domingo, 9 de noviembre de 2025

Martín Lutero - Catecismo Mayor (1529)

El Catecismo Mayor de Martín Lutero, publicado en 1529, es una exposición doctrinal destinada principalmente a los pastores y padres de familia para instruir con solidez en la fe cristiana. En él, Lutero desarrolla de manera más profunda los mismos pilares del Catecismo Menor —los Diez Mandamientos, el Credo Apostólico, el Padrenuestro, el Bautismo y la Cena del Señor—, entregando explicaciones claras y teológicamente fundamentadas que buscan formar conciencias, corregir abusos y fortalecer la vida cristiana en comunidad y en el hogar. Su propósito es arraigar la enseñanza de la Palabra como centro de la fe y de la práctica cotidiana, destacando la gracia de Dios y la confianza plena en Cristo como fundamento de la vida espiritual.

CATECISMO MAYOR

Prefacio

Crisis pastoral en Alemania

Lutero comienza señalando que no es su intención insistir majaderamente en el catecismo sino fuera porque muchos predicadores y pastores demuestran no tener conocimientos acabados de las escrituras. Pareciera ser, dice Lutero, que su ministerio lo ejercen con pereza y apetito solo por comer, repitiendo las costumbres que tenían cuando trabajaban para el papa. Habiendo tanto libro fácil para comprender la doctrina, parece ser que estos nuevos predicadores o pastores no los leen. 

¡Ah, todos son vergonzosos glotones y servidores de sus vientres que mejor estarían como cuidadores de cerdos o de perros en vez de directores de almas o pastores! 

Tras señalar que fueron liberados de la “batología” —esto es, la repetición mecánica y tediosa de las horas canónicas—, critica que muchos utilicen esa libertad solo para la ociosidad. En lugar de ello, exhorta a dedicar cada día tiempo a la lectura del catecismo, de la Escritura y a la oración, como expresión de gratitud por el Evangelio. Lutero denuncia que algunos han entendido mal la libertad cristiana, convirtiéndola en libertinaje y desprecio práctico de la Palabra, y advierte que esta actitud deshonra el Evangelio y pone en riesgo la vida espiritual de la comunidad. 

Señala que, tras una lectura superficial del catecismo, muchos lo consideran trivial y creen haberlo dominado por completo, relegándolo con soberbia e ignorancia. Dejan los libros tirados en un rincón, y sienten verguenza de releerlos.  Critica especialmente a ciertos nobles que, bajo el pretexto de que “todo está en los libros”, desprecian la función pastoral, abandonan las parroquias y condenan a los predicadores a la miseria. Para Lutero, esta actitud revela una “peste” de seguridad carnal y saciedad espiritual: una falsa confianza que lleva a la pereza, a despreciar la Palabra y a minar la vida de la Iglesia. ¿A quiénes se refiere Lutero? ¿De qué país son estos hombres despreocupados? de Alemania...

La costumbre de Lutero

Lutero propone su propia práctica espiritual como contraste ejemplar frente a la soberbia religiosa. Aunque recuerda que es doctor y predicador, afirma que diariamente vuelve al catecismo “como un niño”, recitando los Mandamientos, el Credo, el Padrenuestro y los Salmos. Con ello subraya que la verdadera madurez cristiana consiste en permanecer siempre discípulo de la Palabra, sin considerarse jamás autosuficiente. Su tono es deliberadamente irónico y severo hacia quienes, tras una sola lectura, se creen superiores y sin necesidad de instrucción: tal actitud revela, según él, desprecio por el ministerio, por las almas de la comunidad y por Dios mismo. Lutero insiste en que la vida cristiana requiere humildad permanente y un retorno constante a los fundamentos, y que quienes rehúsan “volver a ser niños” ya han caído en una caída espiritual profunda, necesitando reaprender incluso el “abecedario” de la fe.

Lutero exhorta con firmeza a quienes considera “vientres haraganes y santos presuntuosos” a reconocer su ignorancia espiritual y abandonar toda ilusión de suficiencia doctrinal. Los llama a no creerse jamás plenamente instruidos, pues la fe —en especial los artículos fundamentales del catecismo— no se agota en un aprendizaje inicial ni admite dominio perfecto en esta vida. Reafirma el valor de la repetición diaria: leer, meditar y conversar constantemente sobre estas verdades hace que el Espíritu Santo ilumine el corazón, acreciente la devoción y profundice la comprensión. Lutero apela incluso a la promesa de Cristo en Mateo 18 para sostener que la práctica comunitaria y perseverante del catecismo es lugar de presencia divina. 

Beneficio de la disciplina

Lutero enfatiza la dimensión espiritual y combativa de la disciplina catequética. Sostiene que meditar, hablar y cantar la Palabra de Dios —en especial el contenido del catecismo— es un arma decisiva contra el diablo, la carne y los malos pensamientos. Invocando el Salmo 1 y Romanos 1, afirma que la Escritura no es mera doctrina humana, sino “poder de Dios”, capaz de desalojar las tentaciones y fortalecer al creyente. Lutero compara esta práctica con un incienso espiritual y “agua bendita” verdadera, superior a rituales supersticiosos del pasado, insistiendo en que la meditación constante genera consuelo, fuerza y victoria espiritual. Con su habitual vehemencia, arremete contra la negligencia pastoral: quien desprecia esta disciplina —sobre todo siendo predicador— no merece alimento ni honra alguna, pues renuncia al mayor medio de gracia y combate, deshonrando su oficio y exponiendo.

Si los profetas, los apóstoles y todos los santos permanecen discípulos hasta el fin, ¿cómo pueden algunos presumir saberlo todo de inmediato? Para Lutero, conocer verdaderamente los Diez Mandamientos equivale a comprender la Escritura entera, pues contienen en compendio el juicio divino sobre todas las realidades espirituales y seculares. Por ello, insiste en que el catecismo es el “resumen de toda la Sagrada Escritura”, y que despreciarlo revela soberbia y ceguera espiritual.

Lutero exhorta especialmente a pastores y predicadores: no deben pretender ser doctores prematuramente, sino ejercitarse diariamente en el catecismo, leyendo, meditando y enseñando sin descanso. Advierte contra la “ponzoñosa peste” de la falsa seguridad, y promete que quien persevere en esta disciplina reconocerá cada vez más su propia ignorancia y tendrá mayor hambre de la Palabra.

Prólogo

El propósito pedagógico y pastoral de la obra es el siguiente: formar a niños y personas sencillas en los fundamentos indispensables de la fe cristiana. Lutero explica que el término catecismo significa “doctrina para niños”, subrayando que los contenidos que allí se enseñan son el mínimo sin el cual nadie puede considerarse cristiano ni acercarse legítimamente a los sacramentos. La comparación con un obrero que desconoce su oficio refuerza la idea de que la fe requiere aprendizaje y disciplina. Asimismo, insiste en la responsabilidad doméstica: los padres deben examinar semanalmente a sus hijos y servidores, asegurándose de que memoricen y comprendan las enseñanzas. Lutero lamenta que muchos adultos ignoren los fundamentos de la fe y, pese a ello, participen de los sacramentos; por eso, reafirma la necesidad de un entrenamiento sistemático, dividiendo la doctrina en tres partes y pidiendo que tanto jóvenes como mayores se ejerciten en ellas para vivir una vida cristiana auténtica y consciente.

Doctrina Cristiana

Las tres piezas fundamentales de la instrucción cristiana son los Diez Mandamientos, el Credo Apostólico y el Padrenuestro. Los mandamientos constituyen la ley divina que orienta la vida moral y la relación correcta con Dios y el prójimo. El Credo resume la confesión de fe cristiana en el Dios trino y la obra redentora de Cristo, expresando el núcleo doctrinal que todo creyente debe asumir. El Padrenuestro, enseñado por Cristo, es modelo de oración y revela la forma en que el cristiano se dirige a Dios, confiando en su providencia, perdón y protección.

Lutero señala que estas tres partes deben aprenderse literalmente, recitarse diariamente y enseñarse con disciplina, especialmente a los niños y a quienes se inician en la fe. Insiste en la responsabilidad del padre de familia de instruir y examinar a sus hijos y sirvientes, pues el catecismo condensa de manera limpia y sencilla toda la enseñanza bíblica necesaria para vivir como cristiano. Una vez dominados estos fundamentos, se debe continuar con la enseñanza de los sacramentos instituidos por Cristo —Bautismo y Cena del Señor— según el mandato evangélico, completando así la formación básica que todo creyente debe poseer.

Sobre el bautismo

El bautismo no es una invención humana, sino una institución explícita del Señor, vinculada a la misión de la Iglesia: enseñar y bautizar a todas las naciones en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Lutero aclara que, para la persona sencilla, basta conocer y aferrarse a este pasaje para entender el fundamento del bautismo: es un medio de gracia, unido a la promesa de salvación.

Sobre el sacramento

"Nuestro Señor Jesucristo, la noche en que fue entregado, tomó y habiendo dado gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos y dijo: Tomad y comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es dado; haced esto en memoria mía". 

"Asimismo tomó el cáliz después de la cena y dijo: Este cáliz es un nuevo testamento en mi sangre, la cual es derramada por vosotros para la remisión de los pecados. Haced esto todas las veces que bebiereis en memoria mía"

Lutero cita las palabras de institución de la Cena del Señor según San Pablo (1 Corintios 11:23-25), reafirmando que se trata de un mandato directo de Cristo para sus discípulos: tomar el pan y el vino, que son su cuerpo y su sangre dados para perdón de los pecados, y repetir este acto “en memoria” de Él. Con ello subraya el carácter sacramental de la Cena: no mero símbolo, sino entrega real de la gracia de Cristo a los creyentes.

Luego declara que, sumando esta enseñanza a las anteriores, la doctrina cristiana básica se compone de cinco partes: los Diez Mandamientos, el Credo, el Padrenuestro, el Bautismo y la Cena del Señor. Todas deben aprenderse palabra por palabra, practicarse y ser objeto de examen constante. Lutero advierte que no basta escuchar predicaciones: la enseñanza debe ser memorizada, repetida y explicada, especialmente a los jóvenes, quienes han de ser llevados con disciplina a los sermones donde estas verdades se aplican y desarrollan. Recalca que el aprendizaje ha de ser claro, sencillo y constante, para que cale en la memoria y en el corazón.

Primer Mandamiento

"No tendrás otros dioses"

Tener un Dios

Esto no es otra cosa que adorar a Dios y solo a Él. Pero ¿quién es Dios? Dios es aquel de quien debemos esperar todos los bienes y en quien debemos tener amparo en todas las necesidades. Por consiguiente, "tener un Dios" no es otra cosa que confiarse a él y creer en él de todo corazón, como ya lo he dicho repetidas veces. Si son la fe y la confianza justas y verdaderas, entonces tu Dios también será verdadero y justo. Por lo contrario, donde la confianza es errónea e injusta, entonces no está el verdadero Dios ahí. La fe y Dios son inseparables. En aquello en que tengas tu corazón, digo, en aquello en que te confíes, eso será propiamente tu Dios.

Hay que entender esto de la siguiente forma, dice Lutero. Esperar los bienes que nos falten solo en Dios. Lo mismo si la persona cae en desgracia. 

Dios Mammon

Muchas personas ponen su seguridad, confianza y alegría en las riquezas y el dinero (es decir, en ese dios que llaman Mammon); creen que, al poseer bienes, nada les falta y viven como si estuvieran en un “paraíso”. En cambio, quien carece de recursos fácilmente cae en angustia y desesperación, actuando como si no tuviera a Dios alguno en quien confiar. De este modo, Lutero denuncia que el corazón humano tiende naturalmente a apoyarse en las riquezas más que en Dios, y afirma que son muy pocos los que mantienen paz y ánimo aun cuando no poseen bienes. 

No solo el Mammón esclaviza: también lo hacen la erudición, la inteligencia, el prestigio, el poder, las amistades influyentes o los honores. Cuando alguien descansa en esas cosas como fundamento de su seguridad, se jacta de ellas cuando las posee y se derrumba cuando las pierde, evidencia que su corazón no estaba puesto en Dios, sino en esos bienes creados.

Prácticas antiguas

Lutero recuerda prácticas populares del cristianismo medieval para ilustrar cómo el corazón humano puede desviarse del Dios verdadero incluso dentro de un contexto religioso. Menciona costumbres supersticiosas: recurrir a santos para problemas específicos —Santa Apolonia para el dolor de muelas, San Lorenzo contra incendios, San Sebastián o San Roque contra la peste— y critica que muchas personas, en vez de ver en los santos ejemplos de fe, los convirtieron en fuerzas protectoras independientes en las cuales depositaban su confianza. Para Lutero, esto no era verdadera devoción, sino una forma de idolatría, porque el creyente dirigía su esperanza y seguridad última hacia criaturas y no hacia Dios.

Además, menciona un extremo aún mayor: quienes recurrían a prácticas mágicas, pactos con el diablo o supersticiones para obtener salud, protección o bienes. En su perspectiva, tanto el supersticioso religioso como el hechicero participan del mismo error fundamental: poner la confianza en otra cosa distinta a Dios, esperando ayuda y salvación de medios ajenos a la Palabra.

Los antiguos paganos divinizaron aquello en lo que ponían su esperanza: el poder en Júpiter, la riqueza en Mercurio, el placer y la belleza en Venus, la protección materna en Diana y Lucina. Cada uno elevaba a la categoría de dios aquello que creía que podía darle seguridad y felicidad. Para Lutero, su error no era tanto que creyeran —pues creer y confiar es propio de todo ser humano—, sino que su confianza era falsa, depositada en realidades inexistentes o incapaces de salvar.

Existe otro culto erróneo centrado en la conciencia que, en vez de apoyarse en la gracia de Dios, pretende asegurarse el cielo mediante méritos personales: ayunos, donaciones, misas, sacrificios. Esta actitud convierte las buenas obras en moneda de cambio para “obligar” a Dios, transformando la relación con Él en un cálculo y una negociación, como si Dios debiera recompensar nuestros esfuerzos y estuviera en deuda con nosotros.

Para Lutero, esta lógica no solo es equivocada, sino profundamente idolátrica, porque desplaza a Dios y coloca al ser humano en su lugar: la persona se convierte en su propio salvador y, en la práctica, se erige como dios.

Por eso dice: “No tendrás otros dioses delante de mí”—, resumiendo su sentido esencial: confiar únicamente en Dios y esperar de Él todo bien. Enseña que la verdadera fe consiste en reconocer que Dios es la fuente de todo lo bueno, tanto material como espiritual: la vida, la salud, el alimento, la paz, la protección y la salvación. Del mismo modo, es Él quien nos libra de todo mal y nos socorre en la adversidad.

Dice que los alemanes llaman a Dios Gott derivado de gut (“bueno”), lo que para él refleja acertadamente la naturaleza divina. Con ello quiere mostrar que Dios no es una figura distante ni temible, sino el bien absoluto, el origen de toda bondad y el único digno de confianza.

Severidad

Lutero comenta la parte del mandamiento que revela el carácter justo y celoso de Dios, citando Éxodo 20:5-6.

"Porque yo soy el Señor tu Dios, fuerte y celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación a los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos"

Explica que, aunque estas palabras se aplican a todos los mandamientos, se relacionan especialmente con el primero, porque el fundamento de toda vida recta es tener una “cabeza correcta” y no una ''cabeza dura'', es decir, una fe bien orientada hacia el Dios verdadero. Si el corazón —la cabeza espiritual del ser humano— está bien dirigido, todo lo demás se ordena; pero si se equivoca en esto, toda la vida se corrompe.

Afirma que Dios ha mostrado siempre, a lo largo de las Escrituras, su determinación de destruir la idolatría y a los pueblos que la practican: así castigó a los antiguos paganos, al pueblo de Israel cuando se apartó de Él, y continúa haciéndolo en toda época al derribar los falsos cultos. La lección es clara: el culto equivocado y la confianza en los ídolos —ya sean materiales, religiosos o morales— conducen inevitablemente a la ruina.

Estas “cabezas duras”, dice, creen erróneamente que, porque Dios no los castiga de inmediato, Él ignora sus faltas o no se interesa por ellas. Pero esa misma paciencia divina, lejos de ser olvido, prepara un juicio más severo: cuando el corazón se endurece, Dios actúa “con violencia”, castigando incluso hasta la tercera y cuarta generación, para que todos vean que Su justicia no es una broma.

Misericordia

Reconoce que las amenazas divinas son temibles, pero subraya que la promesa de misericordia es mucho más poderosa. A quienes confían solo en Dios, Él les muestra su bondad no solo a ellos, sino también a sus descendientes “por millares de generaciones”. Este amor duradero debe inspirar esperanza y mover el corazón a una confianza firme, pues el propio Dios se presenta como quien ofrece todo bien temporal y eterno a quienes se refugian en Él.

Lutero exhorta a tomar esta promesa con la máxima seriedad, no como palabras humanas, sino como palabra divina de la que depende la bendición o la desgracia eterna. Dios —dice— promete ser “tuyo”, protegerte y ayudarte en toda necesidad, pero el problema está en que el mundo no lo cree. Las personas juzgan por las apariencias: ven que quienes confían en Dios sufren pobreza o persecución, mientras los adoradores del Mammón prosperan y disfrutan de poder y seguridad. Sin embargo, Lutero insiste en que esta visión es engañosa: la fe no se mide por el éxito visible, sino por la certeza en la promesa divina.

Invita al lector a mirar la historia y la experiencia humana como prueba de la veracidad de las promesas y advertencias divinas. Afirma que quienes depositan su confianza en las riquezas y el poder, dedicando su vida a acumular bienes, terminan perdiéndolo todo: sus esfuerzos son vanos, sus posesiones se dispersan, y ni siquiera sus herederos logran conservarlas. 

Para ilustrarlo, contrapone dos figuras bíblicas: Saúl y David. Saúl, elegido por Dios, cayó porque puso su confianza en su trono y en su poder, no en el Señor; su final fue la ruina total, y su linaje desapareció. En cambio, David, que sufrió pobreza, persecución y peligro constante, permaneció fiel y confió en Dios, y por eso fue exaltado. Así, Lutero enseña que las promesas divinas se cumplen infaliblemente: Dios destruye al soberbio que confía en sí mismo y exalta al humilde que confía en Él.

Reitera que Dios no tolera la soberbia ni la falsa confianza en nada creado, y que lo único que exige del ser humano es una cordial confianza —es decir, una fe viva y afectiva— puesta únicamente en Él como fuente de todo bien. Este mandamiento no demanda sacrificios externos, sino la orientación interior del corazón, que debe apoyarse solo en Dios y usar todos los bienes del mundo sin convertirlos en ídolos.

El creyente debe usar las cosas de este mundo como el zapatero usa sus herramientas —aguja, lezna y cabo—, necesarias para su labor, pero sin apegarse a ellas; y también como un huésped en una posada, que disfruta momentáneamente del alimento y el descanso, pero sin olvidar que su destino está en otro lugar. Así, el cristiano debe servirse de los bienes materiales, del trabajo y de las circunstancias temporales, sin convertirlos en su seguridad ni en su “señor”.

Segundo Mandamiento

''No tomarás el nombre de Dios en vano''

Si el primer mandamiento instruía los corazones, el seguno lo hace desde el exterior, desde nuestra lengua, boca. Lo primero que sale del corazón y se manifiesta en el exterior son las palabras. 

Para entender este mandamiento debemos empezar por la pregunta:

¿Cómo entiendes tú el segundo mandamiento o qué significa tomar en vano o abusar del nombre de Dios?

Abusar del nombre de Dios es cuando se llama a Dios, el SEÑOR, de un modo u otro, para mentir o faltar a la virtud

En definitiva, no debemos pronunciar el nombre de Dois en circunstancias de que el corazón sabe o debería saber que se está faltando a la verdad.

Si bien uno se puede imaginar los diversos modos en que se puede abusar de la palabra de Dios, quizás, uno de los más criticos son todas aquellas actitudes que tienen que ver con el espíritu: mentir y engañar.

Castigo

Ahora bien, la transgresión a este mandamiento no quedará impune:

"Porque no dará por inocente el Señor al que tomare su nombre en vano"

Para Lutero, esta advertencia muestra que Dios no tolera el abuso de su nombre, del mismo modo que no tolera la idolatría del corazón. Pronunciar su nombre falsamente, ya sea para encubrir mentiras o cometer injusticias, constituye una violación tan seria como apartarse interiormente de Él, porque el nombre divino representa su presencia y su verdad.

Sin embargo, hay hombres que sin querer ocultar el abuso del nombre, se defienden y convierten aquello que es motivo de verguenza en un honor. Posteriormente se muestran piadosos y honestos cuando en realidad son todo lo contrario. 

Por este y otros motivos vivimos en la miseria, en el hambre, en los incendios en la mentira entre otras cosas. Es por eso que la educación es fundamental en la doctrnia, sobre todo en los jóvenes pues son estos los que deben ser educados bajo el castigo cuando una norma se infringe, debe existir temor y respeto de Dios. 

Usar bien el nombre de Dios

Abusar del nombre de Dios significa emplearlo para el mal, ya sea para mentir, jurar falsamente, maldecir, practicar hechicería o encubrir la injusticia. Todo uso del nombre de Dios que sirva para manipular, engañar o dañar es, por tanto, un abuso que profana lo sagrado.

Pero Lutero no se detiene en la prohibición: enseña que este mandamiento también ordena usar el nombre de Dios de manera justa y beneficiosa. El nombre divino ha sido revelado precisamente para que sea invocado en verdad y en bien, es decir, para confesar la fe, enseñar correctamente, invocar la ayuda divina en la necesidad, y agradecerle por sus dones. Cita el Salmo 50 (“Invócame en el día de la angustia: te libraré y tú me glorificarás”) como ejemplo de ese uso piadoso del nombre sagrado.

Exhorta con fuerza a los padres y educadores a disciplinar desde temprano a los hijos para que aprendan a temer la mentira y, sobre todo, a no invocar el nombre de Dios en vano para justificar falsedades. Debe hacer mediante advertencias, intimidaciones, prohibiciones y castigos. Advierte que si se permite que los niños crezcan mintiendo y usando el nombre divino con ligereza, se corromperán los fundamentos mismos de la sociedad.

Recomienda que cada día el creyente se encomiende al Señor, entregándole su alma, su cuerpo, su familia y todos sus bienes, tanto en tiempos de tranquilidad como ante cualquier necesidad. De esa actitud nacen las oraciones simples y diarias, como el Benedicite (bendición antes de comer) y el Gratias (acción de gracias después de comer), así como las oraciones matutinas y vespertinas. Estas costumbres, dice Lutero, forman parte del buen uso del nombre divino, porque mantienen viva la relación entre el creyente y Dios en las circunstancias ordinarias de la vida.

Menciona también expresiones populares como “¡Protégeme, Señor!” o “¡Alabado sea Dios!”, que surgen espontáneamente ante el peligro o el agradecimiento.

Insite en que la importancia de la educación religiosa desde la infancia, especialmente en relación con los dos primeros mandamientos es temer y confiar en Dios, y usar su nombre de manera reverente. Afirma que esta formación debe darse de modo alegre y afectuoso, no solo mediante la coerción o el castigo. Enseñar la piedad con ternura, ejemplo y constancia permite que la fe se arraigue en el corazón, mientras que una enseñanza basada únicamente en la “vara y los golpes” produce obediencia superficial y pasajera.

TERCER MANDAMIENTO

 "Santifica el día de reposo" 

La palabra hebrea sabbath significa “descanso” o “festejar”, y que el mandamiento del Antiguo Testamento establecía el séptimo día como día santo, separado de los demás. Su propósito, en su dimensión externa, era que los hombres y los animales descansaran de sus labores, recuperaran fuerzas y evitaran el agotamiento, mostrando así cuidado por la creación y orden en la vida humana.

