La "Institución de la religión cristiana" (Institutio Christianae Religionis) es la obra teológica más importante de Juan Calvino, publicada por primera vez en 1536, con sucesivas revisiones y ampliaciones a lo largo de su vida. Este libro es uno de los pilares de la Reforma Protestante y un fundamento del calvinismo. Su objetivo era tanto instruir a los cristianos en las doctrinas bíblicas como refutar las enseñanzas de la Iglesia Católica que Calvino consideraba erróneas. El texto aborda temas como la justificación por la fe, la predestinación, la autoridad de las Escrituras, y los sacramentos. Veamos una de las obras más importantes de la humanidad.
INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN CRISTIANA
LIBRO I:
DEL CONOCIMIENTO DE DIOS EN CUANTO ES CREADOR Y SUPREMO GOBERNADOR DE TODO EL MUNDO
Capítulo primero: El conocimiento de dios
y el de nosotros se relacionan entre sí de manera en que convienen mutuamente
Juan Calvino, se explora la relación entre el conocimiento de Dios y el conocimiento de uno mismo. Calvino afirma que ambos conocimientos están profundamente conectados, al punto de que es difícil determinar cuál precede al otro. Cuando el hombre se contempla a sí mismo, inevitablemente se ve impulsado a considerar a Dios, pues en Él "vivimos y nos movemos", y toda nuestra existencia depende de Dios.
Calvino subraya que al reconocer nuestras propias limitaciones —ignorancia, pobreza, debilidad y corrupción—, nos damos cuenta de que todo bien y sabiduría verdadera se encuentran en Dios. Solo al sentir descontento por nuestra propia condición buscamos en Dios lo que nos falta. Al mismo tiempo, argumenta que el ser humano no puede conocerse adecuadamente a sí mismo sin primero contemplar la perfección de Dios. Frente a la majestad divina, la justicia y sabiduría humana se revelan como imperfectas y corruptas.
Calvino ofrece ejemplos bíblicos, como las reacciones de los profetas al encontrarse con Dios, que ilustran cómo la presencia divina provoca un profundo sentido de pequeñez y humildad en el hombre.
Finalmente, concluye que aunque el conocimiento de Dios y el de nosotros mismos están ligados, para una enseñanza correcta, se debe tratar primero del conocimiento de Dios, pues es en la luz de Su perfección que entendemos nuestra propia imperfección.
Capítulo segundo: en qué consiste conocer a Dios y cuál es la finalidad de este conocimiento
El conocimiento de Dios no debe limitarse simplemente a reconocer su existencia, sino que implica algo mucho más profundo: entender lo que sobre Él nos conviene saber, lo que es esencial para nuestra vida y su gloria. No hablo aquí del conocimiento particular de Dios como Redentor, al cual accedemos mediante Cristo, nuestro Mediador, sino de ese primer y fundamental conocimiento de Dios como Creador. Este es el conocimiento que la naturaleza, en su perfección original, nos habría revelado si Adán hubiese permanecido íntegro. Aunque hoy, en nuestra condición caída, nadie puede conocer a Dios plenamente como Padre o Salvador sin la mediación de Cristo, el conocimiento de Dios como Creador sigue siendo claro: Dios nos sostiene con su poder, nos gobierna con su providencia y nos colma de bienes por su bondad.
Debemos distinguir este primer conocimiento, el que nos muestra a Dios como el autor de toda creación, del segundo, en el que lo comprendemos como Redentor. Sin embargo, ya en este primer acercamiento a Dios es indispensable reconocer que Él es la fuente de todo bien y que no hay nada fuera de Él que debamos buscar. No basta con una vaga noción de la existencia de Dios. Es esencial convencernos de que Él es el origen de toda sabiduría, justicia y bondad, para que aprendamos a esperarlo todo de Él y a agradecerle por todo.
Este conocimiento nos lleva inevitablemente a la verdadera piedad, la cual no es otra cosa que una reverencia unida al amor hacia Dios, nacida de comprender quién es Él y lo que ha hecho por nosotros. Solo cuando los hombres tienen grabado en su corazón que todo lo que son y todo lo que poseen proviene de Dios, estarán dispuestos a someterse a su voluntad con sinceridad de corazón. Mientras no comprendan que en Él reside toda su felicidad, no podrán acercarse verdaderamente a Dios con la devoción que Él merece.
Por tanto, no es suficiente saber que hay un Dios; necesitamos conocer quién es Dios y qué significa para nosotros. De nada sirve aceptar la existencia de un Dios al estilo de Epicuro, que se desentiende del mundo. El conocimiento de Dios debe llevarnos a su reverencia, a esperar de Él todo bien y a darle gracias. Si entendemos que somos obra de sus manos, reconoceremos que debemos someter nuestras vidas a su servicio y seguir su voluntad como nuestra ley de vida.
Cuando comprendemos que Dios es el soberano de todas las cosas, nuestra confianza en Él se afianza, y con plena certeza nos acogemos a su protección. Sabemos que es justo, misericordioso y el único que puede proporcionarnos remedio en nuestras aflicciones. Este conocimiento de Dios no solo nos impulsa a obedecerle por miedo a su castigo, sino porque lo amamos y reverenciamos como a un Padre. La verdadera religión, entonces, consiste en una fe que va de la mano con un temor reverente a Dios, una obediencia sincera que nace del corazón y no de una mera apariencia externa.
Esta es la verdadera devoción: no basta con cumplir con ritos vacíos, sino que se requiere una piedad genuina, donde la reverencia y el amor a Dios sean el fundamento de nuestra relación con Él.
Capítulo tercero: El conocimiento de Dios está naturalmente arraigado en el entendimiento del hombre
Calvino comienza afirmando que la religión es un hecho universal. Todos los seres humanos, sin importar su cultura o civilización, tienen un sentimiento natural de la divinidad impreso en ellos. Dios ha implantado este conocimiento en el corazón de las personas para que nadie pueda excusarse bajo el pretexto de ignorancia. Incluso en las sociedades más bárbaras y primitivas, donde la humanidad parece estar en su nivel más bajo, siempre hay una forma de religión presente. Esto demuestra que el conocimiento de Dios es una inclinación innata y profunda en el ser humano. La idolatría, aunque sea una forma corrupta de este conocimiento, también testifica esta verdad, ya que los hombres prefieren adorar ídolos antes que admitir que no tienen nada que venerar, lo que muestra cuán arraigada está la religión en la naturaleza humana.
En este sentido, se refuta la idea de que la religión fue una invención de algunos hombres astutos para controlar a las masas. Aunque es cierto que a lo largo de la historia muchos han manipulado la religión con fines políticos o de control, tal manipulación solo fue posible porque las personas ya tenían en su interior una disposición natural hacia la adoración de Dios. Sin esta predisposición innata, ningún engaño habría sido exitoso. Incluso aquellos que utilizaban la religión para sus propios fines, en muchos casos, también albergaban un remanente de reverencia o conocimiento religioso.
Un fenómeno curioso que subraya esta argumentación es que aquellos que con más fuerza niegan a Dios son, paradójicamente, quienes más miedo sienten de Él. Un ejemplo de esto es el emperador Cayo Calígula, quien, a pesar de su irreverencia, temblaba ante cualquier señal que percibía como indicativa de la ira divina. Esto es característico de aquellos que se burlan de Dios: mientras más intentan desentenderse de Él, más miedo muestran cuando enfrentan situaciones que les recuerdan su poder. Este temor instintivo de Dios surge porque el conocimiento de su existencia y majestad está presente en lo más profundo del ser humano, aunque traten de negarlo.
