jueves, 20 de marzo de 2025

Domingo de Soto - Sobre la Justicia y el Derecho (De iustitia et iure) (Libro II: El Decálogo) (1553)


En este libro, De Soto aborda los mandamientos de la ley divina tanto de manera general como particular, estableciendo un análisis que conjuga principios éticos, teológicos y jurídicos. En su análisis general, Domingo de Soto destaca la naturaleza del Decálogo como una expresión de la ley eterna y natural, inscrita en el corazón humano, pero también revelada de forma explícita en las tablas entregadas a Moisés. De Soto reflexiona sobre cómo estos mandamientos no son solo obligaciones religiosas, sino que también tienen implicaciones en el ámbito de la justicia natural y positiva, configurándose como principios fundamentales para el ordenamiento jurídico y la vida comunitaria.


LIBRO II: JUSTICIA Y DERECHO

CUESTIÓN PRIMERA: DE LA LEY ANTIGUA

Artículo 1º: Si, además de la ley natural y humana, que se derivan de la eterna, fue necesaria a los hombres la divina

De Soto la necesidad de una ley divina sobrenatural para los hombres, argumentando en principio desde una perspectiva negativa. Se expone que la ley natural, al ser una participación de la ley eterna, ya es divina y suficiente para guiar a la humanidad, por lo que no parecería necesaria otra ley divina adicional.

Sin embargo, se plantea que la razón humana, aunque elevada, no es suficiente para guiar al hombre hacia su fin último. El texto utiliza argumentos bíblicos, como el del Eclesiástico, que describe cómo Dios dejó al hombre bajo su propio consejo, refiriéndose a la razón. Aunque esto parece suficiente para las criaturas racionales, el hombre, por su naturaleza superior, requiere una guía más sublime.

Se enfatiza la necesidad de la ley divina para iluminar el entendimiento humano. Esto se justifica en cuatro puntos principales:

  1. La incapacidad de la naturaleza humana para alcanzar el conocimiento especulativo sobre Dios y los bienes últimos sin ayuda externa.
  2. La necesidad de corregir los errores de juicio en los casos prácticos, ya que las leyes humanas varían según las naciones y no siempre reflejan la justicia divina.
  3. La insuficiencia de las leyes humanas para garantizar la salvación completa del hombre, pues no penetran en las intenciones del corazón.
  4. La incapacidad de las leyes humanas para reprimir todos los vicios y promover los bienes necesarios sin provocar mayores injusticias.

Domingo de Soto argumenta, siguiendo a San Agustín y Santo Tomás, que la ley divina tiene un doble propósito: guiar al hombre hacia su salvación mediante el conocimiento de Dios y regular sus actos de manera más elevada que la ley natural. Se resalta que esta ley, al estar inscrita en los corazones por la gracia divina, complementa las leyes escritas y humanas.

Finalmente, se concluye que la sabiduría divina dispuso esta ley no solo para la humanidad en general, sino también para preparar al hombre para recibir la ley perfecta en Cristo. Las diferencias entre la ley antigua y la ley del Evangelio se explican en términos de su capacidad para regular no solo los actos externos, sino también los deseos internos, destacando el papel del amor y la gracia en el Nuevo Testamento.

Artículo 2° Si la ley antigua fue buena

Domingo de Soto, en este texto, aborda la crítica maniquea hacia la Ley Antigua, que algunos consideran mala y establecida por un Dios maligno. Desde esta perspectiva, los maniqueos argumentan que la Ley Antigua contradice la Nueva Ley, citando pasajes que parecen irreconciliables, como el relato de la creación en el Génesis y las palabras de San Juan en el Evangelio, donde se establece la preeminencia de Cristo como Verbo divino.

Soto discute los preceptos contenidos en la Ley Antigua, algunos de los cuales, según los críticos, parecen injustos o imperfectos. Alega que para considerar buena una ley, esta debe cumplir con dos principios fundamentales: buscar la salvación de las almas y ser adecuada a la condición humana. Sin embargo, señala que, según San Pablo, la Ley Antigua permitió que abundara el pecado, siendo incapaz de justificar plenamente al ser humano. Asimismo, cita a San Pedro, quien menciona que los mandamientos de esta ley eran una carga que ni los antepasados pudieron llevar.

La defensa de Soto se centra en demostrar que la Ley Antigua fue un medio temporal e imperfecto ordenado por Dios para preparar la llegada de Cristo. Según él, el Decálogo no solo reprendía la maldad, sino que también promovía el amor a Dios y la fraternidad entre los hombres. Aunque la ley no era perfecta, desempeñó un papel fundamental en la moralidad, revelando los pecados y orientando a la humanidad hacia la redención futura en Cristo.

El autor subraya que, a pesar de sus limitaciones, la Ley Antigua no debe ser vista como obra del diablo, sino como un instrumento de Dios para guiar a su pueblo. Soto argumenta que la Ley Antigua, junto con la Nueva, tienen un origen divino, y ambas trabajan en armonía dentro del plan de salvación. Esta última perfecciona lo que la primera no pudo completar, al ofrecer la gracia y la verdad reveladas en Jesucristo.

De Soto defendiendo la Ley Antigua, aunque imperfecta en comparación con la Ley Nueva, y que esta tiene un origen divino y una función pedagógica en la historia de la salvación. Los detractores señalan que la Ley Antigua contiene preceptos que parecen incompatibles con la caridad, como "ojo por ojo, diente por diente", que Cristo rechaza en el Evangelio, o la tolerancia de la usura contra extranjeros. Soto argumenta que estas disposiciones no son malos preceptos en sí mismos, sino concesiones temporales adaptadas a las limitaciones del pueblo de Israel.

El autor responde también a la acusación de que la Ley Antigua fomenta sentimientos de odio hacia los enemigos. Cita ejemplos como los Salmos, donde se pide el mal para los enemigos, pero explica que estas frases deben interpretarse como expresiones de justicia divina o profecías del futuro. Por otro lado, se contraponen pasajes de la misma Escritura que promueven el amor al enemigo, como "Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer", mostrando así que el mensaje de caridad ya estaba presente en la Ley Antigua.

Soto argumenta que la Ley Antigua no otorgaba gracia por sí misma, sino que señalaba la necesidad de la fe y la gracia de Dios para la salvación. Este rol preparatorio de la Ley Antigua es reafirmado al considerarla como una guía que conducía a Cristo y al mensaje del Evangelio. Aunque limitada, tenía un propósito específico en el plan divino: hacer visibles los pecados y orientar hacia la redención.

Finalmente, refuta la idea de que la Ley Antigua fuera establecida por los ángeles en lugar de Dios. Soto defiende que, aunque los ángeles pudieron actuar como mediadores, la Ley fue dada directamente por Dios. Este punto es reforzado al citar tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, destacando que la Ley Antigua era una preparación para la llegada de Cristo, quien perfeccionó lo que la Ley no podía completar por sí misma.

 Artículo 3º: Si aquella ley debió darse únicamente al pueblo de Israel, y obligarle a él solo

Domingo de Soto reflexiona sobre si la Ley Antigua debía ser exclusiva del pueblo de Israel o aplicarse a toda la humanidad. Argumenta que, aunque la Ley Antigua fue dada solo a Israel, tenía un propósito preparatorio para la Ley Evangélica, que beneficiaría tanto a judíos como a gentiles. Esta visión está respaldada por las Escrituras, como en Isaías, donde se profetiza que el Mesías sería luz para todas las naciones, no únicamente para los israelitas.

La razón de esta exclusividad inicial de la Ley Antigua se debe a la infinita sabiduría divina, que decide progresivamente cómo revelar sus misterios a la humanidad. Dios, en su plan, escogió a los hebreos como un medio para preparar la venida de Cristo y la extensión de la salvación a todos los pueblos. Además, argumenta que era conveniente que la Ley se diera a un pueblo concreto debido a las limitaciones humanas para comprender los misterios divinos de manera inmediata.

Soto destaca que la elección de Israel no se basa en mérito, sino en la misericordia de Dios, quien quiso empezar con un grupo particular antes de expandir su mensaje al resto del mundo. Asimismo, argumenta que esta selección tenía una función pedagógica: preparar un modelo para que el resto de la humanidad pudiera seguirlo y alcanzar la salvación.

Domingo de Soto conecta la Ley Antigua con el advenimiento de Cristo, quien cumple las promesas hechas a Abraham y a su descendencia. En este sentido, la Ley Antigua no debe entenderse como un fin en sí mismo, sino como un medio para conducir a toda la humanidad hacia la Ley de gracia y redención que Cristo trae consigo. De este modo, Soto concilia la exclusividad inicial con la universalidad del mensaje cristiano.

De Soto argumenta que no fue conveniente que la Ley Antigua, como figura de la Ley Evangélica, tuviera una aplicación universal desde el principio. Más bien, era apropiado que se impusiera exclusivamente al pueblo judío, ya que de ellos nacería Cristo. Como se señala en las Escrituras, los judíos tienen una relación especial con Dios, siendo los receptores de su alianza, la adopción como hijos y la legislación divina. Soto enfatiza que Dios no hace acepción de personas, pero actúa conforme a su voluntad y misericordia.

También aborda la cuestión de si los gentiles podían aceptar ciertas partes de la Ley sin adoptarla completamente. Soto responde que, aunque era posible que los gentiles tomaran elementos ceremoniales, como la circuncisión, esto no les otorgaba salvación. Después de la promulgación de la Ley Evangélica, el bautismo reemplazó a la circuncisión como signo de pertenencia al pacto con Dios. Citando a San Pablo, Soto concluye que aquellos que adoptan prácticas de la Ley Antigua deben observarla en su totalidad, algo que no es necesario bajo la Ley de Cristo.


Artículo 4º: Si fue conveniente que la ley antigua se diera en tiempos de Moisés

Domingo de Soto reflexiona sobre la oportunidad y conveniencia del momento en que Dios promulgó la ley a Moisés, explorando razones teológicas para defender su providencia. En primer lugar, aborda el argumento de que, si la ley fue concebida como una preparación para la redención ofrecida por Cristo, entonces debía haberse dado inmediatamente después de la caída del hombre, pues este necesitaba desde el inicio un remedio para su salud espiritual. En segundo lugar, la ley también se considera como un medio de santificación para aquellos que engendrarían a Cristo, comenzando con Abraham, quien fue elegido y considerado justo por su fe antes de que existiera la ley mosaica. Sin embargo, Abraham recibió la circuncisión, marcando así una preparación progresiva para la llegada de la ley.

Soto señala además que la elección de David, descendiente de Abraham, como origen de la genealogía de Cristo también evidencia una línea histórica y espiritual que culminaría en la llegada de la ley en un momento determinado. A través de referencias bíblicas, como las cartas de San Pablo, se subraya que incluso antes de Moisés existían promesas divinas que anticipaban el advenimiento de Cristo, lo que refuerza la idea de que la ley fue dada en el tiempo justo.

El texto también profundiza en la soberbia humana como la causa fundamental de la separación entre los hombres y Dios. Soto argumenta que la ley fue dada para enfrentar esta soberbia y establecer principios morales que los hombres habían perdido debido a su ignorancia y su propensión al mal. La ley se convierte así en un maestro que no solo enseña lo bueno y lo malo, sino que además actúa como una guía para vencer el pecado. Citando a San Pablo, enfatiza que "la ley es el conocimiento del pecado".

Por último, Soto analiza cómo Dios, en su sabiduría, esperó un tiempo prudente para dar la ley, permitiendo que la humanidad pasara por períodos de prueba y experiencia. A través de su misericordia, Dios intervino en momentos específicos, como en la época de Abraham y Moisés, para restaurar el orden y preparar el camino hacia la redención en Cristo. También contempla la idea de que, si Dios hubiese elegido otro pueblo o momento para la entrega de la ley, podría haberse logrado una obediencia más inmediata, pero esto no habría sido compatible con los designios generales de la redención.

En conclusión, Domingo de Soto defiende que la promulgación de la ley en tiempos de Moisés no solo fue providencial, sino que se alinea perfectamente con el plan divino de salvación. La ley fue un paso esencial para preparar a la humanidad hacia la plenitud de Cristo, guiando a los hombres en su lucha contra el pecado y su camino hacia la justicia.

CUESTIÓN SEGUNDA: DE LOS PRECEPTOS DE LA LEY ANTIGUA EN GENERAL


Artículo 1º Si la ley antigua  contenía un solo precepto

Domingo de Soto analiza la naturaleza de los preceptos de la ley antigua, iniciando con la afirmación de que toda la ley se podría reducir a un solo precepto: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo", como lo expresan San Pablo en Romanos y San Mateo en sus evangelios. Este precepto, según la tradición, sintetiza el contenido de la ley y los profetas, abarcando tanto el amor a Dios como el amor al prójimo. Sin embargo, Soto contrasta esta posición con las palabras del Apóstol en Efesios, quien describe los mandamientos como múltiples y que Cristo anuló con los preceptos evangélicos, estableciendo una nueva ley.

El autor señala que, aunque los preceptos parecen numerosos, todos tienen un fin común: orientar a los seres humanos hacia el bien y la salvación. Estos se agrupan en dos grandes categorías: los preceptos morales, que regulan las costumbres humanas, y los preceptos ceremoniales, que anunciaban la llegada de Cristo y que dejaron de ser necesarios tras su venida. Por tanto, estos mandamientos específicos son medios para alcanzar un fin último, no objetivos en sí mismos.

Soto argumenta que todos los preceptos se fundamentan en el amor, siendo este el principio rector de la ley. Actos como matar, robar o cometer adulterio violan este amor, que incluye tanto a Dios como al prójimo. Así, el amor a Dios es inseparable del amor al prójimo, ya que este último implica reconocer a todos los hombres como hijos de Dios, y por ende, cualquier acción hacia ellos también refleja la relación con Él.

El autor también resalta que Cristo sintetizó y superó los preceptos de la ley antigua, trasladándolos a una nueva dimensión bajo la ley evangélica. En esta nueva ley, el amor se convierte en el eje central y absoluto de todos los mandamientos. Según Soto, esta transición no solo simplifica la comprensión de los preceptos, sino que también los orienta de forma más directa hacia la unión con Dios y la vida eterna.

Finalmente, Soto concluye que, aunque la ley antigua contenía múltiples preceptos, todos estos se orientaban hacia un único fin, el amor. Este principio general no solo da sentido a los mandamientos, sino que también permite comprender cómo la nueva ley, anunciada por Cristo, se asienta sobre una base más perfecta y definitiva, donde la caridad es el cumplimiento pleno de la ley.

Artículo 2º: Si los preceptos de la ley antigua se distinguen en tres clases a saber: morales, ceremoniales y judiciales

Domingo de Soto divide los preceptos de la ley antigua en tres grandes categorías: morales, ceremoniales y judiciales. Esta clasificación responde a la diversidad de propósitos que tiene la ley divina, la cual busca ordenar tanto la vida individual como la colectiva del ser humano en su relación con Dios, con los demás y con la comunidad.

Los preceptos morales son universales y se derivan directamente de la ley natural. Estos preceptos, como los contenidos en el Decálogo (por ejemplo, "No matarás" o "Honrarás a tu padre y a tu madre"), rigen el comportamiento ético del ser humano y tienen validez para todos los tiempos y culturas. Según Soto, no son necesarios los preceptos ceremoniales o judiciales para establecer estas normas, ya que la razón natural basta para comprenderlos.

Por otro lado, los preceptos ceremoniales están relacionados con el culto divino y las formas específicas de adoración. Incluyen los rituales, sacrificios y prácticas religiosas prescritas para el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento. Estos preceptos tenían un carácter temporal, ya que estaban orientados a preparar al pueblo para la llegada de Cristo y, según Soto, su utilidad pedagógica se cumplió con la instauración del Nuevo Testamento.

Los preceptos judiciales, en cambio, se enfocan en la regulación de las relaciones sociales y civiles dentro del contexto histórico del pueblo judío. Estas leyes se aplicaban a la convivencia entre las personas y a la administración de justicia, adaptándose a las necesidades específicas de aquella comunidad.

Domingo de Soto justifica esta división al señalar que cada tipo de precepto responde a una dimensión distinta del ser humano. Los morales atañen a la virtud personal, los ceremoniales a la relación con Dios y los judiciales a la armonía social. Además, los morales son permanentes por ser inherentes a la ley natural, mientras que los ceremoniales y judiciales son temporales y específicos al contexto del Antiguo Testamento.

De Soto subraya que esta tripartición de los preceptos no solo es una herramienta útil para comprender la ley antigua, sino también una forma de destacar la perfección de la ley divina. A través de estos preceptos, Dios no solo regula la conducta humana, sino que la dirige hacia un fin último: la comunión con Él y la construcción de una sociedad ordenada según su voluntad.

Domingo de Soto continúa desarrollando su argumento respecto a los tres tipos de preceptos, enfrentando objeciones y aclarando su propósito. Responde primero a quienes argumentan que los preceptos morales no necesitan ser explicitados por la ley divina, ya que la razón natural los dicta. Soto reconoce que la razón puede guiar a los humanos hacia estos principios, pero enfatiza que debido a la oscuridad que a veces afecta la razón, fue conveniente que Dios los revelara, no solo en lo sobrenatural, sino también en cuestiones prácticas relacionadas con la convivencia y la justicia. De este modo, los preceptos morales reciben el refuerzo de la ley divina para iluminar aquello que la razón podría no ver claramente.

Asimismo, Soto aborda el papel de los preceptos ceremoniales, señalando que aunque no derivan de la ley natural, son establecidos por apreciación y disposición divina para guiar el culto y señalar la llegada de Cristo. Las ceremonias no son meros actos simbólicos, sino formas de manifestar la relación entre lo espiritual y lo visible, ayudando al pueblo a confesar su fe en el Cristo venidero.