Sin embargo, Lutero señala que este mandato de descanso fue dado específicamente a los judíos, y que su cumplimiento literal no obliga a los cristianos. Denuncia que los judíos malinterpretaron el sentido del sábado, reduciéndolo a una mera inactividad física y convirtiéndolo en una observancia legalista. Por eso, dice, incluso se escandalizaron de las obras de Cristo en sábado, como si las buenas acciones estuvieran prohibidas ese día. Para Lutero, ese fue un abuso del mandamiento, pues su intención original no era simplemente cesar de trabajar, sino santificar el día, es decir, dedicarlo a Dios, escuchando su Palabra y ejercitando la fe.

El tercer mandamiento no debe entenderse literalmente en su forma judía, sino en su sentido espiritual y cristiano. Afirma que el mandato de observar un día específico, como el sábado, pertenecía al antiguo orden ceremonial del pueblo de Israel y, por tanto, no obliga a los cristianos, quienes han sido liberados por Cristo de esas observancias externas. No obstante, Lutero aclara que este mandamiento conserva un valor moral y práctico que debe ser entendido correctamente.

Primero, reconoce una razón natural y humana para el descanso semanal: el cuerpo necesita reponerse del trabajo continuo, y los siervos, obreros y trabajadores deben tener un día libre para recuperar fuerzas. El descanso no es solo un beneficio físico, sino también una expresión de justicia social, pues permite que todos —especialmente los más pobres y subordinados— disfruten del reposo que Dios concede.

Pero el punto principal, insiste Lutero, no es el descanso en sí, sino el uso sagrado del tiempo. El día de reposo se establece, sobre todo, para que los creyentes tengan ocasión de reunirse como comunidad, escuchar la Palabra de Dios, meditarla, alabarle con cantos y oraciones, y fortalecer la fe. En otras palabras, el “día santo” no consiste en la mera cesación del trabajo, sino en dedicar un tiempo concreto a la adoración y a la enseñanza, haciendo que la Palabra tenga un espacio real en la vida cotidiana. 

¿Qué significa descansar?

Santificar no consiste en que el día en sí se vuelva santo —pues ya lo es por haber sido instituido por Dios—, sino en que el creyente lo considere y lo use de manera santa. El día se vuelve santo “para ti” en la medida en que lo empleas para realizar obras santas, es decir, para escuchar, meditar y vivir conforme a la Palabra de Dios.

Pregunta: “¿Qué significa santificar el día de reposo?”, y responde de manera sencilla y pedagógica: “Santificar el día de reposo es considerarlo santo.”

Lutero insiste en que la verdadera santificación no se logra por gestos externos —como descansar físicamente, vestirse bien o evitar ciertos trabajos—, sino por el ejercicio espiritual de dedicar el tiempo al encuentro con Dios mediante la enseñanza y la reflexión. El carácter santo del día depende, por tanto, del uso que el creyente hace de él: si se dedica a cosas piadosas, el día es santificado; si se ocupa de lo trivial o lo mundano, se profana.

Todo el tiempo del cristiano debería ser un “día festivo”, porque la vida entera ha de estar dedicada a lo santo: meditar, hablar y vivir conforme a la Palabra de Dios. Sin embargo, reconoce que las ocupaciones cotidianas no permiten hacerlo constantemente, por lo cual es necesario reservar un tiempo concreto cada semana —al menos un día— para dedicarse por completo al estudio y la enseñanza de la fe. Ese día debe ser usado para meditar los Diez Mandamientos, el Credo y el Padrenuestro, de modo que toda la vida se oriente según la voluntad divina.

Lutero distingue entre el verdadero día de reposo cristiano y el mero descanso externo. El día es realmente santo solo cuando se dedica a la Palabra, no cuando se convierte en una jornada vacía de adoración o en simple ocio. Por eso critica duramente a los clérigos de su tiempo que, aunque celebran misas, cantan y realizan ceremonias, no santifican el día, porque no enseñan ni se ejercitan en la Palabra de Dios, e incluso viven en contradicción con ella.

Afirma con fuerza que esta Palabra es “la cosa más santa de todas las cosas santas”, el único tesoro que realmente posee la Iglesia. Frente a las reliquias, vestiduras o restos de santos —que llama “cosas muertas”—, Lutero declara que solo la Palabra tiene poder para santificar, porque es viva y creadora; es ella la que santificó a todos los santos del pasado.

La Akidia

Lutero lanza una advertencia severa contra una actitud espiritual que considera especialmente peligrosa: la pereza o saciedad espiritual, que los antiguos llamaban akidía. Describe este mal como una tentación con la que el diablo adormece al creyente, haciéndole creer que ya sabe lo suficiente y que no necesita seguir escuchando la Palabra de Dios. Este orgullo disfrazado de autosuficiencia —dice Lutero— es una “peste odiosa y dañina” que aleja poco a poco el corazón del Evangelio.

Para él, incluso el creyente más instruido debe reconocer que vive “en el reino del diablo”, es decir, en un mundo donde las tentaciones y la incredulidad son constantes. Por eso insiste en que la Palabra de Dios debe habitar de continuo en el corazón, los labios y los oídos, porque donde el corazón se vacía de ella, el diablo encuentra entrada. El remedio contra esa pereza espiritual es la escucha constante, seria y devota de la Palabra, que nunca se agota, sino que siempre despierta nueva comprensión, alegría y fe viva.

Cuarto Mandamiento

''Honra a tu padre y a tu madre''

Si bien los tres mandamientos anteriores tenían que ver con nosotros mismos, los siete mandamientos siguientes deben versar sobre el prójimo. 

Con respecto a este mandamiento, es necesario clarificar que se manda a honrar y no solo a amar. El honrar incluye no solamente el amor, sino también una disciplina, la humildad y el temor, como hacia una majestad que se oculta en ellos.

Honrar no exige solamente que se les hable de una manera amistosa y con respeto, sino que principalmente se adopte una actitud de conjunto tanto del corazón como del cuerpo, mostrando que se les estima mucho y considerándolos como la más alta autoridad después de Dios. Porque cuando se honra a alguien de corazón, se le debe considerar alto y elevado.

Enseña que los hijos deben ver en sus padres la imagen de la autoridad divina, reconociendo que Dios mismo los ha puesto en ese lugar, sin importar su condición, carácter o defectos. No se trata, dice, de valorar a los padres por sus méritos personales, sino de respetarlos porque representan una voluntad divina que ordena y sostiene la vida.

Insiste en que, aunque ante Dios todos los hombres son iguales, en la sociedad no puede haber igualdad absoluta, sino jerarquías y roles establecidos para mantener el orden. Por eso, Dios ha querido que el respeto y la obediencia comiencen en la familia, donde el padre y la madre ejercen una autoridad que no es propia, sino delegada por Dios. Así, el hijo que honra a sus padres no solo respeta a dos personas, sino que honra al mismo Dios que los instituyó como padres.

Honrar a los padres

Pero ¿qué significa concretamente “honrar a los padres” según el cuarto mandamiento? Dice que honrar implica, ante todo, considerar a los padres como el mayor tesoro sobre la tierra, reconociendo en ellos un don divino. Este honor debe expresarse tanto en palabras como en obras y actitudes cotidianas.

En primer lugar, enseña que el hijo debe hablarles con respeto y mansedumbre, sin irritarse ni responder con terquedad, incluso cuando los padres se equivoquen o se extralimiten. La obediencia filial incluye saber callar y concederles razón, no por sumisión ciega, sino por reverencia al orden que Dios ha establecido a través de ellos.

En segundo lugar, el honor debe manifestarse en obras concretas de servicio y cuidado: ayudarlos, asistirlos en su vejez, enfermedad o pobreza, y hacerlo no solo por deber, sino con amor y humildad, “como si se hiciese en presencia de Dios mismo”. Lutero subraya que la piedad filial tiene un carácter sagrado, pues al servir a los padres, el hijo sirve al mismo Dios que los ha puesto en su lugar.

Frente a quienes buscan realizar obras religiosas difíciles o extraordinarias, Lutero afirma que ninguna de ellas puede compararse con la sencillez y santidad de obedecer el mandato divino de honrar a los padres.

El hijo que cumple este mandamiento, dice Lutero, tiene el gran consuelo de saber que su obra agrada verdaderamente a Dios, pues está fundada en su Palabra y no en invenciones humanas. Así, puede decir con alegría: “Esta obra le agrada a mi Dios que está en el cielo”. En cambio, critica duramente a los monjes y religiosos que han inventado “obras santas” —ayunos, votos o penitencias— creyendo con ellas agradar a Dios, cuando en realidad han despreciado los mandamientos sencillos y claros de la Escritura. Para Lutero, estas obras autoimpuestas son vanas y orgullosas, porque no brotan de la obediencia a Dios, sino de la voluntad humana.

El reformador insiste en que esta obediencia filial solo está subordinada a la obediencia a Dios y nunca debe contradecir los tres primeros mandamientos. Pero cuando ambos órdenes coinciden, obedecer a los padres es obedecer a Dios mismo. Con tono profundamente pastoral, anima a los hijos a alegrarse y dar gracias por haber sido llamados a una obra tan valiosa, aunque el mundo la considere pequeña. Para Dios, dice Lutero, el servicio humilde dentro del hogar supera en dignidad a las penitencias monásticas y a los votos religiosos, porque está sostenido por su mandamiento.

En el mismo tenor, Lutero imagina el día del juicio, cuando los monjes y monjas deberán avergonzarse ante un niño que haya vivido conforme al cuarto mandamiento, pues su simple obediencia habrá sido más santa y agradable que todas sus “obras espirituales”. Con ello, Lutero reafirma uno de sus principios más característicos: toda buena obra debe fundarse en la Palabra y la voluntad de Dios, no en la invención humana, y por eso incluso el acto más cotidiano —como obedecer y cuidar a los padres— se convierte, por la fe, en un acto de culto verdadero.

Los hogares donde se honra y obedece a los padres tienden a gozar de paz, prosperidad y continuidad familiar —“ver hasta la tercera y cuarta generación”—; la estabilidad y la abundancia de linajes respetables proceden de una educación familiar consistente en la piedad y el buen ejemplo. Frente a la promesa, pone la contrapartida bíblica (Salmo 109) sobre los impíos: la pérdida del nombre y la extinción de la descendencia ("Sus descendientes deben ser exterminados y su nombre debe sucumbir en una generación"). La desobediencia y la impiedad no son meras faltas privadas, sino que desembocan en consecuencias colectivas y generacionales. Por eso Dios valora y recompensa la obediencia con gran intensidad, y castiga severamente su contrario.

Extensión del mandamiento

Según Lutero, este mandamiento no se limita a los padres biológicos, sino que abarca toda forma legítima de autoridad humana, porque —dice— “de la autoridad de los padres emana y se extiende toda la demás autoridad”.

Primero, define el origen de la autoridad: toda potestad de enseñar, mandar o gobernar procede de la función paterna. Así, si un padre delega la educación en un maestro, o la dirección del hogar en un mayordomo o vecino, esos representantes actúan en nombre del padre. Lutero subraya que este poder no es autónomo, sino derivado y vicario, ya que proviene de la voluntad divina manifestada en el orden familiar.

Segundo, amplía el término “padres” a todos los que ejercen funciones de mando o cuidado: maestros, amos, autoridades civiles y gobernantes. Todos ellos deben tener, según Lutero, “un corazón paternal”, es decir, gobernar no con tiranía, sino con amor y responsabilidad. Por eso cita el uso clásico de patres et matres familias —“padres y madres de la casa”— y de patres patriae —“padres de la patria”—, recordando que incluso los romanos reconocían ese vínculo moral entre autoridad y paternidad.

Los miembros del hogar

Lutero amplía nuevamente el alcance del cuarto mandamiento, explicando que no solo los hijos deben honrar y obedecer a sus padres, sino también todos los miembros del hogar, especialmente los criados y sirvientes, que deben comportarse hacia sus amos como hacia sus propios padres.

Define con claridad qué significa esa honra: obedecer, servir y trabajar con alegría, no por obligación, sino por amor y devoción a Dios, reconociendo que esa obediencia doméstica es en sí misma una obra santa. Lutero insiste en que el motivo de la obediencia no es el miedo al castigo ni el simple deber social, sino la conciencia de estar cumpliendo un mandamiento divino y realizando una obra que Dios valora más que las supuestas “obras santas” del monacato o de las peregrinaciones.

Con tono pastoral y popular, imagina cómo una simple sirvienta, si entendiera esto, podría alegrarse profundamente, sabiendo que sus tareas cotidianas —limpiar, cocinar, cuidar— son para Dios un “tesoro verdadero”, mucho más valioso que los ayunos y rezos de los monjes. De este modo, Lutero revaloriza la vida doméstica y el trabajo común: servir con fe en las labores diarias es una forma auténtica de santidad.

Además, recalca la promesa divina de bendición: quien obedece y sirve con fidelidad y gozo, recibirá de Dios protección, bienestar y una conciencia alegre. En cambio, quien desprecia este mandato, cosecha la ira divina, el desorden interior y la desgracia. En su advertencia final, Lutero habla con gran seriedad: “Dios no es una broma”, dice, recordando que el servicio humilde en la vida cotidiana es el campo donde se demuestra la verdadera fe.

Autoridad secular

La paternidad no se restringe al hogar, sino que abarca a toda autoridad civil y política. Dice que este mandamiento comprende “el estado de paternidad” en su sentido más amplio: los gobernantes, magistrados y autoridades públicas son, en cierto modo, “padres del país”, porque por medio de ellos Dios sostiene la vida social, la justicia, la seguridad y el bienestar común, tal como por medio de los padres provee alimento y cuidado dentro del hogar.

De ahí que la autoridad secular merezca ser honrada como un don divino y considerada “el mayor tesoro y la joya más preciosa en este mundo”. Lutero insiste en que respetar, obedecer y servir a las autoridades no es solo una obligación civil, sino una obra que agrada a Dios y que trae bendición. Quien actúa con disposición alegre y sincera hacia sus superiores participa en la voluntad divina y recibe recompensa; en cambio, quien desprecia la autoridad o actúa con rebeldía se excluye de la gracia de Dios y cosecha desdicha.

Lutero advierte que la desobediencia y la soberbia política —el querer “ser su propio señor”— traen consecuencias concretas: guerras, injusticias, violencia, enfermedades y todo tipo de calamidades sociales. Así interpreta los males del mundo como castigos divinos por el desprecio a la autoridad legítima, y denuncia que cada persona, al querer gobernarse solo a sí misma, termina siendo oprimida por otros igualmente perversos.

La desobediencia y el desprecio hacia la autoridad —ya sea civil, doméstica o laboral— traen consecuencias inevitables, pues Dios permite que quien actúa con injusticia o rebeldía reciba de otros el mismo trato. Así, quien engaña o desprecia a su señor o autoridad, termina sufriendo después lo mismo en su propia casa, por parte de su esposa, sus hijos o sus sirvientes. De esta manera, Lutero muestra que el orden divino se impone incluso a través del castigo: Dios deja que el desorden del hombre se vuelva contra él mismo.

Denuncia, además, la hipocresía humana: las personas se quejan de las injusticias que padecen, pero no reconocen que esas desgracias son consecuencia de su propia impiedad y desobediencia. En lugar de arrepentirse y aceptar la corrección de Dios, persisten en la soberbia, y por eso —dice— viven encadenados a una desgracia tras otra. Según Lutero, el problema no es que falte misericordia divina, sino que el corazón humano se resiste a recibirla, prefiriendo su propia voluntad antes que la palabra de Dios.

En tono de advertencia y lamento, añade que si no fuera por algunos pocos “piadosos” que aún permanecen fieles, Dios ya habría retirado todos sus bienes de la tierra. Su paciencia es lo que sostiene al mundo, pero si dependiera de la humanidad corrupta, todo estaría destruido. Por eso, concluye con una exhortación urgente: que los hombres abran los ojos y reciban la Palabra y la voluntad de Dios con seriedad, porque solo así podrán hallar alegría, bendición y salvación tanto en esta vida como en la eterna.

Tres clases de paternidad

Lutero ofrece una síntesis muy precisa y doctrinal de las tres clases de paternidad que abarca el cuarto mandamiento, y añade una cuarta: la paternidad espiritual.

Primero, recuerda las tres formas ya explicadas:

  1. Padres por la sangre, es decir, los padres biológicos que engendran y educan.

  2. Padres en el hogar, que son los amos o señores a quienes los criados deben obediencia.

  3. Padres en el país, que son las autoridades civiles y gobernantes, encargados de mantener el orden y el bien común.

Luego introduce la cuarta categoría: los padres espirituales, que no son —aclara con tono crítico— los clérigos del papado, quienes usurparon el título sin ejercer su verdadera función paternal. Para Lutero, solo son auténticos padres espirituales aquellos que engendran vida nueva en Cristo mediante la Palabra de Dios, es decir, los pastores y predicadores fieles que instruyen, consuelan y corrigen a los creyentes. Cita a San Pablo como modelo, cuando dice: “Yo os engendré en Cristo Jesús por el Evangelio” (1 Cor 4,15), mostrando que la paternidad espiritual no se basa en jerarquía ni poder, sino en el ministerio de la Palabra.

Por ello, exige que estos padres espirituales sean honrados aún más que los demás, porque cuidan de lo más valioso: el alma. Sin embargo, denuncia que el mundo los trata con desprecio, hambre y pobreza, cumpliéndose lo que dice Pablo: “Somos la escoria del mundo”. Lutero lamenta que los verdaderos ministros del Evangelio sean desatendidos, mientras que antes —en el tiempo del papado— se alimentaba abundantemente a muchos clérigos ociosos.

Honrar a los padres, tanto carnales como espirituales, trae consigo una promesa divina de bendición y prosperidad. Quien cumple este mandamiento —dice— no solo recibe sustento material, sino también larga vida, paz y salvación eterna. Así reafirma que la obediencia es fuente de abundancia, porque Dios mismo la ha prometido y jamás miente. Por eso exhorta al creyente a cumplir su deber con confianza, dejando el resultado en manos de Dios, quien proveerá todo lo necesario.

El reformador destaca que esta promesa debería despertar gratitud y gozo en el corazón: el cristiano debería alegrarse al tener la oportunidad de obedecer, y levantar las manos en acción de gracias por las promesas de Dios, que son más seguras que cualquier esfuerzo humano. Ningún poder del mundo —dice Lutero— puede añadir siquiera una hora de vida, ni hacer brotar un grano de la tierra, pero Dios da y sostiene todas las cosas con generosidad. Por tanto, despreciar su palabra es una falta de fe y de razón: quien no cree en estas promesas, no es digno de escucharlas.

A continuación, amplía su reflexión para dirigirse a los padres y a quienes ejercen autoridad. Aunque su deber no se mencione expresamente en los Diez Mandamientos, está contenido en este mismo: si los hijos deben honrar, los padres deben ser dignos de ese honor, ejerciendo su autoridad con fidelidad, justicia y amor. Dios no les concede poder para la vanagloria o la opresión, sino para servir bajo su obediencia, conscientes de que deben rendir cuentas ante Él. Por eso, su responsabilidad no se limita a proveer alimento y sustento físico, sino también a educar a sus hijos y subordinados para la gloria de Dios.

Denuncia que la sociedad de su tiempo vive en una “calamidad desoladora” porque nadie respeta la función divina de la paternidad y de la educación, y trata a los hijos y criados como instrumentos de conveniencia o trabajo, no como personas que Dios ha confiado para ser formadas en su voluntad.

Lutero condena la negligencia de los padres que no se preocupan por lo que sus hijos aprenden ni por cómo viven, creyendo que basta con proveerles bienes materiales. Recuerda que la paternidad no es una licencia para el placer o la comodidad, sino una orden directa de la “alta majestad” de Dios, quien pedirá cuentas por la educación de los hijos. Por eso exige que la crianza se realice “en el temor y conocimiento de Dios”, con disciplina y amor, y que los padres inviertan en la instrucción espiritual e intelectual de sus hijos para el servicio del bien común.

El reformador señala que si los padres cumplieran fielmente este deber, Dios bendeciría abundantemente al país con buenos ciudadanos, gobernantes, esposas virtuosas y familias piadosas. Pero, por el contrario, la negligencia en la educación trae corrupción, desobediencia y caos social. Así, Lutero afirma que la decadencia de la disciplina, del gobierno y de la paz no se debe a causas externas, sino a la omisión de los padres en su misión educativa, lo que acarrea el castigo divino.

Quinto Mandamiento

''No matarás''

Lutero nos dice que en el orden de los mandamientos, cada vez más nos dirigimos al exterior. Una vez dejado el claustro de los padres, ahora tenemos que relacionarnos con los demás. En este mandamiento no están incluidos Dios ni la autoridad secular. Dios no prohíbe todo acto de matar en sentido absoluto, sino únicamente el homicidio cometido entre particulares, el que nace del odio, la venganza o la violencia personal. Dios no quita ni niega aquí el poder de castigar o de quitar la vida a quien obra el mal, poder que Él mismo ha delegado en las autoridades. Por eso, los magistrados y jueces, al aplicar justicia, no violan este mandamiento, sino que ejercen el derecho divino de proteger el orden y castigar el crimen.

Lutero cita a Moisés para recordar que en el Antiguo Testamento incluso los padres, en ciertos casos extremos, debían presentar a sus hijos ante el tribunal cuando eran incorregibles, lo que demuestra que la pena de muerte y el castigo civil tienen su raíz en la justicia divina.

Con esta distinción, Lutero sienta la base para su interpretación moral del mandamiento: “No matarás” no se refiere al poder legítimo que proviene de Dios, sino al uso privado, injusto o violento de la fuerza entre los hombres.

No se debe matar ni con la mano, ni con el corazón, ni con la boca, ni con los signos, ni con los gestos, ni con ayuda, ni consejo. Se colige de esto que en el quinto mandamiento se prohíbe a todos encolerizarse, formando una excepción (como se dijo) las personas que representan a Dios en la tierra, como son los padres y las autoridades. Porque sólo a Dios y a quienes están en un estado divino corresponde el encolerizarse, el amonestar y el castigar, precisamente por culpa de los transgresores del presente y los demás mandamientos.

Convivencia

Ninguno de los mandamientos está exento de dificultades y en particular, este tiene la particularidad que se ve en la convivencia, pues al convivir con los demás muchas de sus actitudes pueden parecernos detestable y en consecuencia, tendríamos razones para ser hostiles. 

El mandamiento busca erradicar la raíz interior del odio, la ira y el deseo de venganza. El mandamiento —dice— tiene como objeto impedir que el hombre haga daño a otro, incluso cuando crea que el otro “lo merece”, porque la justicia privada o el desquite personal están prohibidos: solo Dios y las autoridades legítimas pueden castigar.

Lutero señala que el mandamiento incluye no solo el homicidio físico, sino también toda forma de violencia verbal o emocional, como maldecir, desear el mal o alegrarse de la desgracia ajena. Así, amplía su sentido al interior del corazón humano, donde nacen los impulsos de resentimiento que pueden conducir al asesinato. Dios, al prohibir el homicidio, quiere también eliminar sus causas, es decir, los sentimientos de rencor y hostilidad que destruyen la convivencia.

Usando una imagen pedagógica, Lutero dice que este mandamiento debe servirnos como un espejo en el que el creyente vea reflejada la voluntad de Dios y reconozca sus propias faltas. Ante las ofensas, enseña que el cristiano debe entregar la injusticia a Dios, confiar en su juicio y renunciar a la venganza, porque intentar hacer justicia por cuenta propia es usurpar un poder que pertenece solo a Él.

