Etimologías controvertidas
San Isidoro de Sevilla, una de las mentes más influyentes de la Alta Edad Media, compuso en sus Etimologías un vasto intento por explicar el mundo a través del origen de las palabras; sin embargo, muchas de sus propuestas resultan hoy controvertidas porque responden más a simbolismos teológicos, valores culturales y analogías morales que a criterios lingüísticos históricos. Estas etimologías ―ingeniosas, imaginativas y a menudo erróneas desde la perspectiva moderna― revelan cómo el pensamiento medieval concebía la lengua como un reflejo del orden divino, y no como un sistema evolutivo. En este artículo revisamos algunas de las más discutidas, contrastándolas con su explicación actual para comprender mejor tanto el genio de Isidoro como la distancia entre su época y la lingüística científica contemporánea.
Estudio de las etimologías
En la época de San Isidoro (siglos VI–VII), la etimología no era una ciencia histórica como hoy, sino una herramienta hermenéutica: se usaba para revelar sentidos ocultos, valores morales o verdades teológicas presentes en las palabras. Los autores tardoantiguos heredaron de los gramáticos latinos —especialmente de Varrón— la idea de que el lenguaje tiene una relación íntima con la naturaleza y con el orden divino; por eso, el origen de un término debía iluminar su propósito o su función. El método consistía en asociaciones fonéticas flexibles, juegos de palabras, analogías simbólicas, referencias bíblicas y descripciones funcionales: una palabra significaba lo que “parecía significar” según su sonido, su efecto físico o su papel moral en la vida humana. No se buscaban leyes fonéticas regulares ni comparaciones entre lenguas emparentadas; bastaba una semejanza parcial de letras o una coherencia conceptual. Por ello, muchas etimologías medievales eran más pedagógicas y alegóricas que históricas. Su objetivo no era reconstruir el pasado de la lengua, sino reforzar una visión del mundo donde el lenguaje, la naturaleza y la teología formaban una unidad coherente.
Hoy la etimología es una disciplina científica dentro de la lingüística histórica. Su objetivo es reconstruir el origen y la evolución de las palabras utilizando métodos verificables, sin apelar a simbolismos ni asociaciones intuitivas. Para ello se comparan sistemáticamente lenguas emparentadas —como las indoeuropeas—, se analizan cambios fonéticos regulares (leyes fonéticas), se estudian textos antiguos y se reconstruyen formas anteriores mediante el método comparativo. Una palabra moderna se explica solo si su transformación puede seguirse a través de etapas documentadas o reglas fonéticas conocidas, descartando coincidencias superficiales o parecidos casuales. Además, la etimología actual cruza datos de la filología clásica, la epigrafía, la lexicografía, la arqueología lingüística y la semántica histórica para descubrir no solo de dónde viene un término, sino cómo cambió su significado a lo largo del tiempo. El resultado es un campo riguroso que busca reconstrucciones verificables, muy lejos de las etimologías simbólicas o moralizantes de la Antigüedad y la Edad Media.
Veamos algunas de ellas:
SANO
De acuerdo con san Isidoro de Sevilla, ''sano'' proviene de ''sanguis'', esto porque no está pálido. Sin embargo, hasta el día de hoy la etimología de sano no tiene un origen claro. No existe una relación entre sano y sanguis, más que en el sonido inicial que tienen, pero no una relación etimológica.
VEJIGA
San Isidoro sostiene que el término latino vesica (vejiga) deriva de su semejanza funcional con un vaso (vas) que se llena de agua. Según su argumento, así como un vaso se colma de líquido, también la vejiga se llena de orina proveniente de los riñones, “viéndose henchida de líquido”.
Aunque la comparación entre la vejiga y un vaso es ingeniosa y funcionalmente comprensible, no existe una relación etimológica real entre vesica y vas. La similitud fonética es superficial, y los términos no provienen de la misma raíz ni comparten evolución fonética justificable en latín. La derivación que propone Isidoro se basa en una asociación conceptual, no en un proceso histórico de formación de la palabra.
La palabra latina vesica proviene del protoindoeuropeo *wes-, raíz asociada a “tejer”, “entrelazar” o “trenzar”, que dio lugar a términos relacionados con membranas, tejidos y envolturas. En esta familia etimológica se encuentran también palabras como vespa (avispa) y vespertilio (murciélago), vinculadas a membranas o estructuras tensas. En consecuencia, vesica designa originalmente una bolsa hecha de tejido o membrana, no un “vaso” ni un recipiente comparable a un objeto rígido.
En griego aparece el término cognado φυσίσα (physísa), también usado para referirse a bolsas o vejigas infladas. Esta relación confirma la raíz indoeuropea y refuta la propuesta isidoriana.
PECADOR
Peccator (pecador): vocablo derivado de pellex, es decir «puta», como si dijéramos pellicator (‘putero’). Este nombre lo aplicaban los antiguos únicamente a este tipo de pecadores; más tarde el vocablo acabó por designar a toda clase de pecadores.
