domingo, 9 de noviembre de 2025

Navidad

La Navidad llega cada año cargada de símbolos, historias y emociones que se entrelazan entre lo religioso, lo cultural y lo íntimo. Más allá de los ritos tradicionales y las luces que iluminan las ciudades, este periodo nos invita a detenernos, mirar hacia adentro y reflexionar sobre el sentido de la esperanza, la generosidad y el encuentro con los demás. Si quieres profundizar en estos temas y descubrir nuevas perspectivas sobre esta celebración tan especial, te invito a seguir leyendo esta entrada.

LA NAVIDAD

Roma

Sol invictus

El culto al Sol en Roma no surgió de influencias orientales, como suele creerse, sino que tiene una profunda raíz indígena. Los romanos veneraban a Sol Indiges, una divinidad solar vinculada al origen mismo de la ciudad. Según la tradición, su templo en la colina del Quirinal fue instaurado por Tacio, rey de los sabinos, el mismo que, tras el célebre episodio del rapto de las sabinas, se reconcilió con Rómulo para gobernar conjuntamente en el siglo VIII a. C. Esta reconciliación era vista como un símbolo de unidad entre los dos pueblos que formaron la primitiva Roma. Autores como Varrón y Quintiliano mencionan este templo y su antigüedad, confirmando que el Sol ya ocupaba un lugar en el imaginario religioso romano desde tiempos arcaicos.

Además del Quirinal, existía otro templo dedicado a Sol en el Circo Máximo, junto a uno consagrado a la Luna. Esto no era casual: las carreras de carros estaban bajo la protección de estas deidades celestes. La cuadriga —carro tirado por cuatro caballos— estaba asociada al Sol, evocando su curso diario por el cielo; mientras que la biga, tirada por dos caballos, representaba a la Luna. Este simbolismo aparece claramente en Tertuliano, quien subraya cómo la iconografía de los espectáculos públicos estaba impregnada de religiosidad solar. Las fechas de fundación de estos templos —9 y 28 de agosto— también tenían relación con el periodo de mayor intensidad del sol estival, reforzando el vínculo entre la deidad y el clima.

Con el gran incendio del 64 d. C., Nerón aprovechó la reconstrucción de la ciudad para levantar una monumental estatua de sí mismo de unos 36,5 metros, conocida como el Coloso de Nerón. A la muerte del emperador, Vespasiano reconvirtió esta gigantesca figura en una representación de Sol, colocándole una corona radiante. Este cambio no era solo estético, sino político: servía para distanciarse de la imagen tiránica de Nerón y para resituar el coloso dentro del marco religioso tradicional. Esta reinterpretación solar fue acompañada de una transformación simbólica más amplia, pues Vespasiano fue también el primer emperador en acuñar monedas con la imagen del dios Sol, integrando así la iconografía solar dentro del aparato propagandístico estatal.

Hacia el siglo II d. C., el culto al Sol romano empezó a mezclarse con influencias orientales, especialmente persas y sirias, hasta que la figura de Sol Invictus adquirió predominio. Ya en el año 158 aparece el epíteto Invictus en inscripciones, marcando la evolución hacia un culto solar sincrético, más universal y militarizado. Décadas después, el emperador Cómodo adoptó el título de “Invictus”, convirtiéndose en el primer emperador romano en identificarse personalmente con esta deidad. Esta asociación imperial con el Sol reforzaba la idea del emperador como figura cosmo–política que garantiza la luz, el orden y la victoria.

Los severos

Bajo el imperio de los severos surgieron algunso cambios. Todo comenzó con Septimio Severo, quien, antes de convertirse en emperador, era comandante de la Legio IV Scythica en Siria. En ese contexto oriental conoció a Julia Domna, hija menor de Julius Bassianus, sumo sacerdote del culto solar en Emesa. Ese templo estaba dedicado a una divinidad solar local conocida como Elagábalo o El-Gabal, representada por un gran betilo negro. Su matrimonio no solo fue una alianza personal, sino también política y religiosa: unió a la futura casa imperial con el linaje sacerdotal del dios solar sirio.