El mandato prohíbe primero todo daño físico: no hacer daño “con la mano” ni con acción alguna. Esto incluye el homicidio claro, pero también cualquier acto violento o agresión que perjudique la vida o la integridad corporal del prójimo. La lengua puede ser arma: maldecir, injuriar, aconsejar malas obras o incitar a hacer daño equivalen a violentar a la otra persona. Por eso el mandamiento extiende la restricción al uso del habla que destruye la reputación o provoca la perdición ajena. No basta abstenerse físicamente: no deben emplearse ni consentirse medios, procedimientos o circunstancias que faciliten el daño a otro. Es responsabilidad evitar instrumentos, consejos o maquinaciones que puedan lesionar a alguien. Tampoco debe cultivarse odio, rencor o deseo de venganza. Si el corazón desea la perdición del otro, aunque no actúe exteriormente, ya se ha fracturado la ley moral. La inocencia exige cuerpo y alma inocentes frente a todos, incluso frente a los enemigos. Hay violación del mandamiento también por omisión: si puedes ayudar —proveer vestido, alimento, defensa o auxilio— y no lo haces, contribuyes a la muerte o al daño del otro. Retirar la ayuda que preserva la vida equivale, moralmente, a causarle la muerte. El mandamiento no solo frena la violencia, sino que exige una actitud positiva: proteger, socorrer y promover la vida del prójimo. Implica cultivar paciencia y mansedumbre ante la ofensa, denunciar y evitar calumnias, y actuar cuando tropezamos con necesidades corporales o peligros evitables.

Como se dice en las Sagradas Escrituras:

"Yo estuve hambriento y sediento, y vosotros no me disteis de comer ni de beber; fui huésped, y no me albergasteis; estuve desnudo, y no me vestisteis; estuve enfermo y en prisión, y no me visitasteis"

Esto significa abandonar al pójimo en la miseria y dejar que perezca cuando estuvo al alcance poder salvarlo. 

Critica al monacato

Dios nos llama no solo a evitar el mal, sino a practicar el bien más alto: la mansedumbre, la paciencia y el amor incluso hacia los enemigos. La intención divina —dice— es moldear el corazón humano para que responda al mal con bondad, confiando la justicia y la protección únicamente a Dios, “nuestro Dios que nos quiere ayudar, asistir y proteger”.

Lutero dice que estas virtudes no son meras opciones morales, sino obras verdaderas y nobles que Dios ordena directamente, y que deberían ocupar toda nuestra energía y atención. Sin embargo, denuncia que el cristianismo institucional de su tiempo —en especial el monacato— había distorsionado el sentido de las buenas obras, reduciéndolas a prácticas externas y egoístas, como ayunos, rezos o retiros en conventos. Con ironía, señala que si se predicara esta auténtica doctrina del amor activo, “se dañarían los conventos”, porque revelaría que la verdadera santidad no consiste en aislarse del mundo, sino en vivir con paciencia y misericordia hacia el prójimo.

Lutero critica duramente esa “santidad aparente” de los monjes, que busca evitar toda cruz, conflicto o sufrimiento. Para él, la auténtica vida cristiana implica llevar la cruz del servicio y soportar al prójimo, no huir del mundo. Por eso, contrasta las “obras santas y divinas”, que son las que producen amor y paz, con las “obras humanas e hipócritas”, que solo generan orgullo y condenación.


Sexto Mandamiento
''No cometerás adulterio''

Luego de hablar del prójimo, los mandamientos nos llevan a considerar a aquellos que son más cercanos. En efecto, lo más cercano a la propia vida es el conyuge. Se es con el conyuge, una sola carne, una sola sangre. 

El mandamiento se formula mencionando expresamente el adulterio, porque en el contexto del pueblo de Israel el matrimonio era una institución universal y obligatoria: todos debían casarse y formar familia. El celibato voluntario no era considerado superior ni más santo, sino una excepción muy rara. En cambio, el adulterio —la infidelidad conyugal— era el vicio más común y destructivo, y por eso la ley lo señalaba con claridad como una transgresión pública y social, además de espiritual.

Dignidad y necesidad del matrimonio

Lutero refuta la idea —muy extendida en su época— de que el matrimonio era un estado inferior al celibato clerical o a la vida monástica. Por el contrario, afirma que, según la Palabra de Dios, el matrimonio no solo es un estado honorable, sino que supera en nobleza y valor espiritual a los demás estados, incluso al de los emperadores, príncipes y obispos.

Lutero argumenta que el matrimonio no es un estado particular o excepcional, sino el más universal de todos, porque forma la base de la sociedad y de la vida cristiana. Todo el orden civil y religioso —dice— debe apoyarse en él, ya que el matrimonio sostiene la procreación, la educación de los hijos y la estabilidad moral del mundo. Así, el hogar cristiano se convierte en una institución divina, anterior y superior a los otros órdenes humanos.

Luego dice que su carácter necesario y ordenado por Dios. No es una opción libre ni una concesión al pecado, sino una disposición natural y santa. Solo algunos pocos —“muy pocos”, enfatiza— han sido apartados por un don especial de Dios para vivir en continencia; todos los demás, por naturaleza, están llamados al matrimonio, porque la carne y la sangre siguen siendo carne y sangre, es decir, el deseo sexual es una fuerza natural que no puede ser extinguida por voluntad humana. Por eso, el matrimonio no solo santifica el amor y la unión, sino que también protege al hombre y a la mujer de la impureza, ofreciendo el cauce legítimo y ordenado para su afectividad.

Los votos de castidad perpetua impuestos a sacerdotes, monjes y monjas son contrarios al orden establecido por Dios. Para él, el sexto mandamiento (“No cometerás adulterio”) no solo prohíbe la infidelidad conyugal, sino también toda forma de impureza e hipocresía que resulta de negar el matrimonio, un estado que Dios instituyó para proteger la castidad humana y ordenar el deseo.

Lutero acusa directamente a los clérigos y religiosos de su tiempo de violar la ley divina al despreciar el matrimonio y de engañar al pueblo al prometer una pureza que no pueden cumplir. Afirma con dureza que quienes juran castidad perpetua, lejos de vivir en santidad, caen en formas más graves de lujuria, ya sea pública o secreta, y que incluso aquellos que logran abstenerse físicamente están llenos de pensamientos impuros y de tormento interior. En su visión, esto es una consecuencia inevitable de ir contra la naturaleza creada por Dios: el deseo sexual no puede ser suprimido sin el remedio del matrimonio, por lo que tales votos son “impúdicos” y condenables.

Por eso, dice, este mandamiento “despide” todos los votos monásticos de castidad, llamando a las “pobres conciencias presas y engañadas” a salir de esos estados y entrar en el matrimonio como única vía legítima de pureza. Lutero no niega el valor espiritual del celibato en sí, pero lo reserva exclusivamente a quienes han recibido de Dios un don especial, extraordinario, para vivirlo sin pecado. En cambio, critica la pretensión de hacerlo regla general o mérito espiritual superior, porque eso contradice la intención divina y conduce al desorden moral.

Exhorta a los jóvenes a recuperar el aprecio por el matrimonio como un estado bueno, honesto y bendecido por Dios. Considera que si se restableciera su dignidad, disminuirían los vicios públicos —la prostitución, la promiscuidad y la impudicia— que, según él, son fruto directo del desprecio hacia el matrimonio. Además, asigna un papel esencial a los padres y autoridades: deben educar a la juventud en disciplina y virtud, orientándola hacia matrimonios honorables, lo cual sería fuente de bendición, placer y alegría para toda la sociedad.

La castidad —dice— no es solo una cuestión de conducta externa, de controlar actos o pensamientos impuros, sino una actitud interior que se alimenta del amor y la fidelidad entre los esposos. La base de la castidad conyugal es el amor mutuo, pues donde reina el afecto sincero y la concordia, la pureza surge naturalmente, sin necesidad de coerción ni de mandatos. En cambio, cuando falta el amor, el corazón se enfría, se abre el camino al desprecio, la infidelidad y el deseo desordenado. Por eso, el amor conyugal no es un simple sentimiento humano, sino una obra querida y ordenada por Dios, una expresión concreta de la fe que se traduce en respeto, cuidado y entrega recíproca.

Así, este mandamiento no solo prohíbe el adulterio, sino que ordena positivamente la santificación del matrimonio: vivirlo como una vocación en la que los cónyuges se sirven mutuamente en amor y fidelidad. Lutero ve en esta vida doméstica, tan cotidiana y sencilla, una forma de santidad superior a todas las obras “religiosas” inventadas por los hombres, porque está directamente fundada en la Palabra y el mandamiento de Dios.

Séptimo Mandamiento

''No hurtarás''

Lo más próximo que sigue a dichas personas son los bienes temporales, por eso este mandamiento. Hurtar quiere decir, en palabras de Lutero: apropiarse de manera injusta de los bienes del otro. Dicho de otro modo: adquirir beneficios de toda clase en detrimento. 

Para Lutero, el hurto es uno de los robos más extendidos en este mundo. Tanto así que de detener a todos los ladrones, faltarían verdugos para hacerlo. 

''Porque, repitámoslo, hurtar no consiste meramente en el hecho de vaciar cofres y bolsillos, sino que también es tomar lo que hay alrededor, en el mercado, en las tiendas, en los puestos de carne, en las bodegas de vino y cerveza, en los talleres, en fin, en todas las partes donde se comercia recibiendo o dando dinero a cambio de las mercancías o en pago de trabajo''

En el ejemplo que ofrece, describe cómo el robo puede cometerse dentro del mismo hogar o en el trabajo, cuando un criado, sirviente o trabajador actúa con negligencia, pereza o mala intención, causando perjuicios al dueño. Este tipo de robo —dice Lutero— es incluso peor que el cometido por un ladrón común, porque se disfraza bajo la apariencia de respeto y fidelidad. A diferencia del ladrón que roba a escondidas y puede ser castigado, el criado infiel roba impunemente mediante el descuido o la deshonestidad, perjudicando a quien le confió sus bienes.

Mercaderes

Lutero amplía esta crítica a todos los oficios: artesanos, jornaleros y obreros que, en lugar de trabajar con diligencia y honradez, engañan en el peso, en la calidad del trabajo o en el precio, apropiándose del tiempo o del dinero ajeno. A los ojos del mundo, pueden parecer inocentes; pero ante Dios, son verdaderos ladrones, porque el mandamiento no se refiere solo al hurto manifiesto, sino a toda acción que prive injustamente al prójimo de su sustento o provecho.

De esta manera, Lutero denuncia la hipocresía de una sociedad en la que muchos se consideran “honrados” mientras viven del engaño, y enseña que la justicia laboral y la fidelidad en el trabajo son parte esencial de la obediencia a Dios. Trabajar con honestidad y cuidar lo ajeno con el mismo celo que lo propio no es solo una virtud humana, sino un deber divino.

El mandamiento “No hurtarás” se viola sobre todo en el comercio y los negocios, donde muchos engañan con pesas falsas, precios abusivos y trampas legales. Afirma que el mundo entero es como un “gran establo de ladrones”, porque incluso los poderosos y comerciantes —bajo apariencia de legalidad y respeto— roban al pueblo con astucia y codicia.

Afirma que el mundo entero está lleno de ladrones disfrazados de respetables comerciantes, burgueses o autoridades, a quienes llama “bandidos entronizados”, porque roban bajo la apariencia del derecho y la ley. Para Lutero, esta forma de robo es la peor, ya que destruye la justicia y pone al dinero como ídolo.

Este mandamiento no solo prohíbe robar o engañar, sino que obliga positivamente a cuidar y proteger los bienes del prójimo. Quien trabaja para otro —sea sirviente, obrero o comerciante— tiene el deber de actuar con fidelidad, procurando el bienestar ajeno como propio, porque Dios así lo ordena.

Advierte que este precepto debe predicarse con firmeza, sobre todo a los “perversos y traviesos” que viven del engaño, y recuerda que la violación de este mandamiento atrae la cólera de Dios. No basta con abstenerse del robo: es necesario servir honestamente, promover el bien común y rechazar toda infidelidad o fraude, pues de lo contrario se pierde la gracia divina. Quien desprecia este mandamiento y actúa con engaño o flojera en su trabajo, buscando solo su propio provecho, no escapará al castigo de Dios, aunque el verdugo no lo alcance. Explica que el infiel y perezoso —ya sea criado, artesano o jornalero— que daña o descuida los bienes ajenos, terminará pagando con miseria, ruina y desdicha lo que ha robado.

Se burla de quienes, obrando con deslealtad, pretenden ser tratados como nobles o hidalgos, cuando en verdad viven del hurto disfrazado. Asegura que Dios no dejará impune esa conducta y que, aunque no se les castigue públicamente, la maldición de la injusticia los seguirá toda la vida. Con ello, Lutero subraya que el trabajo deshonesto y el abuso de confianza son también formas de robo, y que la verdadera bendición solo acompaña al servicio fiel y justo.

Condena con fuerza a quienes convierten el comercio en un medio de abuso y codicia, transformando el mercado —que debería servir al bien común— en una “cueva de ladrones”. Critica a los mercaderes que suben los precios, imponen cargas injustas y explotan a los pobres, actuando con arrogancia como si tuviesen derecho divino a enriquecerse a costa de los demás.

Asegura que, aunque tales personas logren amontonar riquezas mediante el engaño, Dios retirará su bendición de esos bienes: el grano se pudrirá, el vino se echará a perder y el ganado morirá. Nada de lo robado les traerá gozo ni provecho. Así, Lutero recalca que la avaricia y la manipulación del mercado no solo violan el mandamiento “No hurtarás”, sino que atraen la ruina material y espiritual, porque toda ganancia injusta está bajo la maldición divina.

Lutero observa que los bienes obtenidos mediante el hurto o la injusticia jamás prosperan, porque Dios mismo se encarga de frustrar su fruto. Señala que quienes se desvelan acumulando riquezas injustas solo hallan penas, desgracias y desdicha, sin poder gozar de lo adquirido ni heredarlo en paz. Cuando los hombres no aprenden esta lección, Dios les enseña “mores” —buenas costumbres— por la fuerza, enviando tributos, guerras, soldados y saqueos que los despojan de todo.

Con ironía amarga, afirma que el ladrón termina siendo castigado por otro ladrón, pues Dios domina el arte de hacer justicia usando a los mismos hombres como instrumentos de su castigo. Así, quien roba y oprime terminará robado y oprimido, cumpliéndose el juicio divino que convierte el pecado en su propio castigo.

No debe tomarse a la ligera. Dios lo ha establecido con absoluta seriedad, y quien lo infringe se condena a sí mismo más que a los demás. El cristiano, dice Lutero, debe aprender a soportar los abusos y engaños, perdonar y tener compasión, tal como lo enseña el Padrenuestro, pues los justos siempre poseen lo necesario y su confianza está puesta en Dios, no en la riqueza injusta.

Sin embargo, el reformador advierte especialmente sobre el trato hacia los pobres. El que oprime o explota a los necesitados —a quienes viven del pan de cada día— comete un pecado grave que clama al cielo. Los suspiros de la pobreza no son inofensivos: su voz llega a Dios, quien escucha a los afligidos y no dejará de castigarlo. Lutero describe la soberbia del rico que niega ayuda como un comportamiento diabólico, pues olvida que todo bien proviene de Dios y no de su propio mérito.

Octavo Mandamiento

''No hablarás falso testimonio contra tu prójimo''

Es también valioso el octavo mandamiento ya que incide en el honor y la fama nuestra. Así como Dios prohíbe robar el cuerpo, el cónyuge o los bienes materiales, también prohíbe quitar al prójimo su reputación, pues la honra es un tesoro indispensable para vivir dignamente entre los demás.

El sentido más directo del mandamiento —dice Lutero— se aplica a los tribunales de justicia, donde se condena falsamente a una persona inocente mediante mentiras y testigos falsos, causándole daño en su cuerpo, sus bienes o su nombre. Este es el ejemplo más evidente del “falso testimonio”, pero Lutero amplía su significado: también se falta a este mandamiento cuando se murmura, calumnia o difama al prójimo fuera del tribunal.

Aunque el octavo mandamiento pueda parecer lejano o poco relevante, en realidad es un pecado constante donde existen autoridades y tribunales. Entre los judíos —dice— era común que los juicios se corrompieran por dinero, poder o amistad, y lo mismo ocurre en cualquier sociedad donde los hombres prefieren la apariencia de justicia a la verdad.

Este mandamiento denuncia un mal muy profundo: la falsedad en los juicios y en la administración de justicia. Lutero lamenta que los pobres y los inocentes sean oprimidos por testigos y jueces injustos, quienes se dejan guiar por el soborno o por el miedo a perder el favor de los poderosos. Señala que el juez debe ser justo, sabio, valiente y decidido, capaz de pronunciar sentencias imparciales aunque ello le atraiga enemigos.

La temeridad de hablar conta el prójimo

Lutero desarrolla aquí tres sentidos principales del octavo mandamiento, mostrando su amplitud moral y espiritual.

  • En primer lugar, el mandamiento exige que cada persona ayude al prójimo a obtener justicia y a conservar su derecho, actuando con verdad y rectitud en los tribunales, tanto como juez, testigo o ciudadano. Prohíbe torcer o encubrir la verdad por dinero, poder o conveniencia. En especial, Lutero dirige esta advertencia a los juristas y autoridades, recordándoles que su deber ante Dios es mantener el derecho sin distorsionarlo ni venderlo.
  • En segundo lugar, amplía el mandamiento al plano del tribunal espiritual, es decir, a la vida religiosa y al juicio moral. Señala que los verdaderos predicadores y cristianos suelen ser víctimas del falso testimonio, acusados injustamente de herejía o sedición por un mundo que desprecia la verdad divina. Así, condenar o tergiversar la Palabra de Dios también es violar este mandamiento.
  • En tercer lugar, Lutero aplica la enseñanza a la vida cotidiana: toda mentira, murmuración o calumnia contra el prójimo es una forma de falso testimonio. Critica el vicio universal de hablar mal de los demás y disfrutar de la difamación, mientras se exige ser tratado con honor y respeto. Con esto, enseña que Dios no solo prohíbe mentir en juicio, sino toda palabra que destruya la reputación ajena, porque el honor y la verdad son dones divinos que deben protegerse con la misma seriedad que los bienes materiales.

Nadie tiene derecho a erigirse en juez de los demás, aunque conozca sus pecados o errores. Es legítimo conocer el pecado, dice Lutero, pero no juzgarlo públicamente, pues eso corresponde únicamente a quienes tienen mandato o autoridad para hacerlo —como los jueces o los gobernantes—.

El cristiano, en cambio, debe guardar silencio y cubrir con caridad las faltas ajenas, haciendo de sus oídos una “tumba”, es decir, sin divulgar lo que ha visto u oído. Si se entromete, difunde o condena, comete un pecado mayor que el del mismo pecador al que critica. Con esto, Lutero enseña la necesidad de dominar la lengua, evitando convertir el conocimiento del mal ajeno en motivo de difamación o escándalo, y recuerda que la justicia pertenece solo a Dios y a las autoridades legítimas, no al juicio temerario de cada persona.

Condena con fuerza a los difamadores, aquellos que no se limitan a conocer una falta del prójimo, sino que la divulgan con gusto y malicia, gozándose en exponer su vergüenza. Los compara con puercos que se revuelcan en el cieno, porque encuentran placer en remover y esparcir la suciedad ajena. Esta conducta, explica, es una usurpación del papel de Dios y de las autoridades, ya que el difamador se arroga el derecho de juzgar y condenar públicamente, algo que solo corresponde al juez legítimo.

Con palabras muy duras, Lutero dice que el difamador, aunque no tenga espada ni tribunal, usa su lengua como un arma mortal, destruyendo la reputación y el honor del prójimo. Así, el chisme y la calumnia se convierten en una forma de homicidio moral: matan la fama del otro, lo humillan ante los demás y rompen la caridad cristiana. En este sentido, la difamación es una violación grave del octavo mandamiento, porque no solo miente, sino que se complace en el mal del hermano, atentando contra la justicia y el amor que deben sostener toda convivencia humana.

Dios prohíbe hablar mal del prójimo incluso cuando sea cierto lo que se dice, porque la verdad no nos autoriza a destruir el honor de otro. Solo quienes tienen autoridad —como jueces o superiores— pueden tratar un asunto públicamente. Si alguien no está dispuesto a declarar ante un tribunal o probar sus afirmaciones, debe guardar silencio. Hablar sin pruebas o por simple rumor convierte incluso una verdad en mentira moral, pues se usa con intención de daño y sin justicia.

Lutero advierte además que el honor y la buena fama son bienes preciosos, fáciles de perder pero difíciles de recuperar. Por eso, propaga el principio de que todo secreto debe permanecer oculto, a menos que se pueda demostrar legítimamente y ante la autoridad correspondiente. También exhorta a confrontar directamente al calumniador: si alguien habla mal de otro, hay que hacerlo avergonzar por su falta, para impedir que su maledicencia siga causando daño. Aunque sea verdad es violar el octavo mandamiento, porque atenta contra la justicia, la caridad y la dignidad humana.

El mandamiento no prohíbe absolutamente toda acusación o corrección, sino que establece límites y fines justos. La norma general es no hablar mal del prójimo, pero existen excepciones legítimas: las autoridades civiles, los predicadores y los padres tienen el deber de reprender o denunciar el mal cuando lo exige la justicia, la corrección o la salud espiritual.

Así como en el quinto mandamiento Dios permite que el verdugo castigue al delincuente —pues actúa por mandato divino—, del mismo modo el juez, el maestro o el padre pueden hablar del mal o exponerlo cuando lo hacen para proteger, corregir o sanar, no para difamar. Lutero compara esta función con la del médico que examina una herida: no lo hace por curiosidad ni malicia, sino para curar. En cambio, quien sin autoridad ni buena intención se dedica a hablar del prójimo incurre en pecado grave, pues se arroga un poder que solo Dios confía a quienes deben mantener el orden, la justicia y el bien común.

¿Cómo poder, entonces, denunciar o detener al que ha cometido pecado? se debe seguir el modo evangélico y correcto de tratar el pecado ajeno, siguiendo la instrucción de Cristo en Mateo 18:15: 

“Si tu hermano peca contra ti, ve y repréndelo a solas.”

En lugar de hablar mal del prójimo ante otros, el creyente debe amonestarlo en privado, buscando su corrección y no su humillación pública. Si alguien nos relata un pecado ajeno, debemos instruirle a que, si realmente fue testigo, vaya a hablar directamente con la persona implicada; y si no lo fue, debe guardar silencio. De este modo, Lutero propone una ética del habla basada en la caridad y en el respeto, donde la verdad se dice solo con un propósito redentor y fraterno, nunca con espíritu de chisme o condena.

Señala que, en una casa, el señor responsable corrige primero directamente al criado que actúa mal; no sale a contar el problema a los vecinos, porque eso sería absurdo y necio. Con ese ejemplo ilustra el principio evangélico: primero se aborda el problema en privado, buscando corregir sin destruir la honra del otro. Esa conducta, dice, es verdaderamente fraternal, pues guarda el honor del prójimo y procura su enmienda.

Luego cita de nuevo a Cristo: “si te oye, habrás ganado a tu hermano”, subrayando que restaurar a alguien y evitar su caída pública es una obra espiritual de gran valor, muy superior —según Lutero— a las “obras religiosas” que los monjes pretendían exhibir. Ganar a un hermano, insiste, es una verdadera obra cristiana.

A continuación recuerda el siguiente paso del mandato de Jesús: si el hermano no escucha, entonces se debe llevar uno o dos testigos, para confirmar el asunto y mantener orden y justicia, sin convertir la corrección en escándalo o murmuración. Así, el objetivo no es destruir la reputación del otro, sino corregir con amor y verdad, paso a paso, preservando su dignidad todo lo posible.

Repite entonces, los asuntos deben tratarse directamente con la persona implicada, no a sus espaldas. Si, pese a eso, no se logra corregir al hermano, entonces corresponde llevar el caso ante la comunidad o los tribunales, sean civiles o eclesiásticos, y hacerlo con testigos que aseguren la verdad del asunto. De esa manera, el juez puede dictar una sentencia justa, y se evita el caos que provocan los rumores y las habladurías.

Lutero condena la costumbre de muchos que andan divulgando la falta ajena “a voz en cuello”, sin buscar la corrección del otro, sino sólo el escándalo. A esos, dice, con ironía, les vendría bien perder el gusto por hablar tanto, para que aprendan que su pecado destruye más de lo que corrige.

