viernes, 4 de octubre de 2024

Juan Calvino - Institución de la Religión Cristiana (Libro I: Conocimiento de Dios) (1536)



La "Institución de la religión cristiana" (Institutio Christianae Religionis) es la obra teológica más importante de Juan Calvino, publicada por primera vez en 1536, con sucesivas revisiones y ampliaciones a lo largo de su vida. Este libro es uno de los pilares de la Reforma Protestante y un fundamento del calvinismoSu objetivo era tanto instruir a los cristianos en las doctrinas bíblicas como refutar las enseñanzas de la Iglesia Católica que Calvino consideraba erróneas. El texto aborda temas como la justificación por la fe, la predestinación, la autoridad de las Escrituras, y los sacramentos. Veamos una de las obras más importantes de la humanidad.


INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN CRISTIANA


LIBRO I:

DEL CONOCIMIENTO DE DIOS EN CUANTO ES CREADOR Y SUPREMO GOBERNADOR DE TODO EL MUNDO

Capítulo primero: El conocimiento de dios y el de nosotros se relacionan entre sí de manera en que convienen mutuamente

Juan Calvino, se explora la relación entre el conocimiento de Dios y el conocimiento de uno mismo. Calvino afirma que ambos conocimientos están profundamente conectados, al punto de que es difícil determinar cuál precede al otro. Cuando el hombre se contempla a sí mismo, inevitablemente se ve impulsado a considerar a Dios, pues en Él "vivimos y nos movemos", y toda nuestra existencia depende de Dios.

Calvino subraya que al reconocer nuestras propias limitaciones —ignorancia, pobreza, debilidad y corrupción—, nos damos cuenta de que todo bien y sabiduría verdadera se encuentran en Dios. Solo al sentir descontento por nuestra propia condición buscamos en Dios lo que nos falta. Al mismo tiempo, argumenta que el ser humano no puede conocerse adecuadamente a sí mismo sin primero contemplar la perfección de Dios. Frente a la majestad divina, la justicia y sabiduría humana se revelan como imperfectas y corruptas.

Calvino ofrece ejemplos bíblicos, como las reacciones de los profetas al encontrarse con Dios, que ilustran cómo la presencia divina provoca un profundo sentido de pequeñez y humildad en el hombre.

Finalmente, concluye que aunque el conocimiento de Dios y el de nosotros mismos están ligados, para una enseñanza correcta, se debe tratar primero del conocimiento de Dios, pues es en la luz de Su perfección que entendemos nuestra propia imperfección.

Capítulo segundo: en qué consiste conocer a Dios y cuál es la finalidad de este conocimiento

El conocimiento de Dios no debe limitarse simplemente a reconocer su existencia, sino que implica algo mucho más profundo: entender lo que sobre Él nos conviene saber, lo que es esencial para nuestra vida y su gloria. No hablo aquí del conocimiento particular de Dios como Redentor, al cual accedemos mediante Cristo, nuestro Mediador, sino de ese primer y fundamental conocimiento de Dios como Creador. Este es el conocimiento que la naturaleza, en su perfección original, nos habría revelado si Adán hubiese permanecido íntegro. Aunque hoy, en nuestra condición caída, nadie puede conocer a Dios plenamente como Padre o Salvador sin la mediación de Cristo, el conocimiento de Dios como Creador sigue siendo claro: Dios nos sostiene con su poder, nos gobierna con su providencia y nos colma de bienes por su bondad.

Debemos distinguir este primer conocimiento, el que nos muestra a Dios como el autor de toda creación, del segundo, en el que lo comprendemos como Redentor. Sin embargo, ya en este primer acercamiento a Dios es indispensable reconocer que Él es la fuente de todo bien y que no hay nada fuera de Él que debamos buscar. No basta con una vaga noción de la existencia de Dios. Es esencial convencernos de que Él es el origen de toda sabiduría, justicia y bondad, para que aprendamos a esperarlo todo de Él y a agradecerle por todo.

Este conocimiento nos lleva inevitablemente a la verdadera piedad, la cual no es otra cosa que una reverencia unida al amor hacia Dios, nacida de comprender quién es Él y lo que ha hecho por nosotros. Solo cuando los hombres tienen grabado en su corazón que todo lo que son y todo lo que poseen proviene de Dios, estarán dispuestos a someterse a su voluntad con sinceridad de corazón. Mientras no comprendan que en Él reside toda su felicidad, no podrán acercarse verdaderamente a Dios con la devoción que Él merece.

Por tanto, no es suficiente saber que hay un Dios; necesitamos conocer quién es Dios y qué significa para nosotros. De nada sirve aceptar la existencia de un Dios al estilo de Epicuro, que se desentiende del mundo. El conocimiento de Dios debe llevarnos a su reverencia, a esperar de Él todo bien y a darle gracias. Si entendemos que somos obra de sus manos, reconoceremos que debemos someter nuestras vidas a su servicio y seguir su voluntad como nuestra ley de vida.

Cuando comprendemos que Dios es el soberano de todas las cosas, nuestra confianza en Él se afianza, y con plena certeza nos acogemos a su protección. Sabemos que es justo, misericordioso y el único que puede proporcionarnos remedio en nuestras aflicciones. Este conocimiento de Dios no solo nos impulsa a obedecerle por miedo a su castigo, sino porque lo amamos y reverenciamos como a un Padre. La verdadera religión, entonces, consiste en una fe que va de la mano con un temor reverente a Dios, una obediencia sincera que nace del corazón y no de una mera apariencia externa.

Esta es la verdadera devoción: no basta con cumplir con ritos vacíos, sino que se requiere una piedad genuina, donde la reverencia y el amor a Dios sean el fundamento de nuestra relación con Él.

Capítulo tercero: El conocimiento de Dios está naturalmente arraigado en el entendimiento del hombre

Calvino comienza afirmando que la religión es un hecho universal. Todos los seres humanos, sin importar su cultura o civilización, tienen un sentimiento natural de la divinidad impreso en ellos. Dios ha implantado este conocimiento en el corazón de las personas para que nadie pueda excusarse bajo el pretexto de ignorancia. Incluso en las sociedades más bárbaras y primitivas, donde la humanidad parece estar en su nivel más bajo, siempre hay una forma de religión presente. Esto demuestra que el conocimiento de Dios es una inclinación innata y profunda en el ser humano. La idolatría, aunque sea una forma corrupta de este conocimiento, también testifica esta verdad, ya que los hombres prefieren adorar ídolos antes que admitir que no tienen nada que venerar, lo que muestra cuán arraigada está la religión en la naturaleza humana.

En este sentido, se refuta la idea de que la religión fue una invención de algunos hombres astutos para controlar a las masas. Aunque es cierto que a lo largo de la historia muchos han manipulado la religión con fines políticos o de control, tal manipulación solo fue posible porque las personas ya tenían en su interior una disposición natural hacia la adoración de Dios. Sin esta predisposición innata, ningún engaño habría sido exitoso. Incluso aquellos que utilizaban la religión para sus propios fines, en muchos casos, también albergaban un remanente de reverencia o conocimiento religioso.

Un fenómeno curioso que subraya esta argumentación es que aquellos que con más fuerza niegan a Dios son, paradójicamente, quienes más miedo sienten de Él. Un ejemplo de esto es el emperador Cayo Calígula, quien, a pesar de su irreverencia, temblaba ante cualquier señal que percibía como indicativa de la ira divina. Esto es característico de aquellos que se burlan de Dios: mientras más intentan desentenderse de Él, más miedo muestran cuando enfrentan situaciones que les recuerdan su poder. Este temor instintivo de Dios surge porque el conocimiento de su existencia y majestad está presente en lo más profundo del ser humano, aunque traten de negarlo.

Finalmente, el texto concluye que este sentimiento de la divinidad está esculpido en el alma de cada persona. A pesar de que muchos intentan ignorarlo o apagarlo, nunca logran deshacerse de él por completo. Incluso cuando el mundo parece esforzarse por apartarse de Dios, este conocimiento persiste en el corazón humano, de manera que, aunque la gente pueda corromper el verdadero culto, la conciencia de que hay un Dios permanece viva.

Capítulo IV: El conocimiento de Dios se debilita y se corrompe, en parte por la ignorancia de los hombres y en parte por su maldad

A pesar de que la semilla de la religión está presente en todos los seres humanos, el texto reconoce que esta rara vez madura en su totalidad. En la mayoría de los casos, el conocimiento de Dios se debilita o se corrompe, ya sea por la ignorancia o por la malicia de las personas. Muchos caen en la superstición o se alejan deliberadamente de Dios, distorsionando el verdadero conocimiento de Él. Aunque algunos caen en el error sin malicia, su ignorancia no los excusa, ya que suele ir acompañada de orgullo y una vana presunción de saber más de lo que realmente conocen. En lugar de elevarse por encima de sí mismos para buscar a Dios, los hombres tienden a medir todo de acuerdo con su propio juicio limitado, fabricándose una imagen de Dios según su propia imaginación.

Este alejamiento del verdadero conocimiento de Dios ha llevado a que muchas personas caigan en la negación de su existencia. En el Salmo 14, David menciona que los impíos e insensatos declaran en su corazón que no hay Dios. Sin embargo, esta negación no es tanto una falta de creencia en su existencia, sino más bien un intento deliberado de ignorar su papel como juez y gobernador del mundo. Estas personas no quieren reconocer el gobierno de Dios porque prefieren vivir sin temor a su juicio. Sin embargo, aunque intenten huir de Dios, no pueden escapar por completo de su conciencia, que los persigue y les recuerda la realidad de su existencia.

La verdadera adoración de Dios, según el texto, no consiste simplemente en cumplir con ritos religiosos, sino en obedecer su voluntad. Muchos intentan justificar su superstición o sus falsas creencias con la excusa de que tienen buenas intenciones, pero esto no es suficiente. La verdadera religión debe conformarse a la voluntad de Dios, no a los caprichos humanos. Cuando los hombres intentan adorar a Dios según sus propias fantasías, lo que realmente hacen es adorar una imagen de Dios creada por ellos mismos, no al Dios verdadero. San Pablo condena esta arrogancia en Romanos 1:22, afirmando que al pretender ser sabios, los hombres se hacen necios. Este tipo de falsa religiosidad es el resultado de una curiosidad desordenada y un deseo de saber más de lo necesario, lo que lleva a los hombres a inventarse falsos conceptos de Dios.

El temor de Dios también se discute en este capítulo. Muchos hombres no temen a Dios de manera voluntaria, con reverencia y amor, sino que se acercan a Él solo cuando se ven obligados por el miedo al juicio divino. Este temor es servil y no auténtico, ya que no proviene de un verdadero respeto por la majestad de Dios, sino de un deseo de escapar del castigo. Sin embargo, esta actitud no representa la verdadera piedad, que debe nacer de una sincera devoción hacia Dios.

Capítulo V: El poder de Dios resplandece en la creación del mundo y en el continuo gobierno del mismo

Dios ha impreso en la creación señales de su gloria, haciéndola visible para todos los hombres. Aunque la esencia de Dios es incomprensible y trasciende la comprensión humana, su majestuosidad y poder se manifiestan de manera clara en el mundo. Toda la creación, desde los cielos hasta la tierra, es un testimonio de la magnificencia de Dios, y es imposible abrir los ojos sin ser confrontado con la realidad de su existencia. El salmista lo expresa al decir que Dios está revestido de gloria y magnificencia, cubierto de luz como una vestidura (Salmo 104, 1-2). En esta admiración, el universo entero es un reflejo de la sabiduría divina, como si el cielo fuera su palacio real.

A donde quiera que el hombre mire, encuentra rastros de la gloria de Dios. Cada parte de la creación, por pequeña que sea, resplandece con destellos de su poder y sabiduría. Este espectáculo no es solo para los sabios o entendidos, sino que incluso los ignorantes y simples pueden contemplarlo. En la epístola a los Hebreos (11,3), el mundo es descrito como una visión de las cosas invisibles, una representación tangible de lo que no se puede ver directamente. La disposición y el orden admirable del universo son un espejo donde podemos vislumbrar la mano de Dios, quien de otro modo sería invisible. El salmo 19:1 refuerza esta idea, diciendo que los cielos cuentan la gloria de Dios, en un lenguaje que todos pueden entender.