En cuanto a los preceptos judiciales, Soto explica que, aunque están relacionados con la justicia, derivan de los morales en tanto tocan la razón y se aplican a contextos específicos. Algunos actos judiciales incluso coinciden con los morales o ceremoniales, como puede observarse en ejemplos bíblicos que combinan estos preceptos para regular la vida comunitaria.

Finalmente, se aclara que, aunque todos los preceptos parten de principios universales, cada categoría tiene su función específica. Los morales se dirigen al individuo y su ética personal, los ceremoniales a la relación con Dios, y los judiciales al orden social. Soto subraya que la ley divina organiza todos estos aspectos para preservar la salvación y la paz entre los hombres.


Artículo 3°: Si debió la ley antigua obligar a sus súbditos a cumplirla por medio de promesas y amenazas de cosas personales

Domingo de Soto analiza si la ley antigua debía exigir el cumplimiento mediante promesas y amenazas relacionadas con bienes y castigos temporales. Se plantea que la finalidad de la ley divina es someter a los hombres a Dios a través del amor y el temor reverencial. Sin embargo, el deseo por bienes temporales puede alejar las almas de Dios, como sostiene San Agustín al describir la ambición como un veneno para la caridad.

En la ley antigua, los bienes y castigos temporales servían como incentivos pedagógicos para guiar al pueblo hacia la observancia de los mandatos divinos. Esto se consideraba necesario debido al estado espiritual inmaduro de ese tiempo. Las recompensas terrenales, como la tierra prometida, cumplían la función de fortalecer la confianza en Dios y preparar al pueblo para aceptar las promesas eternas.

Cristo, en el Evangelio, introduce un cambio al poner énfasis en bienes espirituales y eternos, dejando atrás la dependencia de los bienes temporales. Mientras que en la ley antigua se ofrecían recompensas visibles para motivar la obediencia, el mensaje del Evangelio se centra en la herencia celestial y en la vida eterna, marcando una evolución en el propósito pedagógico de la ley divina.

Domingo de Soto señala que hay diferentes grados de relación con los bienes temporales. Por un lado, están los perfectos, que no se apegan a ellos y tienen su mirada fija en Dios. Por otro, los malos, que persiguen estos bienes con avidez, y los imperfectos, que aún valoran los bienes temporales pero son conducidos hacia Dios a través de ellos. Este último grupo encuentra en las promesas temporales un medio para acercarse al amor divino.

En conclusión, la ley divina, tanto antigua como nueva, muestra su excelencia al dirigir a los hombres hacia bienes más altos. Aunque los bienes y castigos temporales eran necesarios en la ley antigua, estos tenían un propósito transitorio: preparar al pueblo para recibir las verdades espirituales y apartarlo del apego desordenado a lo material, tal como lo exige la plenitud del Evangelio.


CUESTION TERCERA: SOBRE LOS PRECEPTOS MORALES

Artículo 1º: Si todos los preceptos morales pertenecen a la ley natural

Domingo de Soto explora en este artículo la relación entre los preceptos morales y la ley natural, comenzando con la cuestión de si todos estos preceptos pueden atribuirse únicamente a esta última. Argumenta que, aunque la ley natural ofrece un fundamento esencial para la moralidad, no todos los preceptos morales derivan directamente de ella, ya que algunos requieren la intervención de la ley divina, que amplía y complementa las enseñanzas de la razón natural.

El autor destaca que la razón natural, aunque fundamental, no es suficiente para comprender ciertos preceptos morales, especialmente aquellos que exigen una perspectiva más profunda, iluminada por la fe. Citando a San Pablo, señala que algunos actos, como la caridad, tienen un origen que combina tanto la razón natural como la fe divina, lo que demuestra la necesidad de un vínculo entre lo natural y lo sobrenatural en la moralidad.

De Soto clasifica los preceptos morales en grados según su relación con los principios universales de la naturaleza. Los más evidentes, como los del Decálogo, pertenecen al primer grado y son reconocidos universalmente, mientras que otros, que requieren un razonamiento más elaborado o el apoyo de la fe, ocupan grados superiores. Esta clasificación refleja cómo la comprensión de los preceptos morales varía según su complejidad y accesibilidad.

Además, analiza el papel de las costumbres humanas en la moralidad, afirmando que estas deben juzgarse en función de su conformidad con la razón natural. Las costumbres consideradas buenas son aquellas que se ajustan a la regla racional, mientras que las que se desvían de ella son calificadas como malas. Este enfoque subraya la importancia de la razón como criterio para discernir lo moral.

Los preceptos del Decálogo son presentados como principios generales que se dividen en grados según su proximidad a la ley natural. Algunos, como no matar o no robar, son evidentes y forman parte del primer grado, mientras que otros, como honrar a los ancianos, requieren una reflexión más profunda y, en algunos casos, la guía de la fe para ser comprendidos plenamente.

Domingo de Soto resalta que, aunque la ley natural proporciona una base sólida, algunos preceptos morales necesitan la iluminación sobrenatural de la fe para alcanzar su comprensión completa. Este elemento trascendente muestra que la moralidad no se limita al ámbito de la razón, sino que abarca también aspectos más elevados que trascienden la lógica humana.

Finalmente, concluye que los preceptos ceremoniales y judiciales, aunque tienen raíces en la ley natural, no derivan de ella de manera directa ni universal. Su aplicación específica depende de la voluntad legislativa divina o humana, lo que los hace variables según las circunstancias históricas y culturales. Esto refuerza la idea de que la moralidad, aunque fundamentada en principios universales, debe ser interpretada y adaptada según el contexto.

Artículo 2º: Si los preceptos morales de la ley comprenden los actos todos de las virtudes

Domingo de Soto explora la relación entre las leyes humanas y divinas, argumentando que ambas están intrínsecamente ligadas a la virtud de la justicia, aunque con objetivos y alcances diferentes. La justicia, como virtud central, es fundamental para entender la naturaleza de ambas leyes, pero mientras la ley humana regula principalmente actos relacionados con la justicia distributiva y conmutativa en el contexto social, la ley divina abarca todas las virtudes y guía al ser humano hacia un bien superior.

La diferencia clave entre ambas radica en su propósito. La ley humana tiene un enfoque temporal y práctico: busca la paz social, el bienestar de los ciudadanos y la resolución de conflictos dentro de la comunidad. Por otro lado, la ley divina tiene un carácter trascendental. No solo regula las relaciones entre los hombres, sino que también ordena sus actos hacia Dios, fomentando la amistad divina y la perfección espiritual. Así, la ley divina incluye preceptos que abarcan todas las virtudes, como la fortaleza, la templanza, la prudencia y, especialmente, la caridad.

Soto destaca que la ley divina, al orientarse hacia la salvación y la moralidad interior, prescribe una perfección más elevada que la ley humana. Esto queda especialmente claro en los mandatos evangélicos, donde Cristo profundiza y transforma los preceptos de la ley antigua. Por ejemplo, mientras la ley antigua condena el acto de matar, Cristo va más allá al condenar incluso la ira y el odio en el corazón, mostrando que la verdadera justicia incluye tanto los actos exteriores como las disposiciones interiores.

Finalmente, Soto concluye que, aunque ambas leyes buscan el bien común, lo hacen de maneras distintas. La ley humana se limita al ámbito de la convivencia y el orden social, mientras que la ley divina, al abarcar todas las virtudes, guía al ser humano hacia la perfección moral y su unión con Dios. En este sentido, la obediencia a la ley divina tiene una primacía absoluta, pues responde no solo a las necesidades sociales, sino también a la finalidad última del ser humano: su salvación y su amistad con el creador.


Artículo 3º: Si todos los preceptos morales de la ley antigua se reducen a los diez del decálogo

Domingo de Soto examina si todos los preceptos morales de la ley antigua pueden reducirse a los diez mandamientos del Decálogo. Afirma que la ley antigua incluye preceptos relacionados con todas las virtudes, mientras que el Decálogo parece limitarse a cuestiones de justicia. En primer lugar, se plantea la objeción de que los preceptos principales, como "Amarás a Dios" y "Amarás al prójimo" (Mateo 22), no se encuentran expresamente en el Decálogo, lo que sugiere que este no contiene toda la ley moral.

En segundo lugar, se analiza el tercer mandamiento, "Santificarás el sábado", considerándolo ceremonial en lugar de moral, lo que implica que no todos los mandamientos se reducen al Decálogo. También argumenta que los preceptos morales no se limitan a actos de justicia, sino que abarcan virtudes como la templanza y la fortaleza, que no están explícitas en los diez mandamientos. Por lo tanto, concluye que la ley moral no puede reducirse completamente al Decálogo.

Soto distingue entre los preceptos directamente dictados por Dios y los que fueron entregados a Moisés. Los mandamientos del Decálogo fueron grabados en tablas como principios universales que reflejan la ley natural, mientras que los otros preceptos fueron enseñados por Moisés y otros sabios. Señala que los principios generales, como "No matarás" y "No robarás", están implícitos en los mandamientos y son conclusiones necesarias de estos principios básicos.

Además, subraya que preceptos como "No hagas a los demás lo que no quieras para ti" y ciertas regulaciones del Levítico, como "Honrarás a tu padre y a tu madre", son extensiones del Decálogo. Sin embargo, estos no añaden nuevos principios, sino que desarrollan las conclusiones de los mandamientos principales.

En conclusión, Soto considera que, aunque el Decálogo contiene los principios fundamentales de la ley moral, no incluye todos los preceptos relacionados con las virtudes. Los preceptos del Decálogo son principios básicos que encierran en sus conclusiones otros mandamientos derivados. Por ejemplo, el amor a Dios y al prójimo está implícito en los mandamientos, y las virtudes como la justicia se encuentran explícitas, mientras que otras virtudes, como la fortaleza y la templanza, se derivan de estos principios. Por lo tanto, aunque el Decálogo es esencial, no agota la totalidad de la ley moral.

Artículo 4º: Si están convenientemente distribuidos los preceptos del decálogo

Domingo de Soto comienza analizando si los preceptos del Decálogo están correctamente distribuidos, dividiendo las dos tablas en preceptos dedicados a Dios y al prójimo. Afirma que en la primera tabla se tratan cuestiones relacionadas con el amor y el culto a Dios, mientras que en la segunda tabla se abordan las obligaciones hacia el prójimo. En este sentido, plantea la distinción entre los preceptos de la fe y los de la adoración, señalando que el primero de ellos, “Yo soy el Señor tu Dios”, es afirmativo, mientras que el segundo, “No tendrás dioses ajenos delante de mí”, es negativo, estableciendo así una dualidad entre proclamación y prohibición.

A partir de esta base, analiza la cuestión del tercer precepto, “Acuérdate de santificar el día del sábado”. Algunas opiniones, como la de Esiquio, no lo cuentan entre los diez preceptos, interpretándolo de manera espiritual y excluyéndolo del número total del Decálogo. Sin embargo, San Agustín sostiene que debe incluirse y distingue con precisión entre tres preceptos en la primera tabla y siete en la segunda. Domingo de Soto presenta estas posiciones opuestas y evalúa sus argumentos, mostrando la complejidad que implica establecer un consenso definitivo sobre la distribución de los preceptos.

En el desarrollo de su análisis, Soto expone también las opiniones de otros Padres de la Iglesia, como Orígenes y Esiquio. Orígenes sostiene una interpretación alternativa en la que el precepto del sábado ocupa un lugar diferente, reorganizando así el número total de los preceptos en la primera tabla. Soto resalta que estas divergencias reflejan la dificultad de determinar de manera inequívoca la estructura del Decálogo, aunque respalda la postura tradicional defendida por San Agustín.

Al llegar a las conclusiones de San Agustín, Soto señala que la división entre las dos tablas del Decálogo responde a una distinción clara entre el amor a Dios, que ocupa los tres primeros preceptos, y el amor al prójimo, que se desarrolla en los siete restantes. Esta interpretación, según Soto, es más coherente y mantiene el orden original con el que Moisés recibió las tablas en el monte Sinaí, tal como se describe en el Éxodo.

En cuanto a la naturaleza del primer precepto, Domingo de Soto argumenta que pertenece a la latría, es decir, a la adoración exclusiva de Dios. Aunque se trata de un precepto afirmativo, subraya que presupone la fe como principio fundamental y, por lo tanto, no requiere ser promulgado nuevamente. En su análisis, Soto destaca cómo este precepto, junto con los demás de la primera tabla, establece las bases de la relación entre Dios y el hombre, reafirmando su carácter moral y universal.

Por último, Soto aborda los últimos preceptos del Decálogo, particularmente aquellos relacionados con la prohibición de la concupiscencia. Argumenta que estos preceptos deben distinguirse según los actos y los objetos a los que se refieren, como ocurre con la diferencia entre el deseo de la mujer ajena y el deseo de bienes materiales. Esta distinción le permite reafirmar la distribución tradicional del Decálogo, explicando cómo los actos y las intenciones morales se reflejan en su estructura.

Domingo de Soto concluye que los preceptos del Decálogo están correctamente distribuidos y que su división responde a una estructura armónica basada en el amor a Dios y al prójimo. Sostiene que la interpretación de San Agustín es la más acertada, defendiendo la validez y universalidad de los diez preceptos tal como se han entendido tradicionalmente.


Artículo 5º: Si es conveniente el número de mandamientos del decálogo

Domingo de Soto analiza en este artículo la conveniencia del número de los mandamientos del Decálogo. Comienza abordando la distinción de los pecados según San Ambrosio y San Agustín, dividiéndolos en pecados contra Dios, contra el prójimo y contra uno mismo. Soto observa que, aunque en el Decálogo no se incluyan preceptos explícitos sobre los pecados que el hombre comete contra sí mismo, esto no significa que esté incompleto. Tales pecados se entienden implícitos en el orden del amor a Dios y al prójimo, ya que un hombre que ama correctamente a Dios regula todas sus acciones, incluidas las que se refieren a sí mismo.

También se discute la aparente falta de mandamientos sobre prácticas religiosas concretas, como las solemnidades del sábado o las ofrendas a Dios. Soto explica que tales omisiones no afectan la perfección del Decálogo, ya que su propósito principal es prevenir las ofensas a Dios y las blasfemias, así como evitar doctrinas falsas. La caridad, que es el fin de todos los mandamientos, abarca también el amor natural que el hombre debe a sí mismo y a sus semejantes. Este amor se expresa en la segunda tabla del Decálogo, que ordena las relaciones humanas.

Otro aspecto fundamental es que todo pecado externo tiene su origen en el corazón. Soto menciona las palabras de Cristo sobre cómo del corazón nacen los malos pensamientos, adulterios y demás pecados, justificando así los mandamientos que prohíben no solo las acciones externas, como el hurto o el adulterio, sino también los deseos internos, como se expresa en los últimos preceptos: “No codiciarás los bienes de tu prójimo” y “No codiciarás la mujer de tu prójimo”. De este modo, el Decálogo regula tanto las acciones visibles como los movimientos interiores del alma.

La estructura del Decálogo, según Soto, es perfectamente razonable y conveniente. Los diez mandamientos se dividen en dos tablas: los tres primeros se centran en las obligaciones del hombre con Dios, mientras que los siete restantes se refieren a las obligaciones con el prójimo. Esta división refleja la justicia divina y el orden natural, donde las leyes morales fundamentales son claras para todos los hombres. En primer lugar, se prohíben los pecados contra Dios, como el politeísmo, la irreverencia hacia su nombre y el incumplimiento del descanso sabático. Posteriormente, se ordenan las relaciones humanas, comenzando por el respeto a los padres, seguido de la prohibición de crímenes y pecados contra la vida, la propiedad y la honra del prójimo. Finalmente, se regulan los deseos internos, cuyo desorden es la raíz de los pecados externos.

Domingo de Soto concluye que el número de los diez mandamientos es perfecto, ya que abarcan las principales normas de la ley natural y garantizan la justicia en las relaciones del hombre con Dios y con los demás. El Decálogo no necesita incluir normas específicas sobre los pecados contra uno mismo, porque estos se resuelven naturalmente cuando se guarda el amor a Dios y al prójimo. En su perfección, los mandamientos expresan las verdades morales fundamentales que la razón natural conoce y que son necesarias para la vida ordenada de la humanidad.


Artículo 6º: Si los preceptos del decálogo están colocados en su debido orden

Domingo de Soto aborda la distinción y el orden de los preceptos en el Decálogo, estableciendo una reflexión sobre los fundamentos de su organización. La argumentación comienza con la idea de que, al partir del conocimiento por el sentido, el amor al prójimo, más cercano a lo sensorial, podría tener prioridad sobre el amor a Dios. Sin embargo, se concluye que el orden establecido en el Decálogo responde a razones más profundas, relacionadas con la dignidad y la naturaleza de los mandatos.

En primer lugar, Soto distingue entre los preceptos negativos, que prohíben los males, y los afirmativos, que mandan los bienes. Argumenta que, según la naturaleza, es necesario primero extirpar los vicios antes de imprimir las virtudes. Esto se fundamenta en pasajes como el Salmo 36 y en la máxima de que “la primera virtud es huir del vicio”. Además, se subraya que el orden del Decálogo está determinado por la relación del hombre con Dios, ya que el fin último de las acciones humanas es cumplir con los preceptos dirigidos hacia él.

A continuación, se presentan cuatro conclusiones principales. La primera establece que el Decálogo prioriza los mandatos relativos a Dios sobre los relativos a los hombres, ya que estos se conocen también por la luz natural. La segunda concluye que, dentro de los preceptos sobre Dios, el primero debe ser el que mira a la idolatría, ya que representa una falta grave al culto debido al único Dios. La tercera conclusión aborda los preceptos entre los hombres, indicando que el primero de estos es honrar a los padres, por la evidente deuda y razón de justicia que esto implica. Finalmente, la cuarta conclusión señala que, entre los preceptos negativos, los relacionados con las obras externas son más graves que los de pensamiento, aunque estos también poseen gran importancia.

