jueves, 13 de noviembre de 2025

Plutarco - La charlatanería

Un concepto que ha pervivido durante siglos y que aún no se pierde, aún está presente: la charlatanería. Este puede ser uno de los tratados moralistas de Plutarco más interesantes, pues hasta ahora nadie había hablado directamente de lo que se conoce como charlatanería (De garrulitate). Plutarco examina cómo el vicio de hablar sin medida corrompe el juicio, deteriora el carácter y genera desconfianza en la vida pública y privada. Señala que el charlatán, incapaz de contener su lengua, convierte la palabra —que debería ser instrumento de verdad y prudencia— en ruido vacío, dañino y peligroso. Este exceso verbal no solo expone al hablador a contradicciones y vergüenzas, sino que también erosiona la convivencia, pues quien no sabe callar tampoco sabe escuchar ni discernir. Veamoslo en detalle. 

SOBRE LA CHARLATANERÍA

La curación de la charlatanería es una tarea de la filosofía, pero esta se hace árdua ¿Por qué? porque su remedio es la palabra, y sin embargo, el charlatán se caracteriza por no escuchar, siempre están parloteando: es una sordera voluntaria.

Eurípides dijo:

''Yo no podría llenar a quien no retiene, vertiendo mis sabias palabras en un varón insipiente''

Bien se podría decir, dice Plutarco:

''Yo no podría llenar a quien no recibe, vertiendo mis sabias palabras en un varón insipiente''

La audición, dice Plutarco, no se introduce en el alma del charlatan, sino que solamente en su lengua. Para contestar al charlatán se le debería decir:

''Hijo. Calla, el silencio tiene muchas cosas buenas''

Sin embargo, incluso con esto los charlatantes seguirán en sus argucias porque no alcanzan el objeto deseado. 

Una enfermedad

Plutarco nos dice que la charlatanería es un vicio que no alcanza su objeto. En efecto, muchos vicios como la avaricia, el amor a la gloria, el amor al placer, es posible, con todo, alcanzar lo que se desea, pero para los charlatanes sucede que esto es dificilísimo. porque deseando oyentes, no los consiguen. Todos se alejan de ellos, en la mesa, en las reuniones. 

Nos cuenta una anécdota con Aristóteles. Un hablador insiste una y otra vez con historias huecas preguntando: «¿No es asombroso, Aristóteles?», la respuesta del filósofo «Lo asombroso es que alguien sobre dos pies te soporte». Luego le dice «Te he cansado con mi charla, filósofo», «No, por Zeus», le dijo, «porque no te prestaba atención».

El charlatán cree dominar el diálogo, pero en realidad habla para sí mismo, mientras quienes lo oyen lo abandonan interiormente, demostrando que su discurso, abundante pero vacío, carece de poder real.

Las consecuencias obvias que se lleva el charlatán es su credibilidad. Una vez que se ha llenado la boca con mentiras, su credibilidad cae  de forma estrepitosa. 

El efecto que tiene la charlatanería es casi el mismo que tienen aquellas personas que se embriagan. pero hay también una diferencia entre embiraguez y ebriedad, siendo la primera una tontería y la segunda es una relajación. Sin embargo, Plutarco nos dice que la charlatanería podría ser mucho peor porque se hace de forma voluntaria.

Bías fue acusado de necio por guardar silencio en un banquete, responde con una agudeza moral «¿Y qué necio podría guardar silencio en medio del vino?», invirtiendo la acusación para mostrar que el silencio, incluso en la bebida, es signo de prudencia y autogobierno. Lo mismo pasó a Zenón: su respuesta a los embajadores persas —Decid al rey que un anciano de Atenas puede callar durante la bebida» convierte el acto de callar en emblema de sabiduría y disciplina interior. Frente al charlatán que se desborda en palabras, el filósofo encarna la medida, el dominio de sí y la dignidad del pensamiento que no necesita exhibirse.

El silencio, así, es algo profundo, la embriaguez es parlanchina. Algunos filósofos la definen como palabra influida por el vino. Por lo tanto, el beber no se censura si es que está acompañado del silencio. Ahora bien el borracho parlotea en el vino, pero el charlatán parlotea en todo momento, sea que incluso esté borracho o sobrio. 