Pecado público

Todo lo dicho hasta ahora se aplica solo a las faltas secretas o privadas, las que deben tratarse en silencio, buscando la corrección del hermano sin dañar su honra. Pero si el pecado es público y notorio, de modo que todos lo conocen, entonces ya no se incurre en calumnia al denunciarlo o apartarse del pecador. En ese caso, dice Lutero, es legítimo condenar abiertamente lo que ha sido manifiesto, del mismo modo que los reformadores criticaban al papa y sus doctrinas, porque sus errores estaban expuestos a la vista del mundo entero. Así, el castigo o la reprensión deben ser también públicos, para que sirvan de advertencia y protección a los demás.

Luego ofrece el resumen general del mandamiento: nadie debe dañar al prójimo con la lengua, ya sea amigo o enemigo, ni siquiera diciendo verdades, salvo que lo haga por orden legítima o para corregir con caridad. Por el contrario, el cristiano debe usar su palabra para hablar bien del prójimo, encubrir sus faltas, disculparlo y defender su honor, movido por amor y compasión.

“Todo lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos.”

Siguiendo a san Pablo en 1 Corintios 12, explica que en el cuerpo humano los miembros más frágiles o vergonzosos son los que se cuidan y se cubren con mayor esmero, mientras que los más visibles y nobles no necesitan adorno. Así, el cuerpo entero coopera para proteger lo que es más débil. De la misma manera, los cristianos deben proteger y cubrir las faltas del prójimo, evitando exponer su vergüenza y ayudando a conservar su buen nombre. Es un deber de caridad y justicia, comparable al de las propias manos que se apresuran a cubrir lo que el cuerpo quisiera ocultar.

Se debe interpretar siempre del mejor modo posible lo que oímos del otro, resistiendo la tendencia de los “hocicos venenosos” —así llama a los calumniadores— que deforman y exageran los defectos ajenos, incluso los de los predicadores y de la palabra de Dios. Hablar bien, defender y disculpar al prójimo es, por tanto, una de las obras más preciosas que puede ofrecer el cristiano.

Noveno y Décimo mandamientos

"No codiciarás la casa de tu prójimo" 

"No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, criada o ganado, ni nada de lo que tenga"

Estos mandamientos fueron dados originalmente con una intención especial para el pueblo judío, aunque también tienen validez moral para todos los cristianos.

Señala que los judíos entendían los mandamientos anteriores de forma meramente exterior: creían cumplir la ley con tal de no cometer adulterio o robo de manera visible. Por eso, Dios añadió estos dos mandamientos para revelar el pecado interior del corazón, aquel deseo o codicia que precede al acto y lo hace ya culpable ante Dios. Así, la ley divina no se limita a las acciones externas, sino que alcanza la intención y el pensamiento.

Lutero explica también el contexto histórico: bajo la ley judía, los siervos y siervas eran propiedad de sus señores, igual que los animales o los bienes, y el matrimonio permitía el divorcio legal. Por eso, era fácil que alguien codiciara la mujer o los criados del prójimo y, valiéndose de la ley, encontrara un medio para apropiárselos sin aparente pecado. Pero los nuevos mandamientos apuntan más hondo: no basta con abstenerse de obrar el mal, sino que se debe extirpar el deseo mismo de poseer lo ajeno, ya sea persona o cosa.

Los judíos comprendían correctamente este mandamiento en su sentido literal —no desear ni buscar lo que pertenece al prójimo—, pero su alcance es mucho más profundo. Dios no prohíbe solo el robo manifiesto, sino también el intento de apropiarse de los bienes ajenos con apariencia de justicia o legalidad, mediante engaños, astucias o aprovechando vacíos de la ley.

Señala que la naturaleza humana es egoísta: cada persona busca su propio beneficio y rara vez desea el bien ajeno tanto como el propio. Por eso, el corazón tiende a apropiarse de lo que no le corresponde, justificando su codicia con excusas elegantes o “razones legales”. Lutero denuncia este autoengaño, al que llama una maldad disimulada bajo apariencia de inteligencia o sagacidad.

También critica duramente a los juristas y magistrados corruptos, que torciendo el derecho, interpretan las leyes de modo que favorezcan a los poderosos o a quienes saben manipularlas. De esta forma, los más hábiles y astutos se valen del derecho para cometer injusticia con respaldo formal. Cita el adagio latino “Vigilantibus jura subveniunt” (“El derecho ayuda a los diligentes”), pero muestra cómo esta máxima, usada con mala intención, sirve de pretexto para oprimir al prójimo en lugar de protegerlo.

Lutero añade aquí un ejemplo práctico para mostrar cómo este mandamiento se violaba incluso entre quienes aparentaban justicia. En tiempos antiguos —dice—, algunos hombres deseaban la esposa de otro y urdían planes para obtenerla sin parecer culpables. Mediante rumores, manipulaciones o intermediarios, provocaban discordia entre los esposos hasta que el marido, enojado, terminaba repudiando a su mujer. De ese modo, el instigador podía casarse con ella “legalmente”, ocultando su codicia bajo una apariencia de corrección.

Lutero recuerda el caso bíblico del rey Herodes, quien tomó por esposa a la mujer de su hermano mientras éste aún vivía, queriendo a pesar de ello parecer justo y honorable. Con ese ejemplo, muestra cómo la codicia y el deseo pueden disfrazarse de derecho y respeto a la ley, aunque ante Dios sigan siendo pecado.

En su tiempo —dice Lutero—, el adulterio legal ya no era posible como entre los judíos, porque el Nuevo Testamento prohíbe el divorcio; sin embargo, advierte que el mismo espíritu de codicia sigue actuando en formas más sutiles. Hoy, por ejemplo, uno puede atraer con palabras o favores al sirviente o a la criada de otro, privando así al prójimo de sus bienes o de su ayuda. Aunque no se robe con violencia, el corazón comete el mismo pecado: codiciar lo ajeno y procurarlo mediante el engaño o la seducción.

Sin importar las apariencias, Dios condena cualquier intento de apropiarse de lo ajeno, incluso cuando el mundo lo considera justo o legal. No basta con evitar el robo manifiesto: también es pecado arrebatar al prójimo algo que le pertenece mediante engaños, manipulaciones o aprovechando su debilidad.

Aunque tales acciones parezcan honorables ante los hombres, ante Dios son maldad oculta y pérfida, porque se realizan “por la espalda”, con apariencias de corrección pero con intención de despojar. El pecado consiste en codiciar lo que Dios ha concedido al otro y actuar de modo que el prójimo pierda lo suyo. Incluso si el juez humano te da la razón, dice Lutero, Dios no lo hará, porque Él ve la raíz de la intención y las argucias con que el mundo disfraza la injusticia.

Estos mandamientos están dirigidos especialmente contra la envidia y la codicia, raíces de toda injusticia. Dios no solo prohíbe los actos externos de daño, sino también el deseo interior que los origina. Con las palabras “No codiciarás…”, Dios apunta al corazón humano, donde nacen los impulsos que conducen a la violencia, el robo o la mentira. Sin embargo, Lutero reconoce que la pureza de corazón perfecta no es alcanzable en esta vida, por lo que los mandamientos funcionan también como un espejo que muestra nuestra condición ante Dios, revelando la necesidad de su gracia.

Las obras de los santos y las órdenes religiosas

Luego de examinar los Diez Mandamientos, Lutero denuncia aquí la hipocresía y vanidad de las órdenes religiosas de su tiempo, que se glorían en obras inventadas por los hombres —ayunos, rezos rituales, procesiones, cantos, vestimentas lujosas y ceremonias— mientras descuidan los mandamientos divinos, que son los verdaderos fundamentos de la vida cristiana.

Afirma que si los creyentes realmente se esforzaran por cumplir lo que los mandamientos exigen —mansedumbre, paciencia, amor al enemigo, castidad, honestidad y generosidad—, habría más que suficiente trabajo para toda la vida. Pero esas obras, que son sencillas, cotidianas y silenciosas, no brillan ante el mundo porque no se acompañan de espectáculo ni pompa.

Lutero critica que se admire lo vistoso y raro —un sacerdote con casulla dorada, un fiel arrodillado todo el día en la iglesia— mientras se desprecia lo humilde y esencial, como una sirvienta que sirve fielmente o un trabajador que cumple con su deber con amor y honradez. Para él, estas obras comunes son las que verdaderamente agradan a Dios, aunque no atraigan la atención ni la admiración humana.

Con tono irónico, se pregunta entonces qué sentido tienen los monasterios y la vida monástica si suponen apartarse del mundo para realizar actos que el propio Dios no ha mandado, dejando de lado los deberes reales hacia el prójimo. Así, Lutero reafirma que la verdadera santidad no consiste en obras externas ni en instituciones humanas, sino en cumplir con sencillez y fidelidad los mandamientos divinos en la vida diaria.

Se jactan de estar en un estado de perfección, es decir, que van más allá del catálogo, pero no se dan cuenta que no es posible cumplir ninguno de los mandamientos como es verdaderamente debido.

Sobre el Credo

Cuando hablamos de El Credo, hablamos de cómo debe ser la doctrina cristiana. Con los Diez Mandamientos, vimos todo lo que Dios quiere que hagamos. 

Si bien los mandamientos nos indican lo que debemos hacer, no tenemos por nosotros mismos la fuerza para cumplirlos, porque nuestra naturaleza es débil y pecadora. Por eso, dice, necesitamos aprender el Credo: para conocer a Dios plenamente y comprender de dónde proviene la ayuda y el poder para obedecerle.

Si el ser humano pudiera cumplir los mandamientos por sus propias fuerzas, no necesitaría ni del Credo ni del Padrenuestro. Pero como esto es imposible, el Credo se vuelve imprescindible, pues nos enseña quién es Dios, qué ha hecho por nosotros y cómo actúa en nuestras vidas. Lutero propone dividirlo, para la enseñanza del pueblo y de los niños, en tres artículos principales, correspondientes a las tres Personas de la Trinidad:

  • El primer artículo, sobre Dios Padre, trata de la creación, de cómo Dios nos ha hecho y nos sostiene.

  • El segundo artículo, sobre el Hijo, se refiere a la redención, es decir, cómo Cristo nos ha liberado del pecado y de la muerte.

  • El tercer artículo, sobre el Espíritu Santo, explica la santificación, la obra por la cual Dios nos transforma interiormente y nos capacita para vivir conforme a su voluntad.

Así, resume Lutero, el Credo puede entenderse con estas palabras sencillas:
“Creo en Dios Padre que me ha creado; creo en Dios Hijo que me ha redimido; creo en el Espíritu Santo que me santifica.”

Hay, pues, un solo Dios y una sola fe, pero tres Personas divinas que actúan en perfecta unidad para nuestra salvación. En esta estructura trinitaria se apoya toda la vida cristiana: conocer, confiar y obrar en relación con el Creador, el Redentor y el Santificador.

Artículo Primero

"Creo en Dios, el Padre Todopoderoso, Creador de los cielos y de la tierra" 

El Credo responde directamente a la pregunta que surge del primer mandamiento —“No tendrás dioses ajenos delante de mí”—: ¿quién es este Dios al que debemos adorar y confiar plenamente? ¿Qué hace, cómo es, cómo podemos conocerlo y hablar de Él?

Por eso, dice, el Credo no es otra cosa que la respuesta y confesión del creyente ante esa pregunta. Nos enseña quién es Dios, cuál es su ser, su voluntad y sus obras. En otras palabras, mientras los mandamientos muestran lo que el hombre debe hacer, el Credo muestra lo que Dios hace por nosotros.

Lutero pone un ejemplo sencillo: si se preguntara a un niño “¿Qué clase de Dios tienes?”, debería poder responder: “Mi Dios es el Padre que ha creado los cielos y la tierra; y fuera de este único Dios, no reconozco a ningún otro, porque sólo Él es Creador de todo lo que existe.”

Cuando el cristiano dice: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”, está confesando algo muy concreto: que es criatura de Dios y que todo lo que posee proviene de Él. No sólo el alma y la vida, sino también el cuerpo, los sentidos, la inteligencia, la razón y todo lo necesario para vivir: comida, bebida, vestimenta, hogar, familia, trabajo y bienes materiales.

Además, Lutero amplía la idea de “Creador” para mostrar que Dios no sólo ha creado el mundo, sino que lo mantiene y lo ordena constantemente para nuestro bien. El sol, la luna, las estrellas, el aire, el agua, los animales, las plantas y todo lo que existe han sido puestos al servicio de la vida humana. También los bienes sociales como el gobierno, la paz y la seguridad son parte de este don divino.

De este modo, la palabra “Creador” abarca todo lo que somos y tenemos. Nos recuerda que nada podemos conservar por nuestras propias fuerzas, sino que dependemos completamente del cuidado y la providencia de Dios. Por eso, creer en el Padre Creador no es una simple afirmación teórica, sino un acto de confianza y gratitud: reconocer que nuestra existencia, nuestra salud, nuestro sustento y nuestra paz son dones continuos de la mano de Dios.

Como el creador es quien nos cuida, protege y nos provee, de la misma forma nosotros debeos amarlo siempre. 

Artículo Segundo

 "... Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro SEÑOR, que fue concebido por el Espíritu Santo; nació de la Virgen María; padeció bajo Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos; subió a los cielos; y está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso, de donde ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos". 

Si bien este artículo es el más extenso, Lutero nos dice que lo que resume perfectamente este es la frase ''Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor''. 

El artículo trata de la redención, es decir, de cómo Cristo nos ha liberado del pecado, del diablo y de la muerte para hacernos suyos.

El cristiano responde con sencillez:

“Creo que Jesucristo, verdadero Hijo de Dios, ha llegado a ser mi Señor.”
Esto significa que antes no teníamos señor ni libertad, sino que vivíamos bajo el dominio del diablo, esclavizados por el pecado, condenados a morir y privados de la gracia de Dios. Después de haber sido creados por el Padre, el ser humano cayó por su propia desobediencia en la perdición y no tenía salida ni consuelo.

Pero el Hijo de Dios, movido por su misericordia infinita, descendió del cielo para rescatarnos. Lutero describe este acto con imágenes de liberación: Cristo entra en la prisión del pecado y del infierno, vence a los tiranos espirituales que nos tenían cautivos y nos redime con su justicia, su poder y su vida.

Así, el Hijo nos restaura a la gracia del Padre y nos pone bajo su protección y gobierno. Cristo se convierte, entonces, en nuestro Señor y Salvador, no como un tirano, sino como un rey lleno de sabiduría, justicia y bondad. Nos gobierna no por la fuerza, sino con vida, amor y salvación.

Decir que Jesucristo es mi Señor equivale a confesar que Él me ha liberado: me ha conducido del diablo a Dios, de la muerte a la vida, del pecado a la justicia, y continúa sosteniéndome en esa nueva existencia.

Las demás frases del artículo —concebido del Espíritu Santo, nacido de la Virgen María, padeció, fue crucificado, muerto y sepultado, resucitó, subió a los cielos y está sentado a la diestra del Padre— no hacen sino explicar cómo se realizó esta redención, qué le costó a Cristo y de qué modo nos hizo suyos.

Lutero subraya que Cristo asumió la naturaleza humana sin pecado, para ser Señor sobre el pecado, y que padeció y murió no por necesidad propia, sino para pagar nuestra deuda, no con bienes materiales, sino con su preciosa sangre. Su resurrección fue la victoria definitiva sobre la muerte, y su ascensión lo colocó a la diestra del Padre, desde donde reina sobre todas las potencias y protege a los suyos.

Finalmente, Cristo volverá el día del Juicio Final para separarnos del mal y llevarnos a la vida eterna.

Artículo Tercero

"Creo en el Espíritu Santo; la santa iglesia cristiana; la comunión de los santos; la remisión de los pecados; la resurrección de la carne; y la vida eterna. Amén."

Lutero introduce aquí el tercer artículo del Credo, que él llama con acierto “el artículo de la santificación”, porque trata de la obra propia del Espíritu Santo.

Así como al Padre lo conocemos como Creador y al Hijo como Redentor, al Espíritu Santo se lo reconoce como Santificador, es decir, aquel que hace santos a los creyentes.

Lutero explica que, aunque en la Escritura se habla de muchos “espíritus” —humanos, celestiales o malignos—, sólo el Espíritu de Dios es llamado Santo, porque nos santifica y nos mantiene en la santidad. Esa obra no es algo momentáneo, sino una acción continua en el creyente.

El Espíritu Santo realiza esta santificación mediante la comunión de los santos, es decir, la Iglesia cristiana, donde actúa por medio de la predicación del Evangelio y del perdón de los pecados. Allí reúne y sostiene a los fieles, conduciéndolos a Cristo y a la salvación.

El Espíritu Santo es quien aplica la redención de Cristo a cada persona.

Cristo —dice— ya realizó la obra de la salvación: conquistó el perdón y la vida eterna por su pasión, muerte y resurrección. Sin embargo, si esa obra quedara oculta o desconocida, sería como un tesoro enterrado e inútil. Por eso Dios envió al Espíritu Santo, cuya función es traer ese tesoro a nosotros, hacérnoslo conocer y ponerlo en nuestros corazones por medio de la predicación del Evangelio.

De este modo, santificar significa “conducirnos a Cristo” para recibir los bienes que él ganó: el perdón, la justicia y la vida. Lutero enseña que el Espíritu Santo opera esta santificación mediante medios concretos: la Iglesia cristiana, el perdón de los pecados, la resurrección del cuerpo y la vida eterna.

La Iglesia, dice Lutero, es la madre de los cristianos, porque en ella el Espíritu engendra y sostiene la fe. Lo hace por medio de la Palabra de Dios, que ilumina y enciende los corazones para que la escuchen, la comprendan, la acepten y perseveren en ella.

Donde el Espíritu no impulsa esa predicación ni hace que la Palabra viva en los corazones —dice—, todo es en vano, como ocurrió bajo el papado, cuando la fe estuvo oculta y Cristo fue desconocido como verdadero Señor.

Durante ese tiempo, las personas no creían que Cristo concede la salvación gratuitamente, sin obras ni méritos, y que nos hace agradables al Padre por pura gracia. En lugar de esto, se enseñaba que la salvación dependía de las obras humanas, doctrina que Lutero considera obra de “malos espíritus” y no del Espíritu Santo.

Por tanto, la verdadera Iglesia cristiana sólo existe donde se predica a Cristo con fidelidad y donde el Espíritu Santo llama, congrega y mantiene a los creyentes en la fe. Fuera de esta comunidad viva, afirma Lutero, nadie puede llegar verdaderamente a Cristo.

Por otro lado, explica el sentido de la expresión del Credo:

Creo en la santa iglesia cristiana, la comunión de los santos” (communionem sanctorum).

Aclara que estas dos expresiones —santa iglesia cristiana y comunión de los santossignifican lo mismo, aunque originalmente una de ellas no figuraba en el texto del Credo. Según Lutero, la traducción literal “comunión de los santos” resulta confusa en el alemán común, por lo que él propone expresarlo de una manera más comprensible: “una santa cristiandad” o “comunidad cristiana”, es decir, la asamblea de los creyentes.

El término griego ἐκκλησία (ekklesía) —traducido al latín como curia o “asamblea”— proviene del verbo ekkalein, que significa “llamar fuera” o “convocar”. Por tanto, ekklesía designaba en la Antigüedad una comunidad de personas convocadas, especialmente en sentido político o religioso.

Lutero retoma este sentido original para corregir lo que él considera un error común: la identificación de la Iglesia con templos, jerarquías o estructuras visibles. Por eso afirma que, en “buen alemán”, es decir, en un lenguaje comprensible para el pueblo, la palabra correcta debería ser “comunidad cristiana” o “asamblea”, y mejor aún, “una santa cristiandad” (eine heilige Christenheit).

Por otro lado, aclara que el término latino communio no debería traducirse literalmente como comunión, sino como “comunidad”, porque lo que el Credo quiere expresar no es una especie de vínculo místico o abstracto, sino una realidad concreta: la comunidad viva de los creyentes.

Lutero explica que communio sanctorum es, en realidad, una glosa o aclaración que fue añadida para explicar el sentido de ecclesia (la Iglesia). Por tanto, ambas expresiones —ecclesia y communio sanctorumse refieren a lo mismo: la comunidad cristiana formada por quienes han sido santificados por la fe.

Luego critica a los traductores y predicadores de su tiempo (“los nuestros”) por haber vertido mal esta frase como “comunión de los santos”, una expresión que —dice— no tiene sentido claro en alemán ni es comprendida por el pueblo. Por eso, sostiene que la traducción correcta debería ser “comunidad de los santos” (Gemeinschaft der Heiligen), o dicho de manera más natural, “una comunidad santa” (eine heilige Gemeinschaft).

Con este cambio, Lutero busca que el texto del Credo exprese con claridad que la Iglesia no es una jerarquía ni un edificio, sino una comunidad viva de creyentes unidos por la fe, la Palabra y los sacramentos.

Ironiza con que cualquier intento de corregir una palabra heredada por costumbre —aunque sea por amor a la verdad— es inmediatamente acusado de herejía. Con esto, denuncia cómo el apego ciego a la tradición lingüística y litúrgica del papado impide al pueblo comprender el verdadero sentido del Evangelio.

Naturaleza espiritual de la iglesia

En primer lugar, Lutero describe la Iglesia verdadera —que él llama “una santa comunidad” o “cristiandad”— como un grupo reducido (kleine Häuflein, “pequeño rebaño”) compuesto únicamente por santos, no en el sentido de perfección moral, sino porque son santificados por la fe en Cristo. Esta comunidad tiene una sola cabeza: Cristo, y es convocada, unida y sostenida por el Espíritu Santo. Todos sus miembros comparten una misma fe, comprensión y amor, aunque posean dones distintos. Lutero resalta que en ella no hay sectas ni divisiones, porque el Espíritu obra la verdadera unidad interior de la Iglesia, que no depende de jerarquías visibles, sino de la comunión espiritual.

Él mismo se reconoce como miembro vivo de esta comunidad, no por méritos propios, sino porque el Espíritu lo ha incorporado mediante la escucha de la Palabra de Dios, que es la puerta de entrada a la cristiandad. Antes de escucharla —dice— pertenecíamos al diablo, es decir, vivíamos en la ignorancia y el pecado. Por eso, el Espíritu Santo permanece en la Iglesia hasta el fin del mundo, guiándola siempre por medio de la predicación, los sacramentos y la comunión fraterna, a través de los cuales produce santificación y crecimiento en la fe.

Lutero explica que dentro de esta “santa comunidad” encontramos la remisión de los pecados, la cual se manifiesta en múltiples formas: por la palabra del Evangelio, los sacramentos, la absolución y la mutua consolación entre los creyentes. Toda la vida eclesial —la predicación, el bautismo, la Cena del Señor, el perdón y el servicio fraterno— es una expresión concreta del Evangelio.

Además, subraya que, aunque la gracia ya ha sido ganada por Cristo y la santificación se realiza por el Espíritu Santo, el creyente sigue siendo pecador en esta vida. La carne —es decir, la inclinación al pecado— nunca desaparece por completo, y por eso la Iglesia es una comunidad en constante búsqueda del perdón, donde cada día los cristianos deben recurrir a la Palabra y a los signos sagrados para hallar consuelo y fortaleza.

Resurrección de la carne

El Espíritu Santo realiza en nosotros una santificación progresiva. Mientras vivimos, nuestra carne —esto es, la naturaleza humana inclinada al pecado— debe ser “muerta y sepultada” espiritualmente, para que pueda resucitar un día glorificada y totalmente pura. En esta vida somos santos solo en parte, porque seguimos necesitados del perdón. El Espíritu Santo nos renueva constantemente a través de la Palabra y del perdón de los pecados, que son sus instrumentos cotidianos. Pero cuando llegue la muerte, Él consumará esa santificación, resucitando nuestros cuerpos en una forma nueva, inmortal y libre de toda corrupción.