El vínculo se fortaleció con su hijo, Caracalla, quien también asumió el título de Invictus, reflejando una creciente asociación imperial con el Sol. Sin embargo, la transformación decisiva llegó con el ascenso al trono de Varius Avitus Bassianus, más conocido como Elagábalo, nieto del sumo sacerdote y heredero directo del culto. Desde niño había sido sacerdote hereditario del dios en Emesa, y al llegar a Roma en 219 d. C. impuso el culto de Elagábalo con un entusiasmo casi fanático, convirtiéndolo en la deidad principal del Imperio.

Elagábalo ampliò el antiguo templo de Júpiter Víctor en el Palatino y lo consagró como el Elagabalium, trasladando allí el betilo sagrado. Su intención iba mucho más allá de la simple veneración: pretendía fusionar todos los cultos bajo su sacerdocio, incluyendo —según la Historia Augusta— los ritos judíos y cristianos, para consolidar una religión universal presidida por el dios de Emesa. Su ambición era extraordinaria: abolir o subordinar todas las religiones del mundo, incluyendo el propio culto a Júpiter, la deidad suprema de Roma.

Este intento de elevar un dios extranjero por encima del panteón romano fue percibido como un acto sacrílego y una provocación intolerable. Además, su comportamiento personal, extravagante y escandaloso —descrito por Herodiano como el de “un joven idiota en todo sentido”— aumentó el desprecio hacia su figura. Los senadores no toleraron que osara degradar a Júpiter, y la guardia pretoriana, cansada de sus excesos, lo asesinó en el año 222 d. C. Su cuerpo fue arrojado al Tíber y el culto a Elagábalo quedó abolido.

Sin embargo, el culto solar no desaparecería. Casi medio siglo después, el emperador Aureliano revivió y reorganizó el culto, pero de manera más estratégica y moderada. La restauración se debe a un episodio clave: durante la batalla de Emesa en 272 d. C., contra la reina Zenobia de Palmira, Aureliano afirmó haber recibido la ayuda divina del Sol Invictus, cuya aparición luminosa —según la Historia Augusta— inspiró la victoria decisiva. Tras la conquista, Aureliano visitó el templo de Elagábalo, donde experimentó una segunda aparición del dios solar.

De regreso en Roma en 274 d. C., tras derrotar al Imperio Galo, fue proclamado Restitutor Orbis (“Restaurador del Mundo”). Como parte de su programa político-religioso, erigió un magnífico templo dedicado a Sol Invictus, enriquecido con oro y joyas, y estableció un nuevo colegio de pontífices consagrado exclusivamente al dios. Bajo su mandato, Sol Invictus se convirtió en la deidad suprema del Imperio Romano, integrada oficialmente en la propaganda estatal, en la iconografía y en el calendario.

Aureliano no restauró el culto de Elagábalo como tal, sino que creó un culto solar universal, ordenado y políticamente útil, desvinculándolo de las extravagancias orientales asociadas a su antecesor y transformándolo en una religión imperial cohesionadora. Esta consolidación religiosa tendría efectos duraderos y prepararía el terreno para que, décadas después, el 25 de diciembre —fechado por el culto solar como natalis solis invicti— fuera reinterpretado por la Iglesia cristiana como la fecha del nacimiento de Cristo.

La Cronografía del año 354 d. C. constituye uno de los documentos más importantes para comprender tanto el culto solar romano como la temprana fijación litúrgica del 25 de diciembre como Navidad. Este códice, bellamente ilustrado y considerado el primer manuscrito iluminado del arte occidental, fue compilado en Roma y ofrecido como regalo a un aristócrata cristiano. Dentro de él se encuentra el Calendario de Filócalo, donde aparece la anotación “N INVICTI CM XXX” en el día VIII Kalendas Ianuarias (25 de diciembre). La inscripción se ha interpretado tradicionalmente como Natalis Invicti, es decir, el “Cumpleaños del Invencible”, que la mayoría de los estudiosos relaciona con Sol Invictus. La fecha corresponde también a la celebración de treinta carreras (circenses missus) en el circo, lo que coincide con los juegos dedicados al Sol que se celebraban anualmente y que, cada cuatro años, eran ampliados a treinta y seis. Esta estructura cuatrienal aparece también mencionada por el emperador Juliano en su Himno al rey Helios, quien caracteriza estos juegos como “una institución más reciente”, señal de que habían sido reformados o reorganizados dentro de un marco oficial relativamente moderno.