Peligros en la palabrería

Uno de los peligros más graves de la charlatanería es que lo que se habla puede ser el comienzo de un gran peligro. Plutarco menciona muchos ejemplos de gobiernos y personas que han sido derrotados o asesinados por el descubrimiento de algún secreto. 

Antes de ir con ellso ejemplso menciona a Anacarsis, el sabio escita que visitó Atenas y fue huésped de Solón. Cuando se dispone a dormir, coloca su mano izquierda sobre sus partes íntimas y la derecha sobre su boca, sugiriendo que ambas zonas del cuerpo requieren control, pero que la lengua necesita un freno aún más firme.

Durante el sitio de Atenas, algunos ciudadanos hablaron imprudentemente en una barbería, comentando que una parte de la muralla —el Heptacalco— estaba desprotegida. Los espías romanos oyeron la conversación y se la comunicaron a Sila, quien aprovechó la información para atacar de noche y tomar la ciudad, causando una matanza. Lo más notable es que Plutarco subraya que Sila se enfureció más por las palabras insolentes que los atenienses le gritaban desde las murallas —como el insulto «Sila es una mora rebozada en harina» (por su tez rojiza y empolvada)— que por su resistencia militar.

En tiempos de Nerón, una conspiración tenía planeado matar al tirano, y solo faltaba una noche para consumar el acto. El ejecutor, al pasar junto a un prisionero, le susurra un mensaje cifrado —«Solo ruega que pase el día de hoy y mañana me darás las gracias»—, queriendo infundirle esperanza sin revelar el secreto. Sin embargo, el prisionero interpreta el enigma, corre a delatar lo que ha entendido, y así salva su vida inmediata al precio de perder la oportunidad de liberar a Roma.

Zenón, torturado por un tirano, prefiere arrancarse la lengua y escupírsela en el rostro antes que permitir que su cuerpo vencido traicione a su alma. Con este acto extremo, transforma la palabra —instrumento de comunicación— en un símbolo de resistencia: callar se convierte en la forma más alta de decir la verdad. Zenón demuestra que el sabio no solo domina su pensamiento, sino también el órgano que podría hacerlo claudicar.

Del mismo modo, Leena, cortesana aliada de los conjurados Harmodio y Aristogitón, representa la fortaleza moral llevada al límite de la naturaleza humana. Pese a ser torturada para revelar los nombres de los conspiradores, guarda silencio absoluto. Su dominio de sí desmiente los prejuicios sobre su condición y eleva su figura a la de una heroína cívica. Los atenienses, reconociendo su virtud, erigieron en su honor una estatua de leona sin lengua: la fuerza del animal simboliza su valor, y la ausencia de lengua, su impenetrable secreto.

Dice Plutarco, Ninguna palabra pronunciada ha aprovechado tanto como muchas calladas. Siempre es posible decir en alguna ocasión lo silenciado, sin embargo no se puede callar lo dicho, porque se ha difundido y se ha escapado.

Afirma que quien confía un secreto a otro, creyendo mantener la discreción, ya ha perdido el dominio de sí mismo: entrega su propia fidelidad para depender de la de otro. Si ese otro es igual de indiscreto, ambos quedan arruinados; si es más prudente, la salvación del primero es puro azar. Con ironía, Plutarco descompone el argumento de la amistad como justificación del hablar: el amigo también tiene sus propios amigos, y así la cadena de confidencias se multiplica hasta convertir el secreto en rumor.

Plutarco hace una comparación con los números: a unidad permanece estable, pero la dualidad inaugura la multiplicidad; del mismo modo, un secreto guardado en uno solo es firme, pero cuando pasa a otro se duplica y se dispersa. De ahí que cite al poeta: “las palabras son aladas”, porque una vez que escapan, ya no hay forma de retenerlas ni de detener su vuelo. Plutarco concluye con una imagen poderosa: la palabra imprudente es como una nave sin ancla arrastrada por el viento —una vez liberada, ya no puede regresar al puerto y acaba hundiendo a quien la soltó—. Así enseña que el dominio de la lengua es no solo virtud moral, sino también prudencia vital: lo que se dice sin medida se convierte en fuerza destructora imposible de contener.

