñanza, sino por la gracia que la acompaña. Si se considerara solo como un código de normas, sería insuficiente para la salvación. Sin embargo, al estar unida a la fe en Cristo y a los sacramentos, sí tiene la capacidad de justificar.
Domingo de Soto también responde a una objeción importante: si la gracia justifica, ¿por qué sigue habiendo pecado entre los cristianos? Explica que, aunque la gracia justifica, no elimina la posibilidad de pecar. De hecho, pecar tras recibir la gracia es aún más grave porque el pecador conoce más claramente la voluntad divina.
Por último, se diferencia la ley mosaica de la evangélica. La primera solo muestra el pecado y puede llevar a la ira de Dios porque no concede la gracia para superarlo. En cambio, la ley evangélica no solo enseña, sino que concede la gracia y los sacramentos, permitiendo que el ser humano alcance la justificación.
Artículo 3º: Si la ley nueva debió ser dada desde el principio del mundo
Domingo de Soto analiza por qué la ley evangélica no fue dada desde el principio del mundo, siguiendo un enfoque teológico y racional. En primer lugar, argumenta que todos los hombres han pecado y necesitan la gracia de Dios, como se menciona en la Carta a los Romanos. Por ello, era necesario que la luz evangélica iluminara el mundo solo después de la caída del hombre, para que todos pudieran entrar en el camino de la salvación.
También sostiene que la ley evangélica debía ser universal tanto en el tiempo como en el espacio. Dios quiere que todos los hombres sean salvos, por lo que dispuso que el Evangelio fuera predicado en todo el mundo, como se menciona en los Evangelios de Mateo y Marcos. Así, la revelación debía darse progresivamente a lo largo de los siglos para alcanzar a toda la humanidad.
Por último, plantea que si Dios proporcionó desde el principio lo necesario para la vida corporal del hombre, como se menciona en Génesis, con mayor razón debía haberle dado desde el inicio la instrucción en la ley evangélica, que es aún más necesaria para la salvación espiritual. De este modo, se refuerza la idea de que la enseñanza de la ley evangélica debía darse desde el principio para guiar a la humanidad hacia su fin último.
Artículo 4°: Si la ley nueva ha de durar hasta el fin del mundo
En este artículo, Domingo de Soto reflexiona sobre la permanencia de la ley evangélica y la posibilidad de que surja una nueva ley antes del fin del mundo. Presenta primero argumentos a favor de esta posibilidad y luego los refuta con una argumentación teológica basada en las Escrituras y la tradición.
El texto inicia planteando la duda de si la ley evangélica será reemplazada por otra, de la misma forma en que la ley antigua fue abolida con la llegada del cristianismo. Se presentan dos argumentos en favor de esta idea:
- Primero, en el Evangelio de Juan (cap. 16), Cristo promete que el Espíritu Santo enseñará "toda la verdad". Como la Iglesia aún no ha descubierto todos los misterios divinos, podría esperarse otra ley que complete esta revelación.
- Segundo, en Mateo 24, Cristo dice que el evangelio será predicado en todo el mundo y entonces vendrá la "consumación". Como el Evangelio ya se ha predicado pero el fin aún no ha llegado, podría esperarse una nueva revelación que precipite la consumación de los tiempos.
Contra estos argumentos, Domingo de Soto cita nuevamente a Cristo en Mateo 24: "No perecerá esta generación hasta que todo sea cumplido". Esta frase es interpretada por San Juan Crisóstomo como referida a la "generación de los fieles", lo que implica que la ley evangélica durará hasta el fin del mundo.
Para sostener esta conclusión, el autor desarrolla tres argumentos principales:
Soto argumenta que la ley cristiana no puede ser reemplazada porque es la más perfecta. La perfección de una ley se mide según su cercanía a su fin último, que es Cristo. Como la ley evangélica está directamente unida a Cristo, no hay lugar para una ley más perfecta. Además, Cristo mismo prometió la vida eterna a quienes siguieran su enseñanza, sin hacer referencia a una futura actualización de su doctrina.