En síntesis, Domingo de Soto defiende que el orden del Decálogo responde a un criterio de dignidad y gravedad, priorizando los mandatos que se relacionan con el fin último del hombre: Dios. Este orden refleja la necesidad de corregir primero los vicios y luego fomentar las virtudes, así como de dar preeminencia a los preceptos de mayor excelencia en su materia.


Artículo 7°: Si los preceptos del decálogo están redactados en forma consiente

Domingo de Soto reflexiona sobre los preceptos contenidos en el Decálogo, explorando su claridad, disposición y significado desde una perspectiva teológica y racional. El autor comienza explicando que los preceptos son claros y propios en su redacción, distinguiendo entre los afirmativos, que invitan a las virtudes, y los negativos, que prohíben los vicios. Sostiene que esta distinción es esencial para la práctica moral y que, debido a la naturaleza de los vicios, resulta necesario incluir preceptos afirmativos y negativos.

En un segundo análisis, de Soto argumenta que los preceptos no se fundamentan únicamente en la razón natural, sino que son parte de una revelación divina destinada a ser enseñada por los sabios. Esto incluye mandamientos relacionados con la obediencia a Dios y la justicia hacia los demás, como no tomar el nombre de Dios en vano o honrar a los padres. También resalta que, debido a la propensión humana al pecado, fue necesario formular preceptos claros, incluyendo negaciones explícitas que guiaran a las personas hacia la virtud.

El autor examina además la falta de motivos explícitos en algunos preceptos, señalando que en ocasiones la razón es evidente en el contexto moral, pero en otros casos se añaden motivos específicos, como ocurre con el descanso del sábado, justificado en la creación divina. Por otro lado, analiza por qué no todos los preceptos tienen recompensas explícitas. Domingo de Soto argumenta que las recompensas son evidentes para quien observa la ley, aunque señala que en algunos casos, como honrar a los padres, Dios añadió una promesa explícita para subrayar su importancia.

Finalmente, de Soto considera que los preceptos negativos tienen una función clara y definida para evitar el mal, mientras que los afirmativos fomentan el bien. Sin embargo, explica que, en algunos casos, los preceptos negativos fueron destacados por su relevancia para combatir tendencias comunes, como la idolatría o el falso testimonio. De esta manera, el texto refleja un esfuerzo por mostrar la coherencia y la sabiduría divina detrás de la formulación del Decálogo, conectando las enseñanzas morales con la necesidad de una guía clara y accesible para los creyentes.


Artículo 8°: Si se puede dispensar de los preceptos del Decálogo

Domingo de Soto examina la posibilidad de dispensar los preceptos del Decálogo, dividiendo su análisis en diferentes perspectivas teológicas y jurídicas. En primer lugar, sostiene que los mandamientos del Decálogo son parte del derecho natural, por lo que no deberían ser alterables. Sin embargo, señala que hay excepciones en las que tanto Dios como las autoridades humanas, bajo ciertas circunstancias, pueden dispensar algunos de estos preceptos. Por ejemplo, menciona casos del Antiguo Testamento, como la dispensa a Abraham para sacrificar a su hijo o a los israelitas para tomar bienes de los egipcios, indicando que estas dispensas son específicas y no generales.

El texto aborda casos concretos como el matrimonio entre hermanos, que está prohibido por derecho natural, pero que fue permitido en circunstancias excepcionales, como entre los hijos de Adán y Eva. Asimismo, menciona la observancia del sábado, que fue dispensada en ocasiones especiales, como durante los conflictos de los macabeos. Estas excepciones, argumenta, refuerzan la idea de que los preceptos no son siempre inmutables, pero su dispensación depende exclusivamente de la autoridad divina.

Soto también explora las opiniones de diversos teólogos sobre si Dios puede dispensar los preceptos del Decálogo. Presenta tres posturas principales: una sostiene que todos los preceptos pueden ser dispensados, otra que ninguno lo es, y una posición intermedia que distingue entre los preceptos de la "primera tabla" (los relacionados con Dios) y los de la "segunda tabla" (los relacionados con los hombres). Según esta última postura, los preceptos hacia Dios son absolutamente indispensables, mientras que los de la segunda tabla pueden ser dispensados en situaciones excepcionales.

El autor reflexiona sobre la naturaleza de la justicia divina, argumentando que Dios no puede contradecirse ni actuar contra su propia esencia, lo que implica que no puede dispensar leyes que vayan en contra del bien común o de la justicia intrínseca. No obstante, puede permitir excepciones cuando estas contribuyen al bien mayor o a la salvación de la humanidad, como en los ejemplos bíblicos. Concluye que, aunque algunas dispensas pueden parecer contradictorias, siempre se fundamentan en la sabiduría y voluntad divina.

Soto analiza cómo las dispensas deben interpretarse en relación con la intención del legislador, destacando que cualquier excepción debe respetar la esencia de la ley y su propósito final, que es el bien común. Esto refuerza su visión de que las leyes del Decálogo están profundamente enraizadas en la justicia y no pueden ser alteradas arbitrariamente, sino únicamente bajo la autoridad soberana de Dios o por razones que no contraríen el bien supremo.

Ahora, Domingo de Soto aborda en detalle la cuestión de si los preceptos del Decálogo son dispensables, con un enfoque particular en los argumentos de Escoto y Santo Tomás. Soto rebate a Escoto, quien afirma que los preceptos de la segunda tabla del Decálogo (relativos a las relaciones humanas, como "no hurtarás" o "honrarás a tus padres") son dispensables por parte de Dios. Escoto argumenta que, si no fueran dispensables, significaría que Dios no tiene la libertad para querer lo contrario. Soto responde que Dios puede desear la existencia de algo sin necesidad de querer lo contrario de manera activa, lo que preserva su libertad sin contradecir los principios de justicia y bondad intrínsecos.

Soto distingue entre preceptos necesarios (que son indispensables por su naturaleza, como los que prohíben el asesinato o el adulterio) y aquellos que pueden ser objeto de dispensa por su relación con circunstancias específicas. Por ejemplo, menciona que ciertos preceptos del derecho positivo, como la observancia del sábado o el ayuno, pueden ser dispensados, ya que no afectan directamente la justicia intrínseca.

El texto también analiza casos concretos en la Biblia, como la orden de Dios a Abraham de sacrificar a su hijo o el permiso dado a los israelitas para despojar a los egipcios. Soto argumenta que estos actos no constituyen dispensas en el sentido estricto, ya que no violan la justicia intrínseca. En el caso de Abraham, Soto explica que la vida de Isaac pertenecía a Dios como creador, y por lo tanto, Dios tenía el derecho de disponer de ella sin que esto contradijera el principio de "no matarás".

Además, Soto profundiza en la diferencia entre el poder legislativo de Dios y el de los hombres. Argumenta que Dios, como legislador supremo, tiene la capacidad de establecer excepciones a sus propias leyes cuando estas excepciones se alinean con su voluntad divina y no contradicen su esencia. Sin embargo, enfatiza que estas dispensas siempre tienen un propósito superior y están subordinadas al bien común.

Finalmente, Soto concluye que los preceptos de la primera tabla del Decálogo (referentes a las obligaciones hacia Dios, como "no tomarás el nombre de Dios en vano") son absolutamente indispensables, mientras que algunos preceptos de la segunda tabla pueden ser dispensados bajo circunstancias excepcionales, pero solo si no contradicen la justicia natural. Así, refuerza la idea de que las leyes divinas son inmutables en esencia, aunque su aplicación pueda variar según la voluntad soberana de Dios.


Artículo 9º: Si el modo de la virtud cae en el precepto

Domingo de Soto aborda una cuestión fundamental en la teología moral y el derecho natural: si el "modo de la virtud" cae bajo el precepto de la ley, ya sea divina o humana. Es decir, se pregunta si las disposiciones internas del alma, como la rectitud, la alegría o la voluntariedad, necesarias para actuar virtuosamente, pueden ser obligadas por una norma legal. Desde el principio, Soto distingue entre los actos externos, que son visibles y regulables por las leyes humanas, y los hábitos internos de la virtud, que dependen de la intención, la elección voluntaria y, muchas veces, de la gracia divina.

En primer lugar, Soto señala que las leyes humanas tienen como objetivo fundamental la promoción del bien común y la orientación de las personas hacia actos virtuosos. Sin embargo, aclara que la ley humana no tiene el poder de transformar directamente el interior del ser humano ni de imponer hábitos virtuosos, ya que estos se adquieren por repetición, educación y gracia. Aunque la ley puede estimular ciertas acciones que fomenten el desarrollo del hábito, el acto de virtud perfecto implica algo más que obedecer una norma: requiere una disposición interior que se manifieste en la elección libre, con alegría y amor.

Por otro lado, Soto enfatiza el papel de la ley divina, que sí se dirige al corazón humano y busca no solo los actos externos, sino también la rectitud interior y la pureza de intención. La ley divina, según Soto, se orienta al fin último del ser humano, que es Dios, y abarca tanto los actos como el "modo" de ejecutarlos, es decir, con amor, espontaneidad y alegría. Así, una persona que cumple un precepto divino pero lo hace con tristeza o resentimiento no está actuando de manera virtuosa, ya que le falta la plenitud del hábito interior que hace que el acto sea verdaderamente bueno.

Un aspecto clave del texto es la relación entre la virtud y el hábito. Soto, siguiendo a Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, sostiene que la virtud no se reduce a la simple ejecución de un acto bueno, sino que implica la formación de un hábito estable. Este hábito se adquiere mediante la repetición de actos buenos, pero solo alcanza su perfección cuando se realiza con prontitud, alegría y seguridad. Este modo virtuoso de actuar, según Soto, no puede ser impuesto por las leyes humanas, aunque estas pueden castigar los actos externos contrarios a la virtud.

Además, Soto distingue entre los diferentes tipos de ignorancia y cómo estos afectan el cumplimiento del precepto. Argumenta que la ignorancia involuntaria puede excusar del cumplimiento de ciertos preceptos, pero no así la negligencia o el rechazo deliberado de la ley. También reflexiona sobre el poder de la ley humana para imponer penas y cómo estas pueden fomentar la obediencia externa sin necesariamente transformar el interior de las personas. La ley humana, al no poder juzgar las intenciones ni el estado del alma, solo puede garantizar que los actos externos se ajusten al orden social.

Soto concluye que el modo de la virtud no cae bajo el precepto de la ley en sentido estricto. La ley puede dirigir y guiar los actos, pero el "modo virtuoso" que incluye la alegría, el amor y la voluntariedad pertenece al ámbito de la libertad personal y, en última instancia, a la acción de la gracia divina. Este argumento subraya la importancia de la dimensión interior de la virtud y de cómo la moral cristiana trasciende la simple obediencia legal, enfocándose en la transformación integral del ser humano hacia el bien.


Artículo 10°: Si el modo de la caridad cae bajo el precepto de la ley divina

Domingo de Soto, en este texto, examina si el modo de la caridad —entendido como el amor perfecto a Dios y al prójimo— cae bajo el precepto de la ley divina. Inicia considerando las palabras de Cristo: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos", lo que parece sugerir que la obediencia externa a los mandamientos es suficiente para alcanzar la vida eterna. No obstante, Domingo de Soto reflexiona sobre si el modo específico de la caridad está incluido como una obligación en la ley divina.

En defensa de esta idea, Soto señala que los actos virtuosos realizados sin caridad carecen de valor espiritual para la salvación. Basándose en Santo Tomás y las Escrituras, cita pasajes como "Si distribuyera todos mis bienes a los pobres, pero no tengo caridad, de nada me aprovecha". Esto subraya que no basta con cumplir externamente los preceptos; el amor a Dios y al prójimo es esencial para dar sentido pleno a las obras.

No obstante, hay quienes objetan que imponer la caridad como condición para cumplir los preceptos resulta problemático. Según estos críticos, exigir el modo de la caridad sería desproporcionado, ya que no todos poseen esta virtud. Esto llevaría a que muchos, por su naturaleza caída, no pudieran cumplir con los mandamientos, generando así contradicciones en la práctica de la ley divina.

Para resolver esta tensión, Domingo de Soto sigue a Santo Tomás al distinguir entre dos formas de cumplimiento de los mandamientos: en sustancia y en modo. Cumplir en sustancia implica evitar el pecado mortal y obedecer externamente los preceptos. Cumplir en modo, sin embargo, significa hacerlo con caridad, que es la perfección de todas las virtudes. Soto concluye que, aunque no siempre se exige explícitamente este modo, es necesario para el cumplimiento pleno de la ley divina.

Soto también refuta errores heréticos, como el de los luteranos, quienes sostenían que las obras realizadas sin gracia no eran pecaminosas. Siguiendo a Santo Tomás, defiende que las obras sin caridad pueden ser defectuosas y carecen de mérito para la salvación. Cumplir la ley divina sin amor puede ser incluso moralmente problemático, pues no alcanza el verdadero objetivo de los preceptos: unir al ser humano con Dios.

Domingo de Soto concluye que la caridad no solo es un precepto especial, sino el fundamento de todos los mandamientos. La caridad es el modo que perfecciona todas las virtudes y dirige las acciones humanas hacia Dios. Aunque una persona puede cumplir externamente los mandamientos, este cumplimiento es imperfecto sin el amor que da sentido a la obediencia. En última instancia, para Soto y Santo Tomás, el amor es el fin último y la clave para cumplir la ley divina en toda su plenitud.

Domingo de Soto reflexiona sobre la relación entre el cumplimiento de los preceptos y el modo de la caridad, entendida como el amor perfecto a Dios y al prójimo. Señala que, aunque los seres humanos no siempre pueden cumplir por sí mismos el precepto del amor y su modo perfecto, Dios, en su misericordia, está dispuesto a ayudarles a alcanzar ese cumplimiento. Esto implica que el esfuerzo humano, por sí solo, es insuficiente y debe estar acompañado por la gracia divina.

Un punto clave en el texto es la distinción entre la sustancia y el modo del cumplimiento de los mandamientos. Soto explica que no honrar a los padres por amor a Dios no necesariamente quebranta el precepto en su sustancia, aunque sí podría violar el ejercicio del amor. Esto subraya la importancia de la intención y el contexto en el cumplimiento de los mandamientos, mostrando que el modo de la caridad perfecciona la acción pero no siempre es parte estricta del precepto.

Por otro lado, Soto profundiza en la incapacidad del hombre, en estado de pecado, de cumplir plenamente los mandamientos, especialmente el precepto del amor, sin la ayuda de la gracia divina. Cumplir los preceptos en su sustancia, como evitar el pecado mortal, es posible incluso sin caridad, pero alcanzar su pleno sentido y perfección requiere estar en estado de gracia. Esto muestra la necesidad de la cooperación entre la acción divina y humana.

Además, Domingo de Soto aborda cómo el pecado afecta tanto la sustancia como el modo del cumplimiento de los preceptos. Si alguien peca al faltar al amor en su cumplimiento, no solo infringe el mandato en su forma básica, sino que también niega la perfección que la caridad añade a las virtudes. Esto refuerza la importancia de la caridad no solo como un complemento, sino como un elemento esencial para la perfección moral y espiritual.

Finalmente, Soto concluye que la caridad es necesaria para que las acciones humanas estén ordenadas a Dios como su fin último. Sin caridad, las obras quedan incompletas desde la perspectiva teológica y no pueden alcanzar su finalidad plena. Esta conclusión está alineada con la enseñanza de Santo Tomás de Aquino, quien considera que la caridad es el principio que da vida y sentido a todas las virtudes.


Artículo 11º: Si los otros preceptos morales, que se hallan fuera del Decálogo, se distinguen convenientemente, o bien se reducen al mismo Decálogo

En este artículo, Domingo de Soto aborda la suficiencia del Decálogo como resumen de los preceptos morales y su relación con otros preceptos presentes en la ley divina. Afirma que toda la Ley y los Profetas se basan en los principios del amor a Dios y al prójimo, los cuales se encuentran explícitamente en las dos tablas del Decálogo. Por ende, concluye que no es necesario añadir preceptos adicionales, ya que estos, si existen, están implícitos en los mandamientos principales.

El autor distingue entre tres tipos de preceptos: los universales, conocidos por la razón natural; los que requieren publicación debido a la corrupción de las costumbres humanas, que están en el Decálogo; y aquellos que dependen de la enseñanza de los sabios, pues no son evidentes a la razón común. Estos últimos, aunque no están en el Decálogo, son aplicaciones particulares de sus principios, como las leyes ceremoniales y judiciales.

Domingo de Soto también expone cómo varios mandamientos del Decálogo implican otros preceptos específicos. Por ejemplo, la prohibición del culto a dioses ajenos incluye la condena de prácticas idolátricas, como se menciona en Deuteronomio; el mandato contra el perjurio abarca la blasfemia; y el mandamiento sobre honrar a los padres se extiende a respetar a los ancianos y maestros. De manera similar, prohíbe actos como el adulterio, la usura, el fraude y el falso testimonio, detallados en otros textos bíblicos.

Por último, explica que las prohibiciones del Decálogo se centran en acciones que representan injusticias claras hacia Dios o el prójimo, dejando fuera preceptos más sutiles relacionados con virtudes como la templanza o la fortaleza, cuya enseñanza se delega a autoridades como líderes militares o padres de familia. En conclusión, aunque el Decálogo es suficiente como núcleo moral, otros preceptos sirven como aclaraciones o aplicaciones específicas de sus principios universales.


Artículo 12°: Si justificaban los preceptos morales de la ley antigua

Domingo de Soto aborda si los preceptos morales de la ley antigua justificaban, es decir, si hacían a las personas justas ante Dios. Recurre a la autoridad de San Pablo y al Levítico, donde se afirma que los hacedores de la ley serán justificados y que quien cumpla los mandamientos vivirá espiritualmente. Soto también plantea que, dado que la ley antigua provenía de Dios, debía ser superior a las leyes humanas, que buscan hacer virtuosos a los ciudadanos. Sin embargo, cita a San Pablo, quien dice que "la letra mata", lo que parece negar que los preceptos de la ley antigua justificaran plenamente. San Agustín interpreta esto como refiriéndose a los aspectos externos de la ley que, sin la gracia, no otorgan vida espiritual.