Finalmente, el texto concluye que este sentimiento de la divinidad está esculpido en el alma de cada persona. A pesar de que muchos intentan ignorarlo o apagarlo, nunca logran deshacerse de él por completo. Incluso cuando el mundo parece esforzarse por apartarse de Dios, este conocimiento persiste en el corazón humano, de manera que, aunque la gente pueda corromper el verdadero culto, la conciencia de que hay un Dios permanece viva.
Capítulo IV: El conocimiento de Dios se debilita y se corrompe, en parte por la ignorancia de los hombres y en parte por su maldad
A pesar de que la semilla de la religión está presente en todos los seres humanos, el texto reconoce que esta rara vez madura en su totalidad. En la mayoría de los casos, el conocimiento de Dios se debilita o se corrompe, ya sea por la ignorancia o por la malicia de las personas. Muchos caen en la superstición o se alejan deliberadamente de Dios, distorsionando el verdadero conocimiento de Él. Aunque algunos caen en el error sin malicia, su ignorancia no los excusa, ya que suele ir acompañada de orgullo y una vana presunción de saber más de lo que realmente conocen. En lugar de elevarse por encima de sí mismos para buscar a Dios, los hombres tienden a medir todo de acuerdo con su propio juicio limitado, fabricándose una imagen de Dios según su propia imaginación.
Este alejamiento del verdadero conocimiento de Dios ha llevado a que muchas personas caigan en la negación de su existencia. En el Salmo 14, David menciona que los impíos e insensatos declaran en su corazón que no hay Dios. Sin embargo, esta negación no es tanto una falta de creencia en su existencia, sino más bien un intento deliberado de ignorar su papel como juez y gobernador del mundo. Estas personas no quieren reconocer el gobierno de Dios porque prefieren vivir sin temor a su juicio. Sin embargo, aunque intenten huir de Dios, no pueden escapar por completo de su conciencia, que los persigue y les recuerda la realidad de su existencia.
La verdadera adoración de Dios, según el texto, no consiste simplemente en cumplir con ritos religiosos, sino en obedecer su voluntad. Muchos intentan justificar su superstición o sus falsas creencias con la excusa de que tienen buenas intenciones, pero esto no es suficiente. La verdadera religión debe conformarse a la voluntad de Dios, no a los caprichos humanos. Cuando los hombres intentan adorar a Dios según sus propias fantasías, lo que realmente hacen es adorar una imagen de Dios creada por ellos mismos, no al Dios verdadero. San Pablo condena esta arrogancia en Romanos 1:22, afirmando que al pretender ser sabios, los hombres se hacen necios. Este tipo de falsa religiosidad es el resultado de una curiosidad desordenada y un deseo de saber más de lo necesario, lo que lleva a los hombres a inventarse falsos conceptos de Dios.
El temor de Dios también se discute en este capítulo. Muchos hombres no temen a Dios de manera voluntaria, con reverencia y amor, sino que se acercan a Él solo cuando se ven obligados por el miedo al juicio divino. Este temor es servil y no auténtico, ya que no proviene de un verdadero respeto por la majestad de Dios, sino de un deseo de escapar del castigo. Sin embargo, esta actitud no representa la verdadera piedad, que debe nacer de una sincera devoción hacia Dios.
Capítulo V: El poder de Dios resplandece en la creación del mundo y en el continuo gobierno del mismo
Dios ha impreso en la creación señales de su gloria, haciéndola visible para todos los hombres. Aunque la esencia de Dios es incomprensible y trasciende la comprensión humana, su majestuosidad y poder se manifiestan de manera clara en el mundo. Toda la creación, desde los cielos hasta la tierra, es un testimonio de la magnificencia de Dios, y es imposible abrir los ojos sin ser confrontado con la realidad de su existencia. El salmista lo expresa al decir que Dios está revestido de gloria y magnificencia, cubierto de luz como una vestidura (Salmo 104, 1-2). En esta admiración, el universo entero es un reflejo de la sabiduría divina, como si el cielo fuera su palacio real.
A donde quiera que el hombre mire, encuentra rastros de la gloria de Dios. Cada parte de la creación, por pequeña que sea, resplandece con destellos de su poder y sabiduría. Este espectáculo no es solo para los sabios o entendidos, sino que incluso los ignorantes y simples pueden contemplarlo. En la epístola a los Hebreos (11,3), el mundo es descrito como una visión de las cosas invisibles, una representación tangible de lo que no se puede ver directamente. La disposición y el orden admirable del universo son un espejo donde podemos vislumbrar la mano de Dios, quien de otro modo sería invisible. El salmo 19:1 refuerza esta idea, diciendo que los cielos cuentan la gloria de Dios, en un lenguaje que todos pueden entender.
La creación, tanto en sus detalles más finos como en su inmensidad, es un testimonio continuo de la sabiduría divina. Las ciencias como la astronomía o la medicina descubren los misterios más profundos de la naturaleza, pero incluso sin estos estudios especializados, cualquier persona puede ver el ingenio de Dios en el orden y la armonía del mundo. A través de estas maravillas, es claro que el Señor ha manifestado su sabiduría de una manera accesible para todos.
La contemplación del cuerpo humano, con su complejidad y perfección, también es una prueba del arte divino. Tanto los sabios como los ignorantes pueden maravillarse ante la precisión y la belleza del cuerpo, testimonio suficiente de la grandeza del Creador. Incluso aquellos que niegan a Dios sienten, aunque sea de manera instintiva, la obra de sus manos. Este reconocimiento, aunque reprimido, brota en momentos de crisis, como lo menciona Pablo en Hechos 17,27-28, diciendo que Dios no está lejos de ninguno de nosotros.
Sin embargo, muchos hombres, en lugar de agradecer a Dios por su bondad, caen en la ingratitud y el orgullo. A pesar de tener innumerables pruebas de la divina sabiduría y liberalidad, prefieren atribuir el esplendor del universo a la casualidad o a "la naturaleza" en lugar de reconocer a su Creador. Algunos, como los epicúreos, llegan al extremo de negar a Dios, aunque el testimonio de la creación está siempre ante ellos. Esta actitud no es solo una negación de la existencia de Dios, sino una guerra abierta contra su gloria.
La diferencia entre el cuerpo y el alma demuestra aún más la necesidad de reconocer a Dios. La capacidad del alma para comprender y manipular conceptos abstractos, como el medir los cielos o recordar eventos pasados, es una señal clara de la inmortalidad y divinidad en el hombre. Sin embargo, a pesar de estas señales de inmortalidad, muchos hombres se niegan a reconocer a Dios como su Creador. Esto lleva a la absurda conclusión de que los hombres, seres racionales, pueden juzgar entre el bien y el mal, pero que no hay un juez divino que gobierne sobre ellos.
Algunos filósofos antiguos han propuesto la idea de un "espíritu universal" que sostiene al mundo, pero esta noción es criticada aquí como vana y profana. En lugar de llevar a los hombres hacia Dios, estas especulaciones filosóficas tienden a alejarlos de la verdadera devoción. Virgilio y otros poetas paganos, que personifican la naturaleza como un espíritu divino que todo lo abarca, solo añaden confusión y no ofrecen el camino a la verdadera piedad.
El poder de Dios, visible tanto en el curso ordinario de la naturaleza como en los eventos extraordinarios, es una guía hacia su eternidad y bondad. Todo el universo está gobernado por su palabra, y los fenómenos naturales, desde las tormentas hasta los cielos estrellados, son manifestaciones de su voluntad. Estas señales son más que simples maravillas; nos invitan a una mayor devoción, a reconocer que la justicia y la misericordia de Dios se extienden sobre todas las cosas. La providencia de Dios se manifiesta no solo en la creación, sino también en el gobierno del mundo, y los ejemplos de su justicia, tanto en la Biblia como en la experiencia cotidiana, son pruebas suficientes de que existe un juez divino que cuida y rige el universo.