Aunque la ley no cambia, el estado del cristianismo en la sociedad puede fluctuar. Soto reconoce que el cristianismo ha pasado por periodos de mayor expansión y esplendor, y otros de reducción y persecución. Esta variabilidad no implica que la ley deba ser sustituida, sino que depende de la libertad humana y su aceptación o rechazo de la gracia.
El tercer argumento establece que, aunque pueda esperarse un período de mayor aceptación del cristianismo antes del fin del mundo, no habrá otro estado en el que la gracia de Dios sea más abundante que en la actualidad. Cita a San Pablo en Romanos 11, donde se habla de la conversión de los gentiles antes del fin de los tiempos, pero sin implicar un cambio en la ley evangélica.
En la parte final, Soto responde a los que argumentan que la Iglesia no ha recibido aún toda la verdad revelada. Afirma que la promesa de Cristo de enviar el Espíritu Santo se cumplió en Pentecostés y que los apóstoles recibieron toda la verdad necesaria para la salvación, la cual transmitieron a la Iglesia. La revelación, por tanto, no está incompleta, sino que se va comprendiendo mejor con el tiempo a medida que surgen herejías y la doctrina es clarificada.
También rechaza la idea de que se espere otro evangelio distinto al de Cristo, pues eso sería una herejía. Argumenta que la predicación del evangelio en todo el mundo es una condición para el fin de los tiempos, pero que este proceso tiene dos etapas: primero, la difusión general del cristianismo en la época apostólica, y segundo, una predicación más efectiva que lleve a la conversión universal antes del fin.
CUESTIÓN OCTAVA: DE LA COMPARACIÓN DE LA LEY NUEVA CON LA VIEJA
Artículo 1º: Si la ley nueva es complemento de la vieja
Domingo de Soto analiza la distinción entre la Ley Vieja (el Antiguo Testamento) y la Ley Nueva (el Evangelio), argumentando que esta última no es una negación ni una oposición de la primera, sino su complemento y perfección. A primera vista, algunos textos bíblicos parecen indicar que la Ley Nueva anuló la antigua, como en Efesios y Hebreos, donde se menciona que el Nuevo Testamento envejeció al Antiguo. Sin embargo, Cristo mismo afirmó en Mateo 5:17 que no vino a abolir la ley, sino a cumplirla, lo que lleva a Soto a plantear que ambas leyes se relacionan como lo imperfecto y lo perfecto dentro de un mismo fin.
Soto sostiene que la Ley Evangélica y la Antigua no son radicalmente distintas, pero tampoco son exactamente la misma. Su relación es comparable a la diferencia entre las normas para niños y las normas para adultos: ambas tienen un mismo propósito, pero una representa una etapa más avanzada de desarrollo. La Ley Vieja, dirigida al pueblo de Israel, funcionaba como una guía basada en el temor, con normas que restringían el comportamiento más que fomentar el amor. En cambio, la Ley Nueva, traída por Cristo, se fundamenta en la caridad y la gracia, lo que la hace más perfecta y adecuada para llevar al hombre a la vida eterna.
El Antiguo Testamento utilizaba el temor como medio de control moral, ya que el pueblo de Israel era visto como niños necesitados de disciplina. Esto se reflejaba en su estructura legal, basada en mandatos estrictos y recompensas materiales. En contraste, la Ley Evangélica se dirige a creyentes más maduros, quienes son guiados no por el miedo, sino por el amor y la gracia. No obstante, Soto aclara que en ambos testamentos hubo excepciones: en la Ley Vieja, algunos también fueron movidos por el amor, y en la Ley Nueva, algunos aún siguen guiados por el temor.