Lutero aclara que la expresión “resurrección de la carne” puede sonar confusa, porque en alemán la palabra “carne” evoca lo material o sensual. Por eso, sugiere decir “resurrección del cuerpo” o incluso “del cadáver”, aunque subraya que lo importante no es la palabra, sino comprender el sentido: que Dios levantará corporalmente a los creyentes a una vida eterna y gloriosa.

Mientras la creación (obra del Padre) y la redención (obra del Hijo) ya están cumplidas, la santificación (obra del Espíritu Santo) continúa hasta el fin del mundo. El Espíritu sigue obrando incesantemente, formando y manteniendo la comunidad cristiana —la Iglesia—, predicando la Palabra, otorgando la fe y distribuyendo el perdón de los pecados. Su misión aún no ha terminado, porque no todos los creyentes han sido reunidos ni perfeccionados todavía.

Lo que enseña el Credo

Los artículos del Credo —la confesión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo— distinguen y separan a los verdaderos cristianos del resto de la humanidad. Paganos, judíos, musulmanes (“turcos”) o incluso falsos cristianos e hipócritas pueden creer en un único Dios, pero ignoran el modo en que Dios se relaciona amorosamente con el ser humano. No conocen a Cristo como Redentor ni han recibido la acción vivificadora del Espíritu Santo; por eso, dice Lutero, permanecen bajo la ira y la condenación, pues fuera de Cristo no hay gracia ni salvación.

Luego explica que el Credo y los Diez Mandamientos pertenecen a dos órdenes completamente distintos:

  • Los Mandamientos enseñan lo que el ser humano debe hacer ante Dios: amar, servir, obedecer y vivir rectamente.

  • El Credo, en cambio, enseña lo que Dios hace por nosotros: crea, redime y santifica.

Lutero dice que los mandamientos están “escritos en todo corazón humano”, es decir, forman parte de la ley natural y pueden ser conocidos incluso por quienes no son cristianos. Pero el Credo, que revela el misterio de la gracia y la Trinidad, no puede ser comprendido por la razón humana, sino solo por la iluminación del Espíritu Santo.

Por eso, los mandamientos —dice Lutero— no hacen a nadie cristiano. Al mostrarnos lo que debemos hacer, solo evidencian nuestra incapacidad y nos colocan bajo el juicio divino. El Credo, en cambio, nos comunica la gracia de Dios, nos justifica y nos reconcilia con Él. Al conocer que Dios se nos da en plenitud —el Padre en la creación, el Hijo en la redención y el Espíritu en la santificación—, el creyente se llena de amor y gratitud, y por ese amor puede finalmente cumplir los mandamientos con alegría.

El Padrenuestro

En la Tercera Parte de este Catecismo, dedicada al Padrenuestro, Lutero explica el sentido profundo y la necesidad de la oración cristiana.

Primero, establece una continuidad lógica con las partes anteriores: tras aprender lo que debemos hacer (los Diez Mandamientos) y lo que debemos creer (el Credo), corresponde ahora aprender cómo debemos orar. En otras palabras, la oración es la respuesta viva de la fe y el medio por el cual pedimos a Dios fuerza para cumplir su voluntad.

Lutero reconoce que, aunque el creyente haya comenzado a creer sinceramente, no puede cumplir perfectamente los mandamientos, porque el diablo, el mundo y la carne se oponen constantemente. Por eso, dice, la oración es absolutamente necesaria: mediante ella pedimos a Dios que nos dé, conserve y aumente la fe, y que elimine los obstáculos que nos apartan del bien. Orar, entonces, no es opcional, sino una necesidad espiritual continua.

Antes de comentar el Padrenuestro verso por verso, Lutero considera indispensable exhortar al pueblo a orar, recordando que Cristo y los apóstoles lo hicieron. Afirma que la oración no es una práctica voluntaria o devocional secundaria, sino un mandamiento divino, incluido en el Segundo Mandamiento (“No tomarás el nombre de Dios en vano”), el cual no solo prohíbe el uso irrespetuoso del nombre divino, sino que manda invocarlo en toda necesidad. Orar, entonces, equivale a usar correctamente el nombre de Dios, invocándolo con fe y confianza.

De ahí que Lutero critique la actitud común de su tiempo —y también muy humana— de considerar la oración como algo superfluo o ineficaz (“¿Para qué orar, si Dios ya sabe lo que necesito?” o “Si no oro yo, alguien más lo hará”). Esta indiferencia la califica como una ceguera espiritual que conduce a la pereza y al abandono de la fe. Además, aclara un malentendido frecuente: cuando los reformadores rechazaban las oraciones hipócritas o mecánicas del culto tradicional, no estaban negando la necesidad de orar, sino purificándola de la superstición, para que se practique como un acto vivo de confianza y obediencia al mandato de Dios.

La verdadera oración

Primero, afirma con claridad que las oraciones recitadas mecánicamente o cantadas sin conciencia —como los rezos monótonos, salmodias o repeticiones rituales— no son auténticas oraciones, sino simples ejercicios externos. Pueden servir, dice, como práctica para niños o principiantes, pero carecen del sentido profundo del acto de orar. Según Lutero, orar es invocar a Dios en todas las adversidades, es decir, dirigirse a Él con fe y confianza, buscando su ayuda y amparo. Esta invocación no es opcional: Dios la manda con la misma seriedad que prohíbe matar o robar.

Por tanto, orar no depende del gusto o la disposición del creyente, sino de la obediencia al mandamiento divino. Así como un hijo debe obedecer a sus padres aunque no le apetezca, el cristiano debe orar porque Dios lo ordena. Lutero insiste en que este deber convierte la oración en un acto de obediencia y confianza, no en una obra voluntaria o piadosa que dependa de la “dignidad personal” del orante.

Luego combate una idea muy extendida: la de que solo los santos, o las personas especialmente piadosas, pueden orar con eficacia. Rechaza esa creencia y enseña que toda oración hecha en obediencia al mandamiento de Dios es tan preciosa y santa como la de los apóstoles. No porque quien ora sea santo, sino porque la fuerza de la oración proviene del mandato y la promesa de Dios, no del mérito humano. En este punto, Lutero destruye la noción medieval de una jerarquía espiritual entre “oraciones más valiosas” y “oraciones menos dignas”.

Asimismo, advierte contra quienes oran “por costumbre” o “por si acaso”, sin verdadera fe ni intención de dirigirse a Dios. Esto, dice, es una oración perdida, un hablar vacío que no tiene sentido ni poder espiritual. La verdadera oración debe fundarse en la certeza de que Dios escucha y quiere responder, pues si no lo hiciera, no habría ordenado orar.

La oración no solo es un mandamiento, sino también una promesa. Dios no solo nos ordena orar, sino que además asegura que responderá a nuestras súplicas. Cita el Salmo 50:15 (“Invócame en el día de la angustia: te libraré”) y las palabras de Jesús en Mateo 7:7-8 (“Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá”), para mostrar que la oración no es una práctica incierta, sino una acción que descansa en la fidelidad de Dios.

Esta promesa, dice Lutero, debería inflamar el corazón del creyente con confianza, alegría y amor al orar. Dios mismo testifica en su palabra que le agrada profundamente la oración de sus hijos y que nunca la desprecia ni la deja sin respuesta. Por eso, quien ora debe hacerlo con absoluta seguridad, diciendo con confianza filial:

“Aquí vengo, amado Padre, no por mi mérito ni por mi dignidad, sino porque Tú lo mandas y lo prometes, y tu palabra no puede mentir.”

Lutero enfatiza que dudar de esta promesa es un grave error, porque equivale a tratar a Dios como un mentiroso. No creer en su disposición a escuchar es una ofensa mayor que no orar, porque implica negar su verdad y su bondad.

Luego añade un tercer motivo para estimular la oración: Dios mismo nos enseña cómo orar, poniendo en nuestros labios las palabras adecuadas mediante el Padrenuestro. Esto revela la ternura de Dios, que no solo nos manda orar, sino que nos da el modelo perfecto de oración, eliminando toda duda sobre su validez o eficacia.

Dios prescribe la oración —y especialmente el Padrenuestro— para que reconozcamos nuestra constante necesidad de Él. Orar no es un ejercicio decorativo o ritual, sino la expresión viva de nuestra dependencia. Solo quien siente su necesidad, quien experimenta la falta, puede orar verdaderamente. Por eso, dice Lutero, “quien quiere pedir, debe nombrar algo que desea”; sin esa conciencia, no hay oración, sino simple palabrería.

De ahí su crítica a las oraciones monásticas y clericales, recitadas como meros cantos o murmullos. Aunque se hacían día y noche, no nacían del corazón ni de la fe, sino del intento de “hacer una buena obra” para pagar a Dios, como si el hombre fuera el dador y no el receptor de la gracia. Lutero denuncia que tales rezos carecen de necesidad, confianza y deseo sincero, y por tanto no son oración verdadera.

Para él, la oración auténtica brota de la urgencia interior, de la experiencia de carencia y sufrimiento. Quien siente su debilidad, el peso de la tentación o la necesidad de perdón, clama espontáneamente. Esa oración es la que Dios desea, porque nace del corazón movido por la fe. Por eso el Padrenuestro es tan completo: en sus siete peticiones se encuentra todo lo que el ser humano necesita —para el cuerpo, el alma y la vida espiritual—, y su recitación debe recordarnos constantemente nuestra dependencia de Dios.

Lutero insiste también en la oración como disciplina cotidiana, que debe enseñarse desde la niñez. Cada cristiano ha de orar diariamente por sus propias necesidades y por las de los demás: por los gobernantes, los predicadores, los vecinos, la familia y los pobres. Y en toda oración se ha de recordar el mandamiento y la promesa de Dios, que aseguran que orar no es en vano.

La oración como defensa espiritual contra el diablo. Afirma que toda la fuerza del creyente reside en la oración, que es su única arma verdadera. Si el Evangelio ha sobrevivido frente a los ataques del mal y de los enemigos de la fe, ha sido gracias a las oraciones de los fieles, que se interponen como “un muro de hierro” entre el diablo y el pueblo de Dios. La oración, entonces, es tanto un acto de amor como un acto de resistencia.

Por eso exhorta: el cristiano debe mantenerse firme en la oración sin cansarse, confiando en que cada súplica, incluso una tan simple como “Hágase tu voluntad”, tiene eco inmediato en el cielo. Esa respuesta divina “Sí, hijo amado, así será” es la prueba de la comunión entre Dios y quien ora.

La Primera Petición

''Santificado sea tu nombre''

Lutero comienza señalando que la frase “santificado sea tu nombre” no está expresada de forma clara en alemán, y que en su lengua natural debería entenderse como: “Padre celestial, ayuda a que solo tu nombre sea santo”. Con esto introduce una distinción fundamental: el nombre de Dios es santo en sí mismo, en su esencia divina, pero no es santo “en nuestro uso”, es decir, en la manera en que los seres humanos lo tratamos, invocamos o representamos en nuestra vida.

Aclarado eso, explica por qué debemos pedir algo que ya es santo: no se trata de que el nombre de Dios necesite ser purificado —pues su santidad es eterna e inmutable—, sino de que nosotros lo profanamos con nuestra conducta, palabras y actitudes. El nombre de Dios nos ha sido dado gratuitamente cuando fuimos bautizados, cuando fuimos incorporados a Cristo y llamados “hijos de Dios”. Ese nombre está unido a los sacramentos y, por tanto, pertenece a nuestra vida diaria como cristianos.

Por eso, dice Lutero, esta petición del Padrenuestro expresa una enorme necesidad: debemos rogar que el nombre de Dios sea honrado, respetado, venerado y tomado como el mayor tesoro que poseemos, no solo en el cielo (donde nadie lo profana), sino aquí en la tierra, entre nosotros. La petición, entonces, significa:

“Padre, haz que tu nombre, que es santo por naturaleza, sea tratado como santo entre nosotros, en nuestras palabras, vidas, obras y enseñanzas.”

Es una súplica para que nuestra vida coincida con esa santidad que confesamos, para que el nombre de Dios no sea usado en vano ni asociado con falsedad, engaño o hipocresía. Solo así, dice Lutero, podemos comportarnos como hijos piadosos que honran el tesoro que les ha sido confiado.

Aclara que el nombre de Dios es santificado cuando nuestra doctrina y nuestra vida son verdaderamente cristianas. Como en esta oración llamamos a Dios “Padre”, estamos obligados a comportarnos como hijos obedientes que honran a su padre con su conducta, no solo con palabras. Si un hijo actúa perversamente, el padre recibe deshonor. Lo mismo ocurre con Dios: si los que se llaman “cristianos” viven de modo contrario a su voluntad, su nombre queda ultrajado ante el mundo.

Luego identifica las formas concretas de profanación del nombre divino. Primero, cuando alguien enseña falsedad, error o engaño en nombre de Dios. Esto es para Lutero la peor blasfemia, porque hace que el nombre santo sirva de máscara para mentiras y seducciones. También incluye aquí el abuso directo del nombre divino en juramentos falsos, maldiciones, hechicerías y usos irresponsables.

Segundo, cuando la conducta pública de los cristianos contradice lo que predican: adulterio, borracheras, avaricia, envidia, calumnias. Todo esto hace que el mundo concluya que quienes llevan el nombre de Dios no se diferencian de los hijos del diablo. Lutero subraya que la profanación no está solo en palabras injuriosas, sino también en la vida que desmiente la fe.

Cuando en esta oración pedimos que el nombre de Dios sea santificado, en realidad estamos pidiendo exactamente lo que el segundo mandamiento exige: que no se use el nombre divino para el mal, ni para juramentos falsos, ni para engañar o mentir, sino para alabar y glorificar a Dios. Así como un edificio sagrado podía “profanarse” cuando allí ocurría un crimen, el nombre de Dios —que es santo en sí mismo— puede ser profanado por el uso indebido que hacen los seres humanos. Por eso, “santificar” el nombre significa honrarlo y mantenerlo en su debido respeto tanto en palabras como en obras.

Luego insiste en que esta petición es absolutamente necesaria, porque el mundo está lleno de maestros falsos que manipulan el nombre de Dios para justificar doctrinas erradas y dañinas. Para Lutero, esto es un peligro real: herejes, sectas, autoridades corruptas y fanáticos usan el nombre divino como cobertura para promover enseñanzas contrarias al evangelio. Por eso el cristiano debe orar continuamente pidiendo que Dios preserve la pureza de su Palabra y proteja la verdadera doctrina.

Incluso quienes poseen la Palabra de Dios pueden volverse indiferentes, desagradecidos o vivir de modo que deshonra a Dios. Por eso la oración debe ser sincera, nacida del corazón, orientada a que el nombre divino sea honrado entre nosotros y no solo defendido contra enemigos externos. Lutero concluye afirmando que no hay nada que agrade más a Dios que ver a sus hijos pedir por la gloria de su nombre y por la correcta enseñanza de su Palabra.

Segunda petición

''Venga tu reino''

Así como en la primera pedimos que el nombre de Dios sea santificado “entre nosotros”, aunque ese nombre ya es santo en sí mismo, ahora pedimos que su reino “venga a nosotros”, aunque el reino de Dios ya existe y avanza por sí mismo sin depender de nuestras oraciones. La clave está justamente en “a nosotros”: la súplica no busca provocar que el reino exista, sino rogar que ese reino se haga presente y eficaz en nuestra vida, en nuestra comunidad y en nuestro corazón.

Lutero dice que lo hacemos porque deseamos que el reino de Dios se establezca entre nosotros, de manera que participemos verdaderamente en él. Pedimos que Dios reine en nosotros, que someta lo que en nosotros se opone a su voluntad y que su gobierno se manifieste a través de la verdad de su Palabra y la rectitud de nuestra vida. Tal como pide en la primera petición que la mentira y la falsedad no contaminen el nombre divino, ahora pide que el reino de Dios —que consiste en verdad, justicia, fe y vida nueva— avance y tenga dominio frente a las fuerzas contrarias: el pecado, el diablo y el mundo.

La segunda petición del Padrenuestro —“Venga tu reino”— no pide que Dios establezca un reino inexistente, porque su reino ya existe y actúa por sí mismo. Lo que pide es que ese reino venga a nosotros, es decir, que se manifieste, se instaure y permanezca entre los hombres, de modo que su nombre sea honrado y su gobierno espiritual prevalezca sobre el reino del pecado. Lutero aclara que el reino de Dios consiste en aquello que el Credo ha revelado: Cristo nos redime del poder del diablo, nos conduce hacia el Padre y nos gobierna como Rey de justicia y vida.

¿Qué es el “reino de Dios” según Lutero?

  • El reinado de Cristo sobre los redimidos.

  • El gobierno espiritual que combate contra el pecado, la muerte y la mala conciencia.

  • La obra conjunta del Hijo y del Espíritu Santo: redención y santificación.

  • La acción continua de la Palabra que ilumina, fortalece y conserva la fe.

Pedimos, por tanto, que este reino se afiance entre nosotros, de modo que la Palabra de Dios no solo se predique rectamente, sino que también produzca frutos en la vida de quienes la reciben. Lutero insiste en que pedimos la permanencia del reino en los creyentes y su expansión hacia quienes aún no lo conocen, para que el evangelio se extienda y conquiste corazones.

Lo que pedimos en la segunda petición —la venida del reino de Dios— no es algo pequeño, limitado o material, sino el mayor de los dones: el eterno tesoro de la gracia divina, es decir, todo aquello que Dios mismo posee y desea comunicar. Esto ya bastaría para intimidar cualquier corazón humano si no fuese porque Dios mismo lo manda y promete. El punto decisivo es que Dios no sólo permite pedir grandes cosas: las exige. Quiere que le pidamos sin medida, con confianza plena y audacia espiritual, porque esto honra su naturaleza generosa e inagotable. Lutero compara esta actitud con un manantial que, cuanto más se le extrae, más brota; así es Dios en su liberalidad.

Si un soberano poderoso mandara a un mendigo pedir lo que quisiera para concederle un regalo digno de su majestad, y el mendigo solo pidiera un plato de sopa, se mostraría indigno y humillante ante tal orden. Algo similar ocurre cuando nosotros, teniendo un Dios que nos ofrece dones eternos y abundantes, nos conformamos con pedir apenas lo necesario para nuestro estómago o lo inmediato de nuestra vida material. Lutero califica esta actitud como fruto de la incredulidad, un desprecio práctico a la promesa divina y un desconocimiento de la magnitud de la gracia ofrecida.

Por eso insiste en que debemos fortalecernos contra esa pequeñez del corazón. La oración debe comenzar precisamente por pedir lo más grande: que el reino de Dios venga a nosotros, que la obra del Espíritu continúe, que la fe sea fortalecida, que la palabra se mantenga viva, que el evangelio se expanda. A partir de ahí —dice Lutero siguiendo las palabras de Cristo— todo lo demás se nos añadirá. Si Dios nos promete lo eterno, ¿cómo podría abandonarnos en lo temporal? La lógica de la fe vive justamente de esta confianza: quien busca primero el reino, recibe de Dios todo lo demás con sobreabundancia.

Tercera petición

"Que se haga tu voluntad, así en el cielo, como también en la tierra" 

Lutero parte de una estructura coherente: en la primera petición pedimos que el nombre de Dios sea honrado, y en la segunda que su reino se extienda; es decir, oramos para que Dios reine entre nosotros, nos gobierne por su palabra y por su Espíritu, y preserve la fe verdadera. Con eso, dice Lutero, está contenido todo lo que tiene que ver con el honor de Dios y con nuestra salvación: que recibamos a Dios con todos sus bienes y que vivamos dentro de su reino.

Sin embargo, añade una observación esencial: aunque pidamos lo correcto, aunque Dios ya nos dé su palabra, la fe y el Espíritu Santo, surge inmediatamente la necesidad de perseverar y de defender lo obtenido. Así como un buen gobierno no solo necesita gente que construya y administre, sino también que vigile, defienda y proteja, del mismo modo ocurre en la vida espiritual. El cristiano no solo debe recibir la fe y la palabra, sino también resistir todo lo que amenaza su conservación.

Si verdaderamente permanecemos en la fe, habrá oposición. Y no una oposición superficial, sino ataques intensos y continuos. Los enemigos a los que alude —el diablo, el mundo y la carne— se opondrán a los dos artículos anteriores: harán todo lo posible para impedir que el nombre de Dios sea honrado y para frenar la expansión de su reino. Esto se manifiesta en tentaciones, persecuciones, desánimo, distracciones, doctrinas falsas, división, confusión y toda clase de interferencias.

Por eso la tercera petición —"Hágase tu voluntad"— no es un simple deseo resignado, sino una súplica combativa, una súplica para que Dios mantenga su obra en nosotros frente a todo lo que quiere destruirla. Pedimos que la voluntad de Dios prevalezca contra todo poder contrario; pedimos perseverancia, protección, firmeza y victoria espiritual. En esta petición ya se asume la tensión entre el reino de Dios y el reino de las tinieblas, entre la fe auténtica y la oposición activa.

El diablo no puede tolerar que alguien crea, enseñe o viva conforme al evangelio. No es una figura simbólica para Lutero, sino un enemigo real que odia la verdad y que sufre cuando sus engaños son expuestos públicamente. El diablo se enfurece especialmente cuando queda en evidencia, cuando su reino se debilita y su dominio sobre el corazón humano es roto. Para impedir esto, se levanta con toda su fuerza, movilizando al mundo y a la carne —las otras dos fuentes de oposición espiritual— como aliados suyos. Estas fuerzas trabajan juntas: la carne se inclina al mal, incluso cuando la fe ya ha sido recibida; el mundo odia la verdad, y el diablo enciende, atiza y potencia ambas inclinaciones. La estrategia del enemigo es constante: impedir, desalentar, derribar y reconquistar el corazón.

Por eso Lutero advierte que quien quiera ser cristiano debe asumir que entra en un campo de batalla espiritual. No habrá paz para quien viva según la palabra. Allí donde la palabra es predicada con verdad y recibida con fe, allí también aparecerá la cruz: oposición, persecución, pérdida, sufrimiento y renuncia a todo lo que es temporal. Lutero habla de sacrificar bienes, honra, familia, e incluso la vida si fuera necesario. No se trata de un discurso fatalista: es el reconocimiento de que la fe auténtica siempre tendrá oposición. La carne se resiste a ese costo; el “viejo Adán” no quiere soltar nada, y se rebela contra el sufrimiento. Por eso el creyente necesita protección divina.

Las tres primeras peticiones del Padrenuestro —que el nombre de Dios sea santificado, que venga su reino y que se haga su voluntad— no son meros deseos abstractos, sino la forma concreta en que la comunidad cristiana pide que los bienes divinos que existen “de por sí” lleguen y se arraiguen en nosotros. Lutero insiste en que, aunque Dios pueda y hará todas estas cosas sin nuestra súplica, Él ha ordenado que las pidamos; por tanto la oración no es opcional: es el medio por el cual participamos activamente en la venida de la salvación a nuestras vidas.

La oración así entendida es defensiva y ofensiva a la vez. Defensiva, porque nos protege: pedir que se haga la voluntad de Dios es pedir una muralla que detenga y haga fracasar los proyectos del diablo, de los poderosos hostiles y de las falsas doctrinas. Ofensiva, porque por medio de la petición Dios obra en nosotros y por medio nuestro en el mundo; una o dos personas orantes pueden convertirse, mediante ese artículo, en un obstáculo eficaz contra la expansión del mal. Lutero muestra confianza en la eficacia real de la oración: no es superstición sino el instrumento que Dios mismo ha puesto para que su propósito se cumpla “entre nosotros”.

También aquí hay una clara llamada a la perseverancia y a la responsabilidad comunitaria. No basta con saber que Dios “puede” es preciso pedirlo, sostenerlo y resistir activamente. La oración fortalece a la comunidad y a sus miembros para que se mantengan firmes frente a persecuciones, presiones sociales y la debilidad de la carne. La voluntad de Dios, cuando se impone entre los creyentes, asegura que ni orgullo ni violencia ni intrigas podrán extinguir el reino ni mancillar el nombre divino.