Un senador romano, cansado de la insistencia de su esposa por conocer los secretos del Senado, decide ponerla a prueba. Le inventa un prodigio absurdo —una alondra que vuela con casco y lanza de oro— y le advierte que guarde el secreto. Sin embargo, apenas él se marcha, la mujer, dominada por la necesidad de hablar, se desahoga con su esclava, repitiendo la típica fórmula del hablador: «no se lo digas a nadie y calla». El rumor se esparce con tal velocidad que llega al foro antes que el propio marido, quien, al comprobarlo, le revela la trampa y la reprende por su incontinencia verbal.

Fulvio, amigo íntimo de César Augusto, escucha al emperador lamentarse en la vejez por la pérdida de sus nietos y su dilema sucesorio. Sin intención de causar daño, Fulvio cuenta lo oído a su esposa, y ésta, movida por la curiosidad o la ambición, se lo transmite a Livia, la esposa del propio Augusto. La cadena de confidencias llega así al poder más alto, y el secreto imperial queda expuesto.

Cuando Fulvio se presenta al día siguiente ante el emperador y este le dice con frialdad: «Adiós, Fulvio», comprende de inmediato que su falta ha sido descubierta. Al regresar a casa decide quitarse la vida, pero su esposa —con un sentido tardío de culpa— reconoce que la culpa última fue suya y se adelanta a morir. Plutarco convierte esta escena en una lección moral de gran severidad: la incontinencia verbal no solo destruye relaciones privadas o prestigios públicos, sino que puede romper los vínculos más íntimos y arrastrar al desastre incluso a quienes hablan sin malicia.

Filípides, el comediógrafo, da una respuesta ejemplar al rey Lisímaco cuando este le ofrece compartir sus bienes: «De lo que quieras, excepto de los secretos». Con una sola frase, Filípides resume toda la enseñanza moral del tratado: hay riquezas que pueden dividirse sin daño, pero los secretos, una vez compartidos, dejan de existir.

La charlatanería va acompañada de otro vicio: la intromisión, esa curiosidad malsana que lleva a muchos a querer oír para poder hablar. Tales personas buscan enterarse de lo oculto no por sabiduría, sino por vanidad; son como quienes alimentan un fuego con leña seca: cuanto más saben, más desean divulgar. Incluso compara a los indiscretos con reptiles que incuban lo que finalmente los destruye, pues los secretos no guardados terminan devorando a quien los profana.

El ejemplo trágico de Seleuco el Victorioso lo confirma. Tras huir derrotado, el rey recibe hospitalidad de un campesino generoso, quien, al reconocerlo, no puede resistir la tentación de proclamar su hallazgo. Seleuco, temiendo ser descubierto, lo manda matar en el acto. Plutarco subraya la ironía moral: aquel hombre, que habría sido recompensado con creces si hubiera callado, muere por hablar demasiado. Su buena intención no lo libra del castigo, porque la palabra inoportuna, aunque nacida de la alegría o de la bondad, tiene consecuencias irreversibles.

Por una simple broma en la barbería, un hombre revela imprudentemente su cercanía física al tirano (“sobre cuyo cuello tengo la navaja todos los días”). Dionisio, al enterarse, lo hace crucificar. Plutarco subraya aquí que la ligereza en el hablar, incluso cuando parece inofensiva o graciosa, se convierte en un peligro mortal cuando toca los asuntos del poder.

Los barberos, según Plutarco, son por naturaleza parlanchines porque su oficio los rodea de clientes charlatanes. El rey Arquelao, consciente de ello, ofrece una respuesta tan aguda como ejemplar: cuando el barbero le pregunta “¿Cómo te voy a cortar?”, responde “En silencio”. La frase resume toda la sabiduría práctica que el tratado defiende: incluso un acto tan trivial como un corte de cabello requiere prudencia en el habla.

El caso del barbero ateniense, roza lo trágico y lo absurdo. Deseoso de ser el primero en dar la noticia de la derrota de los atenienses en Sicilia, corre a divulgar un rumor sin confirmarlo. Su prisa por la notoriedad lo lleva al tormento, pues el pueblo, indignado ante el caos generado, exige su castigo. Solo más tarde, cuando llegan los verdaderos mensajeros del desastre, se confirma que decía la verdad. Sin embargo, el hombre queda arruinado, incapaz de aprender: su primera pregunta al verdugo es otra muestra de charlatanería, al interesarse en los detalles del infortunio de Nicias.