Otra diferencia entre ambas leyes es la naturaleza de sus promesas. La Ley Vieja se centraba en recompensas temporales y materiales, mientras que la Ley Nueva se enfoca en las promesas eternas. Sin embargo, Soto advierte que esta diferencia no debe entenderse en términos absolutos, ya que en el Antiguo Testamento algunos también buscaron la recompensa eterna, y en el Nuevo, algunos siguen motivados por bienes temporales. La distinción radica en la estructura general de ambas leyes: la Ley Vieja mantenía al pueblo con bienes tangibles, mientras que la Ley Nueva dirige la atención hacia la salvación eterna.
San Pablo describe la Ley Vieja como una "ley de obras" y la Nueva como una "ley de fe". Sin embargo, Soto aclara que esto no significa que la fe estuviera ausente en el Antiguo Testamento ni que las obras sean irrelevantes en el Nuevo. Lo que cambia es el énfasis: la Ley Vieja dependía en gran parte de prácticas externas, como los sacrificios y ceremonias, que no otorgaban gracia por sí mismas, sino que prefiguraban la fe en Cristo. En cambio, en la Ley Nueva, la fe y la gracia tienen un papel central, aunque también se exigen obras, tanto morales como sacramentales.
Soto afirma que la Ley Nueva completa la Antigua en dos aspectos: en su propósito y en sus preceptos. En cuanto al propósito, ambas leyes buscan la justicia y la vida eterna, pero la Ley Vieja solo podía señalar el camino, mientras que la Nueva lo hace accesible mediante la gracia conferida en los sacramentos. En cuanto a los preceptos, la Ley Nueva perfecciona los mandamientos morales, sustituye los ceremoniales con los sacramentos cristianos y ajusta los judiciales a una nueva realidad.
Cristo cumplió la Ley Vieja de tres maneras: primero, aclaró su verdadero significado, corrigiendo interpretaciones erróneas de los fariseos, como en los casos del adulterio y el homicidio, donde enfatizó la importancia de los pensamientos y deseos, además de los actos externos. Segundo, añadió precauciones para ayudar a cumplir la ley de manera más estricta, como evitar juramentos innecesarios. Y tercero, introdujo consejos evangélicos para alcanzar una mayor perfección, como el llamado a la pobreza voluntaria.
Finalmente, Soto explica que la Ley Nueva estaba presente en la Antigua de manera implícita, como una semilla que luego germinaría en plenitud. Esta idea es ilustrada con la imagen de "la rueda dentro de la rueda" en Ezequiel, donde la nueva ley está contenida en la vieja. San Juan Crisóstomo también compara este proceso con el crecimiento de una planta: la Ley de la Naturaleza dio origen a la Ley de Moisés, la cual a su vez preparó el terreno para la plenitud de la Ley Evangélica.
Artículo 2º: Si la nueva ley es más gravosa que la antigua
Se plantea la objeción de que la ley cristiana es más gravosa porque prohíbe no solo los actos externos, sino también los internos, y porque, en lugar de prometer prosperidad terrenal, anuncia tribulaciones. Sin embargo, Cristo afirmó en el Evangelio que su yugo es suave y su carga ligera, lo que sugiere lo contrario.
Para responder a esta cuestión, Soto distingue entre la dificultad de la ley según su objeto y según el modo de obrar. Respecto al objeto, la ley antigua era más pesada porque imponía un cúmulo de ceremonias y mandamientos que dificultaban la vida de los fieles. En cambio, la ley nueva se basa en la ley natural y en los sacramentos, los cuales benefician a los creyentes. Sin embargo, en cuanto al modo de obrar, la ley cristiana puede parecer más exigente, ya que demanda no solo acciones externas, sino también el control de los movimientos internos del alma, lo cual es difícil sin el hábito de la virtud.
Soto subraya que, aunque la Iglesia tiene la facultad de añadir normas, debe hacerlo con moderación para no volver la ley gravosa. Además, advierte que una proliferación excesiva de leyes puede hacerlas ineficaces y desvirtuar el Evangelio. Destaca que la ley de Cristo es esencialmente leve y dulce porque solo impone preceptos morales, sacramentos y consejos, y estos últimos no son de cumplimiento obligatorio.
Para concluir, se exponen doce diferencias entre la ley antigua y la nueva.
