lunes, 30 de septiembre de 2024

Pietro Pomponazzi - Tratado sobre la inmortalidad del alma (1516)


La siguiente obra (y la más distinguida) generó una intensa controversia que lo llevó a defenderse durante tres años ante ataques de diversas figuras y lugares, incluidos obispos y dominicos. La obra desafiaba la interpretación aristotélica de la inmortalidad del alma, estableciendo que esta debe ser aceptada como un dogma de fe, aunque algunos críticos la consideraron herética. Pomponazzi enfrentó condenas, intentos de censura y un requerimiento papal que casi deriva en un proceso inquisitorial. Una de las obras más controversiales, pero a su vez más interesante. 


TRATADO SOBRE LA INMORTALIDAD DEL ALMA

Prólogo

En el prólogo de su obra, Pietro Pomponazzi expresa su deseo de visitar a su querido amigo Marcoantonio Flavio Contarini en Venecia, pero su plan se ve frustrado por una grave enfermedad. Durante su convalecencia, fue visitado por amigos y oyentes que le plantearon diversas cuestiones, lo que le llevó a ofrecer un discurso sobre la inmortalidad del alma. Este discurso, que fue organizado y editado posteriormente, lo dedica a Contarini, buscando mantener un vínculo a través de sus escritos, a pesar de la distancia. Pomponazzi espera que su obra sea recibida con benevolencia, reconociendo la gran dignidad de su destinatario.


Proemio

En el proemio de su obra, Fray Gerolamo Natale de Ragusa visita a Pietro Pomponazzi durante su convalecencia y le plantea dos cuestiones sobre la inmortalidad del alma. Natale menciona un pasaje de Aristóteles donde se argumenta que "ingénito" e "impercedero" son términos intercambiables, y le pide a Pomponazzi su opinión sobre el tema, dejando de lado revelaciones y milagros. Pomponazzi, reconociendo el interés del grupo presente, acepta el desafío y promete ofrecer su perspectiva sobre el asunto, consciente de su complejidad y de la variedad de opiniones entre los filósofos.




CAPÍTULO I
En el que se muestra que el hombre es de naturaleza indeterminada y es intermedio entre los seres mortales y los inmortales

Pomponazzi inicia su análisis sobre la naturaleza del ser humano, describiéndolo como una entidad múltiple, intermedia entre lo mortal y lo inmortal. Argumenta que, al realizar funciones tanto de las almas vegetativa y sensitiva, que requieren un cuerpo y, por lo tanto, son mortales, como de la facultad intelectual, que puede operar sin un cuerpo y sugiere inmortalidad, el ser humano no es simple, sino compuesto.

  1. Alma vegetativa: Relacionada con las funciones básicas de la vida, como la nutrición, el crecimiento y la reproducción. Esta alma es compartida con las plantas y es la que opera a través de un cuerpo físico, lo que la vincula a la mortalidad.

  2. Alma sensitiva: Asociada a la percepción y a las emociones, esta alma permite al ser humano interactuar con el mundo a través de los sentidos. Al igual que el alma vegetativa, está ligada a un cuerpo y, por lo tanto, es también mortal.

  3. Alma intelectiva: Este es el componente más elevado y distintivo del ser humano, que le otorga la capacidad de razonar, reflexionar y entender. Pomponazzi argumenta que estas operaciones pueden llevarse a cabo sin un cuerpo, sugiriendo así una naturaleza inmaterial y, por ende, inmortal.

A través de esta dualidad de almas, el ser humano se posiciona en un lugar intermedio en el espectro de la existencia: no es completamente mortal como los animales, ni completamente inmortal como los seres divinos. Esta intermedialidad le otorga una singularidad, ya que el hombre tiene la libertad de elegir en qué aspectos de su naturaleza quiere centrarse.

Todo esto basado en las obras de Arisóteles como ''De Anima'', "De Partibus Animalium" e "Historia Animalium". 

Finalmente, Pomponazzi refuerza su argumento con una cita del Salmo 8:6 que dice: "Lo hiciste un poco inferior a los ángeles", enfatizando la idea de que el ser humano tiene un potencial extraordinario debido a su capacidad para razonar y elegir su camino, lo que lo distingue de otros seres vivos. Este marco filosófico sugiere que la comprensión de nuestra alma y sus capacidades es fundamental para entender nuestra naturaleza y nuestro lugar en el universo.


CAPÍTULO II
En el que se exponen los modos en que se puede entender dicha multiplicidad del alma humana

Pomponazzi explora la complejidad de la naturaleza del alma humana, que presenta características tanto mortales como inmortales. Reconociendo la aparente contradicción de que una misma entidad pueda ser ambas, plantea dos enfoques sobre cómo entender esta multiplicidad.

Primero, sugiere la posibilidad de una única naturaleza que pueda ser simultáneamente mortal e inmortal. Sin embargo, esto plantea el desafío de que los atributos opuestos no pueden aplicarse a una misma cosa de manera directa.

Alternativamente, si se considera que hay dos naturalezas diferentes, Pomponazzi ofrece tres maneras de conceptualizarlo. La primera es que cada individuo, como Sócrates, podría poseer una naturaleza inmortal y una o más mortales. La segunda sugiere que todos los seres humanos compartirían una única naturaleza inmortal, mientras que las naturalezas mortales se multiplicarían en cada persona. La tercera opción es que haya una naturaleza inmortal multiplicada, pero una naturaleza mortal común a todos.

Finalmente, si se opta por la idea de una sola naturaleza que abarque ambas características, Pomponazzi propone que esta puede ser inmortal en términos absolutos, pero mortal en un aspecto particular, o viceversa. Esta complejidad permite evitar la objeción de la contradicción, presentando así seis modos de entender la naturaleza del alma humana.

CAPÍTULO III

En el que se expone el modo seguido por Temistio y Averroes según el cual el alma inmortal es una en número, pero la mortal está multiplicada

En este capítulo, se expone la perspectiva de Temistio y Averroes sobre la naturaleza del alma, argumentando que el alma inmortal es única en número, mientras que el alma mortal es múltiple. Se menciona que, entre los seis modos discutidos, cuatro fueron aceptados por los pensadores, quienes coincidieron en que el alma inmaterial no puede multiplicarse, a diferencia del alma material, que puede ser múltiple debido a su corporeidad y corrupción.

Averroes y Temistio sostienen que el alma intelectiva se distingue del alma corruptible, siendo la primera única para todos los hombres, en contraste con las almas sensibles y vegetativas, que son mortales y dependen de un cuerpo. Esto se fundamenta en el reconocimiento de que el intelecto posible es inmaterial y eterno, según Aristóteles.

Pomponazzi subraya que no puede existir algo que sea simultáneamente mortal e inmortal; por lo tanto, se establece una distinción entre el intelecto inmortal y las almas mortales. Temistio intenta reforzar esta visión citando a Platón, pero destacando que ''la multiplicación de individuos dentro de una especie solo puede darse a través de materia cuantificada'', como se menciona en los textos de Aristóteles y los peripatéticos.


CAPÍTULO IV

En el que se impugna la referida opinión de Averroes

Pomponazzi impugna la opinión de Averroes sobre la naturaleza del alma, que ha sido ampliamente aceptada en su tiempo como representativa del pensamiento de Aristóteles. Pomponazzi sostiene que esta perspectiva es no solo incorrecta, sino también ininteligible y ajena a la verdadera filosofía de Aristóteles.

Argumentos contra Averroes

El filósofo argumenta que la visión de Averroes, que postula la existencia de un alma intelectiva única para todos los humanos, es una "tontería" que nunca fue creída o incluso considerada por Aristóteles. Para respaldar su crítica, Pomponazzi remite al trabajo de Santo Tomás de Aquino, citando varios textos en los que Aquino refuta esta idea con gran claridad y sutileza.

Pomponazzi considera que la crítica de Aquino a la opinión de Averroes es tan exhaustiva que deja sin respuesta a los defensores de esta última, y que, en lugar de ofrecer argumentos válidos, lo único que los averroístas pueden presentar son ataques y descalificaciones hacia Aquino. En resumen, este capítulo se centra en la defensa de la verdadera interpretación aristotélica del alma, en contraposición a las ideas de Averroes.

Sostiene que un alma intelectiva, si tiene alguna operación, debe depender del cuerpo en alguna medida, ya sea como sujeto o como objeto. Argumenta que hay actividades del alma que requieren el cuerpo como objeto, como el acto de entender, que necesita representaciones de la imaginación que están conectadas con experiencias sensoriales corporales. 

También cita a Santo Tomás de Aquino, quien afirma que la actividad del intelecto no se produce únicamente por el órgano corporal, sino que depende de un objeto físico para su funcionamiento. Pomponazzi explica que esta relación implica que la actividad intelectiva no es completamente independiente y, por lo tanto, el intelecto no puede considerarse una forma subsistente separada del cuerpo. Pero el mismo Averroes decía:

«Y no quiere decir con esto lo que parece extraerse literalmente de estas palabras, es decir, que inteligir no se da sino con la imaginación: entonces el intelecto material, en efecto, será generable y corruptible, como entiende Alejandro.»

Pomponazzi concluye que, si el intelecto no es independiente en su operación, tampoco lo es en su ser, lo que lleva a la necesidad de considerar al alma como una entidad que no puede existir completamente aislada del cuerpo, contradiciendo así la interpretación de Averroes.

Alma y cuerpo

Según Aristóteles, el acto de entender (inteligir) está intrínsecamente vinculado a la imaginación, lo que significa que no puede existir de manera independiente del cuerpo.

El entendimiento humano requiere de imágenes, y que esto se manifiesta en la experiencia. En sus escritos, Aristóteles deja claro que el intelecto humano no opera sin imágenes, lo que contradice la visión de Averroes de un intelecto completamente autónomo.

Pomponazzi también aborda la idea de Averroes de que el intelecto posible es capaz de recibir la forma del intelecto agente, destacando que esto depende de la facultad sensitiva, que está ligada al cuerpo. Así, el acto de la comprensión no es independiente de la experiencia sensorial, lo que refuerza la posición de que el intelecto está condicionado por el cuerpo físico.

Además, Pomponazzi sostiene que la definición común de alma implica que es el acto de un cuerpo físico orgánico, lo que implica que todas las operaciones del intelecto dependerán del órgano, ya sea como sujeto o como objeto. Por lo tanto, concluye que el alma intelectiva nunca puede liberarse completamente de esta dependencia corporal, invalidando la interpretación de Averroes sobre un intelecto que opera de manera autónoma.

La discusión sobre el alma se asemeja a la de otras inteligencias, según lo indicado por Averroes en su comentario 19 del libro tercero de Acerca del alma, donde sostiene que el alma es la última de las inteligencias. Estas inteligencias pueden ser consideradas de dos maneras: en sí mismas, sin depender del cuerpo celeste, y como almas en su función en dichos cuerpos. Aunque Aristóteles menciona en sus obras como Física, Acerca del cielo y Metafísica que los cuerpos celestes son animados, también advierte que esta aplicación de la definición de alma es, en ciertos aspectos, equívoca. Por tanto, el alma intelectiva puede entenderse de dos modos: como la más baja de las inteligencias, que no depende del cuerpo para existir o funcionar, y como el acto de un cuerpo físico orgánico, lo que implica una dependencia del cuerpo.

Esta dualidad permite aclarar la aparente contradicción entre el tratamiento del alma intelectiva por el filósofo natural y la afirmación de Aristóteles en el libro primero de Acerca de las partes, donde sostiene que el alma intelectiva no es objeto de su estudio. Esta distinción radica en que, como alma, es considerada natural, mientras que, como intelecto, es asunto de la metafísica, al igual que las inteligencias superiores. Sin embargo, esta explicación resulta insuficiente. Si se considera el alma humana al mismo nivel que las demás inteligencias, debería haber sido discutida por Aristóteles en su tratamiento sobre las inteligencias en el libro duodécimo de Metafísica, lo cual no ocurrió.