Lengua que delata

Las charlatanería puede convertirse en una trampa mortal para quien habla de más. Afirma primero que quienes anuncian desgracias provocan rechazo, igual que una medicina amarga hace detestar incluso la copa que la contiene. Luego, con versos de Sófocles

— ¿En tus oídos o en el alma te sientes herido?
— ¿Por qué insistes en saber dónde está mi pena?
— El autor aflige tu alma; yo, tus oídos.

recuerda que tanto los actos como las palabras hieren, pero que una lengua suelta es difícil de controlar o castigar. El caso del templo de Atenea Calcieco lo demuestra: un hombre, queriendo parecer ingenioso, ofrece una explicación demasiado elaborada sobre cómo los sacrílegos pudieron haber usado cicuta y vino para enfrentar su huida. Su relato, minucioso y verosímil, despierta sospechas, porque nadie ajeno al crimen podría conocer detalles tan precisos. Al ser interrogado, acaba confesando su propia participación. 

La captura de los asesinos del poeta Íbico, descubiertos no por investigación ni delación ajena, sino por su propia lengua. Según la anécdota, los criminales estaban sentados en el teatro cuando aparecieron unas grullas volando sobre el público. Entre risas, se susurraron que habían llegado “los vengadores de Íbico”, aludiendo al antiguo relato en el que las grullas eran consideradas criaturas protectoras del poeta. Ese comentario imprudente fue escuchado por otros espectadores, quienes, sabiendo que Íbico llevaba tiempo desaparecido, transmitieron la sospecha a los magistrados. Los hombres fueron así apresados y obligados a confesar.

Plutarco usa este episodio para ilustrar que la charlatanería actúa como una Erinia, un castigo que persigue al culpable desde dentro. No son las grullas las que los delatan, sino la propia lengua que, incapaz de contenerse, arrastra hacia el exterior lo que debía permanecer oculto. De modo similar a como en el cuerpo una parte enferma atrae dolor y tensión hacia sí, la lengua inflamadamente activa del charlatán convoca sobre ella lo secreto y lo peligroso, revelándolo sin querer.

Para corregir este vicio, Plutarco propone una metáfora memorable: el ejemplo de los gansos que cruzan de Cilicia al Tauro, región llena de águilas. Para no ser descubiertos por sus gritos, los gansos toman una piedra en el pico a modo de freno, forzándose así al silencio mientras vuelan de noche. El sabio debe hacer lo mismo: poner un freno racional a la lengua, contener el impulso de hablar y evitar que lo oculto salga a la luz sin necesidad.

Plutarco contrasta al charlatán con el traidor político clásico. A los traidores, por más despreciables que sean, se les paga o recompensa: Eutícrates, Filócrates, Euforbo, Filagro recibieron tierras, dinero o beneficios por entregar ciudades o ejércitos. El charlatán, en cambio, es un traidor gratuito: divulga secretos sin que nadie lo llame, sin obtener nada, y peor aún, perjudicando a todos y a sí mismo. Plutarco retoma un verso dirigido al pródigo que regala sin juicio: «No eres generoso, tienes una enfermedad; te complace dar» —aplicándolo a la lengua suelta—: el charlatán no es ni amigo ni buen ciudadano, solo un enfermo del hablar, movido por el placer de oírse a sí mismo.

Juicio al silencio

Aclara que no se trata de una acusación, sino de un tratamiento: como cualquier pasión, la charlatanería se vence mediante juicio y ejercicio, pero el juicio debe venir antes. Solo cuando la razón muestra con claridad el daño que una pasión causa, el alma puede sentir rechazo por ella y comenzar a corregirse.

Por eso Plutarco enumera los efectos reales del charlatán: creyendo que será amado, termina siendo odiado; queriendo agradar, incomoda; aspirando a ser admirado, provoca risa; y lo más trágico, no obtiene nada con su hablar, pero sí pierde: ofende a sus amigos, beneficia a sus enemigos y se arruina a sí mismo. Pensar en estas consecuencias —las vergüenzas y dolores que genera la lengua suelta— constituye la primera medicina.

El segundo remedio es más constructivo: adoptar el comportamiento contrario, ejercitar y contemplar constantemente el valor del silencio prudente. Plutarco invita a tener siempre presentes las alabanzas que los sabios han dedicado a la discreción, a lo sagrado del silencio y al prestigio de la palabra medida. 