La creación, tanto en sus detalles más finos como en su inmensidad, es un testimonio continuo de la sabiduría divina. Las ciencias como la astronomía o la medicina descubren los misterios más profundos de la naturaleza, pero incluso sin estos estudios especializados, cualquier persona puede ver el ingenio de Dios en el orden y la armonía del mundo. A través de estas maravillas, es claro que el Señor ha manifestado su sabiduría de una manera accesible para todos.

La contemplación del cuerpo humano, con su complejidad y perfección, también es una prueba del arte divino. Tanto los sabios como los ignorantes pueden maravillarse ante la precisión y la belleza del cuerpo, testimonio suficiente de la grandeza del Creador. Incluso aquellos que niegan a Dios sienten, aunque sea de manera instintiva, la obra de sus manos. Este reconocimiento, aunque reprimido, brota en momentos de crisis, como lo menciona Pablo en Hechos 17,27-28, diciendo que Dios no está lejos de ninguno de nosotros.

Sin embargo, muchos hombres, en lugar de agradecer a Dios por su bondad, caen en la ingratitud y el orgullo. A pesar de tener innumerables pruebas de la divina sabiduría y liberalidad, prefieren atribuir el esplendor del universo a la casualidad o a "la naturaleza" en lugar de reconocer a su Creador. Algunos, como los epicúreos, llegan al extremo de negar a Dios, aunque el testimonio de la creación está siempre ante ellos. Esta actitud no es solo una negación de la existencia de Dios, sino una guerra abierta contra su gloria.

La diferencia entre el cuerpo y el alma demuestra aún más la necesidad de reconocer a Dios. La capacidad del alma para comprender y manipular conceptos abstractos, como el medir los cielos o recordar eventos pasados, es una señal clara de la inmortalidad y divinidad en el hombre. Sin embargo, a pesar de estas señales de inmortalidad, muchos hombres se niegan a reconocer a Dios como su Creador. Esto lleva a la absurda conclusión de que los hombres, seres racionales, pueden juzgar entre el bien y el mal, pero que no hay un juez divino que gobierne sobre ellos.

Algunos filósofos antiguos han propuesto la idea de un "espíritu universal" que sostiene al mundo, pero esta noción es criticada aquí como vana y profana. En lugar de llevar a los hombres hacia Dios, estas especulaciones filosóficas tienden a alejarlos de la verdadera devoción. Virgilio y otros poetas paganos, que personifican la naturaleza como un espíritu divino que todo lo abarca, solo añaden confusión y no ofrecen el camino a la verdadera piedad.

El poder de Dios, visible tanto en el curso ordinario de la naturaleza como en los eventos extraordinarios, es una guía hacia su eternidad y bondad. Todo el universo está gobernado por su palabra, y los fenómenos naturales, desde las tormentas hasta los cielos estrellados, son manifestaciones de su voluntad. Estas señales son más que simples maravillas; nos invitan a una mayor devoción, a reconocer que la justicia y la misericordia de Dios se extienden sobre todas las cosas. La providencia de Dios se manifiesta no solo en la creación, sino también en el gobierno del mundo, y los ejemplos de su justicia, tanto en la Biblia como en la experiencia cotidiana, son pruebas suficientes de que existe un juez divino que cuida y rige el universo.

El conocimiento de Dios, por tanto, no es solo un ejercicio especulativo, sino algo que debe arraigar en el corazón y manifestarse en la obediencia. La contemplación de sus obras debe llevarnos a la adoración y al reconocimiento de su soberanía. Aunque la creación está llena de señales de su divinidad, es solo a través de la Escritura y el testimonio del Espíritu Santo que podemos comprender plenamente quién es Dios y cómo debemos responderle. El conocimiento verdadero de Dios es el que transforma el corazón y lo lleva a la vida eterna.

Capítulo VI: Es necesario para conocer a Dios en cuanto Creador, que la Escritura nos guíe y encamine

Aunque las señales de la majestad de Dios están claramente impresas en la creación, y aunque todas las criaturas, tanto en el cielo como en la tierra, dan testimonio de su grandeza, este conocimiento es insuficiente para que los hombres lo comprendan plenamente sin la ayuda de la Escritura. Dios ha querido manifestarse más íntimamente a aquellos que ha escogido, por lo cual, además de la revelación general en la naturaleza, nos ha dado el privilegio de conocerle mediante su Palabra escrita.

La Escritura se nos ha dado para guiarnos correctamente hacia Dios, quien no solo es el Creador del universo, sino también nuestro Salvador. Este conocimiento no solo incluye el hecho de que Dios creó el mundo, sino también que es nuestro Redentor en la persona de Jesucristo. Aunque este capítulo no trata en profundidad la caída del hombre y la corrupción de su naturaleza, nos recuerda que el conocimiento del Creador es el primer paso antes de conocer a Dios como nuestro Redentor.

Dios reveló su Palabra desde los tiempos de los patriarcas, y aunque no siempre se hizo por medio de libros escritos, su enseñanza ha estado presente desde el principio. Cuando Dios habló a los patriarcas y los profetas, sus palabras fueron grabadas en sus corazones con tal certeza que no había duda de que eran revelaciones divinas. Pero, para preservar este conocimiento y evitar que se perdiera, Dios ordenó que estas revelaciones fueran registradas por escrito. Así se promulgó la Ley, y los profetas fueron sus intérpretes, enseñando a los hombres cómo reconciliarse con Dios.

La Escritura nos muestra no solo a Dios como el Creador del mundo, sino que también nos enseña a diferenciar al verdadero Dios de los falsos ídolos que los hombres han inventado. A través de la Escritura, Dios se hace más cercano y accesible, revelándonos su verdadera naturaleza, de manera que no andemos errantes en busca de un dios desconocido. Además, la Escritura fue dada para que la verdad de Dios permaneciera intacta en el mundo, ya que los hombres, por su naturaleza inclinada al error, tienden a inventar nuevas religiones o a desviarse de la verdadera fe.

Es indispensable que la Escritura sea nuestra guía para un conocimiento sólido de Dios. Las enseñanzas generales que podemos obtener de la creación no son suficientes para instruirnos completamente en la verdad, y sin la luz de la Escritura, el entendimiento humano permanece en la oscuridad. La Escritura ilumina nuestro entendimiento, nos muestra al verdadero Dios y nos enseña el camino hacia la vida eterna. Por lo tanto, no podemos confiar únicamente en nuestras percepciones naturales, sino que debemos recurrir a la Palabra de Dios, que es la única fuente infalible de la verdad divina.

Capítulo VII: Cuáles son los testimonios con que se ha de probar la Escritura para que tengamos su autoridad por auténtica, a saber del Espíritu Santo; y que es una maldita impiedad decir que la autoridad de la Escritura depende del juicio de la Iglesia

Antes de avanzar en el conocimiento de Dios a través de la Escritura, es necesario entender la autoridad de la misma. La Escritura debe ser reconocida como la Palabra de Dios, no porque la Iglesia lo haya decidido, sino porque su autoridad proviene de Dios mismo. Algunos han sostenido que la autoridad de la Escritura depende del juicio de la Iglesia, pero esta es una grave equivocación. La Iglesia no tiene poder para conferir autoridad a la Escritura; más bien, la Escritura es la base sobre la cual se funda la Iglesia.

El apóstol Pablo enseña que la Iglesia está edificada sobre el fundamento de los profetas y los apóstoles. Por lo tanto, la Escritura precede a la Iglesia, y su autoridad no depende de la aprobación humana. La Iglesia reconoce la Escritura como la Palabra de Dios, pero no la valida ni le otorga su poder. Si la autoridad de la Escritura dependiera del juicio de la Iglesia, nuestra fe estaría sujeta a la opinión humana, lo cual sería un gran error.

San Agustín dijo que no habría creído en el Evangelio si no hubiera sido movido por la autoridad de la Iglesia. Sin embargo, este dicho se refiere a su conversión inicial, cuando, como pagano, fue introducido a la fe por el testimonio de la Iglesia. No implica que la autoridad del Evangelio dependa de la Iglesia, sino que la Iglesia es un medio a través del cual Dios atrae a los hombres a la fe. La verdadera certidumbre de la Escritura no proviene del juicio humano, sino del testimonio interno del Espíritu Santo.

Este testimonio del Espíritu es fundamental. Aunque la Escritura lleva consigo su propia autoridad, como la luz que ilumina por sí misma, solo el Espíritu Santo puede convencer a los corazones de su verdad. Los argumentos humanos son insuficientes para establecer firmemente la autoridad de la Escritura; necesitamos el sello del Espíritu Santo en nuestros corazones para tener la certeza plena de que es la Palabra de Dios.

Por tanto, debemos entender que la verdadera fe en la Escritura proviene del Espíritu Santo, quien la confirma en nuestros corazones. Aunque podemos presentar muchas razones y argumentos que apoyen la veracidad de la Escritura, la persuasión final y definitiva viene del Espíritu de Dios, que nos da la certeza más allá de toda duda. La Escritura, por tanto, se sostiene no solo por su majestad intrínseca, sino también por el poder del Espíritu Santo que la respalda.

Capítulo VIII: Hay pruebas con certeza suficiente, en cuanto le es posible al entendimiento humano comprenderlas, para probar que la Escritura es indubitable y certísima

Aunque la fe precede a cualquier demostración, una vez que aceptamos la autoridad de la Escritura por el testimonio del Espíritu Santo, podemos encontrar abundantes pruebas que confirman su veracidad. Estas pruebas no son la base de nuestra fe, pero sirven como confirmación de la certeza que ya hemos recibido por la fe.

La coherencia interna de la Escritura es una de estas pruebas. A pesar de haber sido escrita por diferentes autores en distintos tiempos, la Escritura presenta una armonía y unidad sorprendentes. Su doctrina celestial, elevada por encima de cualquier sabiduría humana, muestra que no es obra de hombres, sino que es inspirada por Dios. Esta sencillez y majestuosidad de la Escritura, que no necesita adornos de elocuencia humana para conmover nuestros corazones, es otra prueba de su origen divino.

Los profetas, aunque algunos como Amós eran hombres simples, hablaban con una autoridad y profundidad que ningún hombre por sí solo podría alcanzar. Los ejemplos de profecías cumplidas en detalle, como la liberación de Israel por Ciro o la conversión de los gentiles, son testimonio claro de que los profetas hablaban inspirados por el Espíritu de Dios. Estas predicciones, muchas de ellas hechas siglos antes de su cumplimiento, confirman que los profetas no hablaban por conjeturas humanas, sino por la revelación divina.

Además de la coherencia interna y las profecías cumplidas, la antigüedad de la Escritura es otra prueba de su veracidad. Los escritos de Moisés preceden a todas las demás obras literarias de la humanidad, y su doctrina no es inventada, sino que se basa en la tradición divina transmitida desde los patriarcas. A pesar de los esfuerzos por destruirla, como ocurrió con la persecución de Antíoco, la Escritura ha sido milagrosamente preservada a lo largo de los siglos.

Finalmente, el hecho de que la Escritura ha sido recibida y preservada por el consenso de la Iglesia, incluso bajo persecución y adversidad, es otra confirmación de su autenticidad. La sangre de los mártires, quienes dieron su vida por la fe que la Escritura enseña, es un testimonio poderoso de su verdad. Sin embargo, aunque estas pruebas son convincentes, la certidumbre final de la Escritura viene solo cuando Dios mismo nos persuade por el testimonio de su Espíritu.