El conocimiento de Dios, por tanto, no es solo un ejercicio especulativo, sino algo que debe arraigar en el corazón y manifestarse en la obediencia. La contemplación de sus obras debe llevarnos a la adoración y al reconocimiento de su soberanía. Aunque la creación está llena de señales de su divinidad, es solo a través de la Escritura y el testimonio del Espíritu Santo que podemos comprender plenamente quién es Dios y cómo debemos responderle. El conocimiento verdadero de Dios es el que transforma el corazón y lo lleva a la vida eterna.
Capítulo VI: Es necesario para conocer a Dios en cuanto Creador, que la Escritura nos guíe y encamine
Aunque las señales de la majestad de Dios están claramente impresas en la creación, y aunque todas las criaturas, tanto en el cielo como en la tierra, dan testimonio de su grandeza, este conocimiento es insuficiente para que los hombres lo comprendan plenamente sin la ayuda de la Escritura. Dios ha querido manifestarse más íntimamente a aquellos que ha escogido, por lo cual, además de la revelación general en la naturaleza, nos ha dado el privilegio de conocerle mediante su Palabra escrita.
La Escritura se nos ha dado para guiarnos correctamente hacia Dios, quien no solo es el Creador del universo, sino también nuestro Salvador. Este conocimiento no solo incluye el hecho de que Dios creó el mundo, sino también que es nuestro Redentor en la persona de Jesucristo. Aunque este capítulo no trata en profundidad la caída del hombre y la corrupción de su naturaleza, nos recuerda que el conocimiento del Creador es el primer paso antes de conocer a Dios como nuestro Redentor.
Dios reveló su Palabra desde los tiempos de los patriarcas, y aunque no siempre se hizo por medio de libros escritos, su enseñanza ha estado presente desde el principio. Cuando Dios habló a los patriarcas y los profetas, sus palabras fueron grabadas en sus corazones con tal certeza que no había duda de que eran revelaciones divinas. Pero, para preservar este conocimiento y evitar que se perdiera, Dios ordenó que estas revelaciones fueran registradas por escrito. Así se promulgó la Ley, y los profetas fueron sus intérpretes, enseñando a los hombres cómo reconciliarse con Dios.
La Escritura nos muestra no solo a Dios como el Creador del mundo, sino que también nos enseña a diferenciar al verdadero Dios de los falsos ídolos que los hombres han inventado. A través de la Escritura, Dios se hace más cercano y accesible, revelándonos su verdadera naturaleza, de manera que no andemos errantes en busca de un dios desconocido. Además, la Escritura fue dada para que la verdad de Dios permaneciera intacta en el mundo, ya que los hombres, por su naturaleza inclinada al error, tienden a inventar nuevas religiones o a desviarse de la verdadera fe.
Es indispensable que la Escritura sea nuestra guía para un conocimiento sólido de Dios. Las enseñanzas generales que podemos obtener de la creación no son suficientes para instruirnos completamente en la verdad, y sin la luz de la Escritura, el entendimiento humano permanece en la oscuridad. La Escritura ilumina nuestro entendimiento, nos muestra al verdadero Dios y nos enseña el camino hacia la vida eterna. Por lo tanto, no podemos confiar únicamente en nuestras percepciones naturales, sino que debemos recurrir a la Palabra de Dios, que es la única fuente infalible de la verdad divina.
Capítulo VII: Cuáles son los testimonios con que se ha de probar la Escritura para que tengamos su autoridad por auténtica, a saber del Espíritu Santo; y que es una maldita impiedad decir que la autoridad de la Escritura depende del juicio de la Iglesia
Antes de avanzar en el conocimiento de Dios a través de la Escritura, es necesario entender la autoridad de la misma. La Escritura debe ser reconocida como la Palabra de Dios, no porque la Iglesia lo haya decidido, sino porque su autoridad proviene de Dios mismo. Algunos han sostenido que la autoridad de la Escritura depende del juicio de la Iglesia, pero esta es una grave equivocación. La Iglesia no tiene poder para conferir autoridad a la Escritura; más bien, la Escritura es la base sobre la cual se funda la Iglesia.
El apóstol Pablo enseña que la Iglesia está edificada sobre el fundamento de los profetas y los apóstoles. Por lo tanto, la Escritura precede a la Iglesia, y su autoridad no depende de la aprobación humana. La Iglesia reconoce la Escritura como la Palabra de Dios, pero no la valida ni le otorga su poder. Si la autoridad de la Escritura dependiera del juicio de la Iglesia, nuestra fe estaría sujeta a la opinión humana, lo cual sería un gran error.
San Agustín dijo que no habría creído en el Evangelio si no hubiera sido movido por la autoridad de la Iglesia. Sin embargo, este dicho se refiere a su conversión inicial, cuando, como pagano, fue introducido a la fe por el testimonio de la Iglesia. No implica que la autoridad del Evangelio dependa de la Iglesia, sino que la Iglesia es un medio a través del cual Dios atrae a los hombres a la fe. La verdadera certidumbre de la Escritura no proviene del juicio humano, sino del testimonio interno del Espíritu Santo.
Este testimonio del Espíritu es fundamental. Aunque la Escritura lleva consigo su propia autoridad, como la luz que ilumina por sí misma, solo el Espíritu Santo puede convencer a los corazones de su verdad. Los argumentos humanos son insuficientes para establecer firmemente la autoridad de la Escritura; necesitamos el sello del Espíritu Santo en nuestros corazones para tener la certeza plena de que es la Palabra de Dios.
Por tanto, debemos entender que la verdadera fe en la Escritura proviene del Espíritu Santo, quien la confirma en nuestros corazones. Aunque podemos presentar muchas razones y argumentos que apoyen la veracidad de la Escritura, la persuasión final y definitiva viene del Espíritu de Dios, que nos da la certeza más allá de toda duda. La Escritura, por tanto, se sostiene no solo por su majestad intrínseca, sino también por el poder del Espíritu Santo que la respalda.
Capítulo VIII: Hay pruebas con certeza suficiente, en cuanto le es posible al entendimiento humano comprenderlas, para probar que la Escritura es indubitable y certísima
Aunque la fe precede a cualquier demostración, una vez que aceptamos la autoridad de la Escritura por el testimonio del Espíritu Santo, podemos encontrar abundantes pruebas que confirman su veracidad. Estas pruebas no son la base de nuestra fe, pero sirven como confirmación de la certeza que ya hemos recibido por la fe.
La coherencia interna de la Escritura es una de estas pruebas. A pesar de haber sido escrita por diferentes autores en distintos tiempos, la Escritura presenta una armonía y unidad sorprendentes. Su doctrina celestial, elevada por encima de cualquier sabiduría humana, muestra que no es obra de hombres, sino que es inspirada por Dios. Esta sencillez y majestuosidad de la Escritura, que no necesita adornos de elocuencia humana para conmover nuestros corazones, es otra prueba de su origen divino.
Los profetas, aunque algunos como Amós eran hombres simples, hablaban con una autoridad y profundidad que ningún hombre por sí solo podría alcanzar. Los ejemplos de profecías cumplidas en detalle, como la liberación de Israel por Ciro o la conversión de los gentiles, son testimonio claro de que los profetas hablaban inspirados por el Espíritu de Dios. Estas predicciones, muchas de ellas hechas siglos antes de su cumplimiento, confirman que los profetas no hablaban por conjeturas humanas, sino por la revelación divina.