La brevedad es la mejor compañera

Plutarco menciona la célebre frase enviada por los lacedemonios a Filipo —«Dionisio en Corinto»—, que condensaba toda una advertencia política en apenas tres palabras: así como el tirano Dionisio terminó enseñando en una escuela tras perder su reino, también Filipo debía desconfiar del poder fluctuante. A la amenaza directa de Filipo —«Si invado Laconia os arruinaré totalmente»—, los espartanos contestaron con un único «Si»; y cuando Demetrio se indignó porque los lacedemonios enviaron solo un embajador, este respondió: «Uno a uno». Estas respuestas lacónicas no solo exhiben ingenio, sino un dominio absoluto del lenguaje como instrumento de autoridad y prudencia.

Luego, Plutarco recuerda que en el templo de Apolo no se inscribieron largas epopeyas ni himnos complejos, sino máximas breves: «Conócete a ti mismo», «Nada en demasía», «La fianza es una desgracia presente». Estas sentencias fueron valoradas por su rotundidad: pocas palabras que contienen un mundo de pensamiento. El propio Apolo, llamado Loxias, muestra preferencia por la brevedad: no por oscuridad, sino por rechazo a la verbosidad inútil.

Plutarco añade ejemplos aún más sugerentes: Heráclito, convocado para dar consejo sobre la concordia, no pronuncia discurso alguno. Mezcla agua, harina y menta, bebe y se retira. El gesto silencioso explica que la paz nace de conformarse con lo que se tiene, sin lujos ni excesos.

El rey escita Esciluro, a punto de morir, enseña a sus ochenta hijos la fuerza de la unidad sin emitir una palabra: intenta que rompan un haz de lanzas atadas, y cuando no pueden, las desata y rompe cada una por separado, mostrando que la discordia destruye lo que la unión mantiene firme.

Los lacedemonios son su ejemplo predilecto: sus respuestas cortas, firmes y cargadas de significado se volvieron proverbiales. Cuando escribieron a Filipo «Dionisio en Corinto», decían en tres palabras lo que otros necesitarían páginas para explicar: que el poder puede derrumbarse y que el destino del tirano puede ser la humillación. Del mismo modo, cuando Filipo los amenazó —«Si invado Laconia os arruinaré totalmente»— ellos respondieron únicamente «Si», devolviéndole toda la fuerza del desafío en una sílaba. Y cuando Demetrio se indignó por recibir un solo embajador, éste contestó imperturbable: «Uno a uno», señalando que cada espartano vale por muchos.

Plutarco recuerda también que en el templo de Apolo no se inscribieron epopeyas como la Ilíada o la Odisea, sino breves máximas: «Conócete a ti mismo», «Nada en demasía», «La fianza es una desgracia presente». La concisión de estas sentencias no es pobreza, sino densidad: pocos vocablos que encierran una guía completa para la vida. El propio Apolo, llamado Loxias, da oráculos breves no por oscuridad, sino porque rehúye la verbosidad del charlatán.

Algunos sabios enseñan incluso sin palabras. Heráclito, consultado sobre la concordia, mezcla agua fría, harina de cebada y menta, bebe y se va: el gesto enseña que la paz nace de vivir con sencillez y de no buscar lujos que generan rivalidad. Esciluro, rey de los escitas, muestra a sus ochenta hijos la fuerza de la unión pidiéndoles romper un haz de lanzas; al no poder, las desata y rompe una a una, señalando que la discordia destruye lo que la concordia sostiene.

Posible remedio contra la charlatanería

El remedio contra la charlatanería no está solo en conocer ejemplos admirables, sino en volver a ellos una y otra vez, ejercitar la memoria moral y convertir la reflexión en hábito. Si uno repasara con frecuencia casos como los de los lacedemonios, Heráclito o Esciluro, dejaría de complacerse en hablar de trivialidades, porque esos modelos elevan el espíritu y enseñan que la palabra es algo grave y precioso.

Plutarco confiesa que se siente avergonzado al recordar la historia del “famoso esclavo”, porque en ella se revela lo crucial que es prestar atención y dominar los propios principios. El orador Pupio Pisón, que no quería ser importunado, ordenó a sus esclavos que respondieran solo a lo que se les preguntara, sin añadir nada. Cuando invitó a Clodio a un banquete y este no llegó, Pisón pasó la noche enviando a su esclavo para ver si venía. Ya tarde, irritado, le preguntó: “¿Lo invitaste?”. El esclavo respondió: “Por supuesto”. Pisón insistió: “¿Y por qué no vino?”. Y entonces el esclavo contestó: “Porque se negó”. Cuando su amo lo reprendió por no avisarle antes, respondió con fría lógica: “No me lo preguntaste”.