Cuarta Petición

"El pan nuestro de cada día dánoslo hoy"

Aunque la frase “pan de cada día” parece corta y simple, para él encierra todo lo que sostiene la vida humana en este mundo. No se trata sólo de alimento literal, sino de todo aquello que permite que el alimento exista, llegue a nuestras manos y pueda disfrutarse en paz. Lutero amplía el horizonte: el pan no depende sólo del horno o del molinero, sino del campo, la tierra, la lluvia, las estaciones, el trabajo de quienes cultivan, producen, distribuyen, venden y preparan. En suma, la petición abarca la estructura completa que sostiene la vida física.

La petición, por tanto, implica reconocer que incluso lo más básico —sembrar, cosechar, cocinar, comerciar, mantener un hogar— sólo es posible porque Dios bendice el mundo creado y lo mantiene. Si la tierra no produjera, si la cosecha se perdiera, si la salud fallara o si el clima destruyera los campos, el pan no llegaría jamás a la mesa. La súplica es un reconocimiento de dependencia y una confesión de que lo cotidiano es don divino.

Lutero también subraya que pedir el “pan de cada día” incluye la dimensión social y política. No puede conservarse la vida material sin un orden pacífico. La paz, la estabilidad, la justicia, el orden civil, la buena administración pública, la ausencia de guerras y pleitos son parte de este “pan”. Dios sostiene la vida no sólo mediante la cosecha, sino por medio de magistrados, leyes, autoridades y estructuras que permiten el comercio, la convivencia y el trabajo. Un gobierno justo y pacífico es un canal por el cual Dios preserva la vida. Donde hay guerra o conflicto social, aun con abundancia, el pan se vuelve inaccesible, inseguro o escaso.

Por eso, esta petición nos recuerda que debemos pedir no sólo lo material, sino también las condiciones que posibilitan lo material: salud, trabajo, paz social, buena gobernanza y relaciones humanas estables. Pedir el “pan de cada día” es, en el fondo, pedir que Dios mantenga el mundo de tal manera que podamos vivir con dignidad, en sustento diario, libres del caos que destruye tanto los bienes como la posibilidad de disfrutarlos.

El pan cotidiano no depende solo de causas naturales, sino también del orden social, político y humano que Dios utiliza como instrumentos. Su estilo es deliberadamente provocador para que la gente perciba la importancia del gobierno justo y la estabilidad civil.

Lutero sugiere que en lugar de leones, escudos y símbolos heráldicos, los príncipes deberían llevar un pan en su escudo de armas. ¿Qué busca mostrar con esto? Que los gobernantes no están para adornarse con honores vacíos, sino para ejercer una función concreta y vital: preservar la paz y el orden sin los cuales no hay pan, ni trabajo, ni subsistencia. El pan simboliza la totalidad de las condiciones sociales que permiten que el alimento llegue a la mesa. Si hay guerra, caos o abuso de poder, el pan no llega, incluso si la tierra produce. Por eso Lutero insiste en que los gobernantes son dignos de honra no por su estatus, sino porque su oficio es medio de Dios para mantener lo necesario para la vida.

El verdadero enemigo del pan cotidiano no es solo la escasez, sino el diablo mismo. Con ello intensifica el carácter espiritual de una petición aparentemente “material”. Explica que el diablo no se limita a atacar el orden espiritual —corrompiendo la fe y engañando a los corazones—, sino que también procura destruir el orden civil y material de la vida: provoca disputas, homicidios, rebeliones, guerras, desastres climáticos, plagas y enfermedades. Todo ello con un objetivo singular: que nadie tenga paz ni siquiera para comer un simple trozo de pan. Para Lutero, el diablo se opone a toda forma de vida ordenada, porque todo lo que preserva la vida humana es un beneficio divino.

Luego enfatiza que, si no fuera porque Dios limita el poder del diablo y porque la iglesia ora, el enemigo destruiría absolutamente todo: no habría cosechas, ni dinero, ni existiría seguridad. La idea no es apocalíptica sino pedagógica: Lutero quiere despertar la conciencia de la fragilidad del mundo y la necesidad constante de la oración. La intercesión de la iglesia actúa como barrera contra la destrucción. Por eso la insistencia en que debemos pedir el pan cotidiano no solo por necesidad física, sino como reconocimiento de que procede de Dios y no de nuestras propias fuerzas.

A continuación, Lutero señala que, aunque Dios sostiene incluso a impíos e injustos, quiere que los creyentes pidan el pan para que reconozcan su bondad paternal. Y añade una observación social crítica: cuando Dios retira su mano, se manifiestan males concretos como la falsificación de moneda, la usura, la inflación, la explotación de los pobres, abusos en el comercio, injusticias laborales. Estos males no son accidentes económicos, sino signos de corrupción moral que impiden a muchos recibir su pan cotidiano. Por eso la oración también denuncia estas injusticias: el “pequeño artículo” del Padrenuestro —tan sencillo como pedir pan— se vuelve un juicio contra quienes roban, oprimen o destruyen la paz económica de los demás.


Quinta petición

"Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores" 

Lutero explica aquí la profundidad de la quinta petición —“Perdónanos nuestras deudas”— mostrando que no se refiere a un acto ocasional, sino a una necesidad diaria e incesante. El punto central es que incluso quienes creen, oyen la Palabra, procuran obedecerla y viven de las bendiciones de Dios, continúan siendo frágiles, porque siguen habitando en “esta pobre y mísera vida”. Esto implica convivir con tres fuentes permanentes de tropiezo: nuestra propia carne inclinada al mal, el mundo que provoca impaciencia, ira y deseos de venganza, y el diablo que combate activamente todo lo pedido en las peticiones anteriores. Frente a esa triple presión, Lutero sostiene que es imposible permanecer siempre firmes sin caer.

Por eso se hace indispensable clamar cada día: “Amado Padre, perdónanos nuestras deudas”. Esta súplica no pretende que Dios comience a perdonar a partir de nuestra oración, pues el evangelio proclama un perdón ya concedido por pura gracia incluso antes de que lo pidiéramos. La petición busca otra cosa: que reconozcamos ese perdón, lo recibamos conscientemente y lo dejemos operar en la conciencia. La carne —es decir, nuestra condición humana caída— no confía en Dios de manera estable, está llena de deseos desordenados y provoca pecados diarios en palabras, obras, acciones y omisiones. Esos pecados hieren la conciencia, la llenan de temor y la hacen dudar de la gracia, provocando así la pérdida del consuelo del evangelio.

El perdón recibido y el perdón ofrecido no pueden separarse. Su propósito es doble —humillar al orgulloso y consolar al afligido— y lo articula de la siguiente manera:

Primero, muestra que esta oración destruye toda presunción. El ser humano, inclinado al orgullo, suele compararse con los demás, juzgarse mejor que otros o menos necesitado de misericordia. Pero cada vez que recita “perdónanos nuestras deudas”, reconoce inevitablemente su propia condición de pecador. Esta confesión diaria derriba la soberbia y obliga a todos a presentarse ante Dios en igualdad, reconociendo que nadie es más justo que otro. Ninguno puede decir que ha alcanzado un estado en el cual ya no necesita el perdón. Mientras vivamos en este mundo, nuestra naturaleza caída nos acompaña; si Dios no perdonara constantemente, estaríamos totalmente perdidos.

A continuación, introduce la cláusula decisiva: “así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Lutero dice que este complemento no debilita la gracia, sino que la refuerza. Dios ya ha prometido el perdón gratuitamente; sin embargo, quiere añadir un signo tangible que afirme nuestra fe. Cuando perdonamos a nuestro prójimo, ese acto se convierte en una señal visible de que el evangelio habita en nosotros y de que confiamos en el perdón recibido. Si nosotros, siendo perdonados cada día por Dios, nos negamos a perdonar a quienes nos ofenden, demostramos que no hemos comprendido ni acogido la gracia. En cambio, cuando perdonamos, encontramos un consuelo adicional: sabemos que Dios cumple su promesa, porque él mismo ha vinculado ambos actos para fortalecer nuestra certeza.

El perdón no solo debe creerse, sino también sentirse con seguridad en la conciencia, y para ello Dios provee signos. Estos signos —como el bautismo y la cena del Señor— son visibles y externos, y tienen la función de confirmar por fuera lo que Dios promete por dentro mediante su Palabra.

En esta parte, Lutero afirma que la cláusula “así como nosotros perdonamos a nuestros deudores” cumple un papel semejante. No es un requisito meritorio, ni una condición que “compra” el perdón de Dios, sino un sello visible que Dios ha colocado para fortalecer al creyente cada vez que ora.

Sexta petición

 "No nos dejes caer en la tentación"

“No nos dejes caer en tentación” es absolutamente indispensable incluso para quien ya ha recibido el perdón y vive en la fe. Su análisis se estructura en torno a tres tipos de tentación, que él identifica como los tres enemigos del cristiano: la carne, el mundo y el diablo. Lo hace no sólo como una distinción didáctica, sino para describir la presión constante y múltiple que rodea la vida humana aun después de haber sido justificados.

Primero, Lutero habla de la carne, es decir, la naturaleza humana caída que el creyente lleva consigo “como el viejo Adán”. Esta carne no desaparece con la fe, sino que permanece activamente inclinada hacia todo tipo de pasiones desordenadas: impureza, pereza, gula, avaricia, fraude, engaño. Señala además que estas inclinaciones no actúan en abstracto, sino que se avivan mediante la convivencia humana: lo que vemos, oímos y experimentamos despierta concupiscencias incluso en corazones que estaban tranquilos. La tentación de la carne es, por tanto, interior, inherente y constante.

Segundo, Lutero describe la tentación que proviene del mundo. Aquí no se refiere a la creación, sino al orden social dominado por vicios de ambición, rivalidad y violencia. El mundo hiere con injurias, provoca ira e impaciencia, y alimenta orgullo, deseo de gloria, ansias de poder, venganza y enemistad. Esta presión externa se manifiesta en conflictos humanos, injusticias y pretensiones de superioridad. En su análisis, lo mundano crea un clima espiritual hostil que impulsa a reaccionar según el viejo Adán.

Mientras que la carne y el mundo afectan las pasiones y la conducta, el diablo apunta directamente a la conciencia y a la fe. Su obra consiste en arrancar al creyente de la Palabra de Dios, sembrar dudas, confundir, empujar hacia la superstición, el orgullo espiritual, la obstinación, o en el extremo opuesto, la desesperación y la blasfemia. Esta tentación es astuta, invisible y letal, porque ataca allí donde el cristiano es más vulnerable: la relación con Dios.

Las tentaciones constituyen “grandes y graves peligros”, y que el cristiano debe enfrentarlas continuamente. No existe etapa de la vida sin tentación: los jóvenes son arrastrados por los impulsos carnales; los adultos, por las presiones y ambiciones del mundo; los creyentes avanzados, por ataques directos del diablo. Lutero recalca que estos asaltos son inevitables —todos los experimentamos— y que su existencia debe impulsarnos a orar sin cesar. Vivimos dentro de un “mundo infame”, hostil a la fe, y rodeados de fuerzas que buscan debilitarnos, cansarnos y arrastrarnos al pecado y a la incredulidad.

Luego explica que lo que pedimos en esta petición —“no nos induzcas en tentación”— no significa que Dios elimine las tentaciones de nuestra vida. La tentación no se puede suprimir mientras vivamos en la carne; pedir que desaparezca sería desconocer la condición humana caída. Lo que pedimos es recibir fuerza para resistirla, para no “caer ni ahogarnos” en ella. Sentir tentación no es pecado; el pecado ocurre cuando uno “consiente”, cuando afloja la resistencia interior, deja de orar y entrega el mando. La tentación que duele, molesta y es rechazada no puede hacernos daño espiritual; la peligrosa es la que se acepta y entra en el corazón.

El cristiano debe estar siempre en guardia y no confiar jamás en su estabilidad momentánea. Él advierte que el diablo no se cansa jamás: si en un instante estamos serenos y fuertes, al siguiente llega “como una saeta” para destruir esa tranquilidad. Intentar resistir con nuestras propias fuerzas sólo empeora la situación, porque el diablo es como “cabeza de víbora”: si encuentra un hueco, entra con todo su cuerpo. Por eso, el único remedio eficaz es acudir de corazón al Padrenuestro, diciéndole a Dios: “Tú me mandaste orar; no permitas que caiga”. La oración —fundada en el mandamiento y la promesa divina— es el muro que detiene los embates espirituales, y quien la usa sinceramente verá cómo la tentación se debilita y se retira.

Última petición

''Más libranos del mal, Amén''

Lutero aclara que la frase original —tomada del hebreo— dice literalmente: “Redímenos del malo” o “guárdanos del maligno”, apuntando directamente al diablo. Aquí se recoge todo lo que aparece disperso en las peticiones anteriores: el maligno es el obstáculo constante que intenta impedir que se santifique el nombre de Dios, que venga su reino, que se haga su voluntad, que recibamos el pan cotidiano, que disfrutemos de la remisión de los pecados y que resistamos la tentación. Esta última petición es, por tanto, una conclusión y un ataque directo: se pide protección contra el enemigo que da origen a todas estas amenazas.

En segundo lugar, Lutero amplía el concepto del “mal” incluyendo no solo lo espiritual, sino también todo sufrimiento físico y terrenal que, en su interpretación, procede en último término de la actividad del diablo: pobreza, deshonra, accidentes, locura, suicidios, angustias y tragedias. Nada de esto nos alcanzaría, dice Lutero, si Dios no lo permitiera y si no nos protegiera día tras día. Describe al diablo como un homicida perpetuo que busca dañar el cuerpo y la mente, y por eso afirma que no podemos estar seguros “ni una hora” sin la protección divina. Esta visión hace que la oración sea no solo una disciplina espiritual, sino una necesidad urgente para sobrevivir en un mundo hostil.

Finalmente, Lutero explica el sentido del “Amén”, palabra que para él no es un cierre ritual, sino una declaración de fe absoluta. Decir “Amén” significa afirmar con convicción: “Esto es cierto; Dios lo oirá”. Para Lutero, la oración sin esta confianza es una oración vacía, carente de poder. Él critica duramente a quienes oran sin creer en la respuesta, quienes se detienen en su indignidad personal —“soy un pobre pecador”— y olvidan que la eficacia de la oración no descansa en ellos, sino en la promesa de Dios. Negar esta certeza es, según él, tratar a Dios como mentiroso. Cita a Santiago para reforzar su argumento: quien pide sin fe “no piense que recibirá cosa alguna”. Por eso, en la pedagogía de Lutero, el “Amén” es el sello que convierte el ruego en acto vivo de fe.

El Bautismo

El punto de partida es establecer que el Bautismo no es una invención humana, ni una práctica opcional o meramente simbólica, sino un mandato divino instituido por Cristo mismo.

Lutero dirige la atención a las palabras fundacionales del sacramento: Mateo 28:19 —la gran comisión— y Marcos 16:16 —la promesa de salvación unida a la fe y al bautismo—. A partir de estas dos citas, sostiene que el bautismo tiene origen directo en Cristo y que la Iglesia no puede modificarlo ni relativizarlo. Esa afirmación tiene una intención polémica: Lutero combate a “sectas” que en su época despreciaban el bautismo y lo consideraban un rito exterior sin eficacia espiritual. Para él, todo está en la Palabra: si Dios lo manda, entonces tiene valor, autoridad y promesa, aunque externamente parezca algo muy simple.

Luego, Lutero insiste en un argumento que repite en varios sacramentos: no se debe juzgar por la apariencia externa, sino por la promesa divina que sostiene el acto. Así como no se desprecia el evangelio por ser pronunciado con una voz humana, tampoco debe despreciarse el agua del bautismo por ser agua común, porque está unida a la Palabra y al mandato de Dios. Para reforzar su punto, pone un ejemplo provocador: si el mundo valora documentos del papa, indulgencias y bulas —que no son más que papeles y sellos humanos— mucho más debería valorar el bautismo, que ha sido ordenado directamente por Dios en su propia voz.

El bautismo es cosa excelente, gloriosa e ilustre, no por la grandeza visible del ritual, sino porque Dios mismo lo ha ordenado y porque se administra “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Esa formulación trinitaria garantiza que el bautismo no es un gesto del sacerdote ni algo que dependa de la dignidad del ministro, sino un acto en el que Dios se compromete con la persona bautizada. La fuerza del bautismo, dice Lutero, no proviene del que lo aplica, sino de aquel que lo instituyó.

Afirma que ser bautizado “en el nombre de Dios” significa que Dios mismo actúa. El ministro humano es un instrumento; la acción decisiva, eficaz y válida proviene de Dios. Esto elimina cualquier duda sobre la eficacia del sacramento: no depende de la santidad del sacerdote, ni de la dignidad del que bautiza, ni de la piedad del que recibe el bautismo, sino del mandato y la promesa divinos. Por eso, dice Lutero, el bautismo es una obra superior a cualquier obra hecha por seres humanos, incluso a las “grandes obras” de monjes o ascetas. Si la obra es de Dios, su valor supera cualquier acción humana, por virtuosa que parezca.

Luego, Lutero denuncia la estrategia que —según él— usa el diablo: distraer con apariencias, haciendo que la gente admire las obras espectaculares y desprecie lo que se ve simple. La razón, cuando no está iluminada por la fe, busca brillo, rigor, sacrificio, ascetismo; pero no ve la grandeza escondida en el mandato divino. Así se cae en el error de pensar que el bautismo es poca cosa, porque externamente sólo es agua, y en cambio considerar superiores los esfuerzos humanos.

En el párrafo siguiente, Lutero responde la pregunta: “¿Qué es el bautismo?” Su respuesta es precisa: no es simple agua, sino agua unida a la Palabra y al mandamiento de Dios. Eso significa que el agua no tiene valor en sí misma —como agua común—, pero cuando se le une la Palabra, se transforma en un medio de gracia. El elemento visible recibe su poder del mandato divino, no por una transformación física del agua, sino por la promesa de Dios que la acompaña. Por eso, quienes separan el agua de la Palabra —como algunos de los “nuevos espíritus” que Lutero critica, probablemente anabaptistas— están despojando al bautismo de aquello que le da su esencia. No es que un agua tenga propiedades mágicas; es que la palabra de Dios la hace instrumento vivo de salvación.

El bautismo es radicalmente distinto del agua ordinaria no por la naturaleza física del elemento, sino porque Dios ha unido Su honor, Su fuerza y Su poder a esa agua. Por eso la describe con una serie de adjetivos superlativos: divina, celestial, santa, salvadora. No porque el agua por sí misma sea especial, sino porque la Palabra que se le agrega es celestial y santa. Citando a san Agustín —accedat verbum ad elementum et fit sacramentum— enseña que un sacramento surge cuando la Palabra divina se une a un elemento material. Es esa unión lo que convierte la materia simple en signo santo y eficaz.

Lutero advierte contra mirar los sacramentos sólo desde su apariencia externa. Si sólo se ve el agua, se pierde el significado profundo. Hace una comparación pedagógica: mirar el sacramento sin la Palabra es como mirar solo la “cáscara de la nuez”. De igual modo, en las realidades terrenales —padres, madres, autoridades— si se los mira sólo como cuerpos físicos, parecen iguales a cualquier persona del mundo. Pero la Palabra de Dios, en el mandamiento de honrar al padre y a la madre, les confiere una dignidad divina. La autoridad se reviste de gloria porque está sostenida por el mandamiento de Dios. Así también, el bautismo debe ser visto revestido de la Palabra, no en su apariencia externa.

Insiste en que el bautismo debe ser respetado y honrado por la obra divina que lo consagra. Señala que Cristo mismo lo confirmó con milagros: Su propio bautismo, la apertura del cielo, la aparición visible del Espíritu Santo. Esos signos muestran que Dios no trata el bautismo como algo trivial, sino como una acción en la que manifiesta Su gloria.

No separar jamás la Palabra del agua. Si se separa, el bautismo se vuelve simple agua, como la que se usa en la cocina; pierde todo significado sacramental. Pero cuando la Palabra está presente, el agua se transforma en el bautismo de Cristo, un sacramento eficaz, un medio de gracia.

El bautismo ha sido instituido con un propósito preciso y no ambiguo: dar salvación. Para demostrarlo, cita la frase de Cristo: “El que creyere y fuere bautizado será salvo.” De allí extrae una conclusión directa: el bautismo no existe para conferir honores terrenales, sino para librar del pecado, de la muerte y del demonio, e introducirnos en el reino de Cristo. Este énfasis le permite mostrar por qué el bautismo debe ser considerado “caro y valioso”: posee un tesoro de valor incalculable, porque unido al nombre y al mandato de Dios comunica salvación. Si Dios ha unido su nombre a las aguas del bautismo, entonces en ese acto hay vida, gracia y regeneración, como enseña Pablo cuando lo llama “baño de regeneración”.

Lutero responde a los “nuevos espíritus” que sostienen que sólo la fe salva y que los elementos externos no aportan nada. Él concede que la fe salva, pero aclara que la fe no existe en el vacío: la fe necesita un contenido y un objeto al cual aferrarse. La fe no es un sentimiento abstracto; es un acto que se apoya en una promesa concreta. Y en el bautismo, esa promesa está unida a la palabra y al mandato divinos. Por eso, creer en el bautismo es creer en Dios que lo instituyó, que unió su nombre a ese signo y que promete salvación por medio de él.

Lutero acusa a los “guías ciegos” de separar lo que Dios ha unido: fe y sacramento. Aunque el bautismo sea un signo externo, es justamente ese carácter externo lo que lo hace apto para llegar a nosotros mediante los sentidos, entrar en la mente y alojarse en el corazón. Dios, dice Lutero, quiere obrar en nosotros a través de medios exteriores instituídos por Él: la predicación verbal, el agua bautismal, el pan y el vino. Así, la fe debe dirigirse a donde Dios ha hablado y aferrarse a lo que Dios ha mandado. Si Cristo ha dicho “El que creyere y fuere bautizado será salvo”, entonces la fe debe abrazar esa promesa. Rechazar el bautismo —su agua unida a la Palabra— equivale a rechazar la palabra de Dios, la fe misma y a Cristo que nos ha conducido y vinculado a ese sacramento.

El bautismo posee una fuerza y un beneficio inmenso, pero ese beneficio sólo es recibido por quien cree. Cristo lo ha dicho claramente: “El que creyere y fuere bautizado será salvo.” La fe es la condición que convierte el bautismo en un acto provechoso para la persona. 

Lutero recoge una objeción típica: “Si el bautismo es una obra, ¿cómo dices que las obras no salvan?” Su respuesta es tajante: el bautismo no es obra del hombre, sino obra de Dios. Y esta diferencia es fundamental. Las obras humanas no contribuyen a la salvación porque nacen de nuestra fuerza y voluntad; en cambio, el bautismo es un acto divino realizado por mandato y promesa de Dios, aunque se lleve a cabo mediante manos humanas. Lo que hace ineficaz al bautismo no es defecto del sacramento, sino incredulidad del receptor. Lutero insiste: dejar que el agua toque el cuerpo no basta; el corazón debe creer que en ese acto Dios ofrece salvación. La fe es el órgano que toma posesión del tesoro.

Cristo en la cruz no es una obra nuestra, sino un tesoro que la fe recibe. Lo mismo ocurre en el bautismo. Allí no hacemos nada para merecer; sólo recibimos lo que Dios ha puesto. Por eso, afirma que se le calumnia injustamente cuando se acusa a los luteranos de despreciar el bautismo o de predicar contra las obras. En realidad —dice Lutero— se predica precisamente la fe como necesaria para que cualquier don divino, incluido el bautismo, sea recibido. Sin fe, no hay acceso a ningún beneficio; con fe, todos los bienes prometidos por Dios se vuelven nuestros.