Dignidad del legislador
- La ley antigua fue dada por Moisés.
- La ley nueva fue dada directamente por Dios hecho hombre (Cristo).
-
Lugar donde está escrita
- La ley antigua estaba escrita en tablas de piedra.
- La ley nueva está escrita en el alma de los creyentes.
-
Duración en el tiempo
- La ley antigua era temporal, destinada a durar solo un período.
- La ley nueva es perpetua, vigente hasta el fin del mundo.
-
Universalidad
- La ley antigua era para un solo pueblo (Israel).
- La ley nueva es para todo el mundo.
-
Relación entre ambas
- La ley antigua era una sombra y figura de la nueva.
- La ley nueva es la verdad y cumplimiento de la antigua.
-
Modo de fe
- Los fieles de la ley antigua creían de manera implícita, esperando el cumplimiento de las promesas divinas.
- Los fieles de la ley nueva creen de manera explícita, pues ya se han cumplido esas promesas en Cristo.
-
Capacidad para justificar
- La ley antigua no podía justificar por sí misma, ya que no confería gracia.
- La ley nueva justifica porque está basada en la fe y la gracia, transmitida a través de los sacramentos.
-
Naturaleza de los preceptos
- La ley antigua era más pesada y difícil de cumplir debido a la cantidad de normas ceremoniales y judiciales.
- La ley nueva es más leve y suave, enfocada en principios morales fundamentales.
-
Exigencia de los preceptos
- La ley antigua no prohibía expresamente los actos internos, solo los externos (por ejemplo, el asesinato, pero no el odio).
- La ley nueva prohíbe también los actos internos (como el odio y el deseo de venganza).
-
Incorporación de los consejos evangélicos
- La ley antigua no incluía consejos de perfección.
- La ley nueva sí lo hace, ofreciendo caminos de santidad opcionales (como el celibato y la pobreza voluntaria).
- Recompensas y amenazas
- La ley antigua prometía bienes temporales (prosperidad, tierras, victorias militares) y amenazaba con castigos terrenales.
- La ley nueva promete la herencia eterna y la vida en el cielo.
- Acceso al cielo
- La ley antigua no abría las puertas del cielo, pues la redención aún no había ocurrido.
- La ley nueva abre el acceso al cielo, ya que Cristo redimió a la humanidad.
Entre ellas, se resalta que la ley cristiana es dada directamente por Dios hecho hombre, se graba en el alma y es perpetua, universal y clara en su significado. A diferencia de la ley mosaica, que se basaba en el temor y en promesas temporales, la ley evangélica otorga gracia, perfección y la esperanza de la vida eterna. En definitiva, aunque puede parecer más rigurosa en algunos aspectos, la ley nueva es más ligera porque facilita el cumplimiento de sus preceptos mediante los sacramentos y la gracia divina.
CUESTIÓN NOVENA: DE LO QUE SE CONTIENE EN LA LEY NUEVA
Artículo 1°: Si la ley nueva instituyó suficientemente los actos exteriores
De Soto comienza con una pregunta central: ¿Era necesario que el Evangelio estableciera normas para las acciones externas? Para responder a esta cuestión, se presentan dos posiciones opuestas.
La primera postura, en contra de que la ley evangélica deba regular las acciones externas, argumenta que la ley cristiana es la ley del reino de los cielos, lo cual indica que su propósito no es regular los actos exteriores, sino los movimientos internos del alma. Se citan textos evangélicos que refuerzan esta idea:
- Lucas 17: “El reino de Dios está dentro de vosotros”, lo que sugiere que la ley cristiana se centra en lo interno, no en lo externo.
- Romanos 14: “El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”, enfatizando que la fe cristiana no se basa en ritos externos, sino en la vida interior.
A partir de esto, se establece una diferencia fundamental entre la ley antigua (Moisés) y la ley evangélica (Cristo):La ley mosaica cohibía la mano, es decir, regulaba el comportamiento externo. La ley de Cristo cohibe el ánimo, es decir, se enfoca en la disposición interior.