Soto distingue entre dos tipos de justicia: la infusa, que proviene de Dios y justifica completamente, y la adquirida, que corresponde a la rectitud moral observable entre los hombres. La justicia infusa transforma al hombre interiormente y lo ordena a Dios, mientras que la adquirida se manifiesta en las buenas obras externas. La primera es un don sobrenatural que depende de la gracia divina, mientras que la segunda se puede alcanzar mediante las disposiciones naturales y las obras.

Soto explica que la justificación como transformación interior (gracia infusa) requiere la intervención divina y no puede ser causada por las obras humanas. Sin embargo, estas obras, especialmente en la ley antigua, podían ser disposiciones para recibir la gracia. En este contexto, las ceremonias y preceptos judiciales actuaban como preparaciones o testimonios, aunque no conferían la gracia por sí mismas. Las obras de la ley, sin la gracia, eran moralmente buenas y apreciadas por los hombres, pero solo con la gracia podían ser verdaderos méritos dignos de la salvación. Así, Soto afirma que la primera justificación consiste en recibir la justicia por la gracia, y la segunda, en ejercerla a través de las virtudes.

En la ley antigua, los preceptos ceremoniales y judiciales, aunque buenos, no conferían la gracia como lo hacen los sacramentos de la ley nueva. Las ceremonias, como el sacrificio de animales, eran meritorias solo en cuanto estaban establecidas por la voluntad divina. En cambio, los preceptos morales contenían justicia intrínseca, como el amor a Dios y al prójimo, que Aristóteles define como la justicia general.

Finalmente, Soto establece cinco conclusiones. Los preceptos de la ley antigua justificaban de manera impropia al preparar al hombre para la gracia de Cristo y al simbolizar su futura misericordia. Ninguna obra humana, ni en la ley antigua ni en la nueva, puede justificar plenamente ante Dios sin la gracia. Las obras de la ley eran moralmente buenas y justificaban humanamente, pero no alcanzaban la verdadera justificación divina. Los sacramentos de la ley antigua no conferían la gracia, sino que eran signos y testimonios. Las obras justas, realizadas con la gracia, se convertían en méritos ante Dios, uniendo a las personas en amistad con Él. Domingo de Soto, en línea con la tradición escolástica y siguiendo a Santo Tomás, afirma que la salvación y la justicia verdadera provienen exclusivamente de la fe en Cristo y de la gracia divina, superando los límites de las obras humanas.


CUESTION CUARTA: SOBRE LOS PRECEPTOS DEL DECÁLOGO EN PARTICULAR

Artículo 1°: Si los preceptos del Decálogo son mandamientos de justicia

Domingo de Soto aborda en este texto la cuestión de si los preceptos del Decálogo son mandamientos de justicia. Considera que esta pregunta es relevante porque los mandamientos del Decálogo, al formar parte de la ley antigua, son principios fundamentales tanto de la ley en general como de la virtud de la justicia en particular. Según la interpretación de Santo Tomás, el Decálogo puede entenderse como una síntesis de los principios básicos que rigen las relaciones humanas y el culto a Dios, temas directamente relacionados con la justicia. Aunque el autor ya había tratado el tema anteriormente, considera necesario profundizar en los aspectos específicos de cada mandamiento.

En el desarrollo del texto, Soto presenta una serie de argumentos en contra de que los preceptos del Decálogo pertenezcan exclusivamente a la justicia. Primero, se plantea que el fin del legislador es inculcar todas las virtudes en los ciudadanos, no solo la justicia, por lo que limitar los mandamientos a esta virtud parecería insuficiente. En segundo lugar, se observa que la ley también incluye preceptos judiciales y ceremoniales que no se encuentran explícitamente en el Decálogo, pero que son esenciales para el bienestar común y la organización social. Finalmente, se señala que las dos tablas del Decálogo se resumen en el amor a Dios y al prójimo, lo que sugiere una relación más cercana con la virtud de la caridad que con la justicia.

A pesar de estas objeciones, Soto defiende que todos los preceptos del Decálogo pertenecen esencialmente a la justicia. Argumenta que la justicia es la virtud que regula las relaciones entre las personas, estableciendo deberes claros hacia los demás. Esta claridad y objetividad hacen que los mandamientos del Decálogo puedan identificarse como principios básicos de la ley. Según Soto, los preceptos de la primera tabla están orientados al culto de Dios, que constituye la forma más elevada de justicia, mientras que los de la segunda tabla se centran en las relaciones entre los iguales, regulando aspectos de justicia distributiva y conmutativa.

El autor también aborda una posible contradicción en los escritos de Santo Tomás, quien parece considerar los preceptos del Decálogo como principios básicos de la ley en un lugar, pero como conclusiones derivadas de principios naturales en otro. Soto aclara que no hay contradicción real, ya que los preceptos del Decálogo pueden entenderse como primeros principios dentro del contexto de la ley promulgada, aunque sean conclusiones derivadas de principios universales de la naturaleza. Esta dualidad refleja su papel como fundamentos prácticos de la ley y como derivaciones de la razón natural.

Para responder a las objeciones iniciales, Soto señala que Dios estableció el Decálogo como base fundamental de la ley, dejando a los sabios la tarea de desarrollar otros aspectos de las virtudes humanas. Además, explica que los preceptos judiciales y ceremoniales no pertenecen al Decálogo porque derivan del derecho positivo, no de principios naturales universales. Por último, aunque los mandamientos están relacionados con la caridad en términos de su finalidad, su esencia se centra en la justicia, ya que regulan acciones concretas y claras entre las personas.

Finalmente, Soto destaca la particular importancia de la religión dentro de la justicia. Señala que el culto a Dios, regulado por los mandamientos de la primera tabla, constituye la forma más elevada de justicia debido a la dignidad sublime de su objeto. Sin embargo, esta justicia es especial porque no implica reciprocidad: los seres humanos no pueden devolver a Dios lo que Él les ha otorgado, y esta imposibilidad es una señal de la excelencia divina. Así, el Decálogo se presenta como una expresión completa de los principios de la justicia en relación con Dios y con los demás, constituyendo la base fundamental de la ley moral y natural.

Artículo 2º: Si el primer precepto del Decálogo está redactado de manera conveniente

De Soto examina si el primer precepto del Decálogo está redactado adecuadamente. Aunque algunos argumentan que debería haber sido afirmativo (como "Honra a tu padre y a tu madre"), Domingo de Soto concluye que está correctamente formulado en términos negativos: "No tendrás dioses ajenos delante de mí", complementado por las cláusulas adicionales: "No harás para ti escultura, no las adorarás ni las honrarás".

De Soto argumenta que la forma negativa del precepto refleja la necesidad de eliminar los impedimentos para la verdadera religión antes de promover la virtud. Al igual que un agricultor limpia el terreno antes de sembrar, la prohibición de la idolatría establece el fundamento para el culto verdadero a Dios. Este enfoque sigue un orden natural y lógico, basado en la pedagogía divina.

Se aclara que el precepto del amor a Dios no forma parte del Decálogo como tal, ya que es un principio general que sustenta todos los mandamientos de la primera tabla. Este primer precepto se centra exclusivamente en la latría (el culto debido únicamente a Dios) y se opone directamente a la idolatría. La negación de dioses ajenos implica afirmativamente la existencia de un solo Dios verdadero.

De Soto analiza la estructura de los tres primeros mandamientos:

  • El primero se dirige al corazón, para evitar la infidelidad.
  • El segundo regula la palabra, prohibiendo la irreverencia hacia el nombre de Dios.
  • El tercero regula la acción, estableciendo la santificación del Sábado.

Se añade que estos mandamientos reflejan atributos de las tres personas de la Trinidad: unidad (Padre), verdad (Hijo) y santidad (Espíritu Santo).

Artículo 3º: Si el precepto segundo está convenientemente redactado

Domingo de Soto analiza las críticas sobre la posición del segundo mandamiento en el Decálogo y su formulación. Se plantea si este precepto debía ocupar un lugar más alto, dado que la fe es más fundamental que la religión. Argumenta que el segundo mandamiento prohíbe tanto el error en la fe como el falso culto a otros dioses, estableciendo un orden lógico en los mandamientos: primero se prohíben los obstáculos a la religión verdadera (como la idolatría) y luego la irreverencia hacia el Dios verdadero.

Soto explica que este mandamiento no prohíbe todo uso del nombre de Dios, sino únicamente su uso indebido, como en juramentos vanos o falsos. La prohibición no es absoluta, ya que el juramento legítimo, realizado con verdad, justicia y necesidad, es incluso una virtud religiosa. Recurre a textos bíblicos como Deuteronomio y Jeremías para justificar esta interpretación.

El autor clasifica los juramentos en tres tipos: el vano (sin causa ni necesidad), el falso (carente de verdad) y el inicuo (contrario a la justicia, como prometer actos ilícitos). Detalla que un juramento falso es siempre pecado mortal, mientras que uno vano, aunque no mortal, es peligroso por su tendencia a caer en el perjurio. Soto subraya la necesidad de evitar la frivolidad en los juramentos, ya que ello atenta contra la reverencia al nombre de Dios.

Se responde a objeciones como la aparente contradicción entre la prohibición de Cristo de jurar (en Mateo 5) y la práctica del juramento legítimo. Soto aclara que Cristo no condena todos los juramentos, sino su abuso. 

Cristo, según esta interpretación, se refería a erradicar los juramentos vanos y el hábito de usarlos de manera ligera. También, como explica San Jerónimo (citado por Soto), Jesús condena específicamente el jurar por las criaturas, una práctica asociada con la idolatría, donde se atribuía divinidad a objetos o seres creados. Esto conecta con el contexto histórico de la época, donde muchas personas hacían juramentos por cosas materiales como el cielo, la tierra o los ídolos, en lugar de reconocer al único Dios verdadero.

Soto además argumenta que los mandamientos del Decálogo son una expresión del derecho natural, y por tanto, no prohíben algo necesario para el orden social, como el juramento legítimo. Este tipo de juramento se fundamenta en la razón y en la necesidad de asegurar la verdad en asuntos importantes, lo cual era reconocido incluso en el Antiguo Testamento (Deuteronomio 6:13: "Temerás al Señor tu Dios, y por su nombre jurarás").

Asimismo, el uso de la frase "de ningún modo" por parte de Cristo, según Soto, no implica una prohibición absoluta, sino una advertencia enfática contra todas las formas de jurar en vano. La intención es subrayar que el nombre de Dios no debe usarse en cualquier situación ni de manera ligera, pero esto no excluye su uso legítimo en circunstancias donde la verdad y la justicia lo demanden.

El autor enfatiza que el mandamiento no solo prohíbe los juramentos indebidos, sino cualquier uso vano del nombre de Dios, incluso en conversaciones cotidianas. Esta reverencia, según Soto, realza la majestad divina y refuerza la idea de que el nombre de Dios debe ser utilizado únicamente con respeto y propósito legítimo.

Domingo de Soto concluye que el juramento, si es verdadero, justo y necesario, no solo no contradice el segundo mandamiento, sino que es una forma de reconocer a Dios como fuente de verdad. Aun así, advierte sobre los peligros del uso excesivo o irreverente del juramento, pues traiciona la dignidad del nombre divino.

Articulo 4º: Si está bien puesto el tercer precepto sobre la santificación del sábado

De Soto comienza examinando las razones por las cuales algunos teólogos han cuestionado la pertinencia del tercer mandamiento dentro del Decálogo. Se plantea que, si el precepto se interpreta en un sentido espiritual, entonces no es un mandamiento particular, sino una obligación general que corresponde a todos los fieles. San Ambrosio, comentando el pasaje de Lucas 13 donde se menciona al jefe de la sinagoga que se indignó porque Cristo curó en sábado, explica que la ley no prohíbe hacer el bien en sábado, sino las “obras serviles”, lo cual puede interpretarse como una prohibición general del pecado. En ese caso, el mandamiento no sería exclusivo del sábado, sino una obligación universal.

Desde una perspectiva literal, otros argumentan que el tercer precepto es ceremonial, pues en Éxodo 31 se menciona que el sábado es una señal entre Dios y su pueblo a lo largo de las generaciones, recordando la creación del mundo. Dado que los preceptos del Decálogo son de naturaleza moral y no ceremonial, se podría concluir que el sábado no debería formar parte del Decálogo.

Otras objeciones señalan que la observancia del sábado no se mantiene en la ley evangélica, ya que los cristianos no lo guardan como lo hacían los judíos. En la actualidad, los cristianos preparan alimentos y realizan otras actividades en domingo que los judíos tenían prohibidas en sábado. Además, en el Antiguo Testamento se encuentran ejemplos de transgresiones del sábado sin que ello constituyera pecado, como la circuncisión en el octavo día (aunque cayera en sábado) o el viaje de Elías durante cuarenta días, en el cual no interrumpió su recorrido en los días de descanso.

Domingo de Soto responde a estas objeciones argumentando que el precepto de la santificación del sábado está bien ubicado en el Decálogo y que su inclusión es coherente tanto con la ley natural como con la ley divina. Su respuesta se estructura en tres conclusiones fundamentales:

Según Soto, los primeros dos mandamientos tienen como finalidad eliminar los obstáculos que impiden el verdadero culto a Dios, como la idolatría y la irreverencia. Una vez que estos impedimentos han sido removidos, se hace necesario establecer el precepto que define la forma positiva del culto divino: la dedicación de un día especial a Dios. Por lo tanto, el tercer precepto cumple una función lógica dentro del Decálogo, pues establece un tiempo específico para la adoración, luego de haber prohibido los cultos falsos.

Soto explica que el culto divino no solo incluye prácticas internas, como la meditación y la oración mental, sino también expresiones externas, como la participación en ceremonias religiosas y el descanso del trabajo servil. La santificación del sábado consiste en la abstención del trabajo ordinario para poder dedicar ese tiempo a Dios. En este sentido, el precepto no impone directamente la oración o la meditación, pero sí crea las condiciones para que estas prácticas se realicen. Así como el incienso simboliza la elevación de la oración al cielo, el descanso sabático simboliza la entrega del tiempo humano a Dios.

Soto subraya que el tercer precepto también cumple una función de recuerdo. La observancia del sábado conmemora la creación del mundo, siguiendo el modelo divino en el cual Dios descansó el séptimo día. La memoria de la creación es fundamental porque es el primer y más grande beneficio otorgado a la humanidad, y recordar este evento nos ayuda a valorar y reconocer otros dones divinos.

Soto reconoce que sus propias conclusiones pueden generar dudas. En relación con la primera conclusión, algunos objetan que el precepto parece expresarse de manera negativa (“no harás obra alguna”), lo cual lo haría similar a los dos primeros mandamientos, que prohíben la idolatría y la irreverencia. Soto responde que, aunque el precepto contiene una prohibición, su esencia es afirmativa, ya que su objetivo es la santificación del día, es decir, su dedicación a Dios. La prohibición del trabajo servil es solo un medio para alcanzar este fin.

Sobre la segunda conclusión, algunos teólogos, como Escoto, sostienen que el tercer precepto no solo prescribe el culto exterior, sino que también impone una obligación interna de amor a Dios. Según esta interpretación, en el día de descanso el hombre debe recogerse espiritualmente y dirigir su amor a Dios de manera especial. Además, hay quienes argumentan que la prohibición del trabajo servil debe entenderse como una prohibición del pecado, ya que el pecado es la verdadera esclavitud. Según esta lógica, quien peca en día de fiesta comete dos faltas: una por la transgresión en sí y otra por profanar el día sagrado.

Soto rechaza esta interpretación y sostiene que el precepto se refiere exclusivamente al culto externo. Explica que todos los mandamientos del Decálogo, excepto los que mencionan la concupiscencia, regulan acciones externas, no estados internos del alma. Además, señala que la Iglesia ha determinado el contenido del precepto limitándolo a la asistencia a la misa y al descanso laboral, sin imponer una obligación específica de amor o contrición en ese día.

Domingo de Soto aclara que el precepto es en parte moral y en parte ceremonial. Es moral en cuanto establece la necesidad de dedicar un tiempo a Dios, pero es ceremonial en cuanto especifica qué día debe ser guardado como sagrado. Esto justifica el cambio del sábado al domingo realizado por la Iglesia, dado que la resurrección de Cristo representa un beneficio superior al de la creación del mundo. Así, el domingo se convierte en el nuevo día de descanso, significando la luz de la gracia en contraposición a la luz de la creación.

El texto también examina las circunstancias en las que es lícito trabajar en día festivo. Soto distingue seis categorías de actividades permitidas:

  1. Actividades religiosas, como la administración de los sacramentos y la predicación.
  2. Actividades intelectuales y espirituales, como la enseñanza y el consejo.
  3. Actividades no serviles, como el arte y la música.
  4. Trabajos necesarios para la subsistencia, como la preparación de alimentos y la medicina.
  5. Actividades permitidas por la Iglesia, como la pesca en ciertos periodos del año.
  6. Costumbres aceptadas, como las ferias y mercados en días festivos.

Soto también analiza si es lícito trabajar en día festivo por lucro y concluye que, si el trabajo está permitido por necesidad o costumbre, también es lícito recibir pago por él. Argumenta que el lucro no convierte automáticamente un trabajo en servil, pues incluso actividades nobles como la enseñanza y la música se realizan con un fin económico.

Artículo 5º: Si el cuarto precepto sobre honrar a los padres está redactado convenientemente

De Soto examina si el cuarto mandamiento, que ordena honrar a los padres, está formulado correctamente. Se argumenta que, al referirse solo a los padres, el precepto omite otras formas de justicia, como el respeto a la patria y a los parientes, y no menciona el deber de sustento hacia los progenitores. También se cuestiona la promesa de longevidad para quienes obedecen el mandato, ya que en la realidad se observa que muchas personas obedientes mueren jóvenes y rebeldes alcanzan la vejez.