Plutarco observa que ese es el esclavo romano, obediente a la letra, pero que un esclavo ático, formado en la charla y la intromisión, mientras cava sería capaz de decirle a su amo: “Bajo qué condiciones se ha hecho la paz”, es decir, de hablar incluso sin que se lo pidan, movido por el hábito de hablar “sobre todo”.

La moraleja es clara: la costumbre es poderosa. Así como el esclavo ático no puede dejar de hablar, quien se habitúa a la charlatanería acaba parloteando incluso sin darse cuenta, impulsado por una inclinación que supera la razón. Por eso Plutarco concluye que debemos hablar de la charlatanería ya no para criticarla, sino para entender que solo la reflexión constante, unida al ejercicio diario, puede domar la lengua y devolverle su papel natural: decir lo necesario, callar lo inútil y honrar la sabiduría mediante la medida.

No se puede “poner bocado” al charlatán, como si fuera un caballo; lo que se necesita es un hábito contrario, adquirido por repetición y disciplina. El primer ejercicio consiste en aprender a guardar silencio cuando alguien pregunta algo a un vecino. Plutarco cita a Sófocles: «El final de una carrera y el de un consejo no son el mismo», para mostrar que en el ámbito del diálogo no gana quien se adelanta, sino quien sabe esperar. La victoria, aquí, pertenece a la prudencia, no a la rapidez.

Si el que fue interrogado responde bien, conviene asentir y mostrar aprobación: eso da fama de persona amable y razonable. Si responde mal, entonces sí es adecuado intervenir —pero sin precipitación— para suplir lo que falta, sin humillar ni desplazar al otro.

Plutarco enfatiza que lo peor que puede hacer un charlatán es adelantarse a responder una pregunta destinada a otro. Esa actitud comunica soberbia: parece decir que el interrogado “no sabe” o que el hablador “sabe más que todos”. Es una forma de insolencia social, comparable a interponer un beso entre dos personas que desean besarse. El que interrumpe y se adelanta descoloca a todos: al que iba a hablar, al que preguntó, y al resto del grupo, porque desvía la atención y arruina la dinámica natural del diálogo.

Además, recuerda Plutarco, muchas veces alguien pregunta a otro no porque necesite la respuesta, sino porque quiere acercarse a él, generar amistad, atraerlo a la conversación —como hacía Sócrates con Teeteto o Cármides—. El charlatán que irrumpe rompe ese delicado tejido social.

Segunda ejercitación

Plutarco pasa al segundo ejercicio práctico para reformar al charlatán: controlar el propio modo de responder. Si antes enseñó a no adelantarse a contestar preguntas dirigidas a otros, ahora aconseja vigilar el momento y la manera de responder cuando la pregunta sí va dirigida a uno.

El primer peligro es evidente: no caer en la trampa de quienes preguntan solo para provocar al charlatán. Hay personas —dice Plutarco— que formulan preguntas no por curiosidad genuina, sino por burla, para hacer que el charlatán se lance a hablar sin freno. Ante eso, la primera regla es simple: no precipitarse, no interpretar toda pregunta como un honor, no “saltar” al discurso como si se nos hiciera un favor.

En cambio, cuando el interlocutor pregunta con verdadera intención de aprender, el charlatán debe acostumbrarse a pausar antes de responder: una breve espera permite al que pregunta aclarar si desea añadir algo y al que responde pensar con calma lo que va a decir. Plutarco critica el hábito típico del charlatán: responder tan rápido que no solo interrumpe, sino que además contesta cosas distintas a las que se le han preguntado, en una confusión nacida de la prisa por hablar.

Para mostrar lo absurdo de esta precipitación, introduce una comparación con la Pitia de Delfos: ella puede responder incluso antes de escuchar porque sirve a un dios que “comprende al mudo y oye al que no habla”. Pero los seres humanos no somos adivinos: debemos entender primero el sentido exacto de la pregunta, para no incurrir en lo que recoge el refrán: “Pedían cubos, pero les negaban barreños”, es decir, responder algo totalmente distinto a lo solicitado.