Frente a esta postura, se presenta una argumentación contraria que defiende que, si la ley evangélica no regulase las acciones externas, sería incompleta e insuficiente en comparación con la ley antigua.
Se plantea que la ley evangélica no solo pertenece a la fe, sino que obra por la caridad, como dice Gálatas 5:
- “En Cristo Jesús, ni la circuncisión ni la incircuncisión valen nada, sino la fe que obra por la caridad.”
Es decir, la ley cristiana no es solo un conjunto de creencias, sino que debe incluir también normas morales sobre la caridad.
Además, se señala que Cristo explicó muchas verdades de fe que no eran explícitas en la ley antigua, por lo que también debió añadir preceptos morales nuevos. Sin embargo, no lo hizo, ya que solo nos dejó el Decálogo, lo cual parece una limitación.
De Soto cita el Evangelio de Mateo (7:24) para reforzar la idea de que la ley evangélica se basa en la obediencia a las enseñanzas de Cristo. Se nos presenta la providencia de Dios como fundamental en la formulación de esta ley, subrayando que no solo es superior a la ley humana, sino que también supera a la ley mosaica.
Se inicia con una reflexión sobre la providencia divina en la formulación de la ley cristiana, la cual no solo es más elevada que la ley humana, sino que también trasciende la ley mosaica, pues su fin último no es simplemente el orden social, sino la salvación y la gracia. Mientras que la ley mosaica prefiguraba la fe y la gracia, la ley evangélica las otorga plenamente a través de la pasión de Cristo.
A partir de esta idea, se establece que la ley evangélica no impone preceptos sobre cualquier acción humana, sino únicamente sobre aquellas que están directamente relacionadas con la gracia. Todo lo que no tiene una conexión necesaria con la gracia no es regulado por la ley evangélica, sino que queda bajo la responsabilidad de la Iglesia o la sociedad civil. Esto no significa que la ley de Cristo sea incompleta, sino que es más perfecta, ya que se enfoca en lo esencial para la salvación y deja libertad en los aspectos no fundamentales.
En esta cuestión se presentan cuatro conclusiones que explican cómo la ley evangélica regula la vida de los cristianos. La primera conclusión sostiene que la base de la ley evangélica son los siete sacramentos. En la estructura de la ley cristiana existen tres tipos de normas fundamentales: los sacramentos, los preceptos morales y los consejos. Los sacramentos son esenciales porque a través de ellos se comunica la gracia, que es el centro de la ley cristiana. La gracia puede entenderse de dos maneras: en cuanto a su origen y adquisición, es decir, como un don divino que nos llega a través de Cristo, y en cuanto a su uso y ejercicio, que se manifiesta en las obras de caridad. Cristo, como mediador, recibió la gracia en plenitud y la comunica a los hombres de manera proporcional. Dado que el conocimiento humano se adquiere a través de los sentidos, la gracia debía ser transmitida mediante señales visibles, es decir, los sacramentos. Por ello, Cristo mismo instituyó los sacramentos y ordenó a los Apóstoles para su administración.
La segunda conclusión establece que no era necesario que la ley evangélica impusiera ceremonias adicionales, salvo aquellas indispensables para la administración de los sacramentos. Mientras que la ley mosaica impuso múltiples regulaciones externas, la ley de Cristo dejó la organización del culto en manos de la Iglesia. En la ley mosaica, el pueblo de Israel era considerado espiritualmente inmaduro y necesitaba una regulación estricta. En cambio, en la ley evangélica, los cristianos son tratados como maduros en la fe y, por tanto, tienen mayor libertad en la organización del culto. La diferencia fundamental entre ambas leyes radica en que la mosaica era una preparación para la venida de Cristo, mientras que la evangélica ya no necesita esas prefiguraciones porque se basa en la gracia y la verdad.