En otra sección relevante de la Cronografía —la Disposición de los Mártires— se encuentra el registro litúrgico más antiguo que inicia el año cristiano el 25 de diciembre y que consigna explícitamente: “natus Christus in Betleem Iudeae” (“Cristo nació en Belén de Judea”). Otra lista dentro del mismo códice, la de los cónsules, contiene una nota afirmando que “dominus Iesus Christus natus est VIII kal. Ian”. Estas son, textualmente, las primeras referencias documentales en la historia cristiana que asocian el nacimiento de Jesús con el 25 de diciembre. Dado que la lista de mártires no menciona nombres posteriores al año 336 d. C., se infiere que esa fecha marca la primera Navidad celebrada oficialmente en Roma.

La elección de esta fecha no fue arbitraria: el 25 de diciembre coincidía con el solsticio de invierno, que en el calendario juliano marcaba el momento en que los días empezaban a alargarse. El simbolismo solar estaba profundamente arraigado en la cultura romana. Varrón, en Sobre la lengua latina, explicaba que el nombre “bruma” (invierno) deriva de brevissima, “la más corta”, en referencia al día más corto del año. Dado que el sol comenzaba su ascenso después de la bruma, el solsticio marcaba simbólicamente el renacimiento de la luz.

Otros autores refuerzan la importancia de esta fecha: Vitruvio señalaba que los días brumales son los más breves; Plinio sostenía que los días empiezan a crecer inmediatamente después del solsticio; Ovidio consideraba la bruma como el primer día del nuevo sol; Servio, en su comentario a Virgilio, identificaba el “sol novus” con el octavo día antes de las calendas de enero; y Censorino afirmaba que el nuevo sol comenzaba exactamente en la bruma. Todo esto demuestra que para los romanos, el 25 de diciembre simbolizaba el renacimiento astronómico del sol, lo que facilitó la posterior interpretación cristiana del nacimiento de Cristo como la llegada de la verdadera “luz del mundo”.

La adopción del 25 de diciembre como fecha para celebrar la Natividad en el Oriente cristiano fue un proceso lento y fragmentado, y el testimonio de Alejandría es una de sus piezas clave. La primera celebración registrada de la Navidad el 25 de diciembre en esta región se produjo en el año 432 d. C., cuando Pablo de Emesa predicó ante Cirilo de Alejandría acerca de María como Theotokos (“Madre de Dios”). Este dato es especialmente significativo porque Cirilo había sido una figura central en el Concilio de Éfeso (431 d. C.), donde el título de Theotokos fue declarado ortodoxo frente a las posiciones nestorianas. Por ello, esta predicación no solo marca la entrada del 25 de diciembre en el calendario alejandrino, sino también la reafirmación doctrinal del rol de María en la Encarnación, en un momento crucial de definición dogmática.

Antes de este cambio, la tradición alejandrina —como la mayoría de las iglesias orientales— celebraba conjuntamente el nacimiento y el bautismo de Jesús el 6 de enero, en la Teofanía. El testimonio de Juan Casiano, fallecido poco después de 435, confirma que esta práctica persistió en Egipto incluso tras la adopción del 25 de diciembre en otras regiones orientales. Casiano señala explícitamente que, mientras Occidente celebraba ambas fiestas separadas, “en Egipto no se celebran por separado, sino en una sola festividad en ese día”.