Capítulo IX: Algunos espíritus fanáticos pervierten los principios de la religión, no haciendo caso de la Escritura para poder seguir mejor sus sueños, so título de revelaciones del Espíritu Santo

El autor condena enérgicamente a aquellos que, bajo la excusa de exaltación espiritual, desprecian la Escritura en favor de supuestas revelaciones directas del Espíritu Santo. Afirma que estas personas, lejos de estar simplemente equivocadas, muestran un comportamiento lleno de furia y desatino. Critica especialmente a quienes consideran la Escritura como algo infantil o irrelevante, ignorando que los apóstoles, inspirados por el Espíritu de Cristo, siempre la veneraron y respetaron profundamente. Tanto el profeta Isaías como el apóstol Pablo destacaron la unión inseparable entre la Escritura y el Espíritu, y aquellos que intentan separarlos caen en sacrilegio. El Espíritu Santo no ha sido enviado para revelar nuevas doctrinas, sino para confirmar en nuestros corazones la misma enseñanza que ya está contenida en el Evangelio. Además, se recalca que la Escritura es el verdadero juez del Espíritu. Aunque algunos afirmen que el Espíritu está por encima de la Palabra escrita, el autor sostiene que el Espíritu nunca se contradice a sí mismo y siempre permanece constante en lo revelado en la Escritura.

Se aborda también la crítica de que la letra de la Escritura "mata", explicando que esta afirmación se malinterpreta cuando se desprecia la gracia que la acompaña. En este contexto, la Ley solo mata cuando se recibe sin la gracia de Dios, pero cuando el Espíritu la imprime en los corazones de los fieles, esta letra se convierte en vida. Finalmente, se resalta cómo el Espíritu vivifica, mostrando que Cristo iluminó a sus discípulos no para que desprecien las Escrituras, sino para que las comprendan plenamente. Aquellos que buscan desechar la Escritura para seguir sus propios sueños están lejos del verdadero camino de la fe cristiana.

Capítulo X: La Escritura, para extirpar la superstición, opone exclusivamente el verdadero Dios a los dioses de los paganos

En este capítulo, el autor se enfoca en la clara revelación de Dios en las Escrituras, distinguiéndolo de los falsos dioses adorados por los paganos. Se explica cómo, aunque Dios es evidente en la creación y en sus criaturas, es en la Escritura donde se manifiesta más abierta y familiarmente. La Escritura nos dirige a un conocimiento más profundo y específico de Dios, revelando su bondad como Creador y su justicia como juez. Aunque no se hace referencia directa al pacto con Abraham, se subraya la relación de Dios con su creación, gobernando el mundo y castigando a los malvados cuando es necesario.

Este conocimiento de Dios no es meramente teórico, sino que se basa en una experiencia viva. El pasaje de Éxodo 34:6-7 es destacado para mostrar cómo Dios se revela en su clemencia, bondad, misericordia, justicia y juicio. Estos atributos se manifiestan tanto en la creación como en la historia de la salvación, y este conocimiento nos lleva a confiar plenamente en Dios y servirle con una vida de obediencia y devoción. Además, el capítulo enfatiza que no existe más que un solo Dios verdadero, y todos los intentos paganos de representar o imaginar a Dios resultan en desviaciones, como demuestra la historia de la humanidad.

Capítulo XI: Es una abominación atribuir a Dios forma alguna visible, y todos cuantos erigen imágenes o ídolos se apartan del verdadero Dios

El autor sostiene que representar a Dios mediante imágenes visibles no solo es inadecuado, sino que es una corrupción de su gloria. Aunque algunas veces en la Escritura Dios se manifestó a través de ciertos signos, como el fuego o la nube, estas señales advertían sobre la incomprensibilidad de su esencia. Cualquier intento de representar a Dios, ya sea mediante estatuas, pinturas o cualquier figura visible, es condenado en la Ley, donde se prohíbe la creación de imágenes (Éxodo 20:4).

El capítulo presenta diversas razones por las cuales Dios no debe ser representado materialmente. Cita a Moisés y a los profetas, quienes enseñan que la majestad de Dios se ve vilipendiada al asemejarlo a una cosa corpórea o visible. Incluso filósofos paganos, como Séneca, son citados para reforzar la idea de que es absurdo representar a Dios de forma material. A lo largo de la historia, los intentos de representar a Dios han sido una señal clara de idolatría y desobediencia a su mandato.

El capítulo también critica la justificación de algunos que argumentan que las imágenes son "libros para los ignorantes". El autor rechaza esta idea, mostrando que las imágenes son, en realidad, una enseñanza falsa y engañosa, como lo atestiguan los profetas Jeremías y Habacuc. Además, se menciona cómo los primeros concilios y Padres de la Iglesia condenaron la creación y el uso de imágenes en los templos cristianos. Las imágenes, lejos de servir como ayuda para la devoción, llevan a la superstición y alejan a los fieles de la verdadera adoración.

Capítulo XII: Dios se separa de los ídolos a fin de ser Él solamente servido

En este capítulo, se explica cómo el verdadero conocimiento de Dios no es solo especulativo, sino que nos lleva a servirle adecuadamente. La Escritura nos enseña que Dios es celoso y no tolera que se le mezcle con otros dioses, exigiendo que se le atribuya todo lo que le pertenece. La verdadera religión consiste en servir a Dios como Él ha ordenado, sin mezclar la devoción a Dios con la veneración de otros seres, ya sean ángeles o santos.

El autor señala que la Ley fue dada como una guía para que los hombres no cayeran en formas falsas de adoración. Dios ha dejado claro que todo lo que se desvíe de su mandato es un sacrilegio. Aunque la superstición muchas veces no rechaza abiertamente a Dios, suele mezclar su culto con la veneración de otras figuras, lo que dispersa la gloria que solo debe pertenecer a Él. El autor critica especialmente la práctica de adorar o servir a los santos, comparándola con la adoración que los paganos daban a sus múltiples dioses.

Finalmente, se menciona la distinción entre "latría" (adoración) y "dulía" (servicio) que se emplea en la Iglesia romana. Esta distinción es rechazada por el autor, argumentando que, en la práctica, no hace ninguna diferencia real y sigue siendo una forma de idolatría. Se concluye que el servicio religioso debe estar reservado únicamente para Dios, y cualquier acto de devoción hacia las criaturas es una violación de la verdadera religión.

La distinción entre latría y dulía es una diferenciación teológica utilizada en la tradición cristiana, especialmente en la Iglesia católica, para distinguir dos tipos de veneración o culto que se puede rendir a Dios y a los santos.

  1. Latría (del griego "latreia"): Es el culto o adoración que se debe exclusivamente a Dios. Se refiere a la reverencia más alta, reservada solo para la divinidad. La "latría" implica adoración en el sentido pleno, reconociendo a Dios como el ser supremo, creador y sustentador del universo. Es un acto de sometimiento total ante Dios, quien es considerado digno de ser adorado por ser omnipotente, omnisciente y omnipresente.

  2. Dulía (del griego "douleia"): Es el culto o veneración que se ofrece a los santos y ángeles, pero no en el mismo nivel que a Dios. Implica un respeto o reverencia especial hacia aquellos seres humanos o criaturas que, por su santidad o cercanía a Dios, merecen ser honrados. No se les adora, sino que se les rinde un tipo de honor por su vida de virtud y por interceder ante Dios en favor de los fieles.

Dentro de esta distinción, también existe un culto especial llamado hiperdulía, que es un tipo de veneración superior a la "dulía" pero inferior a la "latría". Este culto está reservado específicamente para la Virgen María, debido a su papel único como madre de Jesucristo.

Capítulo XIII: La Escritura nos enseña desde la creación del mundo que en la esencia única de Dios se contienen tres personas

La Escritura nos enseña que la esencia de Dios es infinita y espiritual. Esta enseñanza no solo sirve para corregir los errores del pensamiento popular, sino también para refutar las sutilezas de la filosofía pagana. Los antiguos pensadores llegaron a decir que Dios es todo lo que vemos y también lo que no vemos, como si la divinidad estuviera diseminada por toda la creación. Sin embargo, la Escritura, al referirse a Dios como Jehová y Elohim, disipa cualquier confusión o intento de limitar su naturaleza. Nos muestra que su esencia es infinitamente superior a cualquier cosa que podamos percibir o imaginar, siendo de naturaleza espiritual, no carnal ni terrena. Es esta infinitud la que debe llenarnos de reverencia y asombro, pues intentar medir a Dios con nuestros sentidos es una presunción insensata.

Además, la Escritura revela una verdad aún más profunda: aunque Dios es uno en esencia, en Él coexisten tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta distinción trinitaria es fundamental para nuestra comprensión de Dios. Si no reconocemos estas tres personas en la única esencia divina, nuestra concepción de Dios será vacía y superficial. Sin embargo, esta distinción no implica una división en la esencia divina. Dios no se fracciona ni se divide entre estas tres personas; su unidad permanece intacta, y cada una de las personas participa completamente de la misma esencia divina, sin que esto implique una separación o fragmentación.

Algunos han objetado el uso de la palabra "Persona" para describir a las tres hipóstasis de la Trinidad, argumentando que es una invención humana. Sin embargo, la Iglesia, en su sabiduría, ha empleado este término para explicar de manera comprensible la distinción entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, sin comprometer la unidad de la esencia divina. Aunque esta palabra no se encuentra explícitamente en la Escritura, describe fielmente lo que la revelación bíblica afirma. Así, las palabras "Trinidad" y "Persona" son herramientas útiles para salvaguardar la verdad de la fe frente a las herejías que han intentado distorsionar la doctrina cristiana.

El uso de términos como "sustancia", "esencia" e "hipóstasis" ha sido necesario para refutar las herejías y asegurar una correcta comprensión de la naturaleza de Dios. Los primeros Padres de la Iglesia, enfrentándose a las tergiversaciones de Arrio y Sabelio, debieron articular de manera más clara las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, afirmando que las tres personas de la Trinidad son coeternas y coiguales en poder y gloria. Al hacerlo, no introdujeron novedades que alteraran la enseñanza bíblica, sino que ofrecieron explicaciones que protegieran la verdad revelada contra las distorsiones.

La Iglesia no ha introducido estos términos por curiosidad o para provocar debates inútiles, sino para edificar y proteger a los fieles. Las herejías de Arrio, que negaba la plena divinidad del Hijo, y de Sabelio, que confundía las personas de la Trinidad, mostraron la necesidad de ser precisos en el lenguaje teológico. Así, el término "Trinidad" sirve para afirmar la unidad esencial de Dios y, al mismo tiempo, la distinción real de las tres personas. A través de esta doctrina, la Iglesia confiesa que el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, y sin embargo, no hay tres dioses, sino un solo Dios.

Capítulo XIV: La escritura, por la creación del mundo y de todas las cosas, diferencia con ciertas notas al verdadero Dios de los falsos dioses

En este capítulo, Calvino expone cómo la creación del mundo, tal como la narra la Escritura, sirve como una clara distinción entre el verdadero Dios y los falsos dioses venerados por los gentiles. Critica la ignorancia de los idólatras, a quienes el profeta Isaías reprocha por no haber aprendido de la creación del mundo y del vasto universo la verdad sobre Dios. Aunque reconoce que el entendimiento humano es limitado, Calvino resalta la importancia de la narración bíblica de la creación como un ancla que sostiene a los fieles y les impide caer en supersticiones.

Calvino también critica la visión filosófica de Dios como el "alma del mundo", considerándola una explicación insuficiente y vaga que no capta la esencia de Dios como creador. En su lugar, argumenta que la narración bíblica de la creación es más íntima y clara, permitiendo a los fieles conocer a Dios con mayor profundidad. La creación del mundo, a través de los días descritos en el Génesis, no solo refuerza la verdad divina sino que también refleja el orden y la sabiduría de Dios.

El capítulo también aborda la creación de los ángeles, quienes, aunque no son mencionados explícitamente en el relato de la creación, son reconocidos como criaturas de Dios encargadas de servirle y cumplir su voluntad. Este enfoque resalta la grandeza y la organización del reino celestial, al tiempo que rechaza las especulaciones innecesarias sobre su naturaleza o jerarquía, centrándose en lo que la Escritura nos enseña sobre su propósito.

Finalmente, Calvino advierte contra la curiosidad excesiva y la especulación innecesaria sobre los misterios que Dios ha decidido mantener ocultos, instando a los fieles a la humildad y la reverencia en su acercamiento a estos temas.