La tercera conclusión establece que la ley evangélica solo impone los preceptos morales necesarios para la gracia. Cristo no reguló todas las acciones externas, sino solo aquellas esenciales para custodiar la gracia y evitar el pecado. Todo lo que tiene una conexión necesaria con la gracia está ordenado en el Decálogo y en los principios morales derivados de él. En cambio, lo que no está estrictamente vinculado con la gracia, como ciertas prácticas externas, queda a criterio de la Iglesia y la sociedad civil. Así, la ley evangélica no es menos completa que la mosaica, sino que regula solo lo esencial para la salvación, dejando libertad en los demás aspectos.
La cuarta conclusión establece que Cristo no quiso que la ley evangélica definiera todas las normas ceremoniales y judiciales, sino que dejó estas cuestiones a la Iglesia y a los gobiernos civiles. En la ley mosaica, Dios reguló cada aspecto de la vida del pueblo de Israel, pero en la ley evangélica los cristianos son considerados espiritualmente adultos y pueden organizar sus asuntos externos conforme a las circunstancias de cada época y región. Los preceptos morales universales se mantienen, mientras que los ritos religiosos son responsabilidad de la Iglesia y las leyes judiciales son establecidas por las autoridades civiles. Cristo no amenazó ni prometió castigos o recompensas terrenales, sino que solo habló del infierno y del cielo, dejando a cada sociedad la tarea de organizar sus normas de convivencia.
Por esta razón, la ley cristiana es llamada "ley de perfecta libertad". En primer lugar, porque trata a los cristianos como herederos adultos de la fe, no como siervos. En segundo lugar, porque no impone normas ceremoniales y judiciales rígidas, sino que deja su regulación a la autoridad competente. En tercer lugar, porque las normas morales no deben cumplirse por obligación externa, sino por la gracia y la libertad interior.
En la última parte del texto, Domingo de Soto responde a algunas objeciones. La primera objeción sostiene que si el reino de Dios es interno, no debería haber normas externas. Se responde que aunque el reino de Dios se centra en la justicia, la paz y el gozo espiritual, también requiere acciones externas, pues estas reflejan la vida interior y ayudan a preservar el orden moral. Por ello, la ley evangélica no solo prohíbe actitudes internas, sino también acciones externas que alteran la vida moral, como el robo o el asesinato.
Otra objeción plantea que si la fe fue ampliada en el Evangelio, también debieron ampliarse los preceptos morales. La respuesta es que la fe es un conocimiento sobrenatural que está más allá de la razón humana y, por tanto, era necesario que Cristo revelara más verdades explícitas. En cambio, los preceptos morales provienen del derecho natural y ya estaban establecidos en el Decálogo, por lo que no necesitaban ser ampliados.
Finalmente, se explica que los sacramentos confieren gracia, por lo que era necesario que Cristo los instituyera. Sin embargo, los ritos y ceremonias que acompañan a los sacramentos no son esenciales para la gracia, por lo que Cristo dejó su regulación a la Iglesia. También se aclara que ciertas normas dadas por Cristo a los Apóstoles, como las instrucciones sobre la pobreza en los capítulos 9 y 10 de Lucas, no eran ceremonias, sino disposiciones temporales adaptadas a la misión de los discípulos.
Artículo 2º: Si la ley evangélica compuso suficientemente nuestros actos interiores
Domingo de Soto comienza analizando si la ley evangélica reguló suficientemente los actos interiores del ser humano. La cuestión se plantea porque, aunque Cristo enmendó algunos aspectos de la ley mosaica en el Sermón de la Montaña, hay quienes argumentan que no perfeccionó completamente la regulación de los afectos y motivaciones internas.