Además de la coherencia interna y las profecías cumplidas, la antigüedad de la Escritura es otra prueba de su veracidad. Los escritos de Moisés preceden a todas las demás obras literarias de la humanidad, y su doctrina no es inventada, sino que se basa en la tradición divina transmitida desde los patriarcas. A pesar de los esfuerzos por destruirla, como ocurrió con la persecución de Antíoco, la Escritura ha sido milagrosamente preservada a lo largo de los siglos.
Finalmente, el hecho de que la Escritura ha sido recibida y preservada por el consenso de la Iglesia, incluso bajo persecución y adversidad, es otra confirmación de su autenticidad. La sangre de los mártires, quienes dieron su vida por la fe que la Escritura enseña, es un testimonio poderoso de su verdad. Sin embargo, aunque estas pruebas son convincentes, la certidumbre final de la Escritura viene solo cuando Dios mismo nos persuade por el testimonio de su Espíritu.
Capítulo IX: Algunos espíritus fanáticos pervierten los principios de la religión, no haciendo caso de la Escritura para poder seguir mejor sus sueños, so título de revelaciones del Espíritu Santo
El autor condena enérgicamente a aquellos que, bajo la excusa de exaltación espiritual, desprecian la Escritura en favor de supuestas revelaciones directas del Espíritu Santo. Afirma que estas personas, lejos de estar simplemente equivocadas, muestran un comportamiento lleno de furia y desatino. Critica especialmente a quienes consideran la Escritura como algo infantil o irrelevante, ignorando que los apóstoles, inspirados por el Espíritu de Cristo, siempre la veneraron y respetaron profundamente. Tanto el profeta Isaías como el apóstol Pablo destacaron la unión inseparable entre la Escritura y el Espíritu, y aquellos que intentan separarlos caen en sacrilegio. El Espíritu Santo no ha sido enviado para revelar nuevas doctrinas, sino para confirmar en nuestros corazones la misma enseñanza que ya está contenida en el Evangelio. Además, se recalca que la Escritura es el verdadero juez del Espíritu. Aunque algunos afirmen que el Espíritu está por encima de la Palabra escrita, el autor sostiene que el Espíritu nunca se contradice a sí mismo y siempre permanece constante en lo revelado en la Escritura.
Se aborda también la crítica de que la letra de la Escritura "mata", explicando que esta afirmación se malinterpreta cuando se desprecia la gracia que la acompaña. En este contexto, la Ley solo mata cuando se recibe sin la gracia de Dios, pero cuando el Espíritu la imprime en los corazones de los fieles, esta letra se convierte en vida. Finalmente, se resalta cómo el Espíritu vivifica, mostrando que Cristo iluminó a sus discípulos no para que desprecien las Escrituras, sino para que las comprendan plenamente. Aquellos que buscan desechar la Escritura para seguir sus propios sueños están lejos del verdadero camino de la fe cristiana.
Capítulo X: La Escritura, para extirpar la superstición, opone exclusivamente el verdadero Dios a los dioses de los paganos
En este capítulo, el autor se enfoca en la clara revelación de Dios en las Escrituras, distinguiéndolo de los falsos dioses adorados por los paganos. Se explica cómo, aunque Dios es evidente en la creación y en sus criaturas, es en la Escritura donde se manifiesta más abierta y familiarmente. La Escritura nos dirige a un conocimiento más profundo y específico de Dios, revelando su bondad como Creador y su justicia como juez. Aunque no se hace referencia directa al pacto con Abraham, se subraya la relación de Dios con su creación, gobernando el mundo y castigando a los malvados cuando es necesario.
Este conocimiento de Dios no es meramente teórico, sino que se basa en una experiencia viva. El pasaje de Éxodo 34:6-7 es destacado para mostrar cómo Dios se revela en su clemencia, bondad, misericordia, justicia y juicio. Estos atributos se manifiestan tanto en la creación como en la historia de la salvación, y este conocimiento nos lleva a confiar plenamente en Dios y servirle con una vida de obediencia y devoción. Además, el capítulo enfatiza que no existe más que un solo Dios verdadero, y todos los intentos paganos de representar o imaginar a Dios resultan en desviaciones, como demuestra la historia de la humanidad.
Capítulo XI: Es una abominación atribuir a Dios forma alguna visible, y todos cuantos erigen imágenes o ídolos se apartan del verdadero Dios
El autor sostiene que representar a Dios mediante imágenes visibles no solo es inadecuado, sino que es una corrupción de su gloria. Aunque algunas veces en la Escritura Dios se manifestó a través de ciertos signos, como el fuego o la nube, estas señales advertían sobre la incomprensibilidad de su esencia. Cualquier intento de representar a Dios, ya sea mediante estatuas, pinturas o cualquier figura visible, es condenado en la Ley, donde se prohíbe la creación de imágenes (Éxodo 20:4).
El capítulo presenta diversas razones por las cuales Dios no debe ser representado materialmente. Cita a Moisés y a los profetas, quienes enseñan que la majestad de Dios se ve vilipendiada al asemejarlo a una cosa corpórea o visible. Incluso filósofos paganos, como Séneca, son citados para reforzar la idea de que es absurdo representar a Dios de forma material. A lo largo de la historia, los intentos de representar a Dios han sido una señal clara de idolatría y desobediencia a su mandato.
El capítulo también critica la justificación de algunos que argumentan que las imágenes son "libros para los ignorantes". El autor rechaza esta idea, mostrando que las imágenes son, en realidad, una enseñanza falsa y engañosa, como lo atestiguan los profetas Jeremías y Habacuc. Además, se menciona cómo los primeros concilios y Padres de la Iglesia condenaron la creación y el uso de imágenes en los templos cristianos. Las imágenes, lejos de servir como ayuda para la devoción, llevan a la superstición y alejan a los fieles de la verdadera adoración.
Capítulo XII: Dios se separa de los ídolos a fin de ser Él solamente servido
En este capítulo, se explica cómo el verdadero conocimiento de Dios no es solo especulativo, sino que nos lleva a servirle adecuadamente. La Escritura nos enseña que Dios es celoso y no tolera que se le mezcle con otros dioses, exigiendo que se le atribuya todo lo que le pertenece. La verdadera religión consiste en servir a Dios como Él ha ordenado, sin mezclar la devoción a Dios con la veneración de otros seres, ya sean ángeles o santos.
El autor señala que la Ley fue dada como una guía para que los hombres no cayeran en formas falsas de adoración. Dios ha dejado claro que todo lo que se desvíe de su mandato es un sacrilegio. Aunque la superstición muchas veces no rechaza abiertamente a Dios, suele mezclar su culto con la veneración de otras figuras, lo que dispersa la gloria que solo debe pertenecer a Él. El autor critica especialmente la práctica de adorar o servir a los santos, comparándola con la adoración que los paganos daban a sus múltiples dioses.
Finalmente, se menciona la distinción entre "latría" (adoración) y "dulía" (servicio) que se emplea en la Iglesia romana. Esta distinción es rechazada por el autor, argumentando que, en la práctica, no hace ninguna diferencia real y sigue siendo una forma de idolatría. Se concluye que el servicio religioso debe estar reservado únicamente para Dios, y cualquier acto de devoción hacia las criaturas es una violación de la verdadera religión.
La distinción entre latría y dulía es una diferenciación teológica utilizada en la tradición cristiana, especialmente en la Iglesia católica, para distinguir dos tipos de veneración o culto que se puede rendir a Dios y a los santos.