Además, si se mantiene que el juicio sobre el intelecto humano es similar al de las otras inteligencias, surge la pregunta de por qué Aristóteles afirma en el comentario 26 del libro segundo de Física que el alma humana es el término último de la consideración natural. Si esto se entiende en términos de existencia, resulta incorrecto, ya que el filósofo natural realiza demostraciones de Dios y de las inteligencias en ese contexto. Si se aborda en términos de esencia, es evidente que el alma intelectiva no es un tema para el filósofo natural, ya que, como tal, es un moviente inmóvil, como se indica en el libro primero de Acerca de las partes.

Finalmente, es contradictorio afirmar que el alma intelectiva tiene dos modos de entender: uno dependiente y otro independiente del cuerpo. Si el intelecto y el alma son potencialmente únicos en su esencia, su actividad de movimiento necesariamente dependerá del cuerpo, aunque su operación de comprensión pueda no requerirlo.

Las intelecciones

Mover localmente e inteligir son operaciones esencialmente distintas; sin embargo, dentro del alma se postulan dos tipos de intelecciones: una que depende del cuerpo y otra que es completa en sí misma. Esta distinción plantea un problema, ya que parece irracional que, respecto a un único objeto y en atención a una sola operación, existan dos modos diferentes de actuar. Además, resulta increíble que lo que es uno en número tenga casi infinitas operaciones sobre el mismo objeto y al mismo tiempo. Si el intelecto tiene una intelección eterna de Dios, pero también nuevas intelecciones conforme cada hombre lo concibe, esta multiplicidad de operaciones simultáneas parece una ficción.

Por otro lado, no hay inconveniente en que la inteligencia opere sin el cuerpo, ya que inteligir y mover localmente pertenecen a géneros completamente distintos. Una es inmanente y la otra, transitiva. Pero en el caso del alma intelectiva, ambas operaciones son inmanentes y no tan diferenciables. Aquí se centra una cuestión clave: si, de acuerdo con Aristóteles, el alma intelectiva es verdaderamente inmaterial. Según el Comentador (Averroes), este punto es inventado, y al no ser por sí mismo evidente, se vuelve oportuno demostrarlo con claridad. Aristóteles sugiere que el intelecto, al depender de la imaginación, no puede separarse del cuerpo. La inseparabilidad implica que el intelecto necesita del cuerpo como objeto o como sujeto, pero para que se dé la separabilidad, se requiere que no dependa en absoluto del cuerpo en ninguna operación.

La pregunta que surge entonces es: ¿cómo asegurará Averroes que el alma es inmortal cuando Aristóteles sostiene que para inteligir es necesario observar una imagen, algo que todo hombre experimenta en sí mismo? Esta razón podría llevar a concluir que el alma es inmortal por su capacidad de recibir formas materiales. Sin embargo, si el intelecto necesita de una imagen para inteligir, como afirma Aristóteles, entonces está vinculado a la materia, lo cual contradice la idea de que sea completamente inmaterial.

Podría argumentarse que el intelecto, por no depender de un órgano como sujeto, es inmaterial. No obstante, esto resulta insuficiente, ya que si el intelecto sigue siendo movido por lo corpóreo, sigue ligado a la materia. Ambas condiciones deben cumplirse: no depender del cuerpo como sujeto ni como objeto. Si el intelecto tiene una operación completamente independiente del cuerpo, entonces debe ser inmaterial; pero si tiene alguna operación dependiente, esto podría llevar a pensar que todas sus operaciones lo son.

Aristóteles añade que si el inteligir no se diera sin la imaginación, entonces el intelecto sería inseparable del cuerpo. Esto plantea un problema: si siempre necesita del cuerpo para imaginar, entonces debe ser inseparable de la materia, lo cual contradice la noción de inmaterialidad del intelecto. Además, si se afirma que "orgánico subjetivamente" equivale a "material" y "no orgánico subjetivamente" a "inmaterial", se cae en una tautología que no añade nuevo conocimiento.

Así, si el intelecto en toda operación necesita de la imagen, entonces es inseparable de la materia. Aunque se descarte que el intelecto sea imaginación, sigue siendo cierto que no puede operar sin ella. Esto refuerza la idea de que el intelecto, por depender siempre del cuerpo, no es completamente inmaterial.

Cuando se asignan dos modos de ser a una cosa de manera disyuntiva, es posible que se separe de al menos uno de esos modos sin perder su esencia. Esto se ejemplifica en el caso de la mezquindad, que puede derivar de la avaricia o la prodigalidad, pero no necesita de ambas a la vez para manifestarse. Aplicando esto al alma, si se sostiene que depende del cuerpo, ya sea como sujeto o como objeto, su inseparabilidad no puede mantenerse sin que se cumpla alguna de estas condiciones. Averroes argumenta que el intelecto tiene una operación independiente del cuerpo, lo cual implica su inmaterialidad, pero esto debe demostrarse, ya que si el intelecto necesita del cuerpo en cualquier capacidad (como sujeto u objeto), su independencia es cuestionable.

El intelecto, según Aristóteles, no puede inteligir sin la imaginación, lo que refuerza su vinculación con el cuerpo. Si se admite que para la inmaterialidad es necesario no depender del cuerpo ni como sujeto ni como objeto, la idea de una operación puramente independiente del cuerpo queda comprometida. Además, Aristóteles afirma que para que algo sea verdaderamente material debe depender del cuerpo como sujeto, y si el intelecto lo hace en alguna medida, su materialidad estaría probada.

La propuesta de Averroes de que el intelecto agente y el posible se unan en la felicidad humana es rechazada como vana e incompatible con Aristóteles, ya que ningún ser humano ha alcanzado ese fin, ni siquiera el conocimiento perfecto de las cosas visibles. Por tanto, la idea de que el intelecto humano es inmortal en la forma que propone Averroes se aleja de las enseñanzas aristotélicas, las cuales sugieren que el alma humana es plural y numéricamente diversa, no única o unificada.


CAPÍTULO V

En el que se expone el otro modo de declarar que lo intelectual se distingue realmente de lo sensitivo, pero multiplicándose en relación con la diversidad numérica de lo sensitivo

Pomponazzi refuta la noción de que lo intelectivo y lo sensitivo puedan coexistir como predicados contradictorios. Aunque ambos modos de existencia del alma, intelectiva y sensitiva, se distinguen, se plantea que el número de almas intelectivas se correlaciona con el de las almas sensitivas. Este argumento se apoya en la distinción entre individuos, ejemplificada por Sócrates y Platón, cuyos intelectos son únicos y distintos, ya que compartir un único intelecto implicaría identidad en ser y operación, lo cual es absurdo. 

Los defensores de esta visión presentan posturas divergentes: algunos sostienen que el alma actúa sobre el cuerpo como un motor, alineándose con Platón, quien sugiere que el hombre es, esencialmente, su alma. Otros, en cambio, argumentan que el alma es la forma del cuerpo, sugiriendo que el ser humano es un compuesto de alma y cuerpo, siendo más preciso describirlo así que como un alma que usa un cuerpo. Sin embargo, el análisis de estas distintas ideas no es esencial para el objetivo principal de la discusión.


CAPÍTULO VI

En el que es impugnada la opinión anteriormente expuesta

En este pasaje, se critica la idea de que el hombre esté compuesto de un motor y lo movido, en lugar de materia y forma. Santo Tomás argumenta que si así fuera, la unidad del ser humano sería similar a la de una carreta y un buey, lo cual resulta insatisfactorio. Además, se cuestiona la noción de que una pluralidad de formas sustanciales pueda coexistir en un mismo individuo, lo que se aleja del pensamiento de Aristóteles y de muchos peripatéticos.

Se presentan dos razones principales para refutar estos enfoques. Primero, se señala que la experiencia cotidiana demuestra la unidad del ser humano: la persona siente y razona al mismo tiempo, lo que sugiere que la esencia que permite la sensación y la comprensión es la misma. Si estas esencias fueran distintas, sería absurdo afirmar que un mismo individuo puede experimentar y pensar simultáneamente.

En segundo lugar, se utiliza una metáfora de Aristóteles en la que lo vegetativo se encuentra en lo sensitivo de manera similar a un triángulo dentro de un cuadrado. Esto implica que lo sensitivo no es una entidad separada del intelecto, sino que ambos son aspectos de una misma realidad. En resumen, la crítica se centra en la defensa de una unidad integral del ser humano, que es coherente con la filosofía aristotélica.


CAPÍTULO VII

En el que se expone el modo que afirma que lo mortal y lo inmortal son en el hombre lo mismo en realidad, pero que aquella esencia es por sí misma inmortal, y en un cierto aspecto mortal

Pomponazzi defiende la unidad del alma en el ser humano, argumentando que lo intelectivo y lo sensitivo son lo mismo en esencia. Se propone que esta identidad es necesaria para evitar la incoherencia de tener múltiples formas sustanciales en un solo individuo. La idea de que el alma es la misma realidad permite una comprensión coherente de la experiencia humana.

Sostiene que, aunque el alma es inmortal por naturaleza, tiene aspectos mortales debido a su relación con lo sensitivo y lo vegetativo, que son corruptibles. Esta mortalidad no implica que el intelecto sea mortal en sí mismo, sino que su función puede estar condicionada por el cuerpo. Por lo tanto, lo intelectivo permanece incorruptible, mientras que sus manifestaciones pueden verse afectadas por la corporeidad.

Además, afirma que el alma es la forma del ser humano, lo que significa que define su individualidad y naturaleza. Cada persona posee un alma única, evitando la idea de un único intelecto compartido entre todos, lo que sería incompatible con la noción de individualidad.

Por último, se argumenta que el alma es creada por Dios y no generada, lo que implica que comienza a existir con el cuerpo pero perdura tras la muerte. Esta perspectiva refuerza la inmortalidad del alma, integrando su existencia en una visión más amplia de la naturaleza humana.

CAPÍTULO VIII

En el que se suscitan dudas acerca del modo antes expuesto

Existen dudas sobre la inmortalidad del alma, contrastando la perspectiva de Santo Tomás con la interpretación de Aristóteles. Aunque el autor tiene confianza en la autoridad de las Sagradas Escrituras, se muestra cauteloso ante posibles contradicciones con el pensamiento aristotélico. Acepta que, en el ser humano, lo sensitivo y lo intelectivo son lo mismo, pero cuestiona varios puntos sobre la naturaleza del alma.

Primero, el autor sostiene que aunque el alma tiene una esencia inmortal, también posee aspectos que la hacen mortal. Argumenta que, si se considera la naturaleza del alma y sus funciones, se pueden presentar razones tanto para afirmar su inmortalidad como su mortalidad. Así, la mayoría de las capacidades humanas son sensibles y vegetativas, lo que inclinaría a definir el alma como mortal en lugar de inmortal.

Además, el texto cuestiona la evidencia de que el alma sea inmortal. Se argumenta que, según Aristóteles, el entendimiento depende de imágenes y de la materia, lo que contradiría la idea de que el alma pueda existir separada del cuerpo. Esto lleva a la conclusión de que, si el alma depende siempre de un órgano para su operación, sería inseparable y, por ende, material.

El autor también señala que, aunque se puede argumentar que el alma puede actuar sin un órgano, esto no puede considerarse suficiente para demostrar su inmortalidad. Si el alma tiene que depender de imágenes, su naturaleza material no puede ser negada. Además, se señala que la existencia de dos modos de operar del alma—unido y separado del cuerpo—suscita dudas sobre su unidad esencial.

Pomponazzi critica las explicaciones que sugieren que el alma, al estar separada, mantenga una tendencia a reunirse con el cuerpo. Esto lleva a implicaciones complicadas sobre la naturaleza del alma, que deberían llevar a una reconsideración del entendimiento de la esencia y la existencia del ser humano.

Pompónnazzi se apoya en estas fuentes clásicas para fundamentar su argumentación sobre la inmortalidad del alma, lo que refleja su intención de conectar su pensamiento con la tradición filosófica.