Debe ser honrado ante todo porque es institución directa de Dios. Aun si fuese un simple acto externo, bastaría el mandamiento divino para elevarlo por encima de cualquier gesto humano. Pero no es sólo una orden: es también promesa. Por eso afirma que este sacramento es más glorioso que todas las demás cosas instituidas por Dios. El bautismo contiene tanto consuelo y gracia que la mente humana no puede abarcarlo. La dificultad no está en el tesoro —que es perfecto— sino en la incapacidad del corazón para comprender y creer plenamente la magnitud del don.

El bautismo no es un hecho pasado. No se trata de algo que “ocurrió” y luego se olvida, sino de un campo permanente de aprendizaje espiritual. El cristiano debe ejercitarse continuamente en él, recordando cada día sus efectos: el perdón, la victoria sobre la muerte y el diablo, la gracia divina, la unión con Cristo y la presencia del Espíritu Santo. La naturaleza humana —débil y razonadora— duda de que un don tan grande pueda ser real. Por eso Lutero usa una comparación: si existiera un médico capaz de dar vida eterna, el mundo entero pagaría fortunas por acceder a él. Pero en el bautismo, dice, Dios ofrece gratuitamente esa medicina delante de la puerta de cada persona.

Lutero enseña cómo usar el bautismo como consuelo en los momentos de angustia y culpa. Cuando la conciencia oprime, el cristiano debe decirse: “Estoy bautizado, y en el bautismo Dios me prometió la salvación y la vida eterna.” Allí se manifiesta el doble efecto del sacramento: el cuerpo es lavado con agua y el alma recibe la palabra. Ambos pertenecen a un único acto y ambos serán finalmente redimidos. El alma vive eternamente por la fe en la palabra; el cuerpo, unido al alma, participa también del bautismo. Por eso afirma que no hay joya mayor en la vida que el bautismo: ninguna obra humana en el mundo puede otorgar esta santidad y salvación.

¿Es válido el bautismo?

Lutero aborda la cuestión más polémica relacionada con el bautismo: si el bautismo infantil es válido y si los niños pueden creer. Afirma que el tema ha sido utilizado por el diablo para confundir al mundo mediante sectas, pero sostiene que las personas sencillas no deben angustiarse con debates especulativos. La defensa del bautismo infantil, dice, se basa en la propia obra de Dios. Lutero recuerda que Cristo ha santificado a muchos niños bautizados concediéndoles el Espíritu Santo, y que en la historia de la Iglesia se ha visto cómo Dios ha confirmado ese bautismo con dones espirituales, doctrina y vida cristiana auténtica. Si Dios no aceptara el bautismo infantil, argumenta, entonces nunca habría existido un cristiano verdadero desde los primeros siglos, ni la Iglesia habría subsistido. Como Dios no puede contradecirse ni dar su Espíritu a una mentira, el bautismo de los niños debe ser verdadero.

El bautismo no depende de la fe previa del bautizado para ser verdadero, sino de la palabra y del mandato de Dios. El bautismo es auténtico porque la palabra divina lo instituye, no porque el sujeto tenga una fe consciente al momento de recibirlo. La fe no es lo que crea el sacramento, sino lo que lo recibe. Si alguien no lo recibe correctamente —sea un adulto, un niño, o incluso un incrédulo bautizado con mala intención—, el sacramento no pierde su valor. El agua unida a la palabra no deja de ser bautismo verdadero. Así como el sacramento del altar sigue siendo el cuerpo y la sangre de Cristo aunque alguien lo reciba indignamente, el bautismo sigue siendo bautismo aunque el sujeto no crea en ese momento.

Luego, Lutero muestra que la objeción de las sectas —“el niño no cree, por tanto no puede ser bautizado”— se derrumba por la misma lógica sacramental. Incluso si hipotéticamente un niño no creyera, su bautismo seguiría siendo verdadero. Sin embargo, Lutero afirma expresamente que los niños sí pueden creer, aunque de modo que excede nuestra comprensión. Pero lo central es que la validez del bautismo no descansa en nuestra fe subjetiva, sino en la palabra objetiva de Dios. Él insiste en que sería blasfemia rebautizar a alguien, porque implicaría decir que la orden y la promesa de Dios son ineficaces o insuficientes. El problema no está en el sacramento, sino en la recepción imperfecta por parte del ser humano.

Cuando llevamos a un niño al bautismo lo hacemos confiando en la orden de Dios, no en nuestra capacidad de medir su fe. Creemos y pedimos que Dios le conceda la fe, pero el fundamento del acto no es nuestra expectativa, sino la promesa divina. La certeza descansa en que Dios no miente ni engaña. Nosotros podemos errar, pero la institución sacramental permanece firme. Por eso, incluso quien fue bautizado sin fe puede volver a ese bautismo y decir: “Mi bautismo fue verdadero; no lo recibí como era debido, pero la palabra y la promesa de Dios permanecen.” 

Algunos sostienen que el bautismo pierde su validez si no existe fe en la persona bautizada. De acuerdo a Lutero, esa idea es absurda y nace de espíritus presuntuosos, arrogantes y groseros, incapaces de distinguir entre la obra divina y la respuesta humana. Lo compara con un razonamiento tan descabellado como afirmar que, si alguien no cree en Cristo, Cristo deja de ser Cristo, o que si un hijo no es obediente, sus padres dejan de ser padres. La esencia de la institución —sea el bautismo, Cristo, la autoridad o la paternidad— no depende del comportamiento humano. Invertir los términos, dice Lutero, es necesario: no es la incredulidad del hombre la que determina la validez del sacramento, sino la institución divina la que permanece verdadera por sí misma, aunque alguien no la reciba adecuadamente.

Lutero subraya un principio teológico y jurídico que resume en la sentencia latina “abusus non tollit sed confirmat substantiam”: el abuso no elimina la sustancia, sino que la presupone y confirma. Se puede abusar de algo sólo porque ese algo es real y tiene valor. Así, el bautismo puede ser recibido indebidamente, pero ese abuso no lo convierte en un rito vacío. Como el oro sigue siendo oro aunque lo lleve una persona inmoral, el sacramento conserva su esencia aunque lo reciba alguien sin fe o con intención torcida. El bautismo es verdadero porque la palabra y el mandato de Dios lo instituyen; la incredulidad no altera una institución divina.

A partir de esto, Lutero afirma categóricamente que el bautismo permanece verdadero y pleno en su esencia incluso cuando un incrédulo es bautizado, porque lo que Dios ha ordenado no puede ser anulado ni modificado por el ser humano. El problema de los “entusiastas” —así llama a los que rechazan el bautismo infantil o reducen el bautismo a un mero símbolo— es que están cegados por su propia espiritualidad subjetiva y no ven la palabra ni el mandamiento de Dios. Sólo observan lo externo: agua común y corriente, una persona bautizando, ausencia de fe visible. Como no ven fe ni obediencia, concluyen erróneamente que la institución no vale nada.

Para Lutero, detrás de esa postura se oculta un diablo sedicioso que quiere despojar a las instituciones divinas de su dignidad, empezando por la autoridad civil, para que la gente la desprecie, y siguiendo por el bautismo, para que se convierta en un simple signo sin poder. El objetivo del diablo sería destruir todo lo que Dios ha instituido. Por eso, Lutero exhorta a permanecer vigilantes y firmes, defendiendo la palabra de Dios y no separándola del agua bautismal. Lo que los entusiastas quieren —convertir el bautismo en un mero símbolo que depende de la fe humana— es, para Lutero, una mutilación del sacramento y una negación de la eficacia objetiva de la palabra divina. Su advertencia final es decisiva: no permitamos que el bautismo sea reducido a un signo vacío; debe mantenerse como lo que es, una obra de Dios unida a su mandato, su nombre y su promesa.

Ceremonias externas

Las ceremonias externas del bautismo —sumergirse en el agua y luego salir de ella— no son gestos arbitrarios, sino signos que expresan la esencia espiritual del sacramento. Al decir que “se nos sumerge en el agua que nos cubre enteramente y después se nos saca de nuevo”, destaca el simbolismo profundo: el acto de hundirse en el agua representa la muerte del “viejo Adán”, es decir, de la naturaleza humana corrompida por el pecado original, mientras que emerger del agua simboliza la resurrección del “nuevo hombre”, regenerado por la gracia de Cristo. No se trata meramente de un rito físico, sino de un lenguaje simbólico que expresa una transformación espiritual: morir a la vieja vida dominada por los vicios y renacer a una vida nueva, orientada hacia Dios.

Para Lutero, estas dos acciones —inmersión y emersión— contienen en sí mismas la enseñanza central del bautismo: el cristiano ha de morir continuamente al pecado y resucitar a una vida nueva. Por eso afirma que ambos procesos deben suceder durante toda la vida. El bautismo no es un acto aislado del pasado, sino un proceso permanente: un “bautismo diario”. Cada día el cristiano debe, por la fe y la acción del Espíritu Santo, ir reduciendo el dominio del viejo Adán y fortaleciendo la presencia del nuevo hombre. Esta dimensión continua del bautismo es crucial porque reconoce la realidad de la lucha interior del creyente y la necesidad constante de renovación espiritual.

Lutero identifica al “viejo hombre” como la inclinación pecaminosa heredada desde Adán: una naturaleza caracterizada por ira, odio, envidia, impudicia, avaricia, pereza, soberbia, incredulidad y toda clase de vicios. No es sólo un comportamiento externo, sino una condición interna que, si no es combatida, domina al individuo. El bautismo, al unirnos a Cristo, inicia una batalla en la que estos impulsos son continuamente debilitados.

El verdadero uso del bautismo no es simplemente haber recibido el rito externo —el agua y las palabras—, sino vivir de acuerdo con lo que ese rito significa. El bautismo representa la muerte del viejo hombre y el surgimiento del nuevo, por lo que su uso auténtico consiste en combatir diariamente los impulsos del pecado. Si alguien se abandona a sus vicios, permitiendo que el “viejo Adán” crezca y se fortalezca, entonces no está usando el bautismo, sino que está luchando contra él. El bautismo, desde esta perspectiva, no es un recuerdo físico sino una dinámica espiritual: se usa cuando se vive conforme a la renovación que simboliza. No usarlo es, de hecho, negarlo con las obras.

Lutero contrasta esta comprensión con la vida de los no cristianos, quienes —dice— no pueden sino empeorar con el tiempo. La naturaleza caída, sin la acción de la gracia, no se detiene ni se corrige sola. Los vicios que estaban latentes en la infancia emergen y se intensifican con los años. Donde el bautismo no actúa como freno —es decir, donde no hay fe que lo apropie— el viejo hombre se expande y domina la vida entera. En cambio, en quienes son verdaderamente cristianos, el poder del bautismo hace que el viejo hombre disminuya progresivamente y que el nuevo hombre crezca. Para Lutero, esto confirma la vigencia diaria del bautismo: se “entra” en él cuando se muere al pecado y se “sale” de él cuando renace la vida nueva. Esto no se limita al momento del bautismo en agua, sino a un proceso continuo que su significado funda y sostiene.

A partir de esta base, Lutero afirma que el bautismo, en su poder y significado, comprende también lo que la Iglesia ha llamado el sacramento del arrepentimiento. Para él, el arrepentimiento —la conversión interior, el retorno al camino correcto— no es otra cosa que la actualización viva del bautismo. Arrepentirse significa atacar el viejo hombre y comenzar de nuevo; esta descripción es exactamente lo que el bautismo simboliza y, más aún, opera. Por el bautismo Dios concede gracia, Espíritu Santo y fuerza para dominar el pecado. Por eso el arrepentimiento no es algo separado del bautismo, sino la continuación del mismo bautismo en acción.

Lutero recalca que, incluso cuando uno cae en pecado, el bautismo permanece válido y útil. No se necesita ser bautizado nuevamente: hay un solo bautismo, pero su efecto es continuo. El agua no se derrama de nuevo, pero la obra espiritual que comenzó con esa agua sigue activa y disponible. El arrepentimiento es, por tanto, simplemente el retorno a aquello que ya se inició en el bautismo. Cuando se cae, el bautismo no pierde valor; el cristiano vuelve a él para someter de nuevo al viejo hombre y apropiarse de la gracia que el bautismo encierra.

Critica la interpretación tradicional basada en San Jerónimo, quien decía que el arrepentimiento era la “segunda tabla” después del naufragio, como si el bautismo dejara de servir una vez que uno ha pecado gravemente. Lutero rechaza esta idea porque implícitamente limita el poder y vigencia del bautismo a un único momento y lo reduce a un acto pasado. Para él, el “barco” —el bautismo— no naufraga. El creyente puede caer, pero la gracia del bautismo permanece firme y lo sostiene. El arrepentimiento no es una alternativa al bautismo, sino su prolongación natural y su uso diario. El cristiano no abandona el barco; retornar al arrepentimiento es permanecer en él.


El Sacramento del Altar

Lutero comienza su instrucción sobre el Sacramento del Altar dejando establecido un principio fundamental: tal como sucede con el bautismo, lo más importante no es la forma externa, sino la palabra y la institución de Dios. Esta afirmación busca cortar de raíz cualquier interpretación que reduzca el sacramento a un simple rito humano o a una invención de la Iglesia. El punto de partida es la institución directa de Cristo, descrita en los Evangelios y repetida en la liturgia: 

"Nuestro Señor Jesucristo, en la noche en que fue traicionado, tomó el pan, dio gracias y lo partió y lo dio a sus discípulos y dijo: 'tomad y comed, esto es mi cuerpo que por vosotros es dado. Haced esto en memoria de mí'. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, dio gracias y se la dio a ellos y dijo: 'Tomad, bebed de ella todos, esta copa es el nuevo testamento en mi sangre, que es derramada por vosotros para perdón de los pecados. Haced esto todas las veces que bebiereis en memoria de mí”. 

Estas palabras otorgan al sacramento su dignidad, autoridad y fuerza. Lutero insiste en que no fue establecido por reflexión, acuerdo, consejo o intención humana; por lo tanto, no puede ser relativizado por opiniones, disputas o sentimientos personales. Así como los mandamientos o el Padrenuestro tienen valor independiente de nuestra obediencia, el sacramento conserva su esencia aunque sea maltratado, descuidado o comprendido de manera deficiente.

En esta línea, Lutero enfatiza que el sacramento no depende de nuestra fe para existir, ni de nuestro trato para conservarse. La palabra de Cristo —que instituye el sacramento— es estable, absoluta y no varía con nuestros actos. Según él, Dios no pregunta primero si lo tratamos dignamente para entonces mantener o retirar su institución; como sucede con las realidades temporales creadas por Dios, su ser no cambia porque los hombres lo usen bien o mal. La creación no se altera porque el ser humano abuse de ella; del mismo modo, el sacramento no pierde su naturaleza porque alguien lo reciba de manera indigna. Esta afirmación es especialmente importante para confrontar a las sectas y movimientos espirituales de su tiempo —los llamados "entusiastas"— que despreciaban los sacramentos por considerarlos meras ceremonias humanas. Lutero responde que su valor deriva únicamente de la palabra y mandato de Cristo.

Para Lutero, esta primera enseñanza —el sacramento como institución divina independiente de la subjetividad humana— es esencial para combatir errores. Los sectarios, al separar el sacramento de la palabra, reducen la Cena del Señor a un gesto vacío, o bien la consideran una obra humana, algo que hacemos para Dios. Lutero lo rechaza: el sacramento no es lo que yo hago, sino lo que Cristo ordena y da. Su poder no proviene de nuestra acción, sino de la palabra que lo acompaña: “tomad y comed… tomad y bebed”. Desvincular el sacramento de la palabra —dice Lutero— equivale a eliminarle su fuerza y destruirlo. Toda la teología sacramental luterana parte de este punto: la palabra unida al elemento es lo que constituye el sacramento; sin la palabra, el pan y el vino no son nada más que pan y vino, pero con la palabra son lo que Cristo declara que son.

Del mismo modo, Lutero advierte que sólo puede acercarse dignamente quien entienda lo que busca y por qué viene. No basta aproximarse al sacramento como costumbre, obligación o acto vacío. Su enseñanza no admite un sacramentalismo automático: la Cena no se ofrece a quienes ignoran el significado del sacramento, porque entonces no pueden recibirlo “en memoria de Cristo” ni reconocer su promesa. Pero aunque se reciba indignamente, el sacramento en sí mismo no pierde su validez. El problema no reside en el sacramento, sino en la fe del que se acerca sin discernimiento. En otras palabras, el sacramento permanece verdadero y eficaz porque está fundado en la promesa de Cristo, pero se recibe con provecho únicamente cuando se acepta su significado.

Antes de polemizar con quienes desprecian el sacramento, hay que aprender correctamente en qué consiste, qué beneficios aporta y quién debe acercarse a él. Esta pedagogía sacramental busca formar una fe consciente, no supersticiosa ni ritualista. Su objetivo no es crear disputas teológicas, sino asegurar que los cristianos se acerquen con entendimiento y reverencia. En el corazón de la enseñanza se mantiene siempre la misma idea: lo que hace al sacramento no es la obra humana, sino la palabra de Cristo que “instituye, da y promete”.

El Sacramento del Altar versa sobre el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Jesucristo, presentes “en y bajo” las especies de pan y vino. Esta formulación rechaza cualquier comprensión simbólica o meramente figurativa del sacramento. Para él, el pan y el vino no dejan de ser pan y vino en su aspecto exterior, pero se convierten en algo más por la presencia de la palabra de Cristo. No es la sustancia física la que contiene por sí misma poder alguno, sino la palabra divina unida a ella. Esto es clave: el sacramento no consiste en pan y vino por sí solos, sino en pan y vino “ligados” a la palabra de Dios, de tal manera que, por la institución de Cristo, aquello que se da y se recibe es su verdadero cuerpo y su verdadera sangre.

A partir de este principio, Lutero cita la frase de San Agustín —“Accedat verbum ad elementum et fit sacramentum”— para reforzar la idea de que el sacramento no existe sin la palabra; la palabra hace al sacramento, le da su fuerza y lo distingue de un simple elemento material. De este modo, cuando la palabra de Cristo se une al pan y al vino, estos dejan de ser simplemente pan y vino y pasan a ser sacramento. Sin la palabra, no son más que elementos naturales; con la palabra, se convierten en cuerpos portadores de una realidad mucho más alta que cualquier comprensión humana. Lutero subraya aquí la autoridad de Cristo: la palabra que pronuncia no puede ser corregida, alterada ni negada. Si Dios lo dice, así es. Ninguna razón humana, filosofía o argumentación puede contradecir aquello que Cristo afirma.

¿Puede un sacerdote indigno o perverso administrar válidamente el sacramento? Lutero afirma que sí, porque el sacramento no depende de la santidad o dignidad del celebrante, sino únicamente de la palabra e institución de Dios. Lo que hace al sacramento no es la persona, sino la palabra. De este modo, aunque un ministro sea malvado, sigue administrando el verdadero cuerpo y sangre de Cristo, porque la fuerza del sacramento reside en el mandato de Cristo y no en la calidad moral del sacerdote. La palabra “esto es mi cuerpo” mantiene su verdad independientemente de la fe, virtud o pureza del ministro. Cristo no puede mentir y su mandato no se invalida por nuestra indignidad.

Cristo no condiciona su presencia diciendo “si creéis y sois dignos”, sino que declara de forma objetiva: “Tomad, comed… esto es mi cuerpo”, “bebed… esto es mi sangre”. De esta manera, el fundamento del sacramento es la palabra de Cristo, y no la disposición subjetiva del cristiano. Lutero exhorta a “retener bien” este punto, porque allí se asienta toda la defensa contra quienes tergiversan la doctrina: el sacramento vale por la institución de Cristo, no por la capacidad humana. Incluso si el comulgante es indigno, Cristo sostiene su promesa: “esto es mi cuerpo”. Por tanto, la presencia real no se altera por incredulidad, pecado o indignidad, porque la palabra divina permanece firme y eficaz por sí misma.

Una vez aclarada la esencia del sacramento, Lutero pasa a exponer su poder y beneficio. Este es el punto más importante: ¿para qué fue instituido el sacramento? La respuesta está contenida en las mismas palabras de Cristo: “dado por vosotros”, “derramada para la remisión de los pecados”. El propósito del Sacramento del Altar es entregar un tesoro que comunica el perdón. Lutero enseña que al acercarse a la mesa del Señor, el cristiano recibe personalmente aquello que Cristo ofreció en la cruz: un don que vence el pecado, la muerte y la condenación. El sacramento es una prenda, un sello y una entrega directa del bien conquistado por Cristo. No se trata de un mero recuerdo, sino de una comunicación real del perdón.

Lutero compara este don con un alimento del alma. El bautismo hace nacer al nuevo hombre, pero el viejo Adán permanece adherido a la carne. En la lucha diaria contra el pecado, el diablo actúa como enemigo incansable: debilita, agota, seduce e intenta despojar al creyente de la confianza. Por eso, el sacramento se da como alimento que fortalece la fe, renueva la esperanza y robustece la vida espiritual. Lutero describe al diablo como un adversario astuto que rodea, ataca, manipula y busca el desánimo, por lo que el sacramento se vuelve un refugio donde el cristiano encuentra alivio y un fortalecimiento interior que lo sostiene en la batalla espiritual. La Cena no es un rito vacío, sino un remedio cotidiano contra las tentaciones, las dudas y la debilidad.

Ante la objeción racionalista —“¿cómo pueden el pan y el vino perdonar pecados o fortalecer la fe?”— Lutero responde que no hablamos del pan y del vino como sustancias naturales, sino del pan y vino que son el cuerpo y sangre de Cristo unidos a la palabra. Es Cristo mismo quien se da, y Cristo no es ineficaz. Allí donde Él está, hay vida, perdón y gracia. La eficacia no proviene del elemento material, sino de la palabra que nos presenta y nos entrega el tesoro. El sacramento contiene cuerpo y sangre reales, y ambos nos pertenecen porque fueron “dados y derramados por nosotros”. Precisamente porque el sacramento está unido a la palabra, podemos conocer, buscar y apropiarnos de la gracia que Cristo ofrece; sin la palabra, no sabríamos nada de la redención.

Lutero refuta también la idea de que el sacramento no pueda comunicar perdón porque el perdón ya fue adquirido en la cruz. Afirma que, aunque la obra fue cumplida en el Calvario, para que el perdón llegue a nosotros debe ser comunicado por la palabra. No basta que Cristo haya muerto; hace falta que su obra sea proclamada y entregada. Y esta entrega ocurre de múltiples maneras: por la predicación, por la absolución y por el sacramento. La Cena es una forma de evangelio visible, un medio donde la palabra se encarna en pan y vino para darnos el perdón de los pecados de manera personal y directa. El mismo tesoro del evangelio —el perdón, la comunión de los santos, la restauración en Cristo— está concentrado y ofrecido en las palabras de institución.

Por eso, Lutero pregunta retóricamente: ¿por qué permitir que se nos robe este tesoro? Quienes niegan el perdón en el sacramento contradicen el mismo evangelio, pues las palabras “dado por vosotros, derramada por vosotros para perdón de los pecados” son idénticas a las que se predican en el anuncio evangélico. Si el evangelio es verdadero fuera del sacramento, también lo es dentro del sacramento. Negar su eficacia en la Cena equivale a negar la eficacia de la palabra misma. Por tanto, no hay razón para separar lo que Cristo ha unido: palabra, cuerpo, sangre y perdón.

Personas que reciben el bautismo

La persona que recibe verdaderamente los beneficios del Sacramento del Altar es aquella que cree las palabras tal como Cristo las pronunció. La institución del sacramento no fue dirigida a criaturas irracionales ni a elementos sin vida, sino a seres humanos que escuchan el mandato: “Tomad, comed… tomad, bebed”. Y dado que Cristo ofrece perdón en estas palabras, el perdón sólo puede ser recibido por la fe. Las palabras “por vosotros dado y derramada” requieren una fe que se apropie de la promesa; Cristo entrega un bien y ordena recibirlo, lo cual implica responder creyendo que el beneficio es real y personal. Así, el tesoro está puesto delante de cada uno, pero es necesario que el corazón lo acepte como verdadero y se aferre a él. La fe no agrega nada al sacramento, sino que le permite al creyente disfrutar lo que el sacramento ya ofrece.