Capítulo XV: como era el hombre al ser creado

El capítulo comienza describiendo la condición del hombre en su creación, antes de la caída. Se sostiene que el hombre fue creado en un estado de perfección e integridad, siendo la obra más noble de Dios, en la cual se manifestaba de manera evidente su justicia, sabiduría y bondad. Este punto es crucial, ya que el autor afirma que no se puede conocer verdaderamente a Dios sin conocerse también a uno mismo, tanto en el estado original de perfección como en la situación de corrupción y ruina tras la caída de Adán. Además, advierte sobre el peligro de imputar a Dios la culpa de los vicios humanos, una acusación que proviene tanto de los impíos como de aquellos que, aunque más reverentes, excusan sus pecados atribuyéndolos a la naturaleza corrompida. El autor enfatiza que la justicia de Dios debe ser protegida de toda acusación, demostrando que la corrupción humana no es atribuible al Creador, sino que surge de la elección humana.

El texto continúa señalando que, al ser creado de la tierra y el lodo, el hombre no tiene motivo para el orgullo, pues su origen humilde le recuerda su condición terrenal. Sin embargo, el hecho de que Dios haya infundido un alma inmortal en el hombre, lo eleva a una dignidad superior, permitiéndole enorgullecerse, no de su naturaleza material, sino de la generosidad y gracia de su Creador.

Naturaleza del alma. Su inmortalidad

El hombre está compuesto de dos partes: el cuerpo y el alma, siendo esta última una esencia inmortal y creada, la parte más noble del ser humano. En las Escrituras, el alma a veces se llama espíritu, y ambos términos se usan indistintamente en algunos contextos. La inmortalidad del alma es demostrada por su capacidad para responder al juicio de Dios, por lo cual la conciencia del bien y el mal es una señal de que el alma tiene una esencia distinta y eterna. Además, el conocimiento de Dios y la capacidad del alma para reflexionar sobre el pasado y predecir el futuro, superando las limitaciones corporales, evidencian que el hombre tiene una parte espiritual que trasciende la existencia terrenal. Este conocimiento sobrepasa los sentidos corporales, lo que indica que la sede de esta sabiduría es el espíritu. El texto sostiene que incluso fenómenos como los sueños revelan esta inmortalidad, pues inspiran pensamientos e imaginaciones que exceden la realidad física.

La enseñanza de la Escritura apoya esta distinción entre cuerpo y alma, destacando que el alma es la parte principal del ser humano. San Pablo y otros escritores bíblicos se refieren a la purificación del alma, distinguiéndola de la carne, y la salvación eterna es entendida como un destino del alma. Así, se concluye que la existencia del alma es independiente del cuerpo y que esta tiene su propia esencia.

El hombre creado a imagen de Dios

El hombre fue creado a imagen de Dios, lo que principalmente se refiere a su alma. Aunque algunos sugieren que la imagen de Dios también incluye aspectos corporales, el texto argumenta que es en el alma donde reside esta imagen de forma más clara. La inteligencia, la capacidad de discernir el bien y el mal, y la habilidad de conocer a Dios son reflejos de la imagen divina en el hombre. No obstante, tras la caída, esta imagen se corrompió, aunque no fue destruida completamente. El autor critica a Osiander por confundir el significado de la imagen de Dios, extendiéndola tanto al cuerpo como al alma, y por sugerir que Cristo habría tomado forma humana incluso si Adán no hubiera pecado. Este enfoque es refutado, señalando que la imagen de Dios debe entenderse en términos espirituales, no corporales.

En cuanto a la distinción entre los términos "imagen" y "semejanza", el autor considera que no hay una diferencia real entre ellos, ya que ambos términos expresan la misma idea de que el hombre fue creado para reflejar a Dios. La imagen de Dios en el hombre no debe buscarse en su dominio sobre otras criaturas, sino en su alma y en las cualidades que lo asemejan a Dios.

Sólo la regeneración permite comprender la imagen de Dios

La verdadera comprensión de lo que significa ser creado a imagen de Dios sólo se puede alcanzar a través de la regeneración, es decir, el proceso mediante el cual el hombre corrupto recupera su integridad original en Cristo. Aunque la caída de Adán no borró por completo la imagen de Dios, esta fue tan desfigurada que sólo a través de Cristo puede ser restaurada plenamente. San Pablo enseña que el objetivo de la regeneración es que Cristo reforme al hombre conforme a la imagen de Dios. Esta renovación, según el Apóstol, comienza con el conocimiento, seguido por una justicia santa y verdadera. De este modo, la imagen de Dios en el hombre original consistía en la claridad del espíritu, la rectitud del corazón y la integridad de todas las facultades humanas.

Cristo es la imagen perfecta de Dios, y a través de la contemplación de su gloria, los fieles son transformados en esa misma imagen. Esta transformación no es sólo física, sino espiritual, restaurando al hombre en piedad, justicia, pureza e inteligencia verdaderas. La regeneración, entonces, es el medio por el cual el hombre recupera su semejanza con Dios, una imagen que fue casi destruida por el pecado, pero que alcanzará su perfección en la vida celestial.

Refutación de los errores maniqueos sobre el origen del alma

El texto también refuta la herejía de los maniqueos, que afirmaban que el alma es una derivación de la esencia de Dios. Este error es considerado monstruoso, ya que implicaría que Dios está sujeto a las mismas pasiones, debilidades y vicios que el hombre. En cambio, el alma humana, aunque hecha a imagen de Dios, es una creación distinta y no una emanación de su sustancia. Las almas, al igual que los ángeles, son creadas por Dios, no transfundidas de su esencia. Por lo tanto, aunque el alma lleva la imagen de Dios, es una entidad creada, y su relación con Dios es de semejanza, no de identidad.

Capítulo XVI: Dios, después de crear con su potencia el mundo y cuanto hay en él, lo gobierna y mantiene todo con su providencia

Este capítulo trata sobre el gobierno y la providencia de Dios, afirmando que no sólo es el creador del mundo, sino también su gobernante perpetuo. Aunque los impíos pueden reconocer la existencia de Dios a través de la creación visible, sólo la verdadera fe puede penetrar en la comprensión de su providencia. La potencia divina no se limita al acto de creación, sino que continúa operando en el mundo, manteniendo el orden y controlando cada detalle del universo. Si bien los filósofos reconocen que el poder de Dios se muestra en la creación, no llegan a comprender que toda la maquinaria del mundo está bajo su control constante.

El pensamiento natural puede contemplar el mundo como algo que sigue un curso preestablecido, basado en la fuerza otorgada por Dios en el momento de la creación. Sin embargo, esta idea no basta para comprender la verdadera naturaleza de la providencia divina. La fe debe ir más allá, reconociendo que Dios no sólo creó el universo, sino que lo gobierna de manera activa y particular. Su cuidado se extiende a todas las criaturas, desde los eventos más grandes hasta los detalles más pequeños, lo que demuestra que nada sucede fuera de su voluntad. David, en los Salmos, refleja esta idea al hablar no sólo de la creación, sino también del mantenimiento continuo del mundo por la providencia divina.

Nada es efecto del azar; todo está sometido a la providencia de Dios

El texto enfatiza que nada ocurre por azar, sino que todo está regido por la providencia divina. La opinión común de que ciertos eventos suceden por casualidad o fortuna es criticada, ya que se contradice con la enseñanza bíblica de que todos los cabellos de nuestra cabeza están contados por Dios. Cada evento en la naturaleza, incluso aquellos que parecen fortuitos, como una tormenta, un accidente o una oportunidad inesperada, están bajo el control de Dios.

Aunque algunas personas piensan que las cosas se mueven de acuerdo a las leyes naturales sin intervención divina, el texto reafirma que todas las fuerzas de la naturaleza actúan sólo bajo la dirección de Dios. Un ejemplo de esto es el Sol, cuyo poder para dar luz y calor no es más que un instrumento en manos de Dios. El Sol, aunque es vital para la vida en la tierra, no actúa por sí mismo, sino que sigue el mandato divino. Este control divino sobre la naturaleza se muestra también en milagros como los que sucedieron con Josué y el rey Ezequías, donde el curso del Sol fue alterado por el poder de Dios.

Dios no es sólo causa primera; también lo gobierna y dirige todo

El autor refuerza la idea de que Dios no es solo una causa inicial que puso en marcha el universo y luego lo dejó seguir su curso. En lugar de eso, gobierna todos los movimientos particulares del mundo con un propósito definido. Dios no es como un constructor que, después de preparar un canal, deja que el agua fluya por su cuenta. Su poder es continuo, gobernando cada detalle de la creación.

El texto subraya que reconocer a Dios como Todopoderoso implica aceptar que todos los aspectos de la vida están bajo su control. Nada ocurre sin su voluntad, y esto debe ser un consuelo para los fieles, ya que todo lo que ocurre en sus vidas está bajo el dominio de Dios. Limitar la providencia de Dios a un simple control sobre el curso natural de las cosas es robarle la gloria que le corresponde como el soberano absoluto del universo.

La providencia de Dios no es presciencia; es algo actual

La providencia de Dios no debe entenderse como una mera presciencia, una observación pasiva de lo que sucede en el mundo. En cambio, debe verse como algo activo y presente. Dios no sólo ve lo que ocurre, sino que guía y ordena cada acción. El ejemplo de Abraham, quien confía en que Dios proveerá en una situación difícil, demuestra que la providencia no es sólo conocimiento anticipado, sino una intervención real y directa en los asuntos humanos.

La providencia de Dios no se limita a los grandes eventos, sino que también se extiende a los detalles más pequeños y aparentemente insignificantes de la vida diaria. No se trata de una supervisión general, sino de una disposición particular de cada cosa. Los seres humanos, aunque dotados de libre albedrío, están sujetos a la dirección divina, y todo lo que sucede está bajo su control soberano.

La providencia de Dios se ejerce incluso en la naturaleza

El autor argumenta que los ciclos naturales, como el cambio de estaciones, no ocurren por azar o simplemente por leyes naturales establecidas al inicio del tiempo. En cambio, son dirigidos continuamente por la mano de Dios. Si bien las estaciones, la lluvia y el calor parecen seguir un patrón natural, estos fenómenos son en realidad gobernados directamente por Dios. Él puede cambiar el curso natural de las cosas para bendecir o castigar, como lo indican las Escrituras, donde se habla de la lluvia como un signo de la bendición divina y de la sequía como una señal de castigo.

La fertilidad de la tierra, las lluvias oportunas y las buenas cosechas no deben ser vistas como producto de causas naturales aisladas, sino como un reflejo del favor de Dios. Así también, las catástrofes naturales, como las sequías o tormentas devastadoras, son manifestaciones de su juicio. El texto advierte contra la tendencia de atribuir estos eventos al azar o a las estrellas, en lugar de reconocer la mano activa de Dios en todas las cosas.

Dios lo dirige todo en la vida de sus criaturas

El gobierno de Dios sobre la creación tiene un propósito específico: dirigir todas las cosas hacia el bien de sus criaturas, particularmente el hombre. El profeta Jeremías y Salomón confirman que el camino del hombre no es independiente, sino que está bajo la dirección divina. Aunque los hombres tienen libertad para actuar según su naturaleza, sus acciones y decisiones están finalmente sujetas a la voluntad de Dios.

La Escritura muestra que incluso los eventos que parecen fortuitos, como el lanzamiento de una suerte, están bajo el control de Dios. Nada sucede sin su dirección, y los seres humanos deben reconocer su dependencia total de Él. Las diferencias en la condición de los hombres, como la pobreza o la riqueza, no son el resultado del azar o de la habilidad humana, sino de la determinación divina, que distribuye a cada uno según su voluntad.

Dios dirige el timón del mundo para conducir los acontecimientos particulares

El texto afirma que los acontecimientos particulares que ocurren en el mundo son pruebas claras de la providencia de Dios. Cuando Dios interviene en la naturaleza, como al levantar un viento para hacer cumplir su voluntad, esto demuestra que todo está bajo su control. No hay viento, lluvia o tempestad que no responda al mandato divino, y los eventos más cotidianos en la naturaleza también son testimonios de su poder.