Plutarco añade, con ironía, que el charlatán debe refrenar su “hambre aguda de palabras”, para no aparecer como alguien que descarga un discurso reprimido desde hace tiempo, apenas encuentra la oportunidad. Para ilustrar el autocontrol necesario, cita una práctica de Sócrates: al terminar los ejercicios en el gimnasio, no bebía inmediatamente, sino que sacaba y vertía un primer jarro de agua para enseñarse a sí mismo a que sus apetitos esperaran el orden de la razón.

Toda respuesta puede ser necesaria, cortés o excesiva. Esta distinción le permite mostrar, a través de ejemplos concretos, cómo el charlatán se extravía siempre hacia el último extremo.

Primero expone lo necesario: si alguien pregunta “¿Está Sócrates en casa?”, la respuesta suficiente es «No está en casa». Incluso podría reducirse aún más al lacónico «No», como hicieron los espartanos al responder a Filipo con una sola palabra. Esta respuesta no es descortés; simplemente cumple la función requerida.

Lo cortés, en cambio, añade un toque de urbanidad: «No está en casa, sino en las mesas de los cambistas». Aquí se entrega la información útil de manera amable sin caer en exceso. Si se agrega un pequeño detalle más («esperando allí a unos huéspedes») se roza el límite sin sobrepasarlo.

Pero Plutarco señala que el charlatán no conoce límite. Él es el que, habiendo leído a Antímaco, se pierde en genealogías, digresiones, nombres, episodios históricos y anécdotas sin relación. En vez de contestar dónde está Sócrates, termina recitando la guerra del Peloponeso: «…Alcibíades está en Mileto con Tisafernes, el sátrapa del Gran Rey…». La escena es deliberadamente absurda: una sola pregunta abre la compuerta para que el charlatán se lance a hablar sin medida, hasta dejar exhausto al interlocutor.

Plutarco propone entonces un principio clave: la respuesta debe estar delimitada por la necesidad del que pregunta, como un círculo cuyo centro es la pregunta y cuyo radio es la información justa. No se trata de pobreza comunicativa, sino de precisión moral e intelectual.

Nos presenta una anécdota que ilustra esta norma con ingenio. Cuando Carnéades —aún desconocido pero dotado de una voz potente— conversaba en un gimnasio, el director le pidió que «midiera su voz». Carnéades replicó: «Te doy como medida a quien conversa conmigo». Es decir: el volumen debe ajustarse al interlocutor, no al hablador.

Evitar los temas de la charlatanería

Así como Sócrates aconsejaba cuidarse de alimentos y bebidas que invitan a comer o beber sin necesidad, el charlatán debe temer aquellas conversaciones que lo arrastran a hablar sin medida. El remedio, entonces, no es solo controlar la lengua en general, sino evitar los tópicos que estimulan su exceso.

Plutarco ofrece ejemplos ilustrativos. Los militares son proclives a narrar batallas; el poeta Homero presenta a Néstor como modelo de ese vicio, recordando siempre sus hazañas. De modo semejante, quienes han ganado pleitos o han tenido éxito ante gobernantes y poderosos sienten la necesidad de repetir una y otra vez el relato de cómo triunfaron. Su alegría, dice Plutarco con ironía, es más intensa y parlanchina que el insomnio cómico de la comedia antigua: encuentran cualquier excusa para volver a contarlo.

Reconoce que no toda charlatanería es igual de nociva, y que si el hablador no puede dejar de hablar, al menos debe ser llevado hacia temas menos molestos. Entre los males posibles, dice él, “éste es el menor”: que el charlatán hable demasiado, pero sobre literatura, antes que sobre asuntos privados, secretos o peligrosos. De ahí el consejo práctico: redirigir su impulso a la escritura, donde puede derramar su exceso verbal sin dañar a nadie.

Presenta como ejemplo a Antípatro el estoico, que, incapaz de enfrentar las interminables refutaciones de Carnéades en persona, decidió responderle por escrito. Su debate, trasladado del ágora al rollo, le valió el apodo de “el cálamo gritador”. Así su verborrea quedó contenida en libros, sin agotar a quienes lo rodeaban. Plutarco sugiere que un charlatán podría beneficiarse de ese mismo ejercicio: luchar “en la sombra” contra la pluma, volcar en papel su efervescencia verbal, y así hacerse más soportable en la convivencia diaria. Tal como los perros desahogan su furia mordiendo palos y piedras, el hablador descarga su impulso en páginas en vez de en personas.