A partir de esto, Lutero explica que la única preparación verdaderamente cristiana para comulgar dignamente es la fe en la promesa. Los ejercicios externos —ayuno, oración o disciplina corporal— pueden ayudar a mantener reverencia y decoro, pero no producen el beneficio espiritual ni constituyen la esencia de la preparación. El cuerpo se disciplina mediante la reverencia exterior, pero sólo el corazón puede recibir el tesoro eterno. La fe reconoce el don, confía en él y lo desea. No hay otra manera de apropiarse de lo que Cristo entrega en el sacramento, pues lo que se da no se toma con las manos, sino con el corazón que cree la palabra.

Libertad

Una vez establecida la doctrina correcta, Lutero pasa a la exhortación, mostrando que el sacramento no debe desatenderse ni dejarse abandonado. El tesoro se ofrece cada día a los cristianos, y sin embargo, muchos lo desprecian con indiferencia, negligencia o falsa seguridad. Algunos, amparándose en la libertad cristiana y en el rechazo de las imposiciones papales, se excusan y pasan años sin comulgar, como si fueran espiritualmente autosuficientes o inmunes al pecado y a la tentación. Otros se intimidan por lo que consideran un requisito demasiado alto y evitan acercarse por no sentir “hambre y sed espirituales” según lo que han escuchado. Y otros concluyen erradamente que el sacramento es innecesario porque “basta con la fe”, dejando que el corazón se enfríe hasta menospreciar el mandamiento de Cristo.

Lutero aclara que, aunque la Iglesia no debe forzar ni imponer, tampoco debe permitir que la libertad se convierta en negligencia espiritual. Cristo no instituyó la Cena como un mero espectáculo opcional, sino como alimento para los creyentes. Quien se aparta por largo tiempo muestra con su conducta que no valora lo que Cristo ordenó, y no puede considerarse un cristiano vivo cuando desprecia aquello que Cristo mandó recibir. El verdadero cristiano, dice Lutero, se acercará por sí mismo, movido por la importancia del don y por la conciencia de su propia fragilidad.

Para los débiles y los sencillos, Lutero ofrece una exhortación pastoral: no basta instruir una vez, sino enseñar, insistir y animar continuamente, igual que se hace con otras virtudes como la fe, el amor o la paciencia. El diablo trabaja activamente para enfriar, desalentar y alejar a los cristianos del sacramento, pues sabe que allí se fortalece la fe y se alimenta la vida espiritual. Por eso la predicación debe exhortar sin cesar, recordando la necesidad, el consuelo y la gracia que Cristo otorga en el sacramento, para que no se pierda por descuido aquello que fue dado para sostener al creyente en medio de la lucha.

Afirma que es una invitación opcional, sino un mandato pastoral y amoroso para sus discípulos. Toda persona que quiera ser cristiana debe reconocer que estas palabras lo interpelan personalmente y lo llaman a recibir el Sacramento del Altar. No es un mandato impuesto por autoridad humana ni un deber papal, sino una obediencia al mismo Señor Cristo. Cuando alguien objeta que existe libertad porque el texto también dice “cuantas veces lo hiciereis”, Lutero responde que esta fórmula no elimina el deber, sino que libera el sacramento de una fecha rígida, como sucedía con la Pascua judía celebrada una única vez al año. Cristo libera el sacramento de un calendario, pero no de su práctica; al decir “cuantas veces lo hiciereis”, presupone que habrá frecuencia y continuidad, no abandono ni descuido.

La libertad cristiana, entonces, no debe confundirse con licencia para despreciar el sacramento. El desprecio aparece cuando la persona pasa meses o años sin desearlo, no por impedimento grave, sino por indiferencia. Lutero emplea una comparación tajante: si alguien quiere usar la libertad para nunca comulgar, también podría usar esa lógica para nunca creer u orar, porque ambas cosas son igualmente mandatos de Cristo. Pero no es posible ser cristiano y al mismo tiempo desobedecer permanentemente un mandato del Señor. La libertad cristiana no elimina el deber espiritual, sino que lo libera de la tiranía de fechas humanas. La pregunta esencial, por tanto, es: “¿Qué clase de cristiano soy yo, si jamás deseo hacer aquello que mi Señor me mandó?”. El abandono prolongado revela frialdad espiritual y un corazón que no se deja mover por el amor a Cristo.

Lutero recuerda con ironía que bajo el papado muchos se acercaban al sacramento sólo por obligación humana, por miedo o por costumbre, sin deseo ni fe. Ahora, liberados de esas imposiciones, no deben reaccionar con negligencia, sino con amor espontáneo y obediencia a Cristo. La Iglesia no obliga ni empuja a nadie, pero Cristo sí manda, y su palabra es suficiente motivo para acudir. Nadie debe acercarse para agradar a los pastores ni para cumplir un rito exterior; debe hacerlo porque Cristo lo invita y lo desea. De este modo, el mandamiento mismo debe mover y despertar el corazón, especialmente en los fríos y negligentes. Lutero añade que, por experiencia propia, quien se mantiene lejos del sacramento se enfría cada vez más, endurece su corazón y termina despreciándolo. La disciplina de acercarse, por el contrario, calienta el corazón, lo mantiene vivo y despierto, y fortalece la conciencia.

Cuando alguien dice: “Pero no me siento preparado”, Lutero identifica esa sensación como una tentación muy común, surgida de una antigua y errónea concepción del sacramento heredada del papado. Antes se enseñaba que la persona debía presentarse absolutamente pura, sin defecto alguno, hasta el punto de que muchos se angustiaban, se atormentaban y vivían con escrúpulos. Esa comparación entre la propia indignidad y la grandeza del sacramento lleva al miedo paralizante. El alma se siente como una lámpara negra frente a un sol brillante, y como estiércol frente a una joya preciosa. Este contraste lleva al creyente a postergar, esperando un estado de pureza que nunca llega, dejando que las semanas se multipliquen hasta convertirse en meses y semestres sin comulgar.

Lutero insiste en que esta forma de pensar jamás permitirá acercarse al sacramento, porque nadie conseguirá la pureza que la razón exige. Si uno espera estar completamente libre de inquietudes, nunca llegará el momento. La vida cristiana no consiste en presentarse impecable ante Dios, sino en reconocer la propia necesidad del sacramento. Precisamente porque el creyente es débil, tentado e imperfecto, necesita acercarse con frecuencia al don que Cristo ofrece. La preparación auténtica no consiste en una pureza absoluta, sino en reconocer la propia indignidad y aferrarse a la gracia que Cristo entrega en su cuerpo y en su sangre.

Distingue cuidadosamente entre tipos de personas frente al sacramento. Por un lado, están aquellos que viven en desvergüenza, dureza y total indiferencia. No buscan perdón, no sienten necesidad de gracia ni desean cambiar. A estas personas —dice él— no sólo no hay que invitarlas sino que deben abstenerse, porque su corazón no anhela el sacramento y no lo recibirían como remedio sino como burla. 

Al sacramento no se acercan quienes lo pisotean, sino quienes desean recibir lo que Cristo ofrece. Por otro lado, están los creyentes débiles, frágiles, que luchan contra el pecado y experimentan la carga de su imperfección, pero que desean ser piadosos, desean mejorar y anhelan la gracia de Cristo. A éstos no se les debe prohibir el sacramento, aunque no se sientan “dignos”; precisamente porque son débiles lo necesitan. Lutero cita a san Hilario: nadie debe excluirse si el pecado no es tan grave como para separarlo de la comunidad entera; es decir, mientras permanezca en la fe y en el arrepentimiento, no debe privarse del alimento que da vida.

A continuación, Lutero aclara el punto esencial: el sacramento no se funda en nuestra dignidad. No nos bautizamos porque seamos santos, ni nos acercamos a la confesión porque seamos puros. Vamos precisamente porque somos pobres y miserables, necesitados de perdón y consuelo. Sólo hay una excepción: aquel que no desea ninguna gracia, no busca absolución ni quiere convertirse. Ese, obviamente, no debe acercarse, pues su corazón está cerrado. Pero el que anhela la gracia —aunque se sienta indigno— debe acudir sin miedo. Lutero pone en boca del creyente la actitud correcta: “Quisiera con gusto ser digno, pero no me apoyo en mi dignidad; me apoyo en tu palabra”. Esto significa que la confianza del cristiano no se basa en su estado interior —inestable, variable, oscuro— sino en la orden y promesa de Cristo. Sin embargo, Lutero reconoce la enorme dificultad psicológica y espiritual: la naturaleza humana siempre prefiere apoyarse en sí misma, en sus méritos o sensaciones. Cuando no ve nada propio en que sostenerse, se paraliza. La verdadera lucha espiritual es volver la mirada desde la propia indignidad hacia la palabra de Cristo.

Después de esta corrección doctrinal, Lutero expone el segundo fundamento para acercarse: la promesa. Cristo no sólo manda; consuela y promete. En las palabras “POR VOSOTROS dado” y “POR VOSOTROS derramada” está todo el tesoro del cielo ofrecido a cada creyente. No habla a los árboles ni a las piedras, sino al corazón humano. Cuando pronuncia “por vosotros”, te incluye a ti directamente; se dirige a tu condición concreta, a tu necesidad de perdón. Si Cristo no hubiese querido dirigirse personalmente a los creyentes, habría guardado silencio y omitido instituir el sacramento. Estas palabras son como una mano que te toma y te atrae con ternura espiritual, igual que cuando dice: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os haré reposar”.

Lutero llama pecado y escarnio desacoger esa invitación. Cristo nos ofrece su tesoro, su descanso y su alivio. Ignorar el sacramento o retrasarlo por negligencia es tratar la misericordia de Cristo como algo banal, es dejar enfriar el corazón hasta que pierde el deseo y el amor por los dones divinos. Al imaginarlo como algo peligroso o amenazante, el creyente se comporta como si el sacramento fuese veneno mortal, cuando en realidad es medicina viva. Es remedio y consuelo para el alma y también para el cuerpo, porque donde el alma es sanada, también el cuerpo recibe alivio. El sacramento fortalece la fe, cura la tristeza espiritual y renueva la vida interior, no la destruye. Lutero denuncia la actitud temerosa que trata la comunión como si fuera un riesgo, cuando es exactamente lo contrario: es auxilio divino, alimento, consuelo y fortaleza.

Posibles peligros

El sacramento, aunque es medicina y consuelo, puede convertirse en condenación cuando se recibe con desprecio, sin arrepentimiento ni fe. Para quien vive en abierta rebeldía contra Dios, nada es saludable: ni el evangelio, ni la Palabra, ni los sacramentos. Así como a un enfermo grave no le conviene comer lo que el médico le prohíbe, del mismo modo el sacramento perjudica al que lo recibe sin fe y sin deseo de conversión. Pero esta advertencia no debe asustar a los débiles; más bien los débiles —los que anhelan ser liberados de su miseria y buscan ayuda— deben ver en el sacramento un antídoto poderoso contra el veneno del pecado y la tentación. Porque en el sacramento reciben, por boca de Cristo, el perdón de los pecados, junto con la gracia de Dios y el Espíritu Santo, que traen defensa, fuerza y protección frente a la muerte, el diablo y toda adversidad.

Además del mandamiento de Cristo y de su promesa, Lutero añade otro motivo que debería impulsarte: tu propia miseria. Cristo mismo dice: “Los fuertes no necesitan médico, sino los enfermos”. Los que llevan sobre sí culpas, temores, tentaciones, angustias y luchas internas son precisamente los llamados. Si te sientes débil, cargado, tentado o asustado por tu pecado, entonces debes acercarte con gozo, porque ahí hay reposo y fortaleza. Pero si esperas estar libre de todo pecado y tentación para acercarte “puro y digno”, jamás irás; siempre encontrarás algo que te impida. Cristo, según Lutero, parece decir: “Si fueras tan puro y piadoso, no me necesitarías; y si no me necesitas, tampoco yo te necesito para este sacramento”. Los únicos indignos son los que no reconocen su pecado, no sienten necesidad de perdón ni desean ser renovados.

Si alguien alega que no siente la necesidad ni el hambre espiritual que deberían impulsarlo, Lutero ofrece una respuesta directa: que mire dentro de sí mismo. Que examine su carne y sangre, porque mientras habita en su cuerpo, no está libre de pecado. Y si no siente nada, que lea la Escritura, pues ella conoce mejor que él su naturaleza y declara con claridad lo que hay allí: adulterios, inmundicias, pleitos, celos, iras, disensiones, idolatría, borracheras y toda clase de desórdenes. Si no se percibe, peor aún: es señal de que el pecado ha endurecido más profundamente el corazón. San Pablo mismo reconocía que “en mi carne no mora el bien”; ¿cómo podría ser alguien mejor que Pablo? Por lo tanto, cuanto menos sientas tu pecado, más urgente es que te acerques al sacramento, porque esa insensibilidad es prueba de una enfermedad más grave.

Luego, Lutero invita a mirar hacia fuera, al entorno. Si estás en el mundo —y todos estamos— no podrás evitar peligros, injusticias, tentaciones y provocaciones. El mundo ofrece continuamente motivos para pecar y para caer. La Escritura describe al mundo no como un ambiente neutral, sino como un espacio lleno de hostilidad hacia Dios. Si no lo has experimentado, basta creer a la Escritura, que nunca miente. Y además del mundo, está el diablo, que siempre merodea, no como un mito sino como un adversario real. Es mentiroso, porque desvía el corazón de la Palabra; y es homicida, porque busca destruir la fe y la vida espiritual. Si pudiéramos ver cuántos ataques lanza cada hora contra nosotros, sentiríamos una profunda gratitud cada vez que pudiésemos acercarnos al sacramento.

La causa de nuestra seguridad engañosa —dice Lutero— no es la ausencia de peligros, sino nuestra ceguera ante ellos. Vivimos más dormidos que vigilantes. Por eso, más que temor, debería haber alegría en acercarse al sacramento, porque allí se recibe lo que derrota al diablo, lo que cura el pecado y lo que fortalece al corazón. Lutero termina esta sección subrayando que quienes no sienten necesidad precisamente son los que más necesitan despertar; y quienes la sienten deben correr hacia el sacramento como un enfermo corre hacia la medicina que salva.

Breve exhortación a la confesión

La confesión, tal como se practicaba bajo el papado, había sido convertida en un yugo insoportable. Durante siglos, se exigió confesar bajo amenaza de pecado mortal, y se impuso la obligación de enumerar todos los pecados con exactitud imposible. Esto produjo angustia, terror espiritual y tortura de conciencia, convirtiendo la confesión en un castigo y no en un consuelo. Nadie enseñaba qué era realmente la confesión ni qué beneficio traía; solo se construyó una maquinaria de miedo. Con la reforma del evangelio, esta opresión fue abolida: la confesión ya no es obligatoria por coacción humana, ya no se exige relatar cada pecado minuciosamente, y se recupera su sentido como ayuda para la conciencia.

Sin embargo, Lutero observa que la libertad tan duramente ganadaha sido mal usada. Muchos, al escuchar que la confesión no es obligatoria, concluyen que nunca deben confesar; usan la libertad como excusa para evitarlo completamente. Según él, esta actitud revela una dureza que muestra que no han entendido el evangelio. Para quienes viven como “puercos”, dice Lutero, la libertad no les corresponde; ellos pertenecen a la tiranía del papa, donde serían forzados y disciplinados. La libertad no es para abusarla, sino para vivirla en fe. Los que no quieren la palabra de Dios ni la vida cristiana tampoco deben disfrutar de los beneficios del evangelio. Para todos los demás —para los que sí desean vivir como cristianos— la confesión debe ser enseñada, recomendada y ofrecida como un tesoro útil y consolador.

Lutero distingue tres formas de confesión. Primero, la confesión a Dios, que es continua y universal: reconocer ante Dios que somos pecadores y pedir perdón. Esto ocurre cada vez que rezamos el Padrenuestro, especialmente en la petición “perdónanos nuestras deudas”. La vida cristiana entera —dice Lutero— es una vida de confesión: reconocer que no cumplimos lo que debemos y que necesitamos gracia. Segundo, la confesión ante el prójimo, también contenida en el Padrenuestro. Esta consiste en pedir perdón cuando hemos ofendido a alguien y en perdonar cuando alguien nos lo pide. Todos somos mutuamente deudores, y debemos reconciliarnos antes de presentarnos ante Dios. En este sentido, el Padrenuestro encierra dos absoluciones: la que Dios nos da y la que otorgamos a nuestro prójimo.

La tercera forma de confesión es la secreta, hecha ante un hermano, y es la que Lutero recomienda de modo especial. No es un mandamiento obligatorio, sino un recurso disponible para quien lo necesite. Esta confesión surge cuando la conciencia está inquieta por un pecado específico, cuando el corazón no encuentra paz, o cuando se siente debilidad espiritual. En ese caso, confesar ante un hermano y escuchar la absolución permite recibir consejo, consuelo y fortaleza. Esta confesión no existe para cumplir una regla, sino para aliviar y sanar el corazón. Cristo mismo —dice Lutero— puso la absolución en boca de la Iglesia, otorgando a los cristianos el poder de perdonar los pecados. Por eso, cuando un corazón afligido busca consuelo, tiene un lugar seguro donde oír la palabra de Dios pronunciada por otro ser humano: “Tus pecados te son perdonados”. En esto radica el verdadero valor de la confesión: en ser un refugio espiritual donde se escucha y recibe la gracia.

El reconocimiento del pecado, el lamento por la propia miseria espiritual y el deseo genuino de recibir consuelo para el alma. Pero esta obra humana no es el centro ni lo esencial, porque no consiste en impresionar a Dios ni en presentar un listado exhaustivo de culpas. La segunda parte —y la más importante— es la obra divina, es decir, la absolución pronunciada por un hombre pero fundada en la palabra y autoridad de Dios. Esta absolución es lo más noble y lo que hace que la confesión sea verdaderamente consoladora; es Dios actuando a través de un instrumento humano para liberar al penitente del peso de su conciencia.

Hasta ese momento, la práctica medieval había invertido este orden. Se había puesto todo el énfasis en la obra humana, exigiendo que la confesión fuese completa, exacta e impecable, como si la validez del perdón dependiera de la perfección con la que se relataban los pecados. Esta obsesión con la exhaustividad llevó a las conciencias a la desesperación, pues nadie era capaz de confesar con pureza absoluta ni recordar cada falla. Además, se enseñaba que si la confesión no era perfecta, la absolución tampoco lo sería, con lo cual se anulaba el sentido mismo del sacramento y se convertía en una carga amarga que dañaba, en vez de sanar, el alma.

Por eso, Lutero propone separar las partes con total claridad: lo que el hombre hace (lamentarse, reconocer, buscar ayuda) debe considerarse pequeño en comparación con lo que Dios hace al absolver. El penitente no va a la confesión para mostrar cuán bueno o malo ha sido, ni para presentar un informe moral detallado. Si es cristiano, ya es evidente que es pecador y necesita gracia; si no lo es, tampoco será la confesión lo que lo convierta. Lo esencial es que el penitente reconozca su miseria y quiera recibir el auxilio de Dios. No se trata de ofrecerle algo a Dios, sino de recibir algo de Él.

Por eso, Lutero rechaza por completo la coerción papal. Nadie debe ser obligado por mandato humano a confesarse. Pero al mismo tiempo, no debe venir quien lo hace apoyándose en su propia obra, como si la confesión perfecta fuera un mérito. Lutero enseña: quien no desea realmente la absolución y no reconoce su necesidad, mejor que no se confiese. La confesión solo tiene sentido cuando se busca el consuelo divino, no cuando se busca cumplir con una obligación legal o acumular méritos. El cristiano se confiesa porque desea escuchar la palabra de absolución, porque sabe que en la confesión se encuentra un tesoro precioso, la palabra misma de Dios aplicada a su situación concreta.

Lutero compara el acto de confesarse correctamente con un mendigo que escucha que en un lugar se reparten regalos en abundancia: dinero, alimentos, vestimentas. No hace falta obligarlo; corre espontáneamente hacia la fuente de ayuda. En cambio, si la confesión se presenta como una orden vacía, como una obligación sin sentido, los fieles irán a disgusto, temiendo mostrar su miseria sin recibir nada. Eso fue precisamente lo que hicieron los predicadores papales: escondieron el consuelo del sacramento, lo transformaron en una exhibición de impureza y, por tanto, nadie podía acercarse con alegría. Lutero, en cambio, invita a acudir libremente, movido por la propia necesidad interior y por la confianza en la gracia. Y añade con claridad: quien no aprecia este consuelo y no viene voluntariamente, no debe ser contado entre los cristianos.

La exhortación no nace de un deber impuesto desde afuera, sino de la propia miseria del ser humano, que necesita ser liberado. Él sostiene que, si alguien es verdaderamente cristiano, no necesitará del mandato del papa ni de la presión del predicador, sino que por sí mismo buscará el consuelo de la confesión, incluso rogando por la oportunidad de recibirla. Para Lutero, el desprecio voluntario de la confesión —cuando se vive altaneramente sin reconocer la necesidad del perdón— es una señal concluyente de que esa persona no es cristiana y no debe acceder al sacramento. El que no aprecia un bien tan precioso demuestra que también desprecia el evangelio, porque renuncia a la forma concreta en que Dios ofrece su perdón.

Por ello, Lutero rechaza toda coacción externa. No se trata de obligar a nadie por la fuerza, ni de imponer penitencias bajo amenaza, como hacía el papado. Si alguien no quiere escuchar la predicación ni responder a la exhortación, Lutero no lo considera parte de la comunidad del evangelio. La inversión de la lógica coercitiva es total: antes se obligaba al pueblo y el clero vivía cómodo; ahora, según Lutero, el ministro no compulsa, sino que es el creyente quien debería urgir al pastor, buscando la confesión con humildad y deseo sincero. La responsabilidad del fiel es responder con libertad, no con miedo; y la tarea del pastor es predicar, administrar los sacramentos y disponer el perdón para quien lo busque.

Para Lutero, exhortar a la confesión equivale a exhortar a vivir como cristiano. Quien desea ser fiel, liberarse del pecado y tener una conciencia reconciliada, ya posee dentro de sí la verdadera hambre y la verdadera sed de la gracia. Esa necesidad interior es comparable al ciervo sediento del Salmo 42, que busca desesperadamente el agua para sobrevivir. Así debe clamar el alma del creyente por la palabra de Dios, la absolución y el sacramento. Si se enseñara la confesión de manera correcta —es decir, como remedio, consuelo y tesoro— el pueblo acudiría espontáneamente, incluso más de lo que los ministros podrían atender. En cambio, quienes no valoran este don seguirán bajo peso del papado o de cualquier otra opresión espiritual por su propia elección. Lutero, en cambio, invita a los creyentes a levantar las manos, agradecer a Dios y alegrarse por haber sido liberados de la tiranía de la coacción, pudiendo ahora disfrutar la confesión como un don de gracia y no como un tormento.


Conclusión

El Catecismo Mayor de Martín Lutero es una exposición doctrinal que busca llevar al cristiano a una comprensión profunda, práctica y vivida de la fe, integrando enseñanza, exhortación y consuelo. A través de los Mandamientos, el Credo, el Padrenuestro, el Bautismo, la Cena del Señor y la Confesión, Lutero muestra que la vida cristiana no se basa en obras ni ritualismos externos, sino en la confianza plena en la Palabra de Dios, en el perdón otorgado por Cristo y en la renovación constante del corazón. El Catecismo no sólo instruye, sino que forma la conciencia, ordena la vida diaria y fortalece al creyente en medio de tentaciones, debilidades y angustias, mostrando que todo procede de la gracia divina y todo vuelve a ella como al principio y fundamento de la fe.

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