Problemas de las fechas

La fijación del 25 de diciembre como la fecha de la Natividad de Jesús no fue un proceso lineal ni pacífico; por el contrario, atravesó debates litúrgicos, resistencias regionales, malentendidos astronómicos, conflictos doctrinales e incluso sospechas de paganismo. La evidencia muestra que durante varios siglos coexistieron diferentes tradiciones, y cada una defendía un modo distinto de comprender el misterio de Cristo.

En Oriente, el nacimiento de Jesús y su bautismo se celebraban juntos el 6 de enero. Por eso, cuando Gregorio Nacianceno predicó el 25 de diciembre de 380, tuvo que aclarar que ese día podía llamarse tanto “Aparición de Dios” como “Natividad”. Esto revela una profunda ambigüedad litúrgica:

  • En Oriente, el 6 de enero era LA fecha principal.

  • En Occidente, la fiesta ya estaba consolidada el 25 de diciembre.


El Oriente cristiano tardó décadas (incluso siglos) en aceptar el 25 de diciembre.

  • Alejandría no lo hizo hasta el 432, y aun así coexistían ambas prácticas.

  • Juan Casiano afirma que en Egipto ambas fiestas se seguían celebrando juntas.


Juan Crisóstomo tuvo que predicar en 386 para justificar que “no hacía ni diez años” que en Antioquía se celebraba el 25 de diciembre. Para los fieles, la nueva fiesta era sospechosa y generaba dudas. Crisóstomo la defendió como la más solemne por its conexión con todos los demás misterios cristianos, pero su insistencia revela que había oposición real y un clima de tensión.

Epifanio siguió defendiendo hasta su muerte que el nacimiento de Jesús era el 6 de enero, no el 25 de diciembre. Para justificarlo recurrió a cálculos zodiacales y ciclos solares, pero cometiendo errores históricos (por ejemplo, creía que las Saturnales se celebraban el 25). Su insistencia muestra que incluso dentro de la jerarquía episcopal no había consenso.

El 25 de diciembre era también el solsticio de invierno en el calendario juliano. Por ello muchos cristianos comenzaron a mezclar simbología solar, inclinándose hacia el oriente y rindiendo honor a la luz naciente.

Los obispos tuvieron que intervenir:

  • León I condenó que los cristianos se inclinaran hacia el sol naciente en la entrada de San Pedro.

  • Aseguró que esta práctica confundía a los paganos y perpetuaba supersticiones.

  • Advirtió que la fiesta parecía derivar su honor “del amanecer” más que del nacimiento de Cristo.

El problema era práctico y pastoral:

  • La basílica estaba orientada al este.

  • La luz del sol iluminaba el altar durante la misa.

  • Muchos fieles se inclinaban hacia la luz en un gesto ambiguo.

Esto generaba un riesgo de sincretismo.

Tertuliano, dos siglos antes, había sentido la necesidad de defenderse de las acusaciones de que los cristianos adoraban al sol debido a su costumbre de orar mirando hacia el oriente. Para él, estas semejanzas con prácticas paganas eran manipulaciones diabólicas destinadas a desacreditar la fe cristiana. Los paralelos entre el culto solar, el mitraísmo y algunas prácticas cristianas alimentaron durante siglos la sospecha de que la fecha de Navidad tenía un origen no cristiano.

Incluso siglos más tarde, en el 742, Bonifacio informaba al papa Zacarías que en Roma seguían celebrándose costumbres paganas ligadas a comienzos de enero: cantos, procesiones, amuletos y supersticiones de Año Nuevo. Esto escandalizaba a los paganos recientemente convertidos en otras regiones, quienes no entendían por qué los cristianos de la capital mantenían prácticas tan ambiguas. Tales observaciones dejaban en evidencia que la Navidad, aun siendo oficialmente cristiana, todavía coexistía con prácticas populares heredadas del paganismo.