Pompónnazzi argumenta que la afirmación de que el alma se vuelve material por estar unida a una imagen no es correcta. Se apoya en Aristóteles para enfatizar que la unión temporal no afecta la inmaterialidad del alma. Este punto es crucial, ya que busca defender la idea de que el alma puede existir independientemente de su relación con el cuerpo físico, subrayando así su esencia inmaterial.

El autor aborda la dependencia del cuerpo, destacando que, aunque la Inteligencia puede depender del cuerpo, eso no la convierte en material. Pompónnazzi sostiene que incluso si el intelecto humano está ligado a un cuerpo caduco, no significa que su esencia sea material. Esto refuerza su argumentación sobre la inmortalidad, sugiriendo que el intelecto puede subsistir a pesar de la corrupción del cuerpo.

Además, Pompónnazzi critica la noción común de que el intelecto separado sería ocioso. Responde que el intelecto podría ser activado por imaginaciones existentes, desafiando la idea de que la actividad intelectual dependa exclusivamente del cuerpo. Utiliza la analogía entre sueño y vigilia para ilustrar que no siempre tienen que coexistir opuestos, lo que implica que el alma puede operar en unión con el cuerpo y, al mismo tiempo, estar inactiva en su estado separado.

En relación a la sensibilidad y las facultades del alma, el autor examina si el alma tiene capacidades que le permitan actuar después de la muerte. Si no las tiene, sería considerada una "mutilada" eternamente, lo que resulta inaceptable para él, a menos que se acepte la resurrección o las fábulas pitagóricas. Esto pone de relieve la importancia de las facultades del alma para su existencia post mortem.

Pompónnazzi establece que el alma puede ser inmaterial en cierto sentido, aunque también puede ser corruptible en otro. Distingue entre el intelecto agente, que es inmortal, y el intelecto posible, que es corruptible. Esta distinción genera incertidumbre sobre la naturaleza del alma y su relación con el cuerpo, resaltando la complejidad del pensamiento aristotélico.

Al abordar la idea de que el alma es la forma del hombre, Pompónnazzi se alinea con esta noción, pero critica la interpretación de que el alma sea solo inmaterial. Se cuestiona cómo podría ser el acto y la perfección de la materia si el alma no existe por sí misma. Esto lleva a cuestionar las afirmaciones peripatéticas sobre el ser del compuesto y el ser del alma, sugiriendo que estas distinciones son insuficientemente claras.

Pomponazzi cuestiona la idea de la multiplicidad de almas, argumentando que podría llevar a confusiones dentro de la metafísica aristotélica. Critica las visiones que intentan justificar la existencia de múltiples almas diferenciadas por su relación con diversas materias, lo que podría complicar aún más el entendimiento de la naturaleza del alma. Además, alude a la noción aristotélica de un mundo eterno y plantea interrogantes sobre las implicaciones de una generación infinita de seres humanos, sugiriendo que las interpretaciones deben ser cuidadosas y bien fundamentadas.

Critica la noción de que el alma intelectiva es creada por Dios y no generada, argumentando que Aristóteles nunca mencionó la creación del alma. Sostiene que, si Aristóteles hubiera aceptado la creación, habría tenido que demostrar que el mundo no comenzó por este proceso, lo cual no hizo. Además, cuestiona la idea de que el alma intelectiva es incorruptible y, por ende, ingénita; si esto es cierto, no puede haber comenzado a existir.

El autor destaca que, según Aristóteles, lo que es incorruptible es también ingénito, lo que implica que el alma no puede haber comenzado a ser. Critica a Santo Tomás por afirmar que las almas sobreviven después de la muerte, considerando improbable que Aristóteles omitiera tal cuestión en su obra, ya que se dedicó meticulosamente al estudio de la naturaleza. Señala que, en su Ética, no se menciona la felicidad después de la muerte, lo que contradice la idea de la inmortalidad del alma.

Pompónnazzi también señala que sería extraño que Aristóteles no hiciera referencia a la existencia después de la muerte, y critica la idea de que el alma podría estar ociosa, lo cual parece incompatible con su filosofía. En conclusión, afirma que sus observaciones no buscan desmentir a Aristóteles, sino más bien aprender de sus enseñanzas.

CAPÍTULO IX

En el que se expone el quinto modo, es decir, que la misma esencia del alma es mortal e inmortal, pero por sí misma mortal y en un cierto aspecto inmortal, etc.

En este análisis, se postula que en el ser humano lo sensitivo se identifica con lo intelectivo, estableciendo que el alma es esencialmente mortal, aunque en ciertos aspectos puede considerarse inmortal. Se concuerda en que lo intelectivo y lo sensitivo se entrelazan en la experiencia humana, pero se disiente en que el alma es por sí misma mortal y, de manera impropia, inmortal.

El conocimiento, según se plantea, se produce a través de una relación con la materia. Los sentidos no perciben las cualidades reales, sino representaciones. Esto implica que existen entidades que, al ser inmateriales, no necesitan del cuerpo para conocer, como las Inteligencias, y otras que dependen del cuerpo, como las facultades sensitivas. El intelecto humano ocupa una posición intermedia: no necesita del cuerpo como sujeto, pero sí como objeto.

Aristóteles argumenta que el acto cognitivo del intelecto humano se distingue de las Inteligencias y de las facultades sensitivas. Mientras que las Inteligencias actúan sin depender del cuerpo, el intelecto humano, aunque no necesita un órgano como sujeto, lo requiere como objeto para su operación. Esto lleva a concluir que el intelecto humano es, por naturaleza, material, pero también inmaterial en cierto sentido, ya que no depende del cuerpo de forma total.

La esencia del intelecto humano requiere de la imagen para conocer, lo que demuestra su mortalidad. Sin embargo, su capacidad para reflexionar y abstraer lo diferencia de las bestias, lo que sugiere un aspecto de inmortalidad. Por lo tanto, el alma humana se considera mortal en su esencia, pero participa de la inmortalidad debido a su naturaleza intermedia entre lo abstracto y lo material.

Pomponazzi sostiene que las almas son, en efecto, formas materiales que no pueden existir independientemente del cuerpo, desafiando la idea de que el alma es un individuo subsistente. Este enfoque contrasta con las doctrinas que proponen que el alma es inmaterial y que puede operar sin el cuerpo. Para él, el intelecto humano ocupa una posición intermedia entre lo material y lo inmaterial, participando de ambas realidades pero siempre ligado a la materia.

Además, el autor critica la noción de almas separadas que operan de forma independiente, argumentando que tal idea carece de fundamento y contradice los principios aristotélicos. Pomponazzi también discute la multiplicidad de las almas, defendiendo que cada alma es única y surge a través de la generación, no por creación.

Según Aristóteles, los dioses son eternos e inmortales porque siempre están en un estado de deleite e intelecto sin necesidad de imágenes. En contraste, los humanos son mortales y su deleite es efímero; por lo tanto, su capacidad de conocer también es limitada y depende de imágenes, lo que implica que su intelecto no es completamente inmortal.

Se establece una clara distinción entre los diferentes tipos de seres animados: los dioses (seres eternos), los humanos (seres intermedios) y las bestias (seres mortales que solo conocen lo singular). Los humanos, aunque poseen una capacidad de conocimiento más elevada que las bestias, no llegan a conocer lo universal de la misma manera que los dioses.

El autor, Pomponazzi, argumenta que interpretar el intelecto humano como totalmente inmortal y capaz de conocer sin imágenes sería una transfiguración de la naturaleza humana en divina, lo que contradice las enseñanzas de Aristóteles. Además, menciona que no hay pruebas concluyentes en la obra de Aristóteles que respalden la idea de que el alma humana pueda existir y conocer sin su cuerpo.

La discusión también toca la falta de conclusiones definitivas en los escritos de Aristóteles sobre el alma separada y cómo esta ambigüedad ha llevado a diversas interpretaciones. Sin embargo, el argumento central se mantiene: la naturaleza del intelecto humano, al estar ligada a la imagen y la corporeidad, limita su inmortalidad.


CAPÍTULO X

En el que se responde a las objeciones de otras opiniones

El intelecto humano es inmaterial en su capacidad para comprender formas, pero depende de la experiencia sensible para operar. Esto implica que no puede funcionar sin imágenes del mundo material.

Se menciona que el intelecto presenta una dualidad: es inmaterial al recibir y entender formas, pero también necesita lo material para su funcionamiento. Aunque depende de cualidades materiales como el calor o el frío para la percepción, su capacidad de entender lo universal a partir de lo particular lo distingue de las bestias.

El acto de entender no reside en una parte específica del cuerpo, sino en el intelecto como un todo, lo que sugiere que el conocimiento humano es un fenómeno integral. Se enfatiza que el intelecto humano opera de manera distinta a los sentidos, buscando comprender las formas de forma abstracta, lo que indica que puede trascender lo puramente material.

El argumento sugiere que, aunque el intelecto humano está conectado con lo material, su capacidad de entender y razonar le confiere una dimensión que podría considerarse inmortal, aunque no de manera absoluta. Así, el alma humana ocupa una posición intermedia entre lo divino y lo material, complicando su categorización como completamente inmortal o mortal. En resumen, el intelecto humano, aunque dependiente de lo material, tiene un potencial que lo distingue y le permite una existencia más allá de la mera corporeidad.

Aunque el intelecto recibe información indivisiblemente al entender, sus funciones sensoriales y vegetativas operan de manera divisiblemente.

Se critica la noción de que el deseo humano de inmortalidad implica su posibilidad real, sugiriendo que, aunque el alma desea lo eterno, esto no garantiza que lo alcance. El texto utiliza analogías como la del mulo, que anhela la generación pero no puede lograrla, para ilustrar que el alma humana, siendo intermedia entre lo material e inmaterial, también puede desear lo imposible.

Además, se clarifica que las almas de los seres animados, incluidas las Inteligencias, no operan de la misma manera que el alma humana, que depende del cuerpo tanto como objeto de su conocimiento. Se establece un orden jerárquico en el que las Inteligencias son menos dependientes del cuerpo que el intelecto humano, que a su vez es menos dependiente que las almas sensitivas y vegetativas.

Aborda la idea de que el intelecto agente es inmortal, argumentando que aunque el intelecto pasivo no siempre opera, su relación con el intelecto agente permite que el intelecto humano tenga una dimensión inmortal en cierta medida. Se concluye que el intelecto humano actúa como un receptor de formas, similar a cómo la materia prima recibe formas, pero no es parte de ellas en un sentido ontológico.


CAPÍTULO XI

En el que se desarrollan tres dudas sobre lo que se ha dicho

El capítulo plantea tres dudas principales en relación con la inmortalidad del alma. La primera se refiere a la naturaleza del alma, argumentando que es más correcto decir que es inmortal por sí misma y mortal en cierto aspecto, dado que lo inmortal prevalece sobre lo mortal. La segunda duda cuestiona si la inmortalidad del alma debe entenderse de manera literal o figurada, señalando que si se usa el término "impropio", podría decirse cualquier cosa del alma, lo cual carece de sentido. La tercera duda examina el modo de conocimiento del intelecto humano, que se encuentra entre lo abstracto y lo sensible. Esta dualidad genera una incertidumbre sobre si el intelecto puede conocer lo singular, ya que algunos piensan que solo el sentido percibe lo particular, mientras otros sostienen que el intelecto lo conoce de manera reflexiva.

CAPÍTULO XII

En el que se da respuesta a estas dudas

Primero, se hace una distinción entre "contener" y "participar". Contener implica superioridad, mientras que participar sugiere dependencia. Así, el intelecto humano no contiene lo divino, sino que participa de él, en línea con lo que Aristóteles argumenta: el ser humano participa más de la divinidad que otros seres mortales, pero no la contiene. Esta participación es lo que permite al intelecto humano acercarse a la inmortalidad.