Latría (del griego "latreia"): Es el culto o adoración que se debe exclusivamente a Dios. Se refiere a la reverencia más alta, reservada solo para la divinidad. La "latría" implica adoración en el sentido pleno, reconociendo a Dios como el ser supremo, creador y sustentador del universo. Es un acto de sometimiento total ante Dios, quien es considerado digno de ser adorado por ser omnipotente, omnisciente y omnipresente.
Dulía (del griego "douleia"): Es el culto o veneración que se ofrece a los santos y ángeles, pero no en el mismo nivel que a Dios. Implica un respeto o reverencia especial hacia aquellos seres humanos o criaturas que, por su santidad o cercanía a Dios, merecen ser honrados. No se les adora, sino que se les rinde un tipo de honor por su vida de virtud y por interceder ante Dios en favor de los fieles.
Dentro de esta distinción, también existe un culto especial llamado hiperdulía, que es un tipo de veneración superior a la "dulía" pero inferior a la "latría". Este culto está reservado específicamente para la Virgen María, debido a su papel único como madre de Jesucristo.
Capítulo XIII: La Escritura nos enseña desde la creación del mundo que en la esencia única de Dios se contienen tres personas
La Escritura nos enseña que la esencia de Dios es infinita y espiritual. Esta enseñanza no solo sirve para corregir los errores del pensamiento popular, sino también para refutar las sutilezas de la filosofía pagana. Los antiguos pensadores llegaron a decir que Dios es todo lo que vemos y también lo que no vemos, como si la divinidad estuviera diseminada por toda la creación. Sin embargo, la Escritura, al referirse a Dios como Jehová y Elohim, disipa cualquier confusión o intento de limitar su naturaleza. Nos muestra que su esencia es infinitamente superior a cualquier cosa que podamos percibir o imaginar, siendo de naturaleza espiritual, no carnal ni terrena. Es esta infinitud la que debe llenarnos de reverencia y asombro, pues intentar medir a Dios con nuestros sentidos es una presunción insensata.
Además, la Escritura revela una verdad aún más profunda: aunque Dios es uno en esencia, en Él coexisten tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta distinción trinitaria es fundamental para nuestra comprensión de Dios. Si no reconocemos estas tres personas en la única esencia divina, nuestra concepción de Dios será vacía y superficial. Sin embargo, esta distinción no implica una división en la esencia divina. Dios no se fracciona ni se divide entre estas tres personas; su unidad permanece intacta, y cada una de las personas participa completamente de la misma esencia divina, sin que esto implique una separación o fragmentación.
Algunos han objetado el uso de la palabra "Persona" para describir a las tres hipóstasis de la Trinidad, argumentando que es una invención humana. Sin embargo, la Iglesia, en su sabiduría, ha empleado este término para explicar de manera comprensible la distinción entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, sin comprometer la unidad de la esencia divina. Aunque esta palabra no se encuentra explícitamente en la Escritura, describe fielmente lo que la revelación bíblica afirma. Así, las palabras "Trinidad" y "Persona" son herramientas útiles para salvaguardar la verdad de la fe frente a las herejías que han intentado distorsionar la doctrina cristiana.
El uso de términos como "sustancia", "esencia" e "hipóstasis" ha sido necesario para refutar las herejías y asegurar una correcta comprensión de la naturaleza de Dios. Los primeros Padres de la Iglesia, enfrentándose a las tergiversaciones de Arrio y Sabelio, debieron articular de manera más clara las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, afirmando que las tres personas de la Trinidad son coeternas y coiguales en poder y gloria. Al hacerlo, no introdujeron novedades que alteraran la enseñanza bíblica, sino que ofrecieron explicaciones que protegieran la verdad revelada contra las distorsiones.
La Iglesia no ha introducido estos términos por curiosidad o para provocar debates inútiles, sino para edificar y proteger a los fieles. Las herejías de Arrio, que negaba la plena divinidad del Hijo, y de Sabelio, que confundía las personas de la Trinidad, mostraron la necesidad de ser precisos en el lenguaje teológico. Así, el término "Trinidad" sirve para afirmar la unidad esencial de Dios y, al mismo tiempo, la distinción real de las tres personas. A través de esta doctrina, la Iglesia confiesa que el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, y sin embargo, no hay tres dioses, sino un solo Dios.
Capítulo XIV: La escritura, por la creación del mundo y de todas las cosas, diferencia con ciertas notas al verdadero Dios de los falsos dioses
En este capítulo, Calvino expone cómo la creación del mundo, tal como la narra la Escritura, sirve como una clara distinción entre el verdadero Dios y los falsos dioses venerados por los gentiles. Critica la ignorancia de los idólatras, a quienes el profeta Isaías reprocha por no haber aprendido de la creación del mundo y del vasto universo la verdad sobre Dios. Aunque reconoce que el entendimiento humano es limitado, Calvino resalta la importancia de la narración bíblica de la creación como un ancla que sostiene a los fieles y les impide caer en supersticiones.
Calvino también critica la visión filosófica de Dios como el "alma del mundo", considerándola una explicación insuficiente y vaga que no capta la esencia de Dios como creador. En su lugar, argumenta que la narración bíblica de la creación es más íntima y clara, permitiendo a los fieles conocer a Dios con mayor profundidad. La creación del mundo, a través de los días descritos en el Génesis, no solo refuerza la verdad divina sino que también refleja el orden y la sabiduría de Dios.
El capítulo también aborda la creación de los ángeles, quienes, aunque no son mencionados explícitamente en el relato de la creación, son reconocidos como criaturas de Dios encargadas de servirle y cumplir su voluntad. Este enfoque resalta la grandeza y la organización del reino celestial, al tiempo que rechaza las especulaciones innecesarias sobre su naturaleza o jerarquía, centrándose en lo que la Escritura nos enseña sobre su propósito.
Finalmente, Calvino advierte contra la curiosidad excesiva y la especulación innecesaria sobre los misterios que Dios ha decidido mantener ocultos, instando a los fieles a la humildad y la reverencia en su acercamiento a estos temas.
Capítulo XV: como era el hombre al ser creado
El capítulo comienza describiendo la condición del hombre en su creación, antes de la caída. Se sostiene que el hombre fue creado en un estado de perfección e integridad, siendo la obra más noble de Dios, en la cual se manifestaba de manera evidente su justicia, sabiduría y bondad. Este punto es crucial, ya que el autor afirma que no se puede conocer verdaderamente a Dios sin conocerse también a uno mismo, tanto en el estado original de perfección como en la situación de corrupción y ruina tras la caída de Adán. Además, advierte sobre el peligro de imputar a Dios la culpa de los vicios humanos, una acusación que proviene tanto de los impíos como de aquellos que, aunque más reverentes, excusan sus pecados atribuyéndolos a la naturaleza corrompida. El autor enfatiza que la justicia de Dios debe ser protegida de toda acusación, demostrando que la corrupción humana no es atribuible al Creador, sino que surge de la elección humana.
El texto continúa señalando que, al ser creado de la tierra y el lodo, el hombre no tiene motivo para el orgullo, pues su origen humilde le recuerda su condición terrenal. Sin embargo, el hecho de que Dios haya infundido un alma inmortal en el hombre, lo eleva a una dignidad superior, permitiéndole enorgullecerse, no de su naturaleza material, sino de la generosidad y gracia de su Creador.