Sin embargo, la asociación entre peccator y pellex no se sostiene: los términos no comparten raíz, ni muestran una evolución plausible desde la perspectiva del latín clásico o del latín arcaico. Además, la idea de que la palabra se habría usado inicialmente solo para condenar a quienes cometían faltas sexuales parece provenir más de la sensibilidad moral cristiana tardoantigua que de una realidad filológica verificable.
La investigación moderna muestra que peccator deriva del verbo peccare, cuyo significado original estaba relacionado con “errar”, “faltar”, “dar un mal paso” o “tropezar”. Este verbo se asocia probablemente con una raíz más antigua vinculada al movimiento defectuoso del pie o a la acción de desviarse del camino correcto. En este sentido, peccator significa literalmente “el que yerra”, “el que se equivoca” o “el que falla”. La palabra no tiene ninguna relación con pellex ni con el ámbito de la prostitución; la conexión propuesta por Isidoro es simbólica, no etimológica.
FAMILIA
San Isidoro de Sevilla afirma que familia proviene de a femore, es decir, del fémur, el hueso del muslo. Para él, esta conexión etimológica se basa en la idea de consanguinidad: los miembros de una familia serían aquellos “sacados del mismo fémur”, en el sentido de compartir origen corporal y sangre común. La referencia al fémur no es literal, sino simbólica; el muslo aparece en varios relatos bíblicos y antiguos como el lugar de la descendencia, del linaje o incluso del juramento, por lo que Isidoro usa ese tejido simbólico para justificar su explicación.
Según la lingüística moderna, familia deriva firmemente de famulus, que significa “sirviente” o “esclavo doméstico”. En su uso más antiguo, familia designaba al conjunto de siervos que vivían en la casa, y posteriormente se amplió a todo el grupo doméstico, incluyendo parientes y dependientes.
FILISTEOS Y PALESTINOS
San Isidoro afirma que los filisteos y los palestinos son el mismo pueblo. Según él, la diferencia en el nombre se debe a un asunto puramente fonético: la lengua hebrea no tendría la letra “F” y por eso usaría la “P” griega para expresar ese sonido. De ahí que se diga “filisteos” en vez de “palestinos”, y que ambos nombres designen a un mismo grupo. Además, Isidoro explica que se les llamó allophyli (“extranjeros”), porque siempre fueron enemigos de Israel y ajenos a su linaje y costumbres.
Hoy sabemos que esta explicación no es correcta. En primer lugar, aunque los nombres “Filisteos” (Pelištīm en hebreo) y “Palestina” comparten una raíz visualmente similar, no son equivalentes históricos ni étnicos. Los filisteos fueron un pueblo específico de la Edad del Hierro, probablemente originario del Egeo, asentado en la franja sur de Canaán entre los siglos XII y VII a. C. En cambio, el término Palaistínē (de donde proviene “Palestina”) aparece en fuentes griegas posteriores y es un concepto geográfico, no étnico. Fue usado por Heródoto para referirse a una región, no a un pueblo.
El nombre Filisteos proviene del hebreo Pelištīm, que se relaciona con Peleshet, el nombre local de la zona que ocupaban. No existe evidencia de que el término derive de una ciudad llamada “Palestina”, como afirma Isidoro. Por su parte, la palabra Palestina proviene del griego antiguo Παλαιστίνη (Palaistínē), que probablemente se basa en la misma raíz que Peleshet, pero transformada y generalizada por los geógrafos griegos para designar un territorio amplio. En otras palabras, hay una relación fonética indirecta, pero no una identidad de pueblos, y tampoco una sustitución simple de una letra por otra.
San Isidoro recoge una tradición muy antigua —ya presente en autores judeocristianos— que buscaba conectar a los filisteos de la Biblia con los habitantes de la Palestina helenística y bizantina. Esta interpretación surgía de una lectura errónea de las fuentes griegas y de la creencia de que los nombres similares debían tener el mismo origen. Sumado a esto, su afirmación de que el hebreo “no tiene letra F” simplifica en exceso la realidad fonética del hebreo antiguo, que sí tenía el fonema /p/ fricativizado en ciertos contextos, pero no una F latina como tal. El resultado es una etimología simplificadora y teológicamente cargada, muy típica del método isidoriano.
Conclusión
Las etimologías corporales de San Isidoro revelan tanto su ingenio como los límites de la ciencia de su época: en ellas conviven observaciones anatómicas acertadas, asociaciones simbólicas y explicaciones lingüísticas que hoy sabemos incorrectas. Más que fallos, estos ejemplos muestran cómo el pensamiento medieval concebía el lenguaje como un espejo de la naturaleza y de la moral, donde cada palabra debía decir algo sobre la función o el propósito de aquello que nombra. Leer a Isidoro no es solo estudiar etimologías antiguas: es entrar en un mundo donde el cuerpo, la lengua y la cosmología forman un todo coherente y profundamente humano.
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