Luego, en respuesta a la segunda duda, se afirma que aunque el alma sea mortal, puede participar de propiedades de la inmortalidad cuando conoce lo universal, aunque ese conocimiento sea imperfecto. Se aclara que esta participación es distinta de la forma en que se nombran cosas como "perro" o "liebre", lo que refuta la objeción de que la inmortalidad del alma sería un uso impropio del término.

Finalmente, se aborda la tercera duda sobre el conocimiento de lo universal y lo singular. Algunos filósofos sostienen que el intelecto humano puede conocer lo singular a través de un proceso reflexivo, pero que su conocimiento se orienta primero hacia lo universal. Sin embargo, otros argumentan que lo singular debe conocerse primero, ya que el conocimiento universal se forma a partir de la comparación de singularidades. Se concluye que el intelecto humano conoce lo universal de manera indeterminada en lo singular, permitiendo una comprensión tanto de lo abstracto como de lo concreto.

El conocimiento de lo singular solo se obtiene de forma refleja, es decir, a través de un proceso indirecto. Esta interpretación sigue las enseñanzas de Santo Tomás, quien describe la intelección como un proceso de conversión hacia las imágenes formadas en la imaginación.

El argumento se apoya en la obra de Aristóteles, quien en el libro octavo de la Física define el movimiento reflejo como aquel que regresa al punto de inicio. Aplicado al conocimiento, esto implica que el alma humana primero conoce lo singular a través de la imaginación y luego vuelve a este conocimiento singular al contemplar lo universal por medio del intelecto. Así, el intelecto se mueve desde lo particular (conocido por la imaginación) hacia lo universal (comprendido por el intelecto), en un proceso que Aristóteles llama "conversión".

La crítica a esta idea surge cuando se discute cómo los silogismos o la argumentación no parecen seguir este patrón de conversión. Los silogismos proceden de un término a otro, en lugar de retornar al mismo punto. Sin embargo, la noción de que varias cosas pueden ser comprendidas al mismo tiempo a través de la misma especie inteligible es aceptada. Lo que se enfatiza aquí es que el intelecto comprende mejor lo singular que tiene presente mediante una imagen, ya que puede ver claramente a este león, pero no a aquel que está en la selva, aunque igualmente lo entendería si lo estuviera observando. Por lo tanto, se concluye que la imagen presente es clave en la reflexión, dado que es más accesible para el intelecto que una imagen ausente.


CAPÍTULO XIII

En el que se desarrollan muchas y arduas dificultades contra lo que se ha dicho

El argumento central que se debate es si el alma humana es mortal o inmortal, y se presentan una serie de dificultades y contradicciones que surgen al defender la mortalidad del alma.

Una de las principales dificultades expuestas es que, si el alma humana fuera mortal, el hombre no tendría un último fin en tanto que hombre, lo cual contradeciría las enseñanzas de Aristóteles en la Ética a Nicómaco, así como la idea común de que el ser humano es capaz de alcanzar la felicidad. Aristóteles sostiene que la felicidad, como último fin del hombre, no puede estar en los bienes del cuerpo ni en los bienes externos, sino en los bienes del alma, y en particular en las virtudes intelectuales. Sin embargo, se reconoce que alcanzar la sabiduría y contemplar a Dios, el supremo bien según Aristóteles, es algo extremadamente difícil y reservado solo a unos pocos individuos de gran talento, lo cual parece contradecir la idea de que la felicidad es un bien accesible a todos los seres humanos.

El argumento contra la mortalidad del alma se refuerza con la noción de que, si el alma fuera mortal, conceptos como el sacrificio por el bien común o el desprecio de la muerte, que son fundamentales en la virtud de la fortaleza, perderían su sentido. Además, se argumenta que la muerte destruiría todo bien posible, lo cual llevaría a una vida orientada únicamente hacia la supervivencia a cualquier costo, lo que contradiría no solo la virtud, sino también el sentido común, ya que admiramos a quienes sacrifican su vida por otros.

A continuación se nombran las pruebas:

1. Primer lugar: La elección de la muerte y la virtud de la fortaleza
Argumento: Si aceptamos que el alma humana es mortal, entonces la virtud de la fortaleza desaparecería, ya que la fortaleza implica despreciar la muerte por un bien superior, como la patria o el bien común. Si el alma no sobrevive después de la muerte, no habría ninguna razón para elegir morir antes que cometer un crimen o sacrilegio para salvar la propia vida.

  • Aristóteles defiende en la Ética a Nicómaco que la virtud se demuestra al enfrentarse a la muerte por causas nobles. Si el alma fuera mortal, este valor y sacrificio perderían sentido, y deberíamos valorar la vida sobre todas las cosas, lo que contradice la admiración que naturalmente sentimos hacia aquellos que eligen morir por una causa justa.

2. Segundo lugar: La justicia divina y el gobierno del mundo por Dios
Argumento: Si el alma fuera mortal, entonces Dios no sería justo o no gobernaría el mundo, lo que es una idea sacrílega. En la vida terrenal, muchas veces los buenos sufren y los malos prosperan. Si no hubiera un castigo o recompensa en la vida después de la muerte, Dios sería injusto al permitir que los malvados prosperen sin ser castigados y los justos sufran sin recompensa.

  • El argumento sostiene que si Dios es el Sumo Bien, no puede haber injusticia en él. Por lo tanto, para mantener la justicia divina, debe existir una vida después de la muerte donde los actos de los buenos y malos sean recompensados o castigados.

3. Tercer lugar: La creencia universal en la inmortalidad del alma
Argumento: Todas las religiones, tanto antiguas como actuales, defienden que el alma sobrevive a la muerte. Esta creencia es universal y extendida por todo el mundo. Por lo tanto, o el alma es inmortal, o toda la humanidad está equivocada en algo fundamental.

  • La validez de una creencia tan difundida no puede ser descartada fácilmente. Si tantas culturas y filosofías a lo largo de la historia sostienen la inmortalidad del alma, sería improbable que todos estuvieran equivocados sobre algo tan básico.

4. Cuarto lugar: Las experiencias de apariciones y fantasmas
Argumento: Existen muchos testimonios y experiencias que indican la inmortalidad del alma, como la aparición de fantasmas y almas de personas fallecidas. Ejemplos como los mencionados por Platón, Plinio el Joven, Posidonio y otros, muestran que hay evidencias de la existencia de las almas después de la muerte.

  • Estas experiencias, descritas por filósofos e historiadores de la antigüedad, son consideradas una prueba clara de que las almas no desaparecen con la muerte, sino que continúan existiendo y, en algunos casos, interactúan con los vivos.

5. Quinto lugar: Las experiencias sobrenaturales como pruebas de la inmortalidad del alma
Argumento: El texto menciona varias experiencias y relatos de apariciones, fantasmas y eventos sobrenaturales que sugieren la inmortalidad del alma. Se mencionan casos documentados por Platón, Plinio el Joven y otros autores, en los cuales las almas de personas fallecidas interactúan de diversas formas con los vivos, ya sea apareciéndose en forma de espectros o transmitiendo advertencias en sueños.

  • Estos relatos refuerzan la creencia en la inmortalidad del alma, mostrando que existen manifestaciones visibles de las almas después de la muerte. El autor señala que él mismo ha tenido experiencias similares, lo que sugiere que estas manifestaciones no son aisladas, sino que podrían ser evidencia clara de la persistencia del alma tras la muerte.

6. Sexto lugar: Relatos de tormentos inferidos por demonios
Argumento: El texto menciona que existen numerosas historias y experiencias de personas que han sido atormentadas por demonios, los cuales revelan hechos del pasado y del futuro. Estos demonios a menudo afirman ser las almas de personas ya fallecidas. El autor subraya que negar tales experiencias sería un acto de presunción y necedad, sugiriendo que la existencia de estas manifestaciones sobrenaturales es otra prueba de la inmortalidad del alma.

7. Séptimo lugar: Aristóteles y la influencia de las desgracias en las almas de los difuntos
Argumento: El texto menciona que, según Aristóteles, las almas de los difuntos son afectadas por las desgracias de sus descendientes, lo cual sugiere su inmortalidad. Además, Aristóteles también habla de la recompensa que las almas pueden recibir tras la muerte, como se ve en ejemplos como Alcestes y Penélope. Estas figuras, que mantuvieron su fidelidad ante las adversidades, lograron una gloria inmortal, recibiendo tanto el honor de los hombres como la recompensa de los dioses. Esto refuerza la idea de que Aristóteles consideraba que las almas continuaban existiendo más allá de la muerte.


CAPÍTULO XIV
En el que se responde a lo objetado

Pomponazzi analiza la relación entre las funciones de los seres humanos y el concepto de perfección, utilizando ejemplos tomados de la filosofía de Aristóteles y Platón. Primero, se argumenta que cada ser tiene un fin adecuado a su naturaleza, y no debe asignársele un fin superior que no le corresponde, como sucede con el hombre en comparación con Dios o las inteligencias superiores. Por ejemplo, aunque sentir es mejor que no sentir, una piedra no debería sentir, ya que dejaría de ser lo que es. Así, el hombre tiene un fin propio acorde a su naturaleza.

Luego, se expone una comparación entre el ser humano y la humanidad en su conjunto, estableciendo que el género humano es como un cuerpo compuesto por diferentes miembros, cada uno con una función particular. Las diversas funciones están ordenadas hacia un bien común, similar a cómo los órganos del cuerpo tienen diferentes roles pero contribuyen al bienestar del individuo. Aunque existe una jerarquía y diversidad entre los órganos, como entre los miembros de la humanidad, esta diversidad debe estar equilibrada para no causar discordia o enfermedad. Si se eliminara esta diversidad, el género humano no podría existir o llevaría una vida incómoda.

Se resalta que todos los hombres poseen tres tipos de intelectos: el especulativo, el práctico y el ejecutor, aunque no todos los individuos los desarrollan de manera igual. El intelecto especulativo está reservado para los pocos que se dedican a la filosofía, mientras que el ejecutor, más básico, es común a todos, incluidas las bestias. El intelecto práctico es el que mejor define al ser humano, pues es el que permite discernir el bien del mal y es accesible a todos los hombres, no así el especulativo, que es más divino que humano.

Pomponazzi, en este pasaje, parece sugerir que el intelecto práctico es lo que el ser humano debe alcanzar de manera perfecta, ya que garantiza el funcionamiento correcto y armónico de la sociedad. Cada persona tiene un papel particular en la comunidad humana, similar a cómo los distintos órganos tienen funciones específicas en el cuerpo. No todos pueden ser filósofos, matemáticos o arquitectos, así como no todos los órganos pueden realizar las funciones del corazón o el cerebro. De hecho, esta diversidad y especialización son necesarias para el bienestar común y la paz, en tanto que todos participen de la virtud moral.

Es interesante cómo Pomponazzi concilia esta especialización de roles con una visión de la felicidad que no depende de los logros especulativos más elevados, sino de la práctica virtuosa. Incluso los más humildes en sus tareas pueden alcanzar una felicidad verdadera si viven moralmente. Esta felicidad no es la inmortal, propia de los dioses, sino una felicidad adecuada a la naturaleza humana, que es imperfecta, mutable y mortal.

La crítica que hace a la búsqueda de una felicidad completamente especulativa parece responder a una preocupación por la vida práctica. La felicidad no debe consistir en un conocimiento inalcanzable y abstracto, sino en vivir de acuerdo con la virtud que corresponde a cada uno en su estado. Aunque el intelecto especulativo tiene su lugar, lo más importante es el intelecto práctico, y la estabilidad que ofrece la virtud moral.

Pomponazzi también parece refutar la idea de que el conocimiento, por ser limitado y frágil, genera angustia más que felicidad. La ciencia y la sabiduría deben ser recibidas con gratitud, sabiendo que son transitorias, y que la muerte, inevitable para todos, no debe ser temida. Aquí cita tanto a Platón como a Aristóteles, y menciona también la influencia estoica de Séneca, quien defiende una aceptación serena de la muerte y del destino natural.

