martes, 11 de noviembre de 2025

Plutarco - Si la virtud puede enseñarse

Es una de las obras más pequeñas de Plutarco. No sabemos si es tal como nos llega a nuestros días, o si está mutilada o si está inacabada. Sin embargo, es uno de los texto más interesantes porque retoma un tema muy importante que es la virtud, ya visto en el Menón, aunque, en este último, como un don divino. Aquí se verá desde la perspectiva plutarquiana, un ensayo sobre la virtud y la posibilidad de su enseñanza o su imposibilidad de poder ser transmitida. Lo más curioso es que no está hecho sobre la base de un diálogo, sino que es el propio Plutarco quien habla. 

SI LA VIRTUD PUEDE ENSEÑARSE

Plutarco inicia reconociendo que existe una discusión permanente acerca de si la virtud —entendida aquí especialmente como prudencia, justicia y vida honesta— es enseñable o no. La cuestión no es menor, porque remite directamente al problema de si la ética depende de la educación o de la naturaleza. Esta duda ya había sido planteada por Sócrates en diálogos como el Protágoras, y también por Aristóteles en la Ética a Nicómaco. Plutarco recoge esa tradición.

Luego señala un contraste sorprendente: en las artes y oficios —oratoria, navegación, música, arquitectura, agricultura— abundan ejemplos de obras concretas y habilidades perfeccionadas. Los nombres de quienes se destacan en esos campos son varios. En cambio, cuando se trata de hombres realmente virtuosos, la lista es escasa, casi legendaria. Su mención parece tan excepcional como la de criaturas mitológicas: centauros, gigantes y cíclopes. Con esto, Plutarco subraya lo raro y excepcional que es encontrar una vida moralmente impecable.

A continuación plantea un punto fundamental: aun cuando la naturaleza pueda producir algo bueno de manera espontánea —al igual que un grano puro— ese bien suele mezclarse con elementos extraños o impuros, como cuando una planta silvestre invade el cultivo y lo contamina.

Los seres humanos aprenden a realizar actividades muy diversas y complejas —tocar instrumentos, bailar, leer, trabajar la tierra, montar a caballo, vestirse, cocinar, servir vino— y nadie duda de que requieren enseñanza. Son aprendizajes técnicos, prácticos, y todos aceptan que la instrucción es necesaria para ejecutarlas correctamente.

¿Cómo es posible que aquello que causa el bien en todas esas acciones —vivir honestamente— se considere carente de enseñanza? ¿Por qué suponer que la virtud moral, que debería ser la raíz de todas las acciones correctas, es algo espontáneo, irracional o sin método, mientras que cualquier arte inferior requiere aprendizaje?

Afirmar que la virtud no puede enseñarse equivale a declarar que no existe. La razón es clara dentro de su lógica: si el aprendizaje es la causa o el origen de la virtud, entonces todo obstáculo al aprendizaje destruye la virtud misma. Es decir, si negamos que se pueda aprender, negamos simultáneamente que pueda existir como efecto práctico en la vida humana. La virtud, sin un método de adquisición, se vacía de contenido real y se convierte en una abstracción vacía, sin operatividad.

A continuación cita a Platón para reforzar la tesis. Plutarco recuerda que los conflictos humanos más graves no nacen de cuestiones técnicas o artísticas: nadie se enoja con su hermano porque un verso no encaja con la lira, ni las ciudades se arruinan mutuamente por errores métricos o por desarmonías musicales. Los oficios no generan guerras civiles. Tampoco se han desencadenado revoluciones por diferencias en la prosodia —si se acentúa “télquines” de un modo o de otro—, ni matrimonios han estallado por disputas sobre la urdimbre o la trama de un tejido. Estos ejemplos ilustran lo ridículo que sería pensar que errores técnicos, métricos o artesanales provocan los males que realmente destruyen familias, hogares y ciudades.

Sin embargo, lo paradojal —y aquí se agudiza el argumento— es que las mismas personas que no tolerarían ser vistas ignorantes en cosas menores, como leer un libro, manejar una lira o utilizar un telar, sí se permiten actuar sin preparación en los asuntos más importantes de la vida. Aun cuando la ignorancia en esos oficios técnicos no traiga un daño grave, la gente evita hacer el ridículo, porque «es mejor ocultar la ignorancia», según Heráclito.

Las mismas personas que se avergüenzan de sonar mal con un instrumento no sienten rubor al asumir sin aprendizaje tareas que afectan gravemente la vida propia y la de los demás. Quieren gobernar un hogar, dirigir un matrimonio, administrar una ciudad o ejercer una magistratura, sin haber aprendido jamás a tratar correctamente a una esposa, a un esclavo, a un ciudadano, a un gobernante o a un subordinado.

Diógenes al ver que un niño se comportaba de manera glotona —un gulusmero— no golpeó al niño, sino al pedagogo. La enseñanza es clara: si alguien no ha sido educado, la responsabilidad recae sobre quien debía educarlo. No se culpa al ignorante por ignorar, sino al maestro por no enseñar. Esta escena funciona como metáfora moral: la degeneración del carácter no proviene solo de la naturaleza del niño, sino de la negligencia de aquellos encargados de su formación.

Plutarco se sirve de este ejemplo para reforzar la crítica a quienes creen que en los asuntos más importantes de la vida no es necesaria la educación. Con ironía pregunta: ¿cómo se puede sostener que es necesario educar a un niño para usar correctamente platos o copas —como dice Aristófanes en Nubes, donde se burla de las costumbres refinadas—, pero al mismo tiempo suponer que alguien puede participar sin reproche en tareas mucho más complejas, como gobernar una casa, una ciudad, un matrimonio o una magistratura, sin jamás haber aprendido a comportarse correctamente?