Finalmente, el debate intelectual sobre el origen de la fecha se dividió en dos interpretaciones que generaron tensión durante siglos. Por un lado, quienes defendían la teoría del cálculo litúrgico argumentaban que el 25 de diciembre derivaba del 25 de marzo, considerada la fecha de la concepción y crucifixión de Jesús. Por otro lado, quienes seguían la historia de las religiones sostenían que la Navidad había sido un reemplazo deliberado del natalicio del Sol Invictus. Ambas posturas mostraban intentos de justificar o defender la fecha frente a la crítica pagana y al conflicto interno.

Festividades

Aunque los romanos nunca celebraron una “Navidad” como tal, muchas de sus costumbres invernales sobrevivieron y se integraron, transformadas, en las prácticas navideñas cristianas de siglos posteriores. Esta asimilación no fue resultado de una copia directa, sino de un proceso largo en el que elementos culturales, sociales y simbólicos se fusionaron con las nuevas celebraciones cristianas a medida que la Iglesia intentaba reorganizar el calendario y purificar prácticas antiguas sin romper por completo el tejido social. Por eso, hay paralelos evidentes entre las fiestas paganas del solsticio y los hábitos populares vinculados a la Navidad medieval y moderna.

Uno de los paralelos más notables es el intercambio de regalos. En los saturnales romanos, especialmente durante la Sigillaria, amigos y familiares se obsequiaban figurillas, nueces, dulces y pequeños símbolos rituales. Esta costumbre de regalar, profundamente arraigada en la vida romana, reapareció en la Edad Media como parte de las celebraciones del 25 de diciembre y del 6 de enero, aunque reinterpretada bajo claves cristianas: regalos de amor, caridad o devoción, a menudo asociados a los Reyes Magos. La idea de que el invierno es una temporada para dar, compartir y fortalecer vínculos sobrevivió de manera casi intacta pese al cambio religioso.

Otro paralelo importante es el uso de luces. Los romanos encendían lámparas, antorchas y velas durante el solsticio para simbolizar el retorno de la luz tras el día más corto del año. Esa simbología —la victoria de la luz sobre la oscuridad— encajó perfectamente con la teología cristiana, que interpretó el nacimiento de Cristo como la irrupción de la “Luz del mundo” en medio de las tinieblas. Así, la iluminación de hogares, iglesias y más tarde plazas se mantuvo como una práctica que combinaba belleza, devoción y herencia simbólica.

Los banquetes y la abundancia durante Saturnalia también encontraron su eco en las celebraciones navideñas. Los romanos celebraban con mesas repletas, comidas especiales y días de descanso, y estas tradiciones se trasladaron a la Navidad medieval, donde el ayuno del Adviento concluía con festines que marcaban la alegría del nacimiento de Cristo. La asociación entre invierno, descanso, alimento abundante y celebración colectiva se mantuvo como un patrón cultural más allá de la transformación de las creencias.

La inversión simbólica de roles en Saturnalia —los esclavos comiendo con los amos o incluso siendo servidos— tuvo un eco tenue pero notable en ciertas costumbres medievales. Durante la Navidad y especialmente en la Fiesta de los Locos o el Día de los Inocentes, se permitían libertades, juegos y desórdenes controlados que suspendían temporalmente la disciplina habitual. Aunque cristianizadas y reinterpretadas, estas festividades conservaron la idea de una “licencia ritual” propia de los antiguos festejos romanos.

Finalmente, el largo periodo festivo de invierno terminó estructurándose en el cristianismo en los llamados Doce Días de Navidad, un lapso entre el 25 de diciembre y el 6 de enero que recuerda, de manera cristianizada, la secuencia continua de festividades romanas entre Saturnalia, Sigillaria, Brumalia y el natalicio del Sol Invicto. Aunque los contenidos cambiaron profundamente, la idea de una temporada extendida de celebración invernal permaneció como un patrón cultural que unió a comunidades enteras.