Plutarco recomienda además el trato con superiores y ancianos, porque la vergüenza natural ante ellos induce a la moderación. Esa especie de pudor social actúa como freno externo cuando el dominio interior aún no existe.

Pero el verdadero corazón de este apartado es el diálogo interior, la reflexión que debe acompañar al impulso de hablar. Cuando “las palabras se adelantan corriendo a la boca”, Plutarco invita a detenerse y preguntarse:

  • ¿Qué urgencia tiene esta palabra?

  • ¿Sobre qué asunto se excita mi lengua?

  • ¿Qué gano si hablo? ¿Qué pierdo si callo?

Estas preguntas funcionan como un contrapeso racional. La palabra, una vez dicha, no se borra: “permanece al lado incluso después de dicha”, como peso que no desaparece. Por eso Plutarco distingue los motivos legítimos de hablar:

  1. porque uno necesita algo,

  2. porque puede beneficiar a los oyentes,

  3. porque puede endulzar con amabilidad la acción común.

Si lo dicho no cumple ninguna de estas condiciones —ni es útil, ni necesario, ni agradable—, entonces la pregunta es inevitable: ¿por qué hablar? Lo vacío y vano en las palabras es tan reprochable como lo vacío y vano en los actos.

Así, el hablador es arrastrado por lo que más le entusiasma: “no solo donde duele ponemos la mano, sino también donde nos place ponemos la voz”. En los asuntos amorosos ocurre lo mismo: si el amante no puede conversar con personas sobre su amor, dirigirá su palabra a cosas inanimadas —al lecho, a la lámpara, a la habitación—, repitiendo versos como «¡Oh queridísimo lecho!» o «Baquis te consideró un dios», porque el recuerdo alimenta la necesidad de hablar.

Plutarco concluye que el charlatán no distingue temas, y por eso sucumbe siempre al que más lo halaga. El remedio consiste en reconocer cuáles asuntos nos seducen, y evitarlos activamente, pues son los que más pueden arrastrarnos a discursos largos y vanagloriosos.

Lo mismo ocurre con quienes creen tener ventaja en ciertos campos: el lector que presume de historias, el gramático que se pierde en tecnicismos, el viajero que relata sin parar las maravillas extranjeras. Allí donde creen sobresalir, consumen todo el día en un flujo interminable de palabras. Así, un personaje de la propia ciudad de Plutarco, que había leído apenas dos o tres libros de Éforo, repetía sin cesar la historia de Leuctra, arruinando cualquier banquete hasta ganarse el sobrenombre de “Epaminondas”.

Plutarco, sin embargo, ofrece un contrapunto admirable: Ciro, que rivalizaba no en lo que era superior, sino en lo que era más inexperto, para no humillar a los demás y para aprender de ellos. El charlatán hace exactamente lo contrario: evita toda conversación donde podría aprender algo, empujando siempre la charla hacia lo que ya conoce y repite.

El sabio Simónides confesaba que “se arrepintió muchas veces de hablar, pero nunca de callar”. El silencio no exige esfuerzo como el hipo o la tos que deben refrenarse; por el contrario, es un descanso, una libertad, una herramienta al alcance de cualquiera. Termina así señalando que la práctica, el ejercicio constante, es la que finalmente subyuga al hábito contrario. Solo la repetición del autocontrol transforma al charlatán en alguien dueño de su lengua y, por ende, dueño de sí mismo.

Conclusión

En suma, Plutarco nos muestra que la charlatanería no es un simple defecto simpático, sino un vicio peligroso que delata secretos, arruina amistades, provoca desgracias y ridiculiza a quien no sabe dominar su lengua. Frente a esa palabra que se escapa y destruye, el autor erige la fuerza del silencio: la brevedad ingeniosa de los lacedemonios, la discreción que salva ciudades, la pausa que permite pensar antes de hablar. Con ejemplos trágicos y cómicos, Plutarco enseña que el hablador compulsivo vive encadenado a su propia voz, mientras que el que sabe callar gobierna su alma y su entorno. La lección final es simple y fulminante: la lengua descontrolada es un enemigo íntimo, pero el silencio prudente —ese que nunca causa arrepentimiento— es una de las armas más poderosas de la vida humana.

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