Alma y muerte

El argumento que sostiene que, si el alma es mortal, nunca deberíamos elegir la muerte se contradice al afirmar que en situaciones donde la muerte es elegida por un bien mayor, como la patria o los amigos, se alcanza una virtud suprema. Aristóteles y Platón coinciden en que la vida virtuosa es preferible, incluso si es breve, a una existencia larga marcada por el vicio y la infamia. La muerte, al ser inevitable, debe ser confrontada con valentía, priorizando el acto virtuoso por encima del miedo a la mortalidad. Platón argumenta que, sin la esperanza de una vida mejor, los hombres caerían en el vicio, ignorando el valor de la virtud.

El comportamiento de algunos animales, que se enfrentan a la muerte por instinto de defensa, también respalda la idea de que actuar según la razón y la virtud es inherente a la naturaleza. En cuanto a la relación entre Dios y el castigo del mal, se sostiene que todo acto tiene su recompensa o pena inherente: la virtud es su propio premio, mientras que el vicio acarrea sufrimiento. La esencia de la felicidad reside en vivir virtuosamente, y el verdadero castigo es el propio vicio.

Se aborda la cuestión de la creencia universal en la inmortalidad del alma. Si se acepta que el todo es igual a sus partes, es plausible que muchas religiones puedan estar equivocadas, lo que pone en duda la noción de que la inmortalidad del alma sea un consenso absoluto. En resumen, la virtud y la sabiduría son fundamentales para enfrentar la vida y la muerte, independientemente de las creencias sobre la existencia del alma tras la muerte.

El político, al igual que un médico de almas, tiene como objetivo fomentar la virtud en los hombres, según Platón y Aristóteles. Existen diversas formas en que las personas se convierten en virtuosas, desde aquellos naturalmente inclinados hacia el bien, hasta aquellos que lo hacen por recompensas o por temor al castigo. En este contexto, los legisladores, al observar la inclinación humana hacia el mal, propusieron la inmortalidad del alma como un medio para incentivar la virtud y disuadir el vicio, aunque su enfoque no se basa necesariamente en la verdad, sino en la probidad.

La invención de tales fábulas por parte de los políticos se asemeja a las acciones de un médico que utiliza ficciones para curar a sus pacientes. Esta necesidad surge porque la mayoría de los hombres no se encuentran en el nivel más elevado de virtud. Por tanto, es comprensible que los políticos utilicen tales recursos, dado que la naturaleza humana tiende a la materia más que al intelecto.

Respecto a los prodigios observados en los sepulcros y los sueños, se argumenta que muchas de estas experiencias son malentendidos o ilusiones, exacerbadas por la densa atmósfera de los cementerios. Los fenómenos a menudo son percibidos erróneamente como manifestaciones de almas, influenciados por el temor y la imaginación. Asimismo, algunos actos prodigiosos son el resultado de engaños perpetrados por sacerdotes o guardianes de templos.

Sin embargo, se reconoce que la creencia en la inmortalidad del alma es común entre muchas religiones y pensadores, aunque esto puede ser contradictorio con las enseñanzas de Aristóteles sobre la naturaleza de la sustancia inmaterial. Las explicaciones de los fenómenos sobrenaturales suelen estar relacionadas con las influencias celestiales, y aunque se ha observado que tales eventos pueden anunciar guerras o cambios, su conexión con la voluntad libre y el destino también es relevante en la discusión.

En el séptimo argumento se sostiene que Aristóteles nunca consideró que el alma persista después de la muerte. En su Ética a Nicómaco, se afirma que los muertos carecen de ser y sólo tienen valor en la estimación que se hace de ellos. Respecto al reconocimiento de los dioses, se aclara que este se refiere a la vida y no necesariamente a la vida después de la muerte, sugiriendo que la valoración de las mujeres en el texto es para inspirar a otras.

El octavo argumento aborda la noción de que solo los hombres impuros creen en la mortalidad del alma, mientras que los justos afirman su inmortalidad. Sin embargo, se responde que no todos los hombres impuros creen en esto, y muchos hombres virtuosos han sostenido la mortalidad del alma, como lo demuestran ejemplos de figuras célebres como Platón y Séneca. Esto implica que la virtud se puede considerar como la verdadera felicidad, mientras que el vicio conduce a la miseria.

Se argumenta que quienes sostienen que el alma es mortal aún defienden la virtud, ya que los actos virtuosos son intrínsecamente valiosos y no deben ser realizados solo por la expectativa de recompensa. Aristóteles señala que el hombre, siendo un ser intermedio entre lo material e inmaterial, participa de ambas realidades, lo que le permite aspirar a lo divino o caer en la bestialidad. Así, se concluye que, aunque el alma sea mortal, la búsqueda de la virtud es esencial, y optar por el vicio es un acto de insensatez que deshonra la condición humana.


CAPÍTULO XV Y ÚLTIMO

En el que se expone la última conclusión en este asunto, la cual a mi parecer se ha de sostener sin lugar a dudas

La cuestión de la inmortalidad del alma y la eternidad del mundo no presenta una respuesta clara, dado que no existen razones naturales que demuestren de manera definitiva la inmortalidad o mortalidad del alma. Afirmando que este dilema es propio de Dios, el autor señala que, debido a la falta de certidumbre, la conducta humana y su propósito en la vida quedarían en la ambigüedad. Resalta la necesidad de una guía divina para entender estas cuestiones, indicando que, a través de las revelaciones y escrituras, se ha aportado claridad sobre la inmortalidad del alma.

El texto también menciona que, aunque existen argumentos a favor de la mortalidad del alma, estos son falsos ante la luz y verdad que aporta la fe cristiana. La inmortalidad del alma se presenta como un artículo de fe fundamentado en las escrituras y las enseñanzas de figuras clave en la doctrina cristiana, como Santo Tomás y San Agustín, quienes afirman la certeza de esta creencia a través de sus experiencias y enseñanzas. Se contrasta la firmeza de la fe cristiana con la fluctuación de las opiniones de filósofos, señalando que aquellos que se aferran a la verdad divina son los que realmente poseen un conocimiento sólido.

Pomponazzi aboga por un enfoque en la fe, rechazando el camino de los sabios mundanos que, al proclamarse inteligentes, se desvían de la verdad. En cambio, se destaca que los fieles, al despreciar lo mundano y abrazar la virtud, se mantienen firmes en su camino hacia la salvación. El tratado culmina con una reafirmación de su sujeción a la Sede Apostólica, enfatizando su deseo de honrar a Dios y a la verdad.

Conclusión

Como podemos ver la obra se caracteriza por un enfoque equilibrado, en el que reconoce la falta de pruebas definitivas que puedan establecer la mortalidad o inmortalidad del alma de manera concluyente. A pesar de esto, Pomponazzi aboga por la importancia de la fe como un medio para alcanzar la certeza sobre el destino del alma, defendiendo que las enseñanzas cristianas ofrecen una claridad que falta en el pensamiento filosófico.



lunes, 23 de septiembre de 2024

Pietro Pomponazzi - Vida y obra (1462 - 1525)

 


En la intersección entre la razón y la fe, la vida de Pietro Pomponazzi se erige como un fascinante relato que desafía las normas de su tiempo. Nacido en una época de agitación intelectual y espiritual, Pomponazzi se convirtió en un pensador audaz que no solo cuestionó las doctrinas establecidas de la Iglesia, sino que también defendió la primacía de la razón en el entendimiento del mundo. Su viaje filosófico no solo refleja las tensiones entre el racionalismo y la religión, sino que también invita a una reflexión profunda sobre la naturaleza de la existencia humana. Veamos su vida.

PIETRO POMPONAZZI

VIDA Y OBRA

Infancia y orígenes

Pietro Pomponazzi nació en Mantua, Italia, en 1462, un tiempo en el que el Renacimiento comenzaba a florecer, desafiando las estructuras de pensamiento medievales que habían predominado durante siglos. Desde sus primeros años, la vida de Pomponazzi estuvo marcada por la curiosidad intelectual y un profundo cuestionamiento de lo que lo rodeaba. Provenía de una familia de clase media acomodada que valoraba la educación y el conocimiento, lo que lo llevó a un camino que, aunque incierto y a menudo polémico, estaba destinado a dejar una huella indeleble en la filosofía y la teología.


El contexto cultural de Mantua, una ciudad que se convirtió en un centro de aprendizaje y arte durante el Renacimiento, tuvo un papel crucial en su formación. Allí, Pomponazzi entró en contacto con pensadores influyentes y obras clásicas que estimularon su intelecto. Sin embargo, su infancia no estuvo exenta de desafíos; las tensiones políticas y las luchas de poder en la región sirvieron como telón de fondo para su crecimiento, proporcionando un contexto de incertidumbre que influyó en su pensamiento crítico sobre la existencia y la divinidad.


La relación de Pomponazzi con su familia también dejó una marca en su desarrollo personal y profesional. A medida que crecía, fue testigo del equilibrio entre las preocupaciones mundanas y la búsqueda espiritual que caracterizaba a sus padres. Este ambiente propició un diálogo interno constante en el joven, quien, desde temprano, se sintió atraído por el estudio del alma y la naturaleza del ser. Sus padres, aunque no eran académicos, fomentaron un amor por la lectura y la exploración intelectual, instándole a buscar respuestas más allá de lo superficial.


El apellido "Pomponazzi", por otro lado, tiene sus raíces en el término latino "Pomponii". Este nombre estaba asociado a la antigua nobleza y a ciertos linajes familiares en Italia, lo que podría implicar una conexión con una historia rica y celebrada. Para Pietro, esta herencia pudo haberle brindado una base cultural que lo impulsaría hacia la exploración de las verdades universales y su consecuente distanciamiento de la dogmática religiosa. Sin duda, este binomio de nombres acarrea una ambigüedad: por un lado, un guiño a la estabilidad y, por otro, a las antiguas tradiciones que comenzaron a ser cuestionadas en su época.


Formación académica

A los veintidós años, en 1484, ingresó en la prestigiosa Universidad de Padua, donde se formó bajo la tutela de grandes maestros. Asistió a las clases de metafísica impartidas por el dominico Francesco Securo da Nardò (cuya fama se la debe al mismo Pomponazzi), a las lecciones de medicina de Pietro Riccobonella y a las de filosofía natural de Pietro Trapolino. También fue compañero de Girolamo Fracastoro con quien discutía sus teorías astronómicas, así como también estudió con Simone Porzio. 

En 1487, Pomponazzi alcanzó el título de Magister Artium, un reconocimiento a su brillantez académica a quienes cumplían sus estudios en la facultad de artes. Apenas un año después, en 1488, fue nombrado profesor de filosofía en la misma universidad y, tras la muerte de su maestro Nicoletto Vernia en 1499, asumió la cátedra de filosofía natural, destacándose como una de las voces más influyentes del averroísmo laico. Con el tiempo, Pomponazzi y Nicoletto serian colegas en la misma cátedra

Su paso por Padua no solo marcó el inicio de su carrera docente, sino también el momento en el que publicó su primer tratado, De maximo et minimo, donde desafiaba las teorías de William Heytesbury. Su vida académica, sin embargo, dio un giro en 1496, cuando se trasladó a la corte de Alberto III Pío, príncipe de Carpi, para enseñar lógica. Su fidelidad al príncipe lo llevó al exilio en Ferrara, donde permaneció hasta 1499. En paralelo a su actividad intelectual, Pomponazzi también vivió importantes cambios personales: en 1497 contrajo matrimonio con Cornelia Dondi, con quien tuvo dos hijas, aunque enviudó en 1507, casándose de nuevo con Ludovica di Montagnana.

La ocupación de Padua en 1509 durante la guerra entre la Liga de Cambrai y la República de Venecia provocó el cierre de la universidad, lo que obligó a Pomponazzi a trasladarse nuevamente a Ferrara, donde escribió un importante comentario sobre el De Anima de Aristóteles. Sin embargo, el cierre de la universidad de Ferrara en 1510 lo llevó de regreso a Mantua, hasta que en 1512 fue invitado a ocupar una cátedra en la Universidad de Bolonia. Allí, ya viudo por segunda vez, se casó con Adriana della Scrofa y, durante los años siguientes, escribió sus obras más influyentes, como el Tractatus de inmortalitate animae, De fato y De incantationibus, así como numerosos comentarios a las obras de Aristóteles, que hoy conocemos gracias a las notas de sus estudiantes.