Naturaleza del alma. Su inmortalidad
El hombre está compuesto de dos partes: el cuerpo y el alma, siendo esta última una esencia inmortal y creada, la parte más noble del ser humano. En las Escrituras, el alma a veces se llama espíritu, y ambos términos se usan indistintamente en algunos contextos. La inmortalidad del alma es demostrada por su capacidad para responder al juicio de Dios, por lo cual la conciencia del bien y el mal es una señal de que el alma tiene una esencia distinta y eterna. Además, el conocimiento de Dios y la capacidad del alma para reflexionar sobre el pasado y predecir el futuro, superando las limitaciones corporales, evidencian que el hombre tiene una parte espiritual que trasciende la existencia terrenal. Este conocimiento sobrepasa los sentidos corporales, lo que indica que la sede de esta sabiduría es el espíritu. El texto sostiene que incluso fenómenos como los sueños revelan esta inmortalidad, pues inspiran pensamientos e imaginaciones que exceden la realidad física.
La enseñanza de la Escritura apoya esta distinción entre cuerpo y alma, destacando que el alma es la parte principal del ser humano. San Pablo y otros escritores bíblicos se refieren a la purificación del alma, distinguiéndola de la carne, y la salvación eterna es entendida como un destino del alma. Así, se concluye que la existencia del alma es independiente del cuerpo y que esta tiene su propia esencia.
El hombre creado a imagen de Dios
El hombre fue creado a imagen de Dios, lo que principalmente se refiere a su alma. Aunque algunos sugieren que la imagen de Dios también incluye aspectos corporales, el texto argumenta que es en el alma donde reside esta imagen de forma más clara. La inteligencia, la capacidad de discernir el bien y el mal, y la habilidad de conocer a Dios son reflejos de la imagen divina en el hombre. No obstante, tras la caída, esta imagen se corrompió, aunque no fue destruida completamente. El autor critica a Osiander por confundir el significado de la imagen de Dios, extendiéndola tanto al cuerpo como al alma, y por sugerir que Cristo habría tomado forma humana incluso si Adán no hubiera pecado. Este enfoque es refutado, señalando que la imagen de Dios debe entenderse en términos espirituales, no corporales.
En cuanto a la distinción entre los términos "imagen" y "semejanza", el autor considera que no hay una diferencia real entre ellos, ya que ambos términos expresan la misma idea de que el hombre fue creado para reflejar a Dios. La imagen de Dios en el hombre no debe buscarse en su dominio sobre otras criaturas, sino en su alma y en las cualidades que lo asemejan a Dios.
Sólo la regeneración permite comprender la imagen de Dios
La verdadera comprensión de lo que significa ser creado a imagen de Dios sólo se puede alcanzar a través de la regeneración, es decir, el proceso mediante el cual el hombre corrupto recupera su integridad original en Cristo. Aunque la caída de Adán no borró por completo la imagen de Dios, esta fue tan desfigurada que sólo a través de Cristo puede ser restaurada plenamente. San Pablo enseña que el objetivo de la regeneración es que Cristo reforme al hombre conforme a la imagen de Dios. Esta renovación, según el Apóstol, comienza con el conocimiento, seguido por una justicia santa y verdadera. De este modo, la imagen de Dios en el hombre original consistía en la claridad del espíritu, la rectitud del corazón y la integridad de todas las facultades humanas.
Cristo es la imagen perfecta de Dios, y a través de la contemplación de su gloria, los fieles son transformados en esa misma imagen. Esta transformación no es sólo física, sino espiritual, restaurando al hombre en piedad, justicia, pureza e inteligencia verdaderas. La regeneración, entonces, es el medio por el cual el hombre recupera su semejanza con Dios, una imagen que fue casi destruida por el pecado, pero que alcanzará su perfección en la vida celestial.
Refutación de los errores maniqueos sobre el origen del alma
El texto también refuta la herejía de los maniqueos, que afirmaban que el alma es una derivación de la esencia de Dios. Este error es considerado monstruoso, ya que implicaría que Dios está sujeto a las mismas pasiones, debilidades y vicios que el hombre. En cambio, el alma humana, aunque hecha a imagen de Dios, es una creación distinta y no una emanación de su sustancia. Las almas, al igual que los ángeles, son creadas por Dios, no transfundidas de su esencia. Por lo tanto, aunque el alma lleva la imagen de Dios, es una entidad creada, y su relación con Dios es de semejanza, no de identidad.
Capítulo XVI: Dios, después de crear con su potencia el mundo y cuanto hay en él, lo gobierna y mantiene todo con su providencia
Este capítulo trata sobre el gobierno y la providencia de Dios, afirmando que no sólo es el creador del mundo, sino también su gobernante perpetuo. Aunque los impíos pueden reconocer la existencia de Dios a través de la creación visible, sólo la verdadera fe puede penetrar en la comprensión de su providencia. La potencia divina no se limita al acto de creación, sino que continúa operando en el mundo, manteniendo el orden y controlando cada detalle del universo. Si bien los filósofos reconocen que el poder de Dios se muestra en la creación, no llegan a comprender que toda la maquinaria del mundo está bajo su control constante.
El pensamiento natural puede contemplar el mundo como algo que sigue un curso preestablecido, basado en la fuerza otorgada por Dios en el momento de la creación. Sin embargo, esta idea no basta para comprender la verdadera naturaleza de la providencia divina. La fe debe ir más allá, reconociendo que Dios no sólo creó el universo, sino que lo gobierna de manera activa y particular. Su cuidado se extiende a todas las criaturas, desde los eventos más grandes hasta los detalles más pequeños, lo que demuestra que nada sucede fuera de su voluntad. David, en los Salmos, refleja esta idea al hablar no sólo de la creación, sino también del mantenimiento continuo del mundo por la providencia divina.
Nada es efecto del azar; todo está sometido a la providencia de Dios
El texto enfatiza que nada ocurre por azar, sino que todo está regido por la providencia divina. La opinión común de que ciertos eventos suceden por casualidad o fortuna es criticada, ya que se contradice con la enseñanza bíblica de que todos los cabellos de nuestra cabeza están contados por Dios. Cada evento en la naturaleza, incluso aquellos que parecen fortuitos, como una tormenta, un accidente o una oportunidad inesperada, están bajo el control de Dios.
Aunque algunas personas piensan que las cosas se mueven de acuerdo a las leyes naturales sin intervención divina, el texto reafirma que todas las fuerzas de la naturaleza actúan sólo bajo la dirección de Dios. Un ejemplo de esto es el Sol, cuyo poder para dar luz y calor no es más que un instrumento en manos de Dios. El Sol, aunque es vital para la vida en la tierra, no actúa por sí mismo, sino que sigue el mandato divino. Este control divino sobre la naturaleza se muestra también en milagros como los que sucedieron con Josué y el rey Ezequías, donde el curso del Sol fue alterado por el poder de Dios.
Dios no es sólo causa primera; también lo gobierna y dirige todo
El autor refuerza la idea de que Dios no es solo una causa inicial que puso en marcha el universo y luego lo dejó seguir su curso. En lugar de eso, gobierna todos los movimientos particulares del mundo con un propósito definido. Dios no es como un constructor que, después de preparar un canal, deja que el agua fluya por su cuenta. Su poder es continuo, gobernando cada detalle de la creación.
El texto subraya que reconocer a Dios como Todopoderoso implica aceptar que todos los aspectos de la vida están bajo su control. Nada ocurre sin su voluntad, y esto debe ser un consuelo para los fieles, ya que todo lo que ocurre en sus vidas está bajo el dominio de Dios. Limitar la providencia de Dios a un simple control sobre el curso natural de las cosas es robarle la gloria que le corresponde como el soberano absoluto del universo.