Símbolos de la navidad

El árbol de Navidad tiene sus raíces más profundas en las culturas germánicas y escandinavas precristianas, donde los árboles perennes —especialmente los abetos— eran símbolos de vida, fertilidad y resistencia durante el invierno. En pleno solsticio, cuando la naturaleza parecía morir, los pueblos del norte decoraban árboles o colocaban ramas verdes dentro de las casas para invocar la renovación y la protección de los espíritus del bosque. Con la cristianización de Europa, la Iglesia no logró extirpar estas prácticas profundamente arraigadas y, en cambio, optó por reinterpretarlas. El primer árbol navideño cristiano documentado aparece en 1419 en Friburgo, Alemania, decorado con frutas, dulces y obleas por una guilda de panaderos. Siglos después, Martín Lutero —según la tradición— colocó velas en un árbol para simbolizar las estrellas que brillaban en la noche del nacimiento de Cristo, consolidando el árbol como emblema navideño en el mundo protestante.

Las guirnaldas, por su parte, proceden de una mezcla de tradiciones romanas y germánicas. En Roma, durante las Saturnales y otras festividades del solsticio, se intercambiaban coronas y guirnaldas de laurel, hiedra o pino como símbolo de victoria, bienestar y protección, y también como amuletos contra los malos espíritus del invierno. Estos ramos circulares representaban eternidad y renovación: un ciclo sin principio ni fin. En el mundo germánico, las guirnaldas tenían un significado similar, asociadas a la esperanza en el triunfo de la luz. Con el tiempo, el cristianismo las adoptó y resignificó: la forma circular pasó a representar la eternidad de Dios y la hiedra y el pino, la vida eterna ofrecida por Cristo.

Otras decoraciones navideñas también tienen un origen híbrido. Las luces —primero velas y más tarde focos eléctricos— derivan del simbolismo del solsticio de invierno, cuando se celebraba el retorno del sol. En las celebraciones romanas y germánicas se encendían antorchas, fogatas y lámparas para ahuyentar la oscuridad y llamar a la luz. Al entrar en la liturgia cristiana, este gesto se reinterpretó como símbolo de Cristo, “la luz del mundo”, y pasó a decorar ventanas, árboles y altares. Del mismo modo, la práctica de colgar manzanas, nueces y dulces en los árboles tiene raíces en los árboles de Año Nuevo del mundo germánico, y sobrevivió en representaciones medievales del “paradisebaum” o “árbol del Paraíso”, usado en dramas litúrgicos del siglo XV que narraban la historia de Adán y Eva el 24 de diciembre.

Los colores navideños tradicionales, como el verde y el rojo, también tienen un origen simbólico profundo. El verde representaba la vida perenne en medio del invierno y se asociaba con la esperanza y la renovación; el rojo podía simbolizar tanto la sangre como la abundancia y buena fortuna, dependiendo del contexto cultural. Estas asociaciones se mantuvieron y fueron reforzadas en la iconografía cristiana como signos del nacimiento, vida y sacrificio de Cristo, integrándose en telas, adornos y ornamentación litúrgica.

Finalmente, muchas de estas tradiciones llegaron al mundo anglosajón y luego al resto del planeta gracias a la influencia combinada de los alemanes, los príncipes británicos del siglo XIX y la comercialización moderna. La reina Victoria y el príncipe Alberto popularizaron el árbol de Navidad en Inglaterra cuando mandaron retratarse junto a uno en 1848; el grabado se difundió rápidamente en Estados Unidos, donde se fusionó con costumbres locales, generando la Navidad visual moderna tal como la conocemos hoy.

Conclusión

La Navidad, tal como la entendemos hoy, es el resultado de un largo proceso histórico en el que se entrelazaron tradiciones cristianas, costumbres paganas del solsticio, símbolos germánicos y reinterpretaciones culturales posteriores. Más que una fecha aislada, es un espejo de la evolución espiritual y social de Occidente, donde el nacimiento de Cristo se convirtió en el centro de una celebración que habla de luz, esperanza, comunidad y renovación. En su complejidad histórica y simbólica, la Navidad sigue invitándonos a mirar más allá de las diferencias y a encontrar, en medio del invierno, un sentido profundo de vida y sentido.

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