Es una inversión absurda: se educa meticulosamente para las nimiedades, mientras lo que realmente determina la justicia, la convivencia y la vida política se deja librado a la improvisación.

Luego inserta el comentario atribuido a Aristipo. Al preguntársele «¿Estás en todos los sitios?», él responde con humor: «Desperdicio mi pasaje si estoy en todos los sitios». Plutarco utiliza esta respuesta para formular una analogía: así como sería inútil pagar un pasaje si estuvieras ya en el lugar de destino, sería inútil pagar un sueldo a los pedagogos si la educación no hiciera mejores a los hombres. La comparación es mordaz: si negamos la educabilidad de la virtud, no solo negamos la enseñanza, sino que desacreditamos el rol mismo de quienes enseñan.

Los pedagogos reciben al niño desde la lactancia, moldeándolo —como las nodrizas moldean el cuerpo— mediante costumbres, hábitos y ejemplos. Son los primeros en trazarlos dentro del camino de la virtud. Sin ese moldeado inicial, el carácter queda expuesto a desorden, corrupción y vicios tempranos.

Nos da el ejemplo del maestro laconio (espartano), famoso por su educación moral estricta. Cuando le preguntaron qué proporcionaba a sus alumnos, respondió: «Hago lo honesto agradable a los muchachos». Esta frase es decisiva: no basta enseñar la virtud como un deber; hay que hacerla atractiva, formar el deseo moral, el gusto por lo noble. La virtud no se adquiere solo por obligación, sino por afinidad interior.

Los pedagogos enseñan a los niños trivialidades: a caminar con la cabeza baja, a tocar los alimentos de cierto modo, a sentarse adecuadamente, a colocarse el manto en una forma prescrita. Estas lecciones son minuciosas pero vacías. Son reglas formales que buscan evitar el ridículo social, pero no forman el carácter ni instruyen en la virtud. La educación se reduce a un código de urbanidad externa, mientras la ética profunda —la relación con uno mismo, con la esposa, con los ciudadanos, con el poder— queda desatendida.

Si alguien afirmara que la medicina se ocupa de curar enfermedades menores —como la lepra o un panadizo— pero no de dolencias graves como la pleuresía, la fiebre o una inflamación cerebral, ¿no sería absurdo? Esta comparación sirve para denunciar la postura de aquellos que conceden que la educación, los libros y los consejos son útiles en temas triviales, pero no en los asuntos más grandes e importantes de la vida. Esta idea de que "lo más importante depende del azar" es precisamente lo que Plutarco quiere destruir.

Continúa con un ejemplo muy ilustrativo: sería ridículo aceptar que hay que aprender a remar pero sostener que se puede pilotar una nave sin aprendizaje previo. Remar es un ejercicio mecánico; pilotar requiere juicio, cálculo, prudencia, visión, experiencia. La contradicción es evidente. Sin embargo —y este es el punto de Plutarco— muchos piensan que todas las artes necesitan enseñanza, menos la virtud.

El filósofo critica aquí un prejuicio cultural similar a una práctica bárbara de los escitas relatada por Heródoto: los escitas cegaban a sus esclavos para evitar que les robaran la nata de la leche. El que niega la enseñabilidad de la virtud hace lo mismo, pero al revés: otorga "vista" (razón) a las artes serviles, pero la quita a la virtud. Es decir, da importancia racional a los oficios menores y relega la vida moral al terreno de lo irracional y lo espontáneo. Es una inversión de valores.

Plutarco entonces introduce la anécdota del general Ifícrates, utilizada como analogía política y moral. Cuando Calías le pregunta si es arquero, peltasta, jinete o hoplita, Ifícrates responde: «Ninguno de ésos, sino quien les da órdenes». Es decir, él no es un operador técnico, sino un estratega, un jefe que coordina, ordena y da unidad a todos los oficios militares. La enseñanza es clara: así como sería absurdo que se enseñen las técnicas militares menores —usar el arco, manejar la honda, cargar lanza— y al mismo tiempo se afirme que la estrategia, aquello que integra y dirige a todas las demás, surge por azar, sería aún más absurdo sostener que la prudencia (phronesis), guía de todas las virtudes, no es enseñable.

Plutarco profundiza este razonamiento: la prudencia es el timón de todas las capacidades humanas. Si no puede enseñarse aquello que da valor a todas las demás artes, entonces las artes se vuelven inútiles. Igual que un ejército sin general es un cuerpo sin cabeza, la vida humana sin prudencia es un conjunto de destrezas sin orientación, dispersas y potencialmente destructivas.

Puede haber esclavos bien adiestrados en tareas minuciosas: trinchar, asar, escanciar el vino. Pero si no existe disposición, orden y guía en quienes administran el banquete —es decir, si falta la prudencia que organiza—, no hay alegría ni provecho. Plutarco eleva este ejemplo doméstico a un plano moral: la virtud no es un adorno, sino la condición de posibilidad de toda armonía, eficiencia y bienestar en la vida humana.

Conclusión

En Si la virtud puede enseñarse, Plutarco concluye que la virtud no es un don espontáneo ni un fruto del azar, sino el resultado de una formación deliberada que integra disciplina, educación moral, guía prudencial y el cultivo del carácter desde la infancia. Así como todas las artes requieren enseñanza, la virtud —que dirige y ordena a todas ellas— necesita aún más instrucción, práctica y modelo; sin prudencia, justicia y autogobierno, las demás habilidades humanas permanecen ciegas y pueden volverse destructivas. Por ello, Plutarco sostiene que la verdadera excelencia ética es posible solo cuando se reconoce que la virtud se aprende, se cultiva y se perfecciona mediante la razón y el hábito.

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