La providencia de Dios no es presciencia; es algo actual
La providencia de Dios no debe entenderse como una mera presciencia, una observación pasiva de lo que sucede en el mundo. En cambio, debe verse como algo activo y presente. Dios no sólo ve lo que ocurre, sino que guía y ordena cada acción. El ejemplo de Abraham, quien confía en que Dios proveerá en una situación difícil, demuestra que la providencia no es sólo conocimiento anticipado, sino una intervención real y directa en los asuntos humanos.
La providencia de Dios no se limita a los grandes eventos, sino que también se extiende a los detalles más pequeños y aparentemente insignificantes de la vida diaria. No se trata de una supervisión general, sino de una disposición particular de cada cosa. Los seres humanos, aunque dotados de libre albedrío, están sujetos a la dirección divina, y todo lo que sucede está bajo su control soberano.
La providencia de Dios se ejerce incluso en la naturaleza
El autor argumenta que los ciclos naturales, como el cambio de estaciones, no ocurren por azar o simplemente por leyes naturales establecidas al inicio del tiempo. En cambio, son dirigidos continuamente por la mano de Dios. Si bien las estaciones, la lluvia y el calor parecen seguir un patrón natural, estos fenómenos son en realidad gobernados directamente por Dios. Él puede cambiar el curso natural de las cosas para bendecir o castigar, como lo indican las Escrituras, donde se habla de la lluvia como un signo de la bendición divina y de la sequía como una señal de castigo.
La fertilidad de la tierra, las lluvias oportunas y las buenas cosechas no deben ser vistas como producto de causas naturales aisladas, sino como un reflejo del favor de Dios. Así también, las catástrofes naturales, como las sequías o tormentas devastadoras, son manifestaciones de su juicio. El texto advierte contra la tendencia de atribuir estos eventos al azar o a las estrellas, en lugar de reconocer la mano activa de Dios en todas las cosas.
Dios lo dirige todo en la vida de sus criaturas
El gobierno de Dios sobre la creación tiene un propósito específico: dirigir todas las cosas hacia el bien de sus criaturas, particularmente el hombre. El profeta Jeremías y Salomón confirman que el camino del hombre no es independiente, sino que está bajo la dirección divina. Aunque los hombres tienen libertad para actuar según su naturaleza, sus acciones y decisiones están finalmente sujetas a la voluntad de Dios.
La Escritura muestra que incluso los eventos que parecen fortuitos, como el lanzamiento de una suerte, están bajo el control de Dios. Nada sucede sin su dirección, y los seres humanos deben reconocer su dependencia total de Él. Las diferencias en la condición de los hombres, como la pobreza o la riqueza, no son el resultado del azar o de la habilidad humana, sino de la determinación divina, que distribuye a cada uno según su voluntad.
Dios dirige el timón del mundo para conducir los acontecimientos particulares
El texto afirma que los acontecimientos particulares que ocurren en el mundo son pruebas claras de la providencia de Dios. Cuando Dios interviene en la naturaleza, como al levantar un viento para hacer cumplir su voluntad, esto demuestra que todo está bajo su control. No hay viento, lluvia o tempestad que no responda al mandato divino, y los eventos más cotidianos en la naturaleza también son testimonios de su poder.
De manera similar, los nacimientos, la fertilidad y la esterilidad son controlados por Dios, quien decide cuándo y a quién otorgar estos dones. Incluso el pan, que es el sustento básico del hombre, sólo tiene la capacidad de alimentar por la bendición divina. Todo en la vida del ser humano, desde lo más grande hasta lo más pequeño, depende de la providencia de Dios.
Esta doctrina no tiene nada de común con el "fatum" de los estoicos
El autor rechaza la acusación de que esta doctrina es similar al fatalismo estoico, que sostiene que todo sucede por una necesidad ciega. A diferencia de los estoicos, que creían en un destino inmutable gobernado por las leyes de la naturaleza, el cristianismo enseña que Dios gobierna el mundo con sabiduría y propósito. La necesidad que se menciona en relación con la providencia de Dios no es una necesidad ciega, sino una determinación divina que guía todas las cosas hacia su fin predeterminado.
El concepto de "fortuna" o "azar" es rechazado como incompatible con la fe cristiana. Todo lo que sucede en el mundo, tanto lo bueno como lo malo, procede de la voluntad de Dios. Aunque los seres humanos a menudo no pueden ver o comprender las causas últimas de los eventos, deben confiar en que todo está bajo el control de Dios y dirigido por su providencia.
Aunque dirigidos por Dios, los acontecimientos nos resultan fortuitos
Finalmente, el autor reconoce que, desde la perspectiva humana, muchos eventos pueden parecer fortuitos o aleatorios, ya que no comprendemos los planes divinos. Sin embargo, lo que parece casual o accidental desde nuestro punto de vista está, en realidad, dirigido por Dios. Cada suceso tiene una causa en la voluntad divina, aunque no siempre podamos entenderlo.
Como el espíritu de los hombres se siente inclinado a sutilezas vanas, con gran dificultad se puede conseguir que aquellos que no comprenden el verdadero uso de esta doctrina no se enreden en la maraña de grandes dificultades. Por tanto, será conveniente explicar brevemente con qué fin nos enseña la Escritura que todo cuanto se hace está ordenado por Dios. Primeramente, es necesario notar que la providencia de Dios ha de considerarse tanto respecto al pasado como al porvenir; luego, que de tal manera gobierna todas las cosas, que unas veces obra mediante intermediarios, otras sin ellos, y a veces contra todos los medios. Finalmente, su intento es mostrar que Dios tiene cuidado del linaje humano, y principalmente cómo vela atentamente por su Iglesia, a la que mira más de cerca.
La providencia divina es la sabiduría misma. Aunque el favor paternal de Dios, o su bondad, o el rigor de sus juicios reluzcan muchas veces en el curso de su providencia, las causas de las cosas que acontecen son ocultas. Poco a poco llegamos a pensar que los asuntos de los hombres son movidos por el ciego ímpetu de la fortuna, o nuestra carne nos impulsa a murmurar contra Dios, como si Él se complaciese en arrojar a los hombres de acá para allá, cual si fuesen pelotas. Es verdad que, si mantenemos el entendimiento tranquilo y sosegado, el resultado final manifestará que Dios tiene grandísima razón en su determinación de hacer lo que hace, sea para instruir a los suyos en la paciencia, para corregir sus malas aficiones, para dominar su lascivia, o para obligarlos a renunciar a sí mismos. También puede ser para abatir a los soberbios o para confundir la astucia de los impíos y destruir sus maquinaciones. En todo caso, debemos tener por seguro que, aunque no entendamos las causas, estas están escondidas en Dios, y por lo tanto debemos exclamar con David: "Has aumentado, oh Jehová Dios mío, tus maravillas; y tus pensamientos para con nosotros no es posible contarlos ante ti" (Sal. 40,5).
Aunque en nuestras adversidades debemos acordarnos de nuestros pecados para que la misma pena nos mueva a hacer penitencia, sabemos que Cristo atribuye a su Padre, cuando castiga a los hombres, una autoridad mucho mayor que la facultad de castigar a cada cual conforme a su merecimiento. Pues hablando del ciego de nacimiento dice: "No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él" (Jn. 9, 3). Aquí murmura nuestro sentir carnal, al ver que un niño, aun antes de haber nacido, es castigado tan rigurosamente como si Dios no se condujera humanamente con los que castiga sin ellos merecerlo. Pero Jesucristo afirma que la gloria de su Padre brilla en tales espectáculos, con tal que tengamos los ojos limpios.