En defensa de la formulación del precepto, se sostiene que es adecuado que siga inmediatamente a los mandamientos sobre el amor a Dios, pues los padres son el vínculo más cercano al ser humano después de Dios. Aristóteles y Cicerón refuerzan esta idea al afirmar que es imposible retribuir a los padres de manera equitativa, lo que hace que este precepto sea central en la justicia. Se explica además que, en la estructura del Decálogo, solo se incluyen principios fundamentales que pueden ser comprendidos sin necesidad de la sabiduría especializada, y el deber hacia los padres es universal y evidente.

Respecto a la inclusión exclusiva de los padres y no de otros parientes o la patria, se argumenta que estos últimos están implicados indirectamente, pues los padres son quienes transmiten la pertenencia a un lugar y a un linaje. Sobre la omisión del deber de sustento, se responde que el honor es un deber absoluto para todos, mientras que la asistencia material depende de la necesidad de los padres. En cuanto a la promesa de larga vida para los obedientes, se sostiene que es un premio adecuado, aunque Dios, en su juicio oculto, puede permitir excepciones porque los verdaderos castigos y recompensas se otorgan en la vida futura.

Menciona cómo diferentes sociedades han castigado la ingratitud hacia los padres, ejemplificando con la severidad de los romanos ante el parricidio. Sin embargo, se reconoce que los bienes temporales no siempre se distribuyen según el mérito en esta vida, pues la justicia definitiva se cumplirá en la otra.


Artículo 6º: Si los restantes seis preceptos se dan con modo y orden conveniente

Domingo de Soto examina si los seis últimos preceptos del Decálogo han sido formulados con el debido orden y conveniencia. Inicialmente, se plantea la objeción de que estos mandamientos no abarcan todos los posibles daños que pueden infligirse a la sociedad, y que, además, la concupiscencia mencionada en el noveno y décimo mandamiento podría ser entendida de dos maneras: como un simple impulso natural de la sensualidad, o como el consentimiento de la voluntad hacia el pecado. Si se interpreta en el primer sentido, prohibirla sería imposible, ya que la inclinación al deseo es inherente a la naturaleza humana. En el segundo caso, la voluntad de cometer pecado ya está incluida en cada uno de los mandamientos previos, por lo que no sería necesario formular una prohibición especial para la concupiscencia.

Para responder a estas objeciones, Soto defiende que los seis preceptos han sido establecidos con debida razón y cumplen con la estructura de la justicia, que consiste en dos principios: hacer el bien y evitar el mal. Explica que los primeros mandamientos del Decálogo están dirigidos a Dios y a los padres, ya que son los primeros a quienes se debe respeto y obediencia. Luego, los restantes preceptos prohíben los males más generales que pueden cometerse contra los demás. Soto argumenta que, aunque se deben diversas cosas a diferentes personas (como tributos o respeto a superiores), el Decálogo se centra en lo fundamental y universal, es decir, lo que es debido a todos los seres humanos por razón común.

Soto también refuta la postura del Burgense sobre el mandamiento del amor al prójimo. Mientras este último sostiene que dicho precepto no es universalmente evidente porque la amistad no fue reconocida por los filósofos para todos, Soto sigue la interpretación de Santo Tomás de Aquino. Sostiene que el amor al prójimo se divide en dos niveles: el más claro y evidente es el amor a los padres, que se expresa en el cuarto mandamiento; mientras que el amor general a los demás se expresa negativamente en los restantes preceptos.

Respecto a la crítica de que hay otros daños además del homicidio, adulterio, hurto y falso testimonio, Soto responde que estos cuatro abarcan, de manera general, los principales perjuicios contra las personas y sus bienes. Cualquier otra ofensa se puede reducir a estas categorías: los ataques contra la persona se incluyen en el homicidio, las ofensas sexuales en el adulterio, los daños a la propiedad en el hurto, y las injurias verbales en el falso testimonio.

Finalmente, Soto justifica la necesidad de prohibir expresamente la concupiscencia en los últimos mandamientos. Explica que, aunque en cada precepto ya se prohíbe el acto y su deseo, la concupiscencia de la carne y de los bienes materiales tiene una fuerza especial sobre el alma, ya que estas inclinaciones no dependen de la razón, sino que surgen espontáneamente. Mientras que crímenes como el homicidio suelen nacer del odio o la ira, la concupiscencia tiene una atracción propia que hace más difícil su control. Por ello, fue sabio que la Ley expresara de manera específica la prohibición de estos deseos, además de prohibir las acciones en sí mismas.


CUESTIÓN QUINTA: DE LOS PRECEPTOS CEEREMONIALES

Artículo 1°: Si los preceptos ceremoniales fueron de cuatro clases, a saber, sacrificios, sacramentos, cosas sagradas y observancias

Domingo de Soto, siguiendo la doctrina de Santo Tomás, analiza la división de los preceptos ceremoniales en cuatro categorías: sacrificios, sacramentos, cosas sagradas y observancias. En el inicio del texto, se plantea si esta división es adecuada, argumentando en contra de ella con diversas objeciones. Entre estas, se menciona que no todas las ceremonias parecen dirigirse directamente al culto divino, como la prohibición de ciertos alimentos o tejidos. También se cuestiona si las ceremonias debían ser figuras simbólicas de verdades superiores y si la multiplicidad de preceptos no resultaba excesiva y contraria a la simplicidad de la ley.

Frente a estas objeciones, el autor responde con cuatro conclusiones. La primera establece que todos los preceptos ceremoniales pertenecían al culto divino, aunque con distintos niveles de relación. Mientras que los preceptos morales derivaban de principios naturales, los ceremoniales y judiciales eran determinaciones específicas de la ley divina. El culto a Dios era una exigencia natural, pero la manera de rendirlo dependía de una disposición arbitraria, ya sea humana o divina.

La segunda conclusión señala que las ceremonias de la ley antigua debían prefigurar a Cristo y su ley evangélica. Se argumenta que, así como el ser humano tiene cuerpo y alma, el culto divino se compone de elementos exteriores e interiores. En la vida terrenal, donde la humanidad no tiene acceso directo a la presencia de Dios, se requiere de signos sensibles para comprender las verdades divinas. Por ello, las ceremonias del Antiguo Testamento sirvieron como preparación para la llegada de Cristo.

En la tercera conclusión, Soto justifica la abundancia de ceremonias en la ley antigua. Explica que la multiplicidad de ritos tenía un propósito tanto para los pecadores como para los justos. Los primeros, inclinados a la idolatría, necesitaban una serie de prácticas religiosas que los alejaran del paganismo. Los segundos, dedicados a la contemplación, encontraban en la variedad de ceremonias una forma de persistir en la devoción y descubrir los misterios de Cristo a través de ellas.

La cuarta y última conclusión reafirma la división de los preceptos ceremoniales en cuatro categorías: sacrificios, sacramentos, cosas sagradas y observancias. Cada una responde a un aspecto específico del culto: los sacrificios como ofrendas a Dios, los sacramentos como medios de santificación, las cosas sagradas como instrumentos de culto (templos, utensilios, etc.), y las observancias como normas de conducta para los fieles. Soto explica que incluso las restricciones alimentarias y vestimentarias formaban parte del culto, pues preparaban a los fieles para la reverencia a Dios.

Finalmente, el autor responde a las objeciones iniciales. Defiende que las ceremonias eran necesarias porque los misterios divinos no pueden divulgarse indiscriminadamente. Además, su abundancia se justifica como una forma de mantener la disciplina religiosa del pueblo. En conclusión, la ley antigua organizaba su culto mediante estas cuatro clases de ceremonias, preparatorias para la revelación cristiana, mientras que en la nueva ley el sacrificio de Cristo es el centro del culto y reúne en sí mismo todos los aspectos de la adoración.

Artículo 2°: Si pueden dárseles legítimas causas a cada una de estas especies de ceremonias

De Soto inicia con la pregunta sobre si las ceremonias tienen causas legítimas. Se plantea una objeción inicial basada en la idea de que, si los preceptos evangélicos eliminaron las observancias de la antigua ley, entonces estas ceremonias carecían de razón, pues, de haberla tenido, deberían haberse mantenido.

Se presenta una segunda objeción que afirma que las ceremonias no tenían una causa literal, sino solo figurativa y simbólica. Si su única razón de ser era prefigurar los misterios de la fe cristiana, entonces no tenían una justificación en sí mismas, salvo en su significado futuro.

Domingo de Soto responde con dos conclusiones principales. La primera es que todos los ritos de la ley de Moisés tenían una causa legítima, ya que procedían de Dios, y todo lo que procede de Dios es ordenado y tiene un fin adecuado. Se apoya en Aristóteles y en la enseñanza de Santo Tomás para reforzar la idea de que toda acción divina tiene un propósito racional. La segunda conclusión es que las ceremonias no solo tenían un significado literal, sino también un sentido místico. Se explica que el sentido literal se refiere a las palabras mismas y sus significados inmediatos, mientras que el sentido místico alude a la realidad espiritual o futura que representan.

Se presentan ejemplos para ilustrar la doble interpretación de las ceremonias. Se menciona la historia de Abraham y sus hijos como representación de los dos testamentos, la profecía de Isaías sobre la concepción de la Virgen y la vara de Aarón como prefiguración de Cristo. De este modo, se argumenta que las ceremonias tenían un valor tanto en su contexto inmediato como en su función simbólica dentro del cristianismo.

Se expone que las ceremonias servían para evitar la idolatría, conmemorar beneficios divinos y prefigurar los misterios cristianos. Por ejemplo, el cordero pascual representaba la liberación de Egipto y, al mismo tiempo, prefiguraba el sacrificio de Cristo.

Se responde a la objeción de que las ceremonias no eran racionales, aclarando que, aunque no eran de naturaleza moral, sí estaban justificadas por su función simbólica y pedagógica. Se hace una distinción entre los deberes de caridad, que son de orden moral, y las ceremonias, que eran expresión de la relación con Dios en la antigua ley.

Se detalla cómo Santo Tomás clasifica las ceremonias en cuatro tipos y analiza sus causas desde una perspectiva teológica. Se argumenta que los sacrificios tenían la función de elevar la mente humana a Dios y expiar los pecados. Se menciona también que el templo y las festividades poseían tanto un significado literal (como actos de culto) como un sentido místico (como prefiguraciones de la Iglesia y del Reino de Dios).

Se concluye que, aunque las ceremonias tuvieron un papel legítimo en la antigua ley, su función cesó con la llegada de Cristo. Se cita la tradición de que los judíos en el exilio en Babilonia se resistieron a celebrar sus festividades fuera de Jerusalén, lo que demuestra que la ley mosaica estaba ligada a un contexto específico que ya no tenía validez en el cristianismo.

De Soto cierra afirmando que todas estas explicaciones fueron abordadas con gran diligencia por Santo Tomás, y que su exposición es suficiente para esclarecer el papel de las ceremonias en la antigua ley. Se concluye que las observancias tuvieron causas tanto literales como místicas, y que su significado ha sido plenamente comprendido dentro de la tradición cristiana.


Artículo 3°: Si las ceremonias de la ley antigua existieron antes de la ley o justificaron bajo la ley

Se plantea la cuestión de si las ceremonias religiosas de la ley antigua existieron antes de ser formalmente establecidas y si podían justificar a quienes las practicaban. Para demostrar su existencia previa, se mencionan ejemplos bíblicos como los sacrificios de Caín y Abel, los altares de Abraham y Jacob, la circuncisión de Abraham y el sacerdocio de Melquisedec. Asimismo, se argumenta que estas ceremonias tenían valor para agradar a Dios, lo que parece indicar que tenían una función justificadora.

Sin embargo, se contrapone la enseñanza de San Pablo en la carta a los Gálatas, donde se afirma que si la ley antigua pudiera justificar, entonces la muerte de Cristo habría sido innecesaria. Esta objeción sugiere que las ceremonias no tenían en sí mismas el poder de justificar, sino que apuntaban a algo superior.

Domingo de Soto distingue dos períodos anteriores a la ley mosaica: el tiempo antes de Abraham y el que transcurre desde Abraham hasta Moisés. Sostiene que, aunque no había una ley revelada, todas las civilizaciones tenían ceremonias y ritos religiosos instituidos por la razón natural, ya que la naturaleza misma lleva a los humanos a adorar a Dios. Cada pueblo, conforme a su propia comprensión, estableció sus propias normas religiosas, al igual que se instituyeron leyes para el orden social. En todas las culturas, el sacerdocio estuvo presente, generalmente vinculado al derecho de primogenitura, como en el caso de Melquisedec o Jacob.

En cuanto a las ceremonias, se argumenta que todas las naciones tenían sacrificios, altares y prácticas de purificación para limpiar el pecado original, aunque estas variaban de una cultura a otra. No todas tenían la misma revelación divina ni una comprensión natural del pecado original, por lo que sus ceremonias fueron más una respuesta intuitiva que una institución universal.

Además del instinto natural, algunas figuras excepcionales, como Job, las sibilas o Hermes Trismegisto, fueron iluminadas con un conocimiento más profundo de lo divino y establecieron ceremonias más elaboradas. Sin embargo, estas no pueden considerarse verdaderos sacramentos en el sentido estricto, pues no estaban codificadas en una ley divina revelada.

Se reconoce que ciertos rituales, como la circuncisión, fueron instituidos antes de la ley mosaica y continuaron bajo ella. Jesús mismo en el Evangelio de Juan afirma que la circuncisión no proviene de Moisés, sino de los patriarcas, lo que refuerza la idea de su preexistencia.

Los sacramentos de la ley mosaica tenían un efecto puramente externo: limpiaban el cuerpo de impurezas físicas, pero no el alma de sus pecados. Estas impurezas incluían enfermedades como la lepra, el contacto con cadáveres o situaciones naturales como la menstruación o el parto. Los sacrificios y rituales relacionados servían para la purificación corporal, no para la remisión de pecados.

La diferencia con los sacramentos cristianos radica en que estos últimos aplican directamente la gracia de Cristo, cuya muerte es la fuente de la redención. En la ley antigua, los sacrificios no justificaban por sí mismos, sino que la fe en Dios era el elemento esencial. Así lo muestra el Levítico, donde se indica que el perdón venía por la oración del sacerdote, no por la eficacia del sacrificio en sí mismo. San Pablo, en su carta a los Gálatas, llama a estos ritos "elementos débiles y necesitados", ya que solo la fe podía justificar.

Las ceremonias de purificación de la ley mosaica, aunque tenían un fundamento en la higiene y la salud pública, tenían un significado más profundo: prefiguraban la limpieza del pecado que traería Cristo. Por eso, los sacerdotes eran quienes debían juzgar la pureza de los leprosos y otros enfermos, aunque su función no era curar sino declarar la sanación. Cristo mismo respetó este principio al enviar a los leprosos curados a presentarse ante los sacerdotes.

Se rechaza la idea de que estos ritos tuvieran una eficacia milagrosa automática. La curación de enfermedades, salvo casos excepcionales, se realizaba por medios naturales y médicos. El verdadero propósito de estos rituales era anticipar el papel del sacerdocio cristiano en la expiación de los pecados.

Las ceremonias de la ley antigua no justificaban por sí mismas, sino que apuntaban a una realidad superior. Eran necesarias dentro del contexto de la antigua alianza, pero su poder residía en la fe de quienes las practicaban y en su relación con la futura redención en Cristo. La gracia de Dios era el verdadero medio de salvación, y los sacrificios y rituales solo tenían sentido en función de esta fe. En definitiva, la ley mosaica preparaba el camino para la plenitud de la redención en Cristo, quien estableció sacramentos verdaderamente eficaces para la salvación del alma.

Artículo 4º: Si las ceremonias de la ley vieja cesaron de tal manera en la muerte de Cristo que desde entonces no pueden ser observadas sin pecado mortal

Domingo de Soto, en este artículo, trata sobre la abolición de las ceremonias de la ley mosaica y si su observancia tras la muerte de Cristo constituye pecado mortal. Para argumentarlo, primero expone la postura de que las ceremonias no debieron cesar completamente con la muerte de Cristo y que su práctica posterior no implicaría pecado. Se apoya en la autoridad de la Escritura, como el libro de Baruc, donde se menciona que la ley es eterna, incluyendo sus ceremonias. También cita el Evangelio, cuando Cristo envió al leproso a los sacerdotes conforme a la ley antigua, lo que podría interpretarse como una aprobación de las ceremonias. Además, menciona ejemplos apostólicos, como la circuncisión de Timoteo por Pablo y la purificación de Pedro, lo que sugiere que incluso después de la venida del Espíritu Santo, las ceremonias continuaron en cierta medida.

Sin embargo, en contraposición, se presenta el argumento de San Pablo en su carta a los Gálatas, donde advierte que si alguien se circuncida, Cristo no le servirá de nada, lo que implica que la observancia de las ceremonias mosaicas después de la Pasión es incompatible con la redención cristiana. A partir de aquí, Domingo de Soto establece cuatro conclusiones necesarias. La primera es que la ley de Moisés debía cesar con la ley de Cristo, afirmación que fundamenta con numerosas citas de San Pablo, quien señala que con la llegada del sacerdocio de Cristo, la ley mosaica queda obsoleta. Explica que la ley antigua servía como una sombra del Mesías prometido, mientras que la ley evangélica, al traer la presencia de Cristo, exige un culto nuevo y superior. Así como la fe y la esperanza cesan con la presencia de la verdad celestial, la ley mosaica debía desaparecer con la venida de Cristo.