En primer lugar, se presentan argumentos en contra de la suficiencia de la ley evangélica. Se señala que, aunque Cristo corrigió tres aspectos internos del Decálogo—la ira, la lujuria y el juramento temerario—, no reguló otros, lo que indicaría que su enseñanza fue parcial. También se argumenta que, además de los preceptos morales, la ley mosaica incluía normas judiciales y ceremoniales, y Cristo solo corrigió tres preceptos judiciales sin abordar los ceremoniales, lo que podría considerarse una omisión. Asimismo, se plantea que, aunque Cristo exhortó a evitar la vanagloria en el ayuno, la oración y la limosna, no trató otros actos humanos que también pueden ser realizados con malas intenciones. Otro cuestionamiento se refiere a la aparente prohibición de la preocupación por las necesidades materiales, algo que forma parte de la naturaleza humana y que incluso los animales practican. Finalmente, se objeta la prohibición del juicio, dado que juzgar es un acto de justicia necesario para la vida social.
Para responder a estas objeciones, Domingo de Soto argumenta que el Sermón de la Montaña es un fundamento completo para la moral cristiana. Cristo estableció la verdadera finalidad de la vida humana, la bienaventuranza, en oposición a la concepción filosófica tradicional que la identificaba con la riqueza, el honor o los placeres. Además, Jesús no solo prohibió las acciones externas condenadas en la ley mosaica, sino que corrigió su raíz interna, enseñando que la ira, la lujuria y la falta de reverencia en los juramentos también son moralmente dañinas, aunque no se exterioricen en actos concretos. Al hacerlo, rectificó la interpretación errónea que los fariseos tenían de la ley, pues ellos creían que el pecado solo existía en la acción visible y no en la intención del corazón.
Domingo de Soto también explica que Cristo no rechazó los preceptos judiciales de la ley mosaica de manera absoluta, sino que corrigió su mala interpretación. Algunos de estos preceptos, como el repudio de la mujer o la pena del talión, no eran mandamientos absolutos, sino concesiones hechas a la dureza del pueblo. Otros, como la orden de combatir a los enemigos, habían cesado con la llegada de la nueva ley, que en su lugar prescribía el amor incluso hacia los enemigos. En cuanto a los preceptos ceremoniales, Cristo los abolió de manera definitiva, estableciendo un nuevo culto basado en la adoración en espíritu y en verdad.
Respecto a la prohibición de la vanagloria en el ayuno, la oración y la limosna, Soto señala que estos tres actos representan todos los deberes del ser humano: el dominio de sí mismo, la relación con los demás y el culto a Dios. Cristo quiso corregir la tendencia humana a buscar reconocimiento en estas prácticas, enseñando que deben realizarse por amor a Dios y no por deseo de fama o prestigio. De igual modo, la prohibición de la preocupación excesiva por el futuro no es un llamado a la imprudencia, sino una exhortación a evitar la ansiedad desmedida y la falta de confianza en la providencia divina. La enseñanza de Cristo no prohíbe la previsión razonable, sino la obsesión por lo material que lleva a la desesperanza o al olvido de los bienes espirituales.
Por último, Soto aclara que la prohibición de juzgar no es una negación del juicio justo, sino una advertencia contra el juicio temerario. Cristo no prohíbe el juicio público, necesario para la organización de la sociedad, sino el juicio precipitado e injusto que lleva a condenar a los demás sin fundamento.
Artículo 3º: Si la ley evangélica nos añadió congruamente algunos consejos
Domingo de Soto comienza reflexionando sobre el papel de los consejos evangélicos en la ley cristiana. Se pregunta si fue adecuado que Cristo nos diera consejos (además de mandamientos) en el marco del Evangelio. Los argumentos en contra apuntan a que, si todo lo que el hombre puede ofrecer a Dios ya le es debido por el mandamiento del amor, entonces no cabría hablar de obras de supererogación, es decir, de consejos opcionales. También se objeta que, si estos consejos son útiles para alcanzar la perfección, debieron haber sido dados también en la ley antigua, y que sería más razonable que su cumplimiento se dejara al discernimiento personal o a los sabios. Incluso se cita que Cristo pone obras muy altas, como amar a los enemigos, dentro de los preceptos, lo que haría innecesarios los consejos.
Sin embargo, Domingo responde apelando a la sabiduría divina. Dice que, así como el corazón se alegra con los buenos consejos de un amigo, también Cristo, por ser el más sabio y verdadero amigo del hombre, nos ha dado consejos que traen grandes beneficios espirituales. Luego, formula tres conclusiones que estructuran su doctrina sobre los consejos.