De manera similar, los nacimientos, la fertilidad y la esterilidad son controlados por Dios, quien decide cuándo y a quién otorgar estos dones. Incluso el pan, que es el sustento básico del hombre, sólo tiene la capacidad de alimentar por la bendición divina. Todo en la vida del ser humano, desde lo más grande hasta lo más pequeño, depende de la providencia de Dios.

Esta doctrina no tiene nada de común con el "fatum" de los estoicos

El autor rechaza la acusación de que esta doctrina es similar al fatalismo estoico, que sostiene que todo sucede por una necesidad ciega. A diferencia de los estoicos, que creían en un destino inmutable gobernado por las leyes de la naturaleza, el cristianismo enseña que Dios gobierna el mundo con sabiduría y propósito. La necesidad que se menciona en relación con la providencia de Dios no es una necesidad ciega, sino una determinación divina que guía todas las cosas hacia su fin predeterminado.

El concepto de "fortuna" o "azar" es rechazado como incompatible con la fe cristiana. Todo lo que sucede en el mundo, tanto lo bueno como lo malo, procede de la voluntad de Dios. Aunque los seres humanos a menudo no pueden ver o comprender las causas últimas de los eventos, deben confiar en que todo está bajo el control de Dios y dirigido por su providencia.

Aunque dirigidos por Dios, los acontecimientos nos resultan fortuitos

Finalmente, el autor reconoce que, desde la perspectiva humana, muchos eventos pueden parecer fortuitos o aleatorios, ya que no comprendemos los planes divinos. Sin embargo, lo que parece casual o accidental desde nuestro punto de vista está, en realidad, dirigido por Dios. Cada suceso tiene una causa en la voluntad divina, aunque no siempre podamos entenderlo.

Capítulo XVII: Determinación del fin de esta doctrina para que podamos aprovecharnos bien de ella

Como el espíritu de los hombres se siente inclinado a sutilezas vanas, con gran dificultad se puede conseguir que aquellos que no comprenden el verdadero uso de esta doctrina no se enreden en la maraña de grandes dificultades. Por tanto, será conveniente explicar brevemente con qué fin nos enseña la Escritura que todo cuanto se hace está ordenado por Dios. Primeramente, es necesario notar que la providencia de Dios ha de considerarse tanto respecto al pasado como al porvenir; luego, que de tal manera gobierna todas las cosas, que unas veces obra mediante intermediarios, otras sin ellos, y a veces contra todos los medios. Finalmente, su intento es mostrar que Dios tiene cuidado del linaje humano, y principalmente cómo vela atentamente por su Iglesia, a la que mira más de cerca.

La providencia divina es la sabiduría misma. Aunque el favor paternal de Dios, o su bondad, o el rigor de sus juicios reluzcan muchas veces en el curso de su providencia, las causas de las cosas que acontecen son ocultas. Poco a poco llegamos a pensar que los asuntos de los hombres son movidos por el ciego ímpetu de la fortuna, o nuestra carne nos impulsa a murmurar contra Dios, como si Él se complaciese en arrojar a los hombres de acá para allá, cual si fuesen pelotas. Es verdad que, si mantenemos el entendimiento tranquilo y sosegado, el resultado final manifestará que Dios tiene grandísima razón en su determinación de hacer lo que hace, sea para instruir a los suyos en la paciencia, para corregir sus malas aficiones, para dominar su lascivia, o para obligarlos a renunciar a sí mismos. También puede ser para abatir a los soberbios o para confundir la astucia de los impíos y destruir sus maquinaciones. En todo caso, debemos tener por seguro que, aunque no entendamos las causas, estas están escondidas en Dios, y por lo tanto debemos exclamar con David: "Has aumentado, oh Jehová Dios mío, tus maravillas; y tus pensamientos para con nosotros no es posible contarlos ante ti" (Sal. 40,5).

Aunque en nuestras adversidades debemos acordarnos de nuestros pecados para que la misma pena nos mueva a hacer penitencia, sabemos que Cristo atribuye a su Padre, cuando castiga a los hombres, una autoridad mucho mayor que la facultad de castigar a cada cual conforme a su merecimiento. Pues hablando del ciego de nacimiento dice: "No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él" (Jn. 9, 3). Aquí murmura nuestro sentir carnal, al ver que un niño, aun antes de haber nacido, es castigado tan rigurosamente como si Dios no se condujera humanamente con los que castiga sin ellos merecerlo. Pero Jesucristo afirma que la gloria de su Padre brilla en tales espectáculos, con tal que tengamos los ojos limpios.

La voluntad de Dios es la causa justísima de todo cuanto hace. Debemos tener la modestia de no forzar a Dios a darnos cuenta y razón, sino adorar sus juicios ocultos, aceptando que su voluntad es para nosotros la causa justísima de todo cuanto hace.

Capítulo XVIII
Dios se sirve de los impíos y doblega su voluntad para que ejecuten sus designios, quedando sin embargo él limpio de toda mancha

Otra cuestión mucho más difícil que esta surge de otros textos de la Escritura, en los cuales se dice que Dios doblega, fuerza y atrae a donde quiere al mismo Satanás y a todos los réprobos. Porque el pensamiento carnal no puede comprender cómo es posible que, obrando Dios por medio de ellos, no se le pegue algo de su inmundicia; más aún, cómo en una obra en la que Él y ellos toman parte juntamente, puede Él quedar limpio de toda culpa, y a la vez castigar con justicia a los que le han servido en aquella obra. Y esta es la razón de haber establecido la distinción entre hacer y permitir, pues a muchos parecía un nudo indisoluble el que Satanás y los demás impíos estén bajo la mano y la autoridad de Dios de tal manera que Él encamine la malicia de ellos al fin que se propone, y que se sirva de sus pecados y abominaciones para llevar a cabo sus designios.

Con todo, se podría excusar la modestia de los que se escandalizan ante la apariencia del absurdo, si no fuese porque intentan vanamente mantener la justicia de Dios con falsas excusas y so color de mentira contra toda sospecha. Les parece que es del todo absurdo que el hombre, por voluntad y mandato de Dios, sea cegado para ser luego castigado por su ceguera. Por ello, usan del subterfugio de decir que ello sucede, no porque Dios lo quiera, sino solamente porque lo permite. Pero es Dios mismo quien, al declarar abiertamente que Él es quien lo hace, rechaza y condena tal subterfugio.

Que los hombres no hacen cosa alguna sin que tácitamente les dé Dios licencia, y que nada pueden deliberar, sino lo que Él de antemano ha determinado en sí mismo y lo que ha ordenado en su secreto consejo, se prueba con infinitos y evidentes testimonios. Es cosa certísima que lo que hemos citado del salmo: que Dios hace todo cuanto quiere (Sal. 115,3), se extiende a todo cuanto hacen los hombres. Si Dios es, como dice el salmista, el que ordena la paz y la guerra, y esto sin excepción alguna, ¿quién se atreverá a decir que los hombres pelean los unos contra los otros temeraria y confusamente sin que Dios sepa cosa alguna, o si lo sabe, permaneciendo mano sobre mano, según suele decirse? Pero esto se verá más claro con ejemplos particulares.

Por el capítulo primero del libro de Job sabemos cómo Satanás se presenta delante de Dios para oír lo que Él le mandare, lo mismo que el resto de los ángeles que voluntariamente le sirven; pero él hace esto con un fin y propósito muy distinto de los demás. Mas, sea como fuere, esto demuestra que no puede intentar cosa alguna sin contar con la voluntad de Dios. Y aunque después parece que obtiene una expresa licencia para atormentar a aquel santo varón, sin embargo, como quiera que es verdad aquella sentencia: "Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito" (Job 1,21), deducimos que Dios fue el autor de aquella prueba, cuyos ministros fueron Satanás y aquellos perversos ladrones. Satanás se esfuerza por incitar a Job a revolverse contra Dios por desesperación; los sabeos impía y cruelmente echan mano a los bienes ajenos robándolos. Mas Job reconoce que Dios es quien le ha despojado de todos sus bienes y hacienda, y que se ha convertido en pobre porque así Dios lo ha querido. Y por eso, a pesar de cuanto los hombres y el mismo Satanás maquinan, Dios sigue conservando el timón para conducir sus esfuerzos a la ejecución de sus juicios.

Quiere Dios que el impío Acab sea engañado; el Diablo ofrece sus servicios para hacerlo, y es enviado con orden expresa de ser espíritu mentiroso en boca de todos los profetas (1 Re. 21,20-22). Si el designio de Dios es la obcecación y locura de Acab, la ficción de permisión se desvanece. Porque sería cosa ridícula que el juez solamente permitiese, y no determinara lo que deseaba que se hiciese, y mandara a sus oficiales la ejecución de la sentencia.

La intención de los judíos era matar a Jesucristo. Pilato y la gente de la guarnición obedecen al furor del pueblo; sin embargo, los discípulos, en la solemne oración que Lucas cita, afirman que los impíos no han hecho sino lo que la mano y el consejo de Dios habían determinado, como ya san Pedro lo había demostrado, que Jesucristo había sido entregado a la muerte por el deliberado consejo y la presciencia de Dios (Hech. 4,28; 2,23); como si dijese: Dios – al cual ninguna cosa está encubierta –, a sabiendas y voluntariamente había determinado lo que los judíos ejecutaron. Como él mismo confirma en otro lugar, diciendo: "Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos los profetas, que su Cristo había de padecer" (Hech. 3,18).

Absalón, mancillando el lecho de su padre con el incesto, comete una maldad abominable; sin embargo, Dios afirma que esto ha sido obra suya, porque estas son las palabras con que Dios amenazó a David: "Tú hiciste esto en secreto, mas yo lo haré delante de todo Israel y a pleno sol" (2 Sm. 12,12). Jeremías afirma también que toda la crueldad que emplean los caldeos con la tierra de Judá es obra de Dios (Jer. 50,25). Por esta razón Nabucodonosor es llamado siervo de Dios, aunque era gran tirano.

En muchísimos otros lugares de la Escritura afirma Dios que Él con su silbo, con el sonido de la trompeta, con su mandato y autoridad reúne a los impíos y los acoge bajo su bandera para que sean sus soldados. Llama al rey de Asiria vara de su furor y hacha que Él menea con su mano. Llama a la destrucción de la ciudad santa de Jerusalén y a la ruina de su templo, obra suya (Is. 10,5; 5,26; 19,25). David, sin murmurar contra Dios, sino reconociéndolo por justo juez, afirma que las maldiciones con que Semeí le maldecía le eran dichas porque Dios así lo había mandado: "Dejadle que maldiga, pues Jehová se lo ha dicho" (2 Sm. 16,11). Muchas veces dice la Escritura que todo cuanto acontece procede de Dios, como el cisma de las diez tribus, la muerte de los dos hijos de Eli, y otras muchas semejantes (1 Re. 11,31; 1 Sm. 2,34).

Los que tienen alguna familiaridad con la Escritura saben que solamente he citado algunos de los infinitos testimonios que hay; y lo he hecho así en gracia a la brevedad. Sin embargo, por lo que he citado se verá clara y manifiestamente que los que ponen una simple permisión en lugar de la providencia de Dios, como si Dios permaneciese mano sobre mano contemplando lo que fortuitamente acontece, desatinan y deliran sobremanera; pues si ello fuese así, los juicios de Dios dependerían de la voluntad de los hombres.


Conclusión

La doctrina de la providencia divina expuesta en estos capítulos subraya que Dios tiene control absoluto sobre todas las cosas, desde los eventos más insignificantes hasta las acciones más trascendentales de la historia. Dios no solo permite que sucedan, sino que dirige incluso la maldad de los hombres y los actos de Satanás hacia sus propios fines justos y soberanos, manteniéndose siempre sin mancha. A través de su sabiduría, Dios utiliza los actos impíos para cumplir sus designios, sin que los seres humanos queden exentos de responsabilidad por sus actos. Esto nos invita a reconocer tanto la justicia como la providencia de Dios, quien guía todos los eventos para la salvación y el bienestar de su Iglesia, recordándonos que, aunque sus caminos son insondables, siempre son justos y buenos.

jueves, 3 de octubre de 2024

Juan Calvino - Vida y obra (1509-1564)

 


Un teólogo que revolucionó el pensamiento cristiano, Juan Calvino se destacó por su rigor intelectual y su profunda espiritualidad. Su enfoque sistemático de la teología, caracterizado por una interpretación meticulosa de las Escrituras, lo llevó a enfatizar la soberanía de Dios, la predestinación y la gracia. Rechazó las prácticas católicas de su tiempo, estableciendo una nueva visión del cristianismo que abogaba por una vida pública coherente con la fe. Su capacidad para organizar y gobernar la iglesia de Ginebra reflejó su deseo de crear una sociedad cristiana donde la religión y la vida cotidiana estuvieran intrínsecamente unidas. Su legado perdura en la historia del protestantismo, marcando un hito en la evolución de la fe cristiana.

JUAN CALVINO
VIDA Y OBRA

Familia

Calvino provenía de una familia de clase media. El nombre "Calvino" proviene del apellido latino "Calvinus", que es una derivación del adjetivo latino "calvus", que significa "calvo". Este era un apellido relativamente común en la época romana y medieval, utilizado para describir a alguien con poca o ninguna cabellera.

En el caso de Juan Calvino (Jean Calvin en francés), su apellido original era en realidad "Jean Cauvin", ya que nació en Noyon, Francia, en 1509. La forma "Calvinus" es la versión latinizada de su apellido, algo habitual entre los intelectuales del Renacimiento, quienes a menudo adoptaban nombres latinos o griegos como muestra de erudición. Calvino, como muchos de sus contemporáneos, utilizaba esta forma latinizada en sus escritos, lo que facilitó su reconocimiento internacional. 

Fue el segundo de tres hijos Su madre, Jeanne le Franc, era hija de un posadero de Cambrai y falleció por causas desconocidas durante la infancia de Calvino, después de haber dado a luz a otros cuatro hijos. Su padre tuvo una carrera próspera como notario de la catedral y registrador del tribunal eclesiástico. Gérard tenía la intención de que sus tres hijos: Charles, Jean y Antoine se dedicaran al sacerdocio. Lo envió a la Universidad de París en 1523 para que se preparara para el sacerdocio, pero luego decidió que debería ser abogado; por lo tanto, de 1528 a 1531, Calvino estudió en las facultades de derecho de Orléans y Bourges.

Gérard murió el 26 de mayo de 1531. Fue una figura prominente en Noyon, Francia, donde ocupó el cargo de secretario apostólico del obispo y tuvo otros roles significativos en la diócesis. Conocido por su carácter severo, mantenía buenas relaciones con las familias locales. Se volvió a casar y tuvo dos hijas más. Enfrentó dificultades financieras y fue excomulgado, posiblemente por herejía. Tras una larga enfermedad, falleció, y su hijo Carlos se aseguró de que recibiera un entierro adecuado a pesar de sus obligaciones financieras.

Después regresó a París. Durante estos años también estuvo expuesto al humanismo renacentista, influenciado por Erasmo y Jacques Lefèvre d’Étaples, que constituía el movimiento estudiantil radical de la época. Este movimiento, que precede a la Reforma, tenía como objetivo reformar la iglesia y la sociedad según el modelo de la antigüedad clásica y cristiana, estableciéndose mediante un retorno a la Biblia estudiada en sus lenguas originales. Dejó una huella indeleble en Calvino. Bajo su influencia, estudió griego y hebreo, así como latín, las tres lenguas del discurso cristiano antiguo, en preparación para un estudio serio de las Escrituras. También intensificó su interés por los clásicos; su primera publicación (1532) fue un comentario sobre el ensayo de Séneca sobre la clemencia. Se graduaría de Doctor en leyes ese mismo año.

Hugonotes 

Otros interesantes hechos habían ocurrido en la Francia de la época de la reforma, pues en esos años aparecieron los hugonotes que se ubicaron en la parte suroeste de Francia. Los hugonotes eran protestantes franceses que adoptaron las ideas calvinistas a mediados del siglo XVI. El término "hugonote" parece haber tenido inicialmente una connotación peyorativa, aunque su origen exacto no está claro. Los hugonotes no solo adoptaron la teología de Calvino, sino que también desafiaron la autoridad religiosa y política de la monarquía católica francesa. Se congregaban en regiones como Ginebra, donde Calvino tenía su base, y establecieron redes de iglesias reformadas.

La relación entre los hugonotes y el estado francés fue extremadamente conflictiva, ya que la monarquía y la mayoría católica percibían su creciente influencia como una amenaza. Esto culminó en una serie de guerras religiosas conocidas como las Guerras de Religión de Francia (1562-1598), marcadas por eventos sangrientos como la masacre de San Bartolomé en 1572, donde miles de hugonotes fueron asesinados.

Una teoría sugiere que el término proviene del alemán "eidgenossen", que significa "confederados", una referencia a los protestantes suizos que formaban parte de la Confederación Helvética y seguían las enseñanzas de Calvino. Al ser asociado con extranjeros y confederados suizos, el término se utilizaba para despreciar a los protestantes franceses.

Otra hipótesis propone que deriva de "Hugues Capet", fundador de la dinastía de los Capetos, y se vinculaba a la idea de que los protestantes querían retornar a una forma de gobierno más antigua y limitada, lo que implicaba una falta de lealtad hacia la monarquía.

También se ha sugerido que la palabra puede tener su origen en una superstición local de Tours, en Francia, donde se creía en la existencia de un fantasma llamado "el rey Hugón". Los católicos, en un intento por deslegitimar a los protestantes, podrían haber asociado este término con los hugonotes, implicando que eran seguidores de fuerzas oscuras o malvadas.

El conflicto se resolvió parcialmente con el Edicto de Nantes en 1598, emitido por el rey Enrique IV, que garantizaba cierta tolerancia religiosa a los hugonotes. Sin embargo, este edicto fue revocado en 1685 por el rey Luis XIV con el Edicto de Fontainebleau, lo que provocó la persecución y el exilio de muchos hugonotes, quienes se refugiaron en países como Suiza, Inglaterra, Holanda y las colonias americanas.

Conversión

Los años de Calvino en París llegaron a un abrupto final a finales de 1533, debido a que el gobierno se volvió menos tolerante con este movimiento reformista. Calvino, que había colaborado en la preparación de una declaración fuerte de principios teológicos para un discurso público pronunciado por Nicolás Cop, rector de la universidad, consideró prudente abandonar París. Finalmente, se dirigió a Basilea, que en ese momento era protestante pero tolerante con la variedad religiosa. Sin embargo, hasta ese punto, hay poca evidencia de la conversión de Calvino al protestantismo, un evento difícil de datar porque probablemente fue gradual. Sus creencias antes de su huida a Suiza probablemente no eran incompatibles con la ortodoxia católica romana. Pero sufrieron un cambio cuando comenzó a estudiar teología de manera intensiva en Basilea. En fin, Calvino pasaría de ser católico a ser protestante. 

Probablemente, en parte para aclarar sus propias creencias, empezó a escribir. Comenzó con un prefacio a una traducción al francés de la Biblia por su primo Pierre Olivétan y luego emprendió lo que se convertiría en la primera edición de las Instituciones, su obra maestra, que, en sus sucesivas revisiones, se convirtió en la declaración más importante de la creencia protestante. Calvino publicó ediciones posteriores tanto en latín como en francés, conteniendo enseñanzas elaboradas y, en algunos casos, revisadas, así como respuestas a sus críticos. Las versiones finales aparecieron en 1559 y 1560. 

Las Instituciones también reflejaron los hallazgos de los masivos comentarios bíblicos de Calvino, que, presentados de forma extemporánea en latín como conferencias a candidatos ministeriales de muchos países, constituyen la mayor proporción de sus obras. Además, escribió numerosos tratados teológicos y polémicos.

La Reforma Protestante

Primeros acercamientos a la reforma

En marzo de 1536, un momento crucial en la historia del pensamiento cristiano, Juan Calvino, finalmente presentó al mundo su obra monumental, Institutio Christianae Religionis (Institución de la religión cristiana). Este texto, que se erige como un bastión de defensa de su fe, no solo constituía una declaración de principios doctrinales de los reformadores, sino que aspiraba a ser una guía accesible para quienes anhelaban comprender los misterios de la fe cristiana.

Tras esta publicación, Calvino emprendió un breve periplo hacia Ferrara, Italia, donde ejerció como secretario de la ilustrada princesa Renée de Francia. Sin embargo, el sopor del edicto de Coucy, que instaba a los herejes a reconciliarse con la fe católica, le hizo darse cuenta de que su futuro en Francia era insostenible. Así, en un acto de valentía, se encaminó hacia Estrasburgo, pero el destino le llevó a Ginebra, donde el fervor de William Farel le instó a quedarse y contribuir a la reforma de la iglesia.

Sin condiciones previas, Calvino asumió un papel vital en la comunidad, inicialmente como "lector" y posteriormente como "pastor". En 1537, junto a Farel, presentó al consejo de Ginebra un conjunto de artículos que sentarían las bases de la organización eclesiástica. Sin embargo, su relación con el consejo pronto se tornó tensa, a medida que surgían discrepancias sobre la suscripción a la confesión de fe y las ceremonias litúrgicas.

En un giro dramático de los acontecimientos, Calvino y Farel se negaron a ceder ante la presión del concilio para utilizar pan sin levadura en la Eucaristía, lo que culminó en su expulsión de Ginebra. Tras esta injusta destitución, ambos buscaron refugio en Berna y Zúrich, defendiendo su postura con fervor, pero el sínodo de Zúrich no les ofreció la redención que esperaban. Fue en este contexto que Calvino recibió una nueva invitación para liderar una iglesia de refugiados franceses en Estrasburgo, donde, finalmente, encontró un nuevo propósito en su ministerio, dejando una huella indeleble en el paisaje religioso de su tiempo.

Período en Estrasburgo

Durante el periodo de 1538 a 1541, Juan Calvino fue invitado a Estrasburgo por Martín Bucer tras su expulsión de Ginebra. En esta ciudad, su ministerio fue ejercido en varias iglesias, incluidas la iglesia de San Nicolás y una antigua iglesia dominica. Se atendió a una congregación compuesta por 400 a 500 miembros, a quienes se ofrecieron sermones diarios y se promovió la comunión mensual, así como el canto de salmos, fortaleciendo así la cohesión de la comunidad.

En ese tiempo, se dedicó a la revisión de su obra Institución de la religión cristiana. En 1539, se publicó la segunda edición, en la cual se reestructuró el contenido para presentar de manera sistemática las doctrinas centrales de la Biblia, expandiéndose el texto de seis a diecisiete capítulos. Además, se redactó un comentario sobre Romanos, que se convirtió en un referente para los escritos exegéticos posteriores, incluyendo su propia traducción del griego.

Se le animó a contraer matrimonio por sus amigos, aunque se mostró reacio. Después de considerar diversas propuestas, se decidió casar en agosto de 1540 con Idelette de Bure, quien ya tenía dos hijos (Carlos y Judith) de un matrimonio anterior (un anabptista llamado Jean Storder). De hecho, la pareja conocerían a Juan Calvino, generando simpatía por él, e incluso, como se dice, bautizaría a su hijo. 

Sin embargo, la familia de Idette pasó por muchas adversidades. El padre y el hermano de Idelette, junto con un grupo de unos cuarenta burgueses vinculados al anabaptismo, fueron condenados por herejía bajo la acusación de "luteranismo" por las autoridades locales en junio de 1533.

Calvino, absorto en sus labores, no consideró el matrimonio hasta alrededor de los 30 años. De hecho, él mismo decía: ''dudaba de tener que mirar más allá''. Le pidió a amigos que lo ayudaran a encontrar a una mujer que fuera "casta, amable, no exigente, económica, paciente y atenta a mi salud". Sus colegas Martin Bucero y William Farel, que conocían a Idelette, la recomendó a Calvino, confiando en que sería la mujer adecuada. Se casaron en agosto de 1540.

República teocrática

Bajo el liderazgo inicial de Guillaume Farel, se expulsó al último obispo y se prohibieron los ritos católicos. Calvino, junto a Farel, implementó medidas para consolidar la fe protestante, como la Confesión de Fe, que fue resistida por algunos ciudadanos. Su severidad en la excomunión y el destierro de anabaptistas generó oposición, lo que culminó en su expulsión en 1538. Sin embargo, en 1541, tras su regreso, instauró un gobierno teocrático que controlaba la moral y la fe, liderado por el Consistorio.

Los "libertinos", inicialmente partidarios de Calvino en su lucha por liberar Ginebra del control del obispo, pronto se volvieron en su contra al considerar que las estrictas disciplinas impuestas por él eran excesivas. La tensión entre Calvino y este grupo creció, llegando a su punto álgido con el "asunto Gruet" y las elecciones ganadas por los "perrinistas" en 1553. 

Jacques Gruet fue detenido por colgar un texto en la catedral de Saint-Pierre de Ginebra, en el que denunciaba la tiranía teocrática impuesta por Juan Calvino. Tras un largo período de tortura, fue ejecutado por decapitación en Champel el 26 de julio de 1547. Se registró la casa de Gruet, donde se hallaron documentos que evidenciaban su oposición a los líderes religiosos de la ciudad. Además, Gruet confesó haber difamado a Calvino luego de la tortura.

En este contexto, surgió el caso de Michel Servet, donde los perrinistas lo apoyaron discretamente por temor a ser acusados de herejía.

En 1552, Michel Servet completó y publicó anónimamente su obra Christianismi Restitutio (La restauración del cristianismo), como una respuesta satírica a Institutio christianæ religionis (La Institución de la Religión Cristiana) de Juan Calvino. La publicación, que consistió en 800 ejemplares, llegó a manos del librero Jean Frellon, quien envió una copia a Calvino que incluía treinta cartas de Servet, revelando su autoría.

A lo largo de sus vidas, ambos intercambiaron cartas. Servet se dirigió a Calvino para discutir sus ideas, y aunque Calvino inicialmente mantuvo un tono de diálogo, pronto se volvió más crítico a medida que las diferencias se hicieron más evidentes. Las cartas de Servet, que fueron reveladas posteriormente, fueron usadas por Calvino como evidencia de la herejía de Servet.

El destino de Servet se complicó tras una correspondencia privada entre Arneis, un católico de Lyon, y su primo Guillaume de Trie, un protestante exiliado en Ginebra. En sus cartas, se describía el desorden en Ginebra y se mencionaba a Servet como un médico en Viena que negaba la Trinidad. Calvino diría: ''de llegar hasta Ginebra, no saldría con vida''. Preocupado por estas afirmaciones, Calvino dictó cartas a de Trie dirigidas a la Inquisición de Lyon, presentando evidencia de la herejía de Servet. Calvino desempeñó un papel crucial en su condena, proporcionando pruebas a la Inquisición de Lyon que respaldaban las acusaciones de herejía contra Servet. Finalmente, Servet fue condenado a muerte y ejecutado en la hoguera, un hecho que marcó un momento trágico en la historia de la Reforma. Los enemigos de Calvino usarían esto como antecedente para desacreditarlo.

Las intrigas se intensificaron cuando un refugiado francés compartió las cartas con el Gran Inquisidor Matthieu Ory, lo que llevó a una investigación que identificó a Servet como hereje, acusado de arrianismo, es decir, de negar la divinidad de Cristo. Esta acusación resultó en su condena tanto por parte de católicos como de reformadores. Durante los interrogatorios, Servet intentó ocultar su identidad, afirmando que los católicos no debían saber que era él y que los protestantes debían ignorar que se llamaba Villeneuve.

Entre 1543 y 1555, la resistencia al régimen moral de Calvino fue aumentando, pero en 1555 los libertinos fueron derrotados, y sus líderes fueron exiliados o ejecutados. Esto permitió que el nuevo régimen protestante se consolidara, marcando el triunfo de Calvino y estableciendo a Ginebra como la "Ciudad de Calvino".

Reforma en Ginebra

Durante el periodo de reformas en Ginebra, que se extendió desde 1541 hasta 1549, se aprobaron las Ordonnances ecclésiastiques el 20 de noviembre de 1541, en apoyo a las propuestas de Calvino por parte del consejo de Ginebra. En estas ordenanzas se definieron cuatro funciones ministeriales: los pastores se encargaron de predicar y administrar los sacramentos; los doctores instruyeron a los creyentes en la fe; los ancianos proporcionaron disciplina; y los diáconos cuidaron de los pobres y necesitados. Se estableció la creación del Consistorio, un tribunal eclesiástico compuesto por ancianos y ministros, mientras que el gobierno municipal mantuvo el poder de convocar personas ante el tribunal, el cual solo podía juzgar asuntos eclesiásticos.

En 1542, se adaptó un libro de servicios utilizado en Estrasburgo, publicándose La Forme des Prières et Chants Ecclésiastiques. Calvino reconoció el poder de la música y se propuso utilizarla para apoyar las lecturas de las Escrituras. Se añadió una serie de himnos compuestos por Calvino al salterio original de Estrasburgo. Al final de 1542, Clément Marot, un refugiado, contribuyó con más salmos, y Louis Bourgeois, otro refugiado, aportó himnos durante su estancia de dieciséis años en Ginebra.

En el mismo año, se publicó el Catéchisme de l'Eglise de Genève, inspirado en el trabajo de Bucer. Esta versión fue reestructurada teológicamente, cubriendo primero la Fe, seguida de la Ley y la Oración.

Se debatió entre los historiadores el grado de teocracia en Ginebra, ya que la teología de Calvino abogó por la separación entre iglesia y estado, aunque otros historiadores señalaron el gran poder político ejercido por los clérigos.

Durante su ministerio, se predicaron más de dos mil sermones. Inicialmente, se predicó dos veces los domingos y tres veces durante la semana, lo cual se consideró excesivo, permitiéndosele luego predicar solo una vez el domingo. En octubre de 1549, se le requirió nuevamente predicar dos veces los domingos, además de todos los días alternos de la semana. Sus sermones, que duraban más de una hora, se entregaron sin notas. Un secretario ocasional intentó registrar sus sermones, pero pocos se conservaron antes de 1549, año en el que se asignó al escribano Denis Raguenier para registrar todos sus sermones.

Poco se conoció sobre la vida personal de Calvino en Ginebra. Su hogar fue propiedad del consejo y fue lo suficientemente grande para albergar a su familia y a algunos sirvientes. En julio de 1542, su esposa Idelette dio a luz a un hijo, Jacques, quien nació prematuramente y sobrevivió solo brevemente. Tras la enfermedad de Idelette en 1545, falleció el 29 de marzo de 1549, y Calvino nunca volvió a casarse. En una carta a Viret, expresó su pesar por la pérdida de su esposa, describiéndola como la mejor amiga de su vida y una fiel colaboradora en su ministerio.

''He sido privado de la mejor compañera de mi vida, de aquella que, si así hubiera estado ordenado, no solo habría compartido mi indigencia, sino incluso mi muerte. Durante su vida, fue la fiel ayuda de mi ministerio.''

La lucha por el control de Ginebra se extendió hasta mayo de 1555, cuando finalmente fue ganada por Calvino, lo que le permitió concentrarse en asuntos más amplios. Durante este tiempo, la escena internacional fue monitoreada cuidadosamente para mantener a los aliados protestantes unidos en un frente común. Con este objetivo, se entabló una extensa correspondencia con líderes políticos y religiosos de toda Europa protestante. Sus comentarios sobre las Escrituras también fueron avanzados, abarcando casi todo el Nuevo Testamento, excepto el Apocalipsis de Juan, y gran parte del Antiguo Testamento. Muchos de estos comentarios se publicaron rápidamente, con dedicatorias a figuras prominentes como la reina Isabel, aunque el propio Calvino, debido a su apretada agenda, delegó gran parte del trabajo editorial a comités de amanuenses que transcribían y revisaban los textos antes de presentárselos para su aprobación final.

En Ginebra, Calvino impulsa la creación de un colegio que se inaugura el 5 de junio de 1559, tras elegir el sitio el 25 de marzo de 1558. La escuela se divide en dos secciones: el Colegio o schola privata, y la Academia o schola publica, que funciona como una escuela secundaria. Aunque intentó reclutar a dos destacados profesores, Mathurin Cordier y Emmanuel Tremellius, finalmente convenció a Théodore de Bèze para que fuera rector. En cinco años, la institución llegó a tener 1.500 estudiantes, 300 de ellos en la Academia. El Colegio se convirtió posteriormente en el Collège Calvin, y la Academia fue precursora de la Universidad de Ginebra.

En este contexto, la Academia de Ginebra fue establecida por Calvino, ofreciendo una formación integral en humanidades para preparar tanto a futuros ministros como a líderes seculares. Además de estas iniciativas, Calvino desempeñó numerosas responsabilidades pastorales, predicando regularmente, celebrando bodas y bautismos, y proporcionando consejo espiritual a la comunidad. 


Muerte

La muerte de Juan Calvino ocurrió el 27 de mayo de 1564 en Ginebra, Suiza, tras una larga enfermedad que lo había debilitado gravemente en sus últimos años. Calvino padecía una serie de problemas de salud, incluyendo artritis, fiebres, problemas digestivos y pulmonares, que fueron agravándose con el tiempo. A pesar de su mal estado físico, continuó trabajando en la iglesia y escribiendo hasta casi el final de su vida, reflejando su compromiso incansable con la Reforma Protestante.

En los últimos meses de su vida, Calvino ya estaba prácticamente inmovilizado y sufría de intensos dolores. Aunque intentaba mantener sus responsabilidades, su salud finalmente se lo impidió. Murió rodeado de sus colaboradores cercanos, entre los cuales estaba Teodoro de Beza, uno de sus principales sucesores en Ginebra.

Detalles de su muerte

El 2 de febrero de 1564, Calvino predicó su último sermón, siendo tan débil que tuvo que ser llevado en una silla a la iglesia. Posteriormente, pasó los meses siguientes confinado en su casa. Sabía que su muerte estaba cerca, por lo que el 25 de abril de ese año dictó su testamento, reafirmando su fe en Dios y agradeciendo la oportunidad de haber servido como reformador.

El 27 de mayo, alrededor de las 8 de la tarde, falleció en su hogar. Se dice que sus últimas palabras fueron una expresión de su fe: "Señor, te doy mi alma".

Sepultura

Siguiendo su carácter austero y sin pretensiones, Calvino solicitó ser enterrado en una tumba simple y sin marcar, una indicación de su rechazo a cualquier tipo de glorificación personal. Fue enterrado en el Cementerio de los Reyes en Ginebra, pero su tumba exacta es desconocida, ya que pidió que no se erigiera ninguna lápida ni monumento sobre su lugar de descanso.

Su sucesor, Teodoro de Beza, escribiría después sobre él: "No hay casa, calle o lugar de la ciudad que no recuerde a Calvino". A través de esta frase, Beza subraya el profundo impacto de Calvino en la ciudad de Ginebra y en la Reforma Protestante.

Personalidad

A diferencia de Martín Lutero, Calvino era un hombre reservado; rara vez se expresaba en primera persona. Esta reticencia ha contribuido a su reputación de ser frío, intelectual y difícil de acercarse. Desde esta perspectiva, su pensamiento ha sido interpretado como abstracto y centrado en cuestiones atemporales, en lugar de como la respuesta de una persona sensible a las necesidades de una situación histórica particular. Sin embargo, quienes lo conocieron lo percibieron de manera diferente, destacando su talento para la amistad, pero también su temperamento explosivo. La intensidad de su duelo por la muerte de su esposa y su lectura empática de muchos pasajes de la Escritura revelaron su gran capacidad de sentir.

La fachada de impersonalidad de Calvino puede entenderse como un reflejo de un alto nivel de ansiedad sobre el mundo que lo rodeaba, sobre la adecuación de sus propios esfuerzos para enfrentar sus necesidades y sobre la salvación humana, incluida la suya propia. Creía que cada cristiano, y él sin duda se incluía, sufre de terribles momentos de duda. Desde esta perspectiva, la necesidad de control, tanto de uno mismo como del entorno, que a menudo se observa en los calvinistas, puede interpretarse como una función de la ansiedad de Calvino.

La ansiedad de Calvino se expresa a través de dos metáforas recurrentes sobre la condición humana en sus escritos: como un abismo en el que los seres humanos han perdido el rumbo y como un laberinto del que no pueden escapar. El calvinismo, como cuerpo de pensamiento, debe entenderse como el producto del esfuerzo de Calvino por escapar de los terrores que transmiten estas metáforas.


Pensamiento

Martín Lutero

Si bien Calvino estaba de acuerdo con las ideas de Martín Lutero, una de las cosas en que tuvieron desacuerdo era con la ley. A Martín Lutero la ley era una cuestión terrenal y manipulable. Así se podía observar en el Derecho Canónico donde la Iglesia Católica incorporaba instituciones que no tenían relación con las Sagradas Escrituras. Por lo demás, Lutero era adherente a la famosa frase respecto a las leyes: ''Hecha la ley, hecha la trampa''. 

En cambio, Calvino sí consideraba la ley como importante en una sociedad. De hecho, para Calvino, la ley también es el evangelio. No hay contradicción entre la ley y el evangelio. La ley es la vieja alianza y el evangelio es la nueva y en consecuencia, Cristo también está en la ley. 

Otra cuestión en la que diferían era la figura de los judíos; en efecto, Calvino, de acuerdo a algunos investigadores, era el menos antisemita de los protestantes. Por un lado, Calvino no tenía ningun problema con los judíos del Antiguo Testamento, diciendo que "todos los hijos de la promesa, renacidos de Dios, que han obedecido los mandamientos por la fe que actúa a través del amor, han pertenecido al Nuevo Pacto desde que el mundo comenzó.". Sin embargo, para sus contemporáneos judíos se refería de otra manera: ''He tenido muchas conversaciones con muchos judíos: nunca he visto ni una gota de piedad ni un grano de verdad o ingenuidad; de hecho, nunca he encontrado sentido común en ningún judío."

Lutero, por otro lado, era abiertamente antisemita, haciendo recomendaciones particulares de lo que se debería hacer con los judíos. Consúltese la obra ''Sobre los judíos y sus mentiras''. 

Predestinación

Calvino sostenía que "no todos son creados en igualdad de condiciones, sino que algunos están predestinados a la vida eterna, mientras que otros están destinados a la condenación eterna", destacando así su creencia en la doble predestinación, es decir, que Dios decide el destino de cada individuo, ya sea hacia la salvación o la destrucción.

A diferencia de otros reformadores protestantes, que centraban su teología en la soteriología y la cristología, Calvino colocó la predestinación como una pieza fundamental en su sistema teológico. El capítulo 21 del tercer libro de la Institución se titula "De la elección eterna, por la cual Dios ha predestinado a unos para salvación y a otros para destrucción", reflejando la centralidad de esta doctrina en su pensamiento.

Revelación

Los teólogos reformados creen firmemente que Dios se comunica a las personas a través de la Palabra de Dios, y que solo mediante esta autorrevelación pueden conocer algo acerca de Su naturaleza. Esta comunicación divina se complementa con la revelación general que Dios ofrece a través de Su creación, tal como se expresa en Romanos 1:20: "Sus atributos invisibles, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles, siendo entendidos por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa."

Cualquier intento de especular sobre aspectos de Dios que no han sido revelados en Su Palabra es injustificable y puede llevar a la confusión. El conocimiento que los seres humanos tienen de Dios es sagrado y distinto del conocimiento sobre cualquier otra cosa, ya que Dios es un Ser infinito, mientras que nosotros, en nuestra finitud, no podemos abarcar la plenitud de Su esencia. Aunque el conocimiento que Dios nos otorga es siempre verdadero y fiable, es importante recordar que no es exhaustivo; siempre habrá misterios en Su naturaleza que están más allá de nuestra comprensión. Así, nuestra relación con Dios se basa en la fe y en la revelación que Él ha decidido otorgarnos.

El primer canal de revelación es la creación y la providencia, que abarcan tanto la creación inicial del mundo como la continua obra de Dios en él. Aunque esta acción divina otorga a todas las personas un conocimiento de Dios, ese conocimiento solo es suficiente para hacerlas responsables de sus pecados y no proporciona la comprensión plena del evangelio. Así, ambos canales de revelación, aunque distintos, se entrelazan para ofrecer una comprensión más completa de la naturaleza divina y del propósito de Dios en la vida de las personas.

La redención, que se centra en el evangelio de la salvación, es el segundo canal mediante el cual Dios se revela. A través de la obra redentora de Cristo, se ofrece un camino hacia la reconciliación con Dios, transformando la condenación, que es el resultado del pecado, en esperanza y la culpa en gracia.

Cinco puntos del calvinismo

En verdad, los llamados ''cinco puntos del calvinismo'' no es un compendio de principios elaborado expresamente por Calvino. Estos se crearon en el Sínodo de Dort en Holanda por los continuadores de la obra del reformador. En síntesis fue una reacción al ascenso del arminianismo (que viene de Jacbo Arminius); una doctrina que no aceptaba la doble predestinación calvinista. Muchos fueron exomunicados, mientras otros tuvieron que exiliarse, entre ellos, Hugo Grocio y Simón Episcopius.  Los cinco puntos del calvinismo son los siguientes:

  1. Depravación Total: La condición del ser humano, tras la caída en el Jardín del Edén, es de total depravación. Esto significa que todas las facultades del ser humano—la voluntad, el entendimiento y los afectos—han sido afectadas por el pecado. Por lo tanto, el ser humano es incapaz de alcanzar la salvación por sus propios méritos y depende completamente de la gracia de Dios.

  2. Elección Incondicional: La elección de Dios para salvar a ciertos individuos no está basada en ninguna acción o mérito previo de ellos. Dado que los seres humanos son incapaces de salvarse a sí mismos, la elección para la salvación es completamente obra de Dios, quien decide soberanamente a quién salvar.

  3. Expiación Limitada: La muerte de Cristo en la cruz fue efectiva y específica para aquellos que Dios ha elegido salvar. Esta expiación no es universal, sino que está limitada a los elegidos, por quienes Cristo pagó el precio de sus pecados. Esto asegura que la salvación sea una realidad para aquellos a quienes fue destinada.

  4. Gracia Irresistible: La gracia de Dios, que llama a los elegidos a la salvación, es irresistible. Cuando Dios decide salvar a alguien, esa persona no puede resistir la acción del Espíritu Santo. La gracia actúa de manera efectiva, llevando al individuo a la fe y al arrepentimiento.

  5. Perseverancia de los Santos: Los que han sido verdaderamente salvados por Dios perseverarán en la fe hasta el final. Esta doctrina sostiene que una vez que alguien es elegido y salvado por Dios, no puede perder su salvación. Dios mantiene y preserva a los santos para la vida eterna, asegurando su glorificación.

Estos cinco puntos delinean la perspectiva calvinista sobre la salvación, enfatizando la soberanía de Dios en la obra redentora.

Sacramentos

Calvino definió el sacramento como un "signo terrenal" que está asociado a una promesa divina. Reconoció solamente dos sacramentos válidos en el nuevo pacto: el bautismo y la Cena del Señor, en contraposición a los siete sacramentos aceptados por la Iglesia católica. Rechazó la doctrina de la transubstanciación, que sostiene que el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, así como la idea de que la Cena es un sacrificio.

Además, no aceptó la perspectiva luterana de la unión sacramental, que afirmaba que Cristo está "en, con y debajo" de los elementos de la Cena. Su visión, aunque similar a la de Zwinglio, no era puramente simbólica. Calvino argumentaba que, mediante la participación del Espíritu Santo, la fe de los creyentes es alimentada y fortalecida por el sacramento. Él describió el rito eucarístico como "un secreto demasiado sublime para que mi mente lo entendiera o las palabras lo expresaran. Lo experimento en lugar de entenderlo".

Usura

Calvino interpreta la prohibición bíblica sobre préstamos como aplicable solo a los que se otorgan a necesitados, mientras que los préstamos industriales y comerciales, no presentes en la época de Israel, serían aceptables. A diferencia de otros reformadores y de la Iglesia católica, que condenaban los préstamos con intereses, Calvino permite estos últimos, aunque establece condiciones y límites para evitar abusos. En Ginebra, los préstamos con intereses son autorizados, pero a un tipo de interés más bajo que en otros lugares. Tras su muerte, sus sucesores continúan con esta postura sobre los préstamos.

Capitalismo

Max Weber, en su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo, argumenta que el calvinismo promovió el trabajo y la austeridad como prácticas religiosas, lo que fomentó el ahorro y, en consecuencia, el capitalismo. Por lo tanto, se puede aseverar que gracias al Calvinismo el capitalismo influyó en el desarrollo de este sistema. 

Si bien Lutero había entendido el trabajo como ''Beruf'', es decir, ''vocación'' (o en la óptica de Lutero, ''llamado de Dios''), esto solo lo había pensado en cuanto a las actividades agrícolas y artesanas. Calvino lo expandió a todas las actividades productoras de riqueza, de la cual vio el designio de Dios para con los que recibían estas riquezas. 

Sin embargo, algunos sostienen que la idea de Calvino de controlar los intereses (en realidad, intereses excesivos), no sería del todo capitalismo, y de hecho, frenó el capitalismo.

Calvino sostenía que la riqueza es una manifestación de la gracia de Dios y, por lo tanto, debe circular entre las personas. Los ricos tienen la responsabilidad de ayudar a los pobres, quienes actúan como "fiscales" de Dios, juzgando a los ricos por su caridad y fe. Así, la relación entre ricos y pobres refleja la solidaridad deseada por Dios.

Islam

La relación de Juan Calvino con los musulmanes fue indirecta, ya que su contacto con ellos fue principalmente a través de sus escritos teológicos y polémicos, no en interacciones directas o personales. Calvino, como líder de la Reforma Protestante en el siglo XVI, veía a los musulmanes desde una perspectiva teológica y cultural, influenciada por la tradición cristiana europea que había considerado al Islam como una amenaza religiosa y militar desde la expansión del Imperio Otomano.

En su teología, Calvino criticó el Islam, al igual que lo hacía con otras religiones no cristianas. En particular, su crítica se centraba en las diferencias doctrinales clave entre el cristianismo y el islam, como la negación de la Trinidad en el Islam y la visión de Jesús solo como profeta, no como el Hijo de Dios. En sus "Instituciones de la religión cristiana" y sus comentarios al Deuteronomio, Calvino menciona a Mahoma (Muhammad) de forma despectiva, refiriéndose a él como un falso profeta. Para Calvino, el islam formaba parte del grupo de herejías que alejaban a las personas de la verdadera fe cristiana.


Conclusión

Juan Calvino fue una figura central en la Reforma Protestante, cuyas ideas y enseñanzas dejaron una huella duradera en la teología y la práctica religiosa. Su énfasis en la soberanía de Dios, la predestinación y la importancia de una vida moralmente austera moldeó el calvinismo, que a su vez influyó en el desarrollo del capitalismo en Europa. Como reformador en Ginebra, estableció un sistema de gobierno eclesiástico que promovía la disciplina y la ética cristiana en la vida pública. Su legado incluye no solo la transformación religiosa, sino también un impacto en la cultura, la educación y la economía, evidenciando cómo su visión de la fe podía integrarse en todos los aspectos de la vida. A pesar de las críticas y controversias, Calvino es recordado como un pensador que buscó conciliar la fe con la razón, impulsando un modelo de sociedad que valoraba la responsabilidad individual y la solidaridad comunitaria.