En la segunda conclusión, afirma que no solo las ceremonias y los preceptos judiciales de la ley mosaica han cesado, sino que la totalidad de la ley quedó anulada en su fuerza obligatoria. Aunque algunos preceptos morales se mantienen, lo hacen no por la autoridad de la ley mosaica, sino porque pertenecen al derecho natural, que obliga a todos los hombres. Explica que la ley mosaica fue dada exclusivamente al pueblo judío y que Cristo, con su redención, liberó a los hombres de su vínculo. En este sentido, ningún precepto del Antiguo Testamento obliga a los cristianos por su propia fuerza, sino solo como testimonio que coincide con la ley evangélica.

La tercera conclusión establece que la observancia de las ceremonias mosaicas después de la promulgación del Evangelio no solo es ilícita, sino que constituye pecado mortal y herejía. La razón de esto es que las ceremonias eran signos de la llegada futura del Mesías, y al mantenerlas después de su venida, se estaría negando implícitamente su cumplimiento en Cristo. Santo Tomás y San Agustín sostienen que confesar con hechos algo contrario a la fe es igual de grave que confesarlo con palabras, por lo que la observancia de ceremonias como la circuncisión sería una negación del cumplimiento de la redención. Agustín argumenta que así como ya no se espera la venida de Cristo, tampoco se deben seguir practicando ritos que lo prefiguraban.

Domingo de Soto reconoce que ha habido debate sobre el momento exacto en que la ley mosaica dejó de tener vigencia. Jerónimo sostenía que dejó de obligar inmediatamente con la Pasión de Cristo, mientras que Agustín distinguía tres períodos: antes de la Pasión, cuando la ley aún tenía plena vigencia; después de la Pasión, pero antes de la suficiente divulgación del Evangelio, cuando la observancia era lícita sin ser necesaria; y finalmente, después de la completa promulgación del Evangelio, cuando la ley mosaica se volvió mortífera. Esta última postura, defendida por Agustín, fue ampliamente aceptada en la escolástica y ratificada por el Concilio de Florencia, que permitió la observancia de los legales solo en el período intermedio, mientras no se considerasen necesarios para la salvación.

En la cuarta y última conclusión, sostiene que la ley mosaica cesó con la Pasión de Cristo y que la ley evangélica comenzó a obligar inmediatamente. Se apoya en la idea de que la abolición de una ley necesariamente implica la entrada en vigor de otra, del mismo modo que la sombra desaparece con la presencia del sol. San Pablo en la carta a los Romanos establece que la liberación del pecado con la muerte de Cristo coincide con la liberación de la ley mosaica, y pone como analogía el matrimonio: así como la viuda queda libre de la ley con la muerte del esposo, la Iglesia quedó libre de la ley mosaica con la muerte de Cristo.

Frente a esta doctrina, Escoto sostiene una postura diferente en tres aspectos. Primero, argumenta que el bautismo no comenzó a ser obligatorio inmediatamente después de la Pasión, sino solo tras la suficiente promulgación del Evangelio. Segundo, considera que la circuncisión dejó de ser obligatoria desde la institución del bautismo, no desde la Pasión. Tercero, afirma que la ley mosaica siguió obligando a los judíos hasta que cada uno de ellos recibiera la predicación del Evangelio. Domingo de Soto refuta estos puntos señalando que, si la ley antigua cesó con la Pasión, no tiene sentido decir que los judíos siguieran obligados a ella por ignorancia. Además, considera contradictorio sostener que la circuncisión dejó de ser obligatoria antes de la Pasión mientras el resto de la ley seguía en vigor. Finalmente, rechaza la idea de que la promulgación progresiva del Evangelio determinara el fin de la ley mosaica, pues la ley cristiana ya había sido establecida solemnemente por Cristo antes de la Pasión.

En cuanto a la observancia de las ceremonias en tiempos apostólicos, Domingo de Soto explica que los Apóstoles, especialmente Pablo, observaron algunos ritos judíos no porque fueran obligatorios, sino para evitar escándalos y facilitar la transición del judaísmo al cristianismo. Sin embargo, insiste en que una vez establecida firmemente la Iglesia, la práctica de los ritos mosaicos se volvió ilícita. Rechaza la interpretación de Cayetano, quien aprobaba que algunos cristianos imitaran la circuncisión de Cristo, sosteniendo que Pablo condenó abiertamente la circuncisión como un obstáculo para la salvación en su carta a los Gálatas.

Finalmente, Domingo de Soto concluye que la ley mosaica fue abolida totalmente con la Pasión de Cristo, aunque por razones pastorales se permitió su práctica por un breve período entre los judíos conversos. La observancia de sus ceremonias después de la suficiente promulgación del Evangelio constituye herejía y pecado mortal. La ley evangélica comenzó a obligar inmediatamente con la muerte de Cristo, aunque su promulgación universal tomó tiempo. La razón última de la cesación de la ley mosaica es que su propósito era prefigurar la venida de Cristo, y mantenerla después de su cumplimiento sería negar su eficacia redentora.


CUESTIÓN QUINTA: DE LOS MANDATOS JUDICIALES

Artículo 1°: Si los preceptos judiciales distinguense rectamente de los ceremoniales

Domingo de Soto analiza la distinción entre los preceptos judiciales y los ceremoniales, basada en la doctrina tomista. Se plantea si esta diferencia es válida y se presentan objeciones en su contra. Algunos argumentan que la distinción no es clara, ya que ciertos preceptos judiciales también afectan la vida individual, como sucede con algunas normas ceremoniales sobre alimentación y vestimenta. Además, se señala que tanto los preceptos judiciales como los ceremoniales pueden interpretarse alegóricamente, lo que cuestiona la supuesta exclusividad de los ceremoniales como "figuras de lo futuro". Finalmente, se argumenta que si los ceremoniales han cesado porque prefiguraban a Cristo, los judiciales deberían haber cesado también.

Frente a estas objeciones, Domingo de Soto defiende la distinción entre estos preceptos mediante tres conclusiones principales. Primero, los judiciales no derivan de principios naturales, como los morales, pero sí regulan la convivencia social, a diferencia de los ceremoniales, que se refieren al culto divino. Segundo, los ceremoniales fueron establecidos como figuras del futuro, es decir, como signos del Mesías venidero, mientras que los judiciales solo pueden entenderse como figurativos en un sentido indirecto. Por ejemplo, el pago de los diezmos prefiguraba la perfección en Cristo y la liberación del siervo hebreo al séptimo año simbolizaba la libertad celestial. Sin embargo, las leyes judiciales no fueron diseñadas con un propósito profético explícito.

La tercera conclusión de Domingo de Soto establece que, aunque los preceptos judiciales dejaron de ser obligatorios tras la resurrección de Cristo, pueden ser restaurados en la nueva ley, a diferencia de los ceremoniales, cuyo restablecimiento sería ilícito. Explica que la prohibición de observar los ceremoniales se debe a que eran señales de lo venidero y, tras la llegada de Cristo, su significado ha quedado obsoleto. En cambio, los judiciales, al no haber sido instituidos con un fin profético, pueden ser reinstaurados legítimamente por la autoridad eclesiástica o civil. Ejemplos de esto son el mantenimiento de los diezmos, la aplicación de penas como el pago cuádruple por hurto y ciertas normas del derecho penal.

Finalmente, en respuesta a las objeciones, Domingo de Soto aclara que el ámbito de los judiciales no se restringe solo a los litigios en el foro, sino que incluye la regulación de contratos y otras relaciones entre ciudadanos. También distingue entre la finalidad de los ceremoniales y los judiciales: mientras los ceremoniales organizan el culto a Dios y regulan la disposición personal del individuo en este ámbito (como la alimentación y la vestimenta de los ministros), los judiciales regulan las relaciones sociales sin necesidad de imponer normas sobre la vida privada. En conclusión, los preceptos judiciales pueden ser restaurados en la legislación civil y eclesiástica sin inconveniente, mientras que los ceremoniales han sido definitivamente abolidos.

Artículo 2º: Si los preceptos judiciales son convenientemente distribuidos en cuatro géneros

Estos son los siguientes:

  1. Los que informan a los príncipes en orden a los súbditos
  2. Los que informan a los súbditos en orden entre sí
  3. instituyen al pueblo en orden a las gentes extrañas
  4. Conciliaban entre la familia doméstica


Debemos considerar, antes que todo, que la suprema autoridad la tiene el sacerdote y luego los reyes. De ahí que algunos pasajes bíblicos nos hablen de historias donde ciertos elegidos de Dios conducían al pueblo, y los reyes eran elegidos por las personas. 


Cuando entres en la tierra que el Señor tu Dios te da, y la poseas y habites en ella, y digas: «Pondré un rey sobre mí, como todas las naciones que me rodean»

(Deuteronomio 17:14)

De acuerdo con De Soto, con los demás puntos hay leyes absurdas que se oponen todo el tiempo. No obstante, en las Sagradas Escrituras nada hay que sobre. Así, los reyes fueron instituídos desde lo alto, los ciudadanos fueron dados con leyes de comprabentas, entre otros contratos que se hacen libremente entre los hombres. Por otro lado, se hicieron leyes para enfrentar a los extranjeros y recibir a los peregrinos. Finalmenete, para la familia fueron hechas las leyes sobre consortes, hijos y siervos.

Para defender estos puntos, De Soto va explicando como estos se justifican. 

  1. Todos los ciudadanos eligen los magistrados
  2. Se elija el mejor régimen

De Soto señala que la aristocracia como un sistema basado en la elección de varones sabios y nobles para gobernar, siguiendo el modelo del Antiguo Testamento. La mención de la democracia se hace en términos de la capacidad del pueblo de elegir magistrados, lo que sugiere un reconocimiento de la voluntad popular dentro de un sistema mixto de gobierno. No obstante, la monarquía no es presentada como el modelo ideal, sino como una imposición tardía y problemática.

En el ámbito jurídico, se distingue entre la autoridad pública del príncipe y la voluntad privada de los ciudadanos, una distinción que refleja el pensamiento aristotélico sobre la relación entre el bien común y los intereses individuales. Se menciona que Dios estableció jueces y normas estrictas para la administración de justicia en Israel, lo que refuerza la idea de que la autoridad política debe estar sujeta a la ley divina.

El apartado sobre la sucesión hereditaria refleja la concepción tradicional según la cual la transmisión del patrimonio sigue la línea masculina, justificándolo con la noción de que la virtud generativa reside en el varón. La virtud generativa reside en el varón y que este es el adquiridor mientras que la mujer es la conservadora, citando a Aristóteles.

De este modo, la herencia sigue la naturaleza de la generación: la transmisión del patrimonio está ligada a la sangre y, por lo tanto, debe pasar a los hijos varones, pues la virtud y la continuidad de la familia dependen de ellos. En este punto, Soto se alinea con la tradición medieval y escolástica, donde la primogenitura masculina era vista como la forma más estable de preservar la riqueza y el linaje.

Sin embargo, Soto también reconoce que en ausencia de varones, las hijas pueden heredar, aunque se impone la restricción de que no contraigan matrimonio con alguien fuera de su tribu o linaje, para evitar la dispersión del patrimonio. Este principio se vincula a la legislación mosaica en la que, para evitar la fragmentación de las posesiones tribales, las mujeres solo podían casarse dentro de su misma comunidad (como se menciona en el libro de Números en la Biblia). No obstante, el texto también menciona que en el cristianismo esta norma se suaviza, permitiendo que las hijas hereden si no hay hijos varones, aunque con la tendencia a que su primogenitura sea menor en comparación con la de los varones.

Otro punto relevante es la relación entre la herencia y la estabilidad social. Domingo de Soto analiza la cuestión en términos políticos y económicos, destacando la importancia de evitar que las riquezas se concentren en pocas manos o que se produzcan injusticias en la distribución de bienes. En este sentido, menciona el Año del Jubileo del Antiguo Testamento, una norma que evitaba la perpetuidad de las ventas de tierras y garantizaba que las posesiones volvieran a sus propietarios originales después de cierto tiempo. Este concepto encaja con la visión de Soto de que la justicia en la propiedad debe servir al bien común, impidiendo la acumulación excesiva de riquezas en unos pocos y asegurando cierta movilidad dentro del sistema económico.

Extranjeros

En primer lugar, Soto señala que toda república tiene el derecho de protegerse frente a los extranjeros, y menciona que esta defensa puede tomar tres formas: por derecho de paz, por derecho de guerra y por restricción del acceso a la ciudadanía

Para fundamentar su postura, Soto se basa en la Biblia, citando el Éxodo 23: "No serás molesto al peregrino", lo que implica que los extranjeros deben ser tratados con justicia y hospitalidad. Sin embargo, también menciona que el mismo libro del Éxodo (27) habla de la guerra de Dios contra Amalec, donde se ordena la expulsión de ciertos grupos enemigos. Esta aparente contradicción se resuelve en su doctrina distinguiendo entre extranjeros pacíficos que buscan habitar como huéspedes y extranjeros hostiles que representan un peligro para la comunidad.

Siguiendo a Aristóteles (Política, libro III), Soto argumenta que los extranjeros no pueden ser recibidos temerariamente en una república, salvo que sean descendientes de varias generaciones de ciudadanos, es decir, que su linaje tenga raíces en la comunidad. De lo contrario, sugiere que podrían ser una amenaza para la estabilidad política y cultural del reino. Esta idea se basa en la noción de que el Estado no es solo un territorio, sino una comunidad de costumbres, valores y tradiciones que deben ser preservadas.

Asimismo, el texto distingue entre extranjeros que desean ser incorporados a la sociedad bajo su religión y costumbres y aquellos que simplemente habitan temporalmente. Soto reconoce que los prosélitos religiosos tienen mayor posibilidad de integración, ya que su conversión a la fe cristiana elimina muchas diferencias con la población local. En este punto, se alinea con la tradición tomista, que veía la religión como un elemento unificador de la comunidad política.

Por otro lado, Soto menciona que, en la historia bíblica, los edomitas e israelitas fueron aceptados en Egipto, lo que refuerza la idea de que en circunstancias de necesidad y bajo ciertas condiciones, la hospitalidad es un principio moral. No obstante, enfatiza que en casos como los amonitas y moabitas, Dios ordenó su expulsión, lo que sugiere que ciertos grupos, especialmente aquellos considerados hostiles o moralmente corruptos, no pueden ser asimilados.

Vida doméstica

Se establece que, aunque existía la servidumbre, Dios dictó normas para proteger a los esclavos y mitigar su sufrimiento. Se menciona el descanso del sábado como un derecho tanto para los señores como para los siervos, lo que sugiere un intento de humanización dentro del sistema de trabajo. También se hace referencia a la liberación de los esclavos hebreos en el séptimo año, una norma recogida en Éxodo 21, la cual busca evitar la perpetuidad de la esclavitud dentro del pueblo de Israel. Se prohíbe que un esclavo sea tratado con extrema crueldad, permitiendo su libertad si era mutilado por su amo. Además, se incluye una regulación que estipula que si el amo se casaba con su sierva, esta debía ser liberada, lo que indica una cierta preocupación por el destino de la mujer en estas relaciones.

En cuanto a los hijos, el texto enfatiza la obligación de educarlos religiosamente y disciplinarlos. Se permite el castigo corporal, siempre dentro de ciertos límites, citando a Aristóteles (Ética a Nicómaco, libro 10), donde se menciona que la fuerza coercitiva sobre el hijo es legítima cuando este es menor de edad. Sin embargo, en caso de desobediencia extrema, se menciona la pena de castigo público para los hijos que incurrían en graves faltas, lo que refleja una concepción en la que la familia es parte del orden público, y la desobediencia de los hijos afecta no solo a los padres, sino a la comunidad.

Finalmente, respecto a las mujeres y el matrimonio, se menciona la institución del libelo de repudio, es decir, el derecho del esposo a divorciarse de su esposa mediante un documento escrito. Este permiso se justifica señalando que su propósito era evitar la violencia extrema contra las mujeres, ya que, si no existiera la posibilidad de repudio, los hombres podrían optar por asesinarlas. Esta justificación, aunque intenta mostrarlo como una medida de protección, refleja una visión en la que la mujer es objeto de disposición del marido y donde la única forma de garantizar su seguridad es permitiendo que el esposo pueda expulsarla en lugar de atentar contra su vida.


CUESTIÓN SÉPTIMA: DE LA LEY EVANGÉLICA EN CUANTO A SU SUSTANCIA

Artículo 1º: Si la ley nueva es ley escrita o más bien grabada en los corazones

De Soto comienza planteando una distinción fundamental en la teoría de la ley: existen cuatro tipos de leyes (eterna, natural, humana y divina). Sin embargo, el análisis se centrará en la ley divina, que se divide en vieja y nueva. La ley vieja corresponde a la ley mosaica, mientras que la nueva es la ley evangélica. Este punto de partida sienta las bases para el debate sobre la naturaleza de la ley nueva y su forma de inscripción en los corazones humanos.

Domingo de Soto se pregunta si la ley evangélica es una ley escrita o si, más bien, está impresa en el corazón de los creyentes. Esta interrogante es clave en la teología cristiana, ya que afecta la forma en que se entiende la transmisión de la ley divina y su relación con la gracia.

Se presentan tres argumentos principales:

  1. La ley nueva es el Evangelio, y en el Evangelio se dice explícitamente que "esto ha sido escrito para que creáis".
  2. La ley escrita es necesaria para la transmisión, como lo evidencia el hecho de que las leyes naturales también son escritas en diversas culturas.
  3. La ley evangélica, aunque pertenece a los cristianos, sigue la lógica de las leyes transmitidas por escrito, como se ve en la sabiduría del Antiguo Testamento.

En contraste con la postura anterior, el texto menciona el argumento de Jeremías, quien profetizó que la nueva ley sería escrita en los corazones, no en tablas de piedra. San Pablo también confirma esta idea en sus cartas, sugiriendo que la ley de Cristo es interna y espiritual.

A partir de estas consideraciones, Domingo de Soto establece una conclusión ampliamente aceptada en la teología católica: la principal diferencia entre la ley antigua y la nueva es que la primera fue escrita en piedra, mientras que la segunda está grabada en los corazones de los creyentes. No se niega que la ley nueva pueda expresarse por escrito, pero su verdadera inscripción es sobrenatural y es realizada por el Espíritu Santo.