La primera es que muchos consejos son de derecho natural, es decir, han sido considerados como valiosos incluso antes de la ley escrita. Por ejemplo, ayudar a los necesitados más allá del deber legal o abstenerse de ciertos placeres por razones morales fueron siempre vistos como obras de virtud. Los sabios antiguos ya apreciaban tales actos como formas elevadas de vida.
La segunda conclusión afirma que la ley evangélica añadió nuevos consejos de manera congruente. Mientras que la ley antigua era una ley de temor y servidumbre, la ley de Cristo es de libertad. Por tanto, en ella no solo hay preceptos necesarios para la salvación, sino también consejos que se ofrecen para quien desee avanzar más rápidamente hacia la perfección de la caridad. Los consejos no obligan, pero sí muestran un camino más alto.
En la tercera conclusión, Soto enseña que los consejos se reducen a tres grandes géneros: pobreza, continencia y obediencia, que corresponden a las tres concupiscencias del mundo: los bienes materiales, los placeres sensibles y los honores. Por medio de la pobreza se combate la avaricia, por la continencia los deseos carnales, y por la obediencia el orgullo. Estas tres virtudes están en la raíz de los votos religiosos, y fueron propuestas directamente por Cristo en las bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres de espíritu”, “los mansos” y “los que lloran”.
Estos consejos fueron necesarios para los apóstoles, pero Cristo los dejó como opcionales para los demás. De ahí que Pedro, al decir: “He aquí que hemos dejado todo y te seguimos”, pregunte por la recompensa, y que Cristo, en el diálogo con el joven rico, diga: “Si quieres ser perfecto…”. Esto muestra que no son preceptos universales, sino consejos ofrecidos a quienes están dispuestos a seguirlos.
Domingo de Soto concluye que todas las demás obras de supererogación pueden ser comprendidas dentro de estos tres consejos principales. Por ejemplo, dar limosna fuera de necesidad se vincula a la pobreza; renunciar a placeres lícitos, a la continencia; y ceder el propio querer por caridad, a la obediencia. La virginidad, como estado, es también una novedad de la ley evangélica y no era considerada consejo anteriormente.
En cuanto a las objeciones, Soto responde que Dios, en su misericordia, no exige más de lo que nuestra débil naturaleza puede dar. Por eso, no todos están obligados a cumplir todos los consejos, pero sí a no despreciarlos ni oponerse al amor de Dios. En efecto, los consejos son caminos hacia la caridad, no obligaciones que pesan sobre todos por igual.
A la segunda objeción responde que la diferencia entre la ley antigua y la nueva justifica que los consejos aparezcan sólo en esta última, ya que se dirige a hombres libres, no a siervos. A la tercera objeción, responde que Cristo propone los consejos libremente y no los impone a todos, sino que invita: “Quien pueda recibir esto, que lo reciba”. Y a la cuarta, que muchas veces los consejos naturales pueden convertirse en precepto si lo exige la necesidad, pero ordinariamente no obligan.
Finalmente, Soto reafirma que los consejos no están por encima de la caridad, sino que son medios para llegar a ella por un camino más excelente. Quien los sigue, no ama más que otros en grado, sino que tiende a la caridad de forma más perfecta según su estado de vida. Este tema, dice, se tratará con más profundidad en su tratado sobre los votos.
Conclusión
El libro segundo de De iustitia et iure de Domingo de Soto refleja con claridad su esfuerzo por integrar la ley natural, el derecho humano y la teología moral en una visión armónica de la justicia. En él, Soto profundiza en la noción de derecho como aquello que le es debido a cada uno, no solo por convención, sino por naturaleza, revelando una comprensión ética y racional del orden jurídico. Su reflexión anticipa las bases del derecho moderno y subraya que la justicia no puede desligarse de la dignidad del ser humano ni del orden querido por Dios.