Controversia con la Iglesia

En 1516, su tratado Tractatus de immortalitate animae desató una tormenta de controversias. En él, Pomponazzi argumentaba que la inmortalidad del alma no podía demostrarse mediante la razón, una afirmación que escandalizó a muchos. El libro fue quemado públicamente en Venecia y Pomponazzi fue denunciado por herejía por el agustino Ambrogio Fiandino. Aunque se enfrentó a graves acusaciones, la intervención del cardenal Pietro Bembo lo salvó de un destino fatal, aunque en 1518 fue condenado por el Papa León X. Lejos de retractarse, Pomponazzi defendió su postura con su Apología en 1518 y con el Defensorium adversus Augustinum Niphum en 1519, donde abogaba por la distinción entre la verdad de fe y la verdad de razón, una idea que influyó posteriormente en filósofos como Roberto Ardigò. Más que un ateísmo, a Pomponazzi se lo veía como un naturalista que influyó en otros pensadores más, pero esta fama no lo ayudó contra la iglesia. 

Además, Pomponazzi, al igual que Andrea Alciatoy Agrippa von Nettesheim, creían en la magia no como algo vinculado al satanismo, sino que más bien a la naturaleza. 

A pesar de las controversias, Pomponazzi continuó escribiendo. En 1520, completó dos tratados importantes: De naturalium effectuum causis sive de incantationibus y Libri quinque de fato, de libero arbitrio et de praedestinatione. Sin embargo, debido a la censura y los problemas teológicos que enfrentaba, estos trabajos no se publicaron hasta mucho después de su muerte, en 1556 y 1557. Para evitar nuevos conflictos con la Iglesia, en sus últimos años publicó obras menos polémicas, como De nutrición et augmentatione en 1521 y De sensu en 1524.

Sufriendo de cálculos renales, Pomponazzi redactó su testamento en 1524 y falleció un año después, en 1525. Aunque algunos, como su alumno Antonio Brocardo, sugirieron que se había suicidado, la verdad sobre su muerte sigue siendo un misterio. Lo que es innegable es que Pietro Pomponazzi dejó una huella profunda en el pensamiento filosófico de su tiempo, desafiando las creencias establecidas y defendiendo con valentía la coexistencia de la fe y la razón en un período de intensos cambios y conflictos intelectuales.

Pensamiento

Aristotelismo

Aristóteles define el alma como el principio vital del cuerpo, con tres funciones: vegetativa (alimentación y reproducción), sensitiva (sensaciones e imágenes) e intelectual (comprensión). Distingue entre el intelecto potencial, la capacidad de comprender, y el activo, que actualiza esa comprensión y es inmortal.

En el Renacimiento, el aristotelismo se dividió en dos corrientes: los averroístas, que defendían un intelecto común para toda la humanidad, y los alejandrinos, que atribuían a cada individuo un intelecto potencial y mortal. 

Las diferencias entre los averroístas y los alejandrinos (o alejandristas) se centran principalmente en su interpretación del intelecto según la filosofía de Aristóteles:

  1. Averroístas:

    • Siguen las interpretaciones de Averroes, un filósofo árabe influyente en la tradición aristotélica.
    • Defienden la unicidad del intelecto. Según Averroes, tanto el intelecto activo como el intelecto potencial no pertenecen a los individuos, sino que son únicos y comunes para toda la humanidad. Es decir, el intelecto es una entidad universal que no se individualiza en cada persona.
    • Postulan la inmortalidad de este intelecto único, pero niegan la inmortalidad individual del alma.
  2. Alejandristas:

    • Siguen las ideas de Alejandro de Afrodisias, un comentarista griego de Aristóteles.
    • Sostienen que aunque el intelecto activo es único y se identifica con Dios, el intelecto potencial es individual y está presente en cada ser humano.
    • Para los alejandrinos, el intelecto potencial, y por lo tanto el alma individual, es mortal y perece junto con el cuerpo, diferenciándose de la visión más trascendental de los averroístas.

Mientras los averroístas creen en un intelecto común e inmortal compartido por toda la humanidad, los alejandristas defienden que cada individuo tiene un intelecto propio que es mortal y desaparece con el cuerpo.

Pomponazzi, en su tratado de 1516, desafió la doctrina tomista, argumentando que el alma es mortal, aunque tiene características que la acercan a la inmortalidad. Sostuvo que solo la fe puede afirmar la inmortalidad del alma, y que la virtud es independiente de creencias en recompensas o castigos después de la muerte. En consecuencia, Pomponazzi elegiría la escuela de los alejandristas. 

Uno de los recurrentes a las conferencias de Pomponazzi fue Juan Ginés de Sepúlveda. 

Alejandristas

El tomismo ortodoxo sostiene que Aristóteles consideraba la razón como una facultad del alma individual, apoyando la idea de la inmortalidad personal. En cambio, los averroístas, liderados por Agostino Nifo, defendían que la razón universal se individualiza en cada alma y luego vuelve a absorber la razón activa, promoviendo una forma de inmortalidad universal.

Agostino Nifo fue nombrado profesor de filosofía en la Universidad de Padua en 1503 y enseñó en varias ciudades, incluyendo Nápoles, Roma y Pisa. Ganó notoriedad por su obra De inmortalitate animae, en la que defendió la inmortalidad del alma frente a las críticas de Pietro Pomponazzi y los alejandristas. Su trabajo fue tan bien recibido que el Papa León le otorgó el título de conde palatino y el derecho a asumir el apellido Medici. Nifo argumentó que, a diferencia de lo que sostenía Pomponazzi, el alma racional es indestructible y se une a un intelecto absoluto, permaneciendo en una unidad eterna tras la muerte del cuerpo.

Por otro lado, los alejandristas, dirigidos por Pietro Pomponazzi, rechazaban ambas interpretaciones. Ellos creían que Aristóteles veía el alma como una entidad material y mortal, que desaparece con la muerte del cuerpo, negando así la inmortalidad del alma.

Entre quienes seguían en esta línea al filósofo fueron Giulio Cesare Vanini. 

Milagros

En 1520, el médico Ludovico Panizza cuestionó a Pietro Pomponazzi sobre la existencia de causas sobrenaturales y demonios en los fenómenos naturales, desafiando las ideas de Aristóteles. Pomponazzi argumentó que todos los fenómenos deben explicarse a través de causas naturales y rechazó la intervención de demonios, considerando ridículo buscar explicaciones no evidentes. Afirmó que los espíritus puros no pueden interactuar con lo material y que algunos individuos, malinterpretados como santos o magos, simplemente engañaban a la gente.

Pomponazzi reconoció que ciertos fenómenos sorprendentes podrían deberse a la influencia de los astros, señalando que el determinismo astrológico también influye en las religiones. Sostuvo que los milagros de cada religión no son realmente contrarios al orden celestial, sino que son inusuales y raros. Propuso que no existen causas sobrenaturales y que aquellos que comprenden la naturaleza de las fuerzas celestes pueden explicar lo que otros consideran milagros.

Finalmente, Pomponazzi afirmó que si Dios creó el universo con leyes físicas, sería contradictorio actuar en contra de esas leyes a través de milagros. Así, desarrolló una visión determinista del universo, donde todo está regido por la acción de los astros y la intervención divina ocurre de manera indirecta.

El destino

En el contexto de las fuerzas que rigen el mundo y la explicación de los fenómenos sobrenaturales a través de fuerzas naturales, surge la pregunta sobre la libertad en las decisiones individuales del ser humano. Pomponazzi, al rechazar el contingentismo de Alejandro de Afrodisias, se enfrenta a un dilema: su visión determinista sugiere que todo está regulado por fuerzas naturales superiores, lo que lleva a cuestionar la existencia del libre albedrío. Aunque los estoicos atribuyen la voluntad a la acción divina, Pomponazzi se muestra escéptico sobre la libertad humana.

En el cristianismo, el problema del libre albedrío y la predestinación se complica aún más. Pomponazzi argumenta que si Dios odia eternamente a los pecadores y los condena, esto genera una contradicción en la que la malicia divina sería la causa de su perdición, lo que lo llevaría a concluir que es más cruel e injusto que la visión estoica, donde Dios actúa de acuerdo con la necesidad de la naturaleza. En resumen, Pomponazzi concluye que la determinación de las acciones humanas desafía la noción de libertad y plantea serias implicaciones sobre la justicia divina.

Personalidad

Pietro Pomponazzi, apodado "Peretto" por su baja estatura, es descrito por Matteo Bandello como un hombre de apariencia judía, con un estilo que recuerda más a un rabino que a un filósofo, siempre afeitado y limpio. Según el historiador Paolo Giovio, Pomponazzi se destacó por su claridad y dulzura al exponer las ideas de Aristóteles y Averroes, presentando un discurso preciso y tranquilo, aunque animado en polémicas, lo que facilitaba la comprensión de sus alumnos.

A pesar de su humor y crítica hacia la Iglesia, Pomponazzi se mostraba serio en sus creencias. En su obra "De fato", utiliza la figura de Prometeo para ilustrar la lucha de los filósofos por descubrir verdades divinas, quienes, a pesar de sus sufrimientos y persecuciones, son considerados casi dioses terrenales, distantes de la humanidad. Pomponazzi sostiene que, en su búsqueda de la verdad, los filósofos deben estar dispuestos a ser herejes y revaluar sus creencias, enfatizando que la verdad en filosofía a menudo implica un enfrentamiento con la tradición y la autoridad.


Conclusión

En conclusión, la vida y obra de Pietro Pomponazzi representan un hito significativo en la historia del pensamiento filosófico del Renacimiento. Nacido en un contexto de cambio cultural y desafío intelectual, Pomponazzi se destacó por su capacidad de cuestionar dogmas establecidos, especialmente en lo que respecta a la naturaleza del alma y la relación entre la razón y la fe. Su defensa de la mortalidad del alma y su rechazo a las explicaciones sobrenaturales en favor de un enfoque naturalista no solo desafiaron las enseñanzas de la Iglesia, sino que también abrieron el camino a un pensamiento más crítico y racional.

Marsilio Ficino - El Libro sobre el Sol (1576)

 


Del Sol de Marsilio Ficino es una obra que se inserta en la tradición platónica al reflexionar sobre la luz y su relación con el Bien, que para Ficino representa a Dios. En este tratado, el filósofo renacentista retoma la analogía platónica entre el Sol y la Bondad divina, explorando cómo la luz física del Sol es una imagen de la luz espiritual que ilumina el intelecto y el alma. Ficino introduce una visión teológica en la que el Sol no solo es fuente de vida en el mundo natural, sino también símbolo de la inteligencia y la gracia divina, destacando así la relación entre lo visible y lo metafísico.

LIBRO SOBRE EL SOL

Prefacio

En el prefacio, Marsilio Ficino explica que está trabajando en una nueva interpretación de Platón, iniciada bajo el patrocinio de Piero de' Medici. Al llegar al pasaje en el que Platón compara al Sol con Dios, Ficino decide desarrollar este tema de forma más completa, influenciado también por Dionisio el Areopagita. Ficino extrae este fragmento de su obra mayor y lo presenta como un regalo simbólico a Piero, esperando que ilumine su comprensión de la futura interpretación completa de Platón, animándole a profundizar en su amor por el filósofo.