La voluntad de Dios es la causa justísima de todo cuanto hace. Debemos tener la modestia de no forzar a Dios a darnos cuenta y razón, sino adorar sus juicios ocultos, aceptando que su voluntad es para nosotros la causa justísima de todo cuanto hace.
Otra cuestión mucho más difícil que esta surge de otros textos de la Escritura, en los cuales se dice que Dios doblega, fuerza y atrae a donde quiere al mismo Satanás y a todos los réprobos. Porque el pensamiento carnal no puede comprender cómo es posible que, obrando Dios por medio de ellos, no se le pegue algo de su inmundicia; más aún, cómo en una obra en la que Él y ellos toman parte juntamente, puede Él quedar limpio de toda culpa, y a la vez castigar con justicia a los que le han servido en aquella obra. Y esta es la razón de haber establecido la distinción entre hacer y permitir, pues a muchos parecía un nudo indisoluble el que Satanás y los demás impíos estén bajo la mano y la autoridad de Dios de tal manera que Él encamine la malicia de ellos al fin que se propone, y que se sirva de sus pecados y abominaciones para llevar a cabo sus designios.
Con todo, se podría excusar la modestia de los que se escandalizan ante la apariencia del absurdo, si no fuese porque intentan vanamente mantener la justicia de Dios con falsas excusas y so color de mentira contra toda sospecha. Les parece que es del todo absurdo que el hombre, por voluntad y mandato de Dios, sea cegado para ser luego castigado por su ceguera. Por ello, usan del subterfugio de decir que ello sucede, no porque Dios lo quiera, sino solamente porque lo permite. Pero es Dios mismo quien, al declarar abiertamente que Él es quien lo hace, rechaza y condena tal subterfugio.
Que los hombres no hacen cosa alguna sin que tácitamente les dé Dios licencia, y que nada pueden deliberar, sino lo que Él de antemano ha determinado en sí mismo y lo que ha ordenado en su secreto consejo, se prueba con infinitos y evidentes testimonios. Es cosa certísima que lo que hemos citado del salmo: que Dios hace todo cuanto quiere (Sal. 115,3), se extiende a todo cuanto hacen los hombres. Si Dios es, como dice el salmista, el que ordena la paz y la guerra, y esto sin excepción alguna, ¿quién se atreverá a decir que los hombres pelean los unos contra los otros temeraria y confusamente sin que Dios sepa cosa alguna, o si lo sabe, permaneciendo mano sobre mano, según suele decirse? Pero esto se verá más claro con ejemplos particulares.
Por el capítulo primero del libro de Job sabemos cómo Satanás se presenta delante de Dios para oír lo que Él le mandare, lo mismo que el resto de los ángeles que voluntariamente le sirven; pero él hace esto con un fin y propósito muy distinto de los demás. Mas, sea como fuere, esto demuestra que no puede intentar cosa alguna sin contar con la voluntad de Dios. Y aunque después parece que obtiene una expresa licencia para atormentar a aquel santo varón, sin embargo, como quiera que es verdad aquella sentencia: "Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito" (Job 1,21), deducimos que Dios fue el autor de aquella prueba, cuyos ministros fueron Satanás y aquellos perversos ladrones. Satanás se esfuerza por incitar a Job a revolverse contra Dios por desesperación; los sabeos impía y cruelmente echan mano a los bienes ajenos robándolos. Mas Job reconoce que Dios es quien le ha despojado de todos sus bienes y hacienda, y que se ha convertido en pobre porque así Dios lo ha querido. Y por eso, a pesar de cuanto los hombres y el mismo Satanás maquinan, Dios sigue conservando el timón para conducir sus esfuerzos a la ejecución de sus juicios.
Quiere Dios que el impío Acab sea engañado; el Diablo ofrece sus servicios para hacerlo, y es enviado con orden expresa de ser espíritu mentiroso en boca de todos los profetas (1 Re. 21,20-22). Si el designio de Dios es la obcecación y locura de Acab, la ficción de permisión se desvanece. Porque sería cosa ridícula que el juez solamente permitiese, y no determinara lo que deseaba que se hiciese, y mandara a sus oficiales la ejecución de la sentencia.
La intención de los judíos era matar a Jesucristo. Pilato y la gente de la guarnición obedecen al furor del pueblo; sin embargo, los discípulos, en la solemne oración que Lucas cita, afirman que los impíos no han hecho sino lo que la mano y el consejo de Dios habían determinado, como ya san Pedro lo había demostrado, que Jesucristo había sido entregado a la muerte por el deliberado consejo y la presciencia de Dios (Hech. 4,28; 2,23); como si dijese: Dios – al cual ninguna cosa está encubierta –, a sabiendas y voluntariamente había determinado lo que los judíos ejecutaron. Como él mismo confirma en otro lugar, diciendo: "Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos los profetas, que su Cristo había de padecer" (Hech. 3,18).
Absalón, mancillando el lecho de su padre con el incesto, comete una maldad abominable; sin embargo, Dios afirma que esto ha sido obra suya, porque estas son las palabras con que Dios amenazó a David: "Tú hiciste esto en secreto, mas yo lo haré delante de todo Israel y a pleno sol" (2 Sm. 12,12). Jeremías afirma también que toda la crueldad que emplean los caldeos con la tierra de Judá es obra de Dios (Jer. 50,25). Por esta razón Nabucodonosor es llamado siervo de Dios, aunque era gran tirano.
En muchísimos otros lugares de la Escritura afirma Dios que Él con su silbo, con el sonido de la trompeta, con su mandato y autoridad reúne a los impíos y los acoge bajo su bandera para que sean sus soldados. Llama al rey de Asiria vara de su furor y hacha que Él menea con su mano. Llama a la destrucción de la ciudad santa de Jerusalén y a la ruina de su templo, obra suya (Is. 10,5; 5,26; 19,25). David, sin murmurar contra Dios, sino reconociéndolo por justo juez, afirma que las maldiciones con que Semeí le maldecía le eran dichas porque Dios así lo había mandado: "Dejadle que maldiga, pues Jehová se lo ha dicho" (2 Sm. 16,11). Muchas veces dice la Escritura que todo cuanto acontece procede de Dios, como el cisma de las diez tribus, la muerte de los dos hijos de Eli, y otras muchas semejantes (1 Re. 11,31; 1 Sm. 2,34).
Los que tienen alguna familiaridad con la Escritura saben que solamente he citado algunos de los infinitos testimonios que hay; y lo he hecho así en gracia a la brevedad. Sin embargo, por lo que he citado se verá clara y manifiestamente que los que ponen una simple permisión en lugar de la providencia de Dios, como si Dios permaneciese mano sobre mano contemplando lo que fortuitamente acontece, desatinan y deliran sobremanera; pues si ello fuese así, los juicios de Dios dependerían de la voluntad de los hombres.
Conclusión
La doctrina de la providencia divina expuesta en estos capítulos subraya que Dios tiene control absoluto sobre todas las cosas, desde los eventos más insignificantes hasta las acciones más trascendentales de la historia. Dios no solo permite que sucedan, sino que dirige incluso la maldad de los hombres y los actos de Satanás hacia sus propios fines justos y soberanos, manteniéndose siempre sin mancha. A través de su sabiduría, Dios utiliza los actos impíos para cumplir sus designios, sin que los seres humanos queden exentos de responsabilidad por sus actos. Esto nos invita a reconocer tanto la justicia como la providencia de Dios, quien guía todos los eventos para la salvación y el bienestar de su Iglesia, recordándonos que, aunque sus caminos son insondables, siempre son justos y buenos.
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