En este contexto, el autor introduce una distinción filosófica relevante sobre la ley, diferenciando dos dimensiones: una directiva, que ilumina el entendimiento para discernir el bien del mal, y otra afectiva o motivadora, que mueve la voluntad hacia el bien. En la ley evangélica, la primera dimensión puede ser escrita, pero la segunda debe estar impresa en los corazones de los fieles por la acción del Espíritu Santo.

A pesar de que la ley nueva está inscrita en el corazón de los creyentes, Domingo de Soto reconoce que su enseñanza requiere de un doble método: la escritura y la predicación oral. Aunque los cristianos llevan la ley en sus corazones, necesitan el apoyo de la enseñanza apostólica y la tradición para interpretarla correctamente y vivirla plenamente. Por esta razón, los Apóstoles y los primeros cristianos recurrieron a la escritura, aunque la ley misma no dependía exclusivamente de este medio.

El texto enfatiza que el propósito final de la ley no es solo normativo, sino transformador: su fin es la gracia y la verdad, manifestadas en Jesucristo. Mientras que la ley antigua imponía preceptos externos, la ley nueva busca la conversión interior del creyente a través de la fe y la acción del Espíritu Santo. Esta diferencia es crucial para entender por qué la ley mosaica requería de una inscripción material, mientras que la ley evangélica puede operar desde el interior del ser humano.

Para responder a posibles objeciones, el autor sostiene que la necesidad de la escritura en la ley antigua se debía a la falta de una presencia inmediata de la gracia en los corazones. En cambio, bajo la ley nueva, la gracia de Cristo y la acción del Espíritu Santo permiten que la ley esté directamente impresa en el alma de los creyentes, superando así la necesidad de una inscripción externa.

Por otro lado, se aclara que la ley natural está grabada en los corazones por vía natural, mientras que la ley de la gracia lo está sobrenaturalmente. Esto significa que la ley de Cristo no es simplemente una continuación de la ley natural, sino una elevación de la misma por medio de la fe.

Finalmente, se concluye que la sabiduría divina, aunque justificó a los justos desde los tiempos de Adán, se considera plenamente inscrita en los corazones solo con la presencia de Cristo y la gracia del Espíritu Santo. De este modo, la ley evangélica no solo guía la acción humana, sino que transforma interiormente al creyente, marcando una diferencia esencial con la ley escrita del Antiguo Testamento.

Artículo 2º: Si la ley nueva justifica

De Soto comienza con una postura negativa, argumentando que la ley nueva, por sí misma, no justifica. Para sostener esto, se citan pasajes bíblicos que indican que la justificación proviene de la obediencia a la ley divina y no de la ley en sí. Se menciona la Epístola a los Hebreos (5:9), donde se dice que Cristo es causa de salvación para quienes lo obedecen. Además, Pablo en Romanos 10 señala que no todos obedecen al Evangelio, lo que sugiere que la ley nueva no puede justificar universalmente.

Otro argumento se basa en que la ley vieja (la mosaica) no justificaba, sino que solo aumentaba la prevaricación al hacer más evidente el pecado. Esto se refuerza con la afirmación de que la ley mosaica traía muerte sin misericordia, y la nueva ley, al revelar más claramente la voluntad divina, agravaría el castigo para los desobedientes.

Se argumenta que justificar es un acto exclusivo de Dios, como se dice en Romanos 8: "Dios es quien justifica". Dado que la ley vieja y la nueva son dadas por Dios, no hay razón para que una justifique más que la otra.

En oposición a los argumentos anteriores, Domingo de Soto presenta la posición afirmativa. Para ello, cita a Pablo en Romanos 1: "No me avergüenzo del Evangelio, pues es virtud de Dios para salvación de todo creyente". Aquí se reconoce que la salvación y la justificación son exclusivas del Evangelio, lo que indica que la ley evangélica sí tiene poder para justificar.

Para aclarar el tema, el texto distingue entre los mandamientos y enseñanzas de la ley y la gracia interna que la acompaña. Se argumenta que, si solo se consideran las enseñanzas y mandamientos externos, la ley evangélica no justifica más que la ley mosaica. Sin embargo, lo que realmente justifica es la gracia concedida a través de Cristo, que permite al ser humano cumplir la ley. En este sentido, la justificación no proviene de la mera observancia de la ley, sino de la fe y la gracia.

San Agustín es citado para reforzar esta idea, señalando que "la letra mata y el espíritu vivifica", lo que significa que la ley por sí sola solo muestra el pecado, pero no puede purificar al hombre. En cambio, la gracia permite superar el pecado y alcanzar la justificación.

La conclusión de De Soto es que la ley evangélica justifica no por su enseñanza, sino por la gracia que la acompaña. Si se considerara solo como un código de normas, sería insuficiente para la salvación. Sin embargo, al estar unida a la fe en Cristo y a los sacramentos, sí tiene la capacidad de justificar.

Domingo de Soto también responde a una objeción importante: si la gracia justifica, ¿por qué sigue habiendo pecado entre los cristianos? Explica que, aunque la gracia justifica, no elimina la posibilidad de pecar. De hecho, pecar tras recibir la gracia es aún más grave porque el pecador conoce más claramente la voluntad divina.

Por último, se diferencia la ley mosaica de la evangélica. La primera solo muestra el pecado y puede llevar a la ira de Dios porque no concede la gracia para superarlo. En cambio, la ley evangélica no solo enseña, sino que concede la gracia y los sacramentos, permitiendo que el ser humano alcance la justificación.


Artículo 3º: Si la ley nueva debió ser dada desde el principio del mundo

Domingo de Soto analiza por qué la ley evangélica no fue dada desde el principio del mundo, siguiendo un enfoque teológico y racional. En primer lugar, argumenta que todos los hombres han pecado y necesitan la gracia de Dios, como se menciona en la Carta a los Romanos. Por ello, era necesario que la luz evangélica iluminara el mundo solo después de la caída del hombre, para que todos pudieran entrar en el camino de la salvación.

También sostiene que la ley evangélica debía ser universal tanto en el tiempo como en el espacio. Dios quiere que todos los hombres sean salvos, por lo que dispuso que el Evangelio fuera predicado en todo el mundo, como se menciona en los Evangelios de Mateo y Marcos. Así, la revelación debía darse progresivamente a lo largo de los siglos para alcanzar a toda la humanidad.

Por último, plantea que si Dios proporcionó desde el principio lo necesario para la vida corporal del hombre, como se menciona en Génesis, con mayor razón debía haberle dado desde el inicio la instrucción en la ley evangélica, que es aún más necesaria para la salvación espiritual. De este modo, se refuerza la idea de que la enseñanza de la ley evangélica debía darse desde el principio para guiar a la humanidad hacia su fin último.


Artículo 4°: Si la ley nueva ha de durar hasta el fin del mundo

En este artículo, Domingo de Soto reflexiona sobre la permanencia de la ley evangélica y la posibilidad de que surja una nueva ley antes del fin del mundo. Presenta primero argumentos a favor de esta posibilidad y luego los refuta con una argumentación teológica basada en las Escrituras y la tradición.

El texto inicia planteando la duda de si la ley evangélica será reemplazada por otra, de la misma forma en que la ley antigua fue abolida con la llegada del cristianismo. Se presentan dos argumentos en favor de esta idea:

  • Primero, en el Evangelio de Juan (cap. 16), Cristo promete que el Espíritu Santo enseñará "toda la verdad". Como la Iglesia aún no ha descubierto todos los misterios divinos, podría esperarse otra ley que complete esta revelación.
  • Segundo, en Mateo 24, Cristo dice que el evangelio será predicado en todo el mundo y entonces vendrá la "consumación". Como el Evangelio ya se ha predicado pero el fin aún no ha llegado, podría esperarse una nueva revelación que precipite la consumación de los tiempos.

Contra estos argumentos, Domingo de Soto cita nuevamente a Cristo en Mateo 24: "No perecerá esta generación hasta que todo sea cumplido". Esta frase es interpretada por San Juan Crisóstomo como referida a la "generación de los fieles", lo que implica que la ley evangélica durará hasta el fin del mundo.

Para sostener esta conclusión, el autor desarrolla tres argumentos principales:

Soto argumenta que la ley cristiana no puede ser reemplazada porque es la más perfecta. La perfección de una ley se mide según su cercanía a su fin último, que es Cristo. Como la ley evangélica está directamente unida a Cristo, no hay lugar para una ley más perfecta. Además, Cristo mismo prometió la vida eterna a quienes siguieran su enseñanza, sin hacer referencia a una futura actualización de su doctrina.

Aunque la ley no cambia, el estado del cristianismo en la sociedad puede fluctuar. Soto reconoce que el cristianismo ha pasado por periodos de mayor expansión y esplendor, y otros de reducción y persecución. Esta variabilidad no implica que la ley deba ser sustituida, sino que depende de la libertad humana y su aceptación o rechazo de la gracia.

El tercer argumento establece que, aunque pueda esperarse un período de mayor aceptación del cristianismo antes del fin del mundo, no habrá otro estado en el que la gracia de Dios sea más abundante que en la actualidad. Cita a San Pablo en Romanos 11, donde se habla de la conversión de los gentiles antes del fin de los tiempos, pero sin implicar un cambio en la ley evangélica.

En la parte final, Soto responde a los que argumentan que la Iglesia no ha recibido aún toda la verdad revelada. Afirma que la promesa de Cristo de enviar el Espíritu Santo se cumplió en Pentecostés y que los apóstoles recibieron toda la verdad necesaria para la salvación, la cual transmitieron a la Iglesia. La revelación, por tanto, no está incompleta, sino que se va comprendiendo mejor con el tiempo a medida que surgen herejías y la doctrina es clarificada.

También rechaza la idea de que se espere otro evangelio distinto al de Cristo, pues eso sería una herejía. Argumenta que la predicación del evangelio en todo el mundo es una condición para el fin de los tiempos, pero que este proceso tiene dos etapas: primero, la difusión general del cristianismo en la época apostólica, y segundo, una predicación más efectiva que lleve a la conversión universal antes del fin.


CUESTIÓN OCTAVA: DE LA COMPARACIÓN DE LA LEY NUEVA CON LA VIEJA

Artículo 1º: Si la ley nueva es complemento de la vieja

Domingo de Soto analiza la distinción entre la Ley Vieja (el Antiguo Testamento) y la Ley Nueva (el Evangelio), argumentando que esta última no es una negación ni una oposición de la primera, sino su complemento y perfección. A primera vista, algunos textos bíblicos parecen indicar que la Ley Nueva anuló la antigua, como en Efesios y Hebreos, donde se menciona que el Nuevo Testamento envejeció al Antiguo. Sin embargo, Cristo mismo afirmó en Mateo 5:17 que no vino a abolir la ley, sino a cumplirla, lo que lleva a Soto a plantear que ambas leyes se relacionan como lo imperfecto y lo perfecto dentro de un mismo fin.

Soto sostiene que la Ley Evangélica y la Antigua no son radicalmente distintas, pero tampoco son exactamente la misma. Su relación es comparable a la diferencia entre las normas para niños y las normas para adultos: ambas tienen un mismo propósito, pero una representa una etapa más avanzada de desarrollo. La Ley Vieja, dirigida al pueblo de Israel, funcionaba como una guía basada en el temor, con normas que restringían el comportamiento más que fomentar el amor. En cambio, la Ley Nueva, traída por Cristo, se fundamenta en la caridad y la gracia, lo que la hace más perfecta y adecuada para llevar al hombre a la vida eterna.

El Antiguo Testamento utilizaba el temor como medio de control moral, ya que el pueblo de Israel era visto como niños necesitados de disciplina. Esto se reflejaba en su estructura legal, basada en mandatos estrictos y recompensas materiales. En contraste, la Ley Evangélica se dirige a creyentes más maduros, quienes son guiados no por el miedo, sino por el amor y la gracia. No obstante, Soto aclara que en ambos testamentos hubo excepciones: en la Ley Vieja, algunos también fueron movidos por el amor, y en la Ley Nueva, algunos aún siguen guiados por el temor.

Otra diferencia entre ambas leyes es la naturaleza de sus promesas. La Ley Vieja se centraba en recompensas temporales y materiales, mientras que la Ley Nueva se enfoca en las promesas eternas. Sin embargo, Soto advierte que esta diferencia no debe entenderse en términos absolutos, ya que en el Antiguo Testamento algunos también buscaron la recompensa eterna, y en el Nuevo, algunos siguen motivados por bienes temporales. La distinción radica en la estructura general de ambas leyes: la Ley Vieja mantenía al pueblo con bienes tangibles, mientras que la Ley Nueva dirige la atención hacia la salvación eterna.

San Pablo describe la Ley Vieja como una "ley de obras" y la Nueva como una "ley de fe". Sin embargo, Soto aclara que esto no significa que la fe estuviera ausente en el Antiguo Testamento ni que las obras sean irrelevantes en el Nuevo. Lo que cambia es el énfasis: la Ley Vieja dependía en gran parte de prácticas externas, como los sacrificios y ceremonias, que no otorgaban gracia por sí mismas, sino que prefiguraban la fe en Cristo. En cambio, en la Ley Nueva, la fe y la gracia tienen un papel central, aunque también se exigen obras, tanto morales como sacramentales.

Soto afirma que la Ley Nueva completa la Antigua en dos aspectos: en su propósito y en sus preceptos. En cuanto al propósito, ambas leyes buscan la justicia y la vida eterna, pero la Ley Vieja solo podía señalar el camino, mientras que la Nueva lo hace accesible mediante la gracia conferida en los sacramentos. En cuanto a los preceptos, la Ley Nueva perfecciona los mandamientos morales, sustituye los ceremoniales con los sacramentos cristianos y ajusta los judiciales a una nueva realidad.

Cristo cumplió la Ley Vieja de tres maneras: primero, aclaró su verdadero significado, corrigiendo interpretaciones erróneas de los fariseos, como en los casos del adulterio y el homicidio, donde enfatizó la importancia de los pensamientos y deseos, además de los actos externos. Segundo, añadió precauciones para ayudar a cumplir la ley de manera más estricta, como evitar juramentos innecesarios. Y tercero, introdujo consejos evangélicos para alcanzar una mayor perfección, como el llamado a la pobreza voluntaria.

Finalmente, Soto explica que la Ley Nueva estaba presente en la Antigua de manera implícita, como una semilla que luego germinaría en plenitud. Esta idea es ilustrada con la imagen de "la rueda dentro de la rueda" en Ezequiel, donde la nueva ley está contenida en la vieja. San Juan Crisóstomo también compara este proceso con el crecimiento de una planta: la Ley de la Naturaleza dio origen a la Ley de Moisés, la cual a su vez preparó el terreno para la plenitud de la Ley Evangélica.

Artículo 2º: Si la nueva ley es más gravosa que la antigua

Se plantea la objeción de que la ley cristiana es más gravosa porque prohíbe no solo los actos externos, sino también los internos, y porque, en lugar de prometer prosperidad terrenal, anuncia tribulaciones. Sin embargo, Cristo afirmó en el Evangelio que su yugo es suave y su carga ligera, lo que sugiere lo contrario.

Para responder a esta cuestión, Soto distingue entre la dificultad de la ley según su objeto y según el modo de obrar. Respecto al objeto, la ley antigua era más pesada porque imponía un cúmulo de ceremonias y mandamientos que dificultaban la vida de los fieles. En cambio, la ley nueva se basa en la ley natural y en los sacramentos, los cuales benefician a los creyentes. Sin embargo, en cuanto al modo de obrar, la ley cristiana puede parecer más exigente, ya que demanda no solo acciones externas, sino también el control de los movimientos internos del alma, lo cual es difícil sin el hábito de la virtud.

Soto subraya que, aunque la Iglesia tiene la facultad de añadir normas, debe hacerlo con moderación para no volver la ley gravosa. Además, advierte que una proliferación excesiva de leyes puede hacerlas ineficaces y desvirtuar el Evangelio. Destaca que la ley de Cristo es esencialmente leve y dulce porque solo impone preceptos morales, sacramentos y consejos, y estos últimos no son de cumplimiento obligatorio.

Para concluir, se exponen doce diferencias entre la ley antigua y la nueva. 

  1. Dignidad del legislador

    • La ley antigua fue dada por Moisés.
    • La ley nueva fue dada directamente por Dios hecho hombre (Cristo).
  2. Lugar donde está escrita

    • La ley antigua estaba escrita en tablas de piedra.
    • La ley nueva está escrita en el alma de los creyentes.
  3. Duración en el tiempo

    • La ley antigua era temporal, destinada a durar solo un período.
    • La ley nueva es perpetua, vigente hasta el fin del mundo.
  4. Universalidad

    • La ley antigua era para un solo pueblo (Israel).
    • La ley nueva es para todo el mundo.
  5. Relación entre ambas

    • La ley antigua era una sombra y figura de la nueva.
    • La ley nueva es la verdad y cumplimiento de la antigua.
  6. Modo de fe

    • Los fieles de la ley antigua creían de manera implícita, esperando el cumplimiento de las promesas divinas.
    • Los fieles de la ley nueva creen de manera explícita, pues ya se han cumplido esas promesas en Cristo.
  7. Capacidad para justificar

    • La ley antigua no podía justificar por sí misma, ya que no confería gracia.
    • La ley nueva justifica porque está basada en la fe y la gracia, transmitida a través de los sacramentos.
  8. Naturaleza de los preceptos

    • La ley antigua era más pesada y difícil de cumplir debido a la cantidad de normas ceremoniales y judiciales.
    • La ley nueva es más leve y suave, enfocada en principios morales fundamentales.
  9. Exigencia de los preceptos

    • La ley antigua no prohibía expresamente los actos internos, solo los externos (por ejemplo, el asesinato, pero no el odio).
    • La ley nueva prohíbe también los actos internos (como el odio y el deseo de venganza).
  10. Incorporación de los consejos evangélicos

  • La ley antigua no incluía consejos de perfección.
  • La ley nueva sí lo hace, ofreciendo caminos de santidad opcionales (como el celibato y la pobreza voluntaria).
  1. Recompensas y amenazas
  • La ley antigua prometía bienes temporales (prosperidad, tierras, victorias militares) y amenazaba con castigos terrenales.
  • La ley nueva promete la herencia eterna y la vida en el cielo.
  1. Acceso al cielo

  • La ley antigua no abría las puertas del cielo, pues la redención aún no había ocurrido.
  • La ley nueva abre el acceso al cielo, ya que Cristo redimió a la humanidad.

Entre ellas, se resalta que la ley cristiana es dada directamente por Dios hecho hombre, se graba en el alma y es perpetua, universal y clara en su significado. A diferencia de la ley mosaica, que se basaba en el temor y en promesas temporales, la ley evangélica otorga gracia, perfección y la esperanza de la vida eterna. En definitiva, aunque puede parecer más rigurosa en algunos aspectos, la ley nueva es más ligera porque facilita el cumplimiento de sus preceptos mediante los sacramentos y la gracia divina.


CUESTIÓN NOVENA: DE LO QUE SE CONTIENE EN LA LEY NUEVA

Artículo 1°: Si la ley nueva instituyó suficientemente los actos exteriores

De Soto comienza con una pregunta central: ¿Era necesario que el Evangelio estableciera normas para las acciones externas? Para responder a esta cuestión, se presentan dos posiciones opuestas.

La primera postura, en contra de que la ley evangélica deba regular las acciones externas, argumenta que la ley cristiana es la ley del reino de los cielos, lo cual indica que su propósito no es regular los actos exteriores, sino los movimientos internos del alma. Se citan textos evangélicos que refuerzan esta idea:

  • Lucas 17: “El reino de Dios está dentro de vosotros”, lo que sugiere que la ley cristiana se centra en lo interno, no en lo externo.
  • Romanos 14: “El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”, enfatizando que la fe cristiana no se basa en ritos externos, sino en la vida interior.

A partir de esto, se establece una diferencia fundamental entre la ley antigua (Moisés) y la ley evangélica (Cristo):La ley mosaica cohibía la mano, es decir, regulaba el comportamiento externo. La ley de Cristo cohibe el ánimo, es decir, se enfoca en la disposición interior.

Frente a esta postura, se presenta una argumentación contraria que defiende que, si la ley evangélica no regulase las acciones externas, sería incompleta e insuficiente en comparación con la ley antigua.

Se plantea que la ley evangélica no solo pertenece a la fe, sino que obra por la caridad, como dice Gálatas 5:

  • “En Cristo Jesús, ni la circuncisión ni la incircuncisión valen nada, sino la fe que obra por la caridad.”
    Es decir, la ley cristiana no es solo un conjunto de creencias, sino que debe incluir también normas morales sobre la caridad.

Además, se señala que Cristo explicó muchas verdades de fe que no eran explícitas en la ley antigua, por lo que también debió añadir preceptos morales nuevos. Sin embargo, no lo hizo, ya que solo nos dejó el Decálogo, lo cual parece una limitación.

De Soto cita el Evangelio de Mateo (7:24) para reforzar la idea de que la ley evangélica se basa en la obediencia a las enseñanzas de Cristo. Se nos presenta la providencia de Dios como fundamental en la formulación de esta ley, subrayando que no solo es superior a la ley humana, sino que también supera a la ley mosaica.

 Se inicia con una reflexión sobre la providencia divina en la formulación de la ley cristiana, la cual no solo es más elevada que la ley humana, sino que también trasciende la ley mosaica, pues su fin último no es simplemente el orden social, sino la salvación y la gracia. Mientras que la ley mosaica prefiguraba la fe y la gracia, la ley evangélica las otorga plenamente a través de la pasión de Cristo.

A partir de esta idea, se establece que la ley evangélica no impone preceptos sobre cualquier acción humana, sino únicamente sobre aquellas que están directamente relacionadas con la gracia. Todo lo que no tiene una conexión necesaria con la gracia no es regulado por la ley evangélica, sino que queda bajo la responsabilidad de la Iglesia o la sociedad civil. Esto no significa que la ley de Cristo sea incompleta, sino que es más perfecta, ya que se enfoca en lo esencial para la salvación y deja libertad en los aspectos no fundamentales.

En esta cuestión se presentan cuatro conclusiones que explican cómo la ley evangélica regula la vida de los cristianos. La primera conclusión sostiene que la base de la ley evangélica son los siete sacramentos. En la estructura de la ley cristiana existen tres tipos de normas fundamentales: los sacramentos, los preceptos morales y los consejos. Los sacramentos son esenciales porque a través de ellos se comunica la gracia, que es el centro de la ley cristiana. La gracia puede entenderse de dos maneras: en cuanto a su origen y adquisición, es decir, como un don divino que nos llega a través de Cristo, y en cuanto a su uso y ejercicio, que se manifiesta en las obras de caridad. Cristo, como mediador, recibió la gracia en plenitud y la comunica a los hombres de manera proporcional. Dado que el conocimiento humano se adquiere a través de los sentidos, la gracia debía ser transmitida mediante señales visibles, es decir, los sacramentos. Por ello, Cristo mismo instituyó los sacramentos y ordenó a los Apóstoles para su administración.

La segunda conclusión establece que no era necesario que la ley evangélica impusiera ceremonias adicionales, salvo aquellas indispensables para la administración de los sacramentos. Mientras que la ley mosaica impuso múltiples regulaciones externas, la ley de Cristo dejó la organización del culto en manos de la Iglesia. En la ley mosaica, el pueblo de Israel era considerado espiritualmente inmaduro y necesitaba una regulación estricta. En cambio, en la ley evangélica, los cristianos son tratados como maduros en la fe y, por tanto, tienen mayor libertad en la organización del culto. La diferencia fundamental entre ambas leyes radica en que la mosaica era una preparación para la venida de Cristo, mientras que la evangélica ya no necesita esas prefiguraciones porque se basa en la gracia y la verdad.

La tercera conclusión establece que la ley evangélica solo impone los preceptos morales necesarios para la gracia. Cristo no reguló todas las acciones externas, sino solo aquellas esenciales para custodiar la gracia y evitar el pecado. Todo lo que tiene una conexión necesaria con la gracia está ordenado en el Decálogo y en los principios morales derivados de él. En cambio, lo que no está estrictamente vinculado con la gracia, como ciertas prácticas externas, queda a criterio de la Iglesia y la sociedad civil. Así, la ley evangélica no es menos completa que la mosaica, sino que regula solo lo esencial para la salvación, dejando libertad en los demás aspectos.

La cuarta conclusión establece que Cristo no quiso que la ley evangélica definiera todas las normas ceremoniales y judiciales, sino que dejó estas cuestiones a la Iglesia y a los gobiernos civiles. En la ley mosaica, Dios reguló cada aspecto de la vida del pueblo de Israel, pero en la ley evangélica los cristianos son considerados espiritualmente adultos y pueden organizar sus asuntos externos conforme a las circunstancias de cada época y región. Los preceptos morales universales se mantienen, mientras que los ritos religiosos son responsabilidad de la Iglesia y las leyes judiciales son establecidas por las autoridades civiles. Cristo no amenazó ni prometió castigos o recompensas terrenales, sino que solo habló del infierno y del cielo, dejando a cada sociedad la tarea de organizar sus normas de convivencia.

Por esta razón, la ley cristiana es llamada "ley de perfecta libertad". En primer lugar, porque trata a los cristianos como herederos adultos de la fe, no como siervos. En segundo lugar, porque no impone normas ceremoniales y judiciales rígidas, sino que deja su regulación a la autoridad competente. En tercer lugar, porque las normas morales no deben cumplirse por obligación externa, sino por la gracia y la libertad interior.

En la última parte del texto, Domingo de Soto responde a algunas objeciones. La primera objeción sostiene que si el reino de Dios es interno, no debería haber normas externas. Se responde que aunque el reino de Dios se centra en la justicia, la paz y el gozo espiritual, también requiere acciones externas, pues estas reflejan la vida interior y ayudan a preservar el orden moral. Por ello, la ley evangélica no solo prohíbe actitudes internas, sino también acciones externas que alteran la vida moral, como el robo o el asesinato.

Otra objeción plantea que si la fe fue ampliada en el Evangelio, también debieron ampliarse los preceptos morales. La respuesta es que la fe es un conocimiento sobrenatural que está más allá de la razón humana y, por tanto, era necesario que Cristo revelara más verdades explícitas. En cambio, los preceptos morales provienen del derecho natural y ya estaban establecidos en el Decálogo, por lo que no necesitaban ser ampliados.

Finalmente, se explica que los sacramentos confieren gracia, por lo que era necesario que Cristo los instituyera. Sin embargo, los ritos y ceremonias que acompañan a los sacramentos no son esenciales para la gracia, por lo que Cristo dejó su regulación a la Iglesia. También se aclara que ciertas normas dadas por Cristo a los Apóstoles, como las instrucciones sobre la pobreza en los capítulos 9 y 10 de Lucas, no eran ceremonias, sino disposiciones temporales adaptadas a la misión de los discípulos.

Artículo 2º: Si la ley evangélica compuso suficientemente nuestros actos interiores

Domingo de Soto comienza analizando si la ley evangélica reguló suficientemente los actos interiores del ser humano. La cuestión se plantea porque, aunque Cristo enmendó algunos aspectos de la ley mosaica en el Sermón de la Montaña, hay quienes argumentan que no perfeccionó completamente la regulación de los afectos y motivaciones internas.

En primer lugar, se presentan argumentos en contra de la suficiencia de la ley evangélica. Se señala que, aunque Cristo corrigió tres aspectos internos del Decálogo—la ira, la lujuria y el juramento temerario—, no reguló otros, lo que indicaría que su enseñanza fue parcial. También se argumenta que, además de los preceptos morales, la ley mosaica incluía normas judiciales y ceremoniales, y Cristo solo corrigió tres preceptos judiciales sin abordar los ceremoniales, lo que podría considerarse una omisión. Asimismo, se plantea que, aunque Cristo exhortó a evitar la vanagloria en el ayuno, la oración y la limosna, no trató otros actos humanos que también pueden ser realizados con malas intenciones. Otro cuestionamiento se refiere a la aparente prohibición de la preocupación por las necesidades materiales, algo que forma parte de la naturaleza humana y que incluso los animales practican. Finalmente, se objeta la prohibición del juicio, dado que juzgar es un acto de justicia necesario para la vida social.

Para responder a estas objeciones, Domingo de Soto argumenta que el Sermón de la Montaña es un fundamento completo para la moral cristiana. Cristo estableció la verdadera finalidad de la vida humana, la bienaventuranza, en oposición a la concepción filosófica tradicional que la identificaba con la riqueza, el honor o los placeres. Además, Jesús no solo prohibió las acciones externas condenadas en la ley mosaica, sino que corrigió su raíz interna, enseñando que la ira, la lujuria y la falta de reverencia en los juramentos también son moralmente dañinas, aunque no se exterioricen en actos concretos. Al hacerlo, rectificó la interpretación errónea que los fariseos tenían de la ley, pues ellos creían que el pecado solo existía en la acción visible y no en la intención del corazón.

Domingo de Soto también explica que Cristo no rechazó los preceptos judiciales de la ley mosaica de manera absoluta, sino que corrigió su mala interpretación. Algunos de estos preceptos, como el repudio de la mujer o la pena del talión, no eran mandamientos absolutos, sino concesiones hechas a la dureza del pueblo. Otros, como la orden de combatir a los enemigos, habían cesado con la llegada de la nueva ley, que en su lugar prescribía el amor incluso hacia los enemigos. En cuanto a los preceptos ceremoniales, Cristo los abolió de manera definitiva, estableciendo un nuevo culto basado en la adoración en espíritu y en verdad.

Respecto a la prohibición de la vanagloria en el ayuno, la oración y la limosna, Soto señala que estos tres actos representan todos los deberes del ser humano: el dominio de sí mismo, la relación con los demás y el culto a Dios. Cristo quiso corregir la tendencia humana a buscar reconocimiento en estas prácticas, enseñando que deben realizarse por amor a Dios y no por deseo de fama o prestigio. De igual modo, la prohibición de la preocupación excesiva por el futuro no es un llamado a la imprudencia, sino una exhortación a evitar la ansiedad desmedida y la falta de confianza en la providencia divina. La enseñanza de Cristo no prohíbe la previsión razonable, sino la obsesión por lo material que lleva a la desesperanza o al olvido de los bienes espirituales.

Por último, Soto aclara que la prohibición de juzgar no es una negación del juicio justo, sino una advertencia contra el juicio temerario. Cristo no prohíbe el juicio público, necesario para la organización de la sociedad, sino el juicio precipitado e injusto que lleva a condenar a los demás sin fundamento.

Artículo 3º: Si la ley evangélica nos añadió congruamente algunos consejos

Domingo de Soto comienza reflexionando sobre el papel de los consejos evangélicos en la ley cristiana. Se pregunta si fue adecuado que Cristo nos diera consejos (además de mandamientos) en el marco del Evangelio. Los argumentos en contra apuntan a que, si todo lo que el hombre puede ofrecer a Dios ya le es debido por el mandamiento del amor, entonces no cabría hablar de obras de supererogación, es decir, de consejos opcionales. También se objeta que, si estos consejos son útiles para alcanzar la perfección, debieron haber sido dados también en la ley antigua, y que sería más razonable que su cumplimiento se dejara al discernimiento personal o a los sabios. Incluso se cita que Cristo pone obras muy altas, como amar a los enemigos, dentro de los preceptos, lo que haría innecesarios los consejos.

Sin embargo, Domingo responde apelando a la sabiduría divina. Dice que, así como el corazón se alegra con los buenos consejos de un amigo, también Cristo, por ser el más sabio y verdadero amigo del hombre, nos ha dado consejos que traen grandes beneficios espirituales. Luego, formula tres conclusiones que estructuran su doctrina sobre los consejos.

La primera es que muchos consejos son de derecho natural, es decir, han sido considerados como valiosos incluso antes de la ley escrita. Por ejemplo, ayudar a los necesitados más allá del deber legal o abstenerse de ciertos placeres por razones morales fueron siempre vistos como obras de virtud. Los sabios antiguos ya apreciaban tales actos como formas elevadas de vida.

La segunda conclusión afirma que la ley evangélica añadió nuevos consejos de manera congruente. Mientras que la ley antigua era una ley de temor y servidumbre, la ley de Cristo es de libertad. Por tanto, en ella no solo hay preceptos necesarios para la salvación, sino también consejos que se ofrecen para quien desee avanzar más rápidamente hacia la perfección de la caridad. Los consejos no obligan, pero sí muestran un camino más alto.

En la tercera conclusión, Soto enseña que los consejos se reducen a tres grandes géneros: pobreza, continencia y obediencia, que corresponden a las tres concupiscencias del mundo: los bienes materiales, los placeres sensibles y los honores. Por medio de la pobreza se combate la avaricia, por la continencia los deseos carnales, y por la obediencia el orgullo. Estas tres virtudes están en la raíz de los votos religiosos, y fueron propuestas directamente por Cristo en las bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres de espíritu”, “los mansos” y “los que lloran”.

Estos consejos fueron necesarios para los apóstoles, pero Cristo los dejó como opcionales para los demás. De ahí que Pedro, al decir: “He aquí que hemos dejado todo y te seguimos”, pregunte por la recompensa, y que Cristo, en el diálogo con el joven rico, diga: “Si quieres ser perfecto…”. Esto muestra que no son preceptos universales, sino consejos ofrecidos a quienes están dispuestos a seguirlos.

Domingo de Soto concluye que todas las demás obras de supererogación pueden ser comprendidas dentro de estos tres consejos principales. Por ejemplo, dar limosna fuera de necesidad se vincula a la pobreza; renunciar a placeres lícitos, a la continencia; y ceder el propio querer por caridad, a la obediencia. La virginidad, como estado, es también una novedad de la ley evangélica y no era considerada consejo anteriormente.

En cuanto a las objeciones, Soto responde que Dios, en su misericordia, no exige más de lo que nuestra débil naturaleza puede dar. Por eso, no todos están obligados a cumplir todos los consejos, pero sí a no despreciarlos ni oponerse al amor de Dios. En efecto, los consejos son caminos hacia la caridad, no obligaciones que pesan sobre todos por igual.

A la segunda objeción responde que la diferencia entre la ley antigua y la nueva justifica que los consejos aparezcan sólo en esta última, ya que se dirige a hombres libres, no a siervos. A la tercera objeción, responde que Cristo propone los consejos libremente y no los impone a todos, sino que invita: “Quien pueda recibir esto, que lo reciba”. Y a la cuarta, que muchas veces los consejos naturales pueden convertirse en precepto si lo exige la necesidad, pero ordinariamente no obligan.

Finalmente, Soto reafirma que los consejos no están por encima de la caridad, sino que son medios para llegar a ella por un camino más excelente. Quien los sigue, no ama más que otros en grado, sino que tiende a la caridad de forma más perfecta según su estado de vida. Este tema, dice, se tratará con más profundidad en su tratado sobre los votos.

Conclusión

El libro segundo de De iustitia et iure de Domingo de Soto refleja con claridad su esfuerzo por integrar la ley natural, el derecho humano y la teología moral en una visión armónica de la justicia. En él, Soto profundiza en la noción de derecho como aquello que le es debido a cada uno, no solo por convención, sino por naturaleza, revelando una comprensión ética y racional del orden jurídico. Su reflexión anticipa las bases del derecho moderno y subraya que la justicia no puede desligarse de la dignidad del ser humano ni del orden querido por Dios.