Capítulo 1: sobre el carácter alegórico y anagógico de este libro, más que dogmático

Marsilio Ficino señala que, según un precepto pitagórico divino, los misterios y asuntos divinos no deben discutirse sin luz. Este consejo implica no aventurarse en temas divinos sin la iluminación de Dios y también sugiere que debemos acercarnos a la luz oculta de lo divino solo mediante la luz manifiesta. Ficino aclara que este libro no está basado tanto en argumentos racionales, sino en correspondencias simbólicas con la luz. Advierte al lector que, aunque la obra tiene un enfoque alegórico y místico, no debe excluirse un contenido más serio y dogmático. Así como las Musas no discuten con Apolo, sino que cantan, Ficino invita a abordar este libro de manera lúdica pero adecuada, confiando en la inspiración divina para avanzar en la comprensión.

Capítulo II: Cómo la luz del Sol es similar a la Bondad misma, es decir, a Dios

Marsilio Ficino sostiene que nada se asemeja más a la naturaleza de la bondad que la luz. Primero, la luz es pura y elevada en el mundo de los sentidos. Segundo, se irradia fácilmente y se extiende rápidamente. Tercero, toca todo sin causar daño, penetrando de manera suave y placentera. Cuarto, lleva consigo un calor nutritivo que da vida y movimiento. Quinto, aunque está presente en todo, no se mezcla ni se corrompe. De manera similar, la bondad se extiende ampliamente, acaricia todo sin forzar, y emana amor, atrayendo todas las cosas hacia sí.

Ficino explica que, al igual que la luz, la bondad penetra en lo más íntimo de las cosas sin mezclarse con ellas. Tanto la bondad como la luz son indescriptibles e inefables, reconocidas pero también desconocidas. Cita a Iámblico, quien describió la luz como una imagen activa de la inteligencia divina. Según Iámblico, la luz no es solo un fenómeno físico, sino una representación de la energía vital y la sabiduría de lo divino. Ficino utiliza esta idea para afirmar que el rayo que emana del ojo es una imagen de la visión, y sugiere que la luz podría ser la manifestación de la visión del alma celestial, que actúa sobre las cosas exteriores sin dejar de estar en el cielo, y sin mezclarse con lo externo. En esta interpretación, la luz no solo ilumina, sino que también refleja la inteligencia divina que gobierna el cosmos.

La luz puede considerarse como la visión del alma celestial, actuando desde la distancia sin abandonar los cielos ni mezclarse con lo externo, viendo y tocando simultáneamente.

Ficino sugiere que al estudiar, se puede postular la existencia de muchas mentes angélicas más allá del cielo, como luces ordenadas en relación con Dios, el padre de todas las luces. En lugar de seguir largos caminos de investigación, insta a mirar hacia el cielo, cuya orden perfecta manifiesta a Dios como su creador. A través de los rayos de las estrellas y especialmente del Sol, es posible entender la gloria de Dios, su virtud y divinidad, ya que el Sol, con su luz, es el signo más claro de Dios.

Capítulo III: El Sol, dador de luz, señor y moderador de las cosas celestiales

Marsilio Ficino describe al Sol como el señor del cielo, que gobierna y modera todas las cosas verdaderamente celestiales. Aunque no menciona su tamaño gigantesco (supuestamente 160 veces mayor que la Tierra), destaca su papel en la infusión de luz en las estrellas, ya sea que tengan una pequeña luz propia o ninguna en absoluto. El Sol, al pasar por los doce signos del zodíaco, es considerado "viviente" por pensadores como Abraham y Haly, y el signo que el Sol vivifica parece estar "vivo". Además, el Sol otorga gran poder a los dos signos adyacentes, conocidos por los árabes como los "ductoria" o campo solar, donde los planetas que pasan adquieren un poder especial, especialmente si los planetas superiores se encuentran antes del Sol y los inferiores después de él.

El signo donde el Sol está exaltado, Aries, se convierte en la cabeza de los signos y representa la cabeza en cualquier ser vivo. Leo, el signo domiciliado del Sol, es el corazón de los signos, y por tanto gobierna el corazón en los seres vivos. Cuando el Sol entra en Leo, extingue las epidemias en muchas regiones. La fortuna anual del mundo depende de la entrada del Sol en Aries, ya que marca la naturaleza de la primavera, mientras que el verano, otoño e invierno son juzgados por la entrada del Sol en Cáncer, Libra y Capricornio, respectivamente.

El Sol distingue las cuatro estaciones del año a través de los signos cardinales y, cuando regresa a su lugar en la carta natal de una persona, revela su fortuna anual. Según Aristóteles, el movimiento del Sol, siendo el primero y principal de los planetas, es muy simple, sin desviarse del medio del zodíaco ni retroceder como otros planetas.

Capítulo IV: Las condiciones de los planetas con respecto al Sol

Marsilio Ficino describe cómo el Sol marca ciertos espacios específicos en el cielo que afectan el movimiento y la naturaleza de los planetas cuando pasan por ellos. Cuando Saturno, Júpiter y Marte se encuentran en una tercera parte del cielo respecto al Sol, en un aspecto de trígono, cambian repentinamente de dirección: retroceden si están al este del Sol (orientales) y avanzan si están al oeste (occidentales). Venus y Mercurio, por otro lado, tienen límites más cercanos al Sol, ya que Venus no se separa más allá de 49° y Mercurio más allá de 28°.

La Luna también cambia su apariencia y naturaleza según su aspecto con el Sol, y tiene cuatro fases que representan las cuatro estaciones del año. Cada vez que la Luna se une al Sol, predice la naturaleza del mes siguiente. Cuando cualquier planeta toca el "corazón" del Sol, domina a los demás planetas, y los planetas cercanos al Sol alteran sus cualidades habituales: Saturno abandona su rigidez y Marte su ferocidad.

Los planetas superiores ascienden cuando se acercan al Sol y descienden cuando se separan. En conjunción con el Sol, están en el punto más alto de su epiciclo; en oposición, en el más bajo; y en cuadratura, en una altitud media. Venus y Mercurio también alcanzan su punto más alto en conjunción con el Sol si están directos, pero si están retrógrados, están en su punto más bajo.

Ficino explica que los planetas no pueden completar sus circuitos sin volver a la conjunción con el Sol, que consideran su "señor". En conjunción, los planetas son más fuertes y directos porque están en armonía con el Sol, pero en oposición, retroceden y están en su punto más débil.

Finalmente, Ficino señala que la Luna no tiene luz propia, sino que refleja la luz del Sol, y en su armonía perfecta con él, absorbe los poderes celestiales que luego transmite a la Tierra, como menciona Proclo.


Capítulo V: El poder del Sol en la generación, las estaciones, el nacimiento y en todas las cosas

Marsilio Ficino describe cómo el Sol juega un papel crucial en la astrología y en la vida misma. En una carta natal, la posición de la Luna revela al "Señor de la natividad" y el momento de la concepción. Además, la conjunción u oposición del Sol y la Luna antes del nacimiento revela la verdad y la fortuna del individuo. Los astrólogos antiguos consideraban que la parte del cielo donde cae la "parte de la fortuna" era significativa para toda la vida, influenciada por el movimiento del Sol y la Luna, y proyectada desde el Ascendente.

El Sol no solo determina el tiempo, como los días, noches, meses y años, sino que, con su luz y calor, genera, mueve y da vida a todo lo que estaba oculto. Marca el paso de las estaciones, y las regiones alejadas de su influencia también están alejadas de la vida. La primavera, que comienza en Aries (el reino del Sol), es la mejor estación, mientras que el otoño, que comienza en Libra (la caída del Sol), es la peor.

El Sol es especialmente importante en una carta natal diurna, mientras que la Luna lo es en una nocturna. Los astrólogos asignan la novena parte de la carta al Sol y la tercera a la Luna, llamándolos "Dios" y "Diosa", respectivamente, y les atribuyen dones como la sabiduría, la fe y la gloria eterna. El Sol simboliza la verdad, la profecía y la realeza.

Cuando el Sol asciende al medio cielo, fortalece los espíritus vitales y animales, mientras que cuando desciende, debilita esos espíritus. Ficino destaca cómo el sol naciente inspira y revive el espíritu, llamando a las personas a cosas sublimes. También menciona que la Luna, llamada el "pequeño Sol" por Aristóteles, tiene un efecto similar, restaurando el espíritu cuando asciende y debilitándolo cuando desciende. Además, cuando la Luna está llena de luz solar, trae salud a todas las cosas.

Ficino también alude a cómo las virtudes celestiales descienden al cuerpo humano a través de los movimientos del Sol y la Luna, afectando los tratamientos médicos que deben prepararse en momentos específicos. Este tema ya lo había abordado en su "Libro de la vida".


Capítulo VI: Los elogios de los antiguos al Sol, y cómo todos los poderes celestiales se encuentran en el Sol y derivan de él.

En este capítulo, Marsilio Ficino expone cómo el Sol ha sido venerado por los antiguos filósofos y teólogos debido a su poder y centralidad en el cosmos. Orfeo, por ejemplo, llamó a Apolo "el ojo vivificante del cielo", y en sus himnos se refiere al Sol como el "ojo eterno que todo lo ve", gobernante del cielo y de la tierra, y moderador de todas las cosas celestiales y mundanas. Según Orfeo, el Sol es el “Júpiter inmortal”, y la Luna, en tanto reina de las estrellas, está “embarazada de las estrellas”.

Ficino también menciona una inscripción en los templos de Minerva en Egipto que decía: "Soy todas aquellas cosas que son, que serán y que han sido. Nadie ha vuelto a mi velo. El fruto que he dado es el Sol", lo que sugiere que el Sol es el fruto de la inteligencia divina, es decir, Minerva.

Los teólogos antiguos, según Proclo, afirmaban que la justicia emanaba del trono del Sol y gobernaba todo, lo que convierte al Sol en el moderador de todas las cosas. Jamblico compartía la creencia egipcia de que todo bien deriva del Sol, ya sea directamente de él o a través de otros medios. El Sol es el señor de todas las virtudes elementales, y la Luna, gracias a su luz, es la dama de la generación.

Astrologers, como Albumasar, afirmaban que el Sol y la Luna infunden vida en todas las cosas, y Moisés pensaba que el Sol era el señor de los cielos durante el día y la Luna, un "Sol nocturno", lo era durante la noche. Según los caldeos, el Sol ocupa una posición central entre los planetas, mientras que los egipcios lo colocan entre dos mundos: los cinco planetas superiores y los cuatro elementos de la tierra y la Luna por debajo.

Además, Ficino destaca la importancia del Sol para la vida en la tierra. La colocación del Sol cerca de la Tierra por providencia permite que el espíritu y el fuego del Sol nutran la materia terrestre, el agua, el aire y la Luna. También explica cómo los planetas superiores como Saturno, Júpiter y Marte respetan la autoridad del Sol, lo que fortalece sus influencias, mientras que los planetas inferiores como Venus y Mercurio siempre permanecen cerca del Sol, sirviendo como sus compañeros.

Los antiguos, como Heráclito, llamaban al Sol "la fuente de la luz celestial", y muchos platonistas ubicaban el alma del mundo en el Sol, que, al llenar la esfera solar, distribuía vida, movimiento y sentimiento por todo el universo a través de sus rayos. Algunos astrólogos creen que, al igual que Dios da el alma intelectual, esta llega bajo la influencia del Sol durante el cuarto mes después de la concepción.

En resumen, el Sol, junto con sus planetas acompañantes, como la Luna, Venus y Mercurio, actúa como una fuente vital de luz y calor, distribuyendo las virtudes celestiales y generando la vida en la tierra. Las estrellas, al recibir la luz del Sol, adquieren sus propias virtudes, lo que refleja la enorme variedad de influencias que el Sol tiene sobre el universo.

Capítulo VII: Disposiciones de los signos y planetas alrededor del Sol y la Luna.

En este capítulo, Marsilio Ficino describe cómo la disposición de los signos del zodiaco reafirma el estatus del Sol como rey y de la Luna como reina de los cielos. Señala que Leo, el lugar del Sol, y Cáncer, el lugar de la Luna, están próximos, al igual que Aries (exaltación del Sol) y Tauro (exaltación de la Luna). Los demás planetas ocupan sus posiciones alrededor del Sol y la Luna, en una jerarquía que refleja su relación con estas dos luminarias.

Ficino menciona a su amigo Bindanio Recasolano, quien observa que la misma disposición de los signos se repite en torno a Saturno, lo que lleva a Ficino a reflexionar sobre la importancia de Saturno, ya que es el planeta que menos se aparta del camino del Sol. Esta observación subraya la conexión entre la disposición de los planetas y la autoridad del Sol.

Cada uno de los cinco planetas principales tiene dos domicilios: uno occidental al Sol y otro oriental a la Luna. El Sol abarca los signos de Leo, Virgo, Libra, Escorpio, Sagitario y Capricornio, mientras que la Luna rige Acuario, Piscis, Aries, Tauro, Géminis y Cáncer. Se menciona que Cáncer se considera "la puerta de los hombres" porque el Sol parece descender allí, mientras que Capricornio se ve como "la puerta de los dioses" por su ascenso.

Ficino también destaca los signos cardinales (Aries, Cáncer, Libra y Capricornio) como puntos clave donde el Sol determina las estaciones del año. Este ciclo desde Aries a Libra, conocido como el "Círculo de Minerva" en la tradición egipcia, simboliza la sabiduría y la justicia. La organización del cosmos, argumenta Ficino, sugiere que el mundo no está regido por la fortuna, sino por una providencia divina.

Finalmente, el capítulo enfatiza la reverencia de todas las cosas hacia el Sol, el moderador del universo, instando a las almas humanas a ser igualmente obedientes a esta fuente de luz y autoridad.

Capítulo VIII: Los planetas son afortunados cuando están en concordancia con el Sol y la Luna, y desafortunados cuando están en discordancia. Cómo pueden rendir respeto al Sol y a la Luna.

Ficino explora la relación de los planetas con el Sol y la Luna, estableciendo que son autores de la vida: la Luna favorece el crecimiento y la vitalidad, mientras que el Sol se relaciona con la conciencia. Jupiter y Venus son considerados planetas benéficos porque están en armonía con estas luminarias, mientras que Saturno y Marte son considerados desfavorables, especialmente Saturno con respecto al Sol.

Ficino describe cómo los planetas obtienen un nuevo vigor cuando se alinean o "saludan" al Sol y la Luna, un fenómeno que los árabes llamaban almugea. Esto ocurre cuando un planeta se encuentra en una posición específica en relación con el Sol o la Luna, dependiendo de su distancia en el zodiaco. Por ejemplo, Saturno "saluda" al Sol cuando está en el sexto signo desde él, mientras que Jupiter lo hace en el quinto signo, y así sucesivamente.

La armonía de los planetas con el Sol y la Luna determina su fortuna. Jupiter y Venus, al estar en aspecto favorable (trino o sextil), son considerados afortunados, mientras que Marte y Saturno, que están en aspectos desarmoniosos (cuadratura y oposición), son considerados desafortunados, con Saturno siendo el más desafortunado de todos. Esta dinámica resalta la idea de que las mentes en armonía con la voluntad divina experimentan felicidad, mientras que las discordantes sufren.

Ficino concluye que el reconocimiento y el respeto hacia el Sol y la Luna, así como la búsqueda de la armonía con ellos, son clave para la fortuna y el bienestar en la vida.


Capítulo IX: El Sol es la imagen de Dios. Comparación del Sol con Dios.

Platón describió el Sol como el hijo visible de la Bondad, un símbolo de Dios para que todos lo admiren. Los antiguos teólogos veían al Sol como divino, y su salida encarna la vida y la renovación. El Sol, al igual que Dios, genera luz y conocimiento, conectando los reinos inteligible e intelectual. Platón consideraba que el Sol era superior a todas las cosas visibles, de manera paralela a la trascendencia de Dios. La luz del Sol representa la verdad y la comprensión, que, al igual que el amor divino, purifica y eleva el alma. Así como el Sol revive la naturaleza después del invierno, simboliza la resurrección y el despertar espiritual. Platón sugiere que hay un Sol incorpóreo (el intelecto divino) que es superior al Sol físico, reflejando así la trascendencia de Dios. Por lo tanto, el Sol sirve como una poderosa metáfora de la presencia divina en el mundo.

Capítulo X: El Sol fue creado primero y colocado en el Medio Cielo.

Este capítulo explora la creación del Sol como la primera y más poderosa obra de Dios. Según Moisés, Dios creó primero la luz, que es lo más cercano a la naturaleza divina, pues emana directamente de la luz divina o inteligible. La luz se manifiesta en dos formas: la luz inteligible en el mundo incorpóreo y la luz sensible en el mundo corpóreo, representada por la luz solar. En su proceso de creación, la luz primero iluminó, luego adquirió calor y energía, y finalmente se propagó en la materia. En el cuarto día, la luz tomó su forma esférica en el Sol, reflejando la inteligencia divina. Moisés distinguió entre la luz creada en el primer día y la luz del Sol creada en el cuarto día. Platón también reconoce esta dualidad del Sol en su obra "Timeo," donde lo presenta como un astro entre los planetas y como una entidad divina con una luz milagrosa. Se destaca que la creación del mundo comenzó bajo la autoridad del Sol, situado en el horizonte en Aries, considerado su reino. Finalmente, se menciona que Cristo, fuente de vida, resucitó en el día del Sol, conectando así la luz visible del Sol con la luz inteligible y divina que Cristo nos devolverá.

Capítulo XI: Las dos luces del Sol. El don de Apolo. Los grados de las luces. El Sol hace divinas todas las cosas.

Este capítulo explora la naturaleza dual de la luz del Sol, sugiriendo que en su origen el Sol tenía una luz natural menor que la que posteriormente adquirió. A diferencia de su tamaño, que no es mucho mayor que el de otros planetas, su luz es inmensamente superior, lo que indica que esta luz proviene de una fuente superior añadida al Sol. La luz del Sol, en su primera etapa, era innata pero limitada, y luego adquirió una luz divina que lo hace similar a la inteligencia divina.

Platón y los teólogos antiguos consideraban que el Sol no solo poseía una luz natural, sino que recibía una segunda luz divina que se reflejaba en su entorno. Esta dualidad se asemeja al don de Dios a las mentes humanas: una luz natural y otra añadida por gracia divina, que eleva y bendice las almas. El Sol, como representante de Dios, transmite esta segunda luz a las estrellas y al mundo, actuando como intermediario divino.

El Sol fue identificado con Apolo, el creador de la armonía y guía de las Musas, porque ilumina no solo el mundo físico, sino también las mentes, conduciéndolas hacia la comprensión y el conocimiento divino. Esta luz, que desciende del bien supremo, atraviesa todos los niveles de existencia, desde el intelecto divino hasta el mundo material, iluminando y vivificando todas las cosas. Los platónicos identifican tres principios: el bien supremo, el intelecto divino y el alma del mundo, todos representados y manifestados por la luz. El Sol, situado en el medio del cielo, simboliza estos principios y actúa como canal de la luz divina, que ilumina tanto a los ángeles como a las almas en diferentes grados, según su capacidad de recepción.


Capítulo XII: Semejanza del Sol con la Trinidad Divina y los nueve órdenes de Ángeles, y de los nueve espíritus en el Sol y las nueve Musas alrededor del Sol

En este capítulo se explora la analogía entre el Sol y la Trinidad Divina. Se argumenta que el Sol, en su sustancia única, posee una triple manifestación que se asemeja a la Trinidad: una fecundidad natural oculta que representa al Padre, una luz manifiesta que emana de esta fecundidad y representa al Hijo, y un calor que simboliza al Espíritu Santo. Alrededor de esta Trinidad solar, se identifican tres jerarquías de ángeles, cada una con tres órdenes, en paralelo con los nueve espíritus del Sol y las nueve Musas que lo rodean.

El Sol, en su triple naturaleza, también genera tres fecundidades: en la naturaleza celestial, en la simple naturaleza de los elementos, y en la naturaleza de las cosas mixtas. Además, el calor vital del Sol da origen a tres órdenes de vida: la vegetal, la que responde pero no se mueve (zoófitos), y la que responde y se mueve intencionalmente (animales). También se derivan tres tipos de luz: blanca, roja y mixta, que corresponden a diferentes sentidos y niveles de percepción.

El texto hace una analogía entre la luz del Sol y la inteligencia pura, sugiriendo que así como la luz penetra todo y revela las cosas, la inteligencia pura también ilumina y revela, manteniéndose indivisible. Además, se propone que los antiguos identificaron en el Sol a diversas divinidades, asignando a cada una aspectos de la sustancia y poderes del Sol, como Júpiter y Juno para la fecundidad, Apolo y Minerva para la luz, y Venus y Baco para el calor.

Finalmente, se aborda la presencia de las nueve Musas alrededor del Sol, que representan nueve tipos de divinidad Apolínea distribuidos a través de las esferas del cosmos. Las Musas, como espíritus solares, presiden sobre el conocimiento, la poesía, la música y otras artes. Se concluye reflexionando sobre la importancia del Sol en la vida humana y cómo su regalo divino debería ser objeto de mayor admiración y gratitud, como sugirieron los platónicos Iámblico y Juliano.

Capítulo XIII: Que el Sol no debe ser adorado como Autor de todas las cosas

En este capítulo, se argumenta que aunque el Sol es una manifestación significativa en el universo, no debe ser adorado como el autor de todas las cosas. La reflexión comienza con una anécdota sobre Sócrates, quien, durante su servicio militar, solía observar el amanecer en un estado de asombro y éxtasis. Aunque algunos platónicos podrían interpretar este comportamiento como una veneración del Sol, se propone que Sócrates, inspirado por su demonio interior (un genio o ángel), no adoraba al Sol visible, sino que contemplaba un Sol superior, uno supracelestial.

Platón describió al Sol no como Dios mismo, sino como el "hijo de Dios", aunque no el primer hijo, sino uno visible y secundario. Sócrates, al ser despertado por el Sol celestial, intuyó la existencia de un Sol supracelestial y dirigió su admiración hacia la majestad de este Sol superior, que representa la bondad incomprensible del Padre, quien es llamado por Santiago el Apóstol como el "Padre de la luz". Esta luz es superior a la luz celestial, ya que es inmutable y no sujeta a sombras.

La discusión prosigue afirmando que, aunque el Sol y las estrellas tienen un papel importante en la creación y en la distribución de la luz y la vida, los dones intelectuales y espirituales más elevados no provienen del Sol, sino de un origen aún más alto, del Padre de la luz. Santiago advierte que no debemos admirar y adorar en exceso al Sol, la Luna y las estrellas, ni venerarlos como creadores y fuentes de dones intelectuales, ya que el origen del universo no puede ser un cuerpo, alma o intelecto, sino algo infinitamente más elevado.

Concluye que aunque el Sol es un regulador del cielo y una manifestación de la ley divina, no es el primer principio del universo. Este primer principio, que es Dios, opera siempre, en todo lugar y en todas las cosas, mientras que el poder del Sol es limitado, restringido por obstáculos y circunscrito a su esfera. Por tanto, se insta a adorar al verdadero principio del universo, al cual incluso los cuerpos celestiales se remiten, siguiendo el ejemplo de la adoración celestial hacia el Sol.

Conclusión

''Sobre el sol" es una obra que fusiona la filosofía neoplatónica con la teología cristiana, utilizando el simbolismo solar para meditar sobre los misterios de la existencia, la naturaleza de Dios, y el orden del cosmos. Ficino invita al lector a ver más allá del mundo sensible y a contemplar las realidades espirituales superiores que, según él, se reflejan en el Sol y en toda la creación. Sin embargo, Ficino también advierte contra la idolatría del Sol. Aunque es una manifestación poderosa y vital en el cosmos, el Sol no debe ser adorado como el creador o el principio supremo. En su lugar, Ficino señala que el verdadero origen de toda luz y vida es Dios, el "Padre de la luz", que está más allá de cualquier